11 - Sombras de sospecha

Una semana después del encuentro con Martina en la fiesta, Massimo fue a buscar a su hermana a la residencia. Quería hablar con ella y ese día le venía de paso. Rita le había dejado caer que tenía intención de invitar a Martina a pasar las Navidades en la hacienda. Y a él no le apetecía pasar las fiestas bajo el mismo techo que una mujer que lo había decepcionado. Desde aquella noche en su palacete supo que se cegó en conocer una cara y con sus propios ojos pudo comprobar que tenía cara y cruz.

—No insistas en hacerme cambiar de opinión porque no lo vas a conseguir. —Aseveró ante la insistencia de Rita.

—No entiendo a qué viene este cambio, Massimo.

—Ni tengo por qué explicártelo, solo te diré que tu amiga no es como aparenta ser y esa otra Martina no va conmigo. No me gusta en absoluto.

—Te equivocas con ella, Massimo. Dices que la viste con alguna copa de más y yo te aseguro que es porque le debió hacer mucho efecto porque no está acostumbrada. Yo nunca la he visto beber y date cuenta las horas que pasamos juntas.

—No fue solo el alcohol.

—Martina es buena persona, Massimo. Yo la conozco bien.

Él se metió las manos en los bolsillos y remiró de pasada la escasa decoración del dormitorio.

—Vamos a ver, una cosa es ser hospitalario y otra pasarse de la raya. ¿Es tan necesario que venga a casa en Navidad? —dijo ya con mal talante.

—¡Es mi amiga! ¿Tanto te molesta que se siente a nuestra mesa una persona más?

A Massimo se le agotó la paciencia.

—¡Sí, me molesta! —Gritó—. Son unas fiestas familiares y ella no es de nuestra familia, Rita. A ver si te metes eso en la cabeza. Martina tiene a su abuelo por un lado y a su tía por otro. No me parece bien que tenga que pasarlas con nosotros.

—Hay veces que creo que no te conozco.

—Si tan buena es, más le valdría demostrar que quiere a su familia. ¿Te explico cómo? No dejándolos de lado. Podría pensar que ellos también la necesitan en Navidad.

—Eso es una crueldad, Massimo. Ella no me ha sugerido en ningún momento que la invite a pasar las fiestas en casa.

Rita se puso a apilar los libros sobre su lado del escritorio que compartía con Martina.

—¿No te ibas? —dijo sin mirar a su hermano—. Pues hala, adiós, si tanto te molesta puedes estar tranquilo que no la invitaré.

Massimo la cogió por la cintura, Rita quiso apartarlo de un empujón sin conseguirlo. Mientras él trataba de hacer las paces con su hermana, ninguno de los dos sospechaba que Martina en ese momento se alejaba por el pasillo tan deprisa como acababa de llegar. Con la puerta abierta y hablando a voces, lo había escuchado todo.

***

Para que Rita no sospechara, Martina no apareció por la residencia hasta bien entrada la noche. Dijo que ya había cenado con un grupo de compañeros de curso y, ante las preguntas de su amiga respecto al mutismo de su teléfono, pretextó que se había quedado sin batería en le móvil.

—Hemos estado hablando y, ¿cómo voy a negarme, Rita? Es mi tía. Y me parece una buena ocasión para suavizar las cosas entre nosotras.

—Pensaba que irías a Sicilia.

Martina negó con un gesto de la mano.

—Mi abuelo tiene unos vecinos que son casi como de la familia, ya sabes cómo son las cosas en el campo. Pasa tanto tiempo solo que los Licalzi lo invitan a comer los domingos y prácticamente lo obligan a pasar con ellos todas las fiestas señaladas.

—Pero si vas tú…

—¡Tendría una silla asegurada en la mesa de los Licalzi! Pero mi abuelo es muy, ¿cómo te diría?, mirado para esas cosas. Está chapado a la antigua y le preocupa molestar. Manías de viejo, porque son una familia estupenda, siempre tienen la puerta abierta de casa, ¡su comedor parece siempre una fonda! El caso es que mi abuelo, si yo voy, se empeñará en que pasemos los dos las Navidades en su casa, porque en la de los vecinos son muchos y lo único que conseguiría es fastidiarle a él los planes. Yo prefiero que esté rodeado de su gente de toda la vida esos días que se acuerda más de mi padre y de mi abuela.

