16:15 h.
Medio caminaron, medio corrieron por el nivel B. Sarah iba en cabeza, y Warne se esforzaba para mantenerse casi a la par. Sarah miraba al frente, con expresión decidida. Llevaba en la mano derecha la radio que le había dado Carmen Flores. Los empleados que se cruzaban con ellos se apartaban rápidamente al ver la expresión en el rostro de Sarah, para no entorpecer la marcha de la directora de operaciones del parque.
—Repítemelo una vez más —dijo Sarah bruscamente, por encima del hombro.
—No hay nada más que decir —respondió Warne, que jadeaba por el esfuerzo—. No tengo todas las respuestas. Solo sé que el disco que encontraste estaba en blanco y…
—¿Cómo lo sabes?
—Terri me lo dijo.
—Pues Terri debe de estar en un error. —La expresión de incertidumbre que Warne había visto en el rostro de Sarah en la penumbra de la sala de los espejos holográficos había desaparecido.
—Si ella está en lo cierto, eso significa que John Doe ya tiene un disco. ¿Qué necesidad tenía Barksdale de darte un disco en blanco si está involucrado? Fue entonces cuando se me ocurrió que a John Doe no le interesaba hacerse con un segundo disco sino que te buscaba a ti.
—¿A mí? —El tono de Sarah no podía ser más escéptico.
—Está claro que te necesitaba por alguna razón. Después de todo, tú eres la directora del parque. Sin duda tenía la intención de secuestrarte o quizá algo peor. Un lugar como aquel, un laberinto, era el sitio ideal. ¿Qué otra explicación tiene que se dejara ver, que se presentara en tu despacho para hablar cara a cara contigo? No parece ser de esas personas que dejan cabos sueltos.
La conversación no iba por los derroteros que él había esperado. Warne comprendió, apesadumbrado, que había actuado impulsivamente, que en realidad no tenía ninguna prueba concreta para respaldar sus deducciones. Pero no había ninguna otra explicación que tuviese sentido.
—¿Por qué precisamente ahora? —preguntó Sarah con el mismo tono mientras tomaban por otro pasillo.
—Quizá este sea un punto crítico en sus planes. Seguramente está pasando algo que no sabemos. Debe de necesitar una maniobra de distracción. ¿Qué otra explicación puede haber para que sabotearan aquella atracción, la Estación Omega, después de que aceptaste entregarles un segundo disco?
—Sí, ¿por qué? —Sarah lo dijo de una manera que no sonó como una pregunta—. ¿No será porque gracias a ti encerramos a uno de su grupo? Por cierto que es allí donde debería estar ahora mismo, en la Estación Omega. En cambio, aquí estoy perdiendo mi tiempo en una persecución inútil.
Warne se sentía cada vez más inquieto. Hasta que Sarah había comenzado a acribillarlo con estas preguntas, prácticamente no había abierto la boca desde el momento en que habían salido de Luz de Gas.
—¿Por qué la consideras inútil?
—Porque no es otra cosa. Tu teoría se basa en una falsedad: que Fred es culpable. Sin eso, todo lo demás se viene abajo. No lo creo por mucho que me lo jures.
—Te expliqué lo de KIS, que en ningún…
—Sí, sí, te escuché. Me di cuenta de que tenías celos de él, Andrew, pero esto es absolutamente inaceptable. —Sarah apuró el paso—. Pasaré por Seguridad solo el tiempo necesario para escuchar las explicaciones de Fred. Después ordenaré que lo dejen en libertad, por supuesto, y luego me dedicaré a lo mío, que es dirigir el parque. Dentro de cinco minutos, Chuck Emory llamará a los federales. Cuando se presenten, todas tus miserables teorías serán agua de borrajas. —Miró a Warne con una expresión rencorosa.
La inquietud de Warne se acentuó. Hasta entonces se había sentido muy seguro, incluso un tanto complacido consigo mismo. Había desentrañado la trama, había salvado a Sarah de un destino desconocido a manos de John Doe. Su única preocupación había sido saber dónde estarían Georgia y Terri. Este feroz ataque era la última cosa que habría esperado.
Vieron las puertas de las dependencias de Seguridad. «Está en la fase de negación —se dijo Warne—. No puede aceptar que Barksdale sea culpable». Sin embargo, también había una segunda voz en su cabeza, más discreta, pero también más fría e insistente: «¿Qué pasará si estás en un error? ¿Qué pasará sí hay alguna otra explicación que no has sabido ver? ¿Has dejado que tus sentimientos empañaran tu juicio?».
