16:00 h.
Delante de «La cámara de las fantásticas ilusiones del profesor Cripplewood», la luz de las lámparas de gas se reflejaba con un brillo mortecino en el pavimento de adoquines todavía mojados por la última lluvia. Los visitantes que habían estado en la cola se marchaban con los vales que garantizaban su entrada a las cuatro y medía. Un grueso cordón rojo con borlas doradas cerraba la entrada al edificio de ladrillos. Durante la siguiente media hora, los espejos holográficos estarían cerrados al público.
Cuatro metros debajo de la calle, en la sala de Producción de Imágenes, Sarah Boatwright se frotaba los brazos para no helarse. Por increíble que pareciera, allí hacía más frío que en su despacho. Echó una ojeada a las docenas de aparatos, cada uno marcado con una etiqueta roja: modulador óptico-acústico n.º 10, procesador del flujo de sobreimpresiones, codificador marginal A. Una pequeña ciudad de hardware propio, que aseguraba el perfecto funcionamiento de la magia en la sala de espejos holográficos. Normalmente, quinientas personas pasaban por la sala cada treinta minutos, pero en esos momentos estaba vacía. Ella sería la única visitante.
No, eso no era correcto. John Doe también estaría allí.
Se volvió para mirar a Bob Allocco. El fornido jefe de Seguridad ocupaba el angosto espacio entre dos moduladores de alta resolución. Detrás de Allocco, a una distancia prudencial, se encontraban Rod Allenby, el director de Luz de Gas y Carmen Flores, la atractiva supervisora de los espejos holográficos. La preocupación se reflejaba en sus rostros.
—¿Cree que ya está dentro? —preguntó Sarah.
—No hay manera de saberlo, con todas las cámaras apagadas. —Allocco se encogió de hombros—. Es un mal bicho. Hay cuatro entradas de servicio a la sala desde aquí abajo, y Producción de Imágenes tiene acceso tanto al nivel A como al parque. —La miró de reojo—. Usted ordenó específicamente que no se apostaran guardias dentro o fuera de la sala.
—Mire lo que pasó en la ocasión anterior. Esta vez tendremos que hacerlo a su manera. Le daré el disco. Nada de trampas. Que se vaya de una vez. Entonces nos ocuparemos de recoger los pedazos.
—Recoger los pedazos. Bonita imagen.
—Vamos, Bob. Ahora nos toca jugar de acuerdo con las reglas de John Doe, y, con un poco de suerte, el partido se acabará dentro de unos minutos. —En el fondo de su mente, Sarah escuchó la voz de Chuck Emory, triste, resignada: «Solo podemos esperar otra media hora. Si para entonces el parque no ha vuelto a la normalidad, llamaremos a los federales».
—Puede que sea el juego de John Doe, pero eso no significa que él tenga todos los triunfos. —Allocco sacó algo del bolsillo y se lo dio: unas gafas con la montura azul oscuro y cristales muy gruesos tintados.
—¿Qué es esto?
—Unas gafas de visión nocturna modificadas. Detectan el calor y filtran nuestras imágenes holográficas. Los técnicos las usan cuando hacen las inspecciones en los espejos holográficos. Póngaselas en cuanto entre. Aquí está el interruptor. —Allocco hizo una pausa—. Por amor de Dios, tenemos la tecnología. Debemos aprovecharla. Usted ya sabe con la facilidad que uno se desorienta en la sala. Con estas gafas, al menos tendrá una ventaja.
—Muy bien. —Sarah se colgó las gafas alrededor del cuello y consultó su reloj—. Tengo que irme. Es la hora.
—Un minuto más, por favor. —Allocco le ofreció una radio—. Manténgala encendida. Ya está sintonizada. Yo la escucharé mientras esté dentro. ¿Conoce la disposición de la galería?
—Más o menos. —Sarah cogió la radio.