—Me imagino lo que debe de sentir. Estas serán las primeras Navidades que pasamos sin tío Gigio. —Recordó, preocupada por su madre que echaría más en falta que nunca a su hermano solterón.

—Yo estoy segura de que el abuelo Giuseppe se encontrará más alegre en una casa llena de amigos de toda la vida, que cenando mano a mano con su nieta con el televisor encendido para hacernos compañía.

—Así que te quedas en Roma en Navidad.

—Tia Vivi es mi familia y, conociéndola, seguro que no estaremos solas.

Después de la discusión con Massimo, Rita se quedó más tranquila al saber que Martina tenía planes para celebrar las fiestas.

***

En casa del la familia Tizzi se respiraba un aroma delicioso. Etore había tostado el pan y echaba una mano troceando tomates del huerto para las bruschette y de tanto en tanto echaba un ojo a la cazuela donde borboteaban las tagliatelle, vigilando que no se pasaran de cocción. Entre tanto, Rita ayudaba a su madre a bridar el pavo relleno para el día siguiente. La cena de Nochebuena la celebraban en familia, pero todos los años invitaban a unos primos de Arezzo que traían siempre consigo a una tía viejecita de Beatrice para celebrar juntos la Navidad. Ese año también acudirían a comer la hermana de Etore, que vivía en Siena, con su marido, dos hijos, sus respectivas mujeres, y dos nietos pequeños. De ahí que hubiesen matado un pavo lustroso del corral que llevaban engordando desde el verano para la ocasión.

Massimo, en una esquina, daba de cenar a Iris una papilla que no era de su gusto. No hacía más que girar la cara y cerrar la boca en cuanto su padre le acercaba la cuchara. Massimo estaba al límite de su paciencia y había más papilla en la mesilla de la trona que en el plato.

—Déjala, si no le apetece —dijo Rita.

—Si se sale con la suya una vez, me tomará el pelo toda la vida.

Massimo levantó la vista porque oyó reír a su padre entre dientes. Pero Etore, ajeno a la mirada torva de su hijo, continuó espolvoreando albahaca recién trinchada sobre cada bruschette de la bandeja, que luego aliñaba con un hilillo de aceite de oliva.

Beatrice se limpió las manos en un paño, fue al frigorífico a por un yogur y se lo dio a su hijo.

—No la fuerces. —Aconsejó, retirando el plato de papilla a medias—. Ya comerá mañana más. Pélale una pera del frutero, a ver si jugando con ella se come algún pedacito antes del yogur.

—Cuidado con la pasta. —La avisó su marido.

—Voy. ¿Ya has acabado con eso?

Mientras ella sacudía las tagliatelle humeantes, él se acercó con la bandeja y se la puso ante la cara. Beatrice aspiró con gusto; el intenso aroma de la albahaca abría el apetito. La mesa ya estaba puesta en el comedor, que solo se usaba cuando eran muchos o en días señalados. Etore llevó allí las bruschette y poco después lo tenían de vuelta en la cocina con dos paquetes de dulces que esa tarde había ido a recoger a la pastelería de Civitella. Rita lo ayudó a destaparlos.

Massimo dejó que la niña se entretuviera jugando a comer sola, o lo que era lo mismo, a ponerse perdida con las últimas cucharadas de yogur, y destapó una garrafita de Chianti de la cosecha propia. Sirvió una copa para su padre y un par más para su hermana y él, ya que su madre rehusó el vino antes de cenar.

El conejo hervía a fuego vivo para reducir la salsa. Beatrice echó las tagliatelle en la cazuela del guiso y lo mezcló con una cuchara de madera para que la pasta se impregnara bien.

—Un par de minutos y listo —dijo bajando el fuego.

