CAPÍTULO NOVENO
1
LA GENERALA recibió de Sofía de Andergast una carta que la impulsó de inmediato a dirigirle la siguiente respuesta:
Querida Sofía: Está muy bien que vengas. Además, no necesitas pedirme mi opinión ni yo tengo que darte consejos. Hallo tan legítima tu decisión, que te invito a hospedarte en mi casa; y me sentiré muy contenta si aceptas. Espero que aún no estés en camino y que estas líneas lleguen a tiempo a tus manos. ¿Quién comprenderá mejor que yo tu desesperación? ¿Yo misma no estoy, desde que partió el pequeño, en un estado abominable? Hablaremos acerca de lo que debes hacer; es cierto que no tienes que esperar gran ayuda de mí; soy una anciana inútil y no es solamente esto lo que obstaculiza mi libertad de movimientos. Tu hijo es hijo del mío, voilá tout. Pero esta vez, Sofía, estoy contigo y estaré contigo hasta el límite de mis fuerzas y de mi coraje. Naturalmente, tiemblo al pensar en una entrevista entre tú y Wolf. Pero es necesario que se realice. Tienes razón. Es necesario que se explique, está obligado a hacerlo, ante Dios y los hombres. Tienes el derecho de reclamarle tu hijo. Aunque desgraciadamente no pueda decirte dónde está, será necesario que se reconozca responsable de que las cosas se hayan agravado hasta el punto que él mismo ignore dónde se halla su hijo. Tus amigos no te han informado mal: nadie sabe dónde se encuentra nuestro pequeño. ¡Ah, Dios!, ya no puedo dormir y me rompo la cabeza sin cesar por descubrir la causa y el lugar de ese exilio. Tu carta destruyó en mí una esperanza suprema y absurda, la de que se había refugiado junto a ti. En los últimos tiempos, a menudo hablaba de ti, pero como yo no tenía derecho a escucharlo, ¿qué sucedió?: que no habló más de ti. Sólo entonces sentí que me hacía inútil, inservible en este mundo. ¡Ah!, no envejecer, o; si esto es imposible, ¡no ser viejo al menos! Después de todo, te asombrarás aún más de esta carta. Pero que haya sido necesario que tú, la madre, supieras por extraños —llama amigos a esos extraños, si quieres, e incluso en este caso también son extraños—, que supieses, digo, por medio de extraños que tu niño había abandonado al padre y que no se lo podía descubrir, he aquí la gota que hizo desbordar el vaso. Ha querido ignorar las tres cartas que le enviaste en los últimos meses; esto lo comprendería en rigor, pero no hacerte saber, o al menos, no hacerte escribir por su abogado lo que pasó, lo que te concierne tanto como a él, y quizás mil veces más que a él, es ya demasiado. Consecuencia… Ustedes los jóvenes sacan conclusiones muy divertidas; también tú, por lo demás, y hay en ti cosas que no comprendo; pero no quiero dejarme arrastrar por el charlatanismo, por lo menos en el papel. Acaso me lo expliques tú. Hace ya nueve años que no te veo, mi querida Sofía, o quizás diez. ¡Dios!, ¿es posible?, y no sé lo que has llegado a ser; pero como mujer estás ahora más cerca de mí que antes, y creo que nos comprenderemos sin muchas palabras y sin grandes palabras; pero, en cambio, me preocupo por las gentes, en la medida en que son hombres. Te envío mil cariños. Tu devota — Cecilia de Andergast.
Para no ser acusada de conspirar a espaldas de su hijo con la enemiga de éste, la Generala creyó necesario informarle sobre la aludida correspondencia. Lo hizo con una carta mucho más corta que la dirigida a su exnuera y agregó que Sofía estaría en la ciudad mañana o pasado mañana, y se alojaría en su casa. Esto fue para el señor de Andergast un golpe inesperado que arrojó una luz brutal sobre la inutilidad de las medidas que tomara durante años. Encontró la carta de su madre, por la tarde, sobre su escritorio. La leyó, la plegó y la puso de lado. La releyó y volvió a releerla aún. La desgarró en cuatro pedazos y la arrojó en la papelera; diez minutos más tarde recogió los trozos y los tiró en la estufa, los encendió y contempló hasta que se quemaron. Luego se puso a deambular; después levantó el tubo del teléfono, se hizo comunicar con el Palacio de Justicia, pidió que lo atendiera el director Guenzburg, y le encargó que comunicara de inmediato al administrador de la prisión de Kressa que el procurador estaría allá al día siguiente por la mañana. ¿Había una relación de causa a efecto entre la carta tan cuidadosamente quemada y esa resolución oficial? Está permitido suponerlo, sin más. Pero el señor de Andergast de ningún modo había fijado el día de la entrevista que se proponía mantener con el prisionero Maurizius. Si esa actitud de defensa, de la que se daba una prueba sensible a sí mismo cambiando de lugar, no era una forma de rehuirle a Sofía, bien podría ser la expresión de otra huida. ¡Por lo menos no estar allí cuando ella llegara! Pues sabía que no le sería posible eludirla. Esta vez tendría que comparecer.
2
KRESSA se erige bien alta entre colinas pronunciadas, con aspecto de un viejo fuerte, residencia hereditaria de una familia real. El hecho de que los pueblos detengan, para hacerle sufrir un cautiverio expiatorio, a la hez de la sociedad en el mismo lugar que fue cuna de sus príncipes, podría dar tema para una lúgubre e impresionante balada sobre el carácter efímero de los esplendores terrestres. El auto oficial del señor de Andergast asciende, con el motor humeante y crepitante, la áspera pendiente que conduce al pabellón recientemente construido. El administrador Pauli espera en el portón; es un hombre delgado; pálido, de unos treinta años, con lentes y un bigotito rubio, anteriormente instructor en Kressa. Recibe al procurador y lo conduce a su oficina de la izquierda; es una habitación meticulosamente limpia, intermedia entre el saloncito burgués con sus teteras sobre el sofá, sus sillones y sus fotografías en las paredes, y la oficina con sus clasificadores, su escritorio, su teléfono, sus aparatos de señales. Al escritorio está sentado un secretario, detenido privilegiado en quien ese visitante de nota provoca visiblemente una agitación febril, pues sus ojos están vidriosos y sus manos, que arreglan los papeles, tienen movimientos desordenados. El señor de Andergast toma asiento y, con un simple ademán, invita a Pauli a que le haga su informe. Le dice: «Señor Administrador», con tono seco y cortés. Pauli declara que, desde la última tentativa de evasión que se produjo diez días antes, reina tranquilidad en el establecimiento o que, en todo caso, no hay ningún motivo de queja especial. El señor de Andergast desea algunos datos sobre la evasión, que fracasó gracias a la vigilancia del puesto nocturno del patio superior. El rostro exangüe del administrador se coloreó débilmente al recuerdo de un hecho entristecedor y humillante, a la idea de la mala opinión que tendrían esos señores de la administración penitenciaria, y por último, al pensamiento de que uno nunca puede estar seguro de que tales tentativas no se renueven. Sólo existe algo que es peor y cuyas consecuencias son más desastrosas, y es la rebelión abierta. También ya la conoció.
Parece inevitable. Después de dos o tres meses de calma, se acumulan regularmente nubes, que estallan en catástrofe. Uno hace todo lo que está a su alcance por esos hombres; tienen una alimentación conveniente, el número de horas indispensables para dormir, sus oficios religiosos, sus recreaciones, uno es gentil con ellos, les procura todas las suavidades en la medida de lo posible, pero no lo ven, no dejan de conspirar, de complotarse.
Todo esto se lee en el rostro del joven administrador mientras relata la última tentativa de evasión, historia gris y monótona cuyo único hecho notable consiste en que los penados —eran los del dormitorio número doce— lograran en dos horas de trabajo nocturno perforar sin ruido un muro de setenta y cinco centímetros de espesor, practicando en él una abertura por la cual podían deslizarse fácilmente, y dejarse descender de a cinco, desde una altura de veintitrés metros, a lo largo de cuerdas que habían trenzado poco a poco en las salas de trabajo y ocultado en el dormitorio. ¿Cómo y dónde? Esto resulta incomprensible.
—Tentativa insensata, desesperada —dice el administrador con su voz baja y triste, y los ojos fijos en el suelo—, pues a partir de allí aún tenían que salvar treinta metros más y las cuerdas eran cortas: hubieran tenido que saltar los últimos siete metros. Pura locura.
—¿Y aparte de esto? —interrogó el señor de Andergast con precaución, como para no despertar la susceptibilidad del administrador—. Si mis informes son exactos, debe de haber entre ellos algunos ejemplares de interés.
—Sí, ciertamente —asintió Pauli con resignación—; están en primer término Hiss, el asesino del brigadier de gendarmería Jaenisch; sin duda el señor Barón lo recordará: agresión nocturna en la calle. Con él hay que retorcer mucho hilo, pues no se encuentra un medio de domarlo y plegarlo al reglamento. Hace seis semanas que está aquí y todos los días presenta una nueva queja, sin fundamento; ha permanecido tres meses en Dietz, donde relataba alegatos tras alegatos: quería salir de allá, no podía aguantarse; finalmente se lo transfirió a Kressa y ahora desea retornar a Dietz. Tiene una fobia enfermiza contra el trabajo; su único deseo es escribir; quiere relatar su vida y dar así la prueba de su inocencia, es decir, establecer que no ha cometido un asesinato, sino que por culpa de su padre, un bruto y borracho consuetudinario que lo engendró en la ebriedad, había caído en una extremada miseria y que en esa noche de invierno mendigó un cigarrillo al brigadier, a lo que éste llevó la mano al bolsillo para sacar su revólver; entonces él, Hiss, de miedo a ser baleado, disparó. De cualquier modo, no se podía llamar a tal hecho un asesinato; por una cosa así, no debería estar detenido toda su vida; había actuado en caso de legítima defensa, he aquí todo. Desgraciadamente —continúa Pauli sacudiendo la cabeza—, un abogado de Aschaffenbourg se interesó por la causa de ese mentiroso simulador, como por una causa justa, y desde entonces solicita incansablemente entrevistas con su cliente e inunda la Corte con sus pedidos de revisión. Usted lo verá, señor Barón —concluyó el administrador—; hace tres días le acordamos la celda individual que reclamaba para poder escribir y se le dio papel, plumas y tinta, pero hasta el presente no ha escrito una sola palabra. Tal es el hombre.
Miró al secretario, que comprendió de inmediato, sacó un cuaderno azul de un cajón y se lo entregó a Pauli. En la etiqueta oval se leía: «Recuerdos de mi juventud».
—Redactó esto en Dietz —dijo el administrador y entregó el cuaderno al señor de Andergast, que lo abrió y observó un momento. En la escritura cursiva y separada se reconocía al empleado de comercio, el estilo presentaba por turno una exageración insoportable y lacrimosa y una suficiencia fanfarrona. Cada tres palabras, había una falta de ortografía o de sintaxis; pero, a pesar de todo, había una sorprendente precisión en infinidad de detalles no desprovistos de interés.
—Sí, toman muy en serio a sus propias personas y a las nuestras muy a la ligera —dice el señor de Andergast, abandonando el cuaderno y levantándose—. Desearía, señor Administrador, visitar el establecimiento, y esta tarde a las tres, mantener una entrevista particular con el penado Maurizius.
Pauli se inclinó e hizo llamar al jefe de carceleros.
—¿Cómo se porta ese hombre? —preguntó el señor de Andergast con tono de indiferencia, con la mano derecha ya en el picaporte. Pauli sonrió, levantando las cejas.
—¡Oh! —respondió—, si todos fueran como él, señor Barón, tendríamos una vida fácil.
El jefe de carceleros entró en la oficina; era un anciano de aspecto juvenil, de rostro amable e inteligente.
3
ÉL abre una verja de hierro, se penetra en un patio triste, limitado por los muros del edificio, que parecen ascender hasta el cielo. El jefe de carceleros abre la marcha, el señor de Andergast y el administrador lo siguen, dos centinelas uniformados cierran la marcha. El patio está perfectamente barrido, en todas partes se observa un orden que quizás no es el de todos los días. El señor de Andergast, naturalmente, sabe a qué atenerse sobre lo que revelan esas visitas anunciadas: cuando se las espera, se pone a contribución todo lo que tiene brazos y piernas para evitar una reprimenda, y si algo suena mal, se espera obtener indulgencia destacando que es el resultado de una costumbre generalizada o de una negativa de créditos; pero él sabe también que las gentes son fieles a su deber y encaran las obligaciones de su ruda tarea con inteligencia y paciencia. Ya no es como en otros tiempos, en un pasado no tan lejano por cierto, en que las casas penitenciarias tenían la reputación de infiernos, de cuyo horror sólo se hablaba en voz baja y temblando, siendo los directores tiranos irresponsables, los carceleros sirvientes de los verdugos. Ahora se vive en una nación civilizada y el cumplimiento de la pena está reglamentado según principios humanitarios, acaso demasiado humanitarios. Además, Kressa gozaba, bajo ese aspecto, de un renombre sumamente favorable.
