14 - Días extraños

Recién llegado de la Toscana, después de llevar a Iris a casa de Ada, Massimo fue directo a via del Corso. Un momento antes había telefoneado a Enzo, que tenía demasiado trabajo tras las fiestas. Por eso convinieron que él acudiera a su despacho.

Enzo salió de detrás del escritorio cuando su secretaria invitó a entrar a Massimo. La mujer los dejó solos y cerró la puerta mientras ellos prolongaban su saludo, contentos de reencontrarse.

—Servicio a domicilio, como ves —dijo Massimo entregándole la caja que llevaba en la mano—. Mi madre ha hecho dos toneladas de befanini.

Beatrice llevaba horneando las típicas galletas decoradas con anises de colores para celebrar la llegada de la Befana. Y ese año había comprado adrede un cortapastas en forma de bruja.

—¡Qué grande es tu madre! —exclamó Enzo.

—No te las comas, que son un obsequio para tus padres.

Enzo dejó la caja sobre la mesa, pensando cuánto les iba a encantar el detalle de Beatrice.

—Pero siéntate, hombre. ¿Te apetece un café? —Ofreció, con intención de dirigirse a la cafetera de cápsulas que tenía en una mesa auxiliar al otro lado del despacho.

—Otro día, gracias. —Lo detuvo Massimo—. He dejado el coche muy mal aparcado. Esta carta llegó para ti a casa hace unos días.

—No tenías que traérmela, la semana que viene voy yo a Civitella…

Enzo cerró la boca al ver que el remitente era Martina y alzó la vista hacia Massimo. Ahí tenía el porqué del interés de su amigo en llevársela, debía estar ansioso por conocer su contenido.

—No entiendo por qué te la envió a la Toscana —comentó Massimo, confirmando las sospechas de Enzo.

—Martina no sabe donde vivo.

—Pudo dársela a Rita para que te la entregara.

Enzo lo miró con la boca cerrada, con expresión de callarse algo importante que lo intrigó todavía más.

—¿Hay algo que tú sabes y yo no sé? —Inquirió para salir de dudas.

—Si Martina tiene o no algo que decirte, que sea ella quien lo haga. —Zanjó para que no lo interrogara sobre un tema del que prefería no hablar.

—No sé por dónde vas, Enzo. No me gustan las intrigas, así que vamos a dejarlo.

Enzo lo miró de reojo, empezando a rasgar el sobre. Se tenían calados el uno al otro lo bastante como para andarse con frases tajantes.

—Si no quieres saber, deja de preguntarte por qué no me envió esto aquí. —Le leyó el pensamiento—. Martina sabe que trabajo en Sanpaolo, pero desconoce la dirección de mi despacho.

Massimo podía haberle demostrado el poco interés que le suscitaba el sobre aquel marchándose en ese momento. Pero no lo hizo. Cuando Enzo extrajo del interior varios billetes de veinte euros se quedó clavado en el sitio. Lo observó cabecear preocupado mientras leía una breve nota que acompañaba el dinero.

—Qué cabezota es. Mira que le dije que no hacía falta que me lo devolviera. —Lamentó molesto.

—¿Qué significa ese dinero? —Inquirió Massimo, dejándose de disimulos.

Enzo dejó el sobre vacío sobre la caja de galletas.

—Cuando os peleasteis en Nochevieja…

—No fue una pelea.

—Lo fue. —Atajó con una mirada significativa—. Me ofrecí a llevarla a Florencia para que cogiera el tren. Pero Martina no quiso, por mucho que insistí. Así que la acompañé a buscar un taxista que estuviera dispuesto a llevarla esa noche. —Reveló, entretenido en guardar el dinero en la cartera.

—En lugar de impedir que se marchara.

A Enzo no le gustó ni el reproche ni que lo mirara como si fuera cómplice de un delito.