Massimo fue con la copa hasta la ventana y, a la vez que paladeaba un trago de vino, limpió con la mano el cristal empañado. Las cazuelas al fuego habían llenado la cocina de vapor.

—La cena ya está casi, ¿no? —preguntó, con la vista fija en el exterior. Ese invierno la nieve aún no había hecho su aparición.

—En cuanto tengamos listos los dulces, cenamos. —Anunció su madre, sacando de la alhacena dos bandejas de la vajilla de las grandes ocasiones.

Las dispuso en la mesa de la cocina, donde Rita y su padre ya habían cortado el pastel de frutos secos que no faltaba en Navidad en ningún hogar toscano.

—Qué pena que al final no pudiera venir Martina —comentó Rita—. Le hablé del Panforte y me dijo que no lo había probado nunca.

Escuchar el nombre de Martina hizo que Massimo se tensara. De cara a la ventana y dando la espalda a la conversación, apuró la copa de vino de un trago. Observó las cortinas de ganchillo y estiró la abrazadera de la derecha para que quedaran simétricas, fiel a su naturaleza esteta de toscano de pura cepa. Le incomodaba todo lo que pudiera romper la armonía de aquella Nochebuena y la conversación que tenía lugar a su espalda era una de esas cosas.

—Es lógico que pase las fiestas con su familia —comentó su madre—. Aunque no me habría importado tenerla con nosotros estos días, parece muy buena chica. Y me dice el corazón que está demasiado sola.

—Imagínate que Navidades, ella y su tía mano a mano con lo mal que se llevan.

—Voy a cambiarle el pañal a Iris —dijo Massimo.

Sacó a la niña de la trona y, con ella en brazos, se marchó de la cocina como si lo persiguiera el demonio.

***

El señor Etore no dijo una boca es mía cuando llegó al comedor y vio a Massimo sentado en la mesa con la niña en el regazo. Dejó sobre el aparador la segunda bandeja de dulces, adornada para la ocasión con un pañito de hilo bordado y puntillas.

—Anda, ve a por la trona. Con un bebé en las rodillas no hay quien cene. —Aconsejó a su hijo—. Te lo digo yo que he criado a dos.

Massimo dejó a Iris en brazos de su padre y fue a la cocina a por la silla alta de la niña, sin ganas de hablar. Desde que Martina salió en la conversación, no se le quitaba de la cabeza. Y esa noche prefería no pensar en ella. Por el camino se cruzó con Rita que llegaba cargada con las tagliatelle al sugo.

—Yo creo que ya está todo —dijo su madre quitándose el delantal para seguir a Massimo.

Un poco después se hallaban los cinco sentados alrededor de la mesa, dispuestos a atacar las tostaditas de pasta de higaditos, entrante con el que por tradición inauguraban cada colación señalada. Massimo dio una cuchara a Iris para que se entretuviera tocando el tambor en la mesilla de plástico de la trona, por ser su primera Nochebuena en familia, no la acostó a su hora. Todos, él sobre todo, preferían tenerla allí con ellos.

Beatrice aún no se había sentado cuando un timbrazo la hizo mirar al otro lado del comedor.

—¿Quién puede ser a estas horas? —comentó, extrañada—. Deja, ya voy yo —indicó a su marido yendo hacia el teléfono.

Etore y sus dos hijos, convencidos de que se trataba de un pariente rezagado en las felicitaciones, se enfrascaron en la conversación acerca de los preparativos ya casi ultimados para la comida navideña del día siguiente; la casa iba a llenarse de gente, hecho que para todos suponía un motivo de alegría puesto que hacía varios meses que no se reunían con la familia de tía Rosaria, la única hermana de Etore. Cuando Beatrice se unió a ellos y ocupó su silla, su esposo dejó a medias lo que estaba diciendo en ese momento al verla algo seria.

—¿Ocurre algo?

Beatrice negó y se encogió de hombros con sorpresa.

—Rita, ¿no dijiste que tu amiga Martina pasaba las Navidades con su tía?

—Eso me dijo, sí.