Pero el señor de Andergast no ha venido a hacer una de las inspecciones reglamentarias. Se ha servido de un pretexto oficial para disimular todo lo posible su verdadera intención. No desea que se diga que el procurador general vino a ver a Leonardo Maurizius, que él se ocupa evidentemente del asunto y que hay algo en el aire. Desea que no se hable de eso. No, no hay nada en el aire; se puede estar tranquilo al respecto. Así el pretexto se transforma en el cumplimiento concienzudo de otra tarea.
Los cinco hombres ascienden en silencio una escalera de madera dura y en curva; el jefe de carceleros abre una puerta de hierro se abre, penetran en una de las salas de trabajo. Las ventanas enrejadas en lo alto, en forma de ratoneras; las llaves del guardián suenan una vez más, una segunda puerta de hierro se abre, penetran en una del las salas de trabajo. El señor de Andergast, involuntariamente, saca su pañuelo y lo pone sobre su boca. Lo acoge el olor de un lavadero. Conoce este olor. Cuando era principiante, experimentaba de antemano verdaderas angustias, porque ese olor casi lo hacía desvanecer. Eso huele a ropas grasientas, a cola vieja recalentada, a grasa rancia, a muros leprosos, a sudor y alientos fétidos. El viento es fuerte ese día, en las tres salas las ventanas están cerradas. Alrededor de ciento cincuenta hombres de toda edad van y vienen en su interior, unos libremente, otros trabados por ataduras de cuerdas. Trenzan fibras, retuercen cuerdas, algunos hacen jabón, otros trabajan en un armario. Un hombre totalmente encorvado se aproxima al administrador arrastrando los pies, apenas lo ve; con aire misterioso le tira de la manga y le murmura al oído que siempre sucede lo mismo con ese gusano roedor que le destroza el cerebro y que su sufrimiento empeora día a día. El administrador simula tomar en serio sus quejas y cambia con el carcelero, que levanta los hombros, una mirada de inteligencia. No hay duda de que el hombre simula y, sin embargo, cae en un estado de sobreexcitación peligrosa si no se le cree y se le hacen reproches. Es probable que haya inventado íntegramente esa idea del gusano roedor que se aloja en su cerebro simplemente para forzar la atención y hacerse interesante a sus propios ojos. El carcelero llama a un tal Buschfeld, que, por la mañana, se hizo culpable de un acto de indisciplina, y le pide explicaciones en voz baja y amable, haciendo un llamado a su buen sentido. Al producirse la revolución de 1918, en Darmstadt, Buschfeld abofeteó primero al general Winkler, y luego lo mató por la única razón de que era general, Por lo demás, es un hombre inofensivo a quien nadie detesta; casi como a un muchacho a quien se reprocha una reincidencia tiene, justificándose, una sonrisa extraña, mitad confusa, mitad irónica, mientras sus grandes dientes magníficos brillan en el rostro bien dibujado, de pronunciado mentón, apenas cubierto por algunos largos pelos. El señor de Andergast se aproxima y escucha.
Como todos los que están allí, desde que se les permite abrir la boca, Buschfeld, después de tres frases, comienza a hablar de su crimen y de su condena y demuestra su inocencia con numerosos argumentos evidentemente meditados con cuidado. La vista del público que lo rodea, lo enardece; describe la situación, explica el malentendido de que ha sido víctima. Sonríe continuamente con sus grandes dientes magníficos. Y el señor de Andergast mira sus grandes ojos velados, color de avellana. Hay en esos ojos un deseo irrefrenable, impetuoso, y que se hace enloquecedor al más ligero golpe dado en la puerta por esa única idea de «afuera». Cuando dice «afuera», entiende por esta palabra el mundo, la vida, la libertad, el árbol, la pradera, la mujer, el cielo, el cabaret, cosas deliciosas cuya evocación compleja abarca al ser íntegro. Ese señor extraño que está allí delante suyo, viene de «afuera»; en consecuencia, tiene un nimbo, un perfume embriagador, un no sé qué en el cual residen todas las posibilidades. Lo mira fijamente y parece preguntar con asombro: «¿Cómo, vienes de "afuera", volverás allá y no te sientes loco de alegría?». Todos y cada uno tienen en los ojos esa idea de «afuera», esa idea enloquecedora, devorante. Es distinta a un deseo; es más, mucho más, supera al deseo, es más grande, más sombría, más estelar que todas las otras nostalgias de la tierra.
Hay ojos en los cuales está casi apagada, ha pasado demasiado tiempo, el espíritu dejó escapar las imágenes que hacen a su alrededor un ruido de hojas muertas; es que también el hombre está desecado. He aquí un hombre de cincuenta años con un collar de barba negra como la tinta en torno de su rostro pálido, verdadera figura de carbonero.
Hace nueve años que está allí. Mató a su patrón porque éste le retenía los dos mil marcos que había ahorrado durante numerosos años de trabajo y que con toda confianza depositara en su casa. Cuando se le pide, relata su historia en su dialecto renano; su pecho se distiende y respira profundamente; todo su poderoso cuerpo, tendido, revive la intolerable iniquidad como en un lejano eco que lo hace vibrar y temblar hasta las entrañas: necesitando ese dinero, lo reclama una, dos, cinco veces; el campesino siempre lo rehuyó, lo eludió, nutrió en él falsas esperanzas y el hombre terminó por convencerse de que el dinero había desaparecido. «¿Qué hacer entonces?, ¿a quién dirigirse? Ni a Dios ni a los jueces; sólo tiene que matar, sin lo cual el corazón estallará». Alma confundida, alma descarriada, alma triturada. Schergentz trabaja a su lado; tiene veinticinco años, es un incendiario: nunca se supo por qué se hizo criminal; era buen hijo, laborioso; una noche puso fuego a la granja del vecino, tres personas perecieron en las llamas; ¿por qué? Nadie lo sabe; desde la hora de su detención no ha pronunciado una sílaba; padre, madre, testigos, juez de instrucción, gendarmes, jueces, defensores, jurados, todos se esforzaron en vano, sin obtener una sílaba; permaneció mudo. Durmiendo, no habla; cuando está solo tampoco, jamás se abandona. El administrador todavía trata de convencerlo, mas se lee en el rostro del jefe de carceleros y de sus subordinados que consideran inútil cualquier tentativa. El señor de Andergast le pone pesadamente la mano sobre el hombro y, fijando la mirada de sus ojos violetas en los del detenido, en los cuales alumbra su llama la obstinación, dice:
—Vamos, hombre, ¿qué quiere decir eso? En nada lo beneficia. ¿Para qué empecinarse, entonces?
Pero esos labios están sellados. Un «cordero» del servicio de espionaje emitió hace algunos meses la opinión siguiente:
«Desde el primer minuto de su liberación hablará, pero no antes», y así sus manos cumplen la tarea habitual mientras que los ojos lúgubremente cerrados, también mudos, pasan delante de esos hombres sin verlos. Ningún contraste es mayor que el que hay entre él y su vecino; el joven envenenador. Se desembarazó del padre de su novia con arsénico, porque quería evitar su casamiento y se negaba a entregar la dote de su hija. Miembros, articulaciones, músculos, labios, frente, todo tiembla en él con un movimiento convulsivo; su cara enrojece y se congestiona cuando califica de injusticia inconcebible la sentencia que lo ha herido, cuando afirma que nada ha sido probado, que nunca pensó en hacer daño, que los testigos eran enemigos suyos y los jueces estaban prevenidos. Cita los informes de los químicos, el del farmacéutico; todo es falso, es calumnia; se ha callado tal cosa, inventado tal otra, todo para detenerlo y perderlo.
—¿Por qué? —pregunta secamente el señor de Andergast.
Levanta los hombros con impaciencia. Era un complot universal. Sus últimas palabras se tropiezan, en tanto que trenza apresuradamente y golpea la malla con una pala, humedeciendo sus labios con la punta de la lengua, aguzada como la de una víbora, con los ojos siempre bajos; es la mentira hecha hombre. ¡Pero cuán miserable es esa mentira, qué temeroso y confundido, qué transparente y débil! El cuerpo ya no obedece sino en apariencia a la voluntad; es un mecanismo destruido, una máquina de piezas enmohecidas, de tubulares rotos, y si respira, si toma algún objeto, traga y digiere, esto no es más que un engaño. En la tercera pieza hay un viejo de sesenta a sesenta y cinco años; él mismo no sabe con precisión su edad; salvo pequeñas interrupciones, ha pasado treinta y tres años en la prisión; tipo tradicional de reincidente. Hace once años se lo trajo por última vez. Tiene aspecto de vagabundo, simpático, con su barbilla grisácea, su prestancia, su cuello encogido, su pequeña cabeza redonda, su naricita arremangada, su pequeña boca y su estrecha frente abombada. El señor de Andergast le pregunta qué mal ha hecho. Sonríe plácidamente:
—¡Ah, nada más que un pequeño robo, un robo de nada! —Y prueba el filo de su pala en un dedo.
—Pero, Kaesbacher —objeta el jefe de carceleros con tono de reproche—, no le habrían dado once años por eso.
—Claro está que no —concede el viejo—, había encima una pequeña historia de costumbres.
—¡Ah! ¿Está contento con el régimen? —pregunta el señor de Andergast.
—¡Ah!, eso sí; no hay de qué quejarse; ahora que la moda consiste en tener ideas humanitarias, uno está todo lo que se puede estar de bien en establecimientos como éste.
Por lo demás, el humanitarismo es algo bello; sin embargo, sería necesario que hubiese un poco más de grasa. A veces le falta la grasa, y está obligado a confesarlo. Luego, batiendo lánguidamente los párpados:
—El 23 de mayo será mi cumpleaños.
—¡Ah! ¿Qué desearía para entonces?
Y el jefe de carceleros, con la ironía de un hombre enterado:
—¿Apuesto a que es un budín lo que desea?
—Precisamente, budín, adoro el budín.
Y la idea de tener un budín embellece su bello rostro estropeado de delincuente como el crepúsculo el de una niña sentimental. Para éste, el «afuera» ya no existe.
4
ASCIENDEN un piso más para llegar a las celdas individuales. El señor de Andergast no desea ver más que ejemplares típicos. En la primera celda, que tiene la forma de una cueva, se aloja un asesino, un criminal por celos, un hombre de talla esbelta, de rasgos melancólicos, tuberculoso en primer grado. Lo observan por el judas: está sentado delante de su mesa, profundamente abstraído; cuando se abre la puerta, se pone de pie de un salto y se cuadra con rigidez militar; llaman a esto una actitud digna y por ello es bien visto. Una marioneta que sabe ocultar su desesperación interior hasta la total extinción de su personalidad. El jefe de carceleros, cerrando la puerta de hierro, da informes totalmente objetivos:
—A menudo se lo oye suspirar muy fuerte, por la noche, durante horas seguidas.
Pasemos al caso siguiente: un hombre, un coloso, culpable de violencias y que participó en la tentativa de evasión de octubre último. Había conseguido una barra de hierro con la cual quería aplastar al guardián al ir al baño; sería ésa la señal para los conjurados. Pero sucedió que ese día el guardián de turno era precisamente aquel que hacía ya tiempo, a escondidas, le había pasado tabaco de mascar; entonces no pudo golpearlo, la barra de hierro se le cayó de las manos. Está parado contra la pared de su celda y mira entre los párpados semicerrados. Desde su ventana ve a lo lejos, en el campo, un manzano en flor, solo, destacándose delicado y lejano contra el minarete de una casa, en el fondo del valle; este hombre permanece allí, apoyado en el muro, desde el mediodía al crepúsculo, sin moverse, mirando el lejano manzano. Cuando el carcelero abre la puerta, sólo hace un movimiento con la cabeza, como si estuviese ebrio de sueño y sus ojos parpadean, parpadean.
Mientras estaba «afuera», no conoció emociones semejantes: ¿qué era para él entonces un manzano florido? No le prestaba ninguna atención, y ahora se ha hecho a sus ojos algo inmenso, es el símbolo de todo aquello de que está privado y de todo lo que ha dejado escapar, así como para su vecino de celda, el canario que se le ha permitido guardar y cuidar.
