CAPÍTULO SÉPTIMO
1
EL último día de la semana que había comenzado con la compulsa de los legajos Maurizius, el señor de Andergast regresó a su casa a la hora del té; al cruzar el corredor oyó un ligero murmullo de voces en la habitación de Etzel. La puerta estaba entreabierta, se detuvo y vio a su madre sentada a la mesa y a Rie frente a ella. Tenían a la vista los viejos cuadernos de redacción de Etzel. Rie los había recogido de los cajones y estantes, y la Generala los hojeaba, leía aquí y allá algunas líneas, hacía a ratos una reflexión a media voz.
Acaso esperaba hallar en los cuadernos algún signo que le permitiera descubrir el lugar donde se hallaba el muchacho, una hoja desprendida, una carta olvidada. Todos sus otros esfuerzos habían sido vanos. Por encima de esas dos mujeres sentadas se cernía una nube de tristeza. La Generala, con su mantilla de encajes a la antigua, un sombrero igualmente fuera de moda sobre su pequeña cabeza, tenía un aspecto de aflicción; aún no podía concebir la fuga de su nieto y comprendía menos todavía que él, de manera tan insinuante, le hubiera hecho creer en su afecto, y no le diera un signo de vida. La preocupación la roía; el señor de Andergast vio su pequeño mentón puntiagudo como el de Etzel y le oyó decir a Rie:
—No perdamos ánimos, mi buena Rie; mi confianza sigue inquebrantable. Lo que hay de molesto en este asunto es que ya soy vieja, pero también esto tiene su ventaja. Las personas que uno ama nos habitúan poco a poco, por su ausencia, a la muerte. Es un entrenamiento para los ancianos. ¡Hay tantos afectos ausentes y el mundo es tan grande!…
El señor de Andergast usaba galochas a causa de la lluvia y por esto retornó a la puerta del vestíbulo sin que lo oyeran; bajó la escalera sin quitarse su sobretodo y salió de la casa. De pronto le era insoportable el pensamiento de estar obligado a abordar cortésmente a su madre, de mirar el rostro arrugado de Rie, su lánguida expresión cargada de humildes reproches, de estar condenado a permanecer hasta la noche sentado ante su mesa de trabajo cargada de legajos, sin otra compañía que el tintero, la libreta de notas, las sillas, el diván, los horribles cuadros colgados de la pared y los libros endurecidos en el silencio.
Con paso rápido anduvo hasta que llegó a la Dammheide, en pleno campo. El viento era allí doblemente violento, la lluvia le azotaba el rostro y los chorros de agua le herían como flechas. Como no tenía paraguas —en principio nunca se servía de él—, estaba calado hasta los huesos. No prestó atención a este hecho.
Estaba en un lugar absolutamente desierto, sin casas, sin ruinas en el horizonte. Después de hacer varias docenas de pasos se detenía, tomaba aliento, sosteniendo el borde de su sombrero, escudriñando los alrededores, pero el objeto de su atención no era el paisaje, ni la tempestad, ni las hojas que giraban en torbellino por la avenida, ni las nubes bajas que pasaban desgarrándose; siempre estaba, dirigida hacia adentro. En su frente se expresaba el esfuerzo de un intenso trabajo de pensamiento. A cada minuto sus cejas se contraían más y más. Poco a poco, pareció no sentir ya las cosas exteriores y olvidar en dónde estaba y hacia dónde iba. Por momentos decía en voz alta para él mismo trozos de frases, reflexionaba sin ilación, cosas tan raras en su manera habitual de ser; al mismo tiempo la expresión de su rostro se modificaba y, semejante a un suelo abierto por el arado, perdía su rigidez.
2
ERA imposible ilusionarse: un desgarrón se había dado en la trama lógica. Entonces comenzó el examen del pro y del contra. Hasta cierto punto, está dispuesto a encontrar alguna explicación a ese desgarrón. Los cargos eran tan aplastantes que desde el principio no se siguió más que una pista: una vieja experiencia de la justicia criminal reconoce a todo crimen un poder de sugestión particular. No puede tratarse de error judicial. Por lo menos en este asunto. Si la urdimbre presenta algún defecto, habría que buscarlo ahora, después de tanto tiempo, en la profundidad.
«Sobre todo, nada de trámite oficial». Volver a fijar los ojos del público en este asunto envejecido, terminado, sería una estupidez criminal. «Cuando digo: quizás todavía no se ha descubierto toda la verdad, ya he dicho demasiado… Acaso… ¡Y bien!, sí… acaso… veremos».
Se muerde los labios y hunde la mirada en el chorreante follaje de un olmo. Conviene en que habría sido útil, después del juicio, hacer también observar a ese Gregorio Waremme, al menos durante un tiempo; pero esto era cuestión de la policía y no del tribunal. Si por entonces uno se hubiera inquietado un poco por el después, si uno hubiese tenido el derecho a hacerlo, sin duda se habrían obtenido las aclaraciones deseables acerca de los antecedentes del personaje. Y precisamente se omitió hacer tal cosa. Es algo incomprensible; como ahora lo comprueba el señor de Andergast, nada se sabía del pasado de ese hombre, no se habló para nada del mismo. Pero, en resumen, ¿por qué había que hablar de él?
El tribunal no le hubiese dado ninguna importancia ni se habría interesado. Para el tribunal, el testigo principal es algo precioso y se cuidará de toda tentativa que resquebraje la confianza que se acuerda a tal personaje; viendo las cosas en su verdadero aspecto, Waremme era la razón de ser de la causa. Sin él no se habría llegado sino con grandes esfuerzos a una conclusión conveniente e incluso ni se la hubiera logrado, dadas las negativas obstinadas y perfectamente absurdas del acusado (el señor de Andergast entendía por «conclusión conveniente», claro está, la culpabilidad reconocida y la condena).
«Sin duda alguna hay aquí puntos débiles. Examinémoslos fríamente».
El señor de Andergast modera su paso, que se ha hecho impetuoso, para agrupar los puntos débiles.
Encuentra más de lo que sospechaba, pues, al cabo de un instante, sus labios se contraen aún más. Acerca de las relaciones de Waremme y Ana falta cualquier explicación satisfactoria. En Colonia ya debió darse entre ellos algo que echó sombra sobre sus relaciones.
