8 - Regreso al hogar
Massimo giró la llave en la cerradura muy despacio, entró de puntillas en el apartamento y cerró la puerta sin hacer el más mínimo ruido. Eran las cinco de la madrugada y las imaginaba a las dos sumidas en más profundo de los sueños. Dejó el petate en un rincón del recibidor, junto al paragüero, y atravesó el pasillo haciendo lo posible por evitar que la tarima crujiese bajo las suelas de los zapatos.
Hacía unas horas que había aterrizado, finalizado el curso táctico en la base militar española de Los Llanos y, después de una semana de ausencia, tenía ganas de verlas. A las dos. En ese momento no era capaz de equilibrar la balanza y decidir a cuál de ellas tenía más ganas de escuchar, contemplar durante largo rato, tener cerca, en definitiva. Y esa sensación de equilibrio emocional, la total ausencia de lucha por dividirle el corazón lo tenía sorprendido y contento. Desde que Iris llegó para convertirse en la mujer de su vida, Massimo siempre había temido ese día en que la naturaleza exigiera satisfacer sus necesidades íntimas, las sentimentales y las del cuerpo. Era un hombre de carne y hueso, con apetito sexual y emocional también, como cualquiera. Temía que la presencia de una mujer en su vida le restara cariño a su pequeña mujercita. No había ocurrido con Martina, que había llegado sin llamarla, tan inesperada y bienvenida como una ráfaga de viento cálido en pleno invierno. Massimo acababa de descubrir que en su mente y en su corazón había espacio para Iris y para ella. Había sitio en su vida para las dos.
El instinto paternal dirigió sus pasos y, en primer lugar, se asomó a la habitación de la niña. Entró con mucha cautela, hasta que descubrió la cuna vacía. Y en la cara se le dibujó una sonrisa al imaginar dónde estaban sus dos chicas. Avanzó sin hacer ruido hasta su dormitorio y, como esperaba, allí las halló a las dos.
Martina dormía de lado. Iris también, cara a ella, con la cabecita muy cerca de su cuello. Juntas ocupaban el centro de su propia cama. Se quitó los zapatos y los dejó en el suelo muy despacio. Un imperceptible ruido fue percibido por Iris, o sería que intuyó dormida que su papá estaba cerca. A Massimo le maravillaba descubrir, en las reacciones de su hija, el curioso funcionamiento de los sentidos y la agudeza que llegaba a alcanzar la percepción sensorial cuando la educación, las normas o la costumbre no intervienen, como sucede con los bebés. Tan natural y primitivo que parecía mágico.
Permaneció plantado en el sitio, contemplándolas a las dos. Un ruido de la calle agitó el sueño de Iris, que hizo un brusco movimiento de brazos sin llegar a despertarse. Massimo se quedó sin aliento al ver que Martina, dormida como estaba, alzó la mano y la colocó sobre la espalda de la niña para tranquilizarla. Una bellísima respuesta animal, maternal y defensiva como la fiera que protege a su cachorro incluso cuando duerme.
Massimo supo en ese momento cuánto quería Martina a su hija. Estaban las dos solas, sin testigos. No tenía necesidad de fingir ante nadie. Nada la obligaba a aparentar un falso amor por la pequeña delante de papá. Su afán protector demostraba que su cariño por Iris era sincero, limpio, inmenso como la emoción que Martina, sin proponérselo, hacía crecer y crecer dentro de él.
Le habría gustado acostarse y dormir las tres horas siguientes pegado a la espalda de Martina, abrazándolas a las dos. Capricho que no se dio porque no quería despertarlas y su par de bellas acaparadoras no le habían dejado sitio en la cama. Pero se negó a robarse a sí mismo el placer de dar un beso a cada una. Rodeó la cama hasta el lado de Iris y le rozó la cabecita con los labios, recuperando aquel familiar olor a colonia infantil que echaba tanto de menos. Se inclinó apoyando la mano en el cabezal y besó en el pelo a Martina; en ella, sus labios se demoraron un poco más. Le acarició el pelo con la nariz, cerró los ojos y sintió que estaba en casa por fin.
Después, retrocedió el camino hacia el pasillo y, con la tranquilidad de quien sabe que está todo en orden y en paz, fue hasta el salón dispuesto a dormir en el sofá.
***
—Qué susto me he llevado al no ver a Iris en la cama, caray. —Refunfuñó Martina cuando entró en la cocina.
