09:45 h.
Andrew Warne caminaba junto a la valla blanca con los ojos entrecerrados para protegerse del fuerte resplandor del sol, mientras la multitud pasaba a su lado. La acera era una ancha extensión de traviesas de madera, blanqueadas y pulidas como si llevaran años expuestas a la sal y el sol. Vio a un organillero con un mono en el hombro que hacía girar la manivela del instrumento, rodeado por un grupo de visitantes. Al final de la acera había un precioso parque con senderos arbolados y bancos de madera. En el centro se alzaba un cenador, donde una banda de ragtime con sombreros de paja y chaquetas a rayas rojas y blancas interpretaba una versión irresistiblemente alegre de «Royal Garden Blues», Por encima de todo se elevaba la gigantesca montaña rusa llamada el Expreso de Brighton, con un fantástico entramado de soportes de madera y una primera bajada como la de una pista de esquí. Parecía como si por arte de magia hubiesen dado vida a una vieja postal.
Éste era el mundo Paseo de Utopía, una impecable reproducción de un parque de diversiones de principios del siglo XX junto al mar, auténtico hasta las farolas de hierro forjado e incluso, como Warne comprobó un tanto sorprendido, con un débil olor a excrementos de caballo en el aire, que no resultaba desagradable en el contexto. Sin embargo no podía ser auténtico porque ningún paseo de 1910 había tenido esta perfección. Era más el producto de algo recordado con cariño, un pasado donde se habían eliminado las imperfecciones, y reforzado con un arsenal de tecnología oculto. Warne caminó entre la muchedumbre hasta llegar junto al pequeño parque, sacó un plano del bolsillo y lo consultó, y luego tomó el sendero más cercano.
Vio delante el óvalo azul de un lago. La elegante y brillante curva de la cúpula de cristal en las alturas añadía un toque de irrealidad a lo que ya era un entorno exótico. Los niños y los adultos se arrodillaban en el borde de mármol del lago para sumergir las manos en el agua y miraban los pequeños veleros que navegaban por la plácida superficie.
Warne se encogió para sus adentros. Les había parecido el lugar obvio donde encontrarse: ubicado en el centro, probablemente poco concurrido. En ningún momento había pensado que pudiera haber veleros. Se preguntó cómo reaccionaría Georgia.
Después intentó borrar el pensamiento. No era más que el deseo instintivo, automático, de protegerla. Aunque habían pasado tres años desde la muerte de Charlotte, no había conseguido que desapareciera, y, cuando afloraba, Georgia se resentía. «Ahora soy mayor —le decía con la mirada—. Puedo apañármelas». Nunca lo manifestaba en voz alta, de la misma manera que casi nunca hablaba de su madre, pero él lo sabía de todas maneras, quizá por un sexto sentido paternal. No dejaba de ser curioso que, a pesar de lo muy unidos que habían llegado a estar en estos últimos tres años, aún quedara este trozo de tierra desconocida donde a él no se le permitía aventurarse.
Entonces la vio, entre dos grupos de turistas asiáticos al otro extremo del lago, con la mirada puesta en las embarcaciones.
Por un momento, no hizo más que mirarla, dominado por el amor y el orgullo. La mayoría de los adolescentes a los catorce años eran desmañados, larguiruchos, a caballo entre el niño y el adulto. Georgia era diferente. Alta y delgada, tenía la elegancia innata de un purasangre. Había tanto de su madre en cada uno de sus movimientos: la manera como apartaba del rostro el mechón de cabello castaño con un dedo, cómo se unían las cejas mientras contemplaba el agua con el entrecejo fruncido. Sin embargo, era hermosa de un modo en que Charlotte nunca lo había sido, Warne a menudo se preguntaba de quién había heredado la belleza. De él no, por supuesto. Miró su reflejo en el agua a sus pies: un hombre alto, delgado, con el rostro moreno y una barbilla cuadrada y sobresaliente. Cuando salían juntos, a menudo se sentía complacido y un poco asustado. Su hija era de las que hacían volver la cabeza.
Se acercó a ella. Georgia, al verlo, puso los ojos en blanco, en un enfado fingido.
