16:20 h.
En la pesada puerta de acero había un cartel que decía: «Área de máxima seguridad: solo personal autorizado». Warne se situó a un lado para vigilar el pasillo mientras Smythe marcaba un código en el teclado, pasaba su tarjeta de identificación por el lector magnético y luego apoyaba una mano en la pantalla del escáner. Se oyó un sonoro chasquido y se abrió la puerta. Una corriente de aire frío y seco escapó del recinto. Warne vio que el marco de la puerta estaba forrado con una cubierta de caucho.
—Esto parece abandonado —dijo Warne.
Comprendió que el comentario era una tontería, pero necesitaba decir algo, cualquier cosa. Había eludido casi todas las preguntas de Smythe y se había limitado a repetir que el parque estaba amenazado por un peligro muy grave y que Smythe era el único que podía ayudarlos. Era mejor llenar el silencio con tonterías que enfrentarse a más preguntas. Peccam esperaba. Poco a poco la expresión de incredulidad había ido desapareciendo de su rostro.
—Toda el área permanece cerrada mientras el camión blindado está en el edificio —respondió Smythe—. Solo los especialistas o el personal con un nivel de seguridad dos o superior tienen acceso. —Entró en el almacén, con Warne y Peccam pegados a los talones.
El almacén era muy grande y, al estar casi vacío, a Warne le recordó a un gimnasio. Unas alfombrillas de goma negra cubrían el suelo, y en las paredes solo había carteles de advertencia: «Prohibidas las prendas sintéticas. Minimice la piel expuesta. Cumpla con la APA 87-1». En el centro de la sala, separados entre sí por una distancia de unos seis metros, había una hilera de contenedores metálicos. Eran todos iguales, de unos dos metros de altura por casi cinco de largo, y todos estaban cerrados con candados y atornillados a una plataforma de hormigón que cruzaba todo el recinto. Junto a cada uno había un pequeño recipiente de plástico verde con un cartel escrito en letras negras que decía: «Residuos peligrosos».
—¿Esos son los contenedores donde los guardan? —preguntó Warne señalándolos.
—Efectivamente. Como puede ver, están separados por la distancia señalada por las normas de Seguridad federales. En realidad, todo aquí cumple las normas en vigor o incluso las supera. Excepto por una cosa. —Caminó hasta una puerta en el lado opuesto del depósito y giró el pomo—. ¿Lo ve? —dijo con el entrecejo fruncido—. Cerrada.
¿Qué importancia tiene?
—Tiene una cerradura electrónica. Una medida de seguridad mientras cargan el camión blindado. Es una flagrante violación de las normas de salidas múltiples. Me he quejado en repetidas ocasiones, pero siempre me contestan que es solo durante diez minutos, una vez a la semana. Cuando cierran la cámara acorazada y el camión se pone en marcha, se abre la cerradura. Así y todo, es una violación. —De pronto, Smythe miró a Warne como si se le acabase de ocurrir una idea—. Quizá usted pueda pedir a las personas indicadas que respeten la norma.
«Así que el camión todavía está aquí», pensó Warne. Se dirigió a Smythe y le rogó con un tono apremiante:
—Por favor, dígame cuáles son los depósitos donde guardan…
—Las bengalas más potentes —dijo el experto, que acabó la frase por él.
Warne asintió. Smythe frunció los labios en un gesto de reproche, pero llevó a los dos hombres hacia la hilera de contenedores. Tuercas los siguió, a una velocidad menor de la habitual, mientras movía las cámaras para trazar un plano del lugar.
Smythe se detuvo delante del cuarto contenedor y sacó las llaves del bolsillo. Había un felpudo en el suelo, un interruptor blindado en la puerta y un cartel naranja que decía «Explosivo 1.3 g».
Smythe quitó el candado, encendió la luz y, tras abrir la pesada puerta metálica, entró en el contenedor. Warne lo siguió. Había un higrómetro en el suelo y varias tiras de mechas colgadas del techo. Unas estanterías de madera ocupaban los dos costados. En los estantes descansaban docenas de cajas de cartón marcadas con etiquetas idénticas: «Bengalas UN-0771. Manipular con cuidado. Mantener apartado del fuego». En el lateral de cada caja habían escrito con rotulador negro una larga serie de números. Al fondo del contenedor, Warne vio una gran cantidad de tubos que parecían estar hechos de cartón pintado de negro. La boca de los tubos estaba cerrada con una tapa de color, según un código cromático que indicaba la longitud de los tubos.
Smythe se acercó a una de las estanterías y fue leyendo los números de serie escritos en las cajas hasta dar con la que buscaba. La sacó de la estantería, la depositó en el suelo y la abrió con mucho cuidado. En el interior, sellados en bolsas de plástico individuales, había varios paquetes esféricos.