Esa historia del papel estudiado por ella bajo su dirección, la aversión enfermiza que Ana ha conservado para todo lo que sea teatro y que aún duró más de un año, nadie trató de aclarar la una ni explicar la otra. Ninguna alusión al carácter de esa amistad, ningún esfuerzo para saber si era de naturaleza erótica o señalaba el preludio de su unión. Esa observación que hiciera a Elli Maurizius, Waremme, afirmándole que pronto le daría una prueba flagrante de su inocencia, nada demuestra. ¿Qué sentido tenía en su boca la palabra «inocencia»? ¿Qué podía entender por tal cosa un hombre de esa especie? Sería necesario saber cuáles fueron sus relaciones después de 1906, pero a partir de entonces recubren a la escena las más completas tinieblas. La ley no conoce más que el caso en sí, no tiene derecho a tocar lo que le sigue cuando los interesados han recomenzado sus vidas. «Lo que sé como particular, debo ignorarlo como magistrado». Pero el señor de Andergast, como particular, no conoce, no percibe los hechos y los gestos de los condenados y de los testigos, se comporta aquí como una substancia química que no permite que otra substancia actúe sobre ella sino cuando está combinada con otras. Se dice:
«Si hubo algo más que una intimidad amistosa entre Waremme y Ana, él hubiese intervenido de un modo más enérgico para defenderla de las importunidades que tenía que sufrir de parte de su cuñado. Por otro lado, va a verla a su casa sin cumplimientos, la busca para llevarla a fiestas, a excursiones deportivas, es su caballero, su rodrigón autorizado. Si se admite que usurpa ese derecho, uno no puede explicárselo sino después de la última escena penosa con Elli, pues Ana se deja convencer por él para que se instale en casa de su hermana a fin de tranquilizar a ésta, o dicho de otro modo, a instalarse en la garganta del lobo. Pura y simplemente habría que admitir que ella había perdido toda voluntad para olvidar del día a la noche el ignominioso insulto que había recibido de Elli. Y su estado de fortuna, ¿en qué se encontraba? Es lamentable, no hay ninguna duda al respecto. Ana oficia de secretaria de Waremme y él la retribuye probablemente; si no lo hizo, si de parte de ella era una ayuda desinteresada, hay que creer entonces en la existencia de relaciones más íntimas que, por lo demás, ella niega. ¿Quién le facilita los medios de existencia puesto que vive desocupada como una dama? ¿Quién paga su lujoso departamento? ¿Leonardo? Él lo niega. ¿Waremme? Este punto no ha sido aclarado. Sea cómo fuere, es una situación que hace pensar y que no carece de ambigüedad. Pero continuemos. Como ella es el motivo de discordia entre los dos esposos y no puede ignorarlo, aun cuando se sienta inocente y no sea la última en sufrir la situación, ¿por qué se queda? Si detesta al hombre que con tanta obstinación la persigue, ¿por qué continúa recibiéndolo? Si está harta de quien ha comprometido su reputación, ¿por qué se presenta con él en público? Si Leonardo se deja arrastrar en casa de su hermana, en la de su propia mujer, a tentativas tan abominables, a tal punto que el desprecio y la indignación la ponen fuera de sí, ¿por qué reanuda relaciones con él? Lo llama por teléfono, asiste a sus conferencias, guarda en su escritorio una fotografía de Leonardo con una dedicatoria, y hay que confesarlo, realmente inflamada y demasiado clara. No ha podido defenderse contra él, afirma Ana, ha tenido casi que poner buena cara al mal tiempo para que él no perdiera por completo la cabeza, y, en su frenesí, no los arrastrara a todos a la ruina: a ella, a Elli y a sí mismo. ¿Es verosímil esto?».
—En esa época me pareció bastante verosímil. ¡Señor! Una chica de diecinueve años cuya ignorancia de la vida es lamentable; a menudo las muchachas como ésta, precisamente, a causa de su profunda inocencia, se complican en situaciones inextricables; es posible que la pasión que ha despertado la halague y arda al contacto del fuego que ha encendido. Para quien conoce las mujeres…
El señor de Andergast sacude la cabeza de mal humor. Le parece que éste es un punto de vista demasiado superficial. Ella debió abandonar la ciudad, uno no puede dejar de reprochárselo, pues ofreció todos los días un alimento a ese deseo criminal; habría valido más que huyese en la noche, a lo desconocido, a la miseria, antes de atizar más tiempo esa mortal discordia entre los esposos. No importa que lo hiciera involuntariamente. ¿Pero si por azar realizó un doble juego? ¿Si los dos hombres no hubiesen sido para ella más que peones en el tablero de ajedrez o si… descendamos hasta lo más hondo, hasta la última posibilidad imaginable: por ejemplo, que ella estuviese en connivencia con Waremme y, conforme a un plan preestablecido, haya empujado los acontecimientos hasta la catástrofe? ¿Es admisible semejante hipótesis? No, no lo es, por nada del mundo. Es una hipótesis inepta, una hipótesis de melodrama.
Incluso los audaces calumniadores no se atrevieron a adelantar semejante aserto y las mismas personas que desplegaron el mayor celo para lavar de culpa al desgraciado Maurizius retrocedieron ante esta idea. Sin embargo, permitámonos descender al abismo a lo largo de esta peligrosa cuerda y supongamos que haya sido precisamente así. Habría sido necesario que ambos estuviesen seguros de que los ochenta mil marcos de la fortuna de Elli —en la época aquella sólo podía tratarse de ellos—, que esos ochenta mil marcos, pues, corresponderían a Ana. ¿Pero qué había en el testamento? El señor de Andergast se promete averiguar, si es que existe, las cláusulas de ese testamento. De hecho, si no hubo testamento, y si el marido, como asesino de aquella a quien heredaba, era excluido de la herencia por razones de indignidad, la hermana se convertía —ya que el matrimonio carecía de hijos— en la heredera legal. Pero no podemos aventurarnos de ese modo, descender tan bajo en el abismo, no. Habrían necesitado entonces, por un cálculo que desafiaba toda previsión humana, descontar con certeza absoluta que Leonardo metería la cabeza en la trampa y que sólo tendrían que tirar para que se cerrase el nudo corredizo, y para terminar: delitos, cargos, testigos, todo debió ponerse de acuerdo como los tic-tacs de un cronómetro.
«Es idiota. ¡Al diablo con las estupideces! Esas cosas no existían. Habríamos observado alguna huella. A fuerza de hilar delgado uno termina siendo víctima de las propias sutilezas».
El señor de Andergast se detuvo. Un rubor enfermizo extendióse por su rostro, acaso debido al esfuerzo de su marcha bajo el repetido choque de la tempestad o quizás a la masa de pensamientos que lo acosaban; sus venas hinchábanse sobre su frente en cordones azules oscuros y en sus ojos siniestramente entrecerrados se leía un terror que jamás había conocido hasta entonces.
La imagen de Waremme, imposible ya de ser rechazada, retornó a su memoria. La ve con toda claridad delante suyo. La frente atrevida, la mirada fija que observa oblicuamente en la sala, la mandíbula de tiburón, saliente; toda su persona respirando brutalidad, la enorme cabeza con cabellos cortos y rígidos, la silueta un poco obesa. Para enfrentársele, era necesario un mozo de otro calibre que ese polichinela de Maurizius, de nervios flojos. A pesar de esto, sus íntimos hablan de graves accesos de neurosis, de depresiones, de crisis de lágrimas a las cuales estaría sujeto con frecuencia. Es posible. Ese cuerpo que, a pesar de sus proporciones normales, da una impresión de potencia, quizás está minado por fuerzas devastadoras, como las gentes que tienen a la mirada del tiempo absoluto una edad distinta a la del tiempo en que realmente viven. Dice a su edad: veintinueve años, pero se diría que el número no es más que un capricho del certificado de nacimiento.
Cuando comienza a hablar, hasta para decir la cosa más indiferente, todo el mundo presta atención. Lo que impone de él, no es la voz, ni la elección de los términos, sino la exactitud de la expresión, la superioridad de la actitud. La impresión que produce en el auditorio es ésta: «¡He aquí alguien que sabe lo que vale!», como si hasta el momento no hubiese visto en acción sino a chafallones y ahora tratase con un maestro. Entre él y todos los demás testigos existe la misma diferencia que entre miserables fragmentos y una obra plástica terminada. Se presenta con un aire tal, que el presidente recoge de inmediata su espíritu y el infeliz Volland presenta el aspecto de una vejiga desinflada; las tentativas de costumbre, dirigidas tanto contra los testigos de cargo como contra los testigos de descargo, resultan aquí inútiles. Ya se sabe lo que son: una observación burlona, una pregunta capciosa formulada en tono amable, una pose de triunfo para destacar una contradicción de la cual se excusa el testigo alegando un malentendido, que se ha equivocado, que el juez de instrucción lo ha comprendido mal o que se ha engañado. Con éste, no hay necesidad de amonestaciones, de recurrir a una memoria desfalleciente, de esos interrogatorios sembrados de obstáculos que sirven para hacer trastabillar a costureras, cocheros, corredores de comercio e incluso a individuos de la más alta burguesía; aquí, todo ese aparato resulta absolutamente fuera de lugar. Pues Waremme es tan diferente, tan frío, tan plácido como una estatua. Durante su declaración, el señor de Andergast no pudo dejar de decir:
—Agradezcámosle a Dios que éste no se halle en el banco de los acusados, no estaríamos a su altura.
De pregunta en pregunta, aquel que dirige los debates se hace más cortés, más respetuoso; se hace el silencio en la sala y a tal punto que se oye el zumbido del ventilador colocado encima de la ventana, y se le oye lo suficiente como para que se torne molesto. Desde entonces cada palabra resulta decisiva. Cuando el presidente le pide su opinión acerca de la actitud del acusado antes de su arresto, Waremme responde:
—Creo que la Corte estará de acuerdo conmigo si digo que mi papel no consiste en emitir una opinión; mi único deber consiste en dar a conocer mis comprobaciones y testimoniar hechos.
