7 - Gracias y favores
—Al final Rita nos ha dejado colgados —comentó Martina después de leer el mensaje WhatsApp.
No es que a Massimo le importara, todo lo contrario. Con quien quería hablar era con Martina y su querida hermanita, yéndose de fiesta con sus compañeros de clase, le había hecho el gran favor de dejarlos solos.
Martina guardó el móvil en el bolso y dio un sorbo de vino.
—En realidad esta cena es una excusa. —Anunció Massimo—. Necesito pedirte un favor.
Martina dio las gracias a la camarera de La Casetta que les trajo la carta de pizzas. Las dejó sobre la mesa, para ojearlas más tarde y apoyó los antebrazos en la mesa, dispuesta a escuchar lo que Massimo tenía que decirle.
—Me marcho una semana a España. Tengo que participar en un curso de repostaje en vuelo, normas de los ejércitos europeos. No voy a aburrirte explicándotelo.
—No tengo ni idea de aviones. Así que ni tú ni yo sabemos si me puede aburrir o no. A lo mejor me gusta.
—Técnica y más técnica —aseguró para quitarle las ganas—. Pero si quieres, un día te vienes a la base conmigo y te daré una explicación exhaustiva sobre aviación militar hasta que te explote la cabeza.
—Cada vez me gusta más. —Contradijo, con una sonrisa juguetona.
Massimo resopló.
—No me digas que a ti también te vuelven loca los uniformes.
—Tienen mucho morbo. Sueño con verte de uniforme.
—Ya has visto fotos en casa de mis padres. —Rebatió sin saber muy bien si le estaba tomando el pelo.
—No es lo mismo al natural.
—Soy más que un uniforme.
—No hace falta que me lo recuerdes, yo sé que eres mucho más sin el uniforme. —Lo provocó, en clara referencia a que lo había visto desnudo.
Massimo apoyó los brazos sobre la mesa, igual que ella, y acercó su cara a la de Martina.
—¿Te cuento el favor que quiero pedirte o prefieres seguir jugando a vestirme y desvestirme como al Ken de la Barbie?
Martina se hizo atrás riendo porque sabía que no le disgustaba que una mujer tomara la iniciativa, de eso estaba más que segura. Massimo no disimulaba su enfado al verse deseado por la ropa, sin la ropa, o por cualquier cosa que no fuera él como persona y no como objeto sexual.
—Dime. Y no te enfades que te pones muy feo.
—No me enfado. Y lo segundo tampoco es verdad.
—Eres muy presumido, ¿no?
—Y a ti te va a crecer la nariz como a Pinocho. Vamos a lo importante. —Decidió por su cuenta—. Como te decía, estaré una semana en España. Yo debía quedarme con Iris porque Ada tiene que viajar esos días, le ha salido una sesión de fotos para una revista y por lo visto pagan muy bien.
—Vaya casualidad.
—Sí, Ada es así.
—¿No puedes llevar a Iris a Civitella?
—Sí podría, pero no voy a hacerlo porque no quiero que su madre se entere de que no puedo hacerme cargo de mi hija. Estoy seguro de que lo utilizaría contra mí en el momento menos esperado.
—Rita puede ir a vivir a tu casa esos días.
—No puede porque casualmente también estará en Civitella.
—Es verdad, no me acordaba. —Reflexionó haciendo cálculos—. Entonces, te marchas la semana que viene.
—El domingo por la noche.
Martina se llevó la mano a la barbilla, pensando en ello. Era la semana de vacaciones invernales y la residencia aprovechaba para dar un lavado de cara a las zonas comunes y remozar los pasillos con una mano de pintura. Por ese motivo permanecería cerrada. Rita y ella ya habían comentado que marcharían a sus respectivas casas. Pero a Martina no le apetecía lo más mínimo pasar siete días con su tía. Sin saberlo, Massimo le estaba ofreciendo la excusa perfecta para no aparecer por el palacete.
—Ada no debe saber que yo no estaré en Italia, ¿comprendes?
