7.30 h

En su inicio en el Charleston Boulevard de Las Vegas, por encima del Strip, Rancho Drive traza una amplia curva a la izquierda para después seguir recto hacia Reno. Es como una flecha que vuela hacia el noroeste con una precisión absoluta, sin hacer caso de ninguna de las tentaciones naturales o artificiales que lo invitaban a curvarse, como si tuviese prisa por dejar muy atrás las luces de neón y los tapetes verdes. Los clubes de campo, los centros comerciales y, finalmente, incluso las urbanizaciones de casas que imitan las primitivas viviendas de adobe acaban por quedar atrás. El desierto del Mojave, apisonado bajo el asfalto y el cemento, vuelve por sus fueros. Finos tentáculos de arena se abren paso a través de lo que los carteles comienzan a llamar carretera 95. Las hirsutas yucas salpican el desierto, color lana sucia. Los cactos se levantan como portaestandartes de la nada. Después de las multitudes y los carteles de neón, la gradual transición a los vastos espacios vacíos parece sobrenatural. Excepto por la autopista, no parece que la mano del hombre hubiese tocado este lugar.

Andrew Warne movió el espejo retrovisor hacia arriba y a la derecha, y respiró más tranquilo cuando desapareció el brillo cegador.

—¿Cómo es posible que haya venido a Las Vegas sin traer las gafas de sol? En este lugar el sol brilla trescientos sesenta y cinco días al año.

La adolescente que ocupaba el asiento del acompañante hizo una mueca, y se acomodó los auriculares.

—Ése es mi papá. El profesor despistado.

—Ex profesor, dirás.

La carretera era una resplandeciente línea blanca. El desierto aparecía blanqueado por el resplandor, con las yucas y los achaparrados arbustos reducidos a pálidos espectros. Warne apoyó la palma de la mano en el cristal de la ventanilla y la apartó en el acto. Eran las siete y media de la mañana, y la temperatura exterior ya debía de rondar los treinta y ocho grados. Incluso el coche de alquiler parecía adaptado para el desierto: el mando del climatizador estaba atascado en la potencia máxima.

Cuando se acercaron a Indian Springs vieron una meseta en el este: la base aérea de Nellis. Comenzaron a aparecer gasolineras separadas por unos pocos kilómetros, fuera de lugar en el inmenso vacío, impolutas, tan nuevas que a Warne le parecieron como acabadas de sacar de una caja. Miró la hoja sujeta al portapapeles entre los asientos. Ya no faltaba mucho. Allí estaba: el cartel de salida de la autopista, pintado de un color verde vivo, flamante. Utopía. Dos kilómetros. La chica también lo vio.

—¿Todavía no hemos llegado? —preguntó.

—Ya casi estamos, princesa.

—Sabes que detesto que me llames princesa. Tengo catorce años. Es un nombre para las niñas pequeñas.

—Algunas veces te comportas como si lo fueras.

La chica frunció el entrecejo y aumentó el volumen del magnetófono, y el sonido de la batería se escuchó con toda claridad por encima del ruido del climatizador.

—Ten cuidado, Georgia, acabarás sorda. ¿Qué estás escuchando?

—Swing.

—Bueno, al menos eso es una mejora. El mes pasado era rock gótico, y el anterior era… ¿qué era?

—Euro-house.

—Euro-house. ¿No te puedes decidir por un estilo que te guste?

Georgia se encogió de hombros.

—Soy demasiado inteligente para eso.

La diferencia fue evidente en cuanto llegaron al final de la rampa de salida. Cambió la superficie de la carretera: en lugar del pavimento cuarteado de la carretera nacional 95, surcado como la piel de una serpiente por innumerables reparaciones, ahora era lisa como una mesa de billar, con más carriles que la autopista por la que habían llegado. Unas elegantes farolas se inclinaban sobre el pavimento. Por primera vez en casi cuarenta kilómetros, Warne vio otros coches delante. Los siguió mientras la autovía ascendía suavemente desde la llanura parda. Aquí los carteles era blancos con letras azules, y todos decían lo mismo: APARCAMIENTO PÚBLICO.

El aparcamiento, casi vacío a esa hora, tenía una extensión impresionante. Warne siguió las flechas y pasó junto a varios todoterrenos que parecían insectos en la inmensa extensión de asfalto. Había puesto cara de incrédulo cuando alguien le había comentado que setenta mil personas visitaban el parque todos los días; ahora estaba dispuesto a creerlo. Georgia miraba en derredor. A pesar de su muy bien aprendida actitud de desprecio adolescente, no conseguía ocultar del todo el entusiasmo.

