13:15 h.

El laboratorio de robótica aplicada de Teresa Bonifacio era quizá el espacio más desordenado que Warne había visto desde los años en que tenía una habitación en la residencia de estudiantes en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. En un entorno como el de Utopía, donde todo era orden y precisión, parecía un acto beligerante, una declaración de independencia. Había manuales abiertos por todas partes, las páginas dobladas, los lomos rotos. Un robot que parecía un esqueleto estaba en un rincón, con un brazo levantado como si fuese la estatua de la Libertad, vestido con hojas de papel continuo a rayas verdes y blancas. «Paradise City» sonaba en algún lugar como música de fondo. A diferencia del resto del subterráneo de Utopía —donde prácticamente no había olores— aquí se notaba algo en el aire que parecía olor a pescado. Warne frunció la nariz involuntariamente mientras miraba en derredor. El laboratorio no tenía en las paredes los carteles con las principales atracciones de Utopía ni las típicas frases de motivación laboral. En cambio, en las paredes aparecían colgados los chillones carteles de Guns N’Roses. Uno estaba autografiado con las palabras «Paz, amor, cuchillada» escritas con rotulador rojo. Una postal de Borokay Beach, Filipinas, estaba clavada detrás de la puerta. Al lado, alguien había pegado una hoja con un texto escrito a mano:

Cuando una tarea no se puede repartir debido a las restricciones secuenciales, el empleo de mayores esfuerzos no consigue adelantarla. La gestación de un niño tarda nueve meses, y no importa cuántas madres se destinen.

FREDERICK P. BROOKS, Jr.,

The Mythical Man-Month.

Teresa estaba sentada en la esquina más apartada, prácticamente invisible detrás de pilas de libros y viejos ejemplares de Amusemerzt Industry Digest. Estaba soldando algo y una voluta de humo se elevaba de entre sus manos. En cuanto vio a Warne, dejó el soldador a un lado, se levantó las gafas protectoras y pasó entre las pilas.

—Andrew, es fantástico verte aquí —exclamó con una voz profunda. Le dedicó una amplia sonrisa—. No me puedo creer que después de todo este tiempo, estés… Oh, Dios mío.

Andrew se volvió. Georgia acababa de entrar en el laboratorio, con Tuercas pegado a los talones. El robot se detuvo en el acto, y sus sensores comenzaron a escanear el entorno una y otra vez, como si fuese incapaz de procesar todos los obstáculos a la vista.

—No te preocupes —la tranquilizó Georgia—. Es Tuercas.

—Sí, claro. —Teresa miró al robot durante unos segundos. Luego se volvió hacia Warne y se rio, con la irónica risa de contralto que él había escuchado tantas veces en las conversaciones telefónicas—. ¿Sabes?, por aquí eres algo así como una leyenda. Nadie te ha visto nunca. Las únicas personas que hablan contigo por teléfono somos Barksdale y yo. Por ahí dicen que no existes, que eres otro de los inventos de Nightingale. Cuando se corrió la voz de que vendrías esta mañana, dos personas vinieron a preguntarme si era verdad.

—No me digas.

Warne miró a Georgia, que se había acercado a ellos y observaba con curiosidad el desorden que los rodeaba. Con ella a su lado no podía decirle a Teresa lo que pensaba de todo esto. Todavía no. Aun así, no estaba dispuesto a dejarse engañar por los halagos. Aquí el olor era más fuerte, y Georgia frunció la nariz.

—Es bagoong —le explicó Teresa, y se echó a reír.

—¿Bago qué?

—Paté de gambas. Lo que hueles. Es delicioso untado en mango verde. Aquí no le gusta a nadie, excepto a mí. —La traviesa sonrisa se amplió—. Por eso acostumbro a comer aquí, y no voy a la cafetería.

Warne pensó por un momento en la postal de la playa. Luego buceó en su memoria.

—Huele a mabaho, ¿no? —dijo—. Gusto a masarap.

—¿Hablas tagalo?

—Quizá unas cinco palabras. Una vez tuve un ayudante de laboratorio filipino.

—Sí. En estos tiempos estamos infestando los salones de la ciencia. —Teresa miró de nuevo a Georgia, que parecía inquieta, impaciente por volver al parque—. Tengo algo que te gustará. Es la nueva Game Boy, «Archaeopteryx: Perfect Edition».

—Ya la he probado —replicó Georgia.

