13:34 h.

Bob Allocco, jefe de Seguridad del parque, lo había visto y escuchado casi todo en los seis meses transcurridos desde la inauguración del parque. Pero nunca había visto nada como aquello.

Se encontraba en la garita de control de la salida de la Torre del Grifo y, a través del cristal opaco por el exterior, contemplaba al público que salía del teatro. Se oían risas, silbidos y comentarios de lo más variopintos; lo típico de una multitud excitada por el espectáculo. La única diferencia era que los espectadores parecían más entusiasmados que nunca. Conectó el audio para escuchar los comentarios.

—¡Impresionante! —le decía un chico a otro—. ¿Has visto esos dragones?

—A ver si te enteras. No eran dragones —respondió el otro—. Eran grifos.

Una mujer mayor pasó junto a la ventana. Se abanicaba con el programa mientras hablaba con otra mujer anciana.

—Dios bendito, todos esos fuegos de artificio, prácticamente en la cara… Pensé que me daría algo. Ya sabes, con lo delicado que tengo el corazón.

—¿Has visto la muerte del caballero? —le comentaba a su esposa un hombre que empujaba un cochecito de bebé—. Directamente a través de la cabeza. ¿Cómo lo harán?

—Tampoco fue para tanto —replicó la esposa—. Con los efectos especiales pueden hacer lo que quieran. Pero que aquel trozo de pared pareciera que fuera a caer sobre nosotros, eso sí que fue espectacular.

Allocco esperó a que salieran los últimos espectadores. Luego abrió la puerta, saludó a los acomodadores y entró en el teatro. Estaban levantando la sección de la torre caída con una grúa hidráulica. Unas aspiradoras gigantes se encargaban de eliminar las nubes de humo.

Se detuvo entre las hileras de asientos con la mirada puesta en las paredes de piedra artificial. Tenía un mal presentimiento, por supuesto, pero era algo que le sucedía cada vez que el parque abría las puertas. Le gustaba ver el parque a las seis de la mañana, cuando el personal era mínimo y no había visitantes para estropear la ilusión. Entonces podía caminar por las calles de adoquines de Luz de Gas o las pasarelas colgantes de Calisto sin tener que preocuparse por los niños perdidos, los picapleitos o los estudiantes borrachos.

La semana anterior tres moteros habían decidido bañarse desnudos en el estanque de Paseo. Se habían necesitado ocho agentes de seguridad para convencerlos de que se vistieran y abandonaran el parque. Una semana antes, un turista portugués se había enfadado por tener que hacer una cola de dos horas para entrar en el Horizonte Espacial y había amenazado con una navaja al empleado de la entrada. Allocco sacudió la cabeza. Sus hombres tenían prohibido llevar armas, ni siquiera en defensa propia. Nada de sprays irritantes, ni porras y mucho menos armas de fuego. Dependían de sus sonrisas, de sus poderes de persuasión. No era mucho delante de una pistola. Un agente que hablaba portugués había conseguido finalmente que el tipo guardara la navaja, pero durante un par de minutos habían estado en un tris de que ocurriera una desgracia.

Caminó por el pasillo alfombrado hasta el frente de la sala, subió al escenario y pasó entre bambalinas. Los actores, todavía con sus trajes, formaban corrillos y comentaban lo sucedido en voz baja. Allocco los envió al vestuario. Después se acercó al hombre de bata blanca que estaba arrodillado junto al actor que yacía inmóvil en el suelo.

Le habían quitado el yelmo. Allocco lo recogió. A cada lado, a la altura de las mejillas, había un pequeño agujero. Sostuvo el yelmo a la altura de los ojos y miró por los agujeros.

Casi no había sangre. El yelmo olía a metal recalentado y carne quemada. Dejó el yelmo a un lado y se dirigió al médico.

—¿Cómo está?

—El rayo le atravesó las dos mejillas —respondió el medico—. Quemaduras en la piel, lesiones en los tejidos y trauma muscular, como era de esperar. Tiene quemaduras en la lengua, y probablemente perderá dos o tres dientes. Cuando se despierte tendrá un dolor de cabeza descomunal. Así y todo, tiene suerte de estar vivo. —Miró al jefe de Seguridad—. Cinco centímetros más arriba, y habríamos necesitado una bolsa para cadáveres en lugar de una camilla.

Allocco asintió.