—Le di el biberón a las siete, le cambié el pañal y la dejé en la cuna para que siguiera durmiendo. Por cierto, ¿ni «qué tal el viaje»? ¿Ni un simple «buenos días»?
—Buenos días —dijo mirando el reloj de pasada—. Qué tarde se me ha hecho, no ha sonado el despertador.
—Lo apagué yo.
—¿Y por qué no me has despertado?
Massimo sacudió la cabeza al tiempo que apartaba la cafetera de la placa vitrocerámica.
—Para que durmieras un rato más.
—Pues voy a llegar tarde a clase —explicó, agarrando un par de galletas de un plato.
—Siéntate y desayuna conmigo. —Propuso señalándole una silla—. No va a pasar nada porque te saltes una clase.
—Sí pasa. —Le contradijo, antes de comerse media galleta de un bocado.
Massimo le echó una mirada de derrota. Llevaba el bolso gigante a la espalda que había traído como equipaje. Y en el hombro contrario, otro, de enormes dimensiones también, con sus mil cachivaches femeninos y los libros. Cuando la oyó hablar sola y moverse a trompicones por el cuarto de baño, se guardó mucho de darle el recibimiento que le pedía el cuerpo a base de besos y roces con promesa de cama como premio. Un sexto sentido le dijo que Martina era de las que amanecen de mal humor y sus prisas esquivas le daban la razón. Rita dormía con ella en la residencia universitaria. También podía haberle advertido que Martina se levantaba mordiendo. No lo hizo por una simple razón: cuando sonaba el despertador, Rita era como la niña de El Exorcista. ¿Cómo iba a parecerle raro el mal humor matinal de Martina? Para una bruja legañosa, despertar al lado de otra bruja greñuda era como mirarse en el espejo.
Se oyó un lloro de Iris y los dos salieron de la cocina hacia el cuarto de la niña. Massimo la cogió de la cuna y, como solía pasar, se calmó. Los fuertes brazos de su padre obraban en ella un asombroso efecto tranquilizador. Martina se acercó y le dio un beso en la frente; Iris la miró con ojitos de sueño.
—Adiós, princesa.
Cuando iba a retirarse, Massimo la cogió de la mano y tiró de ella para que no se alejara.
—Es el turno de papá.
Ella lo miró con ganas de poco tonteo, pero se aupó.
—Y otro para papá —dijo; y lo besó en la frente como a Iris.
Massimo quería otra clase de beso y ambos lo sabían, pero sonrió con guasa y se conformó con el premio de consolación.
—No te marches todavía. —Le pidió; y al ver la cara de prisa de Martina, insistió—: No te enfades. ¿No puedes esperar dos minutos? Tengo que pagarte… No me mires así.
—¡Ahora sí que has conseguido que me enfade! ¿Tú crees que voy a cobrarte?
—Al menos por la comida. La nevera estaba casi vacía cuando me marché. Martina…
—De ninguna manera. Y como saques un solo billete, ya sabes lo que pasará. ¿Hace falta que te refresque la memoria?
—Si te pones así, nunca más volveré a pedirte un favor. —Zanjó muy serio.
Martina suavizó el ceño y, por fin, le regaló la primera sonrisa de la mañana.
—Me lo he pasado tan bien con Iris que soy yo quien tiene que darte las gracias. Me encantan los niños y estos días con ella han sido como disfrutar de un premio.
—Entonces dame las gracias, ¿elijo yo? —Propuso con una mirada sensual.
Ella sacudió los rizos y se alejó para marcharse. Tenía clase y ya llegaba tarde de verdad.
—Ya te las he dado, a mi manera.
—O soy muy tonto o…
—Busca en la cocina. —Aconsejó guiñándole un ojo.
Salió del dormitorio sin darle tiempo ni a replicar y, un segundo después, Massimo la oyó cerrar la puerta del apartamento.
—Se ha marchado, así, por las buenas. ¿Qué te parece? —le dijo a Iris; ella se frotó la nariz con las dos manos.
Con la niña en brazos, regresó a la cocina. Lo que le había dicho Martina antes de salir pitando hacia la Facultad, había conseguido intrigarlo. Examinó la encimera con una mirada analítica: nada fuera de lo habitual. Dio otro vistazo exhaustivo al frigorífico: los imanes no sostenían ninguna nota que no fuera escrita por él. Como Iris empezó a removerse en sus brazos, dejó para más tarde los acertijos y la sentó en la trona.