Y cosa extraña, se lo admite; sin réplica se acepta esa especie de llamado al orden. Los jueces, el substituto, el defensor, los jurados, todos le están sometidos de cierto modo; él mismo, por su sola presencia, determina la orientación de la instancia judicial y así su declaración adquiere el peso de una sentencia. La emoción que se lee en sus facciones se transmite a toda la sala; se comprende que le repugna la idea de entregar al verdugo a ese desventurado que era su amigo, pero sabe que él conoce el asunto; lo que ha visto adquiere una fuerza mayor y su juramento más autoridad:
—He aquí lo que he visto, de éste y del otro modo han pasado las cosas, no puedo decir más.
Y detrás suyo Leonardo Maurizius, cuya transparente palidez destácase en la sombra, lo mira con ojos dilatados por un pavor mortal; de un salto se pone de pie y tiende la mano para imprecarlo; Waremme se da vuelta hacia él; de pronto vacila, los guardias lo sostienen, pierde el conocimiento. Él, no Maurizius. Esta escena produce una enorme impresión y obra como un gesto de ultratumba, que vendría a confirmar sus declaraciones.
El señor de Andergast se detiene una vez más, retira el pañuelo del bolsillo interior de su americana y se limpia el rostro. El pañuelo queda totalmente empapado en sudor. Su barba está como una esponja en el agua, sus párpados se han hinchado y los levanta con dificultad, sin llegar a percibirlo.
«Habríanse obtenido seguramente resultados interesantes si se hubiera profundizado el carácter de Waremme —se dice el señor de Andergast, prosiguiendo su meditación y luchando al mismo tiempo contra el huracán—. No vimos nada de las capas subyacentes de ese carácter, sólo nos limitamos a la superficie, y aún más, a ver lo que quiso mostrarnos. Estaba rodeado por una zona de sombra, su aparición y desaparición han tenido una rapidez teatral. Nunca más volvióse a oír hablar de él; ¡cosa rara! Un espíritu tan notable, semejante voluntad, un poder de acción sostenido por tantas esperanzas y, después, ¡un breve papel de actor de paso, una desaparición total! Es completamente curioso este hecho, un típico fenómeno de la época. ¿Había que tomar en serio esa afirmación del viejo Maurizius en su apelación de que descubrió el lugar en que actualmente se encuentra Waremme?».
El señor de Andergast se detiene en este pensamiento, que lo conduce a tomar una decisión que expresa en voz alta:
—En la primera ocasión tengo que hacer venir a ese viejo; es incomprensible que no lo haya hecho hasta ahora; es ésta una negligencia culpable. Son insensatas las insinuaciones pérfidas que ese ser ridículo puede hacer contra Ana.
Ana Jahn… el personaje aparece. El señor de Andergast hace un gesto en el vacío, como si quisiera pedirle que espere aún un poco y decirle que su turno todavía no ha llegado. «Un poco de paciencia», parece decirle. Waremme lo ha convencido casi por completo, lo mismo que antaño. El conjunto del cuadro no deja nada que desear, nada que esperar, pero si uno se sumerge en los detalles, de pronto las líneas se confunden y todo comienza a diluirse. Y en primer lugar: ¿dónde fue a dar el revólver? ¿Poseía Leonardo Maurizius una browning? Nunca fue posible probarlo. Waremme lo vio disparar el arma desde el bolsillo de su sobretodo vio que lo arrojaba lejos de sí. Pero nunca pudo hallárselo, ni en el jardín, ni en un radio de cien metros. Teóricamente, podría pensarse que, en esas condiciones, alguien disparó desde afuera, eventualidad que el defensor destacó demasiado a menudo. ¿Pero quién pudo disparar, quién, gran Dios? Luego: ¿qué pasó cuando Maurizius penetró en el jardín? Elli ya no podía esperarlo al recibir el segundo telegrama que desmentía al primero. ¿Por quién se enteró de que venía? Por Ana, naturalmente. El telegrama dirigido a Ana, en el cual le rogaba que fuera a recibirlo en la estación, no pudo anularlo, ya sea porque había perdido la cabeza y lo había olvidado, o porque en su fuero íntimo esperaba que ella iría a la cita, a pesar de todo. Por lo tanto, Ana, que probablemente comprendió en seguida que el segundo telegrama a Elli no era más que una treta para ganar tiempo, informó a su hermana de la próxima llegada de Leonardo. Bien. Al telegrama que él le envía, ella no contesta, no lo tiene en cuenta; por el contrario, se asegura antes del regreso de aquél, a quien teme, la asistencia de su amigo. He aquí algo aclaratorio. He aquí algo que es lógico. ¿Pero por qué Ana no se va de la casa? Habría sido lo más simple. No tiene más que abandonar la casa y dirigirse a la de alguien que conozca en la ciudad. ¿Por qué se queda y por qué se queda aún y siempre? Si desea que él sólo encuentre a Elli, que Elli sea quien lo reciba, ya que ésta ha quedado inquieta y tiernamente impaciente por su partida sin adioses, no pudo hacer nada más prudente que irse y para nada hubiese necesitado llamar a Waremme. A lo cual se replica: tiene que cuidar a su hermana, no puede abandonar a Elli en esa exaltación que confina en la locura. ¡Si al menos fuese esto verdad! Ciertamente, hubo entre las dos hermanas una reconciliación, pero que al parecer duró poco tiempo; quizás Elli no podía soportar la presencia de su rival; en efecto, el día del crimen, después de permanecer acostada toda la tarde, de haber llorado y sollozado sin tregua, llamó a la criada Frida y le suplicó que le hiciera compañía, pues tiene un miedo espantoso. Durante ese tiempo, Ana tocaba el piano, abajo. El señor de Andergast recuerda que, ya entonces, ese detalle lo sorprendió. Ella lo explica de un modo casi admisible por el desconcierto en el cual se encuentra: arriba, su hermana casi irresponsable, ella misma sola abajo, temblando ante la llegada de ese hombre desesperado que acaba de fracasar lamentablemente, uno lo presume, en sus tentativas de conseguir dinero. En ese preciso momento ejecuta el Carnaval de Schumann y en el mismo instante tiene alucinaciones, cree ver siluetas sospechosas que vagan en torno a la casa. Dentro de algunos minutos Leonardo estará allí; ella ya no puede soportar esta idea y se precipita al teléfono y ruega a Waremme que acuda en su auxilio. Todo esto está bastante bien, pero cree que Waremme esperaba el llamado. Todo se arregla demasiado bien.
También podría suponerse que en el último segundo Elli ha sido alarmada, por lo cual la pregunta que el defensor formuló a Ana no carecía de fundamento:
—¿Cómo explica que su hermana, a pesar de su indisposición, de los espasmos cardíacos que la aquejaron desde la mañana, abandonara la habitación y la casa para correr, no sólo para correr, sino para volar al encuentro de su marido?
Entonces se produjo un momento crítico y los jurados aguzaron el oído; la intervención del presidente, que afirmó que la señorita Jahn no estaba en condiciones de dar detalles al respecto, puesto que ella no era la enfermera de su hermana, provocó murmullos entre el público. Pero entonces se llamó al anciano Teófilo Guillermo Jahn, tío de ambas hermanas, para oír su declaración, y éste produjo una fuerte impresión en los jurados cuando, mirando hacia el banco de los acusados, exclamó con la mano levantada:
—Ese miserable no sólo asesinó a una mujer, a su mujer, a aquella que era en la vida su única amiga, sino también mató a la otra, la mató en su espíritu y en su alma. ¡Que la maldición de toda la humanidad caiga sobre él!
Cuando dijo esto el viejo señor de larga barba blanca, Ana cerró los ojos y juntó las manos. Como en el caso del desvanecimiento de Waremme, fue ese uno de los grandes momentos del proceso.