—Esta seguro que no. —Teresa se acercó a un archivador, abrió uno de los cajones y buscó en el interior. Cuando volvió, traía una consola de bolsillo. A diferencia de las que Warne conocía, a esta le faltaba la tapa de plástico y, sujetas a los circuitos electrónicos, había una media docena de pinzas de conexión con cables multicolores que colgaban como colas—. Algunos de estos juegos tienen un notable nivel de inteligencia artificial —explicó—. He rastreado las cadenas de órdenes en mis ratos libres a ver si encontraba rutinas que pudiéramos copiar. En éste, encontré una docena de niveles secretos que los programadores nunca hicieron públicos.

—¿Los niveles maestros? —Georgia abrió los ojos como platos—. Los mencionan en la web. Creía que no eran más que gilipolleces.

—¡Georgia! —exclamó Warne, enfadado.

—Pues no son gilipolleces. —Teresa le entregó la consola—. Ten, diviértete. Por favor, no quites ninguna de las pinzas, o tendré que reconectarlo todo. Puedes sentarte en aquella mesa. Tira todo al suelo.

Warne miró a Georgia, que ya estaba absorta en la máquina. Así que Teresa dedicaba sus ratos libres a destripar Game Boys. Quizá si hubiese dedicado más atención a la metarred, ahora él no tendría que estar allí. Se volvió hacia la joven, que lo miraba.

—¿Qué? —preguntó Teresa al cabo de un momento—. ¿Por dónde quieres que empecemos? —Sonrió de nuevo. Cuando vio que Warne no le devolvía la sonrisa, una sombra de incertidumbre se coló en su expresión.

—Dímelo tú. Es tu fiesta.

La sonrisa de Teresa desapareció en el acto.

—Escucha, Andrew —dijo en voz baja—, sé cómo debes de sentirte, y de verdad siento mucho…

—No me cabe duda —la interrumpió Warne con un tono brusco—. Guárdatelo para tu informe. Llama a tu equipo y te diré por dónde comenzar. Pero luego nos marchamos. Encargaos vosotros de arreglar vuestros estropicios.

Una embarazosa pausa siguió a estas palabras. Luego Teresa de volvió.

—Voy a buscar los informes de los incidentes —dijo por encima del hombro. Fue hasta la puerta, la abrió y salió, sin molestarse en cerrar la puerta.

Warne cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. Por un momento, en el laboratorio solo se escucharon los pitidos de la Game Boy.

—Papá…

Warne miró a Georgia. Continuaba inclinada sobre la pantalla.

—¿Sí?

—¿Por qué acabas de mostrarte tan desagradable con ella?

—¿Desagradable? —repitió Warne, sorprendido. No se había dado cuenta de que Georgia los había escuchado. Normalmente, su hija prestaba muy poca atención a sus conversaciones de trabajo. Entonces recordó que ella le había preguntado si Bonifacio era japonesa. «A Georgia le gusta», pensó.

Teresa entró en el laboratorio con un grueso fajo de papeles en la mano. Cerró la puerta y caminó rápidamente hacia Warne, la cabeza hundida entre los hombros, los labios apretados. Parecía enfadada.

—El terminal de control de la metarred esta allí —dijo sin mirarlo.

Se acercó a una mesa ubicada en un extremo de la habitación. Warne la siguió. Había dos taburetes, uno con una pila de papeles en el asiento, delante de una pantalla. Teresa quitó los papeles de un manotazo, acercó el taburete a la pantalla y se sentó. Warne se sentó en el otro. Teresa inclinó la cabeza hacia el terminal, con un brillo de furia en los ojos, y con un gesto le indicó a Warne que la imitara.

—De acuerdo, Warne —añadió en voz baja—. Es obvio que tienes… ¿cómo lo podría decir científicamente…? Un grano en el culo, y sé qué te lo ha provocado.

—Pues entonces dímelo —replicó Warne, sin alzar la voz.

—Crees que yo soy la responsable de todo esto.

—¿No lo eres? ¿Tú, o alguien de tu equipo?

—¡Mi equipo! —exclamó Teresa con un tono burlón.

—Tú y yo llevamos trabajando juntos durante casi un año. De acuerdo, por teléfono, pero creía que teníamos una buena relación, que éramos amigos. Sabes que la metarred no puede ser responsable de estas conductas. Estoy seguro de que ni siquiera te molestaste en defenderla. Demonios, ni siquiera me avisaste. Me dejaste venir aquí como un idiota, totalmente desprevenido.

—¡Mi equipo! —repitió Teresa, como si aún le costase creer lo que había oído. Se echó hacia atrás—. Dios mío. Eres un tío listo, creía que ya te habías dado cuenta.

