17 - Días de cine
En el taxi, Massimo iba muy callado. Cuando aún estaban en la puerta del Policlínico Militar, sacó el móvil con intención de enviar un WhatsApp a Ada para informarla de lo ocurrido y para que supiera que no iría a recoger a Iris ese miércoles ni mientras fuera con muletas. Finalmente, el taxi llegó y Martina lo vio guardar el teléfono en el bolsillo sin enviar el mensaje.
—Mañana la llamaré, ahora es muy tarde —explicó Massimo, ya en el taxi—. Si le envío un WhatsApp no lo entenderá como un simple mensaje de padre a madre. Es muy capaz de presentarse aquí. —Martina le cogió la mano y él entrelazó los dedos—. ¿Te das cuenta qué distinto sería todo si Ada fuese de otra manera?
—¿El problema soy yo?
Massimo giró la cabeza y le dio un beso en la sien.
—No, bella, el problema es Ada. Se niega a aceptar que otra mujer sea importante en mi vida.
—¿Quieres que hable con ella? Tal vez si me conoce, comprenda que no pretendo robarle el amor de su hija.
—No serviría de nada. —Sin dejar de mirarla, le acarició el dorso de la mano con el pulgar—. Siento todo lo que ha pasado entre nosotros, Martina.
—Yo también lo siento. Cuánto tiempo hemos perdido por no hablar las cosas, ¿verdad?
—Verdad.
Apenas tardaron en llegar al estudio, a esas horas había poco tráfico en las calles. A Massimo le costó subir las escaleras con las muletas, por suerte era solo un piso y en el último tramo ya casi dominaba la técnica.
Martina había pensado ofrecerle el sofá-cama, pero la idea de dormir separados le resultó teatral. No iba a fingir a esas alturas que no lo deseaba, ni le apetecía desempeñar el papel de dura orgullosa. Fueron directos al único dormitorio. Massimo se sentó en la cama y ella le ayudó a quitarse los pantalones.
—¿Has cenado? —preguntó; mirándolo sin disimulo, en calzoncillos estaba muy apetecible.
—No, pero no tengo apetito.
—A mí también se me fue el hambre. —Confesó sentándose a su lado—. Del susto, supongo.
Massimo la acarició desde la muñeca hasta el hombro y enroscó un rizo de Martina en el dedo.
—No quiero verte asustada, pero en el fondo me gusta que lo estés.
—Pues no vuelvas a asustarme porque a mí no me gusta nada. —Exigió poniéndole la mano sobre el corazón; Massimo la sujetó con la suya—. ¿Te apetece algo? No sé…
—Un café, el médico ha dicho que no debo dormirme.
—¿Cómo lo quieres?
—Muy dulce y muy caliente, como tú.
Agarrándola por la nuca, la obligó a bajar la cabeza y la besó despacio, deleitándose en la sensación de su boca unida a la de Martina. Ella se abrazó a su cuello y se tumbó completamente encima. Massimo le metió las manos por debajo del jersey. Le acarició la curva de la cintura, el talle y los pechos con ahínco.
—El médico ha dicho que guardes reposo.
—Eso díselo a mi corazón —dijo desabrochándole el cierre del sujetador—. A mí no me hace caso.
Martina rio bajito y el café quedó en el olvido. Juguetona, le mordió el labio con malicia traviesa y él le hizo cosquillas, rieron y se besaron dando vueltas sobre el colchón hasta que Massimo dio un aullido de dolor al girar bruscamente el pie lesionado y Martina lo obligó a regresar a la posición inicial. Se acariciaban y besaban con ganas, con rabia mezclada con ternura, parecía que no podían dejar de hacerlo.
—Me encanta tenerte aquí. —Se sinceró ella sonriente—. Aunque los dos sabemos que esta situación es un poco absurda. —Massimo enarcó las cejas—. Podrías haber llamado a Civitella y tus padres habrían venido de inmediato para que te recuperaras en la Toscana.
—Eso es verdad.
—O podría venir Rita unos días para cuidarte.
—Y eso también —dijo en voz baja—. Pero de haberlo hecho no te tendría así. Necesito sentir que me amas, a pesar de todo lo ocurrido.
Martina apoyó los antebrazos en su pecho para verle los ojos. Podría mirarlos durante siglos y no cansarse nunca de perderse en ellos.
—Nunca te he dicho que te quiero.
Massimo le acarició el pómulo con el dedo y dibujó la curva de su barbilla.