Está condenado a perpetuidad, ha matado y luego despedazado a una niñita de ocho años, pero quiere tanto a su canario que sus ojos se llenan de lágrimas cuando lo mira. Los muros de su celda están adornados con fotografías de toda índole, ilustraciones de diarios, una pequeña madona en colores; son todos obsequios en premio a su buena conducta; cada una de esas cosas le toca en lo más íntimo, y puede permanecer horas y más horas en contemplación delante de cada una de ellas. Saluda a los visitantes con una sonrisa de niño, que no deja de ser inquietante; por seductora y natural que parezca su sonrisa, recuerda las divagaciones de un afiebrado; el hombre tiene anudado alrededor de la cabeza un pañuelo; el administrador le pregunta lo que tiene y responde de buen humor que ha ido esa noche a la kermesse de Kressa. Y ríe. Apoya sus labios en las varillas de la jaula y atrae al pájaro; la bestezuela está bien amaestrada, le ha enseñado a darle un beso; se aproxima revoloteando y pasa su pico entre los labios del asesino. Uno se siente trasladado a una escena estúpidamente sentimental de un folletín por entregas, cuya finalidad fuera poner en descubierto el lado humano de los criminales más abyectos, lo que quizás queda en ellos de la indeleble marca divina. ¡Pero qué horrible es, cómo todo eso es intraducible! ¿Es posible que Dios lo comprenda?
Llegan a los dormitorios. El administrador muestra al señor de Andergast la ventana por la cual dos detenidos se evadieron hace dieciocho meses, quedando un tercero aprisionado entre los barrotes por los cuales ya había pasado la cabeza, el pecho y los brazos, pero que quedó detenido por las caderas; sus compañeros dé cuarto no pudieron desprenderlo y así, desde medianoche a la mañana, permaneció con el cuerpo desnudo, embadurnado de grasa, suspendido encima del abismo, sobre el cual sobresalía como una viga, y gimiendo por sus torturas. Los otros dos habían corrido, desnudos, en el frío invernal, por el camino; habían penetrado en una casa de campo deshabitada, tomaron en ella alguna ropa y desaparecieron. El administrador, midiendo con la mano el espacio entre los barrotes; declara que resulta un enigma para él que un adulto haya podido comprimirse lo bastante para pasar entre ellos, cuando un gato apenas puede hacerlo. El señor de Andergast hace esta observación:
—Parece que el instinto de libertad da a las gentes capacidades sobrehumanas.
El administrador y el jefe de carceleros aprobaron en silencio, pero el señor de Andergast siente que sus palabras son triviales e insignificantes; desde que se encuentra en el establecimiento, tiene la penosa impresión de no estar a la altura de su cargo, no recuerda un solo instante en que se encontrara tan turbado, lo que se ve en su palidez, en su paso inseguro; camina pesadamente como si tuviera plomo en los huesos. Cuarenta camas en un cuarto, sesenta en la pieza vecina; de pronto ve las camas unidas y superpuestas, percibe esto de golpe y con voz sorda, en la que se transparenta su descontento, dice que esa disposición es intolerable; los dos centinelas ríen a escondidas; las facciones del jefe de carceleros, llenas de gravedad viril, marcan una inquietud basada en la experiencia; el administrador murmura:
—Es un foco de infección. —Frase que también irrita al señor de Andergast por su chatura.
Su frente se empurpura como si la cólera ascendiera en su interior, lanza aún una mirada sobre los lechos vacíos superpuestos, impresionado por una visión de horror que exaspera el sentimiento de su dolorosa insuficiencia hasta hacerlo sentirse culpable; con la mano se cubre los párpados, y no quiere ver más esas camas que le presentan hombres bajo el nauseabundo aspecto de una mucosidad repugnante que amplían la perfidia y la voluptuosidad, el interior del pecho como una porción limitada de tinieblas con un músculo palpitante en medio, al cual, por un juego vano y frívolo, los poetas y los místicos siempre hicieron el receptáculo de todas las virtudes.
Exemplum docet, se dice el señor de Andergast entrando en la celda del temible Hiss; no hay necesidad de abrirla, porque el limosnero del establecimiento está en ella y un guardián, hombre joven de rostro brutal, roído por una eczema, monta guardia en la puerta. El médico de almas saluda al señor de Andergast. Con su cara arrugada y su mechón blanco, parece un pescador noruego. Pero en él, como en la mayoría de sus semejantes, son engañosas las exterioridades de la autoridad eclesiástica, que ponen en torno a su frente un nimbo luminoso. Esa autoridad que antaño les daba alas, está ahora casi totalmente agotada, se han dado cuenta de que no puede quitarle a esa montaña de desolación más que algunos granitos de arena, que la galería que abren en ella los hunde a ellos mismos día a día, se han cansado, ya no tienen fe en su misión y cumplen sus funciones como empleados, porque el Estado les paga para ello.
—Un caso desesperado —le murmura al señor de Andergast, designando al penado con un movimiento de hombros, y sobre su rostro se extiende esa expresión de disgusto excesivo que experimentaría un hombre a quien se incitara por centésima vez a arrancar de la tierra un árbol con sus raíces. Hiss está allí, con el busto recogido, la boca plegada en un gesto de maldad en su rostro amarillo limón; la frente huidiza está perlada de gotas de sudor, sus ojos amarillentos como los de una pantera están fijos en el pastor con una expresión de odio insondable, y cuando el administrador le dirige la palabra para preguntarle si ha comenzado a escribir, la mirada se dirige hacia él con la misma expresión de insondable odio.
—No pude hacerlo —gruñe ásperamente—. ¿Cómo podría escribir? Hay del otro lado uno que no deja de aullar en su jaula; es como para perder la cabeza…
La mirada de odio se desliza por los rostros que lo rodean, la espalda se encorva más, la pantera bruta y peligrosa puede surgir de un instante a otro de ese ser que ya casi no tiene nada de humano.
El señor de Andergast retrocede involuntariamente un paso, abandona la celda sin decir nada; el carcelero ha abierto ya la siguiente: el hombre que la ocupa es aquel «que aúlla en su jaula»; sufre en ese momento una pena disciplinaria, está encerrado por tres días en una jaula de hierro, y, agachado en la semioscuridad, sacude de tiempo en tiempo los barrotes como un gorila, lanza alaridos cada tanto de modo lastimero, como una vaca que llama a su ternero al cual llevan a la muerte.
El jefe de carceleros le grita con tono severo:
—Lorschmann, si no se queda tranquilo no comerá mañana. —A lo que responde un ruido semejante a un chirriar de dientes que viene del cuerpo del enjaulado, como si tuviese entrañas de hierro herrumbroso. Aquí «el hombre» está totalmente aniquilado; «el hombre» cuya grandeza se celebra, su aspecto exterior mismo, ya no es más que una caricatura. El señor de Andergast está parado frente a la puerta de la celda como si él mismo fuese un prisionero. ¿Por qué esas cosas son tan nuevas para él, tan espantosamente inauditas? ¿Hay en esos ojos una nueva acuidad o bien el rayo de la linterna sorda habría caído sobre ese cuadro infernal, como últimamente sobre el cerebro del personaje aparecido en el espejo de la habitación de Violeta?
5
LAS tres. El señor de Andergast ha almorzado en el restaurante de Kressa, es decir, pagó una serie de platos y sólo tomó dos pocillos de café. Abren la celda del penado 357 y echan el cerrojo detrás suyo. Un hombre sentado junto a una mesa se levanta con la rapidez que exige el establecimiento y con la cual mantiene en pie a su mundo; permanece parado y espera en silencio. Casi llega al cuello del señor de Andergast; el traje gris de los presos flota alrededor de su escuálida silueta.
Su dorso se conserva muy recto y tampoco su cabeza está encorvada. Su tinte gris no se distingue del color del traje; sobre una frente elevada se adhieren los cabellos sin cortar, blancos como la nieve. La celda tiene cinco muros, contiene la cama de hierro y un estante con algunos libros. La ventana da sobre el patio; abajo, cincuenta presos marchan en ronda silenciosamente. Es el paseo reglamentario. En el patio no hay lugar sino para cincuenta. Son necesarias cinco horas para que ocho equipos puedan hacer su paseo cotidiano. Se oye ascender el ruido de los pies arrastrándose sobre el pavimento y creeríase que es el viento que pasa entre velas tendidas y que las hace ondear.
—Sin duda, usted no me recuerda —comienza el señor de Andergast, con tono convencional. No parece intención suya anudar el presente con el pasado, ni tampoco sondear un estado de ánimo. Con el mismo formalismo, pronuncia lentamente su nombre y su título. Maurizius, que hasta ese momento no se ha movido, levanta un poco el mentón, como si acabase de recibir un golpe. Como da la espalda a la ventana, no es posible distinguir la expresión de sus ojos, que se destacan como dos círculos negros en su rostro alargado. El señor de Andergast toma asiento en la silla y espera que Maurizius, a quien ha invitado con un ademán, se acomode en la cama.
Sin embargo, éste vacila. ¿Qué le hace merecer tal distinción?, pregunta con la lengua pastosa, que hace comprender que no la emplea a menudo. El señor de Andergast está sentado, inclinado hacia adelante, con las manos cruzadas sobre sus rodillas. Su ojos violetas han recobrado su ardor y su brillo.
—Esto no puede explicarse con una sola palabra.
Repite su ademán invitando al otro a que se siente y de nuevo une las manos. Un silencio. Entonces el señor de Andergast, con los ojos fijos en el suelo, dice que su visita no reviste ningún carácter oficial, que le fue inspirada por consideraciones personales. Finalmente Maurizius se sienta en la cama, prudente, como para no perder una sílaba. Ahora que la plena luz del día cae sobre él, su rostro tiene un aire espectral. Uno podría creer que por sus venas corre sangre blanca; la nariz hundida, la boca de un corte completamente atractivo, casi graciosa y duramente cerrada.
Los ojos ya no son círculos negros, sino marrones, de color café, y tiene una mirada suave, persistente y triste.
—Consideraciones personales. ¿De qué índole?
El señor de Andergast prodiga toda su atención a la uña del dedo mayor de su mano derecha. Luego, con un parpadeo que expresa una sinceridad infantil (en realidad y por afectado que sea, es el parpadeo de Etzel), dice que se trata de medidas eventuales. Y Maurizius, apenas interesado, repite:
—¿Medidas de qué índole?
No tiene por qué desconfiar. ¿Acaso renunció Maurizius a toda esperanza? Lentamente levanta la mano, la coloca sobre su cabeza blanca y, en ese gesto, aparece al señor de Andergast el viejo Maurizius, tal como lo vio delante suyo, con la mano en la coronilla. ¡Qué misterio el de la herencia!
Las particularidades exteriores que la naturaleza ha transmitido de padre a hijo son mucho más convincentes y a menudo también más verdaderas que las particularidades morales.
Maurizius contesta con vacilación, aunque con bastante firmeza, que jamás, en ningún instante, en ninguna circunstancia, abandonó la idea de una rehabilitación. El señor de Andergast hace girar un índice en torno al otro. ¿Rehabilitación? No es posible pensar en ella, a lo sumo sería a muy largo plazo. Esta posibilidad, aun existiendo, no habría provocado la entrevista de hoy; había que encarar la situación, explica, en su realidad, y para hacerlo apenas existía un solo camino. Y este camino no era practicable sino por medio de una condición, que se le unía como la línea a la caña de pescar.
—Comprendo —dijo Maurizius.
—Creo, efectivamente, que nos comprendemos —afirmó el señor de Andergast.
Un silencio.
—He aquí otra tentativa que conduce al fracaso —prosiguió Maurizius con su voz no ejercitada, y con las cejas contraídas, mira sus rodillas—. Desde que estoy en esta casa muchos lo intentaron ya, poniendo todos su punto de honor en alcanzar ese único fin: directores —pues el hecho de que ahora tengamos un administrador es una novedad—, cuatro directores, entre ellos un antiguo coronel; luego esos señores de la administración penitenciaria, e incluso hubo uno del ministerio que vino varias veces a verme, y, naturalmente, más que todos, los eclesiásticos. El pastor Porschitzky, el que tenemos ahora, es el séptimo que vino a verme (cuenta mentalmente); sí, el séptimo. Uno de éstos, no recuerdo ya si fue el tercero o el cuarto, se llamaba Meinertshagen, permaneció dos días y dos noches sin salir de mi celda. En el mismo tiempo y con menos esfuerzos, habría podido convertir a toda una aldea de negros. Finalmente, uno habría dicho que me había triturado el cráneo a martillazos. Entonces, en mi desesperación —en esa época aún era capaz de caer en la desesperación por cosas de esa suerte—, en mi desesperación le dije: «Señor pastor, cuando Moisés hizo brotar agua de la roca, hizo un milagro. También usted quiere hacer un milagro conmigo, pero lo que desea hacer brotar por arte de magia tendría que hacerlo entrar en mí también antes por arte de magia. ¿Cómo un hombre va a confesar un acto que jamás cometió?». Entonces el pastor renunció a ello, pero a partir de ese día, no existí más para él. No me creyó. Nadie me cree.
