11:45 h.

Calisto era el Mundo del futuro de Utopía. Se pretendía que los visitantes creyeran que se encontraban en un bullicioso puerto espacial situado en una órbita geosincrónica alrededor de la sexta luna de Júpiter. Andrew Warne comprobó que no resultaba difícil de creer. Después de un breve viaje en una lanzadera a través de la más absoluta oscuridad, había desembarcado en el muelle, con Georgia a su lado, para pasar inmediatamente a la muy concurrida Calle Mayor, donde se detuvo para contemplar el entorno con una expresión de asombro. Delante de ellos había un centro de diversión y comercio que parecía haber sido transportado directamente del siglo XXIV. Alienígenas y actores vestidos con uniformes futuristas caminaban mezclados con la multitud, que no dejaba de hacerles fotos. Rayos láseres rojos y azules se entrecruzaban por encima del Mundo. Por todas partes había imágenes holográficas de un realismo sorprendente: unas señalaban el camino hacia las atracciones, otras flotaban como rótulos sobre las entradas de los restaurantes, las tiendas y los lavabos.

Como en todo el resto del parque, en las alturas se veía la cúpula. Pero aquí no aparecía la faja de azul brillante que había visto en el Nexo y en Paseo, sino otra negro terciopelo como el espacio exterior, tachonado por millones de estrellas. Los vivos colores de Júpiter ocupaban una cuarta parte del Cielo. Mientras lo contemplaba, vio que las nubes se movían a gran velocidad sobre la superficie del planeta, como en las tempestades terrestres.

—Impresionante —opinó Georgia mientras miraba en derredor—. Como se veía en la presentación. Pero ¿por qué estamos aquí? No hemos acabado de recorrer Paseo.

—Lo haremos después. Nos queda mucho tiempo. Hay algo que quiero enseñarte.

Miró su reloj. Había quedado en encontrarse con Teresa a la una, así que disponían de más de una hora. Intentó mantener el paso ligero, el tono relajado. Georgia tenía un sexto sentido para interpretar sus cambios de humor. Afortunadamente, no le había hecho preguntas sobre la reunión.

Consultó un momento el plano, y luego él y Georgia se mezclaron con la multitud. La excitación y la energía aumentaron, y en el aire frío que olía como una sala esterilizada flotaba un casi palpable sentimiento de alegría. Calisto era el único Mundo donde aparecían los personajes de la popularísima serie de Nightingale, Atmósfera. También era donde estaban las dos montañas rusas más famosas del parque: Horizonte Espacial y Disparo Lunar. Por todas partes había niños que corrían para acercarse a los hologramas de Eric Nightingale y a los actores disfrazados, arrastraban a los padres a sus atracciones preferidas o pedían dinero para comprar los muñeco de la serie.

Sin embargo, ni el ambiente festivo ni el exótico entorno consiguieron disipar el humor lúgubre de Warne. Desactivar la metarred. Seguía sin poder creerlo. Pensar que solo dos horas antes había estado deambulando por Paseo como un bobo mientras se preguntaba qué nuevas y fantásticas características querrían añadir a la red robótica. Sacudió la cabeza con una expresión de amargura.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó Georgia en el acto.

—Nada. Es que todo este lugar, las montañas rusas, todas estas tiendas… Es absolutamente comercial. Si Nightingale lo viera se moriría de nuevo.

—Papá, no entiendes nada. Es impresionante. Mira aquello. —Le señaló una de las atracciones más tranquilas: algo que parecía una araña hecha de pequeñas naves espaciales, que giraban sujetas a unas patas metálicas apenas visibles que subían y bajaban y creaban la ilusión de que las naves se movían por sí mismas—. Hasta los juegos para los más pequeños son fantásticos.