—A pesar de las gafas, puede que se desoriente, así que no se demore. Entregue el disco y salga. Al primer aviso, acudirá la caballería.
—No quiero a la caballería. No quiero que nadie más intervenga. Si queremos salvar mi parque, necesitamos que se marche cuanto antes.
Allocco exhaló un suspiro.
—Sí, señora. Pero, si pasa algo, será su culpa, no mía.
Sarah asintió y caminó hacia la puerta.
—En cualquier caso, guárdese las espaldas —añadió Allocco.
Sarah agitó la radio en el aire a modo de respuesta y continuó su camino hacia el fondo de la sala, entre las mesas llenas de equipos electrónicos.
Producción de Imágenes ocupaba todo el espacio debajo de los espejos holográficos. Cada una de las unidades de allí abajo enviaba un holograma a la sala. Por orden de Sarah, en el recinto solo había quedado el personal mínimo, y, mientras continuaba recorriendo el sinuoso camino hasta la escalera se fue sintiendo cada vez más sola.
Al llegar a la escalera, apoyó la mano en la frígida balaustrada e hizo una pausa. Acercó la otra mano al bolsillo de la chaqueta para asegurarse de que el disco seguía allí. Miró de nuevo el reloj.
Todas esas eran acciones inútiles, dilatorias. ¿Por qué había exigido que fuese ella quien hiciera la entrega? Comprendió que aunque no podía evitarlo, en realidad no quería subir la escalera. No quería perderse en el desconcertante laberinto de la sala con la mezcla de reflejos y hologramas. Sobre todo, no quería ver de nuevo a John Doe, aquellos ojos bicolores clavados en ella, aquella extraña, sonrisa insinuante enmarcada por la muy bien recortada barba. No allí, y menos sola.
Sujetó con fuerza la balaustrada. «Mire lo que pasó la vez anterior», le había dicho a Allocco. Habían actuado de forma agresiva, y la consecuencia había sido un guardia muerto y muchos visitantes heridos. Aquello había sido decisión suya. Quizá John Doe no mentía cuando le dijo que quería que ella le entregara el disco para evitar otra trampa. Claro que eso no tenía importancia. Porque, después del fracaso en el Viaje Galáctico, esto era responsabilidad suya y de nadie más. Echó los hombros hacia atrás, irguió la cabeza y, sin más vacilaciones, subió la escalera. Cuando llegó al rellano, hizo girar el pomo de la puerta y la abrió.
Al otro lado había una gran sala que imitaba los excesos del estilo eduardiano: paredes empapeladas, cortinados rojos hasta el techo y lámparas de gas con globos tallados colocadas entre óleos de marcos dorados, que iluminaban el ambiente con una luz suave y cálida. Las tablillas del parque de colores diferentes formaban el dibujo de un complicado laberinto en espiral. Esta era la sala de espera de los espejos holográficos. Normalmente, a esta hora estaba llena de visitantes que aguardaban a que los acomodadores vestidos a la moda del siglo XIX hicieran pasar al siguiente grupo en fila india. Ahora se encontraba desierta y silenciosa. Las sombras se alargaban sobre el suelo y dominaban los rincones.
Sarah avanzó un paso y dejó que la puerta se cerrara sin hacer ruido detrás de ella. Sus pisadas se oyeron con toda claridad. Se detuvo con el oído atento. Percibió el siseo de las lámparas de gas, el tictac de la media docena de relojes de péndulo que había en la sala. Desde la izquierda llegaban débilmente los sonidos del parque, al otro lado de las puertas cerradas: risas, voces, cantos. A la derecha, donde la entrada al laberinto era como una gran boca abierta, no había más que silencio. En algún lugar del laberinto la esperaba John Doe.
Sabía que debía dirigirse hacia la entrada con paso decidido y anunciar su presencia. Sin embargo, algo en aquel silencio pareció frustrar sus mejores intenciones, paralizar su voluntad. Durante toda su vida adulta, Sarah nunca se había permitido tenerle miedo a nada ni a nadie. Pero en esos momentos, sola en la sala, la sequedad en la boca era inconfundible.
