10 - Las dos caras de la verdad
Una inesperada ola de viento del Norte había sacudido las copas de los árboles como un anticipo inesperado del otoño. En el valle del Chiana se mezclaban los colores vivos con las nuevas tonalidades castañas. Las hojas caídas remarcaban los ribazos linderos entre los prados y orillaban los caminos.
Massimo y Martina coincidieron ese fin de semana en Villa Tizzi. Todos allí parecían atareados salvo ellos dos. Él quiso enseñarle los alrededores y, provistos de una sencillo tentempié, se adentraron bosque arriba siguiendo una vereda que ascendía hasta lo más alto de la loma. Aquel pedazo de naturaleza salvaje también pertenecía a la finca y en él se cazaban liebres, codornices y algún faisán.
Massimo escogió un claro donde extender la manta que portaba debajo del brazo. Mano a mano, acabaron con la bolsa de gusanitos y las dos latas de refresco que constituyeron su picnic improvisado, tan poco romántico. Estando el uno cerca del otro, no necesitaban bocados exquisitos regados con Chianti, como en el cine; aunque el escenario de aquel bosque toscano fuera digno de una película de las que hacen vibrar el corazón. Martina se sentaba entre sus piernas, con la espalda apoyada en el pecho de Massimo. Él descansaba la suya en un árbol y enrollaba en el dedo uno de sus rizos mientras hablaban.
—Es su madre. —Argumentó Martina—. Es lógico que quiera compartir con ella un día tan especial.
—¿El orden de visitas establecido por el juez no cuenta?
Massimo solo sabía que era el cumpleaños de Iris y que su madre se negó a dejársela ese fin de semana, pese a que era uno de los que le correspondía tenerla a él. Sus planes de organizarle un cumpleaños en el patio, con tiras de globos de colores de árbol a árbol se quedó en promesa para el año siguiente, cuando soplara dos llamas en la tarta en lugar de la solitaria y emocionante velita de su primera vez. Ya tenía asumido que su hija siempre sería una niña con fiestas dobles y demoradas. No era un drama. Pero se guardó bien adentro unas palabras que le molestaban cada vez que se acordaba de ellas; no quería que Martina supiera que Ada se negó a que la niña viajara a la Toscana porque no quería que celebrara su primer cumpleaños con papá y «la amiga pelirroja de papá».
—No me importa celebrarlo hoy, mañana o dentro de dos semanas, Martina —le explicó—. Ella usa a la niña para hacerme chantaje emocional, eso es lo que me tiene siempre en tensión y a veces de mal humor.
—Yo, no es que sepa mucho de las leyes, pero sí he estudiado casos familiares con el mismo problema que el tuyo. Hice prácticas el año pasado en un servicio social de atención de menores, vi muchos casos de padres separados en continuo conflicto por los hijos.
—Sí, ya sé que el de mi hija no es el único caso. Pero eso no me consuela.
—Lo que quiero decirte —prosiguió, girando la cabeza para verle la cara— es que a Ada le resultaría imposible quitarte el derecho a ver a Iris. Tendría que demostrar ante un juez que eres un mal padre. Y eso es imposible, no tienes nada que temer.
—No me tomes por un ingenuo, Martina, que de repeler los mordiscos de Ada ya se encarga Enzo —manifestó, para darle a entender que como abogado le cubría las espaldas mejor que un perro guardián—. No lo simplifiques tanto. La realidad no es blanca o negra.
—Ni tampoco gris. El gris es el color de la resignación.
Massimo la tomó por los hombros para que sentara de lado y poder hablar mirándose de frente.
—Tú te dedicas a ello, o pronto lo harás. Seguro que has visto casos a montones. ¿Tienes idea de lo fácil que es manipular la mente de un niño? Con comentarios machacones, todos los días, a Ada le sería muy fácil lograr que Iris crezca odiándome.
—Iris crecerá y tendrá capacidad de discernir.
—Y mientras tanto, yo tendría que soportar verla crecer aborreciéndome cada día un poco más. Pensando que el malo de esta historia es papá, «que no quiere vivir con nosotras como los papás de las otras niñas, que prefiere a esa mujer antes que a nosotras, que no te paga este capricho porque no te quiere». ¿Te suena?