Tras recorrer otro par de kilómetros llegaron a la parte delantera del aparcamiento y a un gran edificio de una sola planta con la palabra RECEPCIÓN escrita con letras Art Deco en el tejado. Aquí había más coches, y personas con pantalones cortos y sandalias. Frenó junto a la garita. Se le acercó uno de los empleados del aparcamiento y le indicó a Warne que bajara el cristal de la ventanilla. El hombre vestía un polo blanco, con un logotipo que era un pájaro estilizado en el lado izquierdo.

Warne sacó una tarjeta plastificada de la carpeta. El empleado le echó una ojeada, introdujo el nombre en su agenda electrónica y esperó a que el resultado de la búsqueda apareciera en la pantalla. Al cabo de un momento, le devolvió el pase y lo autorizó a pasar.

Aparcó junto a una hilera de tranvías amarillos y se guardó el pase en el bolsillo de la camisa.

—Ya estamos aquí —dijo. Luego, al mirar el edificio, se detuvo con una expresión pensativa.

—No estarás pensando en volver con Sarah, ¿verdad?

Sorprendido por la pregunta, Warne miró a su hija. Ella le devolvió la mirada.

Era notable cómo, en ocasiones, Georgia era capaz de leerle el pensamiento. Quizá era por el mucho tiempo que pasaban juntos, el resultado de lo mucho que habían aprendido a confiar el uno en el otro en los últimos años. En cualquier caso, a veces resultaba irritante. Sobre todo cuando ella lo hacía con los temas más sensibles. Georgia se quitó los auriculares.

—Papá, no lo hagas. Es un coñazo.

—Vigila esa boca, Georgia. —Sacó un pequeño sobre blanco de la carpeta—. ¿Sabes?, no creo que haya una mujer en la tierra que te parezca adecuada. ¿Quieres que siga viudo el resto de mi vida?

Lo dijo con un poco más de fuerza de lo que había deseado. La única respuesta de Georgia fue poner los ojos en blanco y colocarse de nuevo los auriculares.

Andrew Warne quería a Georgia con toda el alma. Sin embargo, nunca había pensado que pudiera ser tan difícil atender su trabajo, la casa y criar a una hija él solo. Algunas veces se preguntaba si no estaba haciendo un desastre. Era en momentos como este cuando echaba de menos a Charlotte más que nunca. Miró a Georgia por un instante. Luego exhaló un suspiro y abrió la puerta del coche.

El aire que parecía fuego se coló en el acto. Warne cerró la puerta, esperó a que Georgia se sujetara la mochila, y después caminaron a paso ligero a través de la explanada de cemento hasta el Centro de Transporte.

En el interior, la temperatura era fresca. El centro tenía un diseño funcional y parecía inmaculado. Todo era de madera clara y metal pulido. Las taquillas con el frente de cristal se extendían a izquierda y derecha en unas hileras interminables. Todas estaban desiertas excepto una directamente al fondo. Les permitieron pasar después de comprobar el pase y continuaron por un pasillo brillantemente iluminado. Al cabo de una hora, todo esto estaría a rebosar con padres atribulados, chicos revoltosos y guías turísticos. Ahora, no había nada más que las barandillas y el ruido de sus pasos en el suelo impoluto.

El monorraíl estaba estacionado en el andén, con las puertas abiertas. Las ventanas panorámicas se curvaban hacia arriba a ambos lados de los vagones color plata, y se unían en el mecanismo transportador enganchado al raíl aéreo. Warne nunca había viajado antes en un monorraíl colgante, y no le hacía mucha gracia. Vio a unos cuantos pasajeros en los vagones, hombres y mujeres bien vestidos. Un empleado les indicó que fueran al primer vagón. Como siempre, estaba impecable, y los únicos ocupantes eran un hombre fornido sentado delante y otro bajo y con gafas sentado en el fondo. Aunque el viaje aún no había comenzado, el hombre fornido miraba a un lado y al otro atentamente, con una expresión entusiasta en su rostro pálido.

Warne dejó que Georgia se sentara junto a la ventanilla, y luego tomó asiento a su lado. Casi antes de que estuviesen sentados, se escuchó un suave toque de campana y las puertas se cerraron silenciosamente. Hubo una muy leve sacudida, seguida por una paulatina aceleración. «Bienvenidos al monorraíl de Utopía», dijo una voz que no parecía tener un origen visible. No era la voz habitual que Warne escuchaba en los servicios de megafonía públicos: era una voz sonora, muy bien modulada, con un rastro de acento británico. «La duración estimada del viaje hasta el Nexo es de ocho minutos y treinta segundos. Por su seguridad y comodidad, les rogamos que permanezcan en sus asientos hasta el final del trayecto».