—Ella quería marcharse, Massimo. La decisión era suya. Pregúntate dónde estabas tú y por qué no hiciste nada para que se quedara. —Sonó impertinente, pero eran amigos y había lugar para las disculpas sutiles—. Martina tenía el billete de regreso con la vuelta abierta; no había problema. Pero no llevaba dinero suficiente para pagar un taxi de Arezzo a Florencia —continuó, recordándole lo caro que podía costar un servicio extraordinario en una noche festiva—. Yo se lo di, le dije que no me lo devolviera pero Martina ha preferido hacerlo. ¿Contento?

No, no lo estaba. Cuando se metió en el coche cinco minutos después, aún le duraba el regusto acre que le dejó aquella conversación.

***

Rita había escogido la pizzería La Casetta para reunirse y él aceptó aunque era el último sitio donde le habría gustado tomar una cerveza. Aquel refugio estudiantil le traía recuerdos de dos pizzas a medias y una botella de vino compartida con Martina. Y ella era, por añadidura, la persona que menos le apetecía como protagonista de sus pensamientos. Deseo difícil de cumplir, cuando uno de los encargos que lo había llevado hasta la Sapienza tenía que ver con Martina. Por no mencionar la desagradable sensación de culpa que lo acuciaba desde que habló con Enzo por la mañana. Y odiaba sentirse así sin ser culpable de nada.

—Ya que estamos, ¿te apetece que cenemos aquí?

—Perfecto. —Aceptó Rita—. Pero cuéntame, ¿cómo has empezado el año?

—Como todos. —Eludió una respuesta comprometida.

Comentar con ella su decepcionante sensación de fracaso no iba a ayudar a quitársela de encima. Una idea llevó a la otra; Massimo se acordó de la caja de galletas caseras que había dejado sobre la silla contigua cuando escogieron mesa.

—Esto me lo ha dado mamá —dijo mostrándosela a Rita—. Son un regalo para Martina.

Rita se quedó mirando a su hermano, con la pregunta de por qué no se las daba él en la punta de la lengua. No llegó a pronunciarla porque, en vista de la marcha precipitada de Martina la noche de Fin de Año, intuía el porqué sin necesidad de que su hermano le corroborara que entre ellos todo había acabado. Si es que alguna vez hubo entre su amiga y su hermano algo que mereciera señalarse con esas marcas temporales, clave en las relaciones, que recuerdan que donde hubo un principio también hubo un final.

Apesadumbrada, apoyó el codo en la mesa y sostuvo la barbilla en la palma de la mano.

—Me va a ser difícil entregárselas, ahora que ya no compartimos dormitorio.

La novedad puso en guardia a Massimo, que apoyó los antebrazos sobre la mesa y se inclinó expectante para saber más.

—¿Habéis discutido?

Los hombros de Rita subieron y volvieron a caer.

—No, nada de eso. —Aclaró—. Martina ha dejado la residencia y ha alquilado un apartamento, si se puede llamar así. Un pequeño estudio muy económico.

—Tiene casa en Roma y no es precisamente pequeña.

—El día de Nochevieja, en Arezzo, vosotros dos os peleasteis, ¿verdad?

—¿Qué te ha contado?

—Nada. Por eso te lo pregunto a ti. Martina es muy reservada, se encierra cuando no quiere hablar y no hay manera de sacarle una palabra.

Massimo se hizo atrás en la silla y observó la algarabía de los estudiantes que empezaban a llenar el local a la hora de la cena. La aclaración de Rita resultaba innecesaria porque él conocía bien esa faceta del carácter de Martina.

—Preferiría no hablar de ello ni de aquella noche. —Zanjó—. Y no porque me preocupe más de lo necesario. Las cosas son lo que son, concederles una importancia excesiva es un error y una pérdida de tiempo.

—Solo te he hecho una pregunta. —Atajó su hermana—. No te he pedido que me largues un discurso. Lo único que sé es que cuando regresé a Roma después de las fiestas, Martina me dijo que había decidido cambiar la vida que no le gustaba y empezar de nuevo. Ahora ya no depende de su tía ni quiere tenerla cerca, por eso no vive en el palacete.

—Antes tampoco lo hacía, vivía contigo ahí. —Señaló con la cabeza en la dirección donde se encontraba la universidad.

