15:15 h.
Al transcurrir la tarde, y cuando el cielo azul sobre el desierto de Nevada comenzaba a mostrar las primeras señales del atardecer, los sesenta y seis mil visitantes de Utopía llegaban a lo que los psicólogos del parque denominaban la etapa «madura». Ya habían pasado por el pico de excitación inicial. El ritmo disminuía a medida que los padres —con los pies doloridos y físicamente cansados— buscaban un refugio temporal en los restaurantes, las representaciones en vivo o espectáculos como «El príncipe encantado», donde podían descansar sentados en cómodas butacas. Solo un pequeño porcentaje de los visitantes, poco dispuestos a enfrentarse con las caravanas de salida, marcharon temprano hacia el Nexo y el monorraíl, donde encontraron que había aumentado la frecuencia de los trenes de salida. Sin embargo, una amplia mayoría prefirió hacer un viaje más en su atracción favorita o quizá un recorrido por un Mundo que les quedaba por visitar, mientras esperaban que se hicieran las ocho y media. A esa hora empezaba el mayor de los espectáculos de Utopía: cuatro exhibiciones pirotécnicas simultáneas, sincronizadas por ordenador, lanzadas desde cada uno de los Mundos, que estallaban en un fantástico juego de color y música debajo de la cúpula. A esto seguía otra exhibición todavía más grande, que se elevaba muy por encima de la cúpula: el regalo de despedida a los visitantes que abandonaban el parque y emprendían el camino de regreso a Las Vegas y Reno.
Un lugar donde no se notaba ningún cambio en la afluencia de público era en las colas para subir a las montañas rusas y caídas libres de Utopía. En las principales atracciones como Horizonte Espacial y Dientes de Dragón se apiñaban las multitudes, y la atmósfera de entusiasmo y alegre aprensión era tan cargada como siempre.
Esto era especialmente cierto en la entrada de la más famosa atracción de Paseo, la Máquina de los Alaridos. La Máquina como la llamaban todos, era una soberbia recreación de la montaña rusa que se había hecho famosa en Coney Island en la década de 1920. Semejaba una reliquia perfectamente conservada: una enorme maraña de vigas y travesaños, cuidadosamente tratados por los expertos del parque para ofrecer aspecto de ser muy viejos. La simple visión de las caídas casi verticales y las vueltas y revueltas de las curvas hacía que muchos se decidieran por diversiones más tranquilas.
La Máquina, como todas las montañas rusas, tenía más relación con la psicología que con la ingeniería. En realidad era una estructura de acero, disfrazada con mucho ingenio para que pareciera la tradicional montaña rusa de madera. El metal permitía giros más cerrados y daba más «tiempo de vuelo», momentos de gravedad negativa donde los viajeros se veían levantados de los asientos. El intrincado recubrimiento de madera, por su parte, acentuaba el efecto de «valla» de una montaña rusa de madera: las vigas y los travesaños, colocados a muy poca distancia de los viajeros, hacían que la velocidad de ochenta kilómetros por hora pareciera el doble o el triple. Además, los diseñadores habían reforzado la sensación de peligro con la colocación de carteles en la entrada donde se advertía de los riesgos de la aceleración en las curvas y la presencia de una enfermera en la plataforma de desembarque. Por lo tanto, no tenía nada de particular que las camisetas con la leyenda: «Yo sobreviví a la Máquina», solo disponibles en Paseo, fuesen uno de los productos de mayor venta en el parque.
