16:00 h.
Terri Bonifacio caminaba por el amplio pasillo con la mirada fija en el frente. Eran las cuatro y, con el cambio de turnos, en el pasillo había una muchedumbre. En más de una ocasión, la saludaron algunos empleados y actores que la conocían, pero ella no se dio cuenta, sumida como estaba en sus pensamientos.
Lo que había comenzado como un día normal se había convertido en una pesadilla, algo horrible. Pensar que para ella había comenzado con una muy agradable sorpresa: la visita del doctor Warne una semana antes de lo previsto. Ella se había encargado de controlar la metarred desde su puesta en marcha, había visto cómo se mejoraba a sí misma y a los robots que controlaba, y mientras sostenía innumerables conversaciones telefónicas con Warne para transmitirle la información, se había interesado cada vez más por su creador. Aquí tenía a un hombre que compartía su fascinación por la inteligencia artificial, que había hecho algunas contribuciones fundamentales a la disciplina. Alguien de quien podía aprender. Una persona ingeniosa, brillante, con un extraordinario sentido del humor. Cuando se había enterado de que él y Sarah Boatwright habían roto la relación, incluso había llegado a soñar con un futura colaboración: Warne como el genio iconoclasta, y ella como el genio técnico que complementaría y llevaría a la práctica sus visiones. Codo a codo.
Las sorpresas posteriores habían sido mucho menos agradables.
La última, la traición de Barksdale, la había dejado anonadada. Aún le costaba creerlo. ¿No podía ser todo una terrible equivocación? ¿Era posible que Warne hubiese cometido un tremendo error en sus deducciones?
Las puertas dobles del centro médico estaban cerradas, y las luces brillaban detrás de los cristales esmerilados. Terri acortó el paso.
«¿Y ahora qué?», se preguntó. Fuese o no cierta la acusación, ella había presenciado la refriega en el Núcleo, había visto la bolsa con las armas y las municiones, y ahora se disponía a entrar en el centro médico, convertida en una voluntaria para la batalla. «Sí, yo me ocuparé. Déjame salvar a una mocosa de las garras de un ejército de mercenarios. Muy bien, Terri. Estas hecha una heroína».
Apartó de su mente estos pensamientos. La probabilidad de que alguien apareciera con la intención de hacerle daño a una niña de catorce años era de una entre mil. Aun cuando supieran de su existencia —algo que estaba por verse—, tenían cosas mucho más importante que hacer. Su presencia aquí no tenía más objeto que el de tranquilizar a Andrew.
Se armó de valor y abrió la puerta.
Solo había visitado el centro médico en dos ocasiones: una para vacunarse contra la gripe y otra cuando se le había caído sobre un pie un motor, y en ambas lo había encontrado casi desierto. La planta era cuadrada, y los dos anchos pasillos centrales formaban una cruz en el Centro. Se imaginó con toda claridad la escena que estaba a punto de ver: media docena de enfermeras, que no tenían pacientes a los que atender, querrían saber inmediatamente por qué había ido. Pero, en cuanto cruzó la puerta, se encontró con algo muy diferente. Había una sola enfermera en la recepción —una zona abierta situada en la intersección de los dos pasillos—, sosteniendo un teléfono en cada hombro mientras tomaba nota. Otras enfermeras pasaban a paso rápido con carritos llenos de instrumental quirúrgico y medicamentos.
Terri se acercó a la recepción, sin perderse detalle. Un grupo de médicos pasó a su lado, y se esforzó por oír lo que decían. Al parecer había ocurrido un terrible accidente en una de las atracciones de Calisto. Habían avisado de numerosos muertos, y la unidad de quemados esperaba la llegada de los heridos.
Se estremeció. «Otra vez no». Vio a dos guardias apostados en el cruce, en el lado opuesto a la recepción. Terri acortó el paso y reflexionó. Había dos maneras de hacer aquello. La primera era ser sincera. Hablaría con la enfermera o los guardias. Les diría: «Hola, soy Terri Bonifacio, de Información Tecnológica. ¿Tienen aquí a una paciente llamada Georgia Warne? Verán, su padre cree que aquí no esta segura y quiere que la esconda en algún lugar…».
Terri descartó esta opción de inmediato. Tendría que utilizar la segunda manera.