—Me lo dices de muchas maneras y no te das ni cuenta —murmuró mirándola con el corazón en los ojos—. Dímelo, Martina, porque yo te quiero más que a nada.
Ella sonrió rendida. Esa noche podía haberlo perdido para siempre, pero no ocurrió. Allí lo tenía y se sentía muy feliz.
—Te quiero. —Le dio un beso en los labios—. Te quiero, te quiero…
—Si te oyeras… Es demasiado hermoso para que lo guardes en la boca —dijo mientras ella murmuraba sobre sus labios aquellas palabras por primera vez—. Que nunca se te quede un «te quiero» por decir.
Y él también se lo dijo. Al oído, susurrado sobre la piel, besándole las mejillas y el cuello mientras entre los dos se deshacían con presteza de la ropa que aún cubría a Martina. Se acariciaron por todas partes, recreándose en las sensaciones que despertaban el uno en el otro. Massimo la hizo rodar para quedar sobre ella. Arrodillado entre sus piernas, cubrió su cuerpo de besos cargados de una dulzura casi infinita. Rozó su sexo con lentos envites hasta enterrarse dulcemente en ella. Hicieron el amor despacio, con ganas de prolongar el placer todo lo posible, mirándose con el deseo de tenerse como se tenían y que al fin veían cumplido. Ella le clavó las uñas en los músculos de la espalda, él hundía los dedos en sus caderas atrayéndola para sumirse en ella más y más. Culminaron jadeando sus nombres, abrazados como si fueran un solo cuerpo. Vibrantes de felicidad.
***
Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, Martina decidió que por un día que se saltara las clases no iba a hundirse el mundo. Prefería quedarse con Massimo. Pensó también en acompañarlo a su casa para que recogiera algo de ropa. Retiró la cafetera del fuego y, al llevarla hacia la mesa, se vio reflejada en la ventana y se dio cuenta de que no se le borraba la sonrisa tonta de la cara ante la idea de tenerlo con ella dos semanas enteras.
Escuchó el ruido del secador en el cuarto de baño. Eso significaba que Massimo ya había salido de la ducha y que era su turno. La puerta estaba abierta, desde el pasillo lo vio sentado en el WC, secándose la venda elástica adhesiva del tobillo.
—Y decías que no necesitabas ayuda para ducharte. —Lo regañó con los brazos en jarras.
Massimo levantó la vista y siguió a la tarea.
—He mantenido el pie fuera de la mampara, pero aun así se ha mojado un poco la venda.
Martina le dio la espalda y se desabrochó la bata. Massimo, instantáneamente, dejó el secador sobre el cesto de la ropa sucia y tiró de ella, cogiéndola por la cintura para obligarla a girar. Con ambas manos, hizo caer la bata de Martina desde los hombros y la atrajo aún más, fascinado con el triángulo de rizos rojizos en el vértice de sus piernas. Lo acarició como si fuera su tesoro, al fin había constatado que a la luz del día era del mismo color que en sus fantasías desde que lo intuyó aquella noche en la penumbra de un hotel.
—Quieta. —Ordenó rodeándole la cintura con el brazo libre, cuando ella echó la cadera atrás.
Martina se rindió sumisa a sus caricias.
—Pensaba hacerme una depilación integral… —Lo provocó.
—De eso nada. Con el resto de tu cuerpo haz lo que quieras, pero esto es mío.
—Estate quieto. —Rio, intentando taparse con una mano, tanto toqueteo fetichista la ponía nerviosa.
—Deja que te haga una foto.
—¡No!
—Lo quiero como fondo de pantalla en mi móvil. —Insistió con una sonrisa maliciosa.
—Eso, para que te lo dejes por ahí y lo vea todo el mundo.
—No le diré a nadie que es tuyo. —Ronroneó intensificando las caricias.
Estaba desnudo y, con el juego, su erección había alcanzado su máximo tamaño.
—¡Es que no hará falta! —Rio, el color pelirrojo era suficiente carta de presentación.
—Ven aquí —murmuró agarrándole el talle con las manos.
Le besó los pechos con la boca abierta, engulléndolos como si no existiera más delicioso desayuno. Los mordisqueó y lamió a placer, y luego los contempló brillantes y enrojecidos por el roce de su mentón rasposo.
—Tendré que afeitarme antes de hacerte estas cosas. —Decidió, pasando la mano por sus senos llenos de rozaduras.