—Podemos prestarle una primera atención y suturarle heridas, pero necesitará cirugía estética. ¿Quiere que llame, a Lake Mead para que envíen una ambulancia?

Allocco pensó en John Doe antes de contestar.

—No, todavía no. Por ahora haga todo lo que esté a su alcance. Infórmeme si se produce algún cambio en su estado.

El médico llamó a los camilleros que esperaban. Allocco fue a una de las alas del escenario, donde un supervisor observaba a una pareja de técnicos que bajaban algo por una escalera. Al acercarse vio que se trataba de un robot. Tenía el aspecto de una caja con ruedas rematada por un largo tubo blanco —una cabeza de láser— con una lente en un extremo y un manojo de cables de control en el otro. La lente, completamente destrozada, colgaba de la montura. El tubo estaba abierto en canal y los bordes de metal fundido todavía humeaban. Los técnicos dejaron el robot en el suelo con mucho cuidado.

—¿Quién de ustedes es el encargado de seguridad del láser? —preguntó Allocco.

—Yo soy el encargado para Camelot, señor —respondió el más alto de los dos.

—¿Puede decirme qué pasó?

—No lo sé, señor —dijo el técnico, con voz ahogada. Parecía estar muy asustado—. No es más que una cabeza de treinta vatios. No lo entiendo, no tiene el menor sentido…

—Tranquilo, hijo. —Allocco señaló al robot—. Solo dígame que salió mal.

—Es un láser de argón con una cabeza multilineal refrigerada por aire. Necesitamos el argón porque el rayo tiene que ser del mismo color azul de las descargas del archimago.

—Continúa. —Si dejaba que el tipo hablara a su aire, quizá acabaría por decir algo importante.

—Tampoco podíamos usar un controlador de luz estándar porque no tenemos un guión que seguir. ¿Lo sabe?

Allocco asintió amablemente. Conocía el procedimiento.

—Siempre tiene que rebotar en el caballero, pero no hay manera de saber exactamente dónde estará el caballero en el momento de la descarga.

—Había un robot sobrante que rondaba por aquí. Lo emplearon en algunas tareas de mantenimiento y después lo abandonaron. Entonces a alguien se le ocurrió la brillante idea.

La expresión de miedo del hombre se acentuó. «Creo saber quién fue», pensó Allocco. Esperó en silencio.

—Así que le montaron la cabeza de argón y colocaron al robot en unos raíles allí arriba, a la derecha. —Señaló el lugar—. La mujer de Robótica, Teresa, lo modificó para que rastreara un rayo infrarrojo en el yelmo del Caballero. En el momento oportuno, dispara el láser directamente a la señal infrarroja.

—¿Cuánto tiempo lleva esto en funcionamiento?

—Desde un par de semanas después de inaugurarse el espectáculo. Ya vamos para los tres meses, cuatro veces al día. Ningún problema.

—Ningún problema. —Allocco señaló la carcasa partida—. ¿Qué pudo provocar semejante sobrecarga?

—Nunca he visto nada como esto, señor. Tuvo que haber excedido la salida normal en un cien por cien.

Allocco miró al hombre de reojo.

—Ya sabe que la Oficina de Salud Pública querrá investigar este incidente.

El técnico se puso tan pálido que, por un momento, Allocco creyó que perdería el conocimiento.

—¿Tiene las hojas de control al día? —preguntó con voz suave el jefe de Seguridad.

—Sí, señor. Seguimos la Z-136 al pie de la letra. —ANSI Z-136 eran las normas de seguridad para el uso de rayos láser en la industria, la investigación y el gobierno—. Hacemos las evaluaciones semanales especificadas, reevaluaciones de la zona de riesgo, mantenimiento, interconexiones…

—Muy bien. Ahora quiero que se lleve esta cosa abajo y le haga la autopsia. Infórmeme de lo que encuentra. —Miró a la directora de escena, que había escuchado en silencio la conversación—. Se acabaron los rayos láser para el archimago, al menos por un tiempo. ¿Puede apañar alguna otra cosa para la función de las cuatro y veinte?

—Tendré que hacerlo, ¿no? —La directora se volvió y siguió a los técnicos hacia el túnel que conducía a los vestuarios.

Allocco la observó marcharse. Luego sacó la radio del bolsillo.

—Comando Nueve Siete, aquí Treinta y tres.