Respiró lenta y profundamente un par de veces, y luego, sigilosamente, avanzó hacia la entrada, con la radio en una mano. La había aceptado sin darle ninguna importancia, y ahora se había convertido en algo así como un salvavidas.
«Basta de dilaciones», pensó. Cruzó el umbral y entró en la sala.
La iluminación era escasa. Las lámparas de gas de la antecámara habían sido reemplazadas por una iluminación indirecta muy suave. A ambos lados del pasillo, las paredes estaban cubiertas con grandes espejos con marcos de madera oscura. A medida que avanzaba, Sarah se vio reflejada por los dos costados.
Sabía que en aquella primera sección no había más que espejos. Pero ocultas en las molduras y detrás de los espejos, las cámaras filmaban su imagen y la enviaban a los ordenadores de producción, que la someterían a una complicada serie de conversiones digitales y enviarían el resultado a los proyectores holográficos para exhibirla en otras partes del recorrido. Los sensores instalados en el techo detectarían su presencia para determinar dónde proyectar los hologramas e incluso reproducir su movimiento en tiempo real a medida que Sarah se acercara a ellos. Cuanto más se adentraba el visitante en el laberinto, más difícil le resultaba saber si veía una imagen en un espejo, o un holograma de sí mismo o de algún otro visitante. Era la clásica Sala de Espejos pasada a la tecnología del siglo XXI. Se preguntó de nuevo por qué, de entre todos los lugares, John Doe había escogido este para recibir el disco.
Mientras continuaba avanzando, Sarah vio una imagen de sí misma que se acercaba; era obvio que un poco más allá el pasillo doblaba bruscamente, así que seguramente se estaba viendo en un espejo. Se acercó, con la mirada fija en la imagen. Una mujer, con una radio en una mano, los labios apretados. Levantó un brazo y la imagen imitó el gesto. Apoyó una mano en el cristal.
La imagen en el espejo era un tanto borrosa. Todos los espejos de la sala devolvían una imagen difusa para que parecieran hologramas y así reforzar la ilusión. Sarah bajó el brazo y siguió por el pasillo. De nuevo, sus imágenes la siguieron por ambos lados. La radio emitió un sonido de estática.
El pasillo la llevó a una pequeña habitación hexagonal. A su alrededor, las otras Sarah Boatwright le devolvieron la mirada. Se detuvo para recrear en su mente el plano de la Sala Tres de las seis paredes eran espejos; otra correspondía al pasillo por donde había entrado; las otras dos eran hologramas que ocultaban sendos pasillos.
Miró las imágenes con más atención. Todas ellas sostenían una radio y mantenían los brazos pegados al cuerpo. Levantó los brazos, y tres de las imágenes calcaron el movimiento. Eso significaba que las otras dos eran hologramas. Podía pasar a través de esas imágenes, seguir por uno de los pasillos. Pero ¿cuál?
Consideró la posibilidad de quedarse allí y dejar que John Doe hiciera el siguiente movimiento. Quizá estaba allí, en el siguiente pasillo, o quizá todo esto no era más que un engaño, y él y sus compinches ya escapaban por la carretera 95. En cualquier caso, resultaba mucho más fácil seguir adelante que quedarse allí y limitarse a esperar.
Sarah dio un paso hacia el holograma más cercano. Cuando menos se lo esperaba, la imagen levantó un brazo. Se detuvo instintivamente al ver el movimiento. Comprendió lo que ocurría; la cámara oculta detrás del espejo al final del otro pasillo la había filmado en el momento de levantar el brazo para tocar el espejo y ahora estaba viendo la imagen procesada.
Cruzó el holograma y la figura de luz se distorsionó a su paso. Al otro lado, otro pasillo de espejos paralelos parecía perderse en el infinito. Hizo una pausa, atenta a cualquier sonido, a cualquier señal de movimiento. Al no oír ni ver nada, decidió continuar.