Súbitamente, una luz brillante inundó el vagón cuando el centro quedó detrás y por debajo de ellos. Adelante y arriba, los raíles duales se curvaban suavemente a través de un angosto cañón de arenisca. Warne miró hacia abajo y casi levantó los pies impulsado por la sorpresa. Había creído que el suelo era metálico y ahora acababa de descubrir que era de vidrio transparente. Había una caída de unos treinta metros hasta el pedregoso fondo del cañón. Respiró profundamente y miró a través de la ventanilla.

—No está mal —dijo Georgia.

«El cañón que estamos recorriendo es geológicamente muy antiguo —explicó la voz—. En los bordes pueden ver juníperos y artemisas, característicos del desierto…».

—¿Puede creerlo? —dijo una voz junto a su oído.

Warne se volvió. En un flagrante desafío a la orden de permanecer sentados, el hombre fornido había abandonado su asiento en la cabecera del vagón para ir a sentarse en el asiento vecino. Vestía una camisa estampada naranja, tenía unos brillantes ojos negros y una sonrisa que parecía abarcarle todo el rostro. Lo mismo que Warne, sostenía en la mano un pequeño sobre blanco.

—Pepper, Norman Pepper. Dios mío, que panorama, y nada menos que desde el primer vagón. Tendremos una visión espectacular del Nexo. Nunca he estado aquí antes pero me han dicho que es fantástica. Fantástica. ¡Imagínese, comprar toda una montaña, una meseta, o como se llame, para un parque temático! ¿Es su hija? Es muy bonita.

—Di gracias, Georgia.

—Gracias, Georgia —repitió su hija con un tono muy poco convincente.

«… En la ladera del cañón, a la derecha del tren, verán una serie de pictogramas. Estos dibujos rojos y blancos fueron realizados por los habitantes prehistóricos de la región, durante el período denominado Tejedores de Canastos II, que floreció hace aproximadamente unos tres mil años…».

—¿Cuál es su especialidad? —preguntó Pepper.

—¿Cómo dice?

El hombre se encogió de hombros.

—Es obvio que no trabaja en el parque, porque viaja en el monorraíl. El parque todavía no ha abierto, así que no es visitante. Eso significa que usted es consultor o especialista en algo, como todos los demás que están ahora en el tren.

—Soy… Trabajo en robótica —respondió Warne.

—¿Robótica?

—Inteligencia artificial.

—Inteligencia artificial —repitió Pepper—. Vaya. —Hizo una pausa y abrió la boca para formular otra pregunta.

—¿Qué es usted? —se apresuró a preguntarle Warne.

El hombre sonrió todavía con más ganas al escucharlo. Apoyó un dedo en una de las aletas de la nariz y le guiñó un ojo como si fuese un conspirador.

Dendrobium giganteum.

Warne lo miró, desconcertado.

Cattleya dowiana. Ya sabe. —El hombre parecía sorprendido.

Warne levantó las manos.

—Lo siento.

—Orquídeas. —Pepper resopló—. Creía que quizá se había dado cuenta cuando le dije mi nombre. Soy el botánico experto en especies exóticas que organizó la exposición en Nueva York el año pasado. ¿No lo leyó en los periódicos? El caso es que quieren unos híbridos especiales para el ateneo que están construyendo en Atlantis. Por lo visto, tienen algunos problemas con las orquídeas nocturnas en Luz de Gas. No les gusta la humedad o algo así. —Separó las manos con tanta violencia que su sobre y el de Warne cayeron al suelo—. Todos los gastos pagados, pasaje de primera clase, un pago muy generoso por la consulta y, como si fuese poco, algo muy bueno para el currículo.

Warne asintió mientras el hombre recogía los sobres y le devolvía el suyo. Warne le creyó. En Utopía se llegaba a tal extremo en la exactitud de sus mundos temáticos que, en más de una ocasión, se veía a los eruditos boquiabiertos que los recorrían, libreta y lápiz en mano. Georgia contemplaba el paisaje, sin hacer caso de Pepper.

«… los cincuenta kilómetros cuadrados que pertenecen a Utopía son ricos en recursos naturales y paisajes, incluidos dos fuentes y un embalse…».

Pepper miró por encima del hombro.

—¿Y qué me dice de usted?

Warne casi se había olvidado del hombre delgado y con gafas sentado más atrás. El hombre tardó unos segundos en responder, como si hubiese necesitado considerar la pregunta.

—Me llamo Smythe —contestó con un acento que sonaba a australiano—. Pirotecnia.

