CAPÍTULO DECIMOSEXTO
1
EL REGRESO de Etzel a la casa paterna causó sensación entre los sirvientes y los inquilinos que compartían el edificio, y provocó en la buena Rie, no hay para qué decirlo, interminables demostraciones ruidosas; caía de un extremo en el otro, tan pronto sollozando como riendo sin saber ya dónde tenía la cabeza. Llegó a las diez de la mañana. Como tenía muy poco dinero, había hecho el viaje en cuarta clase, tardando en él casi veinticuatro horas. Después de haberlo asaltado con preguntas y sacudido la mano como para desarticularle el brazo, y de haberse prodigado en exclamaciones y en acciones de gracias, levantando los brazos al cielo, Rie notó que el muchacho se parecía más bien a un mercachifle ambulante que a un joven de buena familia. Su chaqueta estaba desgarrada, su camisa repugnantemente sucia y el pantalón parecía hecho con dos bolsas de papas mal cosidas. Los zapatos estaban gastados en los tacos y agujereados, los cabellos le caían sobre la nuca y el rostro demacrado se había alargado; los ojos, más dilatados, brillaban en medio de un óvalo cetrino. Después de despojarse de su bolsa de turista, tan llena como a su partida, pidió lavarse, ropa limpia y algo que comer, dirigiéndose a su habitación. Rie, que no podía resignarse a dejarlo abandonado a sí mismo, hizo en la cocina toda clase de recomendaciones respecto al desayuno, y luego lo siguió. Se apresuró a abrir armarios y cajones, corrió a abrir el grifo del baño, volvió, y mientras sacaba de los muebles con mano temblorosa lo necesario, se puso a hablar con una volubilidad febril. Ante todo le contó cosas sin importancia, pequeños acontecimientos del barrio: el nacimiento de un niño, un robo nocturno en casa del joyero Herschmann, un incendio en la chimenea de los Malapert… e interrumpiéndose de pronto:
—¡Dios mío! ¡El agua, Ema! ¡El baño se va a desbordar!
Después pasó a las noticias más importantes: las de la casa misma. El señor de Andergast no estaba. No había nada de raro en eso porque invariablemente iba todos los días al tribunal a las nueve y media. Lo que era curioso, es que desde hacía algún tiempo regresaba a una hora desusada y desde las once u once y media se instalaba en su despacho y se quedaba allí todo el día; comía allí mismo. Había cambiado por completo. Por ejemplo, ya no colgaba sus trajes en la puerta para que se los cepillaran. Una vez había estado tres días sin afeitarse. Y lo más extraordinario era que no parecía trabajar cuando permanecía sentado en su escritorio desde el mediodía hasta horas avanzadas de la noche.
Rie lo había sorprendido dos días antes (tenía que entregarle un telegrama) con los codos apoyados en la ventana, abriendo y cerrando con aire preocupado su encendedor de plata.
Todo eso concordaba con el rumor inverosímil, pero que persistían en hacer correr por todas partes, de que había pedido su jubilación.
Etzel escuchaba con atención, pero no decía una palabra. Veía que Rie tenía alguna otra cosa en su corazón, pero la mujer lo mandó primero a que tomara su baño, y mientras se vestía se ocupó de prepararle un desayuno substancioso. Ella misma puso el cubierto, y en tanto que el muchacho devoraba con apetito todo cuanto le servía, lo miraba embobada; luego se arriesgó a decir:
—Has crecido, mi querido Etzel, y tienes el aspecto de un hombre. Pero, en fin, ¿qué es lo que te ocurrió? Cuando lo pienso se me caen los brazos.
—Déjalos caer y no pienses —interrumpió secamente—. Sigue dándome noticias más bien, porque veo que no faltan. Vamos, habla.
Rie se inclinó hacia él y le comunicó entonces que su madre estaba en la ciudad y que se alojaba en casa de la Generala. Etzel se puso de pie de un salto:
—¿Es verdad eso, Rie? ¿Lo juras?
Ella dijo que sí con la cabeza y agregó que la señora de Andergast había estado en la casa diez días antes y había tenido una larga conversación con el padre de Etzel; también le había hablado a ella, es verdad que sólo algunas palabras, buenos días y gracias, pero había bastado eso para demostrar que era una verdadera dama.
—¿Cómo es, Rie? ¿Joven, linda? ¿La miraste bien? Dímelo —dijo pasándole el brazo izquierdo alrededor del cuello al mismo tiempo que con la mano derecha le acariciaba la mejilla. Rie, que desde hacía mucho tiempo ya no estaba acostumbrada a tales cariños de su parte, desfallecía de felicidad y se le llenaron los ojos de dulces lágrimas.