—Comprendo a medias. —Confesó, elevando un hombro—. Porque la actitud de esa mujer me resulta incomprensible. No entiendo por qué tiene ese afán enfermizo de quitarte a tu hija, o impedir que la veas, no sé muy bien ni pretendo entrometerme.
—No quiere quitármela, de momento al menos. No mientras no encuentre un novio fijo que corra con todos los gastos —explicó, cansado de la situación—. Mientras no tenga pareja, se guardará mucho de impedirme verla. Porque si lo hiciera, sabe que se acabaría el dinero que le paso para la manutención de Iris y para el alquiler. Ada sabe que tiene las de ganar porque los jueces casi siempre dan la razón a la madre. Disfruta teniéndome en vilo, eso es todo.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Ada sabe que nunca aceptaré convivir con ella y hace lo imposible por impedir que yo rehaga mi vida. Tan sencillo como triste.
—Mezquino, diría yo.
—O un exceso de posesión, o falta de afecto, o no haber superado nunca la muerte de su madre cuando era pequeña… ¡Yo qué sé! No soy psicólogo.
Massimo se calló que Ada había hecho preguntas sobre ella cuando la vio en la Villa Tizzi. No quería que Martina se sintiera envuelta en la misma maraña agobiante que lo acorralaba a él.
—Yo también soy huérfana y no voy amargando la vida a nadie.
—Me lo contó mi hermana.
Ella le respondió con una cara de triste aceptación. Y Massimo sintió que su intuición no le engañaba. Martina sabía escuchar, era el oído amable que necesitaba, además de su tabla de salvación. Apenas la conocía, pero estaba seguro de que podía confiar en ella y por eso fue en la primera persona que pensó para que cuidara de Iris.
—¿Me echarás una mano? Tendrás que venir a vivir a mi casa. De todos modos, para ti será lo más cómodo.
Martina le respondió con una mirada que infundía confianza.
—Cuenta conmigo. —Aceptó—. Y no te preocupes. Si tu ex llama para controlar, me haré pasar por la canguro. —Bromeó.
—Aunque no lo creas, me estás salvando la vida.
—Y el favor no te va a salir gratis. —Avisó, entregándole uno de los folios plastificados que constituían la modesta carta—. Esto te va a costar una pizza, pagas tú.
Massimo sonrió agradecido.
—Hecho —dijo guiñándole un ojo; y ojeó la lista—. Aconséjame tú, yo nunca he estado aquí.
Mientras Martina leía la carta, él se dedicó a mirar a su alrededor con los ojos de quien ha vivido aquel ambiente diez o doce años atrás. Era una pizzería sencilla. Roma estaba llena de ellas, la diferencia de La Casetta se la daban los estudiantes que abarrotaban el local. Muchas risas, voces más altas de lo normal que llaman a los conocidos con alegría, bromas, lágrimas de corazones rotos, besos que los reparan sin dejar señal, confidencias bajo una vela y manos unidas sobre el mantel. En el fondo del comedor, una mesa larga corrida de las que da pie a muchas cosas. «¿Está libre este sitio?», «¡Sí, claro!», «¿Nunca te han dicho que eres la más bella del mundo?», «Unas dos mil veces, piérdete», «Qué raro, nunca te he visto por la facultad», «¿De dónde eres?», «¿Compartimos pizza?». «¿Y de postre, follamos?». Viva la vida, que decía Coldplay.
—Pues Rita y yo venimos casi a diario.
—Qué dura es la vida universitaria. —Ironizó.
Martina le adivinó el pensamiento al ver cómo miraba a una morenita y a un escocés, becario del programa Erasmus, que se besaban con desespero y mucha lengua.
—Borra de tu cara esa expresión de hermano mayor. Para empezar, Rita y yo parecemos las mamás de todos estos chavales —indicó, señalando con la mirada a los veinteañeros que se amontonaban en la barra—. Lo pasamos muy bien, pero también estudiamos mucho. Ahora mismo no pienso en otra cosa que no sea en terminar la carrera y con unas notas muy por encima de la media.