La fisonomía del señor de Andergast expresa un pesar un tanto enfático. No quiere dejar que se sospeche que tampoco él lo cree, pero Maurizius sabe perfectamente que no le cree. Provisoriamente es dable entenderse con él, acordándole una atención cortés. Ya es mucho que haya abordado por sí mismo ese tema, y de ningún modo desearía perturbarlo con sus efusiones. El señor de Andergast sabe que el menor impulso dado a gentes condenadas desde hace años a la soledad, las hace caer, incluso cuando sólo se las anima a hablar con un mirada, en una expansión realmente automática. Es un bienestar que las libera, hasta cuando únicamente uno se limite a prestarle atención y aun cuando no puedan oír las réplicas de un interlocutor. Pero diríase que Maurizius adivina ese cálculo de su visitante.
«Es posible que sepas muchas cosas —parece decir el temblor fugitivo de su boca—, ¿pero qué sabes de esos largos, larguísimos años, qué sabes del tiempo? Que el tiempo sea en el presente, he aquí algo que no saben unos ni otros; sólo saben ustedes que ha sido. El presente es para ustedes un espléndido relámpago entre dos tinieblas; para mí, está hecho de tinieblas infinitas, entre un fuego que se ha desvanecido detrás del horizonte y otro cuya aurora espero. Una espera eterna, eterna, esto es mi presente, y mientras tenga que esperar, hasta lo invisible, en lo incierto, estaré en el presente. Sólo conoce el infierno aquel que realmente ha comprendido lo que es el presente».
Como los párpados de cera de una marioneta, se abrieron los de Maurizius; diríase que ahora solamente comprende a quién tiene delante, que es el mismo hombre que antaño, hace mucho tiempo, lo empujó a ese abismo con una energía inhumana e inexorable.
«¿Cómo es posible que aún vivas? —parece preguntar su mirada que hurga en el interior, mientras que con sus dientes blancos extraordinariamente pequeños muerde su labio superior—. ¿Cómo es posible que estés aquí en mi presencia con tu inactualidad? Es algo así como si se tuviera delante a Atila o Iván el Terrible y que los que se encuentran "afuera" pudiesen participar en esa inmortalidad de los que conocen el presente».
Como el señor de Andergast persiste en su silencio solícito, remitiéndose a un sortilegio cuyo poder conoció en casos análogos (parecería que hasta aquí su convicción personal no sufre la más ligera sacudida y que no siente que está irremisiblemente minada), Maurizius retoma sus últimas palabras:
—No, nadie me creyó —dice hablándose a sí mismo—; bastó una acusación para que fuera culpable. Por aquellos tiempos tenía muchos amigos, podía llamarlos amigos desde el punto de vista de mi vida de entonces, pero desde el día en que caí bajo el golpe de la acusación, se dispersaron como paja en el viento. Yo les dirigía sin cesar la mirada, sin poder comprender… Semejante abandono… Sin embargo, nunca les hice daño, no traicioné a ninguno, creí que no era posible que no me conocieran; cada uno tiene, por así decirlo, un «standard» moral, tantas cosas nos habíamos confiado unos a otros, ningún repliegue del alma había quedado oculto, uno se imaginaba… y ni uno… ni uno, como si de pronto yo hubiese surgido con un nombre extraño… en otro mundo…
—Olvida usted a alguien —le recuerda el señor de Andergast—; creo que su padre nunca dejó de creer.
No se resuelve con gusto a hacer una observación que revela demasiada familiaridad, pero ante todo se dice que está allí para disimular, y luego su enfrentamiento comienza a cautivarlo, hay en él una mezcla de precisión y amplitud, de frialdad y de fuga que uno adivina voluntariamente frenada, que fuerza su atención y hace desvanecer la indiferencia desconfiada en que se había envuelto. Maurizius hace una señal apenas perceptible con la cabeza.
—Sí, es cierto —responde—; mi padre, sí, él… pero un padre no cuenta. Hay una diferencia entre los vínculos de la sangre y los demás vínculos. Cuando un hombre es de los suyos, tal cosa no prueba nada a nadie. También Elli habría…
Se calla de súbito, sacude la cabeza.
Ese «también» era seguramente extraño, un ejemplo extraño que evita explicar. El señor de Andergast saca su cigarrera, la tiende abierta a Maurizius, quien toma un cigarrillo con ávido apresuramiento. El señor de Andergast le da fuego, enciende otro cigarrillo para él y durante un instante se miran, fumando en silencio. El señor de Andergast reflexiona con esfuerzo. Finalmente, como si hubiera comenzado a tener dudas y esperara ser puesto sobre una pista, lanza esta pregunta:
—Si tengo que admitir que usted no disparó —observe bien que no tengo que admitirlo, sólo trato de colocarme en su punto de vista—, ¿quién entonces, en su opinión, pudo hacerlo?
En sus labios hay una sonrisa amable, seductora, y los ojos violetas casi tienen una mirada buena. Maurizius lo observa. Sus cejas se levantan desdeñosamente, lo que forma en su frente una arruga profunda. Pasa alrededor de un minuto y medio, mientras su rostro se ensombrece como en un acceso de mudo furor. ¿Acaso esa pregunta formulada miles de veces con el mismo tono, con el mismo escepticismo, ese mismo aire triunfante de juez y verdugo lo transforma de ese modo? Es poco probable. Ha aprendido a tener paciencia, Conoce la paciencia de los interrogadores, frente a la cual se ha endurecido su corazón y cerrado su oído. La pregunta ya nada toca en él, no podrá hacer salir de su retiro a nada de lo que oculta, ni hacer derretir nada de lo que en él se ha petrificado. No contestarla jamás, bajo la presión de ninguna tortura moral ni física, no responderla jamás con una mirada, ni un suspiro, ni un gesto, es algo resuelto desde hace ya dieciocho años y siete meses.
Los demás se rompen los dientes en ese granito. Pero no es eso lo que lo perturba, sino la presencia de ese hombre. De pronto lo comprende: «ese que está sentado allí es su adversario; a setenta y cinco centímetros de ti, está quien te ha hecho maldito, quien te perdió, el hombre inhumanamente inexorable y no un simple representante de ese hombre —han venido muchos de tal jaez—, sino él mismo, en persona». Fatalidad y encarnación del destino. Todo lo de «afuera» condensado en un solo individuo, el mundo, la humanidad, el tribunal, el juicio, todo lo que ha soportado, todo aquello en lo que ha pensado en ese cuarto, todo ese presente eterno, todas sus noches de insomnio, las desesperaciones mortales, las humillaciones, privaciones, angustias, deseos mortales, la concupiscencia de la vida, la concupiscencia de la carne, todo el botín de la vida, todo esto encarnado en un solo hombre. Tiembla de horror al sentirse tan cerca de él, tan cerca como a veces se ve aparecer, en las brumas de una pesadilla, a un adversario. Arreglar cuentas con él sería satisfacer un deseo inconscientemente nutrido durante dieciocho años y medio. Pero primero hay que calmarse. Es necesario que no resucite en él el hombre que era antes. Adivina que no hay ninguna prisa con éste, y dice tranquilamente:
—Un juez tiene por misión mostrarme mi culpabilidad; pero que yo deba demostrarle mi inocencia, cuando me resulta imposible, es algo que va contra el sentido común. Existen naciones que han comprendido esto desde hace mucho tiempo, y por tal causa son grandes. La excelencia de una nación está en relación directa a su justicia.
6
EL señor de Andergast se pone de pie y se dirige a la ventana. Aplastando su cigarrillo contra el reborde, reflexiona sobre la manera como tendrá que comportarse en adelante.
Sentíase perturbado y a la vez un poco cohibido. Con una contrariedad perfectamente simulada, dice:
«No adelantaremos nada por ese medio; está usted resuelto; naturalmente, había que esperarlo. No tengo la intención de competir con los pastores. Sería esta una empresa absurda en la situación a que han llegado las cosas. Como mi visita no es oficial, como ya se lo expresé, no me permito tampoco poner en duda sus propósitos, sin lo cual podría responder: una ficción con la cual uno se ha obstinado en vivir es un tirano que se niega a ver y a escuchar. Pero dejemos esto. Considero un acuerdo entre nosotros».
Callóse algunos segundos para observar el efecto de sus palabras; Maurizius no se movió ni respondió nada. Continuó en tal actitud, y en el timbre de su voz advertíase que estaba sumamente irritado:
—En cuanto a nuestro procedimiento judicial, está usted equivocado, como la mayoría de los profanos. La ley prescribe expresamente a los jueces la presentación de la prueba de culpabilidad. Todo acusado pasa por inocente en tanto que no se haya establecido innegablemente su culpabilidad. Es uno de nuestros principios jurídicos fundamentales y no existe un solo tribunal que no lo observe.
Maurizius levantó ligeramente la cabeza. Su actitud y su expresión estaba marcadas por una muda ironía. Sonrió, quizás de la forma jurídicamente retorcida de la explicación, del empleo pedantesco de giros tales como «en cuanto… procedimiento judicial…», o quizás del tono doctoral con que su interlocutor defendía una institución que no poseía más que un simulacro de existencia; surgida de pandectas polvorientas, solamente sobrevivía, en efecto, en la cabeza de algunos hombres que han sacado de fórmulas artificiales conceptos con los cuales han contraído una simbiosis de fantasmas. Levantando los hombros dice:
—Ese principio existe en el papel, no es posible negarlo. Muchas cosas están escritas, ¿pero llegaría usted a afirmar que se las pone en práctica? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por obra de quién? ¿Sobre quién? Espero que usted no creerá que saco conclusiones de mi propio caso, de mi propio destino; no estoy para nada en causa. Mi inocencia, ¿una ficción? ¡Ah, bien, sí! ¿Toma realmente esa ficción por un sistema que consiste en enceguecerse y taponarse los oídos? Debería ser para usted un consuelo decirse que esa pretendida ficción me ha evitado durante dieciocho años y medio que me diera cuenta claramente de lo que pasaba y aún pasa alrededor de mí, y en este mundo, en un mundo semejante.
Había hablado sin ninguna pasión, más con la frialdad del agotamiento que con violencia, y sin embargo se había levantado y adelantado un paso. En un mundo semejante; este grito brotó de las profundidades de la tierra de las tinieblas absolutas; pero brotaba sin esperanzas de ser escuchado —incluso sin un esfuerzo para serlo— sabiendo perfectamente que millones de veces ya había quedado sin eco.
Mientras prendía una mano a la obra como los anillos de una cadena, con un movimiento que parecía serle habitual y nacía de sus ensoñaciones solitarias, sus ojos color de café se fijaban sin tregua en el mentón del señor de Andergast, sin levantar la mirada, lo que causaba un extraordinario malestar al señor de Andergast, tanto como si se lo hubiese hecho pasar bajo una medida demasiado pequeña.