—Me gusta así —dijo Martina, suspirando de gusto.
Massimo sonrió, empuñó su miembro con la mano y la agarró con la otra por las nalgas para que lo montara. A Martina se le escapó un gemido de placer cuando se empaló hasta lo más profundo.
—¡Mmm…! Tenemos que investigar esta postura. —Sugirió, moviéndose sobre él.
—Despacio, tigresa —murmuró—. Si sigues meneándote así, acabarás conmigo en un minuto.
Le pasó la barbilla por el cuello y ella se encogió con un estremecimiento.
—¿No dices que te gusta que raspe?
Ella le cogió la cabeza con las dos manos y se inclinó hacia atrás, colocándole los pezones a la altura de la boca. Massimo rio suavemente.
—¿Cómo te gusta? —preguntó restregando la mandíbula por sus botones rosados—. ¿Así? —Repitió; y atrapó uno entre los labios—. ¿Y así?
Cerró los ojos y le mordisqueó la garganta cuando Martina comenzó a mecerse sobre él con excitante alegría. Y entendió que, más que gustarle, sus rudas caricias mañaneras la volvían loca.
***
En Civitella, Enzo respiraba tranquilo al leer el WhatsApp de Rita. Ir a por un bebé era algo que ambos querían decidir sin prisas. Por ello sintió tanto alivio al leer en la pantalla del móvil que no iban a ser papás de un pequeño maquinista de tren. Contento como estaba, quiso darle una alegría al padre de su chica. Para decepción de Enzo, el señor Etore no se entusiasmó nada al ver los montoncillos de billetes en la mesa del despacho.
—¿De dónde ha salido este dinero? —Indagó, alarmado.
—De sobres que fui encontrando en el fondo de los cajones.
—Ah, caramba. —Recordó dándose una palmada en la frente—. A veces no veo el momento de ir al banco a ingresarlo y al final se me olvida. ¿Tanto había?
—Lo más gordo me lo dio su mujer. Estaba guardado en una caja de zapatos en el fondo del armario de su cuñado.
—¿Gigio? —Cuestionó con los ojos muy abiertos.
Enzo lo frenó con la mano alzada antes de que conjeturara lo peor. Que el difunto tío Gigio opinara que el único banco de fiar es un calcetín bajo el colchón, no significaba que albergara malas intenciones.
—El hombre llevaba las cuentas a su manera. —Abogó a favor del muerto—. Esto debió guardarlo como fondo de reserva por si venían épocas malas.
El señor Etore cogió un fajo de billetes de cincuenta euros.
—Bueno, pues eso que nos hemos encontrado. Ya sabes que tienes libertad para decidir, haz lo que creas conveniente.
—No, esta vez prefiero que decida usted.
El hombre lo miró indeciso.
—Ingrésalo en el banco.
—Eso precisamente es lo que no debemos hacer. Hacienda no sabe que existe este dinero.
—¿Dinero negro? —Siseó como si la Guardia de Finanza hubiese llenado el despacho de micrófonos ocultos.
—Dinero B suena mejor. Beneficios no declarados. —Aclaró Enzo—. ¿Comprende por qué no puedo ingresarlo? «Rompí la hucha del cerdito y esto me encontré» no va a colar. Gástelo, hágame caso. Hay cerca de treinta y cinco mil euros.
—¿En qué?
Enzo no entendía la expresión cada vez más amilanada del señor Etore. Cualquier otro en su lugar daría volteretas si encontrara un dinero que no sabía que tenía por arte de birlibirloque.
—Yo qué sé, váyase con su mujer de crucero, o al Caribe y regálese la vista con las mulatas en bikini. —Sugirió; el señor Etore lo miraba poco convencido—. Aproveche para renovar la maquinaria.
—Es casi toda nueva.
—¿Un tractor?
—Los que tengo están bien y con esto no da ni para pagar la mitad de uno.
—Ese no es un problema, sus cuentas están más que saneadas y dispone de liquidez. Además de esto —señaló, poniendo la mano sobre los montones del escritorio—, las camionetas son bastante viejas. —Sugirió, descartada la idea de un nuevo tractor.
—Hacen su papel. —Rebatió—. Se ven viejas y polvorientas por fuera pero el motor lo tienen impecable, que es lo que cuenta. Para el uso que les damos, son perfectas.