—Buena decisión.
Matina examinó la carta y señaló con el dedo.
—Una Caprichosa y otra con anchoas y alcaparras. —Escogió por los dos—. Así compartimos. Esta también es una buena decisión.
—Perfecto, ¿pedimos más vino? —preguntó Massimo, mostrándole su irresistible sonrisa.
***
—Explícame por qué no apareces por casa ni cuando cierran la residencia.
Martina respondía a la llamada de su tía con fastidio. Con las pocas ganas que tenía de darle explicaciones, cada vez su tono se agudizaba más y más. En ocasiones parecía olvidar la existencia de su única sobrina y, cuando le daba el arrebato, no hacía más que venirle con exigencias. Y esa noche parecía sufrir un ataque de amor familiar.
—Ya te lo he dicho, tia Vivi —respondió esforzándose por que no se le notara la impaciencia por colgar—. Me salió un trabajillo de canguro y no iba a rechazarlo.
—Como si estuvieras muy necesitada. ¿No me encargo yo de pagar todos tus gastos?
—Y yo te lo agradezco muchísimo, —se apresuró a añadir—, pero con la edad que tengo, digo yo que ya va siendo hora de empezar a costearme al menos los caprichos.
—¿Dónde estás?
—En Roma. En casa del hermano de mi compañera de cuarto. Ha salido de viaje y entre su familia y amigos no encontraba a nadie que se ocupara de su hijita. Me ofreció el trabajo y yo tengo la semana libre, así que aproveché para ganar unos euros. —Mintió, puesto que de ningún modo pensaba cobrarle a Massimo.
—Podías haber traído a la niña a casa. No será que no hay sitio.
—¿Y la cuna? ¿Y los biberones? ¿Y el parque? ¿Y el millón de juguetes?
—Pero ¿qué edad tiene?
—Un año.
—Qué sabrás tú de bebés.
Martina se apartó el móvil de la oreja y cerró los ojos. Tía Vivi sabía cómo herirla cuando se lo proponía dándole de lleno en su secreto talón de Aquiles.
—Lo mismo que todo el mundo. No hay que estudiar latín para cuidar de un bebé.
Su tía continuó con los reproches.
—En vacaciones, porque hace calor y te apetece salir de Roma, —enumeró bastante indignada por sus reiteradas ausencias— los fines de semana, porque te vas con tu amiga a la Toscana; si es fiesta, porque en la residencia estudias mejor. Siempre tienes una excusa y yo estoy ya harta de no verte el pelo.
Martina hizo un esfuerzo por no enfadarse para no acabar alzando la voz. Le había costado un rato largo conseguir que Iris se durmiera y por nada del mundo quería despertarla, ya que tenía intención de estudiar un par de horas antes de marcharse a la cama.
—Tía Vivi, tú siempre estás de viaje. La verdad, no me apetece estar sola en una casa tan grande.
—Lo dices de un modo que parece que me paso la vida por ahí. Y no exageres, que esto tampoco es el palacio de Buckingham.
—¿Vas a seguir reprochándome ausencias?
—Mira, Martina… —Dulcificó un poco el tono; solo un poco—. Lo único que quiero que entiendas es que soy tu familia. Una familia que se preocupa por ti.
«Si tanto te preocupas por mí, ¿por qué no me has preguntado ni una sola vez por mis estudios?», pensó. Tuvo que morderse la lengua para no soltarle bien alto que lo único que la preocupaba era perder el usufructo de la casa, por si acaso su sobrina utilizaba algún día como argumento sus reiteradas ausencias para demostrar que estaba incumpliendo lo dispuesto por sus padres en el testamento. «Solo tengo que aguantar hasta que acabe la carrera», se repitió harta de tanto teatro.
Por no discutir y para no reconcomerse por dentro, Martina prefirió derivar la conversación por otros derroteros, pidiéndole que le contara los pormenores de su último viaje. Y su tía se explayó narrándole el lujo fastuoso de Dubái, los rascacielos en el desierto y sus islas artificiales en forma de palmera.