—¿No me has escuchado? Era su tía quien costeaba la residencia. Martina ha decidido romper esa dependencia que la ataba a ella. Y, como comprenderás, no puede pagar las mensualidades. Por eso ha alquilado el estudio, supongo que su abuelo le está echando una mano con el alquiler.

Rita evitó mencionar que el apartamento del que estaba hablando se hallaba sobre sus cabezas, justo dos pisos por encima de la pizzería y que el dueño era, casualidades de la vida, el nuevo casero de Rita.

—De todos modos, coincidimos todavía en muchas clases. —Añadió—. Di a mamá si hablas con ella, que no se preocupe que se las daré mañana o pasado. O ya se lo diré yo cuando llame a casa.

—Ya tiene edad de vivir por su cuenta y mantenerse por sí misma —comentó Massimo, sin mostrar emoción alguna.

—Qué curioso. Esas son las mismas palabras que utilizó Martina cuando me dijo que se marchaba de la residencia —comentó con una mirada inquisitiva. Viendo que su hermano no estaba por la labor de hablarle de lo sucedido en Nochevieja, se levantó dando el tema por concluido—. Voy a por la carta.

Massimo la vio marchar hacia la barra y hablar con un camarero. Minutos después, volvía a tenerla sentada en la silla de enfrente.

—Como ves, yo tampoco he empezado el año dando saltos de alegría. Martina y yo seguimos siendo amigas, por supuesto, pero desde que no compartimos dormitorio ya nada es igual. Tanto que empiezo a aborrecer la residencia.

—Rita, no me apetece hablar de Martina. —Exigió más que pidió.

Su hermana le entregó una de las cartas. Y mientras le soltaba una cháchara quejicosa sobre su nueva compañera de cuarto, una niña seca y poco comunicativa, que dejaba el cuarto de baño hecho un desastre después de ducharse, Massimo se sumió en sus propias cavilaciones. Se prohibió a sí mismo sentirse culpable de una situación que él no había creado. Como mucho, se permitió sentir decepción. Martina era lo suficiente mayor para elegir qué vida quería llevar. Subsistir por sus propios medios era una decisión loable que a él ni le iba ni le venía, del mismo modo que no debía quitarle el sueño el hecho de que se marchara arrebatada de su lado la noche de Arezzo. Allá ella, no iba a ir detrás de una mujer que no merecía la pena, distinta a la que aparentaba ser. No había que buscar culpables, él era quien era y ella también. Sus estilos de vida no eran compatibles, eso era todo. Con él no iban las personas con doblez. Y, aunque la decepción era el desagradable y machacón recuerdo de que se había equivocado, al menos aprendería a mirar a las mujeres con la mirada analítica y avizor, adiestrada para descubrir el peligro a mil metros.

Martina mostraba una cara inocente combinada con una admirable responsabilidad y tesón; pero en lo tocante a los sentimientos, demostró ser la clase de mujer frívola que no quería en su vida ni en la de su hija. Su error fue verla con los ojos de la ilusión y no con los de la sensatez.

***

Massimo desayunaba en la terraza cuando su padre se unió a él. Había amanecido un día espléndido, de esos en que el primer sol de la mañana baña los campos con una explosión de luz que convierte los campos toscanos en el lugar más bonito del mundo.

—¿Qué tal van las cosas, hijo? —preguntó a modo de buenos días, mientras se sentaba a su lado.

—Como siempre —murmuró sin ganas de ahondar.

El señor Etore cogió el periódico del día que su hijo le ofreció y comenzó a leer los titulares de pasada.

—¿Ya has dejado de hojearlo de atrás adelante? —preguntó Massimo, extrañado al ver que su padre había renunciado a una de sus más recalcitrantes manías.

—Las páginas del principio no hablan más que de política y de lo mal que va todo. Deprimen a cualquiera. Siempre he preferido empezar el periódico por los sucesos. Y luego las esquelas.

Su hijo hizo una mueca. Si la política lo deprimía, su acostumbrado ritual macabro no era la forma más optimista de comenzar la jornada.

—Hasta el día que empecé a ver esquelas de gente de mi edad. —Reveló con una solemnidad fúnebre que estremeció a su hijo.