—Pues debe haber cambiado de planes. La persona que ha llamado era su tía Viviana. Me ha dicho que está en un crucero —explicó sin entenderlo del todo—. Llamaba para felicitar a su sobrina, porque creía que estaba aquí con nosotros.

—¿Cómo sabía esa mujer nuestro número de teléfono? —preguntó Etore.

—Debió dárselo Martina, por si se le quedaba el móvil sin batería. —Intervino Rita—. Ten en cuenta que pasa aquí muchos fines de semana.

—Es extraño, ¿no te parece? —dijo su madre—. Da la impresión de que la comunicación entre ellas falla. Siendo su única tía y viviendo juntas, es una pena.

Ante la familia, Beatrice se calló la mala impresión que le causaron los comentarios irónicos de aquella mujer que incluso había sugerido que Martina debía ser en aquella casa una especie de adoptada por caridad, dado que pasaba tantos fines de semana con ellos en la Toscana. No era manera de hablar de su sobrina y menos con una desconocida.

—Martina vive conmigo en la residencia de estudiantes, acuérdate —murmuró Rita, temiéndose lo peor.

En vista de lo que explicaba su madre, empezó a sospechar que Martina pudo haber oído la desagradable conversación que ella y Massimo mantuvieron en la habitación. Y entonces recordó también que la puerta estaba abierta mientras ellos dos discutían.

—En fin, ¿cenamos? —propuso Etore mirando la cara de preocupación de su hija—. Rita, no le des más vueltas. Esta noche la llamas y sales de dudas.

—Me contó que su abuelo vive en Sicilia —continuó Beatrice—. Como es lógico, la chica habrá decidido pasar estos días con él.

Massimo apretó la mandíbula, porque aquel tema era el que menos le apetecía oír en ese momento. Se mantuvo al margen y le quitó la cuchara de la mano a su hija, antes de que les pusiera la cabeza a todos como un bombo con tanto golpe.

—No, seguro que no. —Contradijo Rita la sugerencia de su madre, con cara de haber perdido el apetito—. Mucho me temo que estará cenando sola.

—No digas eso.

—Ya verás como sí —murmuró.

—Es horrible que pase sola unas fiestas que seguramente la harán recordar a sus padres. —Opinó con lástima—. De haberlo sabido… Pobre chica, ¿por qué no insististe para que viniera a casa?

La mirada acusadora que le echó su hermana terminó de irritar a Massimo.

—Ya está bien, mamá. No es cosa nuestra —dijo con acritud—. ¡Deja de compadecerte! Y olvida tu impulso de abrirle los brazos a otra huerfanita sin madre que ya viste dónde nos llevó la última vez.

Señaló con la cabeza a Iris, en clara referencia a Ada y los meses aciagos que vivió en aquella casa.

—Eres imbécil, Massimo. —Saltó Rita, mirándolo con rencor por la crueldad del comentario.

—Cuidado con esa lengua o te la corto. —Amenazó.

Beatrice ni replicó ni frenó la disputa. Pero fue evidente para todos que las palabras de su hijo la habían herido. Se levantó de la silla y sacó a Iris de la trona.

—Será mejor que le ponga el pijama antes de cenar, por si se queda dormida. —Decidió.

Massimo tensó la mandíbula y clavó la vista en el plato vacío, enfadado con la situación, mientras su madre salía del comedor.

Etore dejó la servilleta sobre la mesa muy irritado.

—Vosotros dos, ¡escuchadme! —Exigió; sus hijos lo miraron a la cara—. Las peleas las quiero al otro lado de la puerta, ¿estamos? Y haced el favor de comportaros como adultos. Es Nochebuena y no voy a consentiros ni a ti, ni a ti —los señaló por turnos— que le amarguéis las fiestas a esa mujer que acaba de subir las escaleras, que bastante hace por aguantar el tipo. —Señaló hacia la puerta con el brazo extendido—. ¿Ya se os ha olvidado que es nuestra primera Navidad sin tío Gigio? —indicó con la cabeza la quinta silla que permanecía vacía.

—No te enfades, papá. —Pidió Rita, compungida.

Massimo miró hacia otro lado, molesto, y volvió a mirar a su padre, sabiéndose el culpable de la discusión.