Ahora se encontraba en las profundidades del laberinto y aumentaban las posibilidades de que las imágenes reflejadas en las paredes laterales no correspondieran a espejos. Algunas podían ser hologramas, recreaciones de su paso ante los espejos de los otros pasillos. No recordaba con claridad la disposición de la sala más allá del primer desvío. Hasta cierto punto resultaba más sencillo orientarse al ser la única persona en la sala; normalmente, los espejos capturaban las imágenes de grupos de veinte personas, no de una sola, y eso hacía mucho más complicado adivinar cuál era un holograma, cuál la reflexión de un espejo y cuál un ser real. Incluso así, comenzaba a perder el sentido de la orientación.
Entonces recordó las gafas que llevaba colgadas alrededor del cuello. Apretó el interruptor y se las puso. La visión del pasillo cambió bruscamente. Los hologramas que tenía delante se volvieron casi transparentes, vaporosos como los fantasmas. Ahora distinguía entre la ilusión y el reflejo. Recuperó el ánimo.
El pasillo torcía bruscamente y después se bifurcaba. Sarah miró a uno y otro lado, ambos con espejos en las paredes. Vaciló durante unos segundos y luego se decidió por el izquierdo. En el momento en que entraba, escuchó una voz en la radio.
—Sarah, ¿me recibe? —La voz de Allocco sonó como un cañonazo en el silencio del pasillo.
—Sí —respondió, después de bajar el volumen apresuradamente.
—¿Qué está pasando?
—Nada. No hay ninguna señal. ¿A qué viene la llamada? Debíamos mantener el…
—Escuche, Sarah. Se ha producido un accidente en Calisto.
—¿Accidente? ¿Qué clase de accidente?
—No lo sé. Al no disponer de las cámaras, se tarda más en tener un conocimiento exacto de la situación. Pero al parecer el accidente ocurrió en la Estación Omega. He recibido informes de… —una descarga de estática interrumpió fugazmente la comunicación— numerosos 904.
Sarah se estremeció. En el código de emergencias de Utopía, un 904 significaba víctimas mortales entre los visitantes.
—Sarah, ¿sigue allí?
—Estoy aquí. ¿Está seguro? ¿No es una falsa alarma?
—He recibido dos informes independientes. Parece grave. Quizá sea necesario el control de masas.
—En ese caso vaya allí y estabilice la situación.
—No puedo hacerlo. Usted…
—Estoy bien. Su primera responsabilidad son los visitantes. Avise al centro médico, ponga en marcha una operación de rescate de víctimas si es necesario. Envíe personal de seguridad e infraestructura. Disponga que Relaciones Públicas comience con la contención periférica.
—Muy bien. Le pasaré la radio a Flores para que vigile esta frecuencia. Recuerde lo que dije, Sarah.
La comunicación acabó con un chasquido de la radio. Sarah subió de nuevo el volumen y la guardó en un bolsillo de la chaqueta.
Ahora que Allocco se había marchado, solo podía contar con el reducido grupo que permanecía en Producción de Imágenes, y ninguno de ellos sabía nada de su misión. Carmen Flores podía tener la radio, pero ella, como los demás, no tenía ni la menor idea de lo que ocurría.
Estaba absolutamente sola.
A pesar de lo que le había dicho a Allocco, no se sentía bien. Se detuvo. Otro accidente, casi inmediatamente después del producido en Aguas Oscuras, no podía ser una coincidencia.
Entonces ¿qué era lo que ocurría? ¿Todo eso era parte del plan de John Doe? Si era así, ¿por qué? Habían aceptado todas sus exigencias. Habían copiado un segundo disco, y ella se encontraba allí para entregarlo. ¿Era posible que, al creer que ella no se había presentado, el accidente en la Estación Omega fuese una represalia? No, imposible. Si Allocco acababa de enterarse, eso significaba que se había puesto en marcha antes de las cuatro. Tal vez incluso mucho antes.