Warne asintió. Así y todo estaba muy lejos de la visión que Nightingale le había descrito, sentado a la mesa de su cocina, la primera noche que se habían encontrado. Recordó cómo resplandecían los ojos negros del mago con la energía de un iluminado; cómo saltaba de la silla una y otra vez mientras hablaban para pasearse por la habitación; cómo movía las manos mientras describía su idea de un entorno virtual. Había recorrido medio mundo para visitar parques temáticos, castillos, templos, pueblos medievales. Quería crear mundos virtuales que fuesen perfectos hasta el último detalle; mundos pasados, mundos futuros, que instruyeran a los visitantes al tiempo que los entretenían. Mundos que se basarían en la inmersión, y no en las atracciones, para deleitar a los visitantes. Nightingale lo había llamado un sistema temático que utilizaría los últimos adelantos en los medios digitales, la holografía y la robótica para crear su magia, y había querido que Warne diseñara la subestructura robótica.

Incluso sin la pasión y el carisma de Nightingale, la idea no podía ser más atractiva. Encajaba perfectamente con las muy controvertidas teorías de Warne sobre la inteligencia artificial y el aprendizaje de las máquinas. Se le había ocurrido la idea de la metarred que vincularía todos los robots del parque a un ordenador central. El ordenador analizaría la actividad de los robots, crearía mejoras y descargaría los códigos optimizados a todos los robots conectados a la red. No solo sería el vehículo perfecto para demostrar sus teorías sobre el aprendizaje de las máquinas, sino el comienzo de una vasta red de robots e inteligencia artificial que acabaría por abarcar todas las operaciones del parque. Al menos, aquel había sido el plan…

—¿Teresa es japonesa? —preguntó Georgia.

Warne salió de su ensimismamiento, un tanto sorprendido por la pregunta.

—No lo sé, princesa. No lo creo.

—Papá, te he dicho que no me llames princesa.

Se habían adentrado en Calisto, y aquí la muchedumbre era mucho más compacta. Por todas partes se oían voces, risas, gritos infantiles. A un lado, una multitud estaba reunida alrededor de un hombre alto y delgado vestido con una armadura del siglo XXIV y una resplandeciente capa negra. Era Morfeo, el demoníaco mago que gobernaba la Tierra Primitiva, un personaje al que cincuenta millones de niños televidentes odiaban encantados. Posaba para una foto, con una mano apoyada en el hombro de un niño y una amplia sonrisa que separaba la diabólica barba. Warne frunció el entrecejo mientras lo miraba. Acababa de darse cuenta de que no había hablado con Teresa desde hacía por lo menos tres semanas. Era algo poco habitual; tenían la costumbre de llamarse al menos una vez a la semana no solo para hablar de trabajo sino también para compartir cotilleos y chistes.

Ella era la encargada de la metarred. Lo mínimo que podría haber hecho era avisarle. ¿Por qué no lo había hecho? Se dejó llevar por el enfado al pensar si ella tendría alguna responsabilidad en todo esto, si no habría hecho algo, inadvertidamente o no, para sabotear su creación. Y pensar que su primera respuesta, al verla en persona, había sido de una fuerte atracción física, sacudió la cabeza.

Habían quedado en encontrarse en su laboratorio. Decidió que lo haría para preparar una retirada, asegurarse de que no hubiese impedimentos para una transición tranquila Después haría lo que tenía pensado desde el principio: disfrutar del parque con su hija. Teresa y su equipo podían ocuparse de desactivar la metarred. Al diablo con el contrato. De ninguna manera sería él quien desconectara su más grande logro.

Distinguió un poco más allá el holograma de una constelación sencilla, que giraba sobre la entrada de un restaurante: la Osa Mayor. Las numerosas personas que hacían cola no dejaban de hacer comentarios y señalar algo. A pesar de sí mismo, Warne no pudo evitar una sonrisa. Sabía muy bien qué comentaban con tanto entusiasmo.

Junto a la entrada del restaurante había una ventana mostrador, enmarcada en cromo y abierta a la calle. Delante del mostrador, hecho de un brillante material transparente, había una fila de taburetes redondos y, detrás, una heladería futurista iluminada con luz ultravioleta. El heladero era un gran robot móvil que tenía el aspecto de haber sido construido por un niño con bloques metálicos. La base era una plataforma con seis ruedas sincronizadas. Sobre la base había un cubo de grandes dimensiones donde estaba el ordenador, y sobre el cubo, un cilindro que soportaba dos grupos de transductores ultrasónicos.