—Aunque no lo creas, te entiendo. Iris es lo que más quieres, hay que ponerse en tu piel para comprender tu miedo a perder su cariño.
—Doy gracias todos los días por tenerla en mi vida. Mi hija es… —Cerró la boca y los ojos—. En cuanto a Ada, hice lo que el corazón me dictaba y escogí la libertad. Ahora asumo las consecuencias.
Martina apoyó las manos en su rodilla y la barbilla sobre estas, dispuesta por primera vez a hacerle una confesión.
—Todos las asumimos, Massimo. Yo una vez aposté por el amor y perdí.
***
El sol de la tarde se filtraba por las copas de los árboles y hacía una temperatura muy agradable. Martina llevaba una falda larga y una camiseta entallada; Massimo observó que, tras sentarse más cómoda, se tapaba las piernas hasta los tobillos.
—¿Tienes frío? —Ella negó con la cabeza—. ¿Seguro? Si lo prefieres, volvemos a casa.
—No, de verdad —confirmó con una sonrisa agradecida; no estaba habituada a que un hombre se preocupara tanto por ella y Massimo estaba pendiente de cada detalle.
—Me dijiste una vez que aquel hombre no te quería. —Le recordó retomando la conversación.
—Estaba casado.
Massimo ya lo sabía. Ada se lo había dicho, pero prefirió que Martina no lo supiera. Le tomó la barbilla con los dedos, con delicadeza, para que lo escuchara con atención.
—Era él quien estaba casado, tú no. No le debías lealtad a nadie.
Martina cerró los ojos y se abrazó a su pierna, feliz de que no la juzgara. Por raro que pudiera parecer, esa confianza de Massimo la liberó de una culpa timorata y sin sentido que arrastraba desde hacía años.
—Era muy niña y muy ilusa. Me juró que dejaría a su mujer y yo me lo creí. Solo me quería para entretenerse y yo lo pagué muy caro.
—¿Tiene que ver todo esto que me cuentas con la cicatriz que tienes aquí?
Massimo le puso la mano sobre el pubis y ella la sujetó con la suya un segundo antes de que los dos la apartaran.
—Creía que no la habías visto. Aquella noche, había muy poca luz.
—Tengo manos. Y boca. —Recordó el placer compartido, con una mirada cómplice—. Estuviste embarazada, ¿verdad?
—Sí, pero no salió bien —confirmó mirándolo a los ojos—. Por eso sé lo que significa pagar las consecuencias. Yo pagué un precio muy caro.
—No, Martina, deja de mirar atrás. Eres muy joven, eres preciosa y estás llena de vida. Sigue tu propio consejo y olvida el gris resignación. Fíjate en las hojas que nos rodean, esta es la realidad que puedes tocar. —Afirmó cogiendo un puñado del suelo—. Hay cientos de colores y todos increíblemente bonitos.
Martina continuaba con los ojos melancólicos, pero sonrió. Massimo solo sabía una parte de la historia, mejor así. Para ahuyentar ese terrible pensamiento, se apresuró a pensar en su optimista consejo sobre las tonalidades de las hojas. Eso le trajo un bello recuerdo y lo miró sonriente. Sí, allí estaba: los ojos de Massimo eran del color de la felicidad.
—¿Has estado alguna vez en Trapani? —preguntó sin dejar de mirarlos.
—No. Cuando vuelo a Sicilia en misión de apoyo a la Fuerza Aérea Marítima, apenas salgo de la base de Sigonella.
Martina asintió, dándole a entender que conocía el aeropuerto militar Cosimo di Palma. Además de sede de la Fuerza Aérea Marítima, era un centro de operaciones táctico en el Mediterráneo de la Marina de los Estados Unidos y por eso en los alrededores de Catania eran famosos los guapos marines americanos.
—El mar desde lejos se ve oscuro. Y en la orilla es de un azul tan claro que parece una piscina. —Sonrió, viendo en sus ojos el mismo azul de sus mejores años—. De pequeña, yo me pasaba la vida esperando el regreso de mis padres. Pero no creas que los recuerdo con pena. En verano, mis abuelos me llevaban a la playa todos los días. Me encantaba coger cangrejos ermitaños, ¿sabes cuáles te digo? Esos que viven en una caracola y cuando los tocas con el dedo se esconden. Mi abuelo se comía los erizos de mar recién cogidos, ¡vivos!, con un chorro de limón y una cucharita. Me ofrecía probarlos y yo me iba corriendo porque me daba mucho asco. —Massimo la vio pasar de la alegría a la tristeza de nuevo—. Me gustaría que viviera conmigo, pero no quiere venir a Roma y yo… Es la persona que más quiero en el mundo.