—Estas son las bengalas para exteriores —explicó el experto—. Para los espectáculos que se ofrecen cuando cierra el parque, por encima de la cúpula. —Cogió uno de los paquetes y con mucha precaución lo sacó de la bolsa. Sosteniéndolo a la luz, lo hizo girar en sus manos, como si buscara alguna rotura en el envoltorio de papel. Luego se lo entregó a Warne.
Era muy pesado. Mientras lo sopesaba, Warne vio que tenía una mecha de papel retorcido sujeta con un cordel blanco. Había varias etiquetas pegadas en el envoltorio. Una de ellas decía: «Atención: muy peligroso. Solo para uso profesional».
—Es un sauce dorado —dijo Smythe—. No es muy brillante, pero sí que alcanza una gran altura antes del estallido, aproximadamente unos trescientos metros, y es muy espectacular. Lleva una gran carga impulsora de pólvora negra y se dispara con un mortero de veinticinco centímetros.
Warne se apresuró a devolverlo. Smythe lo dejó en el suelo junto a la caja y después se adentró en el contenedor.
—Aquí tenemos los dobles crisantemos, unas bengalas muy grandes que se utilizan combinadas con otras en el gran final. —Se volvió hacia las estanterías opuestas y señaló las cajas—. Estos son los dragones de plata, que tienen una carga de aluminio o magnesio. El magnesio en particular es muy brillante y arde con una temperatura muy alta. Es el acompañamiento perfecto para las tracas.
—Tracas —repitió Warne—. Las mencionó antes.
Smythe se quitó las gafas y las limpió. Después les indicó con un gesto que lo siguieran. Salió del contenedor y caminó a lo largo de la hilera. Se detuvo delante de otro de los contenedores, quitó el candado, y entraron. Tuercas se quedó junto a la puerta, y comenzó a moverse atrás y adelante mientras emitía un zumbido electrónico.
Las paredes del contenedor estaban forradas con paneles de madera. Aquí no había estanterías, sino hileras de cajas metálicas, idénticas a las de munición, apiladas en el suelo de dos en fondo.
—Tracas —dijo Smythe, al tiempo que abría una de las cajas—. Solo contienen pólvora. Nada de luces ni estrellas: solo un terrible estruendo. Muy brutal y potente. Son las favoritas de los pirotécnicos españoles.
—Pólvora. —Warne miró los paquetes cilíndricos guardados en la caja—. Solo pólvora.
—Así es.
En aquel momento, se escuchó un pitido.
—Es el aviso de la cámara —les explicó Smythe—. Eso significa que se ha cerrado la cámara acorazada y que la salida de emergencia esta abierta. Si no me equivoco, dentro de un par de minutos oiremos el aviso de todo despejado. En cuanto el camión blindado haya salido del subterráneo.
—¿Salido? —exclamó Warne. Señaló la caja—. Vamos a tener que pedirle prestadas unas cuantas de estas.
El experto lo miró, desconcertado.
—¿Cómo ha dicho?
—También algunos de los proyectiles del otro contenedor. Los sauces dorados, los morteros.
—¿Prestadas? —repitió Smythe.
—¡Vamos, hombre! ¡Muévase!
Smythe cogió unas cuantas tracas, salió del contenedor y se dirigió al primero.
—¿Cuánto tiempo nos queda antes de que se marche el camión blindado? —le preguntó Warne a Peccam.
—La verdad es que no lo sé. No mucho. Si ya han cerrado la cámara acorazada, eso significa que el camión ya está en el camino de salida.
—¡Mierda! —Por un momento, Warne se dejó llevar por la desesperación—. Escuche, usted sabe lo que pretendo hacer, ¿no?
—Eso creo —respondió Peccam.
—¿Está de acuerdo en que no tenemos otra alternativa?
Peccam asintió lentamente.
—Tengo que ir con Smythe, conseguir que me dé lo que necesito. Quizá todavía tengamos tiempo, esperemos que así sea. Mientras tanto, hay algo que necesito que haga. —Se desabrochó el ecolocalizador de la muñeca—. Éste es el emisor de la señal que sigue Tuercas. —Se lo dio a Peccam—. Si se lo ordenó, lo seguirá dondequiera que esté.
El técnico cogió el ecolocalizador con cautela, casi como si Warne le hubiese dado uno de los explosivos. Tuercas, que esperaba junto al contenedor, observaba la transferencia con gran interés.
—¿Sabe que hacer con él?
Peccam asintió de nuevo.
—Entonces adelante. Corra. No se arriesgue más de lo necesario. Haré que Smythe me diga dónde colocarme. Si es que todavía hay tiempo, si no es demasiado tarde, nos veremos allí.
El técnico asintió en silencio. La expresión en su rostro pálido era grave pero decidida. Se volvió y, sin decir palabra, corrió hacia la puerta de emergencia. Warne salió del contenedor.
—Vamos, chico —le dijo a Tuercas con un tono cariñoso.
Consultó su reloj. Eran las cuatro y veinte.