Warne tocó el brazo de Georgia para llamar su atención y después señaló el robot. Georgia miró hacia donde señalaba su padre y se detuvo bruscamente. En su rostro apareció una sonrisa.

—¡Oh, papá! —exclamó—. Se me hace extraño verlo aquí.

El robot preparaba un batido. Warne observó cómo el autómata echaba el helado en el recipiente de la batidora; las poderosas pinzas que eran sus manos se movían con movimientos precisos y perfectamente controlados. Aquello había sido la parte más difícil del proyecto: la geometría sonar. Como sabía que el robot estaba destinado a trabajar en un entorno fijo, todo lo demás —los códigos de las ruedas para el sistema de orientación, el mapa topológico— había sido relativamente sencillo. Pero la visión estereoscópica necesaria para sacar cantidades precisas de un recipiente de helado de forma variable lo había mantenido despierto más noches de las que quería recordar. También había dado nombre al robot: Currante. Sin duda su hermano, Cubito, estaba en algún lugar del restaurante. Warne había diseñado a Cubito para que atendiera el bar, una tarea más sencilla porque servir una cantidad de bebida predeterminada no requería un control tan delicado como el de los mecanismos que accionaban los brazos de Currante.

—Vamos —dijo Warne con un brazo sobre los hombros de Georgia—. Tomemos un helado.

Mientras se acercaban, Currante acabó de preparar el batido y se lo sirvió a una adolescente sentada en uno de los taburetes.

—Aquí tiene —dijo, y movió la cámara que era la cabeza hacia la muchacha—. Su pase, por favor.

Warne observó cómo Currante escaneaba el pase con el sonar, lo devolvía y luego colocaba el batido en el mostrador. Georgia tenía razón: también él se había acostumbrado tanto a ver al robot moverse en el reducido espacio de su laboratorio en Carnegie-Mellon que se le hacía extraño verlo allí, en ese entorno surrealista, sirviendo helados de verdad a personas reales.

El robot se alejó para ir a servir a otro cliente. Warne y Georgia pasaron entre los mirones para ir a sentarse en dos taburetes al final del mostrador. Había sido Georgia quien lo había convencido para que instalara un sensor ultrasónico panorámico encima del conjunto central del autómata, y lo girara hacia la voz humana más próxima. Todavía recordaba el momento en que se lo había mostrado por primera vez, la manera como ella había torcido el gesto para manifestar su desaprobación. «Tiene que tener una cabeza», le había dicho.

Había construido los dos robots solo para llamar la atención de Nightingale, unas plataformas que sirvieran para demostrar cómo el reconocimiento de voz y el procesamiento de imágenes podía tener una aplicación comercial. Pero Nightingale era un hombre apasionado por los detalles y poseía una increíble visión de futuro, y se había mostrado tan encantado con Cubito y Currante como lo había estado con la premiada tesis de Warne sobre las redes nerviosas jerarquizadas, o su idea de una metarred de autoaprendizaje. Había insistido en que debían encontrarles un lugar en Utopía. Currante se les acercó.

—Buenas tardes. ¿Qué desean?

—Un batido de vainilla, por favor. —Warne no necesitaba preguntárselo a Georgia. Su hija podía sobrevivir a base de batidos de vainilla. Había sido lo primero que le había enseñado al robot a preparar.

—Un batido de vainilla —repitió Currante. Warne casi había olvidado que la voz artificial estaba hecha a partir de su propia voz digitalizada, y desde luego no recordaba lo grande que era el autómata: casi dos metros cuarenta hasta la parte superior de los sensores—. ¿Algo más?

—Sí, Un batido doble de chocolate y pistachos con nata montada, por favor.

El robot se detuvo al escuchar el pedido.

—¿Doctor Warne? —preguntó al cabo de un momento.

—Sí, Currante.

El robot hizo otra pausa, esta vez más larga.

—Marchando un batido doble de chocolate y pistachos con nata montada, Kemo Sabe.