—¿Pirotecnia? ¿Se refiere a fuegos de artificio?

El hombre se pasó los dedos sobre el bigotillo.

—Diseño espectáculos especiales, como la reciente celebración de los seis meses. También me ocupo de solucionar problemas. Algunos de los crisantemos que se lanzan durante la función final llegan demasiado alto y rompen los paneles de cristal de la cúpula.

—Eso no puede ser —opinó Pepper.

—En el espectáculo de la Torre del Grifo, los visitantes se quejan de que la traca final suena demasiado fuerte.

Smythe calló bruscamente, se encogió de hombros y miró de nuevo a través de la ventanilla.

Warne también contempló por unos momentos la ladera rosa, y después el interior del vagón. Había algo que le preocupaba y de pronto comprendió qué era. Miró a Pepper.

—¿Dónde están todos los personajes, los actores, Oberón, Morfeo, Pendragón? No he visto ni siquiera una calcomanía.

—Oh, sí que están por aquí, en las tiendas en algunas de las atracciones infantiles, Pero no verá a nadie disfrazado por la calle. Dicen que Nithtingale era muy puntilloso en ese aspecto. Le preocupaba la pureza de la experiencia. Es por eso que todo esto… —Trazó un arco con su mano regordeta y añadió—: El Centro de Transporte, el monorraíl, incluso el Nexo todo es muy discreto. Nada de comercialización. Hace que los mundos parezcan mucho más reales. Al menos eso es lo que he oído decir. —Se volvió al hombre que estaba detrás—. ¿No es así?

Smythe asintió. Peter se inclinó un poco más hacia Warne.

—A mí nunca me ha parecido gran cosa todo eso que hacía Nightingale. Las películas de animación, las Feverstone Chronicles basadas en sus viejos números de magia… Demasiado oscuras. Pero mis chicos se vuelven locos por ellas. Las ven todas las semanas, como un reloj. Casi me matan cuando se enteraron de que vendría aquí y no podrían acompañarme.

Pepper soltó una carcajada y se frotó las manos. Warne había leído libros donde las personas se frotaban las manos a la espera de lo que pasaría, pero no estaba seguro de haber visto a alguien que lo hiciera.

—Mi hija me habría matado si no la traía —replicó—. ¡Ay! —Gritó cuando Georgia le dio un puntapié por debajo del asiento.

Por un momento permanecieron en silencio. Warne se frotó la pantorrilla.

—¿Usted cree que es verdad que tienen un reactor nuclear enterrado debajo del parque? —preguntó Peter.

—¿Qué?

—Ése es el rumor. Imagínese el consumo eléctrico. Por todos los diablos, este lugar tiene su propio ayuntamiento. Piense en la electricidad que se necesita para mantener todo esto en funcionamiento: aire acondicionado, las atracciones, los ordenadores. Se lo pregunté a una de los recepcionistas en el Centro, y me dijo que tenían una central hidroeléctrica. ¡Hidroeléctrica! ¡En medio del desierto! Yo… eh… mire… ¡allí está!

Warne miró al frente y se quedó pasmado. Escuchó cómo Georgia ahogaba una exclamación.

El monorraíl acaba de salir de una curva muy cerrada, y adelante el cañón quintuplicaba la anchura. De una ladera a la otra, y desde lo alto hasta la base, había una enorme fachada color cobre que resplandecía con el sol de la mañana. Era como si el cañón acabara de pronto en esta inmensa pared de metal bruñido. El final del cañón era una ilusión, por supuesto —un inmenso valle circular encerraba todo el parque—, pero resultaba espectacular, asombroso, hermoso a pesar de lo espartano. En toda la fachada no había más que dos pequeños cuadrados en el centro, cerca de la cumbre, por donde entraban y salían los raíles del tren. A lo largo del borde superior se veía una única palabra, Utopía, con letras de algún material parecido a la mica que brillaban y aparecían y desaparecían según el ángulo de los rayos solares. Por encima y más allá, una enorme cúpula geodésica lo cubría todo, una compleja estructura de polígonos de cristal y vigas metálicas. En el ápice ondeaba una bandera: el estilizado logotipo de un pájaro violeta sobre fondo blanco.

—Guau —susurró Georgia.

«… Deseamos que disfruten de la visita, Recuerden: Si tienen alguna pregunta o necesitan algo, los invitamos a visitar cualquiera de nuestras salas de servicios en el Nexo o en los Mundos. Por favor, permanezcan sentados hasta que el monorraíl se detenga».

En el vagón se hizo el silencio mientras entraban en la sombra.