—Como dije, no considera mi situación personal —continuo Maurizius—. A mis ojos; claro está, mi destino tiene la misma importancia que el sistema solar, pero como experiencia no es, a pesar de eso, más que un caso aislado. Pero no poseo sólo mi propia experiencia, sino también la de otros mil más; he oído hablar de mil jueces he visto mil delante de mí, he podido examinar la obra de mil de ellos y todos se reducen a un solo y mismo tipo. Ante todo es el enemigo. Considera realizado el acto; el hombre no le reconoce sino un mínimo valor. El acusador es su dios y el acusado su víctima; el castigo es su finalidad. Si alguien tiene la desgracia de comparecer ante el juez, está perdido. ¿Por qué? Porque el juez anticipa a la pena la puesta en la picota, por medio de la desconfianza, el sarcasmo, el desprecio, la mancilla. Si su víctima no consiente en serlo, la aplasta tan pesadamente que queda marcada con hierro al rojo. Entonces el juicio no es más que el punto sobre la i. Es un caso, un trozo de gravura. Es cierto que la ley le exige que mantenga en equilibrio la balanza, pero él arroja sin vacilar todas sus pesas en uno de los platillos, en el que soporta el acto cometido. ¿Quién le ha dado el derecho de no separar el acto del malhechor, quién lo autoriza no sólo a condenar al culpable —bien, condenar, es quizás su papel—, sino también a vengarse en él? ¡Juez!, este término tenía antaño un noble significado. Era la más alta dignidad en la sociedad humana. Conocí personas que me contaron que a cada interrogatorio sentíanse transidas de espanto hasta en sus órganos más íntimos, como si de pronto se encontraran al borde de un profundo abismo, Todo sumario se basa en la explotación de viejas tácticas, que en la mayoría de los casos se consiguen con medios tan desleales como los subterfugios a los que recurre la víctima acosada. Pero al mismo tiempo el juez y el ministerio público pretenden la omnisciencia, y discutir la omnisciencia es desencadenar una vindicta sin merced, de modo que sólo los hipócritas, los cínicos y aquellos que ya no tienen el menor recurso, encuentran gracia ante ellos. ¿Dónde está, pues, la comprensión equitativa, dónde la protección que exige nuestra ley? La ley, sólo sirve de pretexto a las instituciones crueles que se han creado en su nombre, ¿y cómo uno podrá inclinarse ante un juez que rebaja al culpable al rango de un animal maltratado? La bestia grita, se enfurece y muerde; los que están fuera tiemblan de espanto y dicen: «¡Alabado sea Dios! Nos hemos librado de él». Es horrible esta manera de librarlos; algunos lo perciben, pero pretenden que nada se puede cambiar, y si la pretenden es porque aquellos que viven en el cielo no tienen la menor idea del infierno, incluso después de haber oído hablar sobre él durante días. La imaginación es impotente para figurárselo. Únicamente quien se encuentra dentro puede comprenderlo.
—Creo que usted divaga —dice el señor de Andergast con un ligero cansancio en la voz—. Las consecuencias que un crimen produce en el alma de un criminal no pueden constituir un reproche contra la colectividad. La equidad de un castigo no se mide por lo que pueda tener de tolerancia para el sujeto, ni por la actitud de quienes lo dicten. En resumen, esa institución humana es transportada, por sus representantes, de la esfera de la teoría a la de la práctica imperfecta; nuestra tarea es buscar la mayor aproximación posible, y eso es todo. El sufrimiento que se halla entre los dos, incluso el más lamentable, acaso justifica la indignación, pero no puede sacudir el edificio. Como no puede esperar que adopte su posición, pierde tiempo con esas descargas a fondo, o más bien, pierde el mío, lo que es más lamentable.
Maurizius contrajo irónicamente los labios. Su aspecto decía:
—Sé que son vanas las palabras; ¿para qué sirve esto?
Sin embargo, lo sobreexcitaba ver a ese hombre delante de la ventana. No podía dejar de mirar continuamente en esa dirección, no se atrevía a mirar hacia otra parte. La voz que venía desde allí le parecía transmitida por un megáfono; naturalmente, no era más que una ilusión de sus sentidos exacerbados, enfermizamente tendidos para escuchar con atención, pues el señor de Andergast hablaba con voz contenida a causa del limitado espacio en que se hallaba, pero con una frialdad que, por el esfuerzo que hacía para parecer bondadoso, no resultaba sino más sensible.
—¿Y qué quiere, pues? —requirió Maurizius ásperamente, dejando caer la cabeza sobre el pecho, como hacen casi todos los penados que esperan un fallo de sus superiores.
El señor de Andergast reaccionó vivamente, como si la pregunta lo liberara positivamente:
—Voy a decírselo: el escaso interés que pongo en sus discusiones teóricas está en proporción inversa al que pongo en su persona. Para hablar con franqueza, estas últimas semanas me he ocupado mucho de su caso. Naturalmente, tenía una imagen muy precisa de usted. Antaño tuve oportunidad de observarlo y de fijar mis comprobaciones. Este nuevo estudio de los legajos no ha traído a esa imagen ninguna modificación esencial. Ahora bien, vengo aquí y encuentro un hombre que no tiene la menor semejanza con el Maurizius de 1905 y 1906. No trataremos de buscar la causa. No podría hacer entrar en ella el tiempo transcurrido como factor de esa transformación, salvo que supiera lo que se ha modificado en mí mismo durante ese período. Admitamos, pues, que también yo no tengo ya mucha semejanza con el substituto Andergast de entonces. Asimismo desearía saber cómo el Leonardo Maurizius de quince, de dieciséis años, se refleja en el de hoy, y entre ambos lo que experimenta el de veinticinco por el de quince. Sí, he aquí lo que quisiera saber. Uno sacaría de este conocimiento, en mi opinión, aclaraciones muy útiles; esto arrojaría cierta luz sobre el problema de la evolución moral.
Maurizius tendió el oído.
—¿Por qué dice aclaraciones útiles? —Tal es la idea que en primer término cruzó por su cabeza—. ¡Con qué reserva, con qué hermetismo se expresa!
Ese hombre parado junto a la ventana lo inquietaba cada vez más. De súbito su mirada penetró en su interior. Percibió allí una mezcla de suficiencia y de incertidumbre, de autocratismo y debilidad, de inexpugnabilidad contradicha por un impulso inconsciente que lo llevaba, contra su propio cuerpo, junto a su interlocutor. Y esa mezcla lo llenó de estupor.
Gentes como él poseen una sensibilidad aguzada, muy distinta a la de aquellos en quienes está gastada por continuos frotamientos; reflexionó un momento:
—En aquella época circulaba una novela francesa famosa: Peints par eux mémes —dijo entonces—; nos la trajo Waremme, la leímos, es decir yo y… pero esto nada tiene que ver con el asunto. Recuerdo que era muy buena la descripción de la manera con que se revelaban las personas en sus cartas. Sin que se lo desee, hablando con propiedad, todas las cosas que suceden engranan unas en otras como ruedas dentadas; de un vicio se desprende una virtud y delante de la intriga la cobardía. Casi siempre sucede así. El mejor de los espejos es aquel que lo refleja a uno en el momento en que se quiere hacer caer a otro en la trampa. Perdone mi verborrea, no puedo evitar que piense en una cantidad de cosas al mismo tiempo. Cuando comienzo a hablar, mis pensamientos se dispersan a los cuatro vientos como palomas asustadas. Lo que usted me pregunta es realmente sorprendente para mí. Para conocer mi persona, no necesita, sin embargo, de medios tan indirectos. En otros tiempos, al menos, usted fue a buscar en mi vida, en los hechos positivos, todo lo que valía la pena ser conocido a expensas mías; el resto fue obra de un maravilloso talento para las combinaciones. Haciéndolo así, podía pasársela fácilmente sin mí e incluso mi presencia le habría más bien molestado en su trabajo.
El tono sarcástico y mordaz de estas palabras hizo que el señor de Andergast levantara altivamente la cabeza. Pero como Maurizius permanecía con la frente baja, esa advertencia se le pasó por alto, y prosiguió:
—Existe un retrato mío de los veintiséis años, que le puedo reproducir con exactitud y que seguramente reconocerá, pues usted mismo lo trazó. Fue el 21 de octubre de 1906, en la sala del pretorio… ¿Diré trazado, expuesto? Es cierto que estaba hecho con palabras. ¿Quiere que se lo repita? Escuche: un hombre de gran inteligencia, de un espíritu vigoroso y ágil, de una cultura acabada, ofreciendo un mínimo de resistencia a las tentaciones de una época corrompida y amenazada de un próximo hundimiento moral. Tengamos en cuenta los síntomas, señores jurados: que el caso individual no los desoriente acerca de los síntomas, ni el crimen singular acerca de la corriente mucho más peligrosa que lo lleva y contra la cual tienen el deber de levantar un dique de una solidez a toda prueba. Raramente la ocasión fue tan favorable para golpear en la persona de un representante típico de las potencias ocultas que hacen la desgracia de una época, la morbidez de una nación y hasta de un continente y de evitar preventivamente con una intervención enérgica la extensión del mal, si es cierto que se puede curarlo… ¿Soy preciso? Creo que lo soy. Por así decirlo, no falta una coma. Pero esto no era más que el marco. El rostro que rodeaba era mucho más horrible todavía. Sin duda usted se asombra de que mi memoria funcione tan perfectamente; es probable que se diga que muy pocos serían capaces, después de tanto tiempo, de repetir palabra por palabra una ejecución verbal. Sí, después de tanto tiempo. Si alguien me afirmara que hace de eso dieciocho siglos y no dieciocho años, no le discutiría esa diferencia. Meses, años, son ideas carentes de sentido, todo eso no tiene ninguna importancia. Ahora bien, al principio, cuando se me negaban mis libros y, sobre todo en las noches de invierno, cuando apagábanse las luces a las seis de la tarde y yo permanecía acostado hasta las dos, tres o cuatro de la mañana hurgando en el pasado como entre los escombros de una casa demolida, me dediqué a no olvidar esa requisitoria. En efecto, habría podido transcribir cada palabra, decir cuándo fue pronunciada; podría fiarme en mi memoria más que en no importa qué. Cuando acababa de recitarme de memoria lo que conocía de Shakespeare o de Goethe, le llegaba el turno a la acusación. Pero prosigamos: Tenemos que ver con claridad. Nuestro objeto nos exige el mayor esfuerzo. No debe ya subsistir en nosotros la menor duda psicológica sobre la personalidad del acusado y, sin presunción, pero sostenido por el único sentimiento de mi deber ineludible, afirmo que puedo disipar en ustedes toda duda de esa suerte, pues la llave que me abre el secreto de esa personalidad, que tal vez aún no está totalmente aclarada ante ustedes, me la dan el temperamento, las disposiciones y la evolución moral del culpable mismo. Inconstancia e irresponsabilidad, he aquí las palancas de sus actos; la primera lo precipita en el dédalo de sus apetitos voluptuosos, que no dejará de transformarse para él en un jardín de suplicios, si puedo creer en la dignidad de la naturaleza humana, y la segunda lo libra de toda obligación con la sociedad, la familia, el orden establecido. El placer, he aquí la fanfarria que lo embruja y aturde; paga el goce con todo el fruto de su trabajo, con todo lo que ha adquirido, con todo lo que ha llegado a ser, con su corazón, su razón, con el corazón de aquellos a quienes amaba, con su ideal, su porvenir y, cuando finalmente se ha hecho insondable, se convierte en asesino. No queremos ofuscar ni desanimar a quienes en este país dirigen honestamente el buen combate de los intelectuales; no es para derrochar tan fácil y con tanto apresuramiento los altos valores del espíritu que los aventureros han penetrado como ladrones en su dominio y que no ofrecen más que sus vanidades a cambio del tesoro auténtico que les han abandonado confiadamente sus guardianes. Toda noble aspiración lo eleva en un grado en la escala de su ambición; sus manos frívolas, sacrílegas, hacen dinero de las reliquias más sagradas y se sirve de él para comprar falsas divisas; la ciencia no es para tal hombre más que un carnaval, en el cual toma sus diversiones encubierto con una máscara que inspira confianza; para él nada es serio, nada tiene un sentido profundo, y cuando se une a una mujer que le era moralmente muy superior, se quiebra, como una piedra porosa, al contacto del metal puro del carácter de ella. Le molesta esa vergüenza que experimenta delante de Elli; está cohibido por ese reproche tácito que su mujer es para él, y la vista de los sufrimientos de ésta, obligada a reconocer la inutilidad de los esfuerzos que ha hecho para salvarlo, mortifica su amor propio; la derrota que remata la lucha realizada por Elli por salvar su alma, le envenena la sangre; los hombres débiles y malvados que aparecen en la escena del mundo revestidos de un brillante barniz, no quieren ser penetrados a fondo, desean que se los tome por esos comediantes misteriosos y seductores que son a sus propios ojos cautivados de sí mismos, y así las cosas llegaron a donde tenían que llegar. Esa desventurada mujer estaba destinada a ser aniquilada por él, en su cuerpo, en su dignidad social; estaba escrito en el libro del destino y se habría librado de ella incluso si su situación material desesperada no lo hubiese acorralado en ese último medio espantoso, aun si la pasión insensata y sin esperanza que sentía por la hermana de su mujer no hubiese destruido en él el último resto de buen sentido y de honor.
Maurizius retomó aliento. El sudor perlaba sus sienes.