Warne observó al robot mientras se alejaba. La referencia a El Llanero Solitario había sido una broma privada, su firma al pie del cuadro. Había decidido incluirla dieciocho meses atrás, el mismo día en que habían embalado a Cubito y Currante para enviarlos a Nevada. Dieciocho meses, pero la diferencia era abismal. Entonces, él y Sarah acababan de iniciar la relación; era una mujer muy segura de sí misma, con su misma capacidad intelectual, y una posible segunda madre para Georgia. Él había comenzado un trabajo pionero para Eric Nightingale, con la promesa de que habría muchos más. El futuro no podía haber sido más prometedor.

Con cuánta rapidez habían cambiado las cosas. Georgia no había acogido a Sarah de la manera que él había esperado; al contrario, se había mostrado resentida y había adoptado una actitud posesiva con su padre. Por otro lado, su propio trabajo había comenzado a ser objeto de severas críticas en Carnegie-Mellon, donde lo veían como algo poco fiable. Después había muerto Nightingale, y su relación con los ejecutivos y contables que lo habían reemplazado se agriaron hasta el punto de romperse, y su contrato para acabar el desarrollo de la metarred había sido su única vinculación con Utopía, Sarah se había marchado para ocupar el cargo de directora de operaciones del parque. Era toda una ironía que fuera Warne quien se la había presentado a Nightingale. Con el dinero de la metarred, Warne había renunciado a Carnegie-Mellon para fundar su propio laboratorio con la intención de demostrar la validez de sus teorías sobre el aprendizaje de las máquinas. El estallido de la burbuja de las empresas de Internet había hecho que se quedara sin respaldo financiero. Así y todo, aún le quedaba la metarred, o por lo menos eso había creído hasta esa mañana. Currante se acercó con el batido de vainilla.

—Aquí tiene —dijo Currante.

Dejó el batido en el mostrador y se volvió hacia los recipientes de helados, para ejecutar la orden de preparar el batido doble de chocolate y pistachos con nata montada. Los movimientos del robot parecían algo irregulares, un poco menos precisos de lo que recordaba. Era casi como si las rutinas se hubiesen «desoptimizado». ¿Podía ser ése el resultado de las conexiones diarias? ¿Era posible, realmente posible, que la metarred hubiese…? Warne rehusó seguir con esa línea de pensamientos. Por ese día ya tenía su ración de malas noticias.

—¿Puedes prestarme el plano? —preguntó Georgia.

—Por supuesto.

—¿Y cuarenta dólares?

—Por su… eh… espera. ¿Cuarenta dólares? ¿Para qué?

—Quiero comprar una camiseta de Atmósfera. Esas que brillan. ¿No las has visto?

Warne las había visto por docenas en los adolescentes que recorrían la calle. Exhaló un suspiro, abrió el billetero y le dio el dinero. Georgia se colocó de nuevo los auriculares y bebió un sorbo del batido.

A fuer de sincero, debía admitir que esta parada en particular era tanto para él como para su hija. Necesitaba ver una afirmación de su trabajo, el recordatorio de tiempos mejores. Hasta ese momento —cuando se enteró de que la desactivarían— no se había dado cuenta de lo importante que era para él la metarred. A pesar de su actitud desafiante, notó que comenzaba a dominarlo la desesperación. ¿Qué haría ahora? Se había marchado de Carnegie-Mellon. Había quemado sus naves. Miró de reojo a Georgia. ¿Cómo podría explicárselo?

Se escuchó un zumbido, y reapareció Currante.

—Aquí tiene, Kemo Sabe —dijo. Dejó la copa de helado en el mostrador.

Warne esperó. Ahora el robot le pediría el pase, cargaría el helado en la cuenta de Utopía.

Currante no hizo nada de todo eso. En cambio, movió los sensores a izquierda y derecha. Se escuchó un fuerte zumbido y el robot comenzó a balancearse adelante y atrás. Los movimientos eran vacilantes, inseguros.