El señor de Andergast anda con más rapidez, a grandes zancadas. Recuerda la belleza de la joven que, en aquella época, también lo había fascinado. Diríase que fue ayer. Vuelve a verla de pie, en su ajustado vestido negro, con cuello y puños de encaje blanco sobre sus largas y pálidas manos. Vio poco antes una reproducción de la María Estuardo, de Clouet, y aún recuerda con precisión el estupor que le produjo la semejanza de Ana con ese retrato.
La boca dolorida, los ojos «cuya mirada parecía interminable», como afirmó entonces un periodista charlatán; la nobleza de sus movimientos, la delicadeza de la silueta, he aquí cosas que no era posible olvidar. Era un crimen creer que un ser de esa índole pudiera saber lo que es la mentira; ella vivía en un mundo aparte —cerrado e inaccesible—, en un elemento en el cual estaba preservada contra toda mancha. La Corte y los jurados veían en ella una mártir. «Ella se desprendía del proceso como una flor blanca sobre un fondo negro», escribía el mismo periodista charlatán.
Además, desde el punto de vista jurídico, era, por así decirlo, el eje de la instrucción; si el señor de Andergast hubiese hecho inclinar un poco ese eje, el suelo habría faltado bajo sus pies. En el mundo sólo había una culpabilidad a encarar. Una sola, absolutamente. No había cómplices, confidentes. ¿Dónde se iría a buscarlos? «Ineluctablemente, el camino nos era trazado, me era trazado como con un estilete de diamante».
Tomó posición para defenderse contra un golpe de viento, como si se tratara del último asalto a sus dudas, y se dijo, deteniéndose:
«Por tales razones el fallo es inatacable desde cualquier punto de vista. —Y algunos pasos después, deteniéndose de nuevo—: No, el fallo es inatacable».
Pero ese fallo, por definitivo que fuese su tono, no logra ahogar ni la más pequeña de sus dudas. El espanto se ampliaba en sus ojos como una mancha de tinta sobre un secante.
En su alma evitaba ese espanto y temerosamente giraba a su alrededor con sus pensamientos. Era una falta de sinceridad para consigo mismo y sentía su tortura como si se hubiese roto su equilibrio vital. Niño aún, había visto todos los días, durante semanas enteras —y esto con una creciente aversión un reloj cuyo péndulo tenía oscilaciones irregulares e intermitentes. En tal momento, su pensamiento retornaba sin cesar a ese hecho.
Calle de Roedelheim; detuvo a un taxi libre y regresó a la ciudad. Sumergido en una especie de semisomnolencia y completamente empapado, apoyóse en el ángulo del coche.
«¿Dónde estará el pequeño?».
Esta pregunta atravesó bruscamente su cerebro igual que una flecha. Sus pensamientos ya no le obedecían. Durante un segundo comprendió el deseo que experimentan muchos niños de estar enfermos para no verse obligados a ir a la escuela. ¿Pero para que le hubiera servido estar enfermo? ¿Existía para él algo más que la escuela? Sin duda, podía refugiarse en su inhospitalario dormitorio —semejante a un apartado antro—, pero sólo de tiempo en tiempo, y esa Rie desagradable vendría trotando hasta cerca de su lecho y ni podría llamar junto a él a la pequeña Violeta.
3
VIOLETA Winston era una joven californiana con la cual había trabado conocimiento tres años antes, a la salida de una cena de hombres en el hotel de Rusia. Estaba sentada en el vestíbulo del hotel y en vano se esforzaba para hacerse comprender de uno de los mozos. El señor de Andergast le sirvió de intérprete. Ella había llegado de su país apenas hacía algunos días y quería estudiar en el Conservatorio Stern; no conocía a nadie en la ciudad, estaba sola en el mundo y tenía el dinero necesario para vivir seis meses. Convirtióse en su amiga, y él le alquiló, muy lejos de su casa, sobre la plaza Pestalozzi, un modesto departamento, donde ella lo recibía dos o tres veces por mes. Sus relaciones estaban envueltas en el mayor misterio; gracias a la prudencia absoluta del señor de Andergast, hasta el momento habíase podido evitar todo comentario sobre el asunto.
Es interesante reconstruir, de acuerdo con el carácter de un hombre que uno conoce, la imagen de su amante. En bastantes casos, se encontrará aproximadamente la nota justa, sin abandonarse con excesiva facilidad al juego de los contrastes ni a trazar un esquema simple relacionando atracciones comunes. Sin embargo, si uno considera que, en un caso como éste, las sombras acumuladas en el alma de ese hombre no pueden ser disipadas por la magia del erotismo, ni aún transfundidas en su compañera, y que, por otra parte, un alma que se enfría progresivamente ya no conoce de la vida más que los exteriores y los pretextos, pero no el ardor y, de su forma, no conoce más que las apariencias entonces no podrá sorprender la elección que el señor de Andergast hizo con la joven californiana. Ella nada le ofrecía, no era nada para él, pues nada tenía que dar, no siendo ella misma nada. Y precisamente esa nada era la que necesitaba. Espíritu, picardía, capricho, cultura, ¿qué podía significar todo esto para él, que no buscaba ni excitación, ni elevación y, mucho menos, lo que se llama distracción, sino una especie de oportunidad para descansar, que le permitiera, cuando sentía necesidad, manifestarse como ser viril, lo que era más compatible con la ignorancia y la trivialidad que con cualidades superiores? Desde hacía diez años vivía sin relaciones conyugales y sabía que a la larga no se pueden ahogar los deseos físicos sin comprometer el equilibrio de las facultades intelectuales. La reserva de sus fuerzas estaba intacta, pues su barba grisácea y su calva eran la marca de los años y de ningún modo los de una decadencia o de una debilidad internas. Descendiendo de una raza cuyos hombres y mujeres habían alcanzado los ochenta y noventa años en un radioso verdor, poseía aún la frescura física de quienes jamás se han entregado a un desorden y que saben poseer en sí mismos recursos inagotables. Después de separarse de Sofía, había renunciado a toda adhesión, a toda espera del lado de las mujeres. Excluyó simplemente de su vida las sensaciones de esa naturaleza, y no sólo por principio, sino porque había hecho una experiencia que hirió casi mortalmente su orgullo. La herida aún no se había curado y no curaría nunca. Le era imposible pensar en ella sin que la sangre afluyese a su corazón y bullera. El pensamiento de que semejante cosa pudiera renovarse en una forma cualquiera, bastaba para alejar de él toda tentación. Para el señor de Andergast la fe no existía más (ni en ése ni en otro sentido). Además, ¿no le había demostrado en exceso el ejercicio de su profesión qué entienden por amor las gentes, cuál es el espejismo que las engaña y lo que en realidad es el amor? Hubiese podido componer un voluminoso léxico de manifestaciones anormales, de lamentables compromisos y de todas las miserias, pequeñas o grandes, que constituían los trescientos días de trabajo de su año, y repetirse con fastidiosa monotonía el contenido de todos los demás días, de todos los demás años. Una inicial, un prontuario y el individuo no existe más que por su pasado, su reputación, su responsabilidad. Incluso si su impresión digital todavía no está consignada en el prontuario, uno percibe sobre su frente y en sus ojos un estigma no menos acusador.
Trátese de quienes leen Fausto o del mayor número, que repiten su Pater o cubren sus murallas de inscripciones moralizadoras (como los judíos piadosos cuelgan sus preceptos sagrados en los marcos de las puertas), ninguno de ellos resistiría una tentación de engaño, de desviación, de falso juramento, de robo o de violación, si existiera la menor esperanza de no ser acusado. Después de todo, no hay buenos ni malos, gentes honestas y pillos, corderos y lobos; sólo hay personas cuyo nombre está intacto y otras cuyo nombre está manchado, gentes castigadas y otras impunes, y ésta es toda la diferencia y, pertenezcan a una u otra categoría, no dependen de una disposición natural o de un defecto, sino de una circunstancia fortuita a la cual no prestaron atención. El señor de Andergast no se informaba acerca de tal hombre o mujer; para él no existían la señora Tal ni el señor Cual. Conocía los rangos, las clases, las profesiones, los grupos, los antecedentes, las soldaduras y roturas sociales, las condiciones y las fricciones de las existencias, el estado respectivo de las energías, las posibilidades de expresión, a tal punto que para él era un juego dominarlas y podía hablar en sus lenguajes tanto con un cerrajero, un campesino o una prostituta como con una condesa o un ministro. De la persona, de su invariabilidad y de su unidad esencial, no sabía ni deseaba saber nada. Por esto le convenía y agradaba que Violeta Winston no fuese más que una hembra entre otras, como el pez blanco en un lago es un ejemplar de la especie entre otros mil, cuya captura depende de un azar al cual no hay que darle mucha importancia.