—Vas a conseguir que me siente mal el desayuno.

—La vida pasa demasiado rápido, ¿sabes? No dejes que se te escape.

—¿Cómo evitar que el agua resbale entre los dedos? —Cuestionó Massimo con un derrotismo conformista que preocupó a su padre.

—Bebiéndotela antes de que se pierda. —Sentenció con la sencilla filosofía de la experiencia—. ¿Todo bien en el trabajo?

Massimo sonrió apenas.

—Todo perfecto. Es la única parte de mi vida de la que no puedo quejarme. Mi única satisfacción, porque en lo personal todo son problemas. Cada día más —murmuró; Martina era historia, pero la sensación de fracaso al dejarse llevar por el corazón e ilusionarse con la mujer equivocada aún le pesaba.

El señor Etore no pretendía entristecer a su hijo, así que se apresuró a cambiar de tema.

—Todo el mundo tiene problemas, ¿quién no los tiene? —comentó, dejando el periódico sobre una silla.

En realidad, preguntarle por su vida no fue más que una excusa que le dio pie para confesarle su mayor preocupación. Necesitaba desahogarse y, a pesar del apuro que le daba hablar de ello, era preciso buscar ayuda en otro hombre. Y Massimo era el que le quedaba más a mano. Además, estaba absolutamente seguro de que guardaría la debida discreción. O sea, que sería una tumba.

Massimo observó a su padre que contemplaba el horizonte con la mirada perdida. Y lo conocía lo bastante bien como para descubrir que aquella pose era puro teatro. La típica actitud que adoptaba cuando tenía ganas de hablar y no sabía por dónde empezar.

—No te quejarás del negocio. —Tanteó, dado que su padre no soltaba prenda—. Por lo que veo cada día funcionan mejor las cosas.

—Cierto. Gracias a Enzo, en buena parte. —Reconoció—. Y también a tu hermana que por fin parece haber encontrado sentido a su vida. Derrocha entusiasmo y ganas de trabajar.

—Me alegro por ella, por Enzo y por vosotros —dijo Massimo—. No veo que tengas motivos para quejarte.

El señor Etore se estiró en el asiento. Enderezó la espalda y guardó silencio mientras se servía una taza de café y la leche espumada. Massimo le tendió la suya y su padre le sirvió un segundo capuccino. Antes de hablar, el hombre removió el azúcar con parsimonia, dio un sorbo que saboreó con gusto y se llevó la servilleta a los labios.

—Me pasa como a ti —dijo por fin—. El trabajo cada día mejor, pero en lo personal…

Massimo se quedó con la taza en el aire a medio camino de la boca.

—¿Vas a decirme de una vez qué es lo que te preocupa o tengo que adivinarlo yo?

Su padre dio un bufido y cabeceó antes de lanzarse.

—Sucede que esto que tengo entre las piernas es lo más parecido a un árbol de Navidad.

Massimo no pudo contener la risa.

—Eso es bueno, aún apunta hacia las alturas, ¿no?

—Sí, no es ese el problema. —Añadió, evitando la mirada de su hijo—. El caso es que lo uso como el árbol de Navidad: una vez al año. Vamos, que las bolitas las llevo de adorno.

A Massimo se le atragantó el café con leche. Tuvo que recuperarse del ligero ataque de tos que le entró antes de poder hablar.

—Si el problema no eres tú…

—A tu madre se le han ido las ganas. —Resumió.

Massimo se tragó el «¡No me lo cuentes!» que tenía en la punta de la lengua. No es que le hiciera demasiada gracia estar al corriente de la vida sexual de sus padres, pero no podría hacer otra cosa que echarle una mano.

—Hay soluciones.

El señor Etore lo miró entre dudoso y esperanzado.

—¿Tú crees?

—Vamos a acabar de desayunar y, si no tienes nada más importante que hacer, cogemos el coche y nos vamos al pueblo. Ya te explicaré allí.

—Muy bien. Pero conduzco yo.

Massimo entornó los ojos. Aún lo trataba como si acabase de sacarse el carné de conducir.