—Cito exactamente, ¿no es cierto? —preguntó con cierta cortesía dulzona, con el rostro inclinado y dirigido hacia un lado—. Eso era audaz, era un golpe maestro extraer los móviles de la región en que, para el común de los hombres, resultan más inaccesibles. Que usted les presentara un punto de vista tan elevado, los halagó e hizo dóciles. Hasta ese momento habían creído que esa… esa pasión había sido el único motivo. Desde ese instante percibían algo más diabólico: un asesino elegido por el destino, he aquí lo que percibían. El caso estaba terminado de antemano, ya no había necesidad de pensar más en él. Luego usted comenzó a hablar de Dios, ¿no es cierto? Una vez más tenía necesidad de agrupar los diferentes elementos del monstruo, de demostrar filosóficamente la disgregación del alma, como usted decía: ¡adónde iremos a parar con semejante equipaje a bordo!, exclamó usted, y haciendo alusión a cierta superstición de la gente de mar, predijo al barco la cólera del cielo si no se amputaba el miembro gangrenado. Dios lo ha rechazado, dijo usted, ¿por qué lo salvaremos? Era muy atrevido afirmar una cosa parecida. Usted no podía, sin embargo, saber con certeza si Dios me había rechazado. Pero bajo la impresión de su magnífica elocuencia, sucedió en el tribunal como sucede en una clase cuando uno de los alumnos es amonestado: todos toman expresiones prudentes y obedientes como si fuesen inmaculados ángeles. El castigo de otro es para ellos una redención.
Maurizius se dejó caer sobre la cama de hierro, apoyó los codos en las rodillas y la cabeza en las manos, de tal suerte que la frente y los ojos se ocultaron. Permaneció sentado completamente encorvado, recogido sobre sí mismo. El señor de Andergast, apoyado en la ventana, con los brazos cruzados, lo observaba con fría curiosidad, detrás de la cual se ocultaba un sentimiento próximo al temor. Esta repetición casi textual de la acusación pronunciada por él media generación antes le inspiraba asombro, pero lo más extraño del asunto era que nada de esa acusación, para él, el autor, le parecía familiar o conocida, aun cuando pudiera juzgar con certeza que Maurizius no la había cambiado ni desfigurado, y que esa acusación lo hería como algo extraño, antipático, incluso desagradable, exagerado, lleno de una fraseología de retórico, un verdadero juego de antítesis.
Mientras miraba al penado recogido sobre sí mismo, la aversión que experimentó contra su propia elocuencia, que acababa de oír surgir de otra boca, aumentó hasta el punto de que tuvo que defenderse de una náusea y apretó convulsivamente las mandíbulas. Habríase dicho que las palabras se arrastraban por los muros, como viscosos gusanos, incoloros, espantosos como lemures. Si todo lo que se hacía era tan efímero y tan discutible cuando lo marcaba el tiempo, ¿cómo empeñarse en ello? Si una verdad por la cual se había jurado antes delante de Dios y de los hombres podía convertirse al cabo de un tiempo cualquiera en una mueca caricaturesca, ¿qué era de hecho entonces la verdad en general? ¿O bien sucedía que sólo en él había algo caduco, que el mecanismo de su yo tenía grietas? ¡Cuán inquietantes y equívocas eran entonces su presencia allí toda esa conversación! Era intentar golpearse traidoramente uno mismo por la espalda. Sacó el reloj, hizo saltar la tapa: las cuatro y cinco; pero la idea de recoger su sombrero, de retirarse con una dignidad totalmente oficial y regresar a su casa, sin terminar su tarea, le pareció perfectamente insensata.
Quedóse allí, con los brazos cruzados, y esperó.
7
—TENÍA usted perfecta razón —dijo finalmente Maurizius, siempre con la cabeza gacha. Sus mangas de lienzo habíanse deslizado a lo largo de sus brazos, apoyado de codos sobre la mesa—. Ha tenido una excelente idea al recordarme que hubo un tiempo en que, también yo, tuve dieciséis años. Hace mucho que no pensaba en eso. También debe de tener razón al decirme que uno es producto de su generación; me doy cuenta de ello representándome a Leonardo Maurizius a los dieciséis años. No creo hallar más diferencia entre él y yo que entre dos hojas. Cada generación constituye una raza aparte y pertenece a un árbol diferente. Me pregunto qué son hoy los muchachos de dieciséis años. ¿Lo sabe usted? ¡Bah! Claro está que no le agradará hablarme de tal cosa. Es una edad trágica. Es el gran viraje de la vida. El porvenir íntegro depende a menudo entonces de una simple experiencia realizada a esa edad. Los años pasan. Uno lo olvida; de pronto surge y uno se da cuenta de que es ella la que ha impulsado hacia el camino que se siguió. Cuando cursaba el segundo año del liceo, unos camaradas me arrastraron cierto día a un prostíbulo. Hasta entonces yo había permanecido puro. Apenas sabía lo que es una mujer, mientras los otros ya habían tenido aventuras; más de uno hablaba del amor y de las prostitutas. Fui porque tuve vergüenza de confesar mi inocencia e incluso me mostré particularmente atrevido y emprendedor. En esa casa de tolerancia, una joven me condujo a su cuarto: la seguí como una víctima. Cuando estuvimos solos, caí a sus pies, suplicándole que no me hiciera daño. Después de haber comenzado por retorcerse de risa, pareció apiadarse de mí, me puso sobre sus rodillas, se mostró muy tierna y luego se echó a llorar. Esto me lastimó el corazón; le pregunté cómo era posible que ella se encontrara en esa casa; me relató su vida, una de esas novelas entristecedoras que todas las prostitutas sirven a los novicios, y cuando se da la oportunidad, a los clientes crédulos, y que repiten sin duda incansablemente, pues es muy raro que no produzcan su efecto. Naturalmente creí en la suya de cabo a rabo; vibraba de piedad y de indignación, y ella misma creyó tanto en su propia fábula que se emocionó hasta las lágrimas. No sólo le di todo el dinero que llevaba encima, sino también le juré que la arrancaría de esa miseria y le procuraría una existencia honorable. Logré sacarle a mi padre una suma importante, ciento cuarenta o ciento cincuenta marcos, si no recuerdo mal; rescaté su libertad, alquilé una habitación en un suburbio y la instalé allí; iba a verla todos los días, le consagraba todas mis horas libres; ponía todo mi dinero de bolsillo a su disposición; elegía para ella libros que creía apropiados y muy literarios en general; le leía en voz alta; me entretenía con ella sobre lo que había leído y tontamente creía poder educarla, reivindicarla, devolverla purificada a la sociedad. Por lo demás, era una gentil muchacha, bastante linda, muy joven y ciertamente aún no corrompida. No manteníamos ninguna relación sensual; era tan estricto al respecto que evitaba tocarla la mano. Y no porque me fuera indiferente, pues estaba seguro de que la amaba y quería convencerla de que se trataba de un «amor puro». Siempre le hablaba del «amor puro»; ella me escuchaba pacientemente; creí que era para ella una revelación. Durante ese tiempo, obvio es decírselo, ella se burlaba del estúpido que yo era y se aburría mortalmente. Aún veo esa pieza obscura, en el subsuelo; delante de las ventanas se veían las piernas de los transeúntes. Al lado había un taller de carpintería y oíase el rechinamiento del cepillo; sentada en el hueco del canapé, ella fijaba en mí una mirada de asombro ausente, cuyo sentido se me escapaba, o bien tenía una sonrisa astuta que tampoco yo sabía comprender; nada me interesaba fuera de mi sueño entusiasta. En resumen, un día me enteré de que ella seguía practicando sin vergüenza su antiguo oficio; en tanto que yo continuaba mi obra de redención, ella recibía hombres todas las noches. Necesité mucho tiempo para reponerme de ese golpe; en el fondo, quizás, uno no se repone nunca. En fin, bien, esto por el joven de dieciséis años, por Maurizius el romántico. Aún no era el satán que usted describió diez años después, sino un romántico «pur sang», sin una escoria, grave y dolorido. Sólo que, vea usted, mi juventud pasó en medio de una decoración teatral. Los que nacieron hacia 1880 se encontraron durante su juventud en una penosa situación. En la familia, en la escuela se nos proveía todo lo que era preciso para las necesidades del cuerpo y del espíritu, según la expresión consagrada: los principios, el ideal a lograr, la pensión mensual —sin pensión mensual no se existía para nadie—, la instrucción. Pero todo esto estaba envejecido, gastado hasta la médula; únicamente la pensión era una cosa sólida. El resto no era más que adorno e imitación barata, desde los objetos concretos: sorpresas de Noel o regalos de casamiento, hasta los sentimientos; admiración por la Antigüedad y el Renacimiento, desde el código de honor de los estudiantes y las fiestas patrióticas hasta el grito de «Un Dios, un Rey». Yo no lo sentía hasta este punto; no tenía una naturaleza rebelde; amaba demasiado a la vida para esto; no la analizaba; sin embargo, esto se siente de una manera u otra; se lo quiera o no, uno forma parte de un todo. Solamente que en aquellos años uno vivía egoístamente para sí, y aquel que no rompía de modo resuelto con su ambiente y con las tradiciones —se daban algunos— lentamente se hallaba sumergido, deslizábase y sólo tenía que ver cómo se las arreglaba en sus horas negras. Entonces, claro está, la existencia era espantosamente desflorada; una presión sombría lo dominaba a uno, parecía que uno había dejado emparedar su alma y en cambio sólo se tenía una pobre y pequeña situación miserable y algunos amigos a quienes se asía uno con todas las fuerzas de su corazón. Por puro azar una siembra de idealismo había caído en uno, sin vínculo con lo demás; se era «romántico», es decir de una especie aparte, y era casi una religión; por otro lado, se podía ser romántico y, a la vez, no embarazarse con escrúpulos. Recuerdo haber salido a los diecinueve años de una representación de Tristán con la embriaguez de sentirme un hombre nuevo y, al mismo tiempo, al llegar a casa, robar veinte marcos del escritorio de mi padre. Las dos cosas se conciliaban perfectamente bien. Siempre se conciliaron. Uno puede jurarle por sus grandes dioses a una joven que se casará con ella y poco después abandonarla cobardemente, y en una hora de sublime entusiasmo, hacer suyas las palabras y la vida de Buda; uno puede quitarle a un pobre sastre su salario y caer en éxtasis delante de una madona de Rafael. En el teatro es posible ser conmovido por Los tejedores de Hauptmann y leer en el diario con una secreta satisfacción que se ha disparado contra los huelguistas del Ruhr. ¡Ah! Las dos cosas se concilian bastante bien. Romanticismo. Romanticismo que no se basa en nada y que carece de finalidad. He aquí otro retrato del artista pintado por él mismo. ¿Lo encuentra más halagador que el suyo? Ofrece al menos el placer de presentar dos caras posibles. El suyo no presenta más que una: es de una cruel inmutabilidad.
Frente a esa necesidad apasionada de buscar en sí mismo, de contarse, que hacía brotar en olas toda una vida, así como las aguas, al romperse un dique, inundan las orillas, un sentimiento de cobarde temor invadió de pronto al señor de Andergast, el temor a una verdad que buscaba —quería persuadirse de ello— y que en secreto deseaba no encontrar.
Semejante disposición de espíritu no es rara. Es una reproducción en miniatura de las épocas en que «las dos cosas se concilian», según la expresión del penado Maurizius. Pero, sin duda alguna, se engañaba reivindicando ese rasgo como característico de su generación. ¿O no hacía más que exhalar el fondo de amarga ironía que el señor de Andergast había descubierto en él con tal disgusto? Es poco probable. Allí estaba un hombre encorvado, un ser torturado, quemado por la necesidad de comunicarse, consumido por el deseo de encontrar un oído atento, un hombre dispuesto a descargar su corazón, a exhibir su yo, a dar su testimonio, a hablar y, para retomar forma, a salir de la soledad disolvente que quitaba todo contorno a su personalidad.
El señor de Andergast, encogiéndose, lanzó al azar, en medio de un nuevo silencio:
—Es muy justo. No tuve, en efecto, posibilidad de elección.
Maurizius levantó la cabeza y lo observó fijamente, con aire extraviado:
—¿Y si su hipótesis es falsa? —interrogó, con la mirada en acecho, subiendo a lo largo del señor de Andergast.
—Es inadmisible —respondió éste, con tono tajante.
—¿Inadmisible? Es encantador. Sólo lo supongo: ¿si fuese falsa? Tampoco puede admitir esta suposición. Pero sin embargo, ¿si su hipótesis era falsa?
—¿Por lo tanto, le parece admisible?
—Quizás.
—Entonces, ¿por qué guardó silencio? ¿Durante el proceso, tanto en la averiguación como en los debates, en la prisión, durante dieciocho años?
—¿Quiere usted que le diga por qué?
De nuevo la mirada en acecho, su mirada sombría, ascendiendo a lo largo del señor de Andergast.
—Se lo ruego.
—Porque no quería cometer un crimen.
—¿Cómo? ¿Qué significa…? Porque… no comprendo.
—¡Dios no quiera que usted comprenda!
Tuvo una sonrisita burlona.