Sarah abrió las puertas y entró en la antesala. Entonces se detuvo, frunció el entrecejo.
La antesala se hallaba desierta. No había nadie sentado en las sillas de plástico de brillantes colores, nadie en la mesa de la recepción. Reinaba una extraña quietud. A lo lejos sonaba un teléfono.
—¿Qué…? —comenzó Sarah. Se adelantó al tiempo que miraba en derredor.
Warne la siguió. ¿Dónde estaba Poole? ¿Por qué Terri no se encontraba allí con Georgia? ¿Era posible que estuviesen esperando en alguno de los despachos de la parte de atrás?
Abrió la puerta junto a la mesa de la recepción y miró a lo largo del pasillo. No vio a nadie, no percibió ningún movimiento, no oyó sonido alguno. El desconcierto se convirtió en alarma.
Avanzó por el pasillo. Nada. El tictac de un reloj, el suave zumbido de un aparato de aire acondicionado. El teléfono sonó de nuevo. Al final del pasillo había una puerta abierta. Warne vio las taquillas. Había una abierta, la llave en la cerradura.
Entonces Warne se detuvo, alertado por el instinto.
Había algo que brillaba en la pared del pasillo. Se acercó cautelosamente. Era una rociadura de sangre, todavía fresca, de un rojo vivo contra los ladrillos grises.
Warne avanzó de nuevo, con el corazón en un puño y asomó la cabeza en la sala de guardia. Aquí había sangre por todas partes, en las sillas, en la mesa, en las paredes. ¿John Doe había acudido a rescatar a los prisioneros? ¿Qué tragedia había tenido lugar aquí?
Reinaba un silencio de muerte. Entonces oyó las pisadas.
Warne se había olvidado de Sarah. Se volvió y la vio acercarse a la carrera.
—¡Sarah! —gritó, al tiempo que intentaba cerrarle el paso—. ¡No!
Ella lo esquivó y entró en la sala de guardia. Se detuvo al ver la sangre.
—Oh, Dios mío —susurró.
Warne miró de nuevo en derredor e hizo un esfuerzo por controlarse. Vio la puerta de la celda entreabierta y distinguió un charco de sangre en el suelo.
Lentamente, casi como un autómata, se acercó para mirar por el ventanuco de la puerta.
Había dos cuerpos tumbados boca abajo en el suelo, inmóviles, pero solo alcanzaba a ver las cabezas y los hombros, y poco más. Ambos vestían las americanas negras de los guardias.
«Han escapado —pensó—. Los dos. Barksdale y el pirata. Han matado a los guardias y se han fugado».
¿Qué había sido de Poole? ¿Su cadáver yacería oculto en alguna otra parte? La idea lo hizo estremecer. ¿Dónde estaban Georgia y Terri Bonifacio?
De pronto, se vio apartado bruscamente. Sarah miró a través de la mirilla y, con una exclamación ahogada, se precipitó adentro. Al segundo siguiente se oyó un grito de dolor. Sin pensarlo dos veces, Warne entró en la celda.
Sarah se había arrodillado junto a uno de los guardias, solo que entonces Warne se dio cuenta de que el hombre no era un guardia. Vestía un traje de color claro, pero la parte superior de la chaqueta estaba tan empapada en sangre que parecía negra. Sarah se inclinó hacia delante para levantar al hombre en brazos, y la cabeza rubia cayó hacia atrás.
Era Barksdale.
Durante un momento, Warne se quedó paralizado por el horror.
Sarah se volvió hacia él violentamente.
—¡Por amor de Dios, ayúdame! —gritó—. Ve a buscar agua, una toalla. ¡Llama al centro médico!
Warne obedeció en el acto. Salió de la celda y corrió por el pasillo hacia la antesala.
Entonces vio un movimiento en la antesala. Era Poole, que avanzaba con un brazo sobre los hombros de Terri como si la guiara, mientras que con la otra mano empujaba una silla de ruedas.
Warne miró a la ocupante. Era Georgia, con los ojos cerrados y abrigada con una manta del hospital.
Por un instante, el alivio borró cualquier otra emoción. Luego alzó los ojos hacia Terri. La muchacha estaba pálida debajo de la piel bronceada. La mirada de Terri se cruzó por un segundo con la suya antes de apartarse. Warne vio que tenía manchas de sangre en la mano derecha.
—¿Estás herida? —le preguntó en el acto.
—Está bien —respondió Poole—. Había sangre en la radio que utilizó para llamarme.
