13:50 h.
En el mostrador de la heladería del restaurante Osa Mayor, un empleado vestido con un mono color cobre preparaba un batido de chocolate, plátano y leche malteada. Era primera hora de la tarde, y los numerosos clientes miraban perplejos al empleado, mientras se preguntaban qué podría haberle pasado al robot que habían ido a ver. En las alturas, Júpiter llenaba el espacio, una gran mancha roja que giraba sobre su eje, brillante como un grano inflamado. Los altavoces de Calisto, disimulados entre las salidas del aire acondicionado y los falsos tabiques, transmitían una música ambiental electrónica que se mezclaba con las voces de los adultos y los gritos de deleite de los niños.
Delante de un gran portal circular, a unos cien metros de la heladería, se oían gritos más estridentes. Esta era la entrada al Viaje Galáctico, el «puerto de acceso», como lo llamaban los acomodadores. Se trataba de una atracción nueva, creada por el equipo de diseñadores después del fallecimiento de Nightingale. La mayoría de las atracciones de Calisto resultaban demasiado fuertes para los más pequeños, así que habían creado el Viaje Galáctico. Consistía en el típico paseo por un túnel a oscuras, donde las pequeñas vagonetas se movían por unos raíles al tiempo que a su paso aparecían imágenes en movimiento de asteroides, cometas y estrellas.
A los pequeños les encantaba el Viaje Galáctico. Sin embargo, cualquiera con más de cinco años encontraba que era de lo más aburrido y lo evitaba. Con chiquillos y padres atontados como sus únicos pasajeros, el Viaje Galáctico era la atracción más segura de todo el parque. Como resultado, no había guardias, cámaras de vigilancia, ni rayos infrarrojos, y, dado que casi funcionaba sola, los encargados tenían muy poco trabajo. Esto hacía que, como en el caso de los visitantes adultos, la atracción no despertara el más mínimo interés entre el personal.
Los únicos empleados que disfrutaban con su trabajo allí eran los que tenían inclinaciones románticas. Como todas las demás atracciones, el Viaje Galáctico tenía una amplia zona en la trastienda dedicada a los servicios y mantenimiento. Un lugar muy solitario dentro del recinto era el taller de costura, donde se medían, cortaban, cosían y reparaban todas las telas que se utilizaban como telones y fondos. Los empleados habían descubierto que era el lugar ideal para llevar a las compañeras para tener una aventura, o a las chicas que se habían ligado entre los visitantes. El taller se hizo tan popular que la gran mesa de trabajo recibió el apodo de la «mesa de los gemidos». Cuando se enteró la dirección, se hicieron cambios en el personal. Ahora, la mayoría de las personas que trabajaban allí eran mujeres de cincuenta a sesenta años. La atracción tenía el personal con más edad de todo el parque, y el taller se utilizaba ahora solo para su verdadero fin, y eso con escasa frecuencia.
Excepto que, en ese momento, John Doe estaba sentado en el borde de la mesa. Balanceaba las piernas cruzadas en los tobillos con la mayor despreocupación. El taller se encontraba a oscuras, y el blanco de sus ojos resplandecía con la fosforescencia que llegaba del exterior. Lo mismo que Sarah Boatwright en su despacho subterráneo, Doe hablaba por teléfono.
—Eso es muy interesante —dijo—. Ha hecho bien en comunicármelo. Espero que no tarde mucho en darme los detalles. —Escuchó brevemente. Algo debió de parecerle gracioso, porque de pronto se echó a reír de muy buen humor, aunque tuvo el detalle de tapar el micrófono con la mano mientras lo hacía—. No, no, no creo que sea un motivo de preocupación, y mucho menos para cancelarlo. Mi querido amigo, eso sería impensable. —Una pausa—. ¿Cómo dice? Sí, estoy de acuerdo. Fue algo desafortunado. Pero estamos hablando de rayos láser y explosivos, no de neurocirugía. No se puede pedir precisión.
Escuchó de nuevo, esta vez durante más tiempo.
—Ya hemos hablado de esto antes. Si no me equivoco, la semana pasada. —Su voz era tranquila, despreocupada; un hombre bien educado que hablaba con un igual—. Permítame que le repita lo que manifesté entonces. No hay nada de que preocuparse. El tiempo que dedicamos a la organización, a eliminar fallos y afinarlo al máximo estuvo bien empleado. Se analizaron todos los posibles resultados y se previó cualquier emergencia. Usted lo sabe tan bien como yo. Hay que mantener la calma. «Las dudas son traicioneras y, por miedo a intentarlo, nos hacen perder aquello que podríamos ganar» —citó Doe.
Se rio y luego su tono cambió bruscamente. Se volvió frío, distante, altivo.
—Sin duda recordará otras palabras mías. Fue desagradable, y lamento tener que repetirlas. Hemos pasado el Punto Sin retorno. Estamos comprometidos. Ya se ha conseguido demasiado para que ahora se eche atrás. Recuerde que una palabra al oído correcto bastaría para denunciarlo, hacer que lo detengan y lo encierren en la cárcel para el resto de su vida con unos compañeros necesitados… bueno, digamos de una compañía que los divierta. Mis propios compañeros encontrarían otras maneras más rápidas y permanentes de expresar su insatisfacción.
El tono de amenaza desapareció con la misma rapidez con que había aparecido.
—Por supuesto, eso no pasará. Usted ya ha hecho todo el trabajo duro. Ahora tiene que limitarse a no hacer nada. ¿No es una encantadora ironía?
Apagó el móvil y lo dejó sobre la mesa. Después sacó la radio de un bolsillo de la chaqueta, marcó un código y seleccionó una frecuencia.
—Tío Duro, aquí Factor Primario. —Del tono educado que había usado en la llamada anterior no quedaba ni rastro—. Mensaje entregado a las dos menos cuarto. La recogida será a las dos y cuarto, de acuerdo con el horario. Sin embargo, me acabo de enterar de un pequeño problema. Hoy hay un tipo en el parque, un tal Andrew Warne. Al parecer es quien construyó la metarred, y lo han llamado para que lo arregle. No tenía que venir hasta la próxima semana, pero esta aquí. No, no sé por qué. No podemos tenerlo aquí y dejar que meta el hocico para ver qué encuentra. Blancanieves me dará su descripción y su última localización. Te las pasaré. Haz lo que sea necesario para eliminar la amenaza. Dejo a tu cargo los detalles creativos. Corto.
El señor Doe bajó la radio y miró en derredor. Oyó a lo lejos las risas de los niños en las vagonetas. Después de un momento, miró la radio, cambió de frecuencia y la acercó a los labios.
—Búfalo de Agua, aquí Factor Primario. ¿Me recibes?
—Afirmativo —llegó la respuesta entre una descarga de estática.
—¿Qué tal el tiempo allí arriba?
—Soleado. Ninguna posibilidad de precipitación.
—Lo lamento. Escucha, todo en marcha. Puedes poner los huevos cuando estés listo.
—Eso esta chupado. Búfalo de Agua, fuera.
El señor Doe apagó la radio, la guardó en el bolsillo y, cruzándose de brazos, se echó hacia atrás en la mesa de los gemidos y balanceó las piernas la mar de contento.