Massimo la abrazó al ver que se emocionaba al hablar de su abuelo.
—No te pongas triste —musitó besándole la sien—. Sicilia es el lugar que asocias con la inocencia de la felicidad de cuando somos niños, y esa queda para siempre en la memoria. ¿Ves todo esto? Este es el lugar que para mí significa calma y alegría.
Martina quiso que le contara cómo fue su niñez en aquellas tierras.
—Adoras este lugar, pero no seguiste con la tradición ganadera. ¿Por qué te hiciste aviador?
Él miró al cielo y le señaló una bandada de estorninos en vuelo hacia el Sur.
—Fue gracias a mi padre —reconoció orgulloso—. De pequeño me obsesionaban los pájaros, me pasaba horas enteras observándolos con unos prismáticos. Le preguntaba por qué no teníamos alas los humanos para poder volar y verlo todo desde ahí arriba. Mi padre siempre me decía que para volar no se necesitan alas, se necesitan ganas —Massimo sacudió la mano antes de continuar—. También tuve la suerte de que la «Giulio Douhet» esté en Florencia, es la escuela aeronáutica militar donde estudié el bachillerato y que me permitió el ingreso directo en el ejército. De haber vivido en otra parte no lo habría tenido tan fácil.
—Me gusta escucharte —dijo Martina—. Hablas de ello con tanta pasión.
Massimo le acarició la mejilla y enredó la mano en su pelo para sujetarle la cabeza.
—La pasión es querer las cosas que nos gustan, que nos llenan —murmuró inclinándose en busca de su boca—. Las personas que hacen que nuestra vida sea mejor.
—Tengo miedo, Massimo.
Él le dio un beso suave en los labios para alejar sus temores.
—¿De mí?
—De enamorarme.
Esa vez, Massimo profundizó el beso, recreándose en ella e invitándola a entregarse sin pensar en nada que no fuera él. Cuando alzó la cara para verla, vio en los ojos de Martina el mismo sentimiento que ella podía ver en los suyos.
—Un poco tarde. Ya lo estamos los dos, cariño —afirmó—. No temas. Tú arriesgas el corazón. Yo tengo mucho más que perder y no voy a dejar que el miedo me aparte de ti.
La abrazó y sus bocas se unieron como dos piezas perfectas. Cayeron sobre la manta. Había tanta necesidad en aquellos besos exigentes, tanta como larga había sido la espera. Se necesitaban, era más grande que el deseo ese sentimiento que los unía y aún no se atrevían a pronunciar. Massimo la besó con la sangre palpitándole en las sienes por haber recobrado al ángel de rizos cobrizos sobre la almohada del hotel. Y ella exigía su boca, ansiosa por retener en sus labios para siempre el recuerdo del hombre que la hacía feliz.
—No quiero parar —murmuró agitada.
—No lo hagas.
—¿Aquí?
—Estamos solos, princesa. Nadie nos ve —susurró mordiéndole suavemente el cuello, la mejilla de camino hacia su boca—. Solos tú y yo.
Massimo metió la mano por debajo de la camiseta y le desabrochó el sujetador para acariciarle el pecho. Sus bocas eran una, sus cuerpos soldados en un abrazo de piernas y brazos, se recorrían con las manos, buscando aberturas en la ropa en busca del contacto piel con piel.
—Tócame —murmuró ella, ávida de sus caricias.
Massimo le subió la falda, apartó el tanga y deslizó la mano arriba y abajo.
—Espera. —Le rogó al oído, cuando ella le desabrochó el pantalón y lo bajó cuanto pudo, hasta liberar su miembro erecto para acariciarlo a gusto.
Se incorporó sobre las rodillas y la hizo moverse hasta el borde de la manta. Martina lo hizo y aprovechó para quitarse la camiseta. Massimo le atrapó los senos con las manos, sintió un escalofrío y miró cómo ella lo acariciaba desde el glande hasta la base con un ritmo dulce y torturador. Con ambas manos, le bajó el tanga de un tirón que quedó enganchado en uno de los tobillos de ella.
