CAPÍTULO OCTAVO
1
ETZEL no tenía que temer ninguna persecución durante el trayecto. Sabía que su padre no regresaría de su viaje oficial antes del jueves. De aquí a entonces, estaría en Berlín.
La única cuestión que se planteaba era ésta: ¿qué hacer entonces?, ¿dónde encontrar refugio?, ¿dónde ocultarse? Es cierto que había rogado a su padre, en la carta de despedida, que no lo hiciera buscar, pero no se hacía ilusiones, sabía perfectamente que ese ruego no sería escuchado. Era preciso que se sintiera al abrigo de toda búsqueda y que guardara para toda eventualidad su libertad de movimientos, sin lo cual el asunto se hacía inútil.
En todos los hoteles, pensiones, albergues, estaban obligados a denunciarlo a la policía.
Ensayar un nombre supuesto no tendría gran éxito, puesto que, si lo buscaran, se tendrían datos precisos acerca de él, y los policías son astutos en esta clase de cosas. No conocía a nadie en Berlín, no tenía un solo amigo a quien dirigirse, quizás fuera —¡ay!—, quizás (un suspiro ansioso acompañó a este pensamiento) fuera de Melchor Ghisels. Sólo que estaba permitido pensar que un Melchor Ghisels no podía preocuparse de asuntos tan mezquinos en el caso mismo en que se sintiera preocupado por un Etzel Andergast. ¿Adónde ir, entonces? Era una preocupación seria.
El azar acudió en su ayuda. Mientras se mantenía sentado rígidamente en un rincón del coche, ocupado en meditar sobre esta dificultad que de hora en hora le parecía más insuperable, su mirada cayó sobre una mujer de cuarenta y cinco a cincuenta años, sentada frente a él y que lo observaba desde hacía un tiempo con aire burlón. Sumergido en sus reflexiones, había acordado poca atención a sus compañeros de viaje; había bastantes gentes en el compartimiento, todas personas de condición media: pequeños artesanos, viajantes de comercio, mujeres, niños, muchachas. Sólo a partir de Cassel se desocuparon los asientos y hasta Hanover no ascendió nadie al vagón. Pero quedó la mujer y pronto inició una conversación con él. Era ignorante, charlatana, sin dejar de ser bastante buena mujer; además presentaba un rasgo que a menudo había observado en las mujeres de la pequeña burguesía, algo de derrengado y gastado en la actitud y una expresión que le recordaba los caballos que caen en la calle y quedan tendidos sobre el pavimento con una interrogación testaruda y lastimera al mismo tiempo. Desde las primeras palabras que cambiaron supo su nombre; su situación y su estado de fortuna tampoco le fueron desconocidos por mucho tiempo. Ella se llamaba Schneevogt, su marido era contador en una casa de comercio, y su hijita Melitta, de diecinueve años, también estaba empleada en un comercio. Vivía en la calle de Anklam, en la parte norte de Berlín, en un alojamiento de tres habitaciones con dos bohardillas que alquilaba a hombres solos; contó que venía de Mannheim, donde había enterrado a su único hermano, quien, también, había conducido bien su barca: había sido encuadernador y, además, campeón de ajedrez y secretario de la coral. Al partir para Mannheim tuvo la esperanza de heredar al menos algunas chucherías, pero su esperanza naufragó; no había allí ni un rabanito, nada más que un mobiliario de pacotilla y deudas. Fue difícil arreglárselas, decía. En su fuero íntimo, ella había contado con el querido difunto, pues era necesario fatigarse endiabladamente y no por esto se era más rico, pues su marido siempre estaba enfermo y con su salario, Dios mío, había lo justo para no morirse de hambre. No se le había predicho en su cuna a un hombre tan inteligente que a los cincuenta y siete años tendría que vivir de arenques y papas; desgraciadamente, era demasiado honesto, por lo que no había medio de que progresara en la vida. Melitta entregaba al matrimonio la mayor parte de su sueldo mensual, ¡pero qué hacer con setenta marcos! Era preciso que esa juventud se divirtiera un poco, etc. Era una ininterrumpida ola de palabras; las profería con voz uniformemente estridente, no sólo como si esperara comprensión y simpatía de Etzel por su mala fortuna, sino también como si él fuese en algo responsable. Para personas de esa suerte, la desgracia es el resultado de una falta, nunca de la propia, sino de la sociedad, que no ha sabido apreciar y utilizar sus dones y méritos, o de algunas personas en particular, que se hicieron a un lado en el momento decisivo, por maldad, debilidad o estupidez. Ella no podía cansarse de mirar el pasado con miradas llenas de amargura, de hacer comparaciones no menos amargas sobre la suerte de tal o cual de sus conocidos, de formular observaciones despreciativas sobre la incapacidad de un señor Schmitz, que, a pesar de todo, había llegado a director de una usina; de una dama Hennings, hija de un zapatero, «y es muy cierto lo que le digo, hasta tuvo que coser en el pasado camisas para niños, en la calle Marienburg, en el lugar en que esa calle es más sórdida, y ahora vive en un palacete de Grünewald y tiene un auto». «Si por ejemplo, su hermano hubiese tenido espíritu, habría puesto a prueba la suerte; hace tres años pudo vender su negocio, ¿y dónde estaría ella ahora, ella la señora Schneevogt, dígame?».