Eric Nightingale había dispuesto que la Máquina de los Alaridos tuviera una bajada más alta —88 metros— que la de cualquier otra montaña rusa al oeste del Mississippi. Esto había sido todo un reto: con tanta altura, la monumental subida se habría acercado a la cúpula lo suficiente para acabar con la perspectiva artificial. Los ingenieros habían resuelto el problema con un diseño que situaba la parte final de la primera caída por debajo del nivel de la calle. Cortaron una parte de los niveles A y B debajo de Paseo para alojar los dobles raíles de la Máquina. Después de subir la pendiente inicial, los viajeros bajaban casi verticalmente hasta un túnel donde reinaba la más absoluta oscuridad, el cual subía luego bruscamente para llevar de nuevo a la luz a los viajeros, que sufrían las consecuencias de un tirón equivalente a tres veces la fuerza de la gravedad y no advertían que, durante unos segundos, habían estado viajando por debajo del parque.
La solución, sin embargo, creó un segundo problema. El estruendo de las vagonetas, que pasaban con intervalos de un minuto, era tan fuerte que los empleados de Utopía que trabajaban en el subterráneo no querían estar en las zonas de los niveles A y B más cercanas a los raíles.
De nuevo, los ingenieros encontraron la solución.
Durante la construcción del parque, los niveles subterráneos estaban abarrotados de cables: en la guía que se repartía a los visitantes se mencionaba que había más cables en las instalaciones que en dos Pentágonos o en la ciudad de Springfield, Illinois. Los diseñadores decidieron destinar la zona que rodeaba la zanja de la montaña rusa para alojar todo el cableado. Levantaron dos paredes insonorizadas y, entre las dos paredes, concentraron el sistema nervioso central de Utopía. El Núcleo era autónomo y no requería ninguna operación de mantenimiento excepto las inspecciones mensuales. Por lo tanto, era una «zona oscura», donde el único ocupante era un robot de limpieza.
Ese día, sin embargo, el robot estaba acompañado.
En una esquina del compartimiento había un hombre sentado en una silla plegable. Iba vestido con el mono azul de los electricistas de Utopía y apoyaba la espalda en una gran caja de herramientas sujeta a un carro de mano rojo. En la caja había un ordenador portátil de gran potencia. Las luces del panel brillaban como estrellas en la penumbra del recinto.
Una docena de cables de diferentes grosores iban desde el ordenador hasta la pared más cercana, donde estaban enganchados con pinzas cocodrilo y acopladores digitales a las líneas troncales de transmisión de datos. Sostenía un teclado sobre los muslos, y había dos pantallas pequeñas en el suelo. Mientras tecleaba, su mirada pasaba de una pantalla a la otra. Debajo de la silla había un montón de basura: servilletas de papel manchadas con mantequilla de cacahuete y gelatina, envoltorios de chocolatinas, una lata de gaseosa aplastada.
Detrás del hombre, la pared interior del Núcleo comenzó a vibrar suavemente. Un segundo más tarde, un terrorífico rugido llegó desde el otro lado cuando las vagonetas de la Máquina llegaron al fondo de la primera bajada, recorrieron un tramo bajo tierra y después salieron de nuevo a la luz y el aire del mundo de Paseo. El hombre no hizo el menor caso y continuó tecleando mientras el ruido disminuía rápidamente hasta desaparecer del todo. Los auriculares de artillero que le protegían los oídos convertían el mayor estruendo en un leve susurro.
El hombre acabó de escribir, se inclinó hacia delante y se masajeó los riñones. Después estiró y flexionó las piernas entumecidas para estimular la circulación. Llevaba sentado allí, —ocupado en controlarlas cámaras de vigilancia del parque, modificar imágenes y rastrear la banda ancha de la red interna— desde primera hora de la mañana. Por fin, ya casi había acabado el trabajo.
Movió la cabeza en círculos para aliviar los músculos del cuello. Mientras hacía el ejercicio, miró las cámaras de vigilancia instaladas en paredes opuestas, cerca del techo. Incluso allí, en el deshabitado Núcleo, la seguridad estaba presente. Pero el hombre las miró sin ninguna preocupación: ya se había ocupado de que ambas transmitieran las imágenes de registros viejos que se repetían sin solución de continuidad. Los encargados de la vigilancia en la Colmena solo veían en sus monitores un espacio vacío y en penumbra.