—¿Darme cuenta de qué?

—Aparte de mí, ¿con quién más has hablado aquí de la metarred?

Warne hizo memoria.

—Había un ayudante de laboratorio, un tal Clay…

—¿Barnett? Clay trabaja en Tecnología de la Imagen desde hace cinco meses. —Se inclinó de nuevo hacia la pantalla—. No existe ningún equipo, Andrew. Solo estoy yo.

—¿Qué? —Warne la miró, incrédulo—. ¿Tú eres la única persona asignada a los robots?

—Hay un grupo de mantenimiento que se ocupa de reemplazar los servos y hacer las revisiones mecánicas. Pero yo soy la única especialista.

Por unos momentos se hizo el silencio, mientras Warne se recuperaba de la sorpresa.

—En cuanto a lo de avisarte, me prohibieron expresamente decírselo a nadie, y menos a ti.

—Papá —llamó Georgia desde el otro extremo de la habitación—, ¿de qué estáis hablando? ¿Por qué murmuráis?

—No pasa nada, cariño. Solo estamos tratando de solucionar un pequeño problema. Nada más. —Warne miró de nuevo a Teresa.

—¿Crees que no defendí la metarred? —añadió la joven, furiosa—. La defendí con uñas y dientes. Es mi medio de vida, sobre todo ahora.

—De acuerdo —dijo Warne—. Dime qué pasó.

Teresa se quitó las gafas protectoras, que aún llevaba sobre la cabeza, las dejó encima de la mesa y después se pasó una mano por el pelo.

—Comenzó poco después de que abrieran el parque. Primero me dijeron que, por el momento, solo nos ocuparíamos del mantenimiento, que aumentaría la plantilla de Robótica en cuanto el Comité de Futuras Atracciones diera su informe. Lo hicieron, pero nunca llegué a verlo. El personal contratado para Robótica fue enviado a otros departamentos: Imagen, Sonido. Después, hará cosa de un par de meses, comenzaron las reducciones.

—¿Reducciones?

—Retirar a los robots no esenciales. Reemplazarlos con humanos o sencillamente anular sus tareas. En realidad, los únicos robots que hemos añadido no son autónomos. Solo son máquinas animadas, como los dragones y los grifos de Camelot. Son los encargados de los Mundos, no yo, quienes se ocupan de ellos.

Warne se pasó el dorso de la mano por la frente.

—¿Cuál es la explicación?

—¿No la ves? Son los contables de la Oficina Central. Los robots no son lo bastante sexys. Son demasiado especulativos, demasiado abstractos. Por supuesto que es bonito tener a unos cuantos dando vueltas como una golosina visual: divierten a los turistas en Calisto, dan a los tipos de Relaciones Públicas algo de que escribir. Pero no venden entradas. La oficina central cree que los robots están pasados de moda. El propio Barksdale me lo dijo. Eran una promesa, como la inteligencia artificial, pero no están dando los resultados que se esperaban. En estos tiempos todos los chicos tienen un robot de juguete, cosas sin cerebro que dan mala fama a los robots de verdad. A nadie le importa si son robots o personas los que barren los suelos del nivel C.

—A Eric Nightingale le importaba. Él mismo me lo dijo.

Teresa se apartó bruscamente.

—Nightingale era un visionario. Veía a Utopía como algo más que un parque temático con artilugios de lujo. Pretendía que fuese un crisol para la nueva tecnología.

—Un crisol para la nueva tecnología. Le escuché decir ese discurso esta misma mañana.

—Pues yo lo creí —afirmó Teresa, con un tono de desafío—. Todavía lo creo. Por esa razón acepté trabajar aquí. Pero Nightingale está muerto, y el parque ya no funciona de acuerdo con su visión. Todo funciona según las tendencias que marcan las estadísticas y las proyecciones. Toda la atención se centra en lo superficial. Que vengan los eruditos en historia del arte, que todo parezca real. Pongamos hologramas más grandes y mejores. Buscad nuevas atracciones. —Bajó la voz—. Tampoco nadie se esperaba las ganancias que obtendrían de los casinos. Ha cambiado todo el enfoque del parque.

Warne la observó mientras ella guardaba silencio con una expresión de enfado. Mostraba una franqueza que no estaba de acuerdo con la política de Utopía. Él se había presentado allí, dominado por la más justa indignación, y lo único que había conseguido era que Teresa expresara su frustración.

—Papá —llamó Georgia de nuevo—, ¿has acabado? Vamos al parque.