—¿Qué pasó?
—Estábamos escondidas. En un cuarto de la lavandería.
—La voz le temblaba y era evidente que se esforzaba para mantener la compostura.
—Ya tendremos tiempo para las explicaciones —la interrumpió Poole, que miró significativamente al suelo.
Warne siguió su mirada. Descubrió que tenía manchas de sangre en los zapatos y que había dejado un rastro en el pasillo. Se llevó a Poole a un lado aparte.
—Barksdale está en la celda —le susurró al oído—. Creo que está muerto. Él y uno de los guardias. El pirata se ha fugado.
Poole maldijo en voz alta y echó a correr hacia la celda.
Warne se acercó a Terri y le apoyó una mano en el hombro.
—¿Estás bien? —preguntó.
Le acarició la mejilla y le alzó el rostro hacia él para apartar de su vista el rastro de sangre.
—Estoy bien.
—¿Y Georgia…? —Algo en la expresión de Terri le impidió continuar.
—Georgia está bien. Se despertó durante unos momentos. Ahora duerme.
Se abrió la puerta de la antesala y entró un hombre muy joven. Warne vio que era Peccam, el técnico de vídeo.
—¿Dónde se había metido? —preguntó Peccam—. Lo he estado buscando por todas partes. Calisto se ha convertido en un infierno y aquí no quedó nadie, así que… —Se interrumpió al ver las huellas.
—Poole está al fondo —contestó Warne, y señaló por encima del hombro—. Él se lo explicará. Quizá pueda usted echarle una mano. Mientras tanto, tengo que hacer una llamada.
Peccam se alejó por el pasillo, y Warne se llevó a Terri a un vestíbulo detrás de la mesa de la recepción. Allí había un pequeño despacho y un lavabo. Después empujó la silla de ruedas al interior del despacho. Georgia parecía inquieta y se movía en sueños. Soltó un gemido y Warne le acarició la cabeza, le besó la frente. La niña murmuró algo y pareció calmarse.
—Te quiero, princesa —murmuró Warne, antes de apartarse para volver junto a Terri.
La muchacha lo miró.
—No lloró —dijo con voz apagada, como si aún continuara metida en la pesadilla—. Después de que el hombre con el arma se fue. Estaba oscuro, muy oscuro, donde nos escondimos. Se durmió de nuevo, creo que… creo que es el efecto del sedante.
—Gracias —susurró Warne, sujetándole la mano entre las suyas—. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí. —La joven no desvió la mirada—. ¿Puedes hacer una cosa más? —Warne la observó atentamente, en un intento por interpretar las emociones reflejadas en su rostro, mientras se preguntaba cuál sería la mejor manera de decírselo. Decidió contárselo todo. Hay dos hombres gravemente heridos en la celda. Uno es el guardia. El otro es Fred Barksdale. ¿Podrías llamar al centro médico y pedir que envíen a un médico de inmediato?
Al escuchar el nombre de Barksdale, Terri se encogió y palideció visiblemente. Pero, sin decir palabra, se acercó a la mesa de la recepción y buscó un teléfono. Cuando lo levantó le temblaba en la mano.
Warne fue al lavabo, cogió media docena de toallas y las empapó. Después corrió por el pasillo hacia la sala de guardia.
Sarah y Poole estaban arrodillados junto a Barksdale y en la celda no había espacio para nadie más. Warne le dio un par de toallas a Sarah y luego se quedó en la puerta junto a Peccam. El guardia yacía ahora boca arriba. Seguramente Poole lo había movido para ver si aún vivía. El hombre tenía la cara hinchada, y la punta de la lengua ennegrecida asomaba entre los labios abiertos. Sarah, que continuaba acunando a Barksdale, comenzó a lavarle el rostro. El inglés había recibido tal paliza que a duras penas de reconocían los rasgos.
—Terri está llamando al centro médico —dijo Warne.
Poole cogió el resto de las toallas, se las dio a Sarah y recogió las sucias.
—Todavía vive —le comentó a Warne—, pero apenas.
Sarah continuó limpiando el rostro de su amante con mucha dulzura. Barksdale se movió y dejó escapar un gemido.
—Freddy. Soy yo, Sarah. Estoy aquí.
Barksdale rebulló de nuevo.
—Descansa.
Barksdale abrió los labios.
—Sarah. —La voz era ronca, apenas si se entendía.
—No intentes hablar. Todo se arreglará.