Esto exigía una venganza del cielo. Al mismo tiempo que gritaba realmente, se inclinó sobre Etzel y sus ojos le lanzaron chispas cargadas de amenazas y de reproches. Él, opinaba. Estaba totalmente de acuerdo con ella. Hallaba que la familia Schneevogt era mucho más digna de tener un auto y vivir en Grünewald que la señora Hennings; que había cosido camisas para niños, y que el difunto encuadernador había dejado pasar imperdonablemente una ocasión tan propicia. Lleno de efusiva simpatía miró a la mujer, pronto a todas las concesiones, dispuesto a reconocer que el señor Schneevogt era un genio en el mundo del comercio y que Melitta era una gran cantante, a pesar de que su voz seductora no impulsaba a lanzarla a ningún agente ni director de teatro, y que incluso la señora Schneevogt misma era el modelo de todas las virtudes y talentos femeninos. La mujer estaba encantada con su perspicacia, y desde ese momento fue conquistada por Etzel. Cuando sacó de un paquete grasoso una media docena de tortas, lo invitó a comerlas con ella. Sus manos temblaban, estaban secas y deformadas por el trabajo. Esas manos interesaron a Etzel. Se decía: «Son manos de avaro». Así, apreció más la oferta de las tortas y comió dos. Miraba comer a la mujer. Comía con avidez, con placer. Sus ojos, muy juntos, tenían una mirada vacilante. Seguramente ese rostro nunca había sido lindo y ahora estaba apergaminado por las preocupaciones, la envidia, el descontento. A través de esos sentimientos, dormitaba una estimación de sí misma que llegaba a un grado casi incomprensible. «Si mis propios asuntos no marchan bien, ¿quién puede esperar que los suyos lo lograrán?». Etzel aprovechó la tregua de la comida para aludir, no sin preocupación, a su situación difícil.
Buscaba alojamiento, dijo; el precio no tenía mayor importancia, aunque precisamente no nadara en oro, pero estaba obligado a permanecer oculto durante algunas semanas. Discordias domésticas lo habían expulsado de su casa y era preciso esperar que las cosas volviesen al orden, por lo que había aceptado, esperando ese día, un puesto de secretario privado.
—Mi nombre es Mohl —dijo—, si usted permite que me presente, Edgardo Mohl.
¿Por qué elige precisamente el nombre de ese condiscípulo que era tan voraz?; ni él mismo puede explicarlo; había sido lo suficiente prudente como para no elegir como nombre «Nicolás», por ejemplo, pues su ropa estaba marcada con la inicial E. Todo esto debíase a una inspiración súbita.
La señora Sclineevogt plegó los párpados para medirlo. Como se trataba de negocios se mantuvo un momento en reserva. Con la mirada lo valorizaba: carácter, orígenes, recursos. El resultado pareció satisfacerla. Un gentil muchacho, de rostro franco, probablemente de buena familia. El asunto prometía. Las dos bohardillas estaban desocupadas por el momento, dijo, y el invierno último se alojaron en ellas dos técnicos de las usinas Borsig, gentes perfectas. Ella no alquilaba sino con pensión, el desayuno y una comida, a mediodía o por la noche. Seguramente lo que expresaba con ese deseo de permanecer oculto, era sin duda que no quería ser denunciado a la policía. Uno corría en ese caso el riesgo de tener que pagar una gran multa, es indudable que lo sabría, pues los agentes espiaban sin cesar, de un modo nauseabundo. Pero cuando él propuso pagar más a causa de esa circunstancia, ella lo interrumpió precipitadamente como si no quisiera exigir nada ilícito:
—Bien, volveremos a hablar; en todo caso, venga conmigo a ver la jaula. Llegaremos a medianoche, es cierto, pero usted podrá descansar por la mañana.
Por su parte Etzel hacíase el razonamiento siguiente: «Es un asombroso azar, ¡en casa del contador Schneevogt, de la calle Anklam! Jamás podrán encontrarme, si es que no revisan casa por casa». Estaba contento… El tren corre con gran estrépito a través de una bruma gris argentada, la llanura sin límites se agita como el mar. Pero es la primavera, todo es desconocido y por consiguiente seductor; incluso esa ligera angustia que uno tiene en el pecho, angustia frente al mundo, angustia frente a los hombres, que convulsiona la sangre de un modo que no es desagradable.
2
ÉL tenía diez pies de largo por seis de ancho; el mobiliario: una cama angosta con colchón de paja y una manta de lana, una estufa de hierro enmohecido, una cómoda, asiento de tres patas, una mesa de tocador, redonda y de hierro, con una jofaina grande como una vasija para barba, una mesa de madera y dos sillas de paja. En la pared, pintada de gris, resplandecía una cromolitografía de la batalla de Vionville; a lo largo de la cama, la pared presentaba sospechosas manchas de sangre que Etzel consideró un momento con aire interrogador, hasta que comprendió que revelaban la presencia de una colonia de chinches.
