15:33 h.
Poole se apartó rápidamente de la puerta, para escapar de la luz que entraba por la abertura. Allí dentro estaba más oscuro. Avanzó con la espalda pegada a la pared, atento a cualquier sonido. La luz desapareció en cuanto cerraron la puerta. Poole oyó el ruido del metal cuando Peccam colocó la tranca.
Avanzó unos pocos pasos más, con el arma preparada. No creía que el hombre tuviese una segunda pistola, pero no pensaba correr el riesgo. Lo aprendido en años de entrenamiento guio sus acciones. Respiró varias veces lenta y profundamente, atento a lo que pudiese estar oculto en la penumbra.
Poco a poco, su visión se acomodó a la poca luz. Se encontraba en el interior de una enorme caja, limitada por los cuatro costados por las paredes interiores del Núcleo. Delante distinguió una maraña de pilares de acero, que se elevaban desde los cimientos, asentados en el suelo de cemento, hasta formar una compleja estructura de vigas traviesas. Muy arriba vislumbró un pequeño círculo de luz: la abertura por donde las vagonetas de la montaña rusa pasaban brevemente por debajo del nivel del parque. Mientras permanecía inmóvil con la espalda contra la pared, le pareció oír una canción o unas risas que llegaban desde el Paseo. Allí, en la oscuridad, sonaba como algo muy lejano, como proveniente de un reino de sueños.
Apartó la mirada del círculo de luz. Lo que necesitaba en esos momentos era la oscuridad.
Comenzó a moverse sigilosamente, amortiguando las pisadas alerta al paisaje monocromático que tenía delante. No tenía claro por qué el hombre del mono había entrado allí. Sin duda la aparición del grupo lo había pillado por sorpresa, pero aun así había continuado trabajando mientras ellos se acercaban. Eso significaba que el tipo tenía agallas, que no era un pirata informático como los demás. Poole se preguntó qué podía ser tan importante para que el tipo demorara la fuga y siguiera escribiendo.
Pero nada de eso era relevante por el momento. Lo importante era que el tipo no era de los que se asustaban fácilmente. Había entrado allí con un propósito concreto.
Poole continuó avanzando con cautela. Si oía un ruido de estática, o cualquier cosa que sonara como una radio, entonces no tendría más alternativa que pasar a la acción. En caso contrario, lo mejor era mantenerse en las sombras y esperar hasta…
El infierno que se desató a su alrededor lo pilló absolutamente desprevenido. Las vigas de acero se sacudieran y una onda expansiva le machacó los tímpanos. Se agachó al tiempo que se protegía el rostro. El ruido semejaba una tremenda descarga de artillería. De pronto se vio rodeado por una lluvia de chispas; gritos de alegría resonaron en la caja cuando las vagonetas de la montaña rusa llegaron al final de la bajada por encima de su cabeza y después se elevaron con una estela de gritos, risas y maldiciones.
Una vez más, reinó el silencio en la oscuridad. Poole se levantó. ¿Por qué las chispas? Debía de tratarse de algún efecto especial. En cualquier caso, al cabo de sesenta segundos aparecería otro grupo de vagonetas, que además del estruendo iluminaría la zona. Tendría que buscar un lugar donde no resultara tan visible.
Se ayudó con los codos para apartarse de la pared y avanzó, encorvado, de un pilar a otro, con el arma preparada. Algo crujió debajo de sus pies y maldijo, al tiempo que se escondía detrás de una columna. Por encima de su cabeza, los gigantescos raíles dobles de la montaña rusa bajaban casi en picado. Los raíles tenían un brillo mortecino en el aire cargado de humedad.
Poole aprovechó la ventaja de la protección de la columna para mirar en derredor, atento a cualquier ruido. ¿Qué demonios estaba haciendo el tipo?
Intentó ponerse en el lugar del otro. El pirata no esperaba que aparecieran sin más. Era imposible que supiera que se habían sorprendido tanto como él al descubrir que había alguien más allí. Por lo tanto, seguramente creía que había sido intencionado. No podía saber a cuántos se enfrentaba o si se acercaban por los dos lados.
Esa era la razón. El tipo había creído que estaba rodeado. Así que se había metido allí dentro.