—Vamos a olvidar lo sucedido, por favor. —Se disculpó—. Se me ha calentado la boca.

—Pues te la enfrías —replicó su padre como si, en lugar de con un hombre hecho y derecho, hablara con un crío mal educado—. En mi casa no quiero ni malas caras ni silencios serios, ¿me habéis entendido los dos? —Insistió—. Cuidado con agriarle las fiestas a vuestra madre y a mi nieta, que son sus primeras Navidades con nosotros.

—Papá, tranquilo. —Suavizó Massimo—. No es para tanto.

—Sí lo es. —Rebatió muy serio—. Esta noche vamos a cenar en paz y, cuando esté harto como un pavo, me tomaré mi espresso, mi copa de Vino Santo y mojaré mis biscotti —señaló con el dedo la bandejilla de dulces del aparador—. Y luego espero irme a la cama dando gracias por la familia que tengo.

Rita fue a ayudar a su madre con la niña, después de pedir perdón por la desagradable situación que, sin proponérselo, habían creado. Saliendo del comedor, escuchó a Massimo disculparse también con su padre y darle su palabra de que todos tendrían la noche feliz que se merecían.

Cuando llegó al cuarto de Iris, ya llevaba puesto un pijamita rosa afelpado de una pieza.

—Lo siento —dijo a su madre, a la vez que le daba un beso en la mejilla.

—Ya está olvidado —aseguró animosa; la niña devolvía la ilusión con creces—. Hay que ver cómo crece. Tendremos que comprarle una talla más.

—Mamá, mañana por la tarde querría regresar a Roma.

—¿Tan pronto?

—Me preocupa Martina, la verdad. —Se sinceró.

—Le has cogido mucho afecto —dijo satisfecha; la chica le gustaba—. Tiene suerte de tenerte como amiga.

—Y yo a ella, no conozco persona más generosa. —Alegó Rita; sin dejar de mirar a Iris que, sujeta por su madre, daba saltitos sobre el vestidor de bebés—. Sé que es un día de mucho lío, con toda la familia aquí. Pero, cuando se vayan marchando, ¿me acercarás a Florencia a la estación?

Beatrice sonrió al ver su mueca de resignación ante la idea de coger el tren. Ya que su marido era tajante cuando Rita se quejaba por no tener coche a su edad. Si quería uno, tendría que trabajar y pagarlo de su propio bolsillo.

—Estate tranquila, que yo te llevaré. —Decidió su madre—. Prefiero una escapadita a Roma que pasarme toda la tarde poniendo lavaplatos.

—¡Gracias! —exclamó dándole un beso ruidoso—. Bajemos de una vez, que la cena se enfría y nos están esperando. —Instó a la vez que cogía a Iris al brazo.

***

—Es una lástima que no hayáis podido conocer a mi tía, ha tenido que marchar de viaje después de comer. Tiene tantos compromisos.

—No importa —disimuló Rita—, ya nos la presentarás en otra ocasión.

Beatrice también ocultó su malestar delante de Martina. La chica las recibió con gran alegría y se apresuró a contarles una historia a todas luces inventada. Mientras Rita la acompañaba a hacer café, Beatrice se fijó en la total ausencia de adornos navideños. Muebles lujosos y una decoración con el aséptico toque de un decorador profesional que daban al palacete un aspecto de embajada. Ella era una mujer acostumbrada a los olores que impregnan una casa donde se cocina a diario y, si su olfato no la engañaba, allí no se encendía el fuego desde hacía mucho. La casa de Martina no tenía calor de hogar. Se acercó a la cocina y allí confirmó sus sospechas, el olor a comida industrial de la lasaña congelada recalentada en el microondas le reveló cuál había sido el solitario banquete de Martina el día de Navidad. Y sintió una oleada de lástima, no era justo que alguien pasara sin el cariño de la familia unas fechas como aquellas.

—Mamá, como todavía nos quedan unos días de vacaciones, he pensado quedarme aquí con Martina para hacerle compañía.