—¿Entonces, está realmente en casa de mi abuela, Rie?
—Pero sí, mi querido Etzel.
—Es preciso —agregó— que llamemos por teléfono en seguida. No me perdonaré no haberlo hecho ya.
Etzel la retuvo por la manga y replicó:
—No; espera, Rie. No me gusta hablar por teléfono. No está bien. Iré yo mismo. Pero antes es preciso…
Y en el mismo instante en que decía estas palabras, se abrió la puerta del todo y apareció el señor de Andergast.
2
SALTABA a los ojos el cambio de que Rie había hablado. Ya lo revelaba la manera de llevar la cabeza, que parecía más pesada sobre los hombros, como si aplastara al cuello. Hilos de plata se dejaban ver en la barba, y la corona de cabellos grises alrededor del cráneo calvo, había blanqueado. Los párpados se levantaban y bajaban con un movimiento cansado, y la mirada violeta estaba sin vida, como si algo la hubiera inmovilizado. Ruina profunda que traicionaba a un cerebro que había perdido su orden magnífico. Para haber llegado a eso, era preciso que aquel hombre se hubiera visto afectado por cosas tales como nunca las hubiese imaginado o temido. Había distancias abolidas, y certidumbres que parecían inmutables, puestas en duda. Se había operado un retroceso. Un todo perfectamente coherente, había volado en pedazos, y hasta los mismos pedazos, rotos otra vez, habían vuelto a su forma bruta y primitiva. Imaginémonos un palacio vuelto al estado de cantera de piedra, su estado original, y delante de él al arquitecto, abandonado por todos sus ayudantes, desprovisto de toda asistencia y hasta habiendo olvidado las proporciones de la obra que había sido suya. No era nada sorprendente que aquel hombre ofreciera la imagen de un buscador completamente desamparado. La expresión tensa de su semblante demostraba la imposibilidad en que se veía de apartar su pensamiento de asuntos sobre los cuales sabía muy bien que era inútil pensar.
El examen, la crítica, la argumentación y la refutación, lo obsesionaban constantemente, pero sin conducirlo a nada. Al contrario, le cerraban el camino que, etapa por etapa, hace penetrar al hombre hasta el corazón del hombre. Tal vez alegase —es un medio cómodo— que debió inclinarse ante la necesidad y cederle el lugar. Mas todo eso no pesa mucho sobre las decisiones de la conciencia, que por el momento eran las únicas que contaban.
Volver sobre sus pasos para mirar las cosas, es lo que yo llamo considerarlas de cerca; aquel que marcha hacia adelante puede tener apartado de sí todo lo que le recuerde su caída y sus errores, pero basta que se vuelva una sola vez para verse rodeado en seguida por una turba hostil, nube de murciélagos que moran en las chozas deshabitadas, dejando entonces de ser lo que era, el magistrado ejemplar cuyo juicio frío no debe ser turbado por ninguna mirada echada sobre el reverso de las cosas. Durante varias tardes y noches el señor de Andergast tuvo la impresión de ser un alter ego del preso Maurizius. Encerrado en la celda de los recuerdos, estaba condenado a soportar la presencia y la promiscuidad de individuos equívocos. A su alrededor se juntaban encubridores, ladrones, asaltantes, asesinos, rufianes, mujeres de la vida, borrachos, madres que habían martirizado a sus hijos, estafadores, quebrados, caballeros de industria, monederos falsos, infanticidas, malversadores, contrabandistas, envenenadores, incendiarios, en fin, un ejército de criminales de toda edad, que podían satisfacer las necesidades de diez mil novelistas, y que él, procurador general, les gritaba a todos el veredicto de culpabilidad. Al fin y al cabo, eso se vuelve cuestión de costumbre, como todo lo demás, costumbre a la cual lo unía una dignidad que sostenía el crédito de la nación. Uno se endurece y la toga aísla. Se toma asiento en la silla curul y se entrega el malhechor al juez, quien, apoyándose en el código, lo pone fuera del estado de hacer daño. No es posible usar guantes con la hez de la sociedad, y semejante idea no pasaría ni por la mente del preso Maurizius, ni por la de su querido amigo Klakusch, infestado de sentimientos románticos. No se puede permitir que el mundo estrictamente ordenado de los acontecimientos se convierta en un enredo de responsabilidad, ni comenzar todos los lunes por la mañana por el principio del orden social, para reconocer con