—No. Debo hablar. Sarah…, lo siento…
Se habían terminado las toallas, y Warne fue a buscar más. En la antesala, Terri seguía al teléfono. Warne buscó en los armarios un botiquín de primeros auxilios. No lo encontró así que fue de nuevo al lavabo para coger más toallas. Cuando iba hacia la celda, se encontró a medio camino con Poole y Ralph Peccam.
—Me pareció que debía saberlo —dijo Poole—. Ha confesado.
—¿Qué dijo?
—Poca cosa. Los dolores son tremendos.
—Vamos. —Warne no llegó a dar un paso, porque Poole lo retuvo por el brazo—. ¿Qué pasa?
—Escuche, yo no soy médico, pero no hace falta serlo para saber que el tipo no se salvará.
Warne lo miró.
—¿Qué es lo que quiere decirme?
—Le digo que vamos a dar a Sarah y Barksdale un par de minutos de paz.
Warne titubeó.
—Lo que diga, Sarah nos lo comunicará si es algo que nos incumbe.
—Tiene razón.
Warne emprendió el camino de regreso a la antesala, mientras Peccam se quedaba en el pasillo, como alelado.
Terri colgaba el teléfono cuando entró Warne. En la amplia butaca de cuero parecía pequeña, vulnerable. Tenía los ojos enrojecidos, pero secos. Warne no sabía qué había sucedido en el centro médico, aunque la sangre en la mano no dejaba lugar a muchas dudas. Se sintió culpable y se prometió recompensarla de algún modo.
Arrodillándose junto a la butaca, utilizó las toallas para limpiarle la sangre de la mano. Sintió la presión en el hombro cuando ella apoyó la cabeza. Warne levantó la otra mano y la estrechó contra su cuerpo. Los hombros de Terri comenzaron a sacudirse al compás de sus sollozos.
—Tranquila, tranquila, ya pasó todo.
Permaneció arrodillado con la mujer entre los brazos. Pasaron los minutos, y poco a poco los sollozos se fueron calmando. Warne olió el limpio aroma de sus cabellos. Ya había pasado todo. Para bien o para mal, se había acabado. No podía ser de otra manera. Fue entonces cuando oyó la voz de Sarah, que gritaba su nombre.
—¡Andrew! ¡Andrew!
Warne se apartó de Terri con la mayor suavidad posible. Le acarició la mejilla una última vez y luego corrió hacia la celda.
Poole de le había adelantado y escuchaba atento, agachado junto a Barksdale.
—El camión blindado —le decía Sarah, mientras acariciaba los cabellos de Barksdale. Ése era el verdadero objetivo. El camión y la tecnología del Crisol. Todo lo demás, los fallos con los robots, no eran más que engaños para despistarnos.
Sarah se mecía suavemente como quien acuna a un bebé.
—Para impedir que viera lo que estaba pasando en realidad —manifestó Poole. En su rostro había una expresión compasiva—. ¿Qué es eso del camión blindado?
—Viene una vez por semana, los lunes.
Sarah no miraba a ninguno de los dos hombres; tenía los ojos fijos en Barksdale y hablaba con voz monótona. Las mangas de la chaqueta, empapadas de sangre, se le habían pegado a los antebrazos.
—Todo el proceso es automático —prosiguió—. Solo yo o Chuck Emory, desde Nueva York, podemos cancelarlo, algo que debemos hacer si hay una emergencia o una amenaza a la seguridad pública. Cancelé la recogida esta mañana, pero Freddy no transmitió la orden. El personal de la cámara acorazada espera la llegada del camión, y Freddy dice que viene uno. ¿Dónde está el maldito doctor?
—Está de camino —respondió Warne.
—¿A qué hora llega el camión? —preguntó Poole.
—Ahora.
—¿Ahora? —exclamó Poole. Miró a Warne—. Eso explica por qué no desconectaron las cámaras del nivel C: no podían permitir que los muchachos del subsuelo sospechasen. También explica lo que sucedió en el Puerto Espacial. Una última distracción. Nada de tonterías en esta última parte.
Sarah se volvió bruscamente.
—Freddy no lo sabía —afirmó, taladrándolo con la mirada—. Lo engañaron. Le dijeron que nadie resultaría herido. Me lo acaba de decir. —Volvió a ocuparse del moribundo.
Por unos momentos reinó el silencio. Fue Sarah la primera en romperlo.
—No es por eso por lo que te llamé —le dijo a Warne. La voz de Sarah tembló por un instante, pero ella la controló—. Han colocado explosivos en la cúpula.