—Me parece bien. —Aceptó, y se dirigió a la amiga de su hija—. Pero con una condición. Martina, tienes que prometerme que vendrás a casa a celebrar con nosotros Fin de Año.

—No sé…

—Sí sabes. —Rebatió—. Seguro que para entonces tu tía aún no habrá regresado del lago Como.

Beatrice prefirió seguirle la mentira. Sabía que se encontraba de crucero; así se lo había dicho la misma Viviana cuando llamó por teléfono a la hacienda preguntando por Martina.

—Sí, eso me dijo.

—Me gustaría que recibieras con nosotros el año nuevo.

—Hemos organizado una fiesta. —Alegó Rita, para animarla—. Seremos un montón de gente, ya verás, prepararemos una gran olla de lentejas —comentó conforme a la tradición italiana de inaugurar el año comiendo las lentejas de la buena suerte—. Lo pasaremos de miedo.

Martina aceptó sin mucho convencimiento.

—No quisiera ser una molestia.

Ninguna pronunció una palabra, pero las tres eran conscientes de que se refería a Massimo. Rita estaba en lo cierto cuando supuso que había escuchado a su hermano en la residencia.

—¡Qué tontería! —Se apresuró Beatrice a quitarle esa idea de la cabeza—. Me enfadaré si no vienes.

Martina era consciente de que la estaban invitando por compasión. Pero después de las penosas Navidades en aquella casa vacía, deseaba celebrar las fiestas en compañía, ya que viajar a Sicilia a romperle los planes a su abuelo era una opción que había descartado.

—De acuerdo, muchas gracias.

—No tienes que dármelas. Además, a Rita le vienes muy bien porque si la traes tú en el coche le evitas tener que coger el tren.

—Lo hago encantada.

Beatrice miró su reloj.

—Yo tengo que regresar a Civitella antes de que se me haga de noche.

Adoraba conducir y tenía pocas ocasiones de hacerlo con el trabajo que la retenía en la hacienda y por la renuencia de su marido a dejarle las llaves del coche. Ella era feliz con sus vacas y sus gallinas, pero rara vez salía salvo para ir al pueblo. Por eso se prestaba encantada a llevar a su hija a Roma, para disfrutar de dos horas al volante y otras tantas de vuelta. Un atracón de carretera que para otros era una paliza, ella lo disfrutaba como una escapada de placer.

—Nena, acompáñame al coche y coges la maleta.

—No puede marcharse sin tomar al menos un café con leche —dijo Martina, que ya había puesto la cafetera en el fuego.

—Claro que sí. En un momento nos tienes de vuelta. Un caffellatte calentito apetece con este frío.

Madre e hija se pusieron los abrigos y salieron al jardín, ya que la temperatura en el exterior era de cuatro grados. Rita abrió la cancela de hierro que daba a la calle, puesto que su madre, por tan poco rato, no quiso entrar el coche a la parte trasera del palacete.

Beatrice abrió el capó del Fiat y Rita sacó el trolley cargado con ropa para una semana, para su estancia prevista en la residencia. Mientras alargaba el asa, se quedó contemplando la hermosa fachada del palacete.

—¡Qué envidia! Quién tuviera una casa así en el centro de Roma —comentó.

Beatrice chasqueó la lengua, con la mirada fija en los ventanales curvos del primer piso.

—¿Te acuerdas de los gorriones que te regalaba tu tío Gigio cuando eras pequeña?

Rita no lo había olvidado, el hermano de su madre tenía la manía de atrapar cualquier pajarillo y ofrecérselo como regalo en una jaulita. Pero su padre siempre la convencía para que los dejara libres.

—Papá me llevaba al bosque y juntos abríamos la jaula para que se escaparan. —Recordó—. Siempre me decía lo mismo, que Dios hizo a los pájaros con alas para que pudieran volar donde quisieran.

Beatrice miró a su hija y el semblante se le entristeció al pensar en la joven sin padre ni madre que esperaba en el interior preparando café.

—Puede que tu amiga sea la dueña de todo esto. Pero este palacete no es una casa, hija. Es una jaula.