En cualquier caso, John Doe lo había planeado desde el primer momento.
Permaneció inmóvil en el resplandeciente pasillo. La furia, la frustración, el miedo competían por dominarla. ¿Qué había salido mal? ¿Cuántas víctimas había? ¿Se vivían ahora en Calisto escenas de pánico?
La furia ganó la partida y avanzó por el pasillo de la izquierda sin importarle el ruido de los tacones contra el suelo. Al menos tenía las gafas; eso le daba una ventaja. Encontraría a ese hijo de perra, lo encontraría y…
Sarah se detuvo bruscamente. Delante, en otra esquina del laberinto, estaba John Doe.
Al menos, creía que era John Doe. A través de las gafas, la imagen era demasiado débil para saberlo a ciencia cierta. Se quitó las gafas. El holograma cobró vida en el acto.
Contuvo el aliento. Era la primera vez que lo veía de nuevo desde que había estado en su despacho, apoyado en su mesa, y no solo había bebido de su té sino que le había acariciado la mejilla. Apretó con fuerza las mandíbulas. El hombre parecía incluso más relajado en esos momentos que entonces: las delgadas manos a los lados, el traje sin una arruga, la misma sonrisa que dejaba ver sus dientes perfectos.
—Sarah. —Dijo—. Ha sido muy amable al venir. —La voz sonaba distante; el verdadero John Doe se encontraba en un lugar más profundo del laberinto. Ella esperó sin moverse, la mirada fija en la imagen—. Me encanta la decoración de este lugar. Complace mi lado narcisista.
La directora de operaciones continuó esperando.
—¿Ha traído el disco, Sarah?
Lenta y cautelosamente, se acercó a la imagen. Sus ojos de diferente color miraban a izquierda y derecha. Quizá una de las cámaras lo había sorprendido en un cruce, cuando se preguntaba qué dirección seguir.
—Le he preguntado si ha traído el disco, Sarah. —Los labios en la imagen de Doe no se movieron.
—Sí —respondió. De pronto, ya no quiso seguir viendo su rostro. Se colocó las gafas, y los hologramas se convirtieron de nuevo en imágenes espectrales.
—Bien. En ese caso podemos continuar.
—¿Qué hizo, señor Doe?
—¿Cómo dice?
—En Calisto, en la Estación Omega. ¿Qué hizo? —La voz de Sarah temblaba de furia.
—¿Por qué? —contestó Doe con un tono burlón—. ¿Ha pasado algo?
—¡Hice todo lo que me pidió! —gritó Sarah—. ¡Confié en usted, hijo de puta!
—Vaya, vaya, con la señora. Y yo que creía que era bien educada.
Sarah apretó los puños con todas sus fuerzas.
—Ya casi hemos terminado, Sarah. Acabemos con esto, así podrá ocuparse personalmente de ese lamentable episodio y… Espere un momento. Veo una nueva imagen suya. ¿Qué es eso que lleva? Ah, ya lo sé. Esas gafas no la favorecen, Sarah. Pesan demasiado para sus delicadas facciones. Tendremos que hacer algo al respecto.
Un breve silencio siguió a sus palabras. Después, desde algún lugar en las tinieblas, llegó un chasquido.
Durante unos segundos, todo permaneció igual. Luego Sarah notó un resplandor verde en la montura de las gafas. En el pasillo, los hologramas que, hasta un momento atrás apenas si se veían, comenzaron a resplandecer con un fulgor verde que se hacía cada vez más brillante. Sarah parpadeó para protegerse los ojos de aquel brillo cegador. Al mover la cabeza, vio unas estelas verdes.
Con una exclamación de rabia se quitó las gafas y acercó la radio a la boca.
—¡Carmen!
Unos segundos de silencio.
—¿Sí, señorita Boatwright?