—Espera un minuto —respondió—. Ya casi hemos acabado.

Warne y Teresa intercambiaron una mirada.

—Perdona, Teresa —dijo Warne—. Creo que me he precipitado en mis conclusiones.

—No pasa nada. Como te dije, sé cómo te sientes. Yo me siento de la misma manera. Otra cosa: por favor, llámame Terri. Detesto Teresa.

—¿Te bautizaron con el nombre de la santa?

—Por supuesto, y debo de ser la única filipina no católica en todo el mundo. No he pisado una iglesia en diez años. No quiero ni pensar en lo que habrían dicho mis padres si viviesen.

Se produjo otra breve pausa. Warne no sabía muy bien qué hacer o decir.

—Bueno, al menos a Nightingale le habrían gustado los hologramas —dijo finalmente—. De verdad que son fantásticos.

—Tienes toda la razón. —Hubo un cambio en la expresión de la joven—. Será mejor que no te tomes todo lo que digo al pie de la letra. Algunas veces no es más que envidia. Aquí hay mucha tecnología puntera. Lo que pasa es que, después de sus grandes descubrimientos, los chicos de hologramas se llevan todos los méritos, y el presupuesto. Al principio, en Tecnología de la Imagen había ocho personas, y ahora son cuarenta.

—¿Cuáles son los grandes descubrimientos?

—Conseguir hologramas de tamaño real en lugar de aquellos que son como paquetes de cigarrillos. Aquel fue el primero. Pero el principal avance se produjo después de la muerte de Nightingale. El Crisol.

Warne la miró, sorprendido.

—Irónico, ¿no? Supongo que le dieron el nombre en homenaje a su famoso discurso. No conozco los detalles técnicos, se lo tienen todo muy callado. Es un sistema que permite crear unos hologramas fantásticamente complejos utilizando ordenadores. Por supuesto, es necesario contar con un formidable poder de CPU conectadas en paralelo para que funcione, pero no necesita rayos láser, fotopolímeros, ni nada de todo eso. Es casi como los programas 3-D que se emplean para las películas con animaciones por ordenador. En lugar de crear figuras bidimensionales, el Crisol crea proyecciones holográficas en movimiento.

—¡Caray! —exclamó Warne—. No alcanzo a imaginar el potencial que se necesita.

—Dímelo a mí. Todas estas patentes particulares no se licencian. Se guardan la magia para ellos, hacen que sean la firma de Utopía. No dejan de avanzar desde que abrieron el parque. La primera atracción holográfica fue el Destripador, en Luz de Gas.

—No lo sabía.

—Al principio era más una prueba que otra cosa. El público está en el teatro para ver una obra de época. Entonces alguien grita que los polis están persiguiendo a Jack el Destripador, que lo tienen acorralado en el vestíbulo. Luego otro grita que el Destripador está en la sala, y se apagan las luces.

—No esta mal.

—Hay que tener un muy buen control de esfínteres. Unos hologramas casi hiperrealistas del Destripador que corren por la sala, que aparecen detrás de tu butaca, con el cuchillo ensangrentado en alto. Los alaridos del público. —Terri se encogió de hombros—. Fue un éxito. Los poderes bajaron las orejas, vieron el potencial. Así que, a continuación, decidieron añadir hologramas a Horizonte Espacial, que todavía estaba en desarrollo.

—Es la montaña rusa en Calisto, ¿no? La vi en el plano.

—Es la montaña rusa de nueva generación. Absolutamente oscura. Los asientos atornillados a una plataforma dirigida por un ordenador para que se mueva arriba y abajo, y se bambolee, al mismo tiempo que te lanzan imágenes. La diferencia es que aquí no miras una pantalla plana: son cometas y meteoros en tres dimensiones que pasan junto a tu cara. No hace falta utilizar gafas especiales. Estas metido dentro del holograma.

Warne sacudió la cabeza asombrado.

—Entonces a alguien se le ocurrió la brillante idea de ganar más dinero con la tecnología. ¿Has visto las galerías del Ojo de la Mente en Calisto y el Nexo?

—No.

—Son estudios donde uno puede hacerse un retrato holográfico solo o con alguno de los personajes, incluido Nightingale. Pues no lo vas a creer. No dan abasto. Así que tú eres un contable de Utopía, que ves cómo el dinero llega a raudales de los casinos, y ves que los padres se dan de bofetadas por el privilegio de pagar cien dólares para que les hagan un retrato holográfico de sus hijos. Después miras a Terri Bonifacio y su programa de robótica. ¿Quién crees que se quedará corta cuando preparen el presupuesto del próximo trimestre?