—¿Qué pasa? ¿Sigues sin fiarte de mí? —Protestó—. No sé si recuerdas que me dedico a pilotar aviones que cuestan una fortuna y hasta la fecha no he estrellado ninguno.

Su padre le echó una mirada de soslayo.

—Me parece estupendo. El día que mi coche vuele, te dejaré las llaves.

***

El señor Etore detuvo a Massimo cuando vio que se disponía a entrar a la farmacia.

—Un momento. —Discrepó—. ¿Pero qué te has creído? ¡Yo no necesito Viagra!

Massimo miró a un lado y a otro con una palabrota en mente. Luego se inclinó hacia su padre pidiéndole con la mirada que hablara más bajo.

—No hemos venido a por Viagra.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí? No creo que ahí adentro vendan nada que pueda solucionar mis problemas maritales.

—¿Quieres bajar la voz? —Lo conminó con una mirada tajante.

—¿Pones en entredicho mi virilidad delante de todo el pueblo y pretendes que me quede tan tranquilo? —dijo igual de alto o más.

Massimo se armó de paciencia. Maldita la hora en que se le ocurrió hacer de consejero sexual, conociendo a su padre.

—En primer lugar, nadie sabe si hemos venido a la farmacia a por Viagra o por un jarabe para la tos. —Siseó malhumorado ante la cabezota actitud del señor Etore—. En segundo lugar, no me apetece entrar contigo en un sex-shop, porque aquí todo se sabe y, en un visto y no visto, tú y mamá estaríais en boca de la provincia entera.

—Mmm… Desde que hice el servicio militar que no he entrado en uno de esos. Supongo que habrán inventado más cosas que aquellas muñecas hinchables que daban tanta risa con aquellos rizos postizos en la entrepierna. —Elucubró imaginando la de cosas que podría aprender a su edad.

Una viejecilla salió de la farmacia, haciendo sonar la campanilla de la puerta y Massimo hizo callar a su padre, antes de que se lanzara a dar detalles obscenos en plena vía pública.

—Y en tercer lugar, tú hazme caso que ahí dentro sí venden productos que pueden ayudarte. Vamos a empezar por lo más sencillo y, si no funciona, ya recurriremos al plan B.

—El sex-shop. —Adivinó.

—Exacto.

Una vez dentro, aprovechando que el dependiente estaba muy ocupado atendiendo a los clientes que hacían cola frente al mostrador, Massimo llevó al señor Etore hasta el expositor de una conocida marca de preservativos, que además comercializaba otros artículos para aumentar el placer sexual.

Al ver aquello, el hombre se echó a reír.

—¿Condones? No te preocupes por eso, que no vas a tener más hermanitos. —Se cachondeó.

—Tienen más cosas.

Por prudencia, y dado que en el pueblo los conocía todo el mundo, hablaba en tono inaudible y conminó a su padre a que hiciera lo mismo. Massimo agarró un artilugio del expositor.

—¿Un anillo? Ya me dirás esto para qué puede servir. —Dudó, colocándose en el dedo medio el de muestra que su hijo acababa de entregarle para que se familiarizara con él—. Además me viene grande.

—Es que no se pone ahí —murmuró entre dientes.

El señor Etore cayó entonces en el porqué del diámetro de aquel artilugio y se le escapó una risilla burlona.

—Hay que ver qué cosas inventan —dijo sin dejar de reír—. Debes de estar de broma si crees que me voy a colocar un anillo en la varita mágica.

Massimo se lo arrebató de la mano y lo puso en marcha. El aparatejo empezó a vibrar en la palma de su mano con un zum zum.

Gesù bambino… —exclamó con los ojos muy abiertos— ¡si tiene motor!

—Ahí está el secreto: es un vibrador, ¿comprendes? —susurró—. Esto se pone en marcha y cuando roza…

El señor Etore lo silenció con un ligero carraspeo.

—Mejor me leo las instrucciones. —Farfulló, agarrando un anillo íntimo del expositor.

Su hijo asintió, aliviadísimo.

—Con esto y un gel frío-calor yo creo que vas listo. —Decidió cogiendo un frasco al tuntún.