—Carmen, ¿está pasando algo allí abajo?
—Hace unos segundos, el aumento de potencia de los generadores holográficos se cuadruplicó. Se están recalentando.
—¿Lo puede solucionar?
—Sí, pero llevará tiempo. Todos los controles están informatizados. Tendremos que averiguar de dónde llegan las órdenes. Hasta que no lo sepamos, ni siquiera me atrevo a desconectar los generadores.
—Haga lo que pueda. —Sarah bajó la radio. «Sabía lo de las gafas. Está preparado para todo. Da lo mismo lo que se nos ocurra, pues él ya lo tiene previsto», pensó.
—¿Ve a lo que me refería, Sarah? —dijo la voz suave y distante de John Doe. Se oyó otro chasquido—. ¿Cómo puede hablar de confianza cuando usted intenta engañarme? Limítese a entregarme el disco y saldré de su vida para siempre.
Sarah no respondió. Ya no había nada más que decir. De pronto, se sintió derrotada.
—¿En qué lugar está ahora, Sarah?
Ella permaneció en silencio.
—Sarah…
—¿Sí?
—¿En qué lugar esta ahora?
—No lo sé.
—Mire en el marco del espejo que tiene más cerca. En el borde superior izquierdo. Verá que tiene un número.
Sarah miró el espejo que tenía a su lado. Tardó un minuto en descubrirlo, pero ahí estaba: un número grabado en la madera.
—Siete nueve dos tres —leyó en voz alta.
—¿Qué ha dicho?
—Siete nueve dos tres.
—Muy bien. Ahora escuche, Sarah. Voy a guiarla hasta donde la estoy esperando. Mantendremos el contacto oral continuamente. ¿Entendido?
—Sí.
—Bien. Usted tiene que estar… tiene que estar en el pasillo izquierdo después de la bifurcación. Siga el pasillo hasta el final. Avíseme cuando esté allí.
Sarah caminó como una autómata, acompañada por su reflejo a ambos lados. De pronto, la imagen de John Doe apareció a su derecha. Se detuvo: otro holograma, esta vez diferente. El hombre sostenía lo que parecía ser un juego de planos.
—Estoy en el final del pasillo.
—Mire el espejo a su izquierda. ¿Es el número Siete Ocho Cuatro Siete?
Sarah buscó el número.
—Sí.
—Ahora tome el pasillo de la izquierda. Encontrará otro a la derecha, oculto por un holograma. Esté atenta.
Sarah caminó por el pasillo con paso lento y resignado. John Doe no estaba perdido, conocía muy bien su camino, conocía mejor la galería que sus propios diseñadores. Sabía de las gafas que utilizaban los técnicos. Tenía planos de todo, incluso con los números de los espejos que cubrían las paredes.
Todos sus instintos le avisaban que no siguiera avanzando. Pero no había otra alternativa: tenía que entregarle el disco a John Doe.
Volvió a detenerse, sorprendida. Por todas partes la rodeaba su propia imagen, a veces en un espejo, otras en un holograma registrado unos segundos antes, pero, adelante y a la izquierda, acaba de aparecer otra imagen: la imagen de un hombre que no era John Doe.
Se acercó sin apartar la mirada de la imagen hasta que la distinguió con claridad.
Era Andrew Warne.
Se volvió. «¿Andrew? ¿Aquí?».
No tenía tiempo para pensar, solo para reaccionar. Se suponía que nadie debía acompañarla. Si Warne se encontraba allí, tenía que ser por una razón, algo muy urgente. Puesto que debía de estar en algún lugar entre ella y la entrada, y que John Doe estaba más adentro, los servidores de imágenes tardarían un poco más en transmitirle la imagen de Warne.
Regresó rápidamente hasta la última intersección, después giró a la derecha, para dirigirse al punto de partida anterior. Desde algún lugar delante de ella le llegaron unas pisadas.