Enzo estaba de acuerdo. Para recorrer distancias cortas no se precisaba más. La prudencia a la hora de gastar del señor Etore era parte del éxito de aquel negocio. Sonrió sin querer porque aquel hombre le recordaba mucho a su padre, conductor de autobús con tres hijos que alimentar. Siempre llevaba a reparar el coche, el horno o incluso un despertador en lugar de tirarlo y cambiarlo por uno nuevo. Todo cuanto se estropeaba, intentaba arreglarlo antes de darlo por perdido. «Haz lo mismo cuando te cases y tu matrimonio durará toda la vida; míranos a tu madre y a mí», le decía siempre. Un sabio consejo que no tenía intención de olvidar.
—Sí me gustaría comprar un coche para Beatrice. —Sugirió por fin el señor Etore.
—No está mal pensado. Así podría ir y venir al pueblo sin tener que conducir una de las furgonetas. —Opinó Enzo.
—Y de paso, dejaría de pedirme las llaves del mío. Claro que, me preocupa. Le gusta mucho pisar al acelerador.
—Elija un vehículo sólido.
—Un todoterreno estaría bien. Aunque no sé si le gustaría a ella.
—¿Ha pensado en un pickup truck? Le sacaría doble rendimiento.
—No se me había ocurrido. Por aquí no se ven muchos de esos, si los traen de Estados Unidos serán muy caros.
—Ahora fabrican pickups desde Ford hasta Volskwagen. Son una pasada —comentó, a la vez que tecleaba en el portátil.
Giró el ordenador y le mostró las imágenes de varios modelos; en la caja descubierta cabían dos balas de forraje e incluso una pareja de terneros. A Etore le agradó la idea. Su mujer dispondría coche propio, que además podía utilizarse en la hacienda si fuera menester. Y lo más importante era la sorpresa que iba a darle. Esperaba que su esposa lo recompensara con una vueltecita por los alrededores para estrenarlo, que bien podría acabar con un revolcón en la trasera, bajo la luna o al calor del sol. Suspiró recordando cuando eran novios, aparcaban una camioneta del suegro en el prado y distraían a las vaquitas con el ñic y ñic de los amortiguadores.
—¿Ahora tienes un rato? Podríamos acercarnos los dos a Arezzo, al concesionario. Para no elegir yo solo.
Enzo aceptó de inmediato.
—Claro que sí. En cuanto guardemos esto bajo llave —dijo, abriendo el primer cajón del escritorio.
***
La pick-up iba a tardar un par de semanas en llegar a Arezzo. Quince días eran mucho tiempo, así que el señor Etore no quiso demorar hasta entonces, como guinda a la sorpresa, la puesta en práctica de sus nuevos conocimientos sobre artilugios eróticos.
El empujón que necesitaba se lo dio el cambio de gusto literario de su querida esposa. Como quien no quiere la cosa, un día descubrió que los libros que Beatrice solía leer en la cama para conciliar el sueño, habían cambiado de manera radical. Las portadas con damas desmayadas y bucólicas imágenes de la campiña escocesa fueron desapareciendo de repente para ser sustituidas por flores solitarias sobre fondo negro o sugerentes frutas partidas con títulos como Tiéntame, Apretújame o Cómeme toda. Etore no puedo resistirse a la tentación de abrirlos y, con sorpresa mayúscula, leyó al azar algunos pasajes que, a pesar de ser un hombre curtido, lo hicieron sonrojar como a un colegial.
Reflexionó entonces y achacó a ese cambio en sus gustos literarios, la transformación obrada en su esposa, que parecía haber redescubierto que su marido existía. Con frecuencia perdía el hilo de la conversación y se quedaba mirándolo con ojos hambrientos, propiciaba roces casuales cuando estaban en la cocina, o lo dejaba sin habla con una palmadita en el culo o con un sorpresivo apretujón en la zona genital.
Esa noche, en vista de que compartieron el cuarto de baño como tantísimas veces y, por primera vez en mucho tiempo, Etore no se sintió invisible, se cargó de valentía, le arrancó la toalla y la secó de cabeza a pies como un lacayo al servicio de su dama. Y aprovechó el momento en que Beatrice se secaba el pelo para destapar el frasquito del gel frío-calor. Se colocó de medio lado sobre ella y, sin mediar palabra, se dedicó a juguetear con el frasco entre sus piernas mientras la besaba en el cuello. El primer gritito de sorpresa de Beatrice fue sustituido por jadeos. A pesar de lo bien que lo estaba pasando y del explosivo efecto que el gel milagroso obraba en él sin haber entrado en contacto con su cuerpo, detuvo las caricias cuando los gemidos de su esposa amenazaban con romper la paz nocturna de la casa y su erección se erguía con un entusiasmo inusitado.