Jamás había visto chinches. Del cielo raso descendía un pico de gas con un manchón Auer y una tulipa de mica. La única ventana carecía de cortinas, y podía observar el interior de la casa de enfrente, que parecía repleta; al día siguiente se dio un desfile constante de caras nuevas detrás de las ventanas. «Las cosas no son muy hermosas por aquí —pensaba Etzel, mientras desembalaba su saco de turista—, pero me es igual; no vine aquí para ver cosas hermosas». El mayor inconveniente estaba en que la pieza no tenía entrada independiente; para llegar a ella, había que atravesar la habitación en que dormía la hija de la casa. Sin duda, la cama estaba disimulada detrás de un delgado cortinado, pero a pesar de eso Etzel sentíase molesto. «No es nada —debíase tratando de persuadirse él mismo—, no hay nada que cambiar, y si uno pudiera cambiar las cosas, éstas serían demasiado fáciles». La señora Schneevogt tardó mucho en comunicarle el precio; primero tenía que entregarse a diferentes cálculos, consultar a su marido y, para la pensión, calcular su beneficio, admitiendo Etzel que si rechazaba una comida, ella estaría obligada lo mismo a cobrársela. (Nuevo sermón verboso que terminaba con un himno a su rigurosa lealtad personal). Finalmente, presentó las cifras; alojamiento y pensión: sesenta marcos por mes; servicio, luz y lavado: siete marcos cincuenta. Etzel no soñó en discutir, sacó sesenta y siete marcos con cincuenta de su peculio y se los entregó; esta rapidez en el pago lo elevó mucho en la estimación de la señora Schneevogt; a partir de ese instante ella lo consideró como persona de «bien»; pero a la vez era objeto de impresiones contradictorias: por una parte, le consagró en su corazón rencoroso un cierto afecto un poco mezquino y le tuvo lástima por estar tan abandonado por el mundo; por otra, lamentó no haberle pedido más, secóse los sesos buscando qué podría sacarle aún y además husmeó un secreto cuyo descubrimiento podría no sólo procurarle un beneficio más palpable, sino también una modificación total de su propia existencia. Con frecuencia puede observarse que son siempre las naturalezas inferiores, cuya imaginación es tan irrefrenable que les presenta la eventualidad de cambios de existencia fantásticos las que sienten placer en moverse en lo irreal; la simpatía y el interés personal se hacen entonces semejantes a dos hermanas diferentes que desearan entenderse, pero que no saben cómo lograrlo. Naturalmente, rebuscó en todas las cosas de Etzel, pero no encontró la más mínima indicación. Había tomado todas las precauciones y pasado revista prolija a todos sus pedazos de papel y a los forros de los libros. Por suerte, ella ponía poco método en su espionaje; su cerebro no retenía nada más que las mezquindades de la vida cotidiana, habíase peleado con los demás locatarios, en desacuerdo con su marido y su hija, por rabia contra la policía, el Gobierno y el buen Dios mismo. Cuando podía echarle la mano a Etzel, derramaba delante suyo un torrente de quejas contra la crueldad de la suerte, tan dura para ella, tan benigna para los demás, y terminaba con una ola de lágrimas y una pequeña factura: cuarenta pfennings por la reparación de la cerradura, ochenta pfennings por una jarra nueva, pues la vieja la había roto él (cosa que Etzel ignoraba). Él no oponía ninguna resistencia; sacaba su pequeña bolsa y pagaba. Un temblor de voluptuosidad pasaba por las facciones de la mujer cuando tomaba el dinero en sus manos huesudas, se tratase de cuarenta pfennings o, como la primera vez, de seis billetes de diez marcos y algunas piezas de plata. Entonces Etzel no podía dejar de mirar sus manos, el juego descarriado de los dedos que asían; esto lo cautivaba, como lo habrían hecho las reacciones de fieras hambrientas a las cuales se alcanza un trozo de carne a través de las rejas; hubiera deseado tener bastante dinero para saciar la avidez de esas manos, a fin de que al menos pudiera hallar reposo. Pero no lo tenía ni nunca ganaría probablemente lo suficiente para eso, y durante la noche, cuando estaba acostado, completamente despierto, y pensaba en Waremme (a menudo se despertaba, pues en el alojamiento de enfrente había una academia de bailes, como pronto lo notó, y un espantoso piano mecánico roncaba toda la noche hasta las dos de la madrugada), sus pensamientos iban también a la mujer y preguntábase si sus manos permanecían tranquilas al menos mientras dormía. Desde la academia de bailes llegaba hasta su bohardilla un rayo de luz; la segunda noche, colgó su manta delante de la ventana y, a pesar de esto, no pudo dormirse sino después de mucho tiempo, porque lo perseguían las chinches. Dormir, dormitar, soñar, tener ensueños, permanecer en una semivigilia; se deslizaba sin fin de un estado al otro. «¿Qué hacer? —pensaba—. ¿Cuál es la mejor manera de arreglárselas, cuál es el camino más seguro?, ¿por dónde comenzar?». Comenzar, era decir que creía en el éxito. Él creía en el éxito, porque era necesario que su empresa resultara. Solamente en los momentos más sombríos, entre el semisueño y la semivigilia, cuando no era posible aceptar la menor partícula de luz, ni en el mundo exterior, incluso ni en la academia de baile, ni en el mundo interior, sólo en esos minutos se agitaban en él las dudas; una vez fue como si recibiera un golpe en la nuca, cuando tuvo esta idea: «¿Si hubiera muerto, si hubiese muerto la semana anterior, ayer? Entonces sólo encontraría un rostro de madera y no me quedaría otra cosa que abandonar el asunto». Pero reflexionando bien, se dijo que no era posible. Pues entonces la ley que le ordenaba interiormente se aboliría por sí misma: «Entonces —se dijo—, el valor de mi vida se soldaría al conjunto de la creación por déficit todo tiene una verdad más profunda que aquella que se puede ver y comprender. ¿Cómo podría estar muerto Waremme si Maurizius está todavía en la cárcel?». Esto era lo que le ponía la espada en los riñones, ese algo que su imaginación no lograba representarse por completo: ese hombre en la cárcel, pasando también para él cada día que se va, y uno no sabría apresurarse demasiado para poner fin a esa situación, si es que se quiere que el mundo deje de ser una monstruosidad, un absceso purulento que daña al cuerpo y el alma.
Al día siguiente fue a la casa de la calle Usedom, en la esquina de la calle Jasmund, y ascendió al primer piso. En la escalera se hallaba un letrero de cartón, sobre el cual, en letras negras y grandes, se leía: Matilde Bobike, almuerzos: 4 marcos por semana, abonos.
Era una de esas casas en las cuales no penetra la menor corriente de aire fresco durante años y donde, del corredor de entrada hasta las bohardillas, reina una vieja atmósfera pestilencial con olor a cordero, repollo, pañales, cuero y aguas servidas. Pregunta por la señora Bobike; pronto aparece una mujer de seis pies de altura, de rostro huesudo, de cabellos grises, que lo mira desde su altura sin decir nada y que le tiende, sin pronunciar una palabra, una carta de pago cuando él le expresa su intención de comer en la casa durante un mes; Etzel paga dieciocho marcos, y ella, siempre muda, le entrega una pequeña libreta que contiene cuatro hojas, cada una de ellas con siete «tickets» de comida.