—Sarah… —Ella oyó el susurro impaciente de Warne—. ¡Sarah!
La voz sonó más débil por un momento y después se oyó de nuevo, esta vez más cerca.
—Sarah, ¿dónde estás?
—¡Aquí! —Susurró ella.
Una figura apareció en la intersección. Esta vez no era un holograma ni la reflexión en un espejo. Era Andrew Warne, con el vendaje flojo en la frente, la ansiedad en la mirada. Entonces él la vio. Frunció el entrecejo por un instante, como si quisiera adivinar entre la realidad y la ilusión. Sarah se acercó. La expresión de Warne cambió en el acto.
—Sarah —exclamó al tiempo que se acercaba rápidamente y le sujetaba las manos—. Gracias a Dios.
Por un momento, el contacto con otro ser humano la conmovió profundamente. Cerró los ojos. Después, con un respingo, se apartó.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con un tono de enfado—. ¿Cómo has entrado?
—Tenía que detenerte —respondió Warne—. Estás en peligro.
—No puedes estar aquí. Tengo que entregarle el disco a John Doe. Dijo que debía…
Warne le cogió los brazos.
—Es una trampa —dijo.
Al oír sus miedos expresados en voz alta, Sarah se quedó paralizada.
—¿Cómo lo sabes?
Sintió cómo aumentaba la presión en sus brazos.
—Esto no será fácil para ti, Sarah. Hemos descubierto al topo. Al compinche de John Doe en el parque.
Sarah esperó, sin atreverse ni a respirar.
—Es Barksdale.
El primer impulso de Sarah fue abofetearlo. Se apartó violentamente.
—¡Mientes!
Warne se acercó de nuevo.
—Sarah, por favor. Tienes que escucharme. Nunca hubo ningún Control de Seguridad exterior. La gente de KIS nunca estuvo en Utopía. Fue cosa de Barksdale. Los técnicos que vinieron a comprobar los cortafuegos de Utopía el mes pasado eran los hombres de John Doe. Así fue como se infiltraron en el sistema y colocaron las trampas.
Sarah sacudió la cabeza violentamente. No podía ser verdad. Era imposible. Tenía que haber alguna otra explicación.
—No. No te creo.
—No te pido que me creas. Solo te pido que salgas de este lugar ahora mismo, que te enteres de la verdad por ti misma. ¿Recuerdas el disco que encontraste aplastado debajo del pie del guardia? Estaba en blanco. Eso significa que John Doe se llevó el disco verdadero y lo substituyó por otro sin grabar. Todo fue un montaje. ¿Por qué crees que John Doe quiere un segundo disco? ¿Por qué crees que exigió que vinieras tú a entregárselo? Tienes que…
—Sarah… —llamó la voz de Doe.
Warne guardó silencio. Sarah lo miró y se llevó un dedo a los labios.
—Sarah, le dije que debía mantener el contacto oral. ¿Por qué se ha detenido? —La voz sonaba más distante.
Entre las imágenes de los espejos del pasillo, apareció una nueva: John Doe, con los planos en una mano, mantenía la cabeza erguida como si estuviese husmeando la presa. Sarah observó cómo la imagen holográfica se repetía.
—Sarah, ¿sabe lo que creo? Creo que ya no estamos solos.
Sarah esperó.
—Mejor dicho, sé que ya no estamos solos. Veo un tercer holograma, Sarah. No corresponde a ninguno de nosotros dos. ¿Quién es ese hombre?
El silencio se mantuvo.
—Creo que lo sé. Es el doctor Warne. El entrometido doctor Warne. ¿Me equivoco?
Sarah miró a Warne. Él le devolvió la mirada.
—Esto no figuraba en lo que habíamos acordado, Sarah. Primero las gafas y ahora esto. Estoy muy disgustado.
El holograma de John Doe fluctuó por un momento y después cambió cuando el sistema actualizó la imagen. Ahora John Doe empuñaba una pistola.