Como una mirada de cazador, la dejó huir del baño sin dejar de contemplar su soberbio culo camino de la cama. Fue hacia el equipo de música, mientras ella se tumbaba sobre las sábanas. Y aprovechó la penumbra para calzarse el anillito farmacéutico con el que pensaba dejarla asombrada y más que contenta.
—¿No vienes? —Oyó a su espalda que lo invitaba con voz acariciadora.
—¿No te apetece un poquito de música para caldear el ambiente?
Si con las vacas y el semental funcionaba, una melodía sugerente podía incitar al acoplamiento a la raza humana. Por el contrario que con el ganado, de gustos musicales eclécticos, para su nueva etapa de intimidad matrimonial escogió la única canción que podía excitarlos a los dos. Nada de baladas ni letras melosas ni voces susurrantes. Pulsó en el reproductor hasta llegar a la pista seis del CD y la voz de Massimo Ranieri llenó la habitación.
—¡Ay, mi Massimo!
El señor Etore mandó al cuerno al cantante guaperas y se aplaudió a sí mismo por listo. O surdato nnammurato lograba estremecer a Beatrice porque esa fue la canción napolitana que bailaron ante todos los invitados el día de la boda. Y a él lo enardecía porque se había convertido en el himno oficioso de su amado equipo de fútbol. Se dio la vuelta y contempló a Beatrice, esperándolo con ganas en el centro del colchón. Encomendándose a San Maradona, pulsó el botón del anillo vibratorio. La letra de la primera estrofa, donde el soldado en la trinchera recordaba a su amada, disparó en el pecho de Etore el pistoletazo de las emociones desatadas.
Oje vita, oje vita míaaaaaaaa…
¡Dios, qué estribillo! Su Beatrice lo llamaba con el dedito y la deseó más que nunca.
—¡Forza Napoli! —Gritó lanzándose en plancha sobre ella.
Ella lo recibió en sus brazos con una risilla de excitación.
—¿Qué es ese zumbido? Cariño, debe ser tu móvil. ¡Ay!, pero… ¡Uy! ¡Uuuy!
Etore le mordió el cuello con un gruñido y Beatrice le clavó las uñas en las nalgas de la emoción cuando descubrió que no era el teléfono lo que vibraba.
***
Como le ocurría todos los días, Martina sonrió al llegar al aula de juegos. Massimo era un increíble encantador de niños. Ella estaba realizando sus prácticas universitarias en Corazones Blancos, cuatro horas cada mañana. Pero todas las tardes iba a recogerlo a los locales de la Fundación y siempre encontraba la misma escena: Massimo rodeado de críos pequeños, a veces se le subían al hombro. En ese momento los tenía entretenidos lanzando aviones de papel que previamente habían doblado.
—Concurso de vuelo. —Aclaró al verla.
Con un par de palmadas animó a los chavalines a recoger todos los avioncitos esparcidos por el suelo. Sería la novedad de su presencia o sus dotes de mando, la cuestión es que obedecían sin rechistar. Mientras ellos se afanaban con cuidado de no destruir su creación, «aerodinámicamente perfecta», según les había recalcado Massimo para que no lo olvidaran, explicó a Martina que había convertido aquella ocurrencia en una especie de taller de manualidades, alabando de paso lo inteligente de su idea que ahorraba en materiales didácticos, ni pinturas y gastos extras.
—Para tenerlos contentos solo hace falta un puñado de folios del montón de reciclar. —Concluyó satisfecho.
—Nicoletta estará encantada contigo.
Se trataba de la responsable de la Fundación y coordinadora de las prácticas de Martina. Era una mujer emprendedora que había rebasado la cincuentena. Un ama de casa de familia acaudalada que no comulgaba con la caridad a distancia ni con la beneficencia que evita mirar a los ojos a los beneficiados. De acuerdo con su marido, había fundado una organización humanitaria dedicada a dar desayuno, atender y cuidar a niños hijos inmigrantes que aún no tenían edad de ser escolarizados; también se hacían cargo de niños más mayores, como los que rodeaban a Massimo en ese momento, fuera del horario escolar. Una suerte de respiro gratuito para sus padres, la mayoría rumanos y búlgaros que ejercían de músicos callejeros. Muchos eran hijos de madres solas, empleadas del servicio doméstico o de locales hosteleros de tercera cuyos horarios abusivos eran incompatibles con el cuidado de sus hijos.