Ella era bonita, amable, buena chica, complaciente e inofensiva. No había la menor maldad en ella. Tenía una piel blanca, un rostro blanco insignificante, cabellos amarillos como el trigo, y como ese color diluido, también ella era neutra, de pequeñas manos gordezuelas y llenas de hoyuelos, como un bebé, y tenía hermosas piernas finas. Sus grandes ojos azules, un poco tontos, no le recordaban nada cuando sus miradas se fijaban en él.
Cuando sus labios cargados de carmín descubrían los menudos dientecillos blancos, parecía que asimismo éstos quisieran contribuir a la expresión de exquisita nulidad que emanaba de todo su ser. Si la hubiera desmontado para ver qué sentimiento experimentaba por su grande y sombrío amigo, probablemente no se hubiera hallado —fuera de un cierto afecto animal y moderado propio a toda criatura que siente necesidad de protección— más que un pequeño y estúpido temor. Y porque él le inspiraba ese temor, ella lo admiraba. Sí, ella lo admiraba, casi como el pececillo blanco pondríase a admirar al enorme sollo voraz que no lo tragará, precisamente porque lo halla miserable. Cuando estaba sentada sobre sus rodillas y lo miraba, lánguida, no podía evitarse que por sí misma se designara con estos términos: «Poor girl» o «poor little Violet»; ante la desigualdad de las criaturas humanas, era siempre una pequeña explosión de estúpida sorpresa. La conversación que mantenían giraba en general sobre los objetos que los rodeaban. Encima de la cama, ella había colgado una fotografía de su ciudad natal, Sacramento. En opinión del señor de Andergast, la foto estaba demasiado baja, por lo menos en tres pulgadas. Acerca de esto discutieron más de un cuarto de hora. Violeta gustaba de las flores, pero no sabía arreglarlas, y se entregaban a interminables deliberaciones para saber si podía poner juntas, en un mismo vaso, lilas malvas y claveles rojos.
Aunque fuera bastante chic en su vestimenta, era un poco indígena en sus gustos y también sentía predilección por los perfumes demasiado fuertes. El señor de Andergast la instruía, la sermoneaba, recomenzando siempre, seco, grave, paciente. Habría considerado la impaciencia frente a una nada tan encantadora y tan tonta, como un verdadero despilfarro de energía. Ella le presentaba la cuenta de sus gastos, y cuando uno de ellos le parecía superfluo, la reconvenía suavemente hasta que surgían en los ojos azules bobalicones lagrimitas bobaliconas. Entonces sonreía con indulgencia. Ella tenía muchos defectos, era olvidadiza, coqueta, glotona, bastante ligera, ¡pero todo eso era tan poca cosa, ella misma, aumentada de sus defectos, era tan insignificante y tan poco molesta a causa de esa insignificancia misma!… Un pececillo blanco. A veces sentábase al piano y cantaba canciones de su país. Su vocecilla insípida llenaba la pieza con un chirrido de cigarra y con sus gordezuelas manitas blancas tontas de bebé ella misma se acompañaba al piano. Era un idilio completo.
4
LA marcha a través del campo y en la tempestad pesaba aún en los miembros del señor de Andergast cuando llegó a casa de Violeta.
Ésta había cenado en su casa y se había vestido con cuidado. Ella se quejó con tono enfurruñado. Sentía que él la descuidaba, pues sus visitas habíanse hecho de más en más raras en los últimos tiempos. En su alemán, que ella estropeaba tan divertidamente —pues él había insistido en que aprendiera alemán—, Violeta decía que la descuidaba «like a single shoe». El señor de Andergast calmó su mal humor con la misma facilidad con que se apaga una cerilla. La jornada había sido mala para ella. Había perdido su reloj-pulsera de oro. Decía que ya no sabría qué hora era, —poor Little Violet has lost the time—, que durante la noche despertaría a toda hora de miedo de perder el día y esperaría hasta que la gran campana de la iglesia sonase. El señor de Andergast tenía un aire de meditar sobre un problema de ajedrez y dijo que se trataría de comprarle otro y que sería preciso hacer una denuncia a la policía. Indicó el camino, la casa, las formalidades necesarias. Sentada frente a él durante ese tiempo, ella lo miraba con una admiración sin medida. Le había adquirido los cigarros que prefería; con prontitud le trajo la caja, le dio fuego, encendió ella misma un cigarrillo y luego se entretuvieron tranquilamente hablando con exceso y de detalles del aroma y el precio de ese tabaco un tanto fuerte. Como el señor de Andergast se pasara a menudo la mano por la frente, ella terminó por notar su rostro fatigado, y a su pregunta llena de solicitud, él respondió que tenía una jaqueca bastante violenta. Con los ojos agrandados por el temor, lo miró como si nunca se le hubiera ocurrido pensar que un ser tan colosal pudiera enfermarse o sólo estar indispuesto. Con voz de pájaro asustado, propuso diferentes remedios; como él los rechazara todos con firme dulzura, Violeta se puso a gruñir y él la dejó hacer. Ella le dijo que debía tenderse y reposar. Reconoció que era justo, y obedeció. Se tendió en el diván.
Violeta lo cubrió con un chal, apagó las luces, salvo la de un velador, y dijo que iba a dejarlo solo, que durante ese tiempo estaría en su dormitorio y que no lo molestaría. Ya en el umbral, dióse vuelta una vez más, le acarició las sienes con sus dedos cortos y con un maullido de ternura: «You are a naughty boy», dijo sacudiendo la cabeza con aire divertido, «you work too much and you think too much. Demasiado, sure». Él sonrió amablemente, aceptó su compasión regañona con la gravedad que uno simula para recibir de un niño una ficha que éste dice que es una moneda de oro.
Largo tiempo permaneció extendido con los ojos abiertos, el cerebro extrañamente vacío, en la pieza casi oscura. Cuánto tiempo había pasado cuando se levantó, no lo sabía. Miró el reloj, pero tan distraídamente que ya ni sabía la hora cuando lo guardó en su caja. Abrió sin ruido la puerta del cuarto vecino. Violeta estaba en la cama y dormía. Frente a la cama caía del cielo raso la luz rosada de un velador.
Violeta tenía predilección por las lámparas suspendidas y jamás dormía en la oscuridad.