desesperación, los sábados por la tarde que se es tan impotente como incompetente. Pero cuando aquellos miles y miles de rostros desfilan delante de él, sucede que alguno que otro se destaca, asustado bajo la luz de un destello repentino, y en sus ojos se lee una pregunta y se ve en sus labios apretados un pliegue amargo. Nada más a fin de cuentas que una pregunta, una pregunta que no es formulada. Pero eso es bastante. Fuere cual fuese el rostro que surja de aquel ejército, es bastante. Y, cura sorprendente, cada uno sirve de testigo a un grupo, así como el preso Maurizius declaró por todo, por todo un mundo. Automáticamente, el criminal condenado hace unos diecinueve años, y cuyo nombre ya ha caído en el olvido, se convierte en acusador porque de un rincón ignorado surgen hechos o se revelan dignos de atención. Pero si alguien se hubiera detenido para considerarlos en otro tiempo, hubieran hecho de un caso jurídico un problema humano, ¿y qué hacer con un problema humano? Ni el Estado ni la ley proporcionan los medios para resolverlo. A pesar de todo, el estado mórbido que obligaba al señor de Andergast a realizar aquel examen retrospectivo y volver sobre sus pasos, lo llevaba ayudado por su extraordinaria memoria de los hechos, a representarse todo el desenvolvimiento y todo el conjunto del proceso, exactamente como lo ha hecho con el caso Maurizius, cuyo sumario consulta de tiempo en tiempo, buscando incansablemente y volviendo a buscar. Como su mente no se ocupaba de un caso particular, sino de media docena de casos por lo menos que se agitaban al mismo tiempo en su pensamiento, a veces se confundía todo en su cabeza, y tenía la impresión de estar transportado en pleno aquelarre, y no era raro que saliese de su casa muy tarde por las noches (Rie no había nada) y anduviese vagando por las calles hasta el alba. El ruido y el eco de las voces que lo persiguen, desgarraban el silencio: «El acusado pretende que ese día se hallaba en casa de su tía entre las doce y la una y media, pero se ha probado…». «Solicito que se recuerde a la barra ese testigo que sin razón se esfuerza por desacreditar a la defensa…». «Testigo, su declaración plantea graves objeciones y le recuerdo su juramento…». Miradas temerosas, afirmaciones vehementes, rostros angustiados o llenos de odio, el examen minucioso del empleo del tiempo, las idas y venidas de un acusado, la casualidad, los objetos que se transforman en traidores, los allanamientos de los domicilios, los jardines, los sótanos, la orilla de los ríos y en los garitos, las mentiras, las negativas, las acusaciones falsas, la lucha desesperada por obtener la absolución, los jurados incapaces de formarse una opinión, los abogados pagados de sí mismos, ciertos jueces indolentes y otros torpes, la insuficiente claridad del texto de la ley, la opinión pública extraviada, y, en medio de todo eso, a la luz de este examen retrospectivo, todos los detalles del sumario que le llenaban la mente de siniestras dudas y parecen de pronto como el trigo que se pudre en una granja… Un castigo del tamaño del brazo por una falta del tamaño del dedo… sin tener en cuenta la persona moral… y siempre, aquí y allá y en todas partes un acusado, y la pregunta sin formular en los labios, que niega el derecho a juzgar y acusa al acusador. A menudo, cuando pasaba alguien en silencio, junto al señor de Andergast, éste tenía un movimiento de miedo, como si debiera justificarse y no pudiese recordar por qué razón y respecto a qué. Y cuando el transeúnte se alejaba sin que se produjera nada, sentía ganas de correr tras él y pedirle que lo acompañase un poco.
Deseaba no estar tan solo. Pensaba que era imposible que de pronto se encontrase con el preso Maurizius ya liberado en una esquina cualquiera. Y esta idea llegó a ser para él un deseo y dicho deseo una necesidad. Se detenía a la puerta de los hoteles para ver quién entraba y salía. Espiaba por las rendijas de las cortinas, hacia el interior de los cafés y restaurantes. Maurizius podría hallarse allí, solo también, tan solo como el señor de Andergast. Una noche entró en la casa que había habitado Violeta Winston. Tocó el timbre y una sirvienta que abrió la puerta del departamento de enfrente le hizo saber que la señorita Winston había partido ocho días antes.