Martina reaccionó con mucha alegría cuando le asignaron aquel lugar para hacer sus prácticas, ya que adoraba trabajar con niños. Y aquellos pequeños revoltosos eran tan agradecidos que una sonrisa suya valía por mil premios.
Tanto le hablaba a Massimo de lo mucho que disfrutaba en la Fundación que a él se le despertó el gusanillo. Mientras durara su lesión, acordó con Ada que no se haría cargo de Iris. Y como durante el día veía tan poco a Martina, entre sus prácticas de mañana, el trabajo y las tutorías, se aburría solo en el apartamento. Una tarde se acercó a Corazones Blancos por curiosidad y desde ese día no faltaba ninguna, mientras ella estaba en la universidad.
Massimo se puso de pie, con ayuda de las muletas y se despidió de la monitora voluntaria a la que había echado una mano ese día.
—¿Cogemos un taxi o nos arriesgamos con el autobús? —preguntó Martina.
Massimo se las apañaba bien con las muletas, pero prefería que ella lo acompañara.
—No tenemos prisa, ¿o sí? —Cuestionó dudoso, dado que en casa se pasaba horas pegada a los libros.
—Ninguna.
—Vamos. —Propuso, señalando la cafetería de la esquina—. Me muero por un café, estos niños pueden conmigo. Me agotan.
Por las tardes, solían hacer una cafetera para los voluntarios pero ese día los pequeñajos lo agobiaron de tal manera con el entusiasmo del concurso de aviones que no le dieron tiempo ni a tomar una taza.
A Martina la enternecía el trato que deparaba a unos niños a los que la mayor parte de la gente de aquella ciudad miraba con aprensión, con compasión o directamente ni los miraba, convirtiéndolos en habitantes invisibles de la monumental y turística capital de Italia. Massimo los trataba con cariño, con un interés cordial, nada distante; se preocupaba por escuchar lo que tenían que decir.
Se sentaron dentro, junto a los ventanales, ya que ese día hacía bastante viento y la temperatura había bajado. Martina se despojó del anorak y ayudó a Massimo con las muletas para que él se quitara la cazadora de cuero. Todo ello, lo amontonó en la silla del rincón. Mientras tanto, él ya había pedido dos macchiati haciendo señas a una chica de la barra.
Martina notó que Massimo la observaba muy fijo mientras la camarera dejaba los cafés sobre la mesa.
—¿Me he pintado un ojo sí y un ojo no? —preguntó para saber a qué venía aquel escrutinio.
Massimo se mordió el labio inferior y premió con un golpecillo en la nariz su ironía arisca.
—No erices el lomo como una gata naranja.
Para mayor mortificación, Martina notó cómo le iban subiendo los colores.
—Remueve el café que se te va a enfriar. —Pidió entre abochornada y contenta; le gustaba la complicidad que compartía con Massimo.
—¿Vas a contarme el motivo de esa cara de preocupación que intentas disimular delante de mí desde que llegué?
Martina se mordió los labios. Era muy transparente, siempre había sido así. El estado de ánimo se le reflejaba en la cara. Y Massimo era muy intuitivo, con lo cual, empeñarse en guardárselo para ella era una batalla perdida. Además, reconoció que tenía ganas de desahogarse con él y contarle el atolladero en el que se veía sin salida posible.
—No sé cómo salir de esta, Massimo.
—Sea cual sea el problema que te agobia, me tienes para ayudarte. Creo que lo sabes.
Ella se lo agradeció acariciándole la mano por encima de la mesa.
—No quiero involucrarte, eso es todo.
—Ya estoy involucrado. Todo lo que te afecte, me afecta a mí también.
Martina bebió un sorbo de macchiato dispuesta a sincerarse con él.
—Mis padres me dejaron una casa maravillosa en Roma, creyendo que hacían lo mejor por mí y, sin saberlo, me metieron en una trampa.
—Sí, ya me has hablado de ello.
—A mi tía no le sentó nada bien que rechazara su ayuda económica cuando dejé la residencia. Y mucho peor le sentó que me alquilara un apartamento sin recurrir a su dinero. Sabe que no la necesito y eso la enfurece.