Tenía miedo a las tinieblas y era reacia a toda demostración en contra de ello. El señor de Andergast, parado junto al lecho, miraba a la durmiente. Como la naturaleza borra del rostro dormido toda actividad cerebral, éste vuelve a encontrar por completo su estado de naturaleza y, para la pequeña Violeta, había que hacer en esto menos que con cualquier otra criatura humana. Yacía allí, puramente vegetativa, totalmente rosada por el reflejo de esa iluminación romántica, al mismo tiempo que por los colores que revelaban su juventud y salud. A veces, pasaba por sus facciones una expresión de miedo y, durante algunos segundos, la envejecía en otros tantos años. Pero se habría dicho que era una pequeña ola y no se veía que tal hecho respondiera a una conmoción de capas profundas. Un suspiro. El pecho se eleva, luego todo el cuerpo recae en la apacibilidad. Como todos los hombres para quienes la conciencia psicológica es la única manifestación de poder vital, el señor de Andergast no sentía ningún placer viendo a personas dormidas. Incluso le era necesario sobreponerse a un ligero escalofrío cada vez que veía un rostro dormido. Se aproximó a la mesa de tocador, dejándose caer en el sillón y permaneció así, a la espera, girando el busto hacia el lecho. El espejo del tocador estaba dispuesto de tal modo que dejaba ver a la durmiente cuando se lanzaba una mirada en él… Esta manera de mirarla agradaba al señor de Andergast. Emplear medios indirectos estaba de acuerdo con su naturaleza. Poco a poco, sin embargo, pareció olvidar dónde se encontraba, su mentón se hundió lentamente en el pecho, sus ojos fijos cargados de una expresión indeciblemente sombría y dura escudriñaban un abismo invisible, y así permaneció horas. Algo formidable había en la actitud de este hombre sentado, inmóvil, la mirada fija, con su poderosa estampa, su enorme cráneo, su rostro de piedra. Cuando finalmente levantó la cabeza y su mirada recayó en el espejo, no fue a él ni a Violeta dormida a quien vio allí, sino a Waremme. Es decir una persona a la que sin más admitió como Waremme, pero que sólo tenía un vago parecido con ese Waremme que había visto por última vez dieciocho años y medio antes. Esa persona —no veía más que el busto un poco más grande que el natural— extendía el brazo derecho, apoyaba la mano izquierda sobre la cadera y, en la mano derecha abierta, estaba parado Etzel, muy pequeño en verdad, pero muy audaz y hasta con cierta impudicia en la expresión. Tenía una linterna sorda en la mano, y su luz caía, brutal, sobre el rostro de Waremme (o de aquel a quien veía allí), y lo hacía perfectamente traslúcido, como si la piel y los huesos fueran de gelatina y así se pusiera al desnudo el cerebro sobre el cual era dirigida principalmente la luz. Toda la masa cerebral con sus canales, sus meandros y sus protuberancias, su infinita red de fibras y venas se contraía sin cesar, como bajo el escalpelo de un cirujano, bajo la acción del rayo luminoso que penetraba sin que nada pudiera detenerlo. Y como el rayo conducido por el pequeño puño nervioso se movía en todos sentidos, como queriendo descubrir un lugar preciso, poco a poco la masa blanda, repugnante, de dolorosas convulsiones, hacíase perceptible en todas sus partes, de la manera más clara. «¿Qué me sucede? —pensó el señor de Andergast, irritado—. Veo fantasmas, con los ojos abiertos veo fantasmas». Con el índice y el dedo mayor separó los párpados, y cuando miró de nuevo en el espejo, ya no vio más que a la joven durmiente, iluminada por el rayo rosa de la lámpara suspendida, sonriendo a algún lindo sueño, seguramente insignificante.
El señor de Andergast levantóse sin ruido y volvió al saloncito. Se sentó ante el escritorio de patas finas y vacilantes, tomó papel y sobre de una carpeta, miró la pluma a contraluz antes de ponerse a escribir, escribió luego con su amplia y grande escritura, de letras inclinadas unas sobre las otras, entre las cuales las l, las t y las f tenían aspecto de postes telegráficos curvados por el viento:
Querida Violeta, esta velada, desgraciadamente, era la última que podía pasar contigo. Todas las cuentas serán arregladas. La pensión mensual de ciento cincuenta marcos correrá hasta el primero de julio. Te deseo buena suerte en la vida. — W. A.
Después de haber puesto la carta en el sobre, apoyó éste ya con la inscripción: «A miss Violet Winston», contra el pie de la lámpara; giró el botón, sin ruido siempre pasó al vestíbulo estrecho como una jaula, púsose el sobretodo, se hundió el sombrero hasta la frente, llegó a la escalera y cerró lentamente la puerta. Sólo después de haber marchado un instante, notó que ya no llovía y que sobre la ciudad brillaba el cielo.
5
EL ujier anunció que Pedro Pablo Maurizius, citado para las once, estaba ya en la sala de espera. El suplente Naemlich recogió los papeles en su carpeta y se retiró. El señor de Andergast permaneció un momento con la cabeza apoyada en la mano, con su libreta de apuntes abierta enfrente. Ante todo debía darse cuenta de lo que deseaba saber del anciano. Tendría que pesar cada una de sus palabras. Era necesario ocuparlo un instante en sus propios asuntos para luego sorprenderlo interrogándolo bruscamente acerca de Etzel.
Hasta qué punto ese hombre se dejaría distraer, descarriar y arrastrar por una falsa pista, lo revelaría el curso de la entrevista. La súbita conexión de esos dos asuntos era afligente y torturante. Afligente y torturante ese juego de sorpresa: «¿Dónde está Etzel?», íntimamente mezclado a ese insoluble enigma de un crimen ya en vías de expiación. Sólo cuando el nombre de Maurizius hirió su oído, supo el señor de Andergast que no había hecho venir al viejo únicamente para sermonearlo y luego para obtener de él, de darse la oportunidad, algunas aclaraciones sobre ciertos puntos de detalle que permanecieron oscuros en el proceso; era ése el menor de sus móviles y su principal finalidad consistía en interrogarlo acerca de Etzel, de oírle hablar de Etzel, de disminuir esa insensata inquietud —a tal punto habían llegado las cosas— de la cual no le libraba el razonamiento y que ya no lograba disimular. Otra razón, además, lo había impulsado, una razón más extraña, más irritante: un deseo, un sentimiento de vacío, una insatisfacción, una impaciencia, un mal que le roía y le arañaba dentro, como si un órgano interno cuya existencia hasta entonces jamás hubiera percibido, se revelara de súbito dolorido y sangrante.
La oficina en la cual recibía el procurador era un cuarto en ochava, de dos ventanas, que daba sobre el hospicio y la calle del Cordero, sobre los diez o doce cabarets en los cuales pasaban sus horas bebiendo y haciendo ruido todos aquellos a quienes se citaba en el tribunal y los testigos de las bajas clases.
En la pared pintada de color marrón, detrás del escritorio, estaba colgado un retrato de Bismarck, de tamaño natural. La baja estantería contenía los comentarios de la ley, algunos años del Boletín de los juristas y las decisiones del tribunal del Imperio. La limpieza y el orden meticulosos no hacían más que acentuar la desnudez, la agobiadora y desesperante austeridad del lugar. Desde la primera mirada se adivinaba que en ese edificio existían cien piezas tan austeras y desoladas, y que en todas las ciudades del país, reunidas, habría alrededor de veinte o treinta mil.
Ponen un sello singular en los rostros de los hombres que pasan en ellas una gran parte de su vida y los impregnan de su austeridad y de su desolación.
El viejo Maurizius permaneció parado junto a la puerta, después de inclinarse profundamente. Usaba una especie de saco de cazador con botones de cuerno de ciervo. Con su brazo izquierdo apretaba la inevitable gorra de marino. El señor de Andergast le dirigió una mirada oblicua, desde sus párpados semicerrados, una mirada de criminalista que aprehende en un segundo lo que, en ciertas circunstancias, niega un prolongado interrogatorio. Pero aquí fue magra la cosecha. Un rostro de anciano, curtido, contraído, obstinado, inmóvil. Sin embargo, la insensibilidad hosca del viejo era afectada. Detrás de la impasibilidad exterior, la ansiosa espera martillaba en su pecho como con pilones de hierro. Creía haber arribado al fin al gran viraje. ¿Cómo podría ser de otro modo, para qué entonces esa citación, todo ese asunto misterioso con el pequeño? Apenas atrevíase a pensar. Desde que recibiera la hoja con el membrete del procurador, había dejado de comer y de dormir, olvidando de llenar su pipa o, cuando la llenaba, de encenderla. Por consiguiente, estaba allí, pronto a escuchar, listo a hablar.
Pero desconfiaba de su lengua, temía dejar escapar la palabra torpe o prematura que podría dañarlo. Tenía la impresión de no estar parado en el suelo, sino suspendido en el aire y amenazado de caerse al primer paso. «Reanímate —se repetía sin cesar—, también ése es un ser de carne y hueso».
—Lo hice venir para poner fin a sus trámites y petitorios. Tenga cuidado, podría lamentarlo algún día.