Siguió caminando y, con la mayor naturalidad de la que fue capaz, cogió una de las carpetas que había en una bandeja en un extremo del mostrador. Aún llevaba la bata blanca del laboratorio, que podía pasar perfectamente por un uniforme médico. Se arregló las solapas alrededor del cuello y, con la carpeta bien a la vista, se dirigió hacia la intersección. Delante se encontraban los quirófanos y la unidad de cuidados intensivos; a la derecha, los consultorios y los laboratorios; a la izquierda, las salas de recuperación y soporte; en el corredor transversal, los cubículos de los pacientes, con las cortinas abiertas, las camas y las sillas a la vista. En algunos vio a los asistentes que cambiaban las sábanas. Era como si se estuviesen preparando para la llegada de un gran número de heridos. Quizá lo estaban.
Pensó rápidamente, sin hacer caso a su corazón desbocado. Warne le había dicho que las heridas de Georgia eran leves, pero que el efecto del sedante aún tardaría un poco en desaparecer. La chica descansaba en uno de los cubículos. Terri miró a uno y otro lado mientras se acercaba a la intersección. Todos los cubículos se hallaban vacíos, con las cortinas abiertas excepto unos pocos del pasillo transversal a su izquierda.
Cuando pasó junto a los guardias, miró la carpeta y tomó por el pasillo de la izquierda con toda naturalidad. Los guardias la miraron sin interrumpir la conversación.
Caminó hacia los cubículos cerrados. Eran tres unidos, que sobresalían de la pared derecha, con las cortinas azul claro bien cerradas para ocultar las camas del resto de la sala. Mientras se acercaba, advirtió con desconsuelo que los tres cubículos quedaban a la vista de los guardias y el puesto de las enfermeras. «Maldita sea —pensó—, esto no dará resultado». Se sentía ridícula, expuesta a las miradas de todos.
Se obligó a seguir adelante y llegó a la cama vacía más cercana a los tres cubículos cerrados. Dando la espalda a las cortinas, dejó la carpeta sobre la cama y simuló controlar uno de los aparatos instalados encima de la cabecera, Mientras lo hacía, aprovechó para mirar hacia la intersección. Nadie le prestaba atención. Se deslizó detrás de la cortina.
Terri se volvió y contuvo el aliento.
En la cama yacía un anciano, con las mantas arrebujadas debajo de la barbilla, los ojos desenfocados. Le temblaban las manos cubiertas de manchas marrones que sujetaban la sábana. Un monitor pitaba monótonamente a un lado del lecho. Se acercó al pie de la cama, con mucho cuidado para no mover las cortinas ni hacer nada que pudiese delatar sus movimientos.
Se detuvo al otro lado de la cama para respirar profundamente. Luego le dio la espalda al anciano y, sin apartarse mucho de la pared, descorrió la cortina del cubículo vecino.
Vacío, la cama intacta, todos los monitores apagados «Esto no tiene ningún sentido —se dijo—. Puede estar en cualquier parte».
Solo faltaba mirar en el último cubículo. Después iría a Seguridad. Nadie, ni siquiera Andrew, podría acusarla de no haberlo intentado. «Además —pensó mientras rodeada la cama vacía y apartaba sigilosamente la cortina del lado opuesto—. Georgia está aquí más segura que en cualquier otra parte». Respiró de nuevo profundamente y se coló en el tercer cubículo.
Georgia continuaba durmiendo pacíficamente, los cabellos castaños sueltos sobre la almohada. Por un momento, Terri permaneció inmóvil y se olvidó de todo mientras miraba a la hija de Warne. Desde este ángulo, observó los rasgos que compartían: la frente despejada, los ojos muy separados y hundidos, la forma de los labios.
Después se obligó a pensar una vez más. Andrew le había pedido que llevara a Georgia a Seguridad, si podía. Y, aunque eso fuera imposible, había otras muchas alternativas: un lugar donde a nadie se le ocurriría buscarla, un lugar que no llamaría la atención. Había docenas de despachos, laboratorios, almacenes, todos a unos pocos pasos. Al final del pasillo había una salida de emergencia que comunicaba el centro médico con un pasillo de servicio. Encontrar un escondite sería la parte fácil.
En cambio, sacar a Georgia del cubículo sin que nadie se diera cuenta bien podía resultar imposible.