El hombre era un joven que no podía tener más de veinticinco años. Sin embargo, incluso en la penumbra, las oscuras manchas de nicotina de los dedos se veían con toda claridad. Como fumar habría tenido la consecuencia de una detección instantánea, el hombre masticaba chicles de nicotina al mismo ritmo con que un fumador enciende un cigarrillo con la colilla del otro. Sin interrumpir el meneo de cabeza, se quitó de la boca la goma de mascar y la pegó en un cable de conexión, ya había pegado varias docenas, que ahora se endurecían en el aire inmóvil del Núcleo.
Se reclinó de nuevo contra la caja, recogió el teclado y comenzó a escribir las órdenes para comprobar el estado de los varios procesos secretos que tenía en marcha dentro de la red de Utopía. Interrumpió el tecleo y frunció el entrecejo, con la mirada fija en una de las pantallas.
Todo había funcionado tal como lo habían planeado, sin la menor pega.
Hasta el momento.
Como una medida de precaución, había instalado controles de tecleo en algunos de los terminales críticos de Utopía. Estos controles registraban en secreto todo lo que se escribía en los teclados. Cada hora, el programa enviaba todo el registro, debidamente codificado, a su terminal en el Núcleo.
Hasta ese momento, todos los buenos y cumplidores empleados de Utopía se habían comportado correctamente. Con una excepción: el ordenador que controlaba la metarred. Esto se estaba convirtiendo en otra historia.
El hombre buscó en los registros anteriores robados del terminal de la metarred. Alguien estaba utilizando el terminal para revisar los archivos, las rutinas y las órdenes. Era obvio que no se trataba de una búsqueda al azar: era un análisis a conciencia, realizado por alguien que conocía su trabajo.
Miró por encima del hombro a lo largo del pasillo del Núcleo. El compartimiento era alto y angosto como una chimenea gigante, con las paredes cubiertas por una compleja filigrana de cables. Lenta, pensativamente, se quitó los auriculares. Oyó el suave zumbido de las máquinas y también el del mecanismo de propulsión del robot de limpieza que se movía en algún rincón del recinto.
Detrás de él, la pared interior comenzó a vibrar.
Dejó el teclado en el suelo y miró la radio que había dejado junto a los monitores. Tenía una luz ámbar en la parte superior para avisarle de alguna comunicación cuando tenía los auriculares puestos. Cogió la radio, marcó el código y la acercó a la boca.
—Cascanueces a Factor Primario —llamó—. Cascanueces a Factor Primario, ¿me recibes?
Hubo una muy breve pausa. Luego se oyó la educada voz de John Doe alta y clara a pesar de la codificación digital.
—Cascanueces, te recibo alto y claro. ¿Cuál es tu estado?
—Excepto por los pasivos, dentro de diez minutos lo tendré todo acabado.
—¿Entonces por qué informas?
—He repasado los registros de los teclados que estamos controlando. Todo parece normal excepto por el ordenador central de la metarred. Alguien se ha dedicado a escarbar a fondo durante la última hora.
—¿Ha encontrado algo?
—Por supuesto que no. Pero la persona que lo hace conoce bien su trabajo.
—A ver si lo adivino. En el nivel B, ¿no?
—Sí.
—Por lo que parece, erramos el objetivo. Muy bien, arreglaré una visita. Corto.
Se hizo el silencio. Al cabo de un momento, con un aullido atronador, las vagonetas de la máquina pasaron junto a la pared interior. El suelo del Núcleo se sacudió. Cascanueces se encogió instintivamente. Luego colocó la radio en un lugar donde la luz ámbar quedara bien visible, El ruido de las vagonetas se apagó y el silencio volvió a reinar en el Núcleo. El hombre se puso de nuevo los auriculares, recogió el teclado, se metió en la boca otro chicle de nicotina y comenzó a teclear.