Pero aquello era un callejón sin salida. Si el tipo tenía la intención de salir, el único camino sería subir.
Esta vez la conmoción no lo pilló por sorpresa. Se aplastó contra la columna y agachó la cabeza para no ver el descenso de las vagonetas. De nuevo, el estruendo lo envolvió como una manta. Las chispas saltaron de las ruedas, y por unos segundos Poole vio el suelo iluminado. Se llevó una sorpresa. Estaba rodeado por una gruesa capa de basura: pendientes, horquillas, gorras, gafas, monedas. Una dentadura postiza brillaba en un pequeño charco de aceite. Por un momento se preguntó de dónde había salido toda esa basura. La respuesta se le ocurrió en el acto: todas estas cosas se les habían caído a los pasajeros de las vagonetas.
En el momento en que las vagonetas comenzaron a subir y el terrible estruendo disminuyó, miró hacia lo alto. A la débil luz de las chispas creyó ver una figura cercana con las manos por encima de la cabeza. En cuanto se apagaron las chispas, la figura permaneció inmóvil, sin bajar las manos.
Poole se ocultó de nuevo detrás de la columna. Era el hombre del mono azul, que trabajaba en algo y para hacerlo necesitaba luz.
Comenzó a contar los segundos que faltaban para que el próximo grupo de vagonetas se lanzara sobre ellos. No se permitió ningún movimiento, ni siquiera un parpadeo: también el hombre estaría vigilante.
Allí llegaba de nuevo: el temblor que parecía comenzar en las tripas para después extenderse por las piernas y los brazos. El tronar fue en aumento, y a continuación aparecieron las vagonetas.
Cuando el ruido llegó a su punto máximo, Poole asomó la cabeza por detrás de la columna de acero. Allí estaba el hombre, iluminado por las chispas. Vio cómo giraba los antebrazos, como si estuviese atornillando algo.
Mientras Poole lo miraba, el hombre acabó y se apartó rápidamente.
Poole ya no necesitaba espiar más. Había reconocido los movimientos. Ahora sabía, con toda claridad, cómo planeaba el hombre salir de allí.
Sin pensarlo dos veces, metió la pistola en la cintura del pantalón y echó a correr hacia el lugar donde había estado el hombre. Levantó los brazos y comenzó a palpar los raíles en una búsqueda desesperada. Aquí estaba: la textura elástica del explosivo plástico. Lo sujetó con las dos manos y comenzó a palparlo con los dedos, buscando.
El tremendo golpe en la sien lo pilló desprevenido y lo derribó. La pistola se soltó de su cinto y desapareció de la vista. El hombre se lanzó a buscarla. Poole se levantó y de nuevo se dedicó a buscar el detonador; esta vez tuvo éxito.
Escuchó un ruido como si palparan el suelo.
Lenta y suavemente, Poole sacó el tubo de la carga, con la respiración contenida hasta que vio salir el extremo final. Después se volvió para arrojar el detonador lo más lejos posible.
Llegó otro grupo de vagonetas, y gracias a las chispas vio al hombre que se movía a gatas a unos pocos pasos de distancia, empeñado en buscar el arma. Poole se lanzó sobre él, pero el hombre se apartó con la agilidad de un gato, se levantó de un salto y emprendió la huida.
Poole lo siguió, guiado por el ruido de las pisadas, aunque sin olvidar la precaución de ir de una columna a otra. Un mínimo atisbo le permitió descubrir la posición del fugitivo. Poole se desvió hacia él y se zambulló para sujetarlo por las rodillas; ambos cayeron al suelo hechos un ovillo. El hombre comenzó a dar puntapiés, pero Poole se mantuvo a un lado, al tiempo que descargaba un puñetazo tras otro contra la cara de su rival hasta que el hombre soltó un gemido y se quedó inmóvil.
—Te pillé —exclamó Poole, y se apoyó en una columna para recuperar el aliento.
A lo lejos se oyó una explosión seguida por un destello y una nube de humo, cuando estalló el detonador. Poole no se molestó en volverse. Una vez más, se repitió el estruendo de las vagonetas. No hizo caso. Continuó apoyado en la columna y siguió respirando lenta y profundamente hasta que volvió el silencio.