—Ya era hora —dijo. Se quitó los auriculares—. Vamos, vamos, vamos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Warne, que se apresuró a seguirla mientras Georgia emprendía el camino de regreso al bulevar. Le sorprendió que, con tanto donde elegir, Georgia ya lo tuviera todo decidido. Pero ella seguía su marcha a buen paso entre la multitud. Una chica con una misión.
—Allí, por supuesto —respondió Georgia y señaló arriba y adelante sin mirar.
Warne miró hacia donde apuntaba el dedo.
—¿Allí? —exclamó. Luego lo entendió: la enorme estructura de madera del Expreso de Brighton se alzaba ante ellos, las sinuosas líneas de traviesas subían y bajaban como una inmensa cinta—. Ah, allí. ¿Estás segura de que quieres montar en eso?
Georgia no se molestó en responderle.
—Lo tengo todo organizado. He consultado un millar de páginas web, califiqué todas las atracciones de cada uno de los Mundos. Así que primero subiremos a esta, después a la Máquina de los Alaridos, y luego…
—¡Eh, más despacio! —No era así como Warne había imaginado su primera visita a Utopía: correr con desesperación entre las multitudes, tan preocupado por ver dónde ponía los pies que no tendría tiempo de mirar el entorno—. ¿A qué viene tanta prisa?
—No me has dicho cuánto tiempo estarás ocupado. Hay mucho que ver, y no quiero perderme nada. Jennifer, una de mis compañeras de clase, estuvo aquí en febrero, y les gustó tanto que se quedaron un día más, para verlo todo. Me dijo que les costó quinientos dólares cambiar las entradas.
—No sé cuánto tiempo estaré ocupado, princesa, pero no puede ser mucho.
Pasaban por delante del Tiovivo Encantado —famoso por tener más caballos de madera que cualquier otro tiovivo en el mundo, según había leído Warne en la guía—, y las lánguidas notas de un vals llegaron hasta ellos a través del fresco aire perfumado.
—La reunión con Sarah será a las once —continuó Warne—. Entonces sabré algo más.
—¿Se puede saber cuál es el gran secreto? ¿Por qué no te ha querido decir de qué se trata?
—No hay ningún secreto. Creo que tiene algo que ver con aumentar la capacidad de la metarred. —Warne no había hablado directamente con Sarah Boatwright; la reunión de las once había sido concertada a través de su ayudante administrativo. Aunque no quería reconocerlo, las preguntas de Georgia eran las mismas que se formulaba él. Cambió de tema—. Adivina con quién he hablado. Con Eric Nightingale.
Al escucharlo, Georgia acortó un poco el paso. Lo miró, como si quisiera entender el chiste.
—Venga, papá. Eso es una gilipollez.
—Cuida tu lenguaje. En realidad fue Nightingale quien lo dijo todo. Era un holograma, de tamaño natural, y sorprendentemente auténtico. Se lo hacen ver a todos los especialistas visitantes. Algo así como una explicación de lo que representa Utopía.
—¡Como si a ti te hiciera falta! Le diste la mitad de las ideas para este lugar.
Warne se echó a reír ante la exageración.
—Solo algunas relacionadas con la inteligencia artificial, la robótica.
—Por cierto, ¿dónde están los robots? —Georgia miró en derredor sin detenerse—. Todavía no he visto ninguno.
—Aquí estarían fuera de lugar. Espera hasta que lleguemos a Calisto.
La entrada al Expreso de Brighton era un gran edificio de ladrillos decorado como un salón de juegos del siglo XIX, un poco más allá del Acuarama. De los pisos superiores colgaban banderas; antiguos carteles y pasquines pegados en la fachada anunciaban de todo: desde espectáculos musicales hasta remedios mágicos. Tres arcadas daban paso a los visitantes, cada una con el nombre de la atracción correspondiente: Panóptico, las Ruinas Ardientes, Metamorfosis. En cada una había cola.
—Acabamos de estudiar la metamorfosis en biología —comentó Georgia—. Fue aburrido.
—Quizá, pero es la cola más corta. —Warne consultó su reloj—. Vamos.