Martina le cogió la muñeca cuando lo vio echar mano de la cartera para sacar un preservativo.
—No hay peligro.
Massimo ya había caído en esa trampa una vez. Puede que estuviera cometiendo una locura, corriendo un riesgo innecesario… Pero confió en ella; estaba convencido de que Martina no sabía mentir. Se echó el resto de la manta por encima sin perder tiempo y la cubrió con su cuerpo. La manta los tapaba hasta los hombros. Ladeó la cabeza y con un contacto brusco de sus labios la obligó a abrir la boca e introdujo la lengua en la de Martina a la vez que la penetraba con ruda necesidad.
Ella lo acunó entre sus piernas, lo agarró por los glúteos para sentirlo tan cerca, tan dentro como fuera posible. Se movieron juntos, con un ritmo intenso y duro hasta que el estallido de placer los sacudió a la vez. Ella gimió clavándole los dientes en el hombro por encima de la camisa. Massimo resollaba con la frente hundida en su pelo y la boca en la oreja de Martina.
Ella se notaba el pecho bañado en sudor, o era el de él. Le acarició la espalda, los dos estaban temblando. Entonces notó cuanto pesaban los músculos de Massimo, que se había dejado caer a plomo sobre ella. La aprisionaba y aún así lo abrazó más fuerte para que no se moviera. Lo oyó murmurar con la boca cerrada, como un toro satisfecho. Entreabrió los ojos y contempló la luz amarilla y las sombras en las copas de los árboles.
—Martina, Martina, Martina… —le dijo al oído.
—¿Mmm?
Massimo restregó la cara en sus rizos, con lenta pereza.
—¿No lo oyes? El viento ha aprendido a susurrar tu nombre.
***
Martina estaba furiosa. No le colgó el teléfono por no empeorar las cosas entre ellas, pero era incapaz de discernir por qué tía Vivi la ponía entre la espada y la pared.
—Es que no entiendo que falta te hago yo en esa fiesta.
—Es que no hay nada que entender. ¡Vienes y punto!
—Monta todas las fiestas que quieras en casa, ¡pero no me obligues a mí a pasar horas y horas hablando con gente que ni conozco ni me interesa conocer!
La tia Vivi hizo una pausa y, conociéndola, Martina supo que se había enojado hasta el límite de lo insoportable.
—Escúchame con mucha atención, y vamos a hablar claro de una vez. He organizado esa velada para cerrar un negocio muy importante. En apariencia es una fiesta y, para lo que me interesa, es una reunión comercial.
—Sigo sin entender qué pinto yo en tu fiesta.
—Vamos a recibir en casa a gente de altura. Vendrán el embajador y un príncipe de un emirato, y esa noche pretendo convertirme en su delegada comercial en Europa, no sé si lo entiendes.
—Hasta ahí, sí.
—Yo intervendré directamente en cada acuerdo comercial que cualquier empresa del emirato firme con un país europeo. Y hay mucho más que petróleo en juego, como comprenderás, no pienso perder una oportunidad como esa de ganar dinero gracias a las comisiones.
—Y yo te deseo toda la suerte del mundo. —Ironizó.
—Mucho ojo, Martina. A mí no me vengas con sarcasmos.
—Es que sigo sin entender…
—¿Pero tanto te cuesta asimilar la poca credibilidad que da esta gente a una mujer? No es lo mismo que me conozcan como una profesional liberal que como una tutora responsable, abnegada y que además trabaja para sacar a su sobrina adelante.
—Así que se trata de eso.
—Evidentemente. Quiero que te vean allí, a mi lado. Eres mi sobrina y yo soy quien cuida de ti, ¿o no?
Martina prefirió callar. Era una manera sesgada y egoísta de verlo. Pero ella no era la persona más indicada para criticar actitudes egoístas, puesto que vivía a costa de su tía por puro interés.
—Una familia italiana, tradicional, sacudida por la tragedia, un matrimonio joven y valiente que dio su vida en África por ayudar a sus semejantes…
Martina cerró los ojos.
—No puedo creer que utilices otra vez la desgracia de papá y mamá —murmuró asqueada, la falta de escrúpulos de su tía daba ganas de vomitar.