—Toma, cariño. —Pidió, poniéndole delante dos muñequitos Minions de goma—. Sé buena y juega un poquito mientras papá desayuna.
Se sirvió café en una taza y un chorro de leche de una botella que había sobre la encimera. Abrió el armario para sacar el azucarero y su entrenado ojo militar distinguió a la primera el objeto inusual. ¿Nutella? Hacía mucho que no respiraba aquel aroma delicioso que lo retrotraía a sus días infantiles en la hacienda.
—Así que eres una golosa —dijo en voz alta; Iris parloteó con su idioma de bebé—. Nada, cariño. Que papá está loco y habla solo.
Destapó el bote y se echó a reír como un crío entusiasmado. Martina no había comprado la Nutella para ella porque estaba sin estrenar. Sin probar, para ser exactos; le había quitado el papel plateado que sellaba el bote y había escrito en la superficie de la crema de cacao y avellanas la palabra «Gracias» con la punta de un cuchillo. Rita debió contarle que, de pequeño, la Nutella era su locura. Se preguntó por qué llevaba tanto tiempo sin probarla. Martina era única hasta para dar las gracias, cuando era él quien debía dárselas a ella. Qué generosa era, y muy bonita, imposible no querer comérsela entera con aquella nariz salpicada de pequitas claras que se fundían con la piel.
Con la sonrisa de Martina en la cabeza, retrocedió en el tiempo veinte años, y puesto que no estaba allí su madre para darle cuatro gritos, hundió un dedo en el tarro y lo rechupeteó con deleite.
***
Una de las cosas que más detestaba Massimo de la forma de ser de Ada era su poco miramiento a la hora de montar una escena. En cuanto la vio llegar a recoger a Iris, sospechó que esa tarde venía con ganas de montársela en el parque delante de todo el mundo. Toda cara tenía su cruz, tratándose de Ada. Ya le extrañó que le dejara a la niña toda la tarde a solas, sin imponerle su presencia ni obligarlo a ver a su hija ese miércoles en su propia casa. Premio para empezar y ahora venía la bronca para acabar la tarde. Pero lo que enfureció a Massimo es que usara a Martina como vehículo para vomitarle encima todo su rencor. Su paciencia tenía un límite y en ese momento Ada estaba a punto de rebasarlo pidiéndole explicaciones como si estuviera obligado a dárselas.
—Mira, Ada, deja de sacar las cosas de quicio.
—¿Qué hacía entonces la chica esa con la niña en un supermercado cerca de tu casa?
—¡Comprar! Eso es lo que hacía Martina en el Super Élite. No se llama la pelirroja esa.
Por supuesto, no le confesó que durante esos días él se encontraba en España.
—No me parece bien que dejes a Iris en manos de alguien como ella.
—¿Qué coño tienes contra ella, Ada?
—¿Y tú? ¿Qué interés tienes en defenderla? Está claro que te tiene cegado.
—Ada, basta.
—Si fueras un poco más precavido y pensaras en tu hija, no dejarías que la paseara por ahí alguien que no es quien dice ser.
—Es una compañera de estudios de mi hermana, ya te lo dije.
—Qué equivocado estás —dijo mirándolo con lástima—. Esa Martina se hace pasar por estudiante. ¿Por qué vive en una residencia cuando es propietaria de un palacete en el centro de Roma?
—Lo heredó de sus padres.
—¿Te lo ha contado ella?
—Sí.
Ada empuñó el carrito de Iris con las dos manos. Pero antes de marcharse, le lanzó una mirada de las que acribillan.
—¿También te ha contado que fue la amante de un hombre casado?
—¿Qué pasa? ¿Ahora tienes espías?
Massimo disimuló la ira que amenazaba con salirle por la boca. Le indignaba que Ada hubiera estado hurgando en el pasado de Martina.
—Roma es mucho más pequeña de lo que parece —dijo Ada, quitando el freno del carro.
Él se agachó para darle a su hija un beso de despedida.
—Harías mejor en no creer todo lo que dice la gente.
—He estado investigándola —confirmó con tono amenazador—. Ten cuidado con esa, no es trigo limpio.
Massimo apretó la mandíbula. No juzgaba a Martina, le importaba un carajo si se había acostado con ocho, con ochocientos hombres o con ocho mil. A pesar de ello, odiaba haberse enterado de aquella parte de su vida gracias a la insidia de Ada. Habría preferido que se lo contara ella.