No valía la pena molestarse en responder a la pregunta.

—Eso es solo el comienzo. —Terri se levantó—. Georgia, ¿puedes venir un momento? Quiero enseñarte algo. —Esperó a que Georgia se acercara con la Game Boy en la mano. Después se volvió hacia un objeto pequeño, que Warne había supuesto un robot: un cilindro negro con ruedas, que no medía más de un metro de altura—. También están trabajando en esto.

Se agachó para apretar unos cuantos botones. Por un instante hubo un fugaz parpadeo luminoso en el aire cerca del aparato y entonces, repentinamente, un bebé elefante apareció junto a Warne.

Warne se apartó instintivamente y a punto estuvo de tropezar con Georgia. El elefante era perfecto hasta el último detalle. Los pequeños ojos negros, hundidos entre pliegues de piel gris, brillaban mientras lo miraban con atención. Los finos pelos del labio superior relucían. Era un holograma, pero mucho más real incluso que la imagen de Nightingale que había visto aquella mañana.

—¡Dios bendito! —exclamó Warne.

—¡Impresionante! —susurró Georgia.

El elefante desapareció cuando Terri apretó otro botón en el cilindro.

—Es un proyector holográfico portátil —explicó la joven—. Todavía está en fase de desarrollo. Tengo este viejo prototipo solo porque están pensando en incorporarles algunos de los chips de memoria de mis robots desactivados. Tienen la intención de utilizarlos en los espectáculos de magia de Nightingale que se ofrecerán en todos los Mundos el año que viene. —Señaló el aparato con el pulgar—. El elefante era la última cosa en la memoria de imágenes. Es muy fácil de usar. Mirad.

Ajustó una pequeña lente y apretó un botón que ponía «muestra». Después se apartó unos pocos pasos y se colocó delante de la lente, con una mano en el pecho y la otra a la espalda como si fuese Napoleón. Se escucharon una serie de pitidos, seguidos de un breve zumbido. Terri se acercó de nuevo para apretar el botón de «proyectar». Al instante, una segunda Terri Bonifacio apareció junto a ella, exacta hasta el más minúsculo detalle: Terri tal como la había registrado la máquina unos segundos antes.

—Por ahora solo puede reproducir imágenes estáticas —comentó Terri—, pero no hay nada que lo supere en calidad de detalles. —Miró la imagen congelada—. ¡Mis saludos, emperador!

—¿Puedes hacerme una? —preguntó Georgia.

—Faltaría más. —Terri hizo que se acercaran, le mostró a Warne cómo funcionaba el aparato. En cuestión de momentos, había dos Georgias.

—¿De verdad que tengo la cara así de gorda? —protestó Georgia, mientras miraba su holograma.

A pesar de sí mismo, Warne sacudió la cabeza en una muda muestra de admiración. Terri apagó el aparato y la imagen desapareció.

—Claro que ¿para que utilizan toda esta tecnología? —preguntó Terri inesperadamente—. Para que la gente se divierta. Para proyectar un monstruo en la vagoneta cuando pasa por un túnel y hacer que los chicos se espanten. ¿Crees que Nightingale habría aprobado algo así? Creo que él lo habría calificado como corto de miras, y…

Se escuchó un estrépito tremendo directamente sobre sus cabezas: un sonido como el de diez volcanes que hubiesen entrado en erupción a la vez. Georgia soltó un grito y se abrazó instintivamente a su padre. Warne le cubrió la cabeza con los brazos. El taburete que estaba a su lado cayó al suelo. Tuercas emitió un sonido agudo y se movió rápidamente a un rincón.

Una sonrisa reemplazó la expresión de enfado en el rostro de Terri mientras Warne apartaba los brazos de la cabeza de su hija.

—¿Qué demonios…? —comenzó.

—Lo siento, tendría que haberos avisado. Estamos directamente debajo de la Torre del Grifo, en Camelot. Es la función de la una y veinte.

Warne recogió, el taburete y miró al techo.

—¿Cuántas funciones hay al día?

—Una por la mañana, Y tres por la tarde.

—¿Tienes que soportarlo cuatro veces al día?

La sonrisa de Terri se hizo más grande.

—La cosa ha mejorado desde que vine aquí. Antes, me tenían debajo de la Tempestad en el Támesis, en Luz de Gas. Había goteras.

Warne esperó un momento a que desapareciera el zumbido en los oídos. Georgia miraba a su padre y Terri con expresión impaciente.