Sin embargo, en la tarde siguiente volvió como si hubiera olvidado completamente lo que le dijeran o como si creyese que en ese tiempo Violeta podía haber vuelto. Empero, no conservaba ningún recuerdo suyo, y en el supuesto caso de que ella le hubiera abierto, hubiese permanecido perfectamente indiferente. En la noche siguiente buscó en su casa, entre viejas cartas, las que había enviado Etzel (eran muy pocas, escritas durante las vacaciones o cuando su estancia en el Odenwald) y las releyó con la mayor atención y volvió a leerlas una y otra vez, cromo si aquellas palabras tan sencillas tuviesen un doble sentido que sin tardanza le fuese menester desentrañar.
3
ETZEL fue hacia su padre y le tendió la mano:
—Buen día, papá.
Se hubiera dicho que se habían separado la noche anterior. El señor de Andergast, evitando encontrarse con sus ojos, miraba más lejos, fijándose por encima de su cabeza, en el delantal de Rie.
—¿Por fin volviste? —preguntó, abriendo y cerrando la boca como un pez. Un momento de silencio—. ¿Querrías venir a mi escritorio?
—Ciertamente, papá.
Y pasaron al despacho.
Rie los siguió con una mirada que decía: «Si el chico sale sano y salvo, daré gracias al cielo.
El señor de Andergast iba delante; dejó entrar a Etzel, cerró de nuevo la puerta y le señaló una silla:
—¡Siéntate!
Etzel miró la mano oscura y velluda extendida en dirección a la silla y tomó asiento dócilmente. El señor de Andergast iba y venía por la pieza con un paso singularmente rápido. Etzel no le había visto nunca ese paso apresurado, y la agitación interior que se traslucía de ese modo, despertaba en él una intima satisfacción.
—Creí poder acostumbrarme —comenzó el señor de Andergast—, pero no pude. Hay una especie de traición sobre la cual, a mi edad, no se puede pasar. Poco importa entrar en los detalles; me los ahorrarás. La primera pregunta que se plantea no es: ¿qué sucedió?, sino: ¿qué hacer ahora?
—Perfectamente, papá, es también lo que yo pienso —replicó modestamente Etzel.
El señor de Andergast se detuvo bruscamente y lo miró:
—Ese sentido común te honra —dijo con tono sarcástico. Se aproximó un paso más, colocó la mano en la frente del joven y echándole la cabeza hacia atrás—: Tienes bastante mal aspecto —agregó con tono sombrío, y retiró la mano como si se hubiese quemado.
—Estuve enfermo, papá.
—¿Enfermo? No es extraño. ¿Por qué anduviste rodando? —De pronto, con el rostro crispado, gritó fuera de sí de furor—: Di: ¿dónde has andado rodando por ahí?
En seguida se ocultó la cara entre las manos y exhaló un gemido. Etzel no se esperaba eso y era la primera vez en su vida que veía a su padre fuera de sí. Se sintió profundamente desconcertado. Un momento antes, cuando el padre le puso la mano en la frente, creyó sentir que aquella mano temblaba. Volvió a mirar el pliegue de la boca y su expresión torturada, y eso le hizo pensar. Y sentía también satisfacción por lo mismo. Mientras preparaba una respuesta, el señor de Andergast se esforzó por recuperar la calma.
—Cuando me fui, ¿no te escribí acaso diciéndote por qué era necesario que me fuera? —dijo Etzel—. No se trataba de rodar por el mundo.
El señor de Andergast se dejó caer en su sillón del escritorio, cruzó las piernas y se acarició nerviosamente la barba.
—Despistaste todas las pesquisas con una admirable habilidad —hizo notar.
—¡Sí, claro! ¡No faltaba más! —dijo Etzel levantando las cejas.
El señor de Andergast estimó que su tono era insolente y tosió ligeramente como para advertirle.
—¡Bueno! ¿Y entonces? Nothing succeeds like success, dicen los norteamericanos.
—Ya lo sé. En este tiempo he aprendido un poco de inglés —replicó Etzel con una sonrisa cáustica que aumentó el descontento de su padre—. Pues bien —añadió juntando todo su valor y levantó la cabeza con gesto enérgico—, ¡Maurizius es inocente! Absolutamente inocente. Fue injustamente condenado. Eso es un asesinato judicial.
El señor de Andergast respondió a esas palabras con un estremecimiento apenas perceptible, mientras se examinaba las uñas y movía las manos como de costumbre. Por fin contestó al muchacho con aquel tono glacial que Etzel llamó siempre «la temperatura refrigerante del desayuno»:
—Eso es fácil de decir; probarlo podría ser más molesto.
—Si yo no fuese capaz de hacerlo, no estaría aquí.