Cuando por fin ambas se despidieron, con la promesa de verse más a menudo, y Martina se libró de aquella especie de interrogatorio disfrazado de bronca maternal, miró la pantalla del móvil y murmuró una palabrota entre dientes al ver una llamada perdida de Massimo. Por culpa de tía Vivi se había perdido la conversación que acostumbraban a mantener cada noche desde que ella estaba a cargo de Iris. Martina no se atrevía a llamar, por no molestarlo. Por eso esperaba cada día que Massimo la telefoneara a ella. Y esa noche, por la hora que era, intuyó que ya no habría una segunda llamada. Con lo mucho que le apetecía hablar con él.
***
Ninguna noche se olvidaba de hacerlo y Martina esperaba con ganas su llamada. La primera vez, casi toda la conversación giró en torno a Iris. Poco a poco empezaron a soltarse. Massimo empezó detallándole en qué consistía su formación durante aquellos días y ella escuchaba con interés todas sus explicaciones sobre el Programa de Liderazgo Táctico para pilotos de los países integrados en la OTAN: aeronáutica, táctica, repostaje, logística y un sinfín de terminología militar de la que solo llegó a entender que los aviones podían cargar el depósito de combustible mientras estaban en el aire y que la base de aviación donde se encontraba se llamaba Los Llanos.
No es que el tema fuera su preferido, pero Martina disfrutaba conversando con Massimo y el sentimiento era recíproco. Él comenzó a lanzarle con cautela algunas preguntas de tipo personal y Martina encontró la válvula de escape para dar rienda suelta a la incómoda situación que le suponía la convivencia con su única tía.
—Hermana de mi madre, sí —respondió a la pregunta de Massimo.
—No entiendo muy bien qué hace en tu casa, si dices que es tuya.
—Mis padres hicieron testamento porque viajaban continuamente a países de África, muchas veces a zonas conflictivas, o controladas por la guerrilla. O el ejército.
—Los cooperantes internacionales miran más por la población a la que van a ayudar que por su propia seguridad. —Adujo Massimo, que más de una vez había participado en alguna intervención de rescate de personal civil en zona de guerra.
—Pues eso —continuó Martina—. Hicieron testamento y pensaron, con mucha lógica, que mis abuelos, por ley de vida, morirían antes que mi tía. Así que, por si les sucedía algo, decidieron asegurar que alguien cuidara de su única hija. Y para asegurarse de ello, me legaron a mí la casa y a ella el usufructo mientras se hiciera cargo de mí.
—Pero hace mucho que eres mayor de edad. Puedes cuidarte sola.
—Lo sé. Y no creas que no me siento un poco avergonzada de depender de su dinero con veintiséis años. Sé que debería plantar cara a la vida con más ganas, o con más valentía, buscar un trabajo y mantenerme sin recurrir a mi tía.
—No pretendía criticarte.
—No, si no te lo reprocho —aseguró, consciente de su situación—. Soy egoísta, lo sé. Hice muchas tonterías, Massimo. Dejé los estudios, volví a la Facultad, los dejé otra vez… Pero eso ha cambiado.
—Me alegro por ti.
—Está claro que cualquier mujer en mi situación le echaría narices a la vida y se pondría a trabajar de lo que fuera, en cualquier cosa. No creas que se me caen los anillos ni que soy una pija ociosa. Pero en este momento, a medio año de acabar la carrera, me parece más sensato volcarme de lleno en los estudios, obtener la licenciatura y presentarme al examen de capacitación. Entonces sí podré encontrar un empleo que me guste y en el que me sienta realizada.
—También podrías vivir con tu abuelo y terminar la carrera en la Universidad de Palermo.
—Bastante ha hecho por mí. Tiene setenta y dos años y no quiero ser una carga económica para él a estas alturas —explicó sincerándose—. Además, tengo otro motivo. Llámalo orgullo, sentimentalismo, exceso de amor propio o estupidez, pero mis padres me dejaron esa casa. Me niego a que mi tía se apodere de ella. Mientras tenga que aguantarme por allí, aunque sea de vez en cuando, tendrá presente que la dueña no es ella y que la casa es mía.