Desde las profundidades del laberinto les llegó el ruido de las pisadas.
—¡Viene por nosotros! —susurró Warne.
Sarah le hizo un ademán para que la siguiera y echó a correr por el pasillo, entre las reflexiones y los hologramas, alejándose de la voz de John Doe. Apenas si veía las imágenes de sí misma al pasar. El repiqueteo de los tacones contra el suelo, el sonido de los jadeos lo dominaban todo. Dobló por un pasillo, después por otro. Entonces se detuvo de nuevo.
—Alto —le ordenó a Warne.
Algo estaba cambiando en su interior. Quizá era la conmoción producida por la increíble revelación de Warne o haber visto a John Doe con un arma en la mano. Pero la tormenta de emociones comenzaba a despejarse, para dejar solo la furia. Sacó la radio del bolsillo.
—Carmen —llamó—. Carmen, ¿me oye?
—Sí, señorita Boatwright —respondió la supervisora—. ¿Puede decirme que está pasando?
—Más tarde. ¿Puede hacer algo por mí? Necesito que apague las luces de la galería.
—¿Apagar las luces?
—Sí. Todas. Ahora mismo. ¿Puede hacerlo?
—Sí, por supuesto.
—Pues hágalo.
Guardó la radio en el bolsillo. Después, se acercó al espejo más cercano para leer el número grabado en el marco. Sacó el disco del bolsillo y lo dejó en la base del espejo. A continuación, le indicó a Warne que la siguiera, y esta vez, a paso lento, fueron a la habitación hexagonal. Sabía que desde ese lugar encontraría la salida, aun en la oscuridad. Respiró profundamente y luego gritó con el tono más autoritario de que fue capaz:
—¡Señor Doe! Si quiere el disco, quédese donde está.
Esperó una respuesta que no llegó.
—Me dijo que había traicionado su confianza —añadió—. Pues esta vez es usted quien me ha traicionado.
—Vaya —dijo la voz, que sonó más cerca—. Estoy intrigado.
—Saboteó otra atracción. Hay muchas personas heridas. Sin ningún motivo. Seguí sus órdenes. Le he traído el disco. Entonces ¿a qué viene el arma?
Silencio.
—¡Yo responderé a la pregunta! —gritó Warne—. Quería llevarse el disco y a Sarah. Como rehén. Quizá solo quería matarla y escapar en la confusión. ¿Me equivoco? Ha perdido la ventaja de la sorpresa.
—¿Sorpresa, doctor Warne? —contestó la voz sedosa—. Aún no se han acabado las sorpresas.
—Pues sorpréndame con lo inesperado. Deje que se marche. Demuéstrenos que es capaz de adaptarse.
Se apagaron las luces y el pasillo quedó sumido en la oscuridad. Sarah sujetó el brazo de Warne.
—¡Señor Doe! —gritó de nuevo al tiempo que retrocedía—. ¡Escuche! Aquí tiene el disco. Está en el espejo seis nueve cuatro dos. Se lo repito. Espejo seis nueve cuatro dos. Lo encontrará al pie del espejo. Ahora me marcho. Ha quebrantado las reglas, y doy por acabado el juego. Quizá tarde un poco más en la oscuridad, pero estoy segura de que lo encontrará. Mantendré la galería vacía durante otros veinte minutos. Así que cumpla con su promesa. Coja el disco y lárguese de mí parque. Si no lo hace, puede estar seguro de que lo mataré.
Una risa sonó en la oscuridad: cínica, divertida.
—Ése es mi juego favorito, Sarah. Cuente conmigo.
Si dijo algo más, Sarah no lo oyó. Porque en esos momentos corrían por el pasillo que llevaba a la antesala de «La cámara de las fantásticas ilusiones del profesor Cripplewood», y lo único que percibía era el ruido de las pisadas en la oscuridad, en su alocada carrera para llegar a la escalera que los sacaría de aquel lugar maldito.