Una mirada de asombro le llegó desde el escritorio. Después la misma mirada buscó el suelo como si hubiera sido puesta en fuga por un adversario más poderoso e inesperado. En la expresión del joven había algo difícil de resistir: la llama de la certidumbre.
—Ésa es una hermosa frase —repuso el padre, frío e irónico.
—Waremme hizo una declaración falsa —insistió Etzel resueltamente—. Conseguí saberlo. Encontré al individuo. Ya no se llama más Gregorio Waremme, sino Jorge Warschauer. Éste es su verdadero nombre y vive en Berlín. Durante siete semanas estuve casi todos los días con él. No puedo decir que nos hayamos hecho amigos. Es algo de lo que no puedo hablar. Era… pero eso no tiene ninguna importancia. Lo que importa, es que me confesó haber declarado en falso. Si tú deseas saber cómo, podré contártelo cualquier día. Puedes creerme que no fue fácil. Le arranqué su confesión desde el fondo de las entrañas. Tengo también un testigo, una mujer de la cual él ni siquiera sospecha la existencia, pero puedo contar con ella, gracias a Dios.
El joven hizo un breve relato subrayando las palabras y con su mente al acecho, mirando fijamente a su interlocutor y mostrando en su rostro una viva tensión. El señor de Andergast balanceó suavemente su pie derecho y se miró la punta del zapato. Pensó en la alcoba de Violeta Winston y se vio mirándose en el espejo. Y el espejo le devolvía la imagen de una especie de David, de pie en la palma de la mano de un Goliat, del cual alumbraba con una linterna sorda el horrible cerebro parecido a una cáscara de caracol. El sombrío asombro de antes se mezclaba con el asombro de hoy.
Echó una mirada al otro lado del escritorio, hacia aquel en quien ardía la llama de la certidumbre. Y al oír la pregunta imperiosa, que sonó como una hoja de acero hendiendo el aire:
—¿Qué hay que hacer después de eso? —respondió glacial e imperturbable—: Nada.
Etzel dio un salto.
—¿Cómo…, nada?
—No es preciso hacer nada. No hay nada que hacer.
Etzel no pudo menos que abrir la boca como un idiota y luego balbuceó algo. ¿Acaso su padre ha perdido la razón?
—Toda gestión es superflua. El preso Maurizius ha sido indultado.
—¿Indultado?… ¡Indultado!
Un ligero movimiento de cabeza le respondió.
—Le han condonado el resto de su pena.
Etzel no pudo dejar de echarse a reír, aunque sabía que aquello era irrespetuoso.
—¡Indultar! ¡Pero si te digo que es inocente!
Le respondió un suspiro cansado:
—El decreto de gracia prevé esa probabilidad o posibilidad.
Una frase hueca. Etzel se olvida y deja de lado el respeto que se le ha inculcado, gritando:
—¡Pero te digo de una vez, que si es inocente, no tiene necesidad de indulto!
—Ya no se trata de saber si es inocente —respondió el señor de Andergast con tono cortante—, y además procura expresarte en buena forma, ¿no?
Etzel, recordando los preceptos de su buena educación, que hizo mal en violar muchas veces en compañía de Waremme, permitió que sus buenos modales dominaran un momento a su indignación.
—Sí, perdón… —balbuceó—. ¿Por qué ya no se trata de saber si es inocente?
Y sacudió los hombros como para romper una cadena invisible. El señor de Andergast no se dignó discutir:
—Admitamos —dijo— que sea verdaderamente inocente. Quiero admitir que está probado. Supongamos que tenemos en la mano las pruebas irrefutables de ello.
—Puedes admitirlo sin temor —interrumpió Etzel vibrando de impaciencia— porque es un hecho.
—Ésa es tu opinión. Pero sosteniéndola sales del terreno de la realidad. Déjame terminar. Continuamente me cortas la palabra. Tus maneras son verdaderamente raras. Te digo que eres víctima de un error que puede ser de graves consecuencias. Estamos lejos de la incontestabilidad jurídica. ¿Tienes la confesión por escrito? ¿Con la firma legalizada ante notario? ¿Entonces? Las confesiones se pueden retractar, y eso es lo que por lo general sucede. Hay cientos de medios para eludir sus consecuencias. El tiempo transcurrido desde el crimen hace imposible toda investigación y toda comprobación serias. ¿Testigos? ¡Ah! Los testigos nos hacen ver las cosas de todos colores. En cuanto se los somete al primer interrogatorio, vacilan. Para el segundo no queda nadie. Pregúntate si, dada la fragilidad de los argumentos que puedes presentar, el resultado vale la pena. Tú, claro, no te preocupas por eso, pero yo si debo pensarlo.