La voz le llegó, fría. No contenía nada que se pareciera a una promesa, que anunciara una nueva disposición.
—Está bien, aún no estamos más que en el comienzo. Los señores juristas, cuando quieren ir a Roma, simulan primero que van a Amsterdam. —Maurizius se inclinó.
Nada más. Las aletas de su nariz tocaban el tabique nasal; sus narices se hundían. La cara majestuosa del hombre sentado ante el escritorio lo intimidaba desmesuradamente. Sentíase tan dependiente de él como una campana del travesaño al que está suspendida. De antemano temblaba a la idea de oír nuevas palabras, pero nada revelaba de su angustia; miraba fijamente de frente a la cara, como un piloto al escollo próximo. Aquel cuyo poder regía los destinos tenía un lápiz en la mano, un lápiz que incesantemente giraba entre sus dedos, de modo que su punta de pronto estaba dirigida hacia arriba y de pronto hacia abajo. Era algo caprichoso; habría sido necesario saber por qué hacía tal cosa; con eso no pensaría causarle miedo.
—Al respecto desearía formularle algunas preguntas, pero llamo su atención sobre el hecho de que nuestra entrevista no tiene ningún carácter oficial y no nos comprometemos mutuamente a nada. Siéntese.
—Bien, las cosas marchaban algo mejor. Ya estamos embarcados, pues.
No obedece a la invitación de que se siente. Podría ser una trampa. Respondió a ella con su reverencia estereotipada. Habríase dicho que eran cortesías de pingüino.
—¿Qué lo llevó a creer que el abogado Volland haya sido impuesto a su hijo?
Maurizius se frota un labio contra el otro para humedecerlos: ve ante sus ojos una grotesca salamandra que salta con rapidez enloquecedora; ¡si por lo menos ese hombre dejara de girar y volver a girar su lápiz! Es para volverse loco. El lápiz se alarga continuamente, se hace alto como una torre.
«Ahora, mis bravos pequeños pensamientos, tratad de no dispersaros».
—No es una suposición, señor Procurador —contesta—. Leonardo me dijo que se había deseado que así fuera.
Ese lápiz, ese maldito lápiz, y con eso, ese diamante que brilla en su dedo… bien, bien… no me queda otra salida que mirar del lado de la ventana, aunque quizás valga más no dejar de mirar de frente al peligro, a ese peligro en el cual, no puede evitarlo, tiene que colocar sus esperanzas. ¿He dicho esto convenientemente?, ¿de manera inteligible? Sentía como arena entre los dientes que le evitaba hablar con claridad.
—¿Lo habían deseado? ¿Y quién, pues?
—Se lo dieron a entender.
—¿Alguien en particular?
—Alguien en particular.
—Usted se engaña acerca de la manera en que pasaron las cosas realmente.
—No lo creo, señor Procurador. —Y se dijo a sí mismo: mi convicción es tan inconmovible como la catedral de Colonia.
—El proyecto no puede haber partido de la familia.
—Es posible, claro está, pero de ese lado sólo estaba el viejo Jahn, Teófilo Guillermo.
—¡Y bien!, entonces…
—Olivo y aceituno es todo uno.
—¿Qué quiere decir?
—Ese hombre sólo tuvo en cuenta la pérdida de mi hijo.
—Es estúpido, amigo mío; su hijo mismo preparó su pérdida; el peor de los defensores no podía agravar su caso y el mejor no hubiera podido salvarlo.
—Además, Leonardo había dejado a Ana las manos libres para que ella le eligiese el abogado que más conviniera.
—Pues bien, ella creyó que ese Volland era el más conveniente.
—Muy bien, señor Procurador, pero pronto vio lo que valía.
—Otros se propusieron y es asunto del acusado elegir su defensor; desde la primera entrevista debió advertir que estaba mal servido.
—Señor Procurador, eso le era igual.
—¿Cómo igual? ¿Cómo puede ser igual para un individuo cuya cabeza vacila sobre sus hombros?
—Sí, señor Procurador. Cuando alguien es inocente y no ve ninguna posibilidad de probar su inocencia, le es igual lo que pueda inventar en cuestión de sutilezas un charlatán. En su caso, habría necesitado que el buen Dios en persona lo defendiese, ¿y quién puede saber si habría sido suficiente?
Durante algunos minutos se impuso el silencio. Un silencio que aspiraba a todos los pensamientos, un tétrico silencio. El cuerpo de Maurizius balanceábase un poco como la punta de un mástil sacudido por una brisa atemperada. Lanza una mirada temerosa sobre el procurador. «Algo le pasa a este hombre», se dice, y su corazón deja de latir un instante. El señor de Andergast pasea lentamente la mano derecha sobre su rostro, cuatro dedos sobre una mejilla y el pulgar sobre la otra. Experimenta un curioso bienestar físico al tocar la piel de sus mejillas. «La inocencia —piensa, y dilata sus pulmones con rígido orgullo—. ¡La inocencia! Cuando el delincuente es confundido, la expiación está en curso, la justicia divina y la justicia humana han tenido satisfacción. ¡La inocencia!». Es como si el viejo le hubiese arrojado un ladrillo contra el pecho.
Pero Maurizius veía bien, algo pasaba en él.
Existía para el señor de Andergast un medio de hacer más inquebrantable de lo que era su convicción. Estaba a su alcance una prueba irrefutable. Podía comprobar la manera con que soportaba ese Leonardo Maurizius el destino que se había impuesto. No era inadmisible que, frente a él, rompiera su silencio de dieciocho años, que descargara su alma, se humillara y confesase. Obtener una victoria semejante valía la pena. Y esto era lo que pasaba en el señor de Andergast y lo que el viejo que no vivía más que de ilusiones y esperanzas intuía gracias a una misteriosa telepatía.
—¿Recuerda aún lo que habló con su hijo en esa tarde de octubre cuando lo fue a ver por última vez?
Maurizius sacudió la cabeza, pero no como signo de negación. Sólo se asombraba de que se pudiera creer que un solo detalle, incluso el más ínfimo, pudiera haberse borrado de su memoria. Al mismo tiempo, habríase dicho que su rostro se cubría de un velo gris; sabía escudriñar ese hombre sentado detrás del escritorio y no fallaba en su propósito. Al fin abandonaba su infernal lápiz, pero en cambio mira con sus ojos azules como para invitarle a uno a pasearse directamente en ellos. ¡Oh, Dios salvador! Todo el azul que ese hombre tiene en los ojos es como si el pasado se reflejara allí. Maurizius toma uno de los botones de cuerno de su saco y lo hace girar nerviosamente. Es superfluo que narre todo lo que el muchacho le ha servido en cuestión de mentiras, de mentiras más grandes que él; sólo habla de ellas por alusión y con la cabeza gacha. Mentira el viaje de estudios por encargo del Gobierno. Mentira que hubiese recibido mil doscientos marcos por su última obra, si quebró el editor; mentira que el señor de Krupp lo llamara para dar fianza a un holandés dudoso; mentira, en fin, que su intención haya sido ir a casa de su padre al otro día para despedirse, porque alguien le dijo en Wiesbaden que estaba enfermo y para lo cual pidió al conde Hatzfeld que le prestara el auto. No había ido para nada a Wiesbaden y el auto de un joyero no era bastante lujoso para él, por lo que tuvo que inventar al conde. Lamentables mentiras que, a medida que se amontonaban, menos podían mantenerse en pie. ¿Enfermo?, no. Pedro Pablo Maurizius se cuidaba bien de caer enfermo por aquellos tiempos, cuando debía esperar que llegara «su día», del mismo modo que hoy se cuida más que nunca de caer enfermo, puesto que ahora, más que nunca, debe esperar el alba de «su día». ¡Oh!, esas pequeñas mentiras estúpidas y lamentables que querían decir: «Mírame, mira qué tío que soy, mira la consideración con que me tratan; puedes estar orgulloso de mí, he hecho mi camino en el mundo». ¡Si por lo menos su cara no hubiese desmentido todas sus palabras! Parecía haber bebido y andado de juerga durante tres días y tres noches, tenía el aspecto de alguien a quien se acaba de sacar de una casa en llamas y que aún lo espanta en la espalda.