La cola avanzaba deprisa. —Warne había leído que el parque era capaz de entretener a los visitantes incluso en las colas—, y en cuestión de minutos estaban a la sombra del edificio. Más allá de la arcada, el vestíbulo se hallaba en penumbras. La cola se dividió en dos, y una mujer con un sobrio vestido dirigió a Georgia a la derecha. Warne la siguió mientras sus ojos se acomodaban a la poca luz. El aire le pareció más fresco y más húmedo. Escuchó las risas y las exclamaciones de asombro. Alcanzó a distinguir varias personas formadas en fila, con las miradas fijas en lo que parecían ser unos grandes paneles de cristal en una de las paredes del pasillo.
Casi de inmediato, Warne y Georgia ocuparon sus lugares delante de los dos primeros paneles. Warne miró el panel y se vio reflejado. «Así que es un espejo —pensó—. Vaya gracia».
De pronto, Georgia se echó a reír.
—¡Oh, Dios mío! —gritó, atenta a su panel—. ¡Es fantástico!
Entonces el espejo de Warne se quedó en blanco. «¿Qué demonios? Esto no es un espejo». Un segundo más tarde, reapareció su imagen. Pero había algo extraño, la imagen tenía algo inquietante. No consiguió descubrirlo, así que se encogió de hombros y pasó al siguiente espejo, que Georgia acababa de dejar.
De nuevo vio su imagen reflejada. Una vez más, desapareció para reaparecer de nuevo. Solo que esta vez era obvio el cambio. Súbitamente había engordado.
El Andrew Warne que lo miraba desde el espejo parecía haber aumentado cien kilos en un santiamén. Tenía una barriga tremenda, la prominente nuez de la garganta estaba oculta debajo de la doble papada. Era una imagen sorprendente, desconcertante, y no obstante no había ninguna duda de que era él o, mejor, lo que podría haber sido. En el siguiente panel, Georgia se reía de ella misma.
«Metamorfosis. ¿Cómo demonios lo hacen?», se preguntó.
Pasó al espejo siguiente. Ahora había pasado de ser obeso a esquelético. Los ojos, hundidos en el ancho rostro de la imagen anterior, ahora le sobresalían de las órbitas. La mandíbula tenía unas dimensiones desproporcionadas con relación al cuello de pollo.
Comprendió de pronto cómo lo hacían. Se trataba de la tecnología holográfica, como la imagen de Nightingale que había visto antes. Había una cámara detrás del cristal. Escaneaba la imagen y luego utilizaba el programa de modulación para modificarla —más gorda, más delgada, lo que fuera— y después la retransmitía. Lo mismo que en los espejos deformantes, solo que años luz más adelantados.
Se dio cuenta de que Georgia llevaba delante del panel vecino más tiempo de lo normal. Su hija miraba la imagen como hechizada. Llevado por la curiosidad, se inclinó hacia ella. Lo que vio le hizo contener el aliento.
Era una imagen de Georgia con veinte años más. El mismo cabello castaño, los ojos pensativos, la boca como un pimpollo, los rasgos perfectos, solo que ahora había algo más en aquel rostro ficticio: la imagen de su esposa muerta, Charlotte, débil pero inconfundible. Era como si un espectro lo estuviese mirando a través de los ojos de su hija.
Permanecieron en silencio unos segundos más, absortos en la imagen. Luego Warne se humedeció los labios y apoyó una mano en el hombro de su hija.
—Vamos. Estamos demorando la cola.
Más allá de la galería, la cola serpenteaba hacia el andén de embarque a la montaña rusa. El recinto reproducía una estación de metro de principios del siglo XX. Las palabras «Expreso de Brighton» y «Andén» junto con la flecha que indicaba la dirección eran de azulejos negros sobre fondo blanco. Mezclados en la cola de los visitantes había hombres y mujeres con vestidos de época, que conversaban y reían. Un vendedor de cacahuetes anunciaba su producto a voz en cuello. Cerca había quioscos y artistas callejeros. Warne sacudió la cabeza. La ilusión era notable. De no haber sido por los otros visitantes, habría jurado que había viajado en el tiempo hasta el parque de Coney Island de cien años atrás.