3
INCLUSO en un niño, una decisión grave y sagrada hace nacer ideas que equivalen a inspiraciones. Pero Etzel sólo era niño por la talla; por lo demás, decir de un joven de dieciséis años que es un niño, no es más que un medio cómodo para quienes se creen transformados en hombres al día siguiente de haber cumplido los dieciséis años, de no preocuparse de él relegándolo a la infancia. Creen que así destacan la falta de experiencia del joven, pero la experiencia de ellos no es sino un penoso mosaico que no forma un cuadro de conjunto, una adición laboriosa de las más mínimas cifras que nunca da un total. Bien raros son, en efecto, aquellos que son capaces de hacer verdaderas experiencias. Les falta savia viva; son parecidos al árbol que no da más que frutos leñosos, y sus corazones nada guardan.
La idea de la vida es la que hace al hombre creador, idea innata, idea eterna que él mismo se crea. En este caso, la juventud sólo es una etapa y, lo que de hecho le falta de visión retrospectiva y de puntos de comparación que se agregan unos a otros, lo reemplaza por la vida interior, la existencia vivida en el presente de manera intensa y apasionada. Decidido a tentar lo imposible, Etzel comenzó por observar sin miedo el ambiente en que penetraba impulsado por su resolución. La pensión de la señora Bobike prosperaba bajo la razón social de «Pensión para clientela burguesa», es decir que cada día, de las doce a la una y media, se reunían todos en una gran sala desnuda y otras dos más pequeñas, treinta o cuarenta personas más bien dudosas, todos tipos de penitentes y de gentes de existencia precaria, nadadores agotados del gran río de la vida, gentes de una elegancia sospechosa o de una pobreza mal disimulada, comisionistas sin conchabo, virtuosos en gira, pequeños actores de extramuros y actrices sin contrato, hombres de negocio entre un golpe a dar y otro fracasado, «barmen» y bailarines mundanos en los centros del placer del suburbio, algunos provincianos llegados a la capital con sus últimas esperanzas y que terminaron de hundirse allí como las piedras en un banco de arena, uno o dos agentes políticos ambiguos, una mujer casada que había huido del hogar conyugal, la hija de un pastor venida de la Prusia oriental y que deseaba ingresar en el cine. Desde el primer instante, Etzel se esforzó en no chocar con nadie, de ganar simpatías por su complacencia, su aire confiado y modesto y su locuacidad. Pronto entabló amistad con sus comensales, y, entre la sopa de papas y la pasta de legumbres, los arrastró a conversaciones que enriquecieron sensiblemente la noción que él poseía de las diferentes capas sociales. Hablábase de una operación fraudulenta, cometida en alguna parte por un individuo que se nombró con guiñadas, y alguien agregó que bastaba una pequeña dosis de astucia para deslizarse a través de todas las mallas de la red de las leyes. Se habló de un tal Eric, actor de «varietés», que tocaba el piano en el café Victoria y que se había fugado con la mujer del propietario llevándose cuatro mil marcos. Hablábase de esto con una mezcla de envidia y admiración, con el tono que Etzel había escuchado hasta entonces en ciertos comentarios de habilidades a lo sumo de algún record deportivo. Detrás de él, entreteníanse con asuntos de Bolsa; en la mesa de la izquierda, un pintor, con síntomas de tuberculoso, explicaba que hoy se ganaba mucha plata falsificando cuadros; a la derecha, discutíase con animación sobre la comisión que un agente de inmuebles había embolsado en tal circunstancia precisa. Etzel prestaba oídos, dócil, interesado, con la sonrisa de un principiante que desea instruirse; ante todo se trataba de ocultarse e incluso hubiera deseado ocultarse a sus propios ojos, como si el trato con su propia persona le pesara, como si en circunstancias semejantes a éstas, nada hubiera que saber ni sentir acerca de uno mismo. ¿Acaso no era doble su personalidad, por lo demás: Edgardo Mohl y Etzel Andergast? Y jugaba a ser doble para acordarse una distracción en el curso de la tarea austera a la que estaba consagrado; divertíase excitando a uno contra otro, midiendo uno tras otro a los dos personajes que habitaban en él, y notaba que Etzel retrocedía de más en más, él que era el cuerpo propiamente dicho, en tanto que Edgardo, la sombra, ganaba en amplitud ventajosa y no toleraba ningún obstáculo sobre sus peligrosas vías.
En diferentes ocasiones había observado a su alrededor, escudriñando furtivamente los rostros, pero ninguno de los comensales le pareció ser el que buscaba con tanta y emocionada impaciencia. Finalmente, era la una menos cuarto y la mayoría de los pensionistas ya habían partido, cuando entró un hombre cuyo aspecto no le dejó ninguna duda. Era de talla mediana, vestía un largo chaqué gris fuera de moda, un pantalón también gris que caía como un saco, chaleco de terciopelo un poco gastado, con flores azules; su marcha era indolente y pesada. Sólo después de dar algunos pasos se quitó el sombrero de alas anchas y descubrió el cráneo sembrado de pelos grises y de un volumen tal, que en ese momento el cuerpo que lo llevaba pareció crecer en cinco pulgadas. Los ojos y la mirada estaban totalmente disimulados por anteojos negros y sus manchas redondas y sombrías hacían destacar de tal modo el color cadavérico del rostro arrugado, glacial, pastoso, espeso, gelatinoso, que uno podía creer que era una máscara artificial pintarrajeada de blanco para asustar a las gentes. Involuntariamente Etzel inclinó la cabeza sobre el plato; tenía la impresión de que se le obligaba a ingerir gota a gota algún corrosivo y, en varias ocasiones, tuvo que tragar con dificultad. No se atrevía a mirar sino de reojo, pero sentía pesar sobre él como un enorme fardo, a ese hombre. La mayoría de los presentes lo conocían y varios lo saludaron con la cabeza mientras se sentaba a la mesa. Comía solo e incluso hablase puesto un mantel para él; algunos dijeron:
—Buen día, señor Profesor. —Pues todo el mundo lo llamaba «profesor», hasta la gente de la calle que lo conocía sólo de vista.