Georgia dejó el batido, se quitó el auricular de un oído y miró a su padre.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Con un súbito y agudo chirrido, Currante se arrojó sobre Warne. El cubo donde estaba el ordenador chocó contra el mostrador, y cayeron las copas y los dispensadores de pajitas. Se oyeron algunos murmullos de sorpresa entre los clientes. Al cabo de un segundo, Currante retrocedió bruscamente, chocó contra el mostrador trasero, e inició otra carga a gran velocidad, al tiempo que movía los brazos metálicos y giraba la cámara que era su cabeza.

—¡Georgia! —gritó Warne—. ¡Apártate!

El robot chocó una vez más contra la barra. Esta vez se escucharon gritos y el ruido de los taburetes que caían al duelo cuando los clientes se apartaron a la carrera. Pero Currante retrocedió para chocar de nuevo contra el mostrador trasero. Una docena de botellas de jarabe acabaron hechas añicos contra el suelo. Con un chirrido de los motores, el robot volvió a la carga.

Warne saltó del taburete. Miró a Currante con una expresión de desconcierto y sorpresa. Nunca antes el robot se había comportado de esta manera. En realidad, no podía comportarse de esta manera: él mismo lo había programado. ¿Qué demonios estaba pasando? Era como si el robot quisiera escapar del entorno, abrirse paso hasta la calle. Pero sus instrucciones de guía eran primitivas; si conseguía atravesar el mostrador, con su tamaño y velocidad, aplastaría cualquier cosa que encontrara a su paso.

El robot chocó contra el mostrador con la fuerza de un ariete. La larga superficie transparente se deformó con un movimiento ondulatorio que fue volcando todo lo que quedaba en la barra. Currante retrocedió y volvió a cargar como un toro furioso.

Se oyeron voces de advertencia detrás de Warne, gritos de espanto. Miró a su derecha. Georgia se había apartado un par de metros y contemplaba la escena, atónita. Pensó rápidamente. Solo podía hacer una cosa: hacer el intento de llegar al interruptor manual colocado en la parte trasera del cubo y desactivar el autómata. Se acercó con mucho cuidado.

—Currante —dijo con voz alta y clara con el propósito de llamar su atención, interrumpir el inesperado proceso que lo hacía comportarse de esta manera. Mientras hablaba, levantó la mano izquierda, con los dedos separados, en un gesto de paz; mantuvo la mano derecha baja y la movió lentamente alrededor del cubo. Al escuchar la voz, Currante movió los sensores en su dirección.

—Kemo Sabe —respondió. Entonces, con un movimiento que pilló por sorpresa a Warne, le sujetó la muñeca derecha con una de las pinzas.

Warne soltó un grito de dolor cuando Currante aumentó la presión y amenazó con aplastarle los huesos. El robot tiró, y Warne saltó por encima del mostrador y fue a chocar contra los recipientes de helado, al tiempo que se giraba a la par del autómata para evitar que le fracturase la muñeca.

—¡Papá! —Georgia se adelantó con la intención de apartarlo de Currante.

—¡Georgia, no! —gritó Warne, que hacía lo imposible para pasar la mano izquierda alrededor del cubo.

Currante se deslizó hacia atrás y arrastró a Warne con él. Los servomecanismos sonaban con estridencia por el esfuerzo. La otra pinza avanzó en dirección al cuello de Warne, en el mismo momento en que sus dedos encontraban el interruptor.

Currante se detuvo bruscamente. Saltaron chispas de la base. Los sensores descendieron. Se apagó el ruido de los motores. La pinza se abrió para dejar en libertad la muñeca prisionera. Warne cayó pesadamente al suelo, y luego se levantó lentamente entre los recipientes de helado. Se frotó la muñeca. Georgia se le acercó a la carrera y juntos se apartaron del robot humeante.

Se había reunido una multitud que había presenciado el incidente desde una distancia prudencial. Cubierto de helado de vainilla y chocolate, Warne les echó una ojeada mientras se masajeaba la muñeca. Georgia permanecía a su lado, muda de asombro. Durante unos segundos, reinó el silencio. Luego se escuchó un silbido de admiración.

—¡Fantástico, tío! —dijo alguien—. Por un momento, me convenció de que era real.

—Extraordinario —gritó otro.

Entonces poco a poco comenzaron a oírse los aplausos hasta que todos aplaudían y gritaban entusiasmados.