Etzel extendió un brazo:
—Habías comenzado a decir otra cosa; tú supones que es inocente, quieres considerar el asunto como probado, decías…, ¡bueno!, ¿y entonces? ¿Eso no cambia nada?
—¡No cambia nada! ¿Hablas seriamente? ¿Eso no cambiaría nada si tú estuvieses convencido de su inocencia?
—No, nada. Nos topamos con un obstáculo ante el cual nuestra misma convicción se ve obligada a detenerse.
—Pero se trata de algo extremadamente grave, de lo que hay en el mundo de más grave. ¡Se trata de la justicia! —exclamó Etzel, que ya no era dueño de sí mismo—. ¡Vaya, se puede anular un juicio! Si no puede hacerse que la pena no haya sido sufrida, se puede anular el veredicto; se puede, se debe devolver su honor a la víctima. Y no tan sólo su honor… ¿Qué es el honor, después de todo?… ¿Para qué le sirve y para qué nos sirve a todos? La justicia es la muerte. Hay que moverse… Ustedes no pueden quedarse mirando las cosas con los brazos cruzados… Eso sería… ¡Por lo que yo sé, un proceso puede tener revisión!
El señor de Andergast movió la cabeza como un muñeco.
—Charlatanerías de la gente que no entiende nada —replicó fastidiado y con voz sorda—. Estamos obligados a ser prudentes. Nosotros, que asumimos la responsabilidad, no tenemos el derecho de jugar con la justicia y los tribunales. La revisión de un proceso… ¡niño! No tienes idea de lo que eso significa. No se va a movilizar todo un ejército para levantar un árbol caído, que, de todas maneras, no sería ya capaz de vivir ni desarrollarse. Conmover un aparato poderoso, agitar la opinión pública y, despertar el viejo pleito que tanto trabajo costó ahogar… ¿En qué piensas? Mira: si, por ejemplo, el falso testimonio no hubiera sido alcanzado por la prescripción, el proceso de ese Waremme debería, según la ley, pasar por todos los grados de jurisdicción y su condena tendría que ser fundada en derecho. Eso requeriría años. Te doy este ejemplo para mostrarte cómo son de complicadas estas cosas. Naturalmente que la prescripción no sería por fuerza un obstáculo. Además… hay numerosos intereses que salvar, intereses graves; quedaría amenazada la situación de varias personas, los fondos del Estado tendrían que soportar enormes gastos, la autoridad del tribunal que juzgó el caso quedaría maltrecha y la misma justicia se vería, en sus engranajes, a merced de una crítica disolvente, la misma que ya socava los cimientos de la sociedad… Renuncia a la idea de que la justicia pura y la de los tribunales son y deben ser una misma y única cosa. Es imposible. Eso sobrepasa las posibilidades humanas y terrestres. Hay entre ellas la misma relación que entre los símbolos de la fe y la práctica de la religión. Un símbolo no puede hacerte vivir. Pero cuando uno ha observado prácticas estrictas y concienzudas, saber que el símbolo eterno está por encima de uno, eso… ¿cómo diría?… eso lo absuelve a uno. Esa absolución es naturalmente necesaria. Pero es igualmente necesario que uno se contente con ella.
Era un discurso. Una clase de profesor.
Cuando la voz se detuvo, se sumió la pieza en un silencio terrible. Etzel permaneció un momento con los ojos fijos en el suelo y los labios apretados, pero de pronto gritó con voz aguda:
—¡No! —Y su mirada tenía un fulgor de maldad—. ¡No! —repitió—. ¡Eso no me puede pasar y no quiero contentarme con eso!
Sintió que le ardía la cabeza y que todo el respeto que lo contenía caía por tierra.
—No lo admito —agregó con una amargura que tomaba aspectos de embriaguez—. Símbolos…, prácticas…, ¿qué es eso?…, malas excusas…
Un nuevo: «¡Procura expresarte mejor!» que tronó en sus oídos, lo dejó indiferente. No, no lo aceptaba. El hombre posee un derecho primordial, nacido en su corazón al mismo tiempo que él mismo. Cada uno tiene derecho a su parte de justicia, como tiene derecho a la parte de aire que respiramos. Si se la quitan, fatalmente su alma se ahoga.