Las voces de los dos hombres resonaron en la pequeña habitación cuando hablaron al unísono.
—¿Qué? —gritó Warne.
—¿Cómo se ha enterado? —preguntó Poole, al tiempo que se levantaba.
—El pirata creyó que Freddy estaba muerto. Pero él lo oyó cuando hablaba por la radio. Piensan escapar todos en el camión blindado.
Por un momento se quedaron paralizados por la incredulidad y el horror. Poole fue el primero en salir de la celda y le hizo una seña a Warne para que lo siguiera.
Peccam, que esperaba en el pasillo, se acercó al ver que Poole lo llamaba.
—¿Recuerda el transmisor modificado que encontramos en la bolsa? —le preguntó Poole a Peccam—, ¿aquel que no sabía para qué servía?
El técnico asintió.
—Usted afirmó que podía enviar una señal a gran distancia. —Poole se volvió hacia Warne—. Para hacerlo, se necesita tener una visión despejada. No podía enviar la señal a través de las paredes.
—Sí, sí, lo recuerdo.
Poole se apartó con una expresión de sorpresa.
—¿Bueno, no lo ve?
Warne intentó concentrarse.
—No.
—En cuanto salgan del parque, utilizarán el transmisor para hacer estallar las cargas explosivas. Harán que la cúpula se desplome sobre los visitantes y aprovecharán el caos para escapar sin que nadie se dé cuenta. —Una sonrisa apareció por un momento en su rostro—. Es algo que tenían decidido desde el principio. Los guardias, la policía, todos estarán ocupados en el rescate y la atención de las víctimas. Eso es lo que yo llamo una verdadera maniobra de distracción.
Warne tuvo la sensación de que había perdido contacto con la realidad. ¿Volar la cúpula? Intentó hacerse a la idea de lo que eso representaba.
—Lo dice como si lo admirara —comentó.
Poole se encogió de hombros y entró de nuevo en la celda Warne lo siguió, aún aturdido. ¿Volar la cúpula? Por unos momentos solo pensó en ir a buscar a Georgia y Terri, y huir. Pero de inmediato comprendió que, aunque supiera dónde encontrar un lugar seguro, sencillamente no disponía de tiempo. Oyó que Poole le preguntaba a Sarah:
—¿Qué más dijo?
—Eso es todo. Ahora descansa. —Sarah continuó acunando a Barksdale.
—¿Cuánto tardan en cargar el camión blindado?
—No lo sé. Todas las operaciones de la tesorería dependen de Información Tecnológica. Diez minutos o algo así.
Poole miró a Warne.
—Diez minutos. Estamos con la mierda hasta el cuello, hermano.
Salió de la celda y corrió por el pasillo hacia la antesala. Warne y Peccam le pisaban los talones. Poole miró en derredor. Vio sobre la mesa una guía de los teléfonos internos y comenzó a pasar las páginas.
—Control de la cámara acorazada —murmuró—. Control de la Cámara acorazada. Aquí está. —Cogió uno de los teléfonos y marcó el número. Esperó unos segundos. Soltó una maldición y colgó el teléfono—. No hay conexión. Era de esperar.
—Pero Terri acaba de hablar con el centro médico.
—¿Acaso le sorprende? Es obvio que John Doe se ha encargado de cortar la conexión telefónica con el control de la cámara acorazada.
—¿Qué más da? Ahora sabemos que van a robar la recaudación y que escaparán todos en el camión blindado. Podemos detenerlo.
—La palabra clave en su frase es «blindado», compañero. ¿Ha olvidado que tienen armas? Un montón de armas, a cuál más bonita. Yo solo tengo una pistola con media docena de balas.
—¿Qué me dice de Allocco? —Warne oyó la nota de desesperación en su propia voz.
—Es imposible que llegue aquí a tiempo.
—¿Los guardias de seguridad?
—Necesitaríamos más tiempo del que disponemos para convencerlos. Además, los guardias de Utopía están desarmados. ¿Qué sugiere? ¿Bolas de papel? ¿Una cadena humana?
—Tenemos que hacer algo —replicó Warne. La sensación de irrealidad había desaparecido, y ahora se sentía dispuesto a todo—. No podemos dejar que el camión salga del parque. Lo que sea que se pueda hacer tendremos que hacerlo nosotros mismos.
—Sus palabras me infunden nuevos ánimos.