—Me da igual lo que pienses, no les hago ningún daño con ello. Y no te atrevas a acusarme de no querer a tu madre porque era mi única hermana. —Avisó—. El embajador y el príncipe tienen que vernos a las dos como una familia, como lo que somos al fin y al cabo. No estamos engañando a nadie.
Solo se engañaba a sí misma, pensó Martina. O a lo mejor ni eso.
—No tengo ningunas ganas de participar en esa farsa que has planeado.
—Y a lo mejor a mí se me van las ganas de seguir pagando la matrícula de tu facultad y esa residencia donde vives y que me cuesta mucho más de lo que cualquiera en su sano juicio estaría dispuesto a pagar por un capricho. Tú verás lo que haces.
Cuando Martina quiso responder a su amenaza, se dio cuenta de que tía Vivi ya había cortado la comunicación.
***
A mediados de otoño, con el curso empezado, Massimo procuró no incordiar a Martina. Sabedor de su obsesión por finalizar el último semestre de su licenciatura, no quiso que su presencia supusiera un lastre que le restara concentración y tiempo de estudio. A pesar de lo mucho que le costaba coger el teléfono y, tras un segundo de indecisión, volver a guardarlo en el bolsillo sin llamarla. Deseaba más que nada tener cerca a Martina, escuchar su voz, establecer de una vez esa relación de pareja que era absurdo negarse a reconocer que ya había surgido entre ellos dos.
Con todo, sus obligaciones con el ejército lo retenían más de la cuenta desde que acabó el verano. Incluso dio gracias de no disponer de tiempo porque, de otro modo, se habría presentado día sí, día también, en la residencia o dejado caer por la Universidad. Y no se habría conformado con verla con dos tazas de café de por medio. La quería cerca, quería compartir todas sus horas libres con ella. Pero la realidad se imponía. Y la sensatez: Martina era una estudiante brillante a punto de licenciarse. No podía permitirse distracciones y no existe mayor atontamiento que la primera etapa del amor. Era vital que se volcara en cuerpo y alma en terminar la carrera y en preparar el examen de capacitación.
Massimo se repetía a diario aquellas consignas, pero esa noche no logró convencer a su instinto y ganó la llamada de la necesidad. Estaba solo en Roma. Iris pasaba el fin de semana con Ada. Rita y Enzo estaban en Civitella. El apartamento de Regina Margherita le parecía vacío y silencioso, descorazonador para ser sábado por la noche. Una apática soledad que lo empujó a coger las llaves del coche y salir en su busca. Nunca había estado en el palacete de Martina, pero por su hermana Rita supo que ella había marchado allí hasta el lunes. Condujo por viale Castro Pretorio siguiendo las indicaciones del GPS que lo llevaron hasta el subterráneo que salvaba las vías del tren. Las indicaciones empezaron a ser confusas. Después de zigzaguear por calles que acabaron llevándolo una y otra vez a las ruinas del templo de Minerva, dio por fin con la casa. Una edificación elegante y esquinera que distinguió desde lejos por las luces que se veían en el jardín. Un hecho inesperado que, instintivamente, lo decidió a aparcar en la manzana anterior.
Suponía a Martina encerrada en su cuarto, en pijama, con tapones de silicona en los oídos y la nariz enterrada en los libros. Su intención era sacarla de allí para que tomara el aire, para que despejara la mente de leyes y normativa, pensando en otra cosa. En él. Massimo ya fantaseaba con todos los besos y caricias a la luz de la luna que lo convertirían durante un rato en el único protagonista de sus pensamientos. Cuando salió de casa para ir en su busca, de ningún modo la imaginaba en una fiesta; eso evidenciaba la música de jazz que escuchó proveniente del palacete mientras se acercaba caminando por la acera.
No pudo ni tocar el timbre. En la misma cancela, un guardia de seguridad controlaba el acceso. Massimo le dio su nombre, con cierto malestar por los modos tajantes con que fue advertido que para acceder se requería invitación. Él no tenía intención alguna de participar ni de colarse, cualquiera que fuera la celebración. Solo quería ver a Martina e invitarla a dar una vuelta. Por ello, pidió por favor que la avisaran de su llegada.