—Sí, señor.

—Quiero el historial de la Torre del Grifo. ¿Algún aviso de intrusión en las últimas veinticuatro horas?

—Un momento. —Allocco esperó acompañado por el sonido de fondo de la estática—. No, señor. Hay un rayo abierto, todo lo demás está en orden.

—¿Un rayo abierto? ¿Dónde está el interruptor?

Escuchó el sonido de las teclas.

—Torre del Grifo 206. Orientación oeste, pasarela cuatro.

—¿A qué hora transmitió el rayo la señal de abierto?

—Hará unos cinco minutos, señor. ¿Quiere que envíe a alguien para que lo compruebe?

—No, gracias. Lo haré yo mismo. No haga caso de más alertas de la torre hasta que me comunique.

Allocco guardó la radio en el bolsillo y caminó hacia el fondo del escenario, mientras miraba con expresión pensativa la estructura de columnas y vigas metálicas que formaban el esqueleto de la Torre del Grifo.

Las zonas públicas de Utopía estaban rodeadas por redes de alfombras detectoras de intrusos y alarmas infrarrojas más modernas. Garantizaban que los visitantes permanecían seguros en las vagonetas de las atracciones y alertaban si alguien, intencionadamente o no, entraba en lugares potencialmente peligrosos. Cuando alguien pasaba e interrumpía la señal solo causaba una ruptura temporal. Cuando un rayo se quedaba abierto así, siempre significaba un fallo de hardware.

Además, ¿a quién se le ocurriría subir por la estructura, sin ser detectado por los demás sensores, para después sentarse y permanecer inmóvil en la trayectoria de un rayo?

El jefe de Seguridad observó los raíles por donde había corrido el robot con el láser. Luego miró el lugar en el escenario donde hasta hacía un momento había estado el caballero herido.

Era una locura. Sin embargo, Allocco tendría que comprobarlo.

Los peldaños de la escalera metálica gris estaban fríos al tacto, subió poco a poco, mano sobre mano. Hacía mucho tiempo que no subía por una escalera vertical, ni tampoco nadaba, ni corría ni hacía más actividad física aparte de caminar, y al cabo de un par de minutos comenzó a jadear. Mientras ascendía iba viendo los distintos equipos de accesorios utilizados en las funciones: soportes de cables, poleas, conductos…

Cada vez estaba más oscuro. Los sonidos de las actividades que se desarrollaban abajo apenas si se oían. Un poco más arriba vio una pasarela que tenía un dos pintado con pintura blanca en la parte inferior. Subió hasta la pasarela y se sentó; le costaba respirar. A un lado se hallaba el puesto del observador, equipado con prismáticos y un teléfono. Durante las representaciones, este lugar era un hormiguero. Ahora se encontraba desierto. Unos tubos fluorescentes en la pared permitían que los trabajadores no tropezaran los unos con los otros mientras se movían por la pasarela.

Allocco caminó poco más de seis metros hasta la siguiente escalera. Resignado, se sujetó a los peldaños y subió de nuevo.

Fue una larga subida hasta la pasarela 3. Cuando llegó, lo primero que hizo fue sentarse en el suelo de rejilla y apoyar la espalda contra la barandilla, La camisa empapada en sudor se le pegaba a la piel. Esto era una locura. Tendría que haber dejado que enviaran a un equipo o, mejor todavía, encomendarle el trabajo al personal de mantenimiento. Pero ya que había llegado hasta allí, bien podía acabarlo. Dios sabía que necesitaba el ejercicio.

Miró en derredor, con la respiración entrecortada. Se encontraba a nivel del techo del escenario. Había poca luz, pero alcanzó a ver un mamparo al final de la pasarela: allí estaba la maquinaria hidráulica que dejaba caer el trozo de mampostería sobre el público en el momento culminante del espectáculo. Por encima de su cabeza, las paredes se unían en un estrecho canal vertical que formaba la fachada de la Torre del Grifo. En el otro extremo de la pasarela había otra escalera que se perdía en la oscuridad. Espero un minuto, y otro más, para recuperar el aliento. Entonces se levantó. Tenía mucho que hacer para estarse sentado allí todo el día.