Massimo asintió. Ya sabía que el abuelo de Martina pagaba los gastos de la Universidad. Y que, para no abusar además de por amor propio, Martina trabajaba en la pizzería para costearse la manutención por sí misma.
—Es una egoísta —opinó Massimo sin contemplaciones— cosa que sabes mejor que yo. ¿Qué te ha hecho esta vez?
—También le sentó como un tiro saber que Rocco tiene problemas con la justicia. Supongo que por las posibles consecuencias que pueda tener para ella, porque alguna vez han compartido negocios.
—Negocios sucios. —Matizó cada vez más caliente—. Empiezo a tener muchas ganas de ir a decirle cuatro cosas a la bruja de tu tía. Como me toque las pelotas vengándose contigo puede que siga el camino de su amigo Rocco.
—No es eso lo que me preocupa, ni él ni ella, para mí forman parte de un pasado que espero que no vuelva. Si han hecho algún negocio oscuro, cada cual que asuma las consecuencias de sus actos —afirmó rotunda—. Ella no es pasado. —Rectificó—. Sigue como una presencia odiosa en mi vida. Ese es el problema. Cuando me marché de casa, ya sabes que dejó de pagar mi matrícula y, bueno… tuve que repetir el semestre.
Massimo guardó silencio. No quería volver a insistir en la estupidez que cometió no pidiendo ayuda a nadie por orgullo, ni a él ni a su abuelo.
—Yo hacía tiempo que tenía el Fiat Punto averiado. —Prosiguió—. Por eso Rita y yo tuvimos que ir en tren a Civitella en Nochevieja.
—Cómo olvidarlo.
Ella detuvo su ironía con una mirada de súplica, no quería volver a revivir disgustos pasados. Massimo le apretó la mano para transmitirle su tranquilidad; ese era un tema muerto y enterrado.
—Yo podría trabajar a tiempo completo, pero no quiero descuidar mis estudios ahora que estoy a así de acabarlos —le mostró un espacio diminuto entre el índice y el pulgar—. El mecánico se cansaba de tener el Fiat ocupándole sitio en el taller y yo no gano lo suficiente para reparar una avería en el cambio de marchas que cuesta más de dos mil euros.
—Yo te los presto —dijo rápido—. Y esta vez no me digas que no.
Martina sacudió la cabeza y se recolocó los rizos detrás de las orejas.
—Ya no es necesario. Pedí consejo a Enzo, que también se ofreció a dejarme el dinero. Como me negué a adquirir deudas, seguí su consejo y me deshice de un vehículo que no puedo mantener.
—¿Por qué Enzo y Rita no me dijeron nada de esto? —Indagó, tratando de no mostrarse furioso al constatar que era el último en enterarse de que se había visto obligada a vender su Fiat Punto.
—Porque no es un problema tuyo, Massimo. O era, mejor dicho. Tenía diez años ya, más adelante ya me compraré un coche. Cuando pueda y me haga falta de verdad. Aquí en Roma no lo necesito porque me muevo en un radio de cuatro calles.
A regañadientes, aceptó su decisión. Sentía saber que no andaba sobrada de dinero. No es que él fuera millonario, pero en pocos meses Martina había pasado de la comodidad a la estrechez y, a pesar de lo satisfecha que la veía con el cambio, no era algo que lo pusiera contento.
—Resumamos —indicó con un gesto de la mano—: Vives con lo justo, como algo temporal hasta que te examines y obtengas un empleo acorde con tu formación. Y, si las cosas se ponen negras, siempre cuentas con la ayuda de tu abuelo. Vendiste tu coche, un problema menos. ¿Qué es entonces lo que te preocupa?
—Hace poco recibí un requerimiento del Ayuntamiento. Mi tía sabe que, ahora que soy independiente, puedo recurrir en cualquier momento a un abogado para que anule la disposición testamentaria. —Reveló inquieta—. Ha dejado de pagar los impuestos. Es su obligación como usufructuaria, pero si la casa fuese embargada soy yo quien la pierde porque la propiedad es mía. ¿Entiendes ahora por qué me dejaron mis padres una trampa?
—Mientras obrara de buena fe, no tendrías que tener problemas y eso es lo que pensaban tus padres. No les culpes.
—No lo hago, pero puedo perderlo todo si no hago frente a los impuestos. Y no son los únicos que debo abonar, según he sabido después. —Detalló sin guardarse nada—. Enzo me aconsejó que pidiera un préstamo bancario. Puedo avalarlo con la casa, pero con un empleo tan precario haciendo pizzas por horas me niego a contraer deudas con los bancos.