—Bonito conflicto te dejaron tus padres. —Opinó, lamentando su situación.
—Hicieron lo mejor para mí. —Los defendió—. Piensa que, cuando redactaron el testamento, no tenían intención de morirse.
—Pero ocurrió.
—Sí, desgraciadamente ocurrió. —Corroboró aceptando una desgracia para la que no había remedio—. ¿Cómo me decías que se llama la ciudad dónde estás?
—Albacete.
—No la había oído nunca. ¿Cómo es?
—Un poco más grande que Arezzo. Y con muchos campos. Todo más amarillo y menos verde, pero es bonito.
—Eso está bien.
Massimo le explicó que solo había salido de la base aérea para conocer la ciudad y hacer lo que llamaban «ir de tapas» que consistía en salir para comer y beber, y charlar de todo y de nada, hacer chistes, reír, y volver a comer y volver a beber.
—Los españoles son mediterráneos, como nosotros. —Le recordó, ante la similitud con sus propias costumbres.
Continuaron hablando de la comida que les daban en la base y, sin darse cuenta, la conversación se centró en sus gustos gastronómicos. Martina tenía la sensación de que ellos dos empezaron la casa por el tejado; pensó en lo bonito que era conocerse poco a poco. Se enteró de que a él no le gustaba la comida picante y ella le confesó que le repugnaban las alubias. Y descubrieron que tenían algo en común: los dos se volvían locos con el chocolate. Al final, Martina acabó explicándole recetas porque Massimo se resistía a colgar el teléfono. Y mientras insistía en lo ricas que le salían las berenjenas horneadas con salsa de tomate, pensó que esa noche tenía dos opciones. Restar una hora al estudio o al sueño. Optó por lo segundo. Se notaba que Massimo disfrutaba con aquellas conversaciones sobre lo importante, lo intrascendente, en serio a ratos y en broma otros. Y ella estaba tan a gusto también que no le importaba lucir ojeras al día siguiente.
***
Aquella era la penúltima noche que pasaba con Iris y a Martina le daba pena que también aquella fuera la última llamada de Massimo. Lo imaginaba tumbado en su litera cansado de una jornada agotadora tanto física como mentalmente, relajado gracias a la charla que mantenía, del mismo modo que ella despedía el día tumbada en el sofá con el móvil pegado a la oreja. Aquellas conversaciones nocturnas habían logrado que lo que empezó como un encuentro sin futuro previsible, deviniera en una amistad de las buenas. Martina se alegraba de que fueran así, sin contacto físico, sin caricias ni besos que imprimieran otro tipo de sentimientos al afecto que lograban las palabras. Se sentía segura confiándole sus preocupaciones. Y mientras hablaba con Massimo de lo acontecido durante el día, se decía en silencio que para la amistad no existe la palabra tiempo. Si se es de corazón, vale tanto el amigo de siete semanas como el de siete años.
Agotados los temas banales, las conversaciones entre ellos cada vez tomaban un cariz más íntimo.
—¿Y qué hay de los hombres?
—Que dan problemas.
Massimo rio desde el otro lado de la línea.
—No esperes que te de las gracias. Y déjame decirte que las mujeres también los dais. Te hablo por experiencia.
Como Martina no tenía ningunas ganas de hablar de Ada, prefirió convertirse en el tema a tratar.
—Tuve un desengaño importante.
—¿No te quería?
—No —se sinceró—. Pero me di cuenta demasiado tarde.
—El amor nos ciega a veces.
—Después de aquello, pasé una temporada sin querer saber nada de los hombres. Luego me resarcí y salí con algunos, pero con rencor, como una especie de venganza que me hacía sentir peor.
—El sexo como revancha. Yo también he pasado esa etapa. Hasta que me di cuenta de que podía hacer daño a alguna mujer que se tomara en serio la relación y…
—Y ahora estoy con un chico, pero es una relación blanca y pura. Solo hablamos por teléfono.