4
«DE hoy en ocho días —resolvió Etzel— le hablaré, siempre que antes no se ofrezca por sí misma una ocasión favorable». Pero no había ninguna esperanza de que se ofreciera, pues el profesor no hablaba con nadie. Incluso cuando estaban ocupadas todas las mesas y que a duras penas se podía hablar entre el ruido de las voces, conservaba junto a la ventana su mesa reservada, sin mezclarse en nada, y leía un libro que había pescado en el bolsillo posterior de su ridículo chaqué y que tenía abierto junto a su plato. Daba la impresión de que no veía a nadie y de que no oía lo que se hablaba: «Le dirigiré la palabra —decidió Etzel— y le pediré que me dé lecciones de inglés». Tentativa que nada tenía de muy atrevida ni sorprendente, se dirá, puesto que todo el mundo sabía que la profesión de ese hombre consistía en dar lecciones y conseguir alumnos. Sea como fuese, Etzel sintióse aliviado a la idea de que tenía tiempo delante suyo. La sangre se le subió bruscamente a la cabeza, su corazón batía como un motorcito a nafta, cuando imaginaba el encuentro y su entrevista. No era cobardía, sino conciencia de lo desmesurado de su empresa, y este pensamiento lo hacía temblar; y sin embargo, cuando lograba mirar de frente esa idea, penetrábase de ella hasta la punta de los dedos y el fondo del alma, sonreía como un hombre que, parado sobre una casa en llamas, calculara la altura de donde es necesario arrojarse, señalara el lugar en que le sería necesario caer si no deseaba romperse con toda seguridad el cuello y las piernas. Para arrojarse, claro está, es necesario ser un saltarín hábil y, sobre todo, un poco mago.
No obstante utilizó, de acuerdo con un plan preestablecido, ese plazo que se había otorgado, para hacerse querer en la pensión Bobike, para ser conocido por todos, para pasar por «bon camarade», haciendo pequeños favores, tratando de ser tomado por ellos como uno de los propios, derrochando sagacidad y alegría, contribuyendo a las diversiones con toda suerte de diabluras e imponiéndose así, sensiblemente, a la atención del profesor, para que éste se viese obligado a notar su presencia, a formarse de él una idea que Etzel aprovecharía más tarde: la idea de que era un buen chico, por ejemplo, capaz, digno de confianza, que necesita ser guiado y utilizado en toda clase de circunstancias. Pronto percibió que el profesor (en su interior Etzel lo llamaba siempre Waremme, pues el nombre de Warschauer no existía para él) vivía en una total soledad, parecía no tener relaciones ni vínculos; pero también se dijo, y no sin razón, que no existe una vida humana tan estrictamente enmurada que no se pueda penetrar en ella con un poco de inteligencia y habilidad. No bastaba solicitar su admisión entre los alumnos de Waremme; era mejor que otras circunstancias favorables preparasen el terreno.
Se presentó a los demás como un secretario privado e inventó al efecto la historia de un tío, su único pariente, que había huido y que antes proveía a su existencia, dado que era su tutor y administraba para él una pequeña herencia; su sobrino lo buscaba desde hacía algunas semanas; de fuente segura sabía que ese tío estaba en Berlín y residía en el barrio.
Esta historia sentimental fue bien recibida. Encuadraba perfectamente en el medio. Extendióse en la tarea de destacar los efectos, retardándolos; tenía el don de convencer a las gentes con una mirada, un juego fisonómico.
A todos les hacía comprender que se preocupaba por el bienestar de cada uno, por lo que se le acordaba todo aquello que discretamente pedía para sí mismo: benevolencia y un poco de gentileza. Sus ojos reideros calmaban al palurdo más vulgar. Su buena gracia tenía algo de familiar. Cuando lo deseaba, podía provocar ataques de risa con el gesto de cansancio con que se hundía la gorra hasta los ojos. Representantes de artículos de caucho y artistas vagabundos no son precisamente personas para imponer una reserva de buen tono; el mecánico dentista sin trabajo, que uno encuentra abajo, delante de la tienda del almacenero, y que ojea con insistencia una caja de atún pidiendo diez pfennings de queso blando para su cena, está contento cuando le dirige la palabra. Lo que gustaba a las gentes es que tenía aire de admitirlo naturalmente todo. Si conversaba con un cocainómano, parecía que se asombraba de que todos no tomaran cocaína; si tenía que vérselas con un alcoholista, habríase dicho que le rendía homenaje por la energía de que daba prueba bebiendo, y para decírselo tenía una mirada amable como si el estado de ebriedad fuese el más natural del mundo. Cierto día un joven acicalado le hizo algunas insinuaciones; cuando comprendió, le prometió que las reflexionaría. En el instante en que más emocionado estaba, podía tener el aspecto de un polichinela; cuando tenía que tratar a un hombre colérico, ponía la cara de una vieja nodriza que está obligada a calmar a un lactante.
Ninguna, perversión lo sorprendía, ninguna villanía lo ofuscaba, no expresaba horror por ningún vicio e incluso la vista de un crimen probablemente no hubiera modificado un solo rasgo de su cara apacible y sonriente, tan grande era el dominio que ejercía sobre sí mismo. Habríase dicho que desempeñaba un papel para engañarse a sí mismo; aun cuando desconfiara de todo romanticismo y despreciara toda fantasía, no obstante se revelaba un poco inclinado a ello, quizás por el hecho mismo de que lo resistiese. En el fondo era siempre el Etzel que su abuela, la Generala, había observado a los dos años sentado sobre un tapiz, esforzándose en comer con una cuchara de sopa el rayo de sol que caía en la pieza como una cinta de polvo luminoso y que, notando la presencia de quien lo observaba, arroja furioso y confuso la cucharada en el balde de carbón.