El botón de cuerno estaba desprendido. Maurizius lo tenía en la mano; lo miró perplejo y lo deslizó en su bolsillo. Su relato había sido una salmodia monótona, apenas inteligible.
En ese momento avanzó dos pasos, como si necesitara estar más cerca del auditor para decirle lo que se resolvía a decir ahora:
—Sin duda habíase imaginado que yo iba a acosarle con preguntas y a darle un anticipo. Seguramente había creído que después de años, nosotros… pues era así, señor Procurador, a causa de su casamiento… yo ya no sentía estima por él. Era cosa concluida. También habría podido llamarse Leonardo Schulze. Sin duda había creído, puesto que partía de él y allí estaba frente a mí, en la noche, discurriendo como alguien que se encuentra en vísperas de ser internado… ¡Y bien!, habíase imaginado que yo iba a tenderle la mano. Era eso, señor. Y yo no lo hice. Vi claramente adónde quería ir a parar. Pero yo no lo hice. Y esto, señor Procurador, esto seguirá pesándome en la conciencia. Tendré que rendir cuenta por ello. El hombre es un crápula. Cuando el hombre no quiere y se obstina, se hace crápula. Así, simplemente. ¿De qué se trataba?, por favor (dio otro paso adelante, se llevó la palma de la mano a la cabeza y los lóbulos de sus orejas pusiéronse de un rojo sangre), de dos mil marcos, pongamos tres mil. Si se los hubiese dado, si con mi orgullo de hombre vil no me hubiese empecinado en querer, no sólo que se arrastrara ante mis rodillas —pues finalmente lo hizo—, sino también que me diese razón contra su Elli; si me hubiese dominado, dándole los dos o tres mil marcos —pude conseguirlos, tan cierto como que estoy aquí—, entonces todo habría tomado un giro diferente. Entonces él se habría liberado por algún tiempo, no habría regresado a su maldita casa con la desesperación en el alma y no se habría precipitado en la red como un pájaro salvaje. Entonces hubiese notado lo que pasaba en torno suyo y hubiera podido cuidarse. Ésta es la historia, señor; su vida estaba en juego esa misma noche y su misma vida me pareció que no valía tres mil marcos. Reflexione, señor, reflexione en lo que vale una existencia. Reflexione sobre el precio de una vida. ¿Es posible estimarla en cifras? No tiene precio, como no lo tiene el cielo, y yo la hallé demasiado cara por tres mil marcos.
Bajó la mano que había puesto en su cabeza e inclinándose hacia adelante la dejó caer con fuerza sobre la mesa, bajo los ojos del señor de Andergast, como un testimonio y una ofrenda visibles. Y cuando el señor de Andergast levantó los ojos, vio correr lágrimas límpidas como agua por el rostro estragado.
El señor de Andergast se levantó de un solo impulso, atravesó el cuarto y permaneció parado junto a la ventana.
—Usted ve las cosas iluminadas por una falsa luz —dijo con voz cascada y sin quitar la vista de la ventana—. Usted arregla las cosas a voluntad, pero esto no tiene ninguna relación con la realidad de los hechos.
—No sé qué es la realidad —respondió el viejo con aire sombrío. Luego, después de un tiempo de muda meditación, con la cabeza encogida y los ojos bajos:
—¡Señor Procurador, ayúdeme!
El señor de Andergast dióse vuelta y se dirigió directamente hacia él. El cráneo del viejo le llegaba al hombro; descubrió el lóbulo rojo y sintió asco:
—¿Qué hizo con el pequeño, con mi hijo? —preguntó con aspereza.
Maurizius parpadeó y de pronto pareció abismarse en sí mismo.
—El muchacho vino a buscarme por su propia voluntad —dijo tras un largo silencio—. Después de su visita, creí que todo esto no era sino un sueño. En mi vida había visto una aparición o algo por el estilo. Desde hace dieciocho años soy en mi alma un hombre muerto, pero en su fondo hay una chispa que brilla. Pero quería decir… es esto lo que quería decir. El chico fue para mí como una aparición. Es imposible expresar con el lenguaje del sentido común lo que es de ese muchacho. Para volver al tema, conversamos dos o tres veces, creo. Se interesaba por el asunto. Leyó todo lo que le suministré, todos los periódicos. Cierto día, recibí un paquete con una pequeña nota. En el trozo de papel había escrito: «Ahora me voy, pues es necesario que hable con Gregorio Waremme. Cuando regrese, sabremos si es sí o no». Era todo. Me eché a reír. O más bien no, no reí. Angelito, pensé, querido angelito, querido pequeño loco. Y al mismo tiempo experimenté un extraño sentimiento, más o menos éste: «Está bien, la venganza de Dios termina por llegar».
El señor de Andergast retornó a la ventana.
Sobre el fondo claro del rectángulo, se erguía como una columna de sombra.
—¿No sabe adónde fue?
—No lo sé y lo que supongo prefiero no decirlo.
—¿Por qué?
—Es una superstición, señor Procurador.
—¿No le escribió después?
—No, señor Procurador.
—¿Y sabe usted… o bien, acaso no sabe dónde vive ese… ese Waremme?
—¿Puedo preguntar, señor Procurador, si formula esa pregunta con carácter oficial o a título privado?
—Por el instante… es… a título privado.
—Entonces, señor Procurador, puesto que siento esa superstición, valga ella lo que valga, y si usted me lo permite, dejaré provisoriamente sin respuesta su pregunta.
—Está bien.
Era una despedida. Pero Maurizius no se movió. El señor de Andergast, con esa expresión de descontento concentrado que sólo pertenecía a él y bajo la cual podían ocultarse impresiones en las que estaba lo suficientemente ejercitado para no dejar transparentar, profirió estas palabras:
—En cuanto al otro asunto, le aconsejo que no espere mucho. Ya veremos.
El viejo levantó los ojos con una alegría que le quemaba y a la vez causaba miedo.
—Ciertamente, yo… claro está, que uno… ¿Qué podría esperar aún, poniendo las cosas en su mejor aspecto? —tartamudeó con voz enronquecida.
—Poniendo las cosas en su mejor aspecto, finalmente se podría transmitir su pedido de indulto con una opinión favorable.
El viejo se alejó sin hacer más ruido que una sombra. Quizás temiera que le fuesen retiradas esas palabras, si atraía la atención sobre él.
Cuando un cuarto de hora más tarde el señor de Andergast descendió la monumental escalera de piedra, abotonándose frioleramente el sobretodo tuvo la impresión de marchar por el interior de un enorme caracol, en el cual los zumbidos sometían sus oídos a una tortura. Las galerías y escaleras ya estaban desiertas, pero aún vibraba el aire por apagados pasos, por palabras esfumadas. Detrás de las paredes borroneaban escribanos inclinados sobre documentos y sentencias. Intervenían con sus plumas en destinos humanos, pero sus fisonomías eran tan indiferentes como si sólo tuviesen que trasladar una cantidad determinada de tinta sobre otra cantidad determinada de papel. Sacudíanse las puertas y tintineaban las campanillas eléctricas; voces nasales dictaban ante las máquinas o gritaban en los teléfonos. Presentábanse recursos, se prestaba juramento, dictábanse veredictos, se interpretaban leyes. Todo este conjunto es un organismo articulado en el cual todos actúan, obedientes y conscientes de sus deberes: auditores; asesores, substitutos, abogados, consejeros de la Corte, archivistas, secretarios, tesoreros y jueces, jerarquía venerable cuyo coronamiento, el augusto pensamiento que anima al todo, no podría imaginar sin un escalofrío. ¿Pero acaso suponen su presencia, saben que ella está allí, en el fondo del caracol? ¿Tiemblan a esa idea? Habría que saberlo. Parece, es cierto, que el caracol contiene el océano cuando se presta oídos a su murmullo, pero su eterno concierto de órgano no es más que señuelo y no suena sino porque es hueco.