Se apartó de la cama y miró en derredor, dominada por la duda «Esto es una locura. ¿Qué puedo hacer? ¿Cargarla al hombro y llevármela tan campante?». Lo lógico era quedarse allí y esperar a que Georgia se despertase. De todas maneras, ¿qué podía pasarle?
Miró de nuevo a la niña dormida, el morado que tenía en la mejilla. Había algo en ella que la hacía pensar en sí misma. No era el parecido físico: sabía que no era tan bonita como Georgia, que no tenía su gracia natural, tan poco habitual en una adolescente de catorce años. Era más bien algo en su actitud, en su manera de presentarse ante el mundo. Terri recordó que a esa edad ella era una persona callada, retraída. Acababa de llegar a Estados Unidos, y en la escuela era la más baja y la más inteligente de su clase. Los adultos quizá le parecían estúpidos, pero eran preferibles a los compañeros, que no cesaban en sus burlas. Los catorce eran una edad difícil.
Sintió que se reforzaba su voluntad mientras miraba a la niña. Las probabilidades de que estuviese en peligro eran de un millón a uno. Pero no importaba: tenía que encontrar la manera de garantizar su seguridad. Tenía que hacerlo por Georgia… y por su padre.
Se acercó rápidamente al otro lado de la cama. Entreabrió las cortinas y miró hacia el fondo del pasillo para ver si había una camilla, una mesa rodante, algo que le permitiera llevarse a la niña dormida. No vio nada y se desesperó.
Entonces reparó en un cuadrado de metal brillante apoyado en la pared más cercana: una silla de ruedas plegada.
Apartó la cortina con mucho cuidado y salió al pasillo, con la precaución de mantener la cortina entre ella y cualquiera que pudiese mirar desde la intersección. Oyó voces y pisadas; pero, afortunadamente, nadie entró en el pasillo. Cogió la silla, la llevó al cubículo lo más sigilosamente que pudo y echó la cortina. Luego empujó hacia abajo el manillar de la silla y la abrió.
Se volvió hacia la cama, con la respiración agitada. Tenía que hacerlo rápidamente, sin pararse a pensar que aquello era una locura.
Maniobró la silla para ponerla junto a la cama, apartó la manta y la sabana y con mucha suavidad levantó a Georgia.
—Dios, chica —protestó—. Pesas tanto como yo.
Terri necesitó de todas sus fuerza para sentar a Georgia en la silla. La niña exhaló un suspiro. Terri cogió la almohada y la colocó entre la espalda de Georgia y el respaldo de la silla para que estuviese lo más cómoda posible, y la abrigó con una manta.
Ya casi estaba; ahora no podía flaquear.
Se apartó de la cama y entreabrió las cortinas apenas lo necesario para mirar hacia la intersección y el mostrador. La actividad había disminuido un poco, pero los guardias continuaban en sus puestos.
No miraban en su dirección. Sería cosa de treinta segundos sacar a Georgia del cubículo, ir hasta el final del pasillo y salir por la puerta de emergencia. Los guardias no se enterarían. Si se mantenía junto a la pared derecha, las cortinas del cubículo la mantendrían oculta durante parte del recorrido. Y, aunque los guardias mirasen en su dirección, lo más probable era que no despertara sus sospechas: solo verían a una enfermera que empujaba una silla de ruedas.
«Vamos, Terri, mueve el culo».
Apartó la cortina, sujetó el manillar de la silla con fuerza y empujó para sacarla al pasillo. Las ruedas chirriaban, y Terri se mordió el labio inferior para dominar la angustia. Se dijo que en menos de un minuto ya habrían cruzado la puerta.
Sin embargo, la distancia era mayor de lo que había creído. No era fácil empujar la silla, y la puerta de emergencia parecía estar cada vez más lejos. Apretó las mandíbulas e intentó acelerar el paso.
Fue entonces cuando oyó una voz sonora detrás de ella.
Algo estaba ocurriendo en el puesto de las enfermeras. ¿Habían llegado las primeras víctimas? Terri no se atrevió a mirar atrás. Se sentía desnuda, vulnerable. Ya había recorrido casi la mitad del camino, demasiado para intentar volver al cubículo. Pero no podía seguir sin saber lo que ocurría detrás, sin saber si alguien la estaba observando en su camino hacia la puerta de emergencia. «Pues a ver qué haces», pensó. Fue consciente de que empezaba a fallarle el coraje. Miró a uno y otro lado.