Cohibido, el señor de Andergast sacó maquinalmente su reloj y maquinalmente hizo saltar la tapa: las cinco menos dos minutos.
8
DE pronto Maurizius se levantó de un salto.
—Vamos —dijo entre dientes—, ¿qué estoy disparatando? Olvide esas tonterías. Quería ver lo que usted diría. Es esta una idea con la que juego a veces. Es preciso que no piense en voz alta. Espero que no tomará eso en serio.
Permaneció parado, con los hombros encogidos. El señor de Andergast observó tranquilamente, como si quisiera calmar la agitación del penado, que no se trataba de hacer un sumario, pues sabía distinguir entre una confesión, entre la sombra misma de una confesión, y el hábito de los acusados de simularla.
Esto era de su parte una injuria consciente, pues quiere irritar a Maurizius e incitarlo a defenderse. Pero el detenido deja escapar un suspiro de alivio.
—Hay que guardar silencio —murmura y aprieta los puños con los brazos caídos—. ¿Podemos hacer otra cosa que guardar silencio? ¿Acaso todo el juicio tiene otra finalidad que la de aplastar nuestra dignidad? El silencio es nuestro único recurso. Uno quiere mantener alta la cabeza y se pone rígido, se ahoga, pero guarda silencio; es la única manera de salvaguardar un poco de su pobre dignidad humana.
Su mirada se hace fija y se hunde en un pasado lejano; diríase que en su espíritu el presente está hecho siempre de piezas y trozos sueltos, de acontecimientos muy alejados unos de otros y que, sin embargo, sin transición, colocan en un mismo plano la imagen, la palabra, el sueño de ayer y la imagen, la palabra y el sueño de hace veinte años. El señor de Andergast, de nuevo muy tranquilo, objeta que hasta ahora no ha visto a nadie que se obstinara en su mutismo indefinidamente cuando está en juego la cabeza, cuando en ello le va la salvación y la vida; la finalidad del juicio, por la cual siente tanto desprecio Maurizius, consiste precisamente en despojar al acusado de la vanidad, para colocarlo en cierto modo totalmente desnudo frente a su acto y su juez. Maurizius hace un gesto de mofa:
—¡Es admirable! —exclama con voz estrangulada—. Usted arregla las cosas con mucha sutilidad; desnudo frente al agente de policía, del comisario, del carcelero de la prisión preventiva, de no importa qué carcelero. Y no es precisamente esto: estar desnudo; usted dista mucho de la verdadera cosa, no es precisamente eso.
Se apoya en un ángulo del muro y gesticula nerviosamente. Sólo su nerviosidad recuerda aún a veces el tiempo que precedió a su detención. Abre y crispa alternativamente las manos como si quisiera aplastar con ellas todas las humillaciones que ha tenido que soportar desde el día de su arresto hasta el del veredicto. El tono arrogante de los funcionarios subalternos o, peor todavía, sus guiñadas de familiaridad. Caer en sus manos es perder de golpe todo derecho al respeto. La pulcritud provoca sus insultantes bromas. La superioridad intelectual, sus odios. Ya no cuentan los trabajos y los méritos; lo que uno ha sido hasta ayer se encuentra aniquilado. Al fin les es posible atormentar a uno de aquellos que de ordinario tienen el privilegio de atormentarlos a ellos, y entonces lo hacen con una alegría malévola. ¿Niega su crimen? Artificio sutil. La sospecha sigue siendo sospecha. Y equivale a una prueba. En este punto desdeñan a sus jefes. ¿Por qué?
Porque en los grados inferiores de la escala son menores las responsabilidades, y entre tales funcionarios el resentimiento de clase se agrega a lo demás; están convencidos de que, a pesar de la tan pregonada igualdad ante la ley, la gente rica e instruida se conjura secretamente contra los pobres y los ignorantes, y por esto desean, al abrigo de esa misma ley, descargar sus cóleras. Cuando se lo arrestó en el hotel de Hamburgo, el comisario le ordenó que saliera de la cama; no le permitió vestirse y tuvo que esperar, en camisa, que fueran revisadas todas sus ropas, documentos y correspondencia. Durante largos años la expresión de perro de presa de ese hombre constituyó una de las visiones de pesadilla que torturaron su imaginación, así como también el gesto de desprecio con que arrojó al suelo su elegante ropa blanca, su expresión de envidia reprimida y de venganza satisfecha; esa expresión de pequeño burgués decía mucho sobre todo un mundo, mientras consideraba los objetos de tocador y la cigarrera de oro. Después, la primera noche de prisión en compañía de un viejo alcahuete y de un ladrón sifilítico, la comida, el plato de nabos hervidos que se le entrega a uno con tosco ademán, la pestilencia, la suciedad, esa degradación brutal que lo rebaja a uno hasta la hez de la sociedad, el coche celular, el viaje en ferrocarril, con dos gendarmes, y ensayando ya, por puro gusto, la formulación de preguntas falaces, la prevención, el juez de instrucción ya informado sobre el crimen, sobre todos los entresijos del asunto y a quien ninguna objeción toma de sorpresa; escuchando con el aire de un señor que sabe a qué atenerse acerca de tal o cual testimonio abrumador, imponiendo un interrogatorio tras otro, por la mañana, la tarde y la noche; llevando tan lejos esa tortura que el cerebro termina por ser dentro del cráneo una masa incandescente y dolorosa, tendiéndole a uno trampas prohibidas, procurando espantar con su severidad o de paralizar toda resistencia con una dulzura exagerada, ora prometiendo y ora amenazando, sirviéndose de «chivos», recurriendo a todo el aparato de una justicia tenebrosa, intimidando a los testigos, trabajando infatigablemente en la elaboración de un tejido cuyo diseño ya le ha sido trazado y debe realizar, pues así se lo imponen su cargo y su misión. Entonces uno aspira con todas sus fuerzas a que cese ese suplicio, el corazón agotado incluso suspira de alivio después del martirio de los tribunales; ya uno no ve, ni oye ni siente más nada; no se desea luchar, se ha renunciado a toda resistencia, uno se calla. Todo se hace indiferente. Por eso la prisión en la que uno desaparece luego ofrece al menos durante las primeras semanas el reposo consolador de una tumba. Al fin se han terminado las preguntas, ya no se ven testigos cuya hostilidad uno no comprende, ni se oyen las exhortaciones de los abogados; ya no se siente angustia, ni se oyen juramentos, ni hay firmas que poner al pie de declaraciones arrancadas por la tortura. Es una paz paradisíaca.
—Este aparato de la justicia es quizás el más sorprendente monumento de energías humanas conscientes de su finalidad que uno puede imaginar —murmura suavemente, tristemente casi, Maurizius—. Lo acepto, sí, se lo concedo. Es extremadamente ingenioso. Cuando se llega a la cúspide de esa pirámide, el inculpado, que se halla debajo, es aplastado. No quiero negar que se encuentran en ese ejército de cazadores y sus ayudantes algunas personas bondadosas, piadosas, capaces de experimentar sentimientos. Sería de mi parte una ingratitud no reconocerlo. En este establecimiento en particular he hallado hombres cuya bondad, cuya benevolencia me han dado ánimos. Existe, por ejemplo, un tal Mathisson; se lo despidió hace seis años porque entregó clandestinamente a un detenido que se moría una carta de su novia. Siempre me consolaba diciéndome: «Paciencia, señor Profesor —siempre me llamaba señor profesor— y no pierda la confianza, pues vendrá para usted el día de la justicia». Me hizo realmente bien, aunque yo no pudiera compartir su seguridad… no tenía ningún motivo para compartirla. ¡Ah!, y luego otro, sobre todo… pero no le hablaré de él, no puedo hablar de él. Y cuán raros son. Cómo deben temblar ocultando sus veleidades de bondad, pues evidenciar simpatía o simplemente piedad es contravenir la disciplina, y como tales cosas se saben muy pronto, se controlan con el mayor rigor. Si uno piensa que todas esas gentes —y no sólo ellas, pues la cosa va hasta muy alto; más vale no hablar del grado que alcanza el mal en la jerarquía; si uno piensa que esas gentes se vengan en nosotros contra aquello que les envenena el corazón, de sus ambiciones fracasadas, sus desgracias domésticas, la insuficiencia de sus sueldos, su rebajamiento social, a veces del fracaso de toda una existencia malograda; cuando uno reflexiona sobre el hecho de que esos empleados subalternos son casi siempre hombres para quienes es un placer atormentar y hacer sufrir nada pueden contra todo ello; la autoridad que retienen y que los irrita, los consuela, pues sus vidas son tan sombrías como el calabozo que vigilan o como los destinos a los cuales presiden—; cuando se piensa en todo esto, uno no puede dejar de preguntarse si los hombres están en condiciones de condenar, de castigar a otros hombres. En el actual estado de cosas, ¿qué significa castigar? ¿Quién tiene el derecho, la calidad para hacerlo? Alguien lo dice, pasa la consigna, la máquina lo retiene a uno, pasa su rueda por el cuerpo de uno: castigado. Es una hipocresía incalificable. Una hipocresía pestilencial. —Un suspiro eleva su pecho como el de un niño que acaba de sollozar—. Pero lo estoy importunando —prosigue con tono descontento, como si lamentase su locuacidad—. ¡Es tan raro poder dirigirse a un jefe situado a tanta altura!… Un jefe superior se encuentra a la luz, ignora lo que pasa debajo.
En la mirada que dirige al señor de Andergast brota un pálido brillo en el cual se lee un sentimiento hostil, una bravuconería hosca y, al mismo tiempo, la necesidad de asirse a alguien. Cosa curiosa, el magistrado acepta sin el menor movimiento de reprobación que el penado se dirija constantemente a él como a un igual, sin darle su título. Sin duda le importa poco exigir pruebas de respeto. Casi se daría que ha olvidado su rango, las distancia que los separa. Cohibido y molesto por estarlo, escucha con avidez las palabras de su interlocutor.
En más de una ocasión, cree que si está allí, frente a Maurizius, en quien siente a un adversario, es para poner fin a una situación tensa que desde hace tiempo se agrava y amenaza estallar en un conflicto. Entonces comienza a dudar de sí mismo, como si fuera posible que él no pudiera tener razón. Maurizius contra Andergast: ¿un arreglo de cuentas, entonces? Y bien, ya se vería.
Camina a grandes pasos por la celda. Se dirige a la puerta, regresa casi rozando a Maurizius.
—Son abusos —dice—, pero usted generaliza demasiado, a pesar de todo. Admito que existe un gran número de imperfecciones; son inherentes a este mundo. El mundo tal cual escaparate de soltura, es bastante imperfecto. No quiero atenuar nada. Pero vayamos al nudo del asunto. No me creerá usted demasiado ingenuo para dar a las razones que me formula acerca de su obstinado silencio de dieciocho años. O bien desea hacer a un lado el tema. Pero se ha traicionado. Se debe a que no quiso cometer un asesinato. He aquí la razón. Argumento extraño en boca de un condenado por asesinato. Está bien, dejemos esto. ¿A quién se aplica esa observación? El enigma me parece de fácil solución. ¿Se trataba de salvar, pues, a Ana Jahn? ¿Desde qué punto de vista y por qué? No retire lo que dijo, no lo haga, acaso Dios mismo ha hablado por usted. Sí, el mismo Dios. No tema nada: diga todo lo que desea decir…
El señor de Andergast no pudo evitar que sintiera un cierto malestar en medio de su patética exhortación. Maurizius ha acompañado con el lento movimiento de cabeza de un perro que no quiere perder de vista ni un minuto a su amo, las idas y venidas del magistrado. Escucha, con los labios entreabiertos, mostrando sus pequeños dientes; escucha el eco de las palabras, baja los párpados:
—Ahora se imagina que me ha afectado —murmura con tono de rencor, y agrega en seguida en voz baja y humilde—: ¿Puedo permitirme pedirle otro cigarrillo?
El señor de Andergast se apresura a tender la cigarrera abierta; le ofrece fuego. Maurizius aspira profundamente el humo y lo expele por las fosas nasales. El señor de Andergast se sienta junto a la mesa y cruza las piernas. Absolutamente igual como en el curso de sus inevitables conversaciones con Etzel durante la cena, tiene el aspecto de un amigo bondadoso dispuesto a discutir cuestiones interesantes. Pero en su mirada vacila una imperceptible chispa de inquietud, su frente se congestiona. Los dos hombres se observan sin hablar.
«¿Ya estará allá Sofía?», se pregunta el señor de Andergast durante ese silencio. Es para él un tormento imaginar la actitud que adoptará ella para reclamarle su hijo. Estaría dispuesto a cualquier sacrificio para substraerse a esa escena. Felizmente, su tarea aquí ya es bastante difícil.