Le preguntaron cómo se llamaba su tío fugitivo. «Mohl, Mohl», igual que él. «¡Ah!, ¿Mohl?», intervino un corredor de cigarros; había oído hablar de un Mohl en la taberna Matías. Otro le indicó un individuo a quien motejaban de «mediaseda», cliente destacado de la taberna de Marbach y que tenía una oficina ambulante de informes; en todo Wedding[2] no había un alma que no fuese conocida por él y de la cual no pudiese recitar el curriculum vitae al dedillo. Un tercer consejero, amarillo como un membrillo, con una cicatriz encima del ojo izquierdo y que afirmaba que había gozado en otros tiempos de valimientos en la marina, le recomendó que fuera al Jardín de Invierno, se informara en algunos dancings, entre los diferentes «bookmakers»; en casos de esa índole, se tenía el noventa por ciento de probabilidades de obtener un resultado, entrando en cierto café de la plaza Alexander. Además le indicó en las calles Oranienburg y Alsacia-Lorena varios hoteles donde habitualmente se alojaban personas que, amenazadas por algún peligro, pasaban rápidamente del uno al otro, cuando deseaban eclipsarse.
—Hay que distinguir —dijo con tono doctoral en medio del silencio respetuoso de la Mesa Redonda— entre los refugios para gente de mundo, para arribistas, para pequeños burgueses y proletarios; hay que saber lo que es un asilo, un albergue, una taberna. Aquel que se siente vigilado por la policía elige, naturalmente, otro refugio que quien es perseguido por un crimen, y no es preciso sondear muy hondo para descubrirlo; pero para el otro hay que ir a mayor profundidad. Aquel que sólo quiere desaparecer por poco tiempo no se aleja mucho de la superficie, y de ordinario es fácil descubrirlo, incluso cuando navega bajo falso pabellón, lo que puede siempre temerse por parte del tío Mohl. A veces se llega a descubrirlo con mucha rapidez, informándose entre las damas, «no tienes más que interrogar a esas nobles mujeres[3]».
Esta cita fue hecha con voz temblona y cantarina. Fue así como, después de haber navegado por las mismas aguas que cierto individuo sin poder arponearlo, logró detenerlo dirigiéndose a la Salomé de la calle Landsberg, en Weissensee. Etzel tributó al orador un reconocimiento entusiasta por haberlo instruido tan copiosamente. Para hacerse valer más; desarrolló el asunto ante el auditorio embelesado que, después de esa exposición brillante, no tardó en calificarla de «sumamente perspicaz», de una especie de filosofía popular de los grupos sociales; demostró que dado el estrecho contacto de los hombres dentro de las diferentes capas sociales y el incesante pasaje a la zona inmediatamente inferior o superior, todo el mundo se conocía.
Cada sastre conoce otros veinte, cada mercader conoce veinte más de su oficio, hay profesiones que son hermanas y otras que son primas; el cerrajero tiene relaciones con el vendedor de bicicletas, el vidriero con el arquitecto, el jefe de oficina vigila a dos docenas de empleados, el mozo de café sirve todos los días a doscientos clientes de los cuales sabe casi siempre no sólo el nombre, sino también la condición social; la señorita de la tienda se interesa por los compradores y sabe casi exactamente lo que es y hace cada uno de ellos; los chóferes conocen a las gentes que permanecen cerca de sus paradas, los maquinistas del tranvía conocen a los viajeros de la mañana, del mediodía y de la noche, la mayoría de las gentes pasan al mismo tiempo por las mismas calles. Poco importa el número de conocidos que se tenga, que el profesor, el diputado, el fabricante tengan dos mil, o que el estudiante pobre, el vendedor ambulante, el empleadillo de banco, el exdetenido después de cumplir su pena no tengan más de cincuenta o diez, cada uno de ellos está, a pesar de todo, rodeado de conocidos; en cada escalón de la vida vuelve a encontrar un conocido que lo lleva, en el próximo escalón, a otro conocido; cada uno pertenece a la guilda de su destino.
Cuando creen decir algo notable, los jóvenes hablan con gusto para el público. Etzel estaba bastante exento de esa vanidad y una razón muy distinta lo impulsaba a elevar la voz y a obligar a quienes lo rodeaban a escuchar en silencio; deseaba simplemente hacerse oír por el profesor y, a la vez que hablaba, vigilaba con ojos de lince todos los movimientos de Waremme-Warschauer. A causa de su miopía, sólo podía distinguir confusamente su rostro y su expresión, pero creyó que el hombre interrumpía su lectura para escucharlo y, al final de su exposición, notó que el otro giraba un poco la cabeza como si quisiera ver de su lado (estaba dado vueltas en tres cuartos del lado de Etzel); luego, que movía su mandíbula inferior hipertrofiada, de derecha a izquierda, con su curioso movimiento de muela que tritura. Era exactamente como si quisiera echar una avispa y se sintiese demasiado perezoso para levantar la mano. «Ahora conoce mi voz —pensó Etzel—, ya casi soy uno de sus conocidos».
5
NO sólo sus compañeros de mesa le pedían que les hiciera algunas comisiones; por ejemplo, desviándose daría una vuelta por la taberna de las Líneas y diría tal o cual cosa a un señor que esperaba y que tenía tal o cual aspecto, o bien diría a la señorita Else Gruenau, calle Gollnow 27, que Enrique Balle no podría ir a buscarla esa noche, o bien tenía que ir fuera de la ciudad, al Palacio de los Deportes (en seguida le ponían el dinero del metro en la mano), para llamar al corredor Pablo y avisarle que si no entregaba a las cuatro para el objeto que él sabía, entonces tendría que vérselas con Cristóbal Jansen, etc., etc.; y no solamente todos ellos, sino también la señora Bobike misma lo tomó algunas veces por mensajero, enviándolo a dar un aviso a un deudor negligente, a hacer calmar a un proveedor de productos alimenticios a quien por su parte debía dinero, a indicarle a una joven a quien ella cediera dos años antes un gramófono que pagara las cuotas atrasadas, pues, por hallarse en el hospital, no había podido cumplir las condiciones —tenía que pagar todavía dos cuotas— o que le devolviera el instrumento; tenía que llevar un corset para que lo arreglaran, buscar una botella de nafta en casa del droguista, ir a la oficina de declaraciones a pedir una dirección, informarse en la Puerta de Schoenhaus acerca de un pastor sufragista llamado Klapprot y otras cosas por el estilo. Hacía todo eso voluntariamente. Su alegría era inalterable. Andaba, andaba siempre, cualquiera fuese el lugar adonde lo enviaran. Raramente tomaba un vehículo, primero porque quería economizar, luego porque estaba cautivado por lo que veía en el camino. Cruzaba barrios animados donde innumerables gentes se codeaban y chocaban, frías, hostiles, apresuradas, y llegaba a los barrios desiertos, donde la vecindad de las usinas de gas, las barracas, prisiones, hospitales, chimeneas y cementerios daban la impresión de una gigantesca cámara de suplicios con gigantescos instrumentos de tortura; junto a calabozos y tumbas. Penetraba en cuartos rezumando humedad, en subsuelos donde, de noche, se fijaban velas en el gollete de las botellas, y siempre había algún enfermo febril acostado en un canapé recubierto de harapos.