—Bueno, ¿qué pensáis hacer? ¿Cunto tiempo os llevará desconectar la metarred o lo que sea que debáis hacer?

Su padre la miró, sorprendido.

—¿Lo sabes? —Miró a Terri—. ¿Tú le has dicho algo?

—Venga, papá. Lo tienes escrito en la cara desde que saliste de la reunión.

Warne se rascó la nuca con aire apesadumbrado. Se oyó otra explosión, esta vez más suave. Le pareció percibir los gritos de entusiasmo del público.

—Todo esto me parece bastante estúpido —opinó Georgia.

—¿A qué te refieres?

—A desconectar la metarred. No hay ningún virus, fallo, ni nada que se le parezca, por mucho que diga Sarah.

En los ojos de Terri apareció una mirada risueña.

—¿Cómo lo sabes?

Georgia se irguió en el taburete y la miró directamente a los ojos.

—Porque mi padre la construyó.

Warne desvió la mirada, parpadeó varias veces. Por un momento, tuvo miedo de hablar. Al final, respondió:

—Sarah dijo que quieren un plan de acción para hoy mismo.

—Sí. Los tipos de Nueva York nos han dado una semana para desconectar la metarred. Eso significa quitar los ciento y pico de robots que controla. Fred necesita saber cuál es la manera más rápida y segura de hacerlo.

Warne se sentó en el taburete. Respiró profundamente un par de veces.

—Primero, necesitas desconectar los vínculos de comunicación. —Pensó por un momento—. Tal como funciona ahora, todas las noches la metarred analiza la información que recibe de cada robot y busca la manera de mejorar su rendimiento. Si la encuentra, transmite a los robots el nuevo código cuando se conecta a la mañana siguiente. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Por lo tanto, primero desconectas el subsistema de aprendizaje. Una vez hecho esto, no tienes más que desconectar el vínculo. De esta manera, todavía puedes enviar nuevas instrucciones y correcciones a los robots. Pero la metarred no hará más modificaciones por su cuenta.

—Eso tiene sentido —dijo Terri.

—Desmontar la inteligencia será la parte complicada. Primero tendrás que ensayar el modelo en un entorno de prueba. Una vez hecho esto, el resto es sencillo. Tienes que preparar un listado de los robots y sus procesos. Puedes hacer las recomendaciones correspondientes a las tareas esenciales y no esenciales.

—Espera un momento. ¿No eres tú quien tiene que hacer todo esto?

Warne la miró. Su intención era dedicar al tema unos minutos, evaluar la situación, dar unas cuantas instrucciones y después dejar que Terri se encargara de la lobotomía. Ahora se le acababa de ocurrir otra cosa. Miró de reojo a Georgia, que se entretenía con el proyector holográfico. «No hay ningún virus ni fallo. Mi padre lo construyó», había dicho.

—Terri, tengo que preguntártelo. ¿Puede que le hicieras algo a la metarred, como administradora, que pudiese ser responsable de todo esto?

Los ojos castaños de la joven se encendieron con una súbita indignación.

—Nada. Es autónomo. Solo me he ocupado de registrar las actualizaciones.

—Así que has llevado un control de los cambios que la metarred ha hecho en las actividades de los robots.

—La mayoría de los cambios son de poca importancia. Refinar las conductas, actualizar los sistemas de gobierno y poca cosa más. Funciona por su cuenta.

Warne se levantó del taburete. Mientras pensaba, se masajeó la muñeca dolorida donde Currante lo había apretado.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Terri.

«Porque mi padre lo construyó».

Aparte de Georgia, la metarred era lo único que le quedaba. Era la credibilidad que necesitaba si pretendía conseguir algún trabajo académico de investigación. No podía permitir que lo desmontaran sin presentar batalla. Miró de nuevo a Terri. Si lo había entendido bien, si recortaban los trabajos de Robótica, la metarred también significaba mucho para la joven. Llevado por un impulso, apoyó una mano en el brazo de Terri.

—Corrígeme si me equivoco, pero ¿no acabamos de trazar nuestro plan de acción?

Terri asintió con una expresión de cautela.

—Pues, en ese caso, nos da un poco de margen. ¿Qué te parece si en lugar de llevarlo al desguace, levantamos el capó e intentamos reparar la avería?

Terri lo miró por un momento. Luego, lentamente, reapareció en su rostro la sonrisa traviesa.

—Creo que comienza a gustarme tu manera de pensar, capitán —dijo con una mirada provocativa—. Acabas de hacerte con un tripulante.