Subir por este tramo de la torre le resultó mucho más difícil. Si se echaba demasiado para atrás, la espalda rozaba contra la áspera superficie de la pared, de modo que se vio obligado a mantenerse casi pegado a los escalones y utilizar toda la fuerza de los brazos para subir. Cuando vio la parte inferior de la pasarela 4, le temblaban todos los músculos, jadeando, continuó su ascenso.

Esta pasarela solo se utilizaba para las tareas de mantenimiento y las poco frecuentes inspecciones de seguridad, y estaba a oscuras. Costaba creer que al otro lado de la pared brillaba el sol, cantaban los trovadores y los visitantes paseaban alegremente. Allocco se apoyó en la escalerilla. Tenía la sensación de que el corazón le estallaría en cualquier momento. Fantástico, pensó. Si ahora me da un ataque, tardarán una semana en encontrarme.

Esperó a que se le normalizara un poco la respiración y luego sacó del bolsillo una linterna lápiz. El rayo de luz era delgado como un hilo. ¿Cómo no se le había ocurrido traer una linterna de verdad?

Subió los últimos peldaños y llegó por fin a la pasarela 4. Era muy angosta y la barandilla era más alta que en las demás. Aunque solo veía oscuridad debajo de los pies, Allocco tenía muy clara la considerable caída hasta el escenario. Tenía la muy desagradable sensación de ser un diminuto insecto arrastrándose por el interior de un frasco.

Los extremos de la pasarela se perdían en la oscuridad. Le habían dicho dirección Oeste. Tardó un momento en orientarse y luego avanzó cautelosamente por el sendero de luz que trazaba la linterna.

Al cabo de unos segundos, la luz alumbró la caja de uno de los sensores de infrarrojos, atornillada a la barandilla a un palmo del suelo. Estaba bien disimulada aunque no resultaba difícil de encontrar si uno sabía lo que buscaba. Allocco se arrodilló junto a la caja y alumbró la placa: GT-205. Eso significaba que el sensor defectuoso debía de ser el siguiente de la hilera. Se puso de pie y avanzó de nuevo.

De pronto se detuvo, el cuerpo tenso, todos los sentidos alertas. Abrió la boca para dar un alto, pero un sexto sentido le avisó que permaneciera en silencio.

Entonces ocurrió algo extraño: bajó la mano derecha hacia la cadera y sus dedos solo sujetaron aire.

Allocco se miró la mano con una expresión de absoluta incredulidad.

Años atrás, en lo que él llamaba su otra vida, había sido agente de la policía de Boston. No había desenfundado un arma en una docena de años. ¿Qué impulso atávico lo había llevado a echar mano a una?

Alumbró con la linterna hacia delante, atento al más mínimo movimiento, a un brillo metálico, a cualquier cosa que pudiese representar una amenaza. El corazón le latía desbocado, todos sus instintos le avisaban de un peligro. Sin embargo no oyó ni vio nada y, después de un par de minutos, se obligó a relajarse. Exhaló un suspiro, sacó la radio del bolsillo y la acercó a los labios, pero la guardó de nuevo. Ya había llegado al sensor. ¿Qué sentido tenía pedir ahora que enviasen un equipo?

Se reprochó su comportamiento. Había dejado que John Doe lo asustara. Agradeció que Sarah Boatwright no pudiese verlo en esos momentos. La mujer detestaba cualquier muestra de debilidad, y allí estaba él, sudoroso, jadeante, con el corazón en la boca como cualquier policía novato en su primera intervención. Era embarazoso, muy poco profesional. Hasta que se demostrase lo contrario, el tipo no era más que otro chalado fanfarrón. Era otra broma pesada, como las falsas amenazas de bomba que recibían casi a diario. ¿A qué grupo de terroristas, ladrones, mercenarios profesionales, o lo que fuera, se le ocurriría asaltar un parque temático? En Utopía no había nada que les pudiese interesar.

Se rio por lo bajo y avanzó de nuevo en busca del sensor defectuoso. Lo distinguió cerca del suelo, en la misma posición que el anterior, a unos seis metros de distancia.

Advirtió en el acto que el sensor no se encontraba averiado. Había algo allí, algo que interrumpía el paso del rayo infrarrojo.

Allocco se adelantó poco a poco. Contuvo el aliento.

—¡Dios bendito! —susurró. Se arrodilló con la mirada fija en el objeto.

Ahora sabía, con la más absoluta certeza, que lo que estaba ocurriendo allí no se trataba de un juego.