—No admito otra interpretación, no quiero admitirla y no creo en ella. Ésa es la astucia de una casta. Un complot. El miedo de los sacerdotes a perder el dinero. ¿Las prácticas de la religión? ¡Y qué! ¿Qué tiene que ver con la religión el hecho de que se deje perecer al inocente porque eso es una práctica y porque el símbolo está colocado por encima, como el casco sobre la cara gesticulante de un agente de policía?…
No aceptaba todo eso. Lo rechazaba. Valía más no vivir. Era mejor ver que el mundo se deshacía en pedazos, que verlo caer en semejante envilecimiento. «¡No…, no… y no!».
«Es espantoso», pensó el señor de Andergast. Se le cayeron los brazos. Tenía la impresión de que alguien le tenía la cabeza sobre una olla de agua hirviendo. Se puso de pie penosamente y llevándose la mano a la garganta declaró, esforzándose, con tono seco:
—Por otra parte, nuestra conversación es inútil, porque Maurizius aceptó su indulto. Lo aceptó sin reservas.
Etzel dio dos saltos hacia adelante, juntó las manos a la altura de los ojos y luego se las aplicó a la boca.
—¿Aceptó…, aceptó su indulto? —murmuró temerosamente.
—Sin reservas, tal como te digo.
—¿Y sigue viviendo? ¿Deja que pese sobre él esa injusticia? ¿Se calla? ¿Sigue viviendo?
El señor de Andergast se encogió de hombros.
—Ya lo ves. Todo es posible para el hombre.
Una sonrisa feroz contrajo los labios de Etzel.
—En efecto, veo que todo es posible para el hombre —replicó en tono ambiguo e insolente—: uno puede ahogar la verdad y otro puede reventar por ella.
—¡Etzel! —rugió el señor de Andergast.
—De modo que ustedes han conseguido llevarlo hasta eso —prosiguió el muchacho en el paroxismo de la desesperación (todo cuanto había hecho, lo había hecho entonces en vano, y todo aquello en que se apoyaba como si fuese una roca, se desmoronaba lamentablemente)—. Ahí está a lo que han llegado ustedes con sus artículos, sus cláusulas, su prudencia y sus miramientos… Y todavía hay que callarse… Si sigue viviendo, no tiene sino lo que se merece… A lo mejor Maurizius se deshizo en agradecimientos por el puntapié con que lo echaron de la cárcel. Muchas gracias, señores, por estos diecinueve años de prisión. ¡Eh! ¿No sabes quién disparó aquel tiro? Seguro que lo sabes. Sin duda eso es lo que motivó su indulto… Creo que ya no puedo soportar más todo esto… el indulto… ¿Dónde está el juez para escupirle su indulto a la cara?… ¿Cómo podría mostrarme jamás entre los hombres?… Ése es el hijo de Andergast, dirían; el padre hizo que Maurizius obtuviera su indulto y el hijo ni se movió. Están de acuerdo… Es muy lindo. Y limpio. Un hermoso mundo, por cierto. Si por lo menos uno pudiera volar en seguida…
Lanzó un gemido como si el suelo se escapase bajo sus pies, como si el alma fuese a dejar su cuerpo, hasta verse obligada a habitar durante diecisiete años en una morada tan débil, tan nula, y también tan fatua y pretenciosa, una morada manchada de ese modo.
Continuó hablando, jadeante, pero sus palabras ya no se encadenaban. No podía librarse por completo de aquel temor a su padre arraigado en él; aun en aquel momento, en aquel minuto de suprema desesperación, lo detenía. Hubiera querido decir algo mucho más decisivo y que tuviese mayor alcance, pero ante lo chato, insignificante, inocuo e impotente de las palabras, se calló. Le parecía que tenía la boca llena de polvo. Comenzó a dar vueltas alrededor del sillón como un loco; sus ojos inyectados de sangre tenían un resplandor maligno; agitaba nerviosamente las manos; agarró una borla del sillón y la arrancó. Se metió el pañuelo en la boca, lo mordió y a tirones lo hizo trizas. Unas raras manchas azules aparecieron en su frente convulsa por el sufrimiento y exhalaba sonidos que podían ser carcajadas lo mismo que gritos plañideros. Al mismo tiempo no cesaba de saltar sucesivamente sobre uno u otro pie, como si tuviese el baile de San Vito. Ya no era el pequeño Etzel; bueno, razonable, tranquilo, reflexivo, sino un demonio.
—¡Esperen —vociferó con la boca llena de espuma—, pero ustedes no se quedarán así! ¡Será preciso que ustedes lo paguen! ¡Vaya, ya les llegará el turno!…
El señor de Andergast quedó un instante como petrificado. Parecía una estatua de bronce. De pronto hizo un gesto para asir al joven y logró sujetarlo por el hombro, pero Etzel se desprendió de la mano, con el rostro convulsionado por el horror, la cólera y el asco.