—Peccam dice que el transmisor necesita un campo de visión despejado —añadió Warne—. Eso significa que deben salir del parque. Así que si podemos detener al camión blindado antes de que salga del edificio, no podrán utilizar el transmisor. Ahí está la clave. No harán estallar las cargas para derribar la cúpula hasta que se encuentren a una distancia segura.
—Tiene sentido —reconoció Poole, después de pensarlo durante unos segundos—. Pero no estoy dispuesto a arrojarme delante de un camión blindado para detenerlo. ¿Por qué no utilizamos ese perro mecánico suyo para destruirlo?
—Quizá lo haga. —Warne pensó rápidamente—. ¿Qué sabe de explosivos?
—Vaya, creo que sé adónde quiere ir a parar.
—Responda a la pregunta. ¿Qué sabe de explosivos?
—¿Usted qué cree? Sé mucho más de lo que sabe su abuela.
—No meta a mi familia en esto. ¿Por qué no sube y averigua si puede desactivarlos?
—Le puedo dar cuarenta razones para explicarle que es imposible. Porque ése es el número de cargas que hacen falta para derribar la cúpula. Desconozco la distribución, el…
—Es mucho mejor que quedarse aquí.
—No sé qué decirle. Al menos aquí estamos seguros.
—¿Seguros? —protestó Warne—. ¿Qué le hace creer que el peso de la cúpula no aplastará el subterráneo? Además, usted se ofreció para ser mi guardaespaldas. Pues ahora no tiene que cuidar de mí, sino de otras setenta mil personas, incluidas algunas que usted conoce.
Poole lo miró con viveza.
—Vale. Me ha convencido. Si utilizaron cargas explosivas normales, quizá pueda quitar un número suficiente de detonadores para desestabilizar el esquema y evitar que la cúpula se desplome. Pero usted tendrá que encontrar la manera de detener el camión blindado, o de lo contrario acabaré volando por los aires.
Warne asintió.
—No detonarán las cargas hasta que el camión esté bien lejos —añadió Poole—. Tiene que impedir que salgan. Todo depende del tiempo que pueda darme. ¿Entendido?
Warne asintió de nuevo.
—Muy bien. Piense que si no lo hace y salgo volando, mi fantasma lo perseguirá durante toda la eternidad.
—Me parece justo.
—En ese caso, no perdamos más tiempo en charlas.
Poole caminó a paso rápido hacia la puerta. Antes de salir se detuvo.
—Cuídese, amigo.
—Usted también —respondió Warne. Aguardo a que la puerta se cerrara detrás de Poole y luego le dijo a Peccam: Espéreme un minuto, por favor.
Pasó al otro lado de la mesa de la recepción. La butaca estaba vacía, y por un instante tuvo miedo. Luego vio a Terri, que de nuevo se encontraba en el despacho junto a Georgia. La muchacha se volvió al oír que entraba y de inmediato comprendió por su expresión que ocurría algo grave.
—¿Qué pasa? —preguntó Terri.
Warne titubeó por un momento.
—Me equivoqué cuando dije que esto se había acabado. Tengo que hacer una cosa.
Terri tragó saliva; apretó con fuerza el manillar de la silla. Georgia exhaló un suspiro y se movió al oír las voces.
—Escucha —dijo Warne, con una mano sobre el hombro de la joven—. Tengo que pedirte una cosa más. Tienes que ser fuerte, solo una vez más.
Terri le devolvió la mirada sin decir palabra.
—Tendrás que montar guardia aquí hasta que vuelva. No hay tiempo para que salgas del parque, pero creo que aquí estarás segura. Terri, sabes que quiero a mi hija más que a mi vida. Es muy difícil para mí dejarla sola en estos momentos. ¿Recuerdas lo que te dije antes, el miedo de que pudiera pasarle algo a Georgia, y que al final le pasó? Pues ahora no tengo miedo. Puedo marcharme porque sé que tú la cuidarás. No hay nadie más que tú que me merezca una confianza ciega. ¿Lo harás por mí, cuidarás de Georgia y de ti, no importa lo que suceda? ¿Lo harás?
Terri asintió, sin desviar la mirada.
—¿Lo has entendido? ¿Suceda lo que suceda?
Terri acercó el rostro al suyo. Warne la abrazo con los ojos cerrados mientras murmuraba una plegaria.
Luego volvió a la antesala, donde Peccam esperaba pacientemente.
—Necesito que me lleve a un lugar —dijo Warne—. ¿Puede indicarme el camino más rápido?
—¿Adónde? —preguntó Peccam, mientras salían. La puerta se cerró detrás de ellos, y en las dependencias de seguridad reinó el silencio.