Lo que pudo observar desde su posición al otro lado de la cancela, no fue de su agrado. Ver llegar a Martina con un vestido largo cuyo escote dejaba a la vista más que tapaba, aún le gustó menos.
—¡Massimo! —exclamó con excesiva euforia—. Haga el favor de dejar pasar a mi amigo. —El tono hosco, e incluso algo déspota, aún sonó peor.
El vigilante abrió la puerta de reja y Massimo entró en el jardín como quien rebasa las fronteras de la exclusividad. Con el humor cada vez más agrio, cogió a Martina del brazo y la llevó hasta un rincón apartado.
—¿Qué haces vestida así?
—Mmm… ¿No te gusto? —Ronroneó echándole los brazos al cuello.
Massimo le cogió las manos de la nuca y se las bajó de inmediato. Ella no pareció contrariada, se limitó a ascender con las palmas abiertas por el estómago para apoyarlas en su pecho a ambos lados de la cremallera de la cazadora de cuero. Se inclinó con los labios entreabiertos para darle un beso pero él echo la cabeza atrás. Martina olía a ginebra.
—He venido a sacarte de tu encierro, pensé que estarías estudiando y se me ocurrió que podíamos dar una vuelta para que te diera el aire.
—Qué mono…
—Pero veo que va a hacer falta algo más que aire para que te despejes. ¿Cuánto has bebido?
—No te comportes como un padre, por favor —comentó tapándose la boca con la mano para ahogar una risilla involuntaria.
Massimo le sujetó las manos antes de que volviera a las andadas e insistiera en que la besara. Miró a su alrededor. Camareros de negro portaban bebidas en bandejas. En el fondo del jardín, donde sonaba la música en directo, distinguió a cuatro hombres vestidos de etiqueta. En otro grupo, la mayoría era de rasgos árabes. En ambos corrillos, chicas despampanantes y muy jóvenes con vestidos tan sugerentes como el de Martina. La puerta del palacete se abrió, en el vestíbulo se veía idéntico ambiente selecto. Un tipo gordo con anillos de oro salía de allí con una rubia colgada del brazo que no paraba de reír. Ambos se frotaban la nariz con el dedo de un modo tan evidente que no hacía falta ser sabio para adivinar qué acababan de esnifar.
—Veo que estás ocupada, será mejor que me marche.
Martina lo cogió por las solapas.
—Ven conmigo —suplicó, mimosa—. Lo pasaremos muy bien.
Massimo dio un último vistazo a su alrededor; en aquella fiesta corrían el alcohol y, con mucha discreción, las sustancias ilegales. Uno de los hombres del corrillo más cercano palmeó el culo de una camarera con descaro.
Cogió a Martina nuevamente por las manos y la obligó a que lo soltara.
—Tu manera de pasarlo bien no casa con la mía.
Cuando Martina iba a replicar, una mujer muy elegante, pelirroja también, la retuvo por el codo y la hizo girar. Massimo creyó entender que para presentarla a los dos hombres de rasgos aceitunados que la acompañaban, aunque no perdió el tiempo en cerciorarse de ello. Martina se unió al grupo de recién llegados y él no la interrumpió ni para despedirse. Caminó los escasos metros que lo separaban de la cancela y, tras abandonar el palacete, regresó por via Luiggi Luzatini en busca de su coche. La decepción era tan grande que le embotaba los sentidos. No era capaz de reconocer a la Martina de siempre en la mujer que acababa de ofrecérsele con el descaro propio del exceso de alcohol. Era incapaz de asimilar que se hubiese transformado en una especie de vampiresa vestida de pedrería con el escote hasta el ombligo.
No era quien para juzgarla. Ni para censurarla. Le molestó descubrir esa otra cara de Martina; no la culpaba de ocultarle nada, todo lo contrario, el error fue suyo creyendo conocerla. Pero la realidad era que se sentía engañado. Esa faceta de Martina no encajaba en sus gustos ni en su modo de vida. Suficientes problemas tenía como para complicarse la existencia todavía más. Recordó los siete años de diferencia que los separaban. Ella era muy joven, estaba en la edad de vivir al límite. Él ya había superado esa etapa y debía pensar, ante todo, en su hija.
Cuando llegó al coche, había tomado una decisión: era mejor olvidarse de ella y pasar página. Martina carecía de la madurez necesaria para asumir la responsabilidad de convivir con una niña.