9
—¿NO REGISTRÓ nunca sus recuerdos? —pregunta.
La tranquilidad y la paciencia que se impone logran poco a poco sobre Maurizius el efecto de un emoliente.
—Nunca sentí el deseo de hacerlo —replica—. ¿Para qué y para quién? Cuando a fines de 1911 se me autorizó a escribir, preferí entregarme a trabajos de mi profesión, pero me faltaban los materiales y estaba forzado a limitarme a las generalidades. Permanecí demasiado tiempo con la mirada concentrada en mí mismo. Llegué a estar ciego. Quisiera poder hacerle comprender algún día a alguien tal situación… pero no es posible. No es posible. El cuerpo de uno es como un tornillo que se hunde en algo horrible. Pero volvamos a lo que deseaba decir… Sí, durante meses trabajé en una historia del culto de la Virgen, basada en la iconografía. Este estudio me llevó a conclusiones raras, incluso en lo referente a mi propia vida. Mientras escribía, traduje inmediatamente al italiano y al español, dos idiomas que siempre me gustaron mucho. Por un instante, hasta tuve la idea de publicar mi trabajo. Creí que era posible, que tal cosa me sería útil. Pero la idea no duró mucho tiempo. En el fondo, hacía mucho que yo había roto con tal género de distracciones. Un buen día llegó un nuevo director, el coronel Buenniño, nomen non est omen. Me prohibió escribir, confiscó mis libros; también tuve que entregarle mi manuscrito. El coronel no me veía con buenos ojos, no podía soportarme; nunca pude descubrir la causa. ¡Oh!, no imploré, ni discutí: destruí mi trabajo. Después perdí todo deseo de recomenzar.
—Nunca me enteré de tal hecho —dijo el señor de Andergast frunciendo las cejas.
—Es posible; ¿acaso se sabe alguna vez lo que sucede? Usted mismo se espantaría si se enterara de todo lo que no sabe. No se necesitaba mucho para que el coronel lograse darme el golpe de gracia con todas sus mezquindades; ¿quién se lo hubiera evitado si no lo hubiese liquidado un ataque de apoplejía? Ninguna otra cosa en el mundo habría podido evitárselo. No estaba escrito en las estrellas que yo sería su víctima, y esto es todo. Entonces me entregué a la tarea de cardar lana, de fabricar cajas, cuerdas, de trenzar paja, y durante todo el año 1916 cosí botones a las chaquetas de los soldados.
—Tiene para mí bastante importancia que usted se resuelva a redactar una especie de autobiografía; espero mucho de ella. Quizás pudiera servirme para aquello de que le hablé al comienzo de nuestra entrevista. En consecuencia, le daré órdenes al administrador y usted podrá estar seguro de tener todas las facilidades necesarias.
Maurizius pareció buscar detrás de esa oferta la trampa que se le tendía. Sacudió la cabeza:
—Mi vida es un árbol muerto —continuó—. ¿Para qué servirá contar los anillos en la corteza seca o entregarse a reflexiones melancólicas sobre la altura que pudieron alcanzar en su cima las flores? No.
—No desconfíe del sentido de mis palabras; de ningún modo quiero obligarlo —aseguró el señor de Andergast con una gravedad que en él revela un cambio de criterio que en un principio ni él mismo capta—; ya no son confesiones lo que deseo, dada la forma en que ahora encaro las cosas…
—¿Si no?…
El señor de Andergast, con la cabeza encogida entre los hombros, hace un ademán que parece confesar, sin tener en cuenta las consecuencias de tal confesión, la incertidumbre en que ha caído.
No puede hacer una impresión más durable en Maurizius que esa renuncia muda. Si no hubiese sido realmente una especie de capitulación imprevista que le arrancara de pronto el sentimiento de girar en redondo sin esperanza de llegar a una solución, esa renuncia habría sido un golpe maestro de parte del señor de Andergast.
El rostro de Maurizius se hace aún más pálido que de costumbre. Diríase que lo tortura algo, que deseara hablar y obrar sin poderlo, y que es incapaz de tomar una resolución.
Desde hace años ésta es la primera visita de «afuera» que recibe en su celda, desde hace años es éste el primer hombre que se dirige a él en su propio lenguaje. En el espacio de unos pocos segundos lo asaltan millones de impresiones que se entrecruzan en su alma.
Es imposible retener una sola; cada sentimiento es arrastrado por otro más poderoso, más sombrío, más angustioso, más hostil. Es como el proscripto aislado en un islote desierto, quien con todas sus ansias reclama desde un tiempo infinito un rostro humano, se consume por el deseo de comunicarse y olvida que aquel que al fin viene a él con el aspecto de un semejante, es el hombre que lo ha condenado y hecho deportar. La necesidad de una presencia material, de una voz, de una palabra de simpatía lo hace temblar y consumir de fiebre. Expresar lo que siente, escuchar a alguien que le manifieste su pensamiento, esto casi conduce a lo mismo; acaso pueda con tal cambio destruir la horrible enfermedad moral en que se ha convertido el hábito de no hallarse jamás frente a sí mismo.
Oye que una voz le dice:
—Siéntese, pues. —Y se sienta dócilmente, apresuradamente, como tirándose, diríase, sobre su asiento. Sus ojos, llenos de una tristeza descarriada, tienen un brillo fosforescente, índice de delincuencia mental. Tres o cuatro meses más y la última chispa se apagará, estará agotada la energía sin parangón con la que ha luchado hasta esa hora. El hombre que aquí le habla como hombre, le devuelve la noción de lo que es un hombre, le crea aún una vez más un lugar en el cuadro de la existencia; podrá mantenerse en él un año más; es necesario que se prenda a él, que lo lleve a librarse del absceso de su alma y la pobre astucia que emplea encubre su mal insensato deseo. De pronto es pronunciado el nombre de Ana Jahn. ¿Seguramente sabe que está casada? ¿Responde? Ya ha respondido, aun cuando parece reflexionar: lo supo hace ocho años. Se echa a reír cuando se le pregunta si la noticia lo sorprendió, si ella modificó sus sentimientos. ¿O bien no fue un ataque de risa y simplemente trató de hacer creer, sin lograrlo, que había olvidado?
En cualquier caso, ese nombre jamás resonó entre esos muros; la celda se hace dos veces más grande, la mesa dos veces más alta, su cabeza se dilata, es como para creer que se ha insuflado uno de esos gases que tienen la propiedad de dilatar los cuerpos. ¿Qué se sabe de esos sentimientos, dígame? Es cierto que hay que suponer alguna perspicacia en la persona que lo interroga a uno. ¿Perspicacia? ¡Bah! Ninguna perspicacia puede penetrar tan a lo hondo. ¡No son más que palabras y esto es todo! Consideraciones que se pronuncian a pesar de uno, por hablar. Las preguntas, las respuestas se suceden. Su padre le comunicó la nueva en una carta. La censura borró otra cosa en la carta. Seguramente algo que se refería a la misma Ana Jahn. Habiendo creído en un principio que la noticia era falsa, no tiene el menor deseo de saber lo que le faltaba a la carta. Únicamente poco a poco se hizo a la idea del casamiento, admitió su posibilidad frente a él mismo. ¿Por qué no iba a casarse? ¿Qué obligación tenía para quedarse soltera? ¿Acaso tenía que hacerse monja?
Después de todo, quizás el convento hubiese sido la verdadera solución. En su odio indomable, claro está, su padre recogía ávidamente todas las calumnias que corrían por cuenta de ella; un día, hace catorce o quince años quizás, en el curso de una visita, le insinuó algo indigno, infame: que entre ella y Waremme… pero Maurizius no quiere repetirlo.
El anciano se cuidó mucho de volver a hablar de tal cosa; además, poco después, sus entrevistas fueron vigiladas estrechamente, y a partir de ese momento ya no supo qué decir cuando venía, cada seis meses, a hacerle su visita en la prisión; permanecía allí completamente triste, mirando con fijeza a su hijo, con aire desdichado y cohibido. Ya no tenía coraje para poner al descubierto la idea que lo obsesionaba.
—Según se dice, el matrimonio Duvernon es muy feliz —interrumpió secamente el señor de Andergast.
—¿Duvernon? ¡Ah!, ¡se llama Duvernon! Es posible.
—Parece que también tiene hijos. Dos niñas.
Un temblor agita la mano que Maurizius tiene apoyada en el mentón.
—¿Hijos? Realmente, ¿tiene hijos? ¡Toma! Ana dijo cierta vez que jamás desearía tenerlos.
—Ella misma no era entonces más que una niña.
—En ese sentido no tenía edad; jamás decía algo que no estuviese de acuerdo con su naturaleza.
—Y sin embargo fue la que más escrupulosamente se ocupó de su hija natural…
Maurizius hunde sus índices en los ojos. Sus labios se ponen completamente blancos.
—Hildegarda…, si… —dice sin aliento.
—¿Mantienen siempre relación? ¿Quiero decir, Ana y la hija de usted?
—No sé nada.
—¿Cómo?… ¿Usted no sabe nada?… ¿No le han?…
—No —exclama Maurizius—, nada. No me han dicho nada. No tengo ninguna noticia de mi hija.
El señor de Andergast no manifiesta indignación ni sorpresa frente a este ataque de desesperación que de inmediato se extingue; requiere con interés diversos detalles y se entera de que Maurizius tuvo que prometerle a Ana Jahn, por intermedio de la señora de Volland, que no se ocuparía más de Hildegarda; era necesario que él estuviese muerto para la niña; con esta condición, Ana Jahn proseguiría preocupándose de ella con solicitud y vigilancia. El señor de Andergast elogia un desinterés semejante, que asegura tranquilidad a la niña, y cree que Ana Duvernon se siente seguramente tan ligada como Ana Jahn por la promesa formulada. Maurizius gira el cuello como alguien que se estrangula.
Sí, sí, es posible. Pero él no sabe nada. Habría que verlo. Tener un indicio. ¿Acaso sabe que la niña está viva todavía? ¡Tanta gente ha muerto, ha desaparecido entre los de «afuera» durante ese intervalo!… El señor de Andergast se asombra de la apasionada adhesión que manifiesta ese condenado a prisión perpetua por una niña que no ha vuelto a ver desde que estuvo en pañales, si es que entonces llegó a verla. Este parece uno de esos casos en que el hombre adora al ser nacido de su imaginación, que es como un ancla arrojada en la eternidad. Con un tono natural, con el tono con que uno se entretiene con un amigo frente a unas tazas de café, observa negligentemente que Ana Jahn debió de ser en su juventud —se ignora su posterior vida— un carácter de mujer bastante difícil de comprender; él mismo, por ejemplo, nunca pudo explicarse que ella consagrara sus preocupaciones y penas a esa hija de las relaciones de su cuñado con una extraña. Maurizius quiere responder, se muerde los labios, guarda silencio y roza a su interlocutor con una mirada temerosa; luego dice:
—No es tan inexplicable como usted lo supone, si se piensa en aquello que la vida ya le había aportado y en lo que había sucedido cuando vino a nuestra casa. Pero nadie tiene la menor idea al respecto.
—En efecto —admitió el señor de Andergast—, lo que supimos es tan superficial como el relato de un accidente en un diario. Hay que ir más lejos, sin duda, para encontrar las realidades.
Durante largo rato Maurizius mantiene fija la mirada en el piso, y se calla. Rechaza nerviosamente la cabeza hacia atrás como si quisiera apartar una proximidad desagradable. Pero no se trata sino de sombras. Sólo mantiene relaciones con sombras; interroga a sombras y se debate con sombras. Por último levanta la mirada, la clava escrutadora en el magistrado y dice, con la boca seca:
—Trataré de contarle todo. Creo que será bueno decirlo todo. Hasta cierto punto, siempre puedo ensayar. Aun cuando no sea sino para escucharlo yo mismo, para ver lo que aún subsiste. Pero no hoy. Los acontecimientos de este día me han agotado. Ya no me siento dueño de mí mismo. Mañana. Temprano, será mejor.
El señor de Andergast acepta y se pone de pie. Ya en la puerta, da la señal convenida y entra el carcelero. Son las siete y media cuando llega al hotel de Kressa y pide una habitación para pasar la noche. «Sofía está obligada a esperar», se dice con una mezcla de temor y triunfo, mientras que, sentado junto a la venta de la sala del albergue, contempla las altas murallas grises de la prisión.
Pensamiento fugitivo, sin importancia. Cuando se alejan del círculo que ocupa el penado Maurizius, todos sus pensamientos resultan fugitivos y sin importancia.