—¡No quiero ser más tu hijo! —gritó con una violencia indecible.
—¡Vil, infame! —exclamó roncamente el señor de Andergast, pero al mismo tiempo toda su persona parecía implorar.
Etzel corrió a la puerta del comedor. Rápidamente el padre lo siguió. Del comedor, Etzel se precipitó al saloncito. El señor de Andergast corría tras él. Detrás de ambos, las puertas iban quedando abiertas. Etzel volteó las sillas que encontró a su paso. Rie estaba en su camino y la apartó con rudeza y se precipitó en su cuarto. Rápidamente, el señor de Andergast lo seguía siempre. Aquel corpachón poderoso que corría con las manos extendidas hacia adelante, tenía realmente algo de trágico. Aquella carrera parecía una persecución horrible, loca e infernal. Rie, muda de espanto, abrió la boca, pero de ésta no salió ningún sonido. Al llegar a su habitación, Etzel dio un portazo furioso y echó llave. El señor de Andergast comenzó a golpear la puerta con los puños. De la cocina salieron precipitadamente la cocinera y la doncella. Dentro de la pieza se oyó un estrépito prolongado de vidrios rotos.
Al oírlo, Rie dio un grito que hizo sacudir a todos los individuos. El señor de Andergast con toda su fuerza hercúlea se echó sobre la puerta y consiguió que cediera. De un salto entró en la habitación, y Rie lo siguió retorciéndose las manos. En la puerta se quedaron los sirvientes de los Andergast y los Malapert, el portero, su mujer y un cartero que acababa de llegar con la correspondencia. Etzel, junto a la mesa, estaba cubierto de sangre. Vacilante, el señor de Andergast se le aproximó, y tomándole la cabeza entre sus dos manos balbuceó:
—Agua, agua…
Alguien corrió a buscarla. Rie juntó las manos para rezar. ¿Qué había pasado? Etzel había roto los vidrios de las dos ventanas y no sólo eso, sino también el espejo del armario, los frascos del tocador y los jarrones de porcelana que estaban sobre la cómoda, en medio de un delirio de destrucción y con el alma presa de la locura. La sangre le corría por las sienes, las mejillas y la nariz. Se había tirado de cabeza, contra los vidrios y partió el espejo a puñetazos.
Tenía las manos hasta las muñecas llenas de tajos y las ropas empapadas de sangre. Pero su furor había decaído de golpe ahora se encontraba tranquilo y de pie junto a la mesa, contemplando sus heridas con una sonrisa de hosca satisfacción y parpadeando porque le corría la sangre sobre los ojos. De pronto sintió que su espíritu quedaba extraordinariamente tranquilo, como si junto con la sangre hubiera corrido de sus venas una parte de la amarga decepción que le envenenaba el corazón. Presentaba el aspecto de un desdichado que después de una caída se levanta lentamente, mira perplejo a su alrededor y pregunta por el camino que ha perdido o del que se apartara que no percibiendo ningún paso para salir del lugar en que se encuentra, pasea sus miradas a su alrededor e inquiere sobre la ruta a seguir. En un momento dado, las miradas de Etzel cayeron sobre su padre, y un asombro vacilante se pintó en sus rasgos, como si la figura habitual que siempre lo había dominado se hubiera transformado en otra, situada en cierto modo algunos escalones más abajo y hacia la cual hasta tenía que inclinarse un poco para reconocerla. Aquél ya no era un ser enigmático, detentor y depositario de secretos ya no era más el regente de misteriosos destinos: ya no era Trimegisto, sino un pobre hombre culpable y deshecho. El señor de Andergast tenía la boca entreabierta y se le veían los dientes. Así, con la boca entreabierta, se dejó caer en una silla y sus ojos color violeta, vacíos de toda expresión, parecían salírsele de las órbitas, como bolillas de la lotería. (Cuando, después del mediodía, salió acompañado por un médico para el manicomio, estaba todavía en el mismo estado, con la boca entreabierta y los ojos desorbitados, sin mirada y sin expresión). Etzel contemplaba con aire pensativo el rostro que literalmente se descomponía bajo sus miradas, y mientras Rie lavaba cuidadosamente la sangre que le corría por las mejillas, la frente y las manos, dijo con voz de niño, seca y clara:
—Que vayan a buscar a mi madre.
Así lo hicieron.
Aquí termina la historia del caso Maurizius, pero no la de Etzel Andergast.
FIN