—No te agobies, tienes el dinero que te dieron por el coche.
—No, no lo tengo. Con eso pagué el alquiler por adelantado de varios meses.
—Estás sin blanca. —Resumió, molesto.
—Con el sueldo del mes, que viene a ser lo mismo.
Massimo levantó la mano para pedir un segundo macchiato.
—¿Otro?
Martina asintió y él levantó dos dedos señalándole la mesa a la camarera. Su cerebro de piloto, acostumbrado a estar alerta y pendiente de muchas cosas a la vez tuvo tiempo de cavilar, en ese breve lapso, una posible solución.
—¿Me escucharás si te digo lo que se me acaba de ocurrir?
—Adelante, claro que sí.
—¿Hasta qué punto te importa el dinero?
—Con tener las necesidades cubiertas y un capricho de vez en cuando, me sobra.
—Estamos hablando de tu casa, una propiedad muy valiosa en la ciudad de Roma.
Martina reaccionó con expresión de fatiga.
—Venderla me sería imposible. Mi tía impugnaría cualquier decisión judicial y ya sabes cómo va de lenta la justicia, pasarían años antes de que un juez la obligara a salir de allí. Enzo ya me lo propuso, advirtiéndome que sería más lento y largo que echar a un inquilino moroso.
—No estaba pensando en una venta. Ya supongo que con tu tía dentro se convertiría en un intento eterno.
—Entiende mi situación. La casa es mía, pero no la puedo vender; vale mucho, pero me cuesta dinero. ¿Sabes que me negaron una beca porque poseo una propiedad de mucho valor? Soy una rica propietaria que trabaja haciendo pizzas por horas y vive en una ratonera.
Massimo lamentó que fuera tan cierto.
—Sé sincera, ¿hasta qué punto te importa tener una cuenta abultada en el banco?
—Te lo he dicho. Me conformo con no tener necesidades y con poder comprarme algún capricho o tomarme una cerveza sin que se me descalabre el presupuesto.
—Ya lo sé. Pero quería oírtelo decir en voz alta —confirmó antes de revelarle su idea—. A cualquier otra persona le parecería una estupidez grandísima. Mi sugerencia es que regales la casa. Te quitarás de encima todos los problemas.
—¿Una donación?
—Exacto. Tú conoces los locales de Corazones Blancos: no están mal, pero no hay ventanas y la única luz natural es la que entra por las puertas de cristal. Con una sede más grande, podrían ampliar sus servicios. Qué sé yo, comedor social, incluso albergue en casos de necesidad… Tú sabes más que yo de estos temas.
—¿Te imaginas a mi tía conviviendo con los niños rumanos?
—Tu tía se largaría con viento fresco. Si su imagen es tan vital para los negocios que dices que tiene, de los que prefiero no saber nada, no querrá que la prensa se haga eco de una mujer empeñada en arrebatar una casa que ha sido donada por su legítima propietaria a una fundación humanitaria.
—Puede que no. Quedar como la bruja mala no le conviene, mucho menos cuando hay niños por medio. —Opinó con lógica—. Pero me juré que conservaría hasta mi muerte la casa de mis padres.
Massimo le cogió las dos manos por encima de la mesa.
—Martina, has empezado casi de cero. Deja de una vez esa parte de tu pasado atrás también. Tus padres encontraron la muerte mientras intentaban que la vida de otras personas fuera un poco mejor. ¿Esa donación no sería la manera más bonita de honrar su memoria?
Martina bajó la vista; cuando volvió a mirar a Massimo tenía los ojos brillantes.
—Sí, creo que es una buena idea.
Massimo le sacudió las manos con aire travieso para que recobrara la alegría. La soltó y vertió su sobrecito de azúcar en el café.
—Luego llamaremos a Enzo. Él sabrá qué pasos legales tienes que dar; ya verás como se encargará de todo. —Aconsejó—. Y Nicoletta se va a morir de alegría cuando se lo digas; ya verás como se hará cargo encantada de la deuda con el Ayuntamiento y de los gastos que lleve el cambio de titularidad.
—Yo creo que sí.
—Seguro; aunque Enzo ya te aconsejará si es conveniente que lo pactes en los documentos de la donación. No estaría de más.
Martina sonrió llena de ilusión.
—¿Te imaginas el jardín de mi casa lleno de columpios?
Volvía a tener los ojos brillantes.