Georgia mantenía un silencio poco habitual. Warne pensó en la imagen que acaba de ver.
—Tu madre y yo te llevamos a un parque antiguo como éste. Cuando tenías siete, o quizá ocho años. Kennywood. ¿Lo recuerdas?
—No. ¿Se puede saber por qué tenemos que hacer cola con toda esta gente? ¿No puedes hacer que nos dejen pasar los primeros? Tú eres una persona importante.
—Cariño, eso fue hace mucho tiempo. Por cierto, hay una cosa que quería preguntarte —dijo con una sonrisa traviesa—. ¿Qué tal el servicio de atención infantil?
Georgia frunció la nariz al escuchar el retintín.
—La verdad es que no esta nada mal. Puedes ver cualquiera de los viejos capítulos de Atmósfera, y tienen centenares de ordenadores y videojuegos. Pero no me entretuve mucho con esas cosas. Me dedique a preparar esto. —Metió una mano en un bolsillo del vaquero y sacó una hoja de papel plegada.
—¿Qué es? —Warne tendió la mano automáticamente.
Georgia apartó el papel para que no lo cogiera.
—Una lista. De requisitos.
Warne esperó. Georgia se encogió de hombros.
—Me preguntaste cómo debía ser la novia que yo aprobaría. Así que los escribí. —Miró a su padre—. ¿Quieres que la lea, o no?
—Sí —respondió, sin disimular la curiosidad.
La cola avanzó, y ellos también. Georgia desplegó el papel y comenzó a leer.
—Número uno: no usa zapatos de tacón alto. Número dos: no es vegetariana. Tres: juega a las cartas, al ajedrez y al backgammon, pero no muy bien.
Warne se rio para sus adentros. Él era un campeón del backgammon, pero a veces se olvidaba de dejarle ganar una partida a Georgia de vez en cuando.
—Trae regalos en todas las visitas. Come pastel de chocolate.
A Warne le encantaba el pastel de chocolate. Se sintió conmovido: Georgia también había pensado en él, además de en ella misma.
—Está a favor de una paga generosa. No debe ser pelirroja. —Sonrió al decirlo. Sarah Boatwright tenía el cabello de un color cobre muy vivo.
—Participa en los juegos online. Nunca hace dieta.
Warne comenzó a descubrir un patrón que no le hacía mucha gracia: Sarah, aunque delgada por naturaleza, parecía estar permanentemente a dieta.
—Come en McDonald’s al menos una vez por semana. Le gustan más las gaseosas con helado que los batidos. Le gustan más los Three Stooges que los hermanos Marx. No debe ser mala con mi papá, como lo fue Sarah.
—No fue mala —replicó Warne automáticamente.
—Viste vaqueros con frecuencia. Odia las anchoas, las sardinas y todas las demás clases de pescado.
Warne suspiró para sus adentros. Cada vez estaba más claro que no existía mujer alguna que cumpliera con todos estos requisitos.
—Debe creer…
—Déjame ver. Has escrito una lista interminable. —Warne le arrebató el papel. Sonrió al ver la letra; a pesar de sus deseos de comportarse como adulta, Georgia aún hacía los puntos de las íes como pequeños círculos vacíos. La sonrisa se esfumó en cuanto contó los requisitos—. ¡Dios bendito! Son treinta y siete.
—Me ocupó casi todo el tiempo que te estuve esperando —reconoció Georgia, orgullosa—. Solo omití un requisito, porque no podía ser más obvio.
—¿Cuál?
—Tiene que gustarle Fats Waller. Pero ¿a quién no le gusta?
«A ti, probablemente, dentro de más o menos un mes», pensó Warne.
Ya estaban casi en la cabeza de la cola. Warne vio a un hombre con el uniforme de conductor que hacía pasar a una docena de personas a lo que parecía el vagón abierto de un tren elevado. Sintió un nudo en la garganta.
—¿Qué hora es? —preguntó Georgia.
—Las diez menos cinco.
—Bien. Nos da tiempo para subirnos a la Máquina de los Alaridos antes de tu reunión. Quizá incluso para un viaje en el tobogán acuático.
Warne apretó los labios. Prometían ser unos sesenta minutos muy largos.