Veía niños de rostro arrugado que aún no conocían quizás un árbol o una pradera, y cuando hablaba con uno de ellos, tenía cara de burlarse de sí mismo por no estar tan hambriento y abandonado como ellos. Una vez, delante del local del Ejército de Salvación, tuvo que abrirse paso entre un grupo de desocupados sin albergue y atravesó esa reunión, cuyo silencio era sin embargo tan impresionante, con el mismo aire de cándida despreocupación que hubiera puesto para abrirse camino en el campo de juego entre sus camaradas. La tal señorita Else Gruenau lo miró con complacencia, y Etzel tuvo que apelar a toda su locuacidad ingenua y toda su astucia para escapar a sus emboscadas. Nada de todo eso contaba, ni valía la pena que uno se detuviera en ello, mientras cada hora que pasara marcase una más para el hombre de la prisión. Pensamiento tan inexorable como un péndulo y cuyo efecto pronto fue éste: las horas se hacen parecidas a piedras de molino bajo cuyo chirrido toda la vida de la tierra se exhalaba y esfumaba en suspiros.
Todos los días se levantaba a las siete, abandonaba la casa a las ocho y regresaba por la tarde a las seis o las siete, algunas veces aún más tarde. Era necesario que la ficción de su puesto de secretario guardase alguna verosimilitud; naturalmente, se le preguntó en casa de quién servía.
—En casa de un escritor de Westend, avenida de los Castaños —dijo, y mencionó un nombre imaginario.
Era una imprudencia. Melitta Schneevogt tuvo la idea bien schneevogtiana de buscar en el anuario, y al día siguiente le preguntó, burlona, cómo estaba su patrón. Etzel comprendió:
«Por el mundo entero, no enrojecer», pensó, y no se puso rojo, respondiendo con audacia que ese nombre era un seudónimo.
—¿Acaso es usted un agente político? ¿Es usted un «batidor» policial? —inquirió la muchacha con aire arisco—. Si es así, es mejor que se tome el portante antes de que tengamos líos con la policía.
No, no era un agente político; dijo esto con una sonrisa tranquilizadora y salió del campo visual de esa joven acre. ¿Pero qué hacía todo su tiempo, desde la mañana hasta la hora de almorzar, en casa de la señora Bobike, y desde la una y media hasta la noche, pues las comisiones de que se encargaba siempre eran liquidadas bastante rápido? Y bien, caminaba, caminaba. De los dos pares de zapatos que había traído, uno tenía las suelas agujereadas y el otro los tacos torcidos; al cabo de una semana, tuvo que hacerlos arreglar. Sus pies, que marchaban incansablemente, estaban en un estado lastimoso; acardenalados y llenos de ampollas, no se endurecieron y cicatrizaron sino poco a poco.
Como no se acostaba antes de medianoche y entonces le era necesario entablar contra las chinches una lucha sin esperanza, ese género de vida dada su delicada constitución no hubiera dejado de dañar su salud, si no hubiese estado tendido como un resorte. Andaba y andaba, reflexionaba, sopesaba, recogíase y miraba y marchaba todavía. Cuando estaba fatigado, se sentaba en un banco delante de la Caridad o en el bosque de Humboldt, y si llovía, en la estación. A veces sacaba del bolsillo sus cuadernos de latín y de griego y se ponía a estudiar; a veces, recitaba poemas que sabía de memoria, versos de Rilke y de Georg; a veces leía uno de los volúmenes de Melchor Ghisels. Pero esta lectura se hacía un tormento a la idea de que ese pensamiento ya no era un espíritu sin cuerpo, que detrás existía un hombre accesible, un hombre a quien podría ver hoy mismo y quizás hablar si solamente se resolviera a hacerlo… Mas creía en la visita a la casa de Ghisels como el creyente en una peregrinación, ya era demasiado prosaico decidirse; era necesario que fuese como un arranque involuntario, como si se sintiese arrastrado como el aluvión por el río y solamente en esas condiciones se apagaría su miedo amoroso, parecido a la fiebre pendiente. ¿El ojo de semejante hombre no era tan radioso como el ojo del cielo mismo?
También se encontraba entre los pensionistas de la señora Bobike un estudiante fracasado; de nombre Schirmer. Había hecho durante un tiempo una suplencia en una escuela libre; lo habían expulsado a causa de una historia escandalosa y ahora buscaba pan y techo. Llegó el mismo día que Etzel y se sentaba a la misma mesa; era rubio, rechoncho, bastante bebedor, con aire poco inteligente y barba castaña mal cuidada, que le daba aspecto de suciedad. Estaba entusiasmado, todo en llamas por «el pequeño Mohl», como todo el mundo lo llamaba, y cuando Etzel hacía una de sus acostumbradas y secas observaciones, o bien se prodigaba en consideraciones sobre espectáculo del mundo, o ejecutaba una de sus habilidades, imitando, por ejemplo, a un conductor de ómnibus avinagrado, a un vendedor de diarios tartamudo, Schirmer saltaba de alegría, golpeaba diez veces sobre la mesa con estrépito y miraba en torno suyo en la sala, triunfante, como para recoger aplausos.