—¿Por teléfono? Mal asunto. Ten cuidado que puede ser un psicópata. Si se pone pesado, dímelo y yo te defenderé de él.
Martina explotó a reír.
—¿Sabes que a veces eres muy gracioso?
—Eso dice mi madre —aseguró; e hizo una pausa—. No te entretengo más, voy a dejarte estudiar que, si suspendes, me echarás a mí la culpa.
—Yo nunca suspendo.
—Empollona.
—Gracias. —Contraatacó riendo de nuevo—. Por hoy no más estudio. He estado repasando mientras Iris hacía la siesta.
—¿Te marchas a dormir ya o piensas ver alguna película?
—Me apetecía leer, pero… —suspiró con fastidio—. Me dejé el libro que tengo a medias en la residencia.
—¿Cuál es el título?
—La vida que soñé, de Mariangela Camocardi.
—¿Camo… qué?
—Camocardi. —Repitió despacio.
—Te dejo.
Martina se quedó mirando el teléfono, perpleja. Acababa de colgarle.
***
Aún no había terminado de ponerse la camiseta del pijama cuando el móvil empezó a vibrar sobre la mesilla de noche ya que, para no despertar a Iris, tenía la precaución de tenerlo en silencio. Metió el brazo en la manga que le faltaba y, al ver que de nuevo era Massimo, respondió preocupada. Nunca la llamaba dos veces.
—¿Massimo, ocurre algo?
—Ponte cómoda.
—¿Cómo dices?
—¿No querías leer?
—Sí, pero ya te he dicho antes que…
—He comprado el e-book en Amazon.
Martina se quedó con la boca abierta.
—Es todo un detalle, pero te recuerdo que estás a miles de kilómetros. Ah, vas a enviarme el archivo por e-mail. —Dedujo—. Ya he apagado el portátil.
—Te he pedido que te pongas cómoda porque vamos a leerlo a medias. Mejor dicho, voy a leértelo yo. Pero solo un rato que mañana tengo que madrugar y tú también. —Martina sonrió, qué bien sabía que Iris se despertaba a las siete como un reloj—. ¿Te apetece?
—Me apetece mucho. —Aceptó; aquello era de lo más insólito que había hecho en su vida—. Aunque no sé si te gustará la historia.
—Lo importante es que te guste a ti —aseguró, consiguiendo que Martina se derritiese por dentro como un cubito de hielo al sol—. Por el título y la portada, me parece que la cosa va de romance, ¿no? —Asumió con un rebufo—. No es lo mío, pero haré un esfuerzo. ¿Por qué página vas?
Martina se tumbó en la cama y acomodó la cabeza sobre la almohada. La idea de que Massimo leyera en voz alta para ella desde otro país, entrada la noche, y cada uno en su cama, resultaba una locura deliciosa, tierna y tan romántica que parecía sacada de un libro.
—Capítulo 10. Por el segundo párrafo, creo.
Y cerró los ojos para no sentir otra cosa que no fuera su voz.
—Vamos allá. —Anunció—. Alina le abrazó las caderas con los muslos mientras Nick se hincaba en ella. Él la besaba como si su vida dependiera de aquella boca. Estaba húmeda y caliente, apretada… Joder, Martina…
—Sigue.
—Esto es literatura erótica pura y dura.
—Lo romántico viene después —susurró—. Venga, sigue leyendo que lo haces muy bien.
—Como la cosa siga así, me voy a ir a dormir con una erección que voy a parecer el semental campeón de la Feria Ganadera.
A Martina le entró un ataque de risa incontrolable.
—Te estás cargando el romanticismo del momento, bobo.
—Sigo, pero te hago responsable de las consecuencias. A ver… —Martina lo oyó exhalar aire—. Dónde nos hemos quedado…
Massimo leía y protestaba. A veces hacía comentarios que a Martina le daban ganas de matarlo y otras reía a carcajada limpia. Pero siguió leyendo hasta que ella se quedó dormida con el móvil encendido.