Allí, a la derecha, había una puerta: un armario de la ropa blanca.
«No, no», pensó.
Así y todo, era la única puerta. Podrían esconderse en el interior hasta que el pasillo se despejara. Luego saldrían para continuar la huida.
Los viejos miedos, las fobias mal reprimidas, reaparecieron con fuerza. «No, por favor. En un armario no».
El cuarto sería pequeño, estaría a oscuras. Sería mucho más sencillo seguir adelante, confiar en que nadie se fijaría en ella. «Un armario…».
Las voces sonaron todavía más fuertes.
Terri apeló a toda su voluntad para controlar el pánico y dirigió la silla hacia la puerta. Le temblaban las manos cuando la abrió y empujó la silla al interior.
La única luz la suministraba un tubo fluorescente. Terri miró en derredor, cada vez más angustiada. Afortunadamente era una habitación grande, pero oscura, muy oscura. Había batas verdes, uniformes blancos de enfermera y delantales de todos los tamaños colgados en los percheros y plegados en los cubos de madera de las estanterías. En la parte de atrás vio un enorme cilindro de metal y plástico colocado horizontalmente, de una pared a la otra. Hileras de tubos más pequeños recorrían su superficie como venas. El tubo tenía dos puertas con asas de latón. Toda la instalación formaba parte del sistema de transporte a alta presión de prendas a la lavandería, que pasaba por todo el subterráneo de Utopía. Durante todo el día, pero sobre todo al final de los dos turnos principales, centenares de disfraces, uniformes, toallas, manteles, servilletas y sábanas eran transportados por el tubo neumático hasta la lavandería instalada en el nivel C. Terri oyó el ruido del sistema en funcionamiento.
Ahora respiraba con tanta rapidez que hiperventilaba. Las paredes parecían estar a punto de aplastarla. Consiguió controlar la fobia y se ocupó de arreglarle la manta y la almohada a Georgia. Luego se acercó a la puerta y abrió solo lo necesario para espiar.
Había un hombre en el puesto de las enfermeras. Era de mediana estatura, musculoso, e incluso desde esa distancia sus ojos le parecieron un tanto exóticos. Vestía un mono oscuro y mientras hablaba con la enfermera de guardia miraba en derredor, lenta y despreocupadamente. A Terri le pareció que se fijaba en su puerta y se ocultó en el acto. Después se asomó de nuevo para escuchar sus palabras.
—Vengo a ver a una paciente —dijo el hombre. Tenía un acento casi tan exótico como sus ojos.
—¿Cómo se llama? —preguntó la enfermera, sin desviar la mirada de la pantalla del ordenador.
—Georgia Warne.
Terri apretó con fuerza el pomo de la puerta.
—¿Usted es? —preguntó la enfermera, sin mirarlo.
—Soy el señor Warne. El padre.
—Por supuesto. —La enfermera consultó una planilla—. Está en… No, un momento, al parecer la han trasladado. La encontrará en el cubículo treinta y cuatro. Es por aquel pasillo a la izquierda. El último cubículo con las cortinas echadas, señor Warne.
«¡Es “doctor” Warne! —quiso gritarle Terri—. ¡Doctor, no señor!». Pero la enfermera ya se había marchado en la dirección opuesta, y el hombre había rodeado el mostrador y ahora caminaba por el pasillo. Cuando lo vio con claridad a través de la rendija, advirtió que llevaba una pesada bolsa de tela plateada.
El sentido común le gritó que debía ocultarse, pero Terri fue incapaz de moverse de la puerta y el rayo de luz. No podía volver a encerrarse en la agobiante oscuridad de la habitación.
«Jesús, María y José, protegedme de cualquier daño, Jesús, María y José, protegedme de cualquier daño». Terri no había rezado desde que había salido de la escuela de monjas. Pero ahora se descubrió repitiendo las palabras que una vez le habían servido de consuelo: «Creo en Dios, Padre Topoderoso…».
Detrás de ella, Georgia se movió en la silla. El hombre se acercó. Terri redobló sus oraciones y suplicó la protección de la Virgen.
El hombre continuó la implacable marcha por el pasillo.