Cuando le pasaba el ataque de risa, se limpiaba las lágrimas con un inmenso pañuelo azul. Una vez —hacía precisamente una semana que Etzel venía a la pensión—, Schirmer, no sin suficiencia, deslizó en la conversación que sostenía con el técnico de la marina, una cita latina. Etzel se echó a reír y la completó con el segundo verso del dístico, que era de Horacio, lo que en la oportunidad era completamente picaresco, pero sólo comprensible para él y el estudiante. Schirmer tuvo su habitual explosión de entusiasmo, luego dijo:
—Mohl, creo que no en vano ha gastado el fundillo de sus pantalones sobre los bancos de la escuela; es un perjuicio tener tantos talentos para nada.
—¿Por qué un perjuicio? —inquirió Etzel—. Cuando se los tiene no pueden dañar. También sé otras cosas —agregó con una vanidad bastante bien simulada—; sé de memoria poemas íntegros de Cátulo. ¿Quiere que le recite uno?
—¡Atención, señores —gritó Schirmer limpiándose la boca con su servilleta de papel, pues ya se había distribuido el primer plato—, atención, el pequeño Mohl va a declamar un poema latino! ¡En marcha!
Etzel tuvo una rara sonrisa y comenzó:
Quid est, Catulle?, quid moraris emori?
sella in curuli struma Nonius sedet,
per consulatum perierat Vatinius,
qui est Catulle?, quid moraris emori?
Los oyentes tenían caras de asombro; para ellos era chino y, además, ¿qué habrían pensado, comprendiendo que, en los versos, Cátulo mismo se comprometía a morir porque estaba permitido a Vatinius formular impunemente un falso juramento? Pero el joven continuaba y sus mejillas se arrebolaban como si, guardando el tono del poema, no pudiera volver de su estupor:
Risi nescio quem modo e corona
qui, cum mirifice Vatiniana
meas crimina Calvus explicasset
admirans ait hace manusque tollens:
di magni, salaputium desertum…
¡Grandes dioses, qué lenguaje tiene ese aborto! Tradujo en seguida el último verso, luego todos simularon una sonrisa, que era un homenaje, mientras ese idiota de Schirmer no cesaba de gritar «¡bravo!» y golpear ruidosamente las manos. «¡Ah, Dios! ¡Si solamente tuviera catalejos!», pensaba Etzel, y este deseo tenía un verdadero motivo, pues el profesor giró la cabeza hacia su lado como lo había hecho últimamente, y, como últimamente también, su horrible mandíbula se puso a triturar como una piedra de molino. Pero el interés fugitivo que la extraña escena quizás despertó en Waremme —lo que no podría afirmarse— resultó de corta duración; algunos segundos después, habíase abismado de nuevo en su libro. Un poco más tarde —había terminado su almuerzo y se levantaba de su silla—, Etzel estaba parado delante de él y le dirigía la palabra:
—Desearía tomar lecciones de inglés y muchas personas me han recomendado que me dirigiera a usted, señor Profesor; tengo la intención de ir al extranjero el año próximo, pero antes desearía adquirir un conocimiento acabado del idioma. ¿A qué precio da lecciones, señor Profesor?
Waremme-Warschauer dirigió los vidrios de sus anteojos negros hacia el rostro del muchacho con la misma lentitud que si buscara un objeto en el horizonte con ayuda de catalejos.
—Un marco por hora —dijo con voz cortante, un poco enronquecida—. ¿Cuántas horas por semana quiere tomar? ¿Tres, cuatro? Bien. Lunes y miércoles, de cuatro a cinco; sábado, de cuatro a seis. ¿Su nombre? ¿Mohl? ¿M-o-h-l? Bien, hasta la vista.
—Me parece que hasta ahora —pensó Etzel, vejado— no se preocupó de mí más que de una guinda.
6
WARSCHAUER ocupaba en el tercer piso de la misma casa una sola habitación, bastante grande, es cierto, para que se la pudiera dividir en dos con ayuda de una puerta corrediza.
Detrás de esa puerta, en una alcoba sin ventana, hallábase el lecho. A lo largo de las paredes, doscientos o trescientos libros, en su mayor parte encuadernados, apilábanse en columnas, y, cosa sorprendente, entre ellos figuraban numerosas obras especiales sobre la antigüedad judía, la lingüística semita, léxicos hebreos, ediciones del Talmud, exégesis de la Biblia, anales de las sociedades orientalistas y obras de la Cábala. No había estantes.
Nada de la atmósfera de una casa. Era ése un cafarnaum de objetos aparentemente sin vínculos entre sí y reunidos por el azar. En el cielo raso y los rincones, telas de araña. Hacía tanto que los vidrios de la ventana, no eran lavados, que ya casi no se veía a través de ellos. Todo lo que es ornamento: cuadros, bibelots o accesorios cómodos, aparte de un viejo sofá gastado, parecía desconocido al habitante de ese lugar. Era el albergue más triste, más abandonado y más semejante a un establo que Etzel viera en su vida. Después de hallar a tientas el camino en un corredor negro, por donde se llegaba a casa de cinco o seis otros locatarios: un vendedor ambulante, una lavandera, un enfermero, un fotógrafo con su numerosa familia, había golpeado a la puerta; nadie se había movido y estaba en medio de la habitación desierta como un hongo en un carro de mudanzas. Al cabo de un momento, apareció Warschauer detrás de la puerta corrediza e hizo al nuevo alumno un gesto amable con la cabeza, que dio durarte algunos segundos a ese rostro terroso algún parecido con el de una anciana que intenta una sonrisa. Cuanto mayor es la devastación, la suciedad de lo que lo rodea, más meticuloso es el cuidado de su persona.
Por instantes, se levanta, toma un cepillo colgado de la pared y frota su chaqué y su chaleco. Cada quince o veinte minutos desaparece por la puerta corrediza, se lava las manos y luego, con su mueca de anciana, retorna a su lugar, coloca sobre sus rodillas las manos regordetas y blancas —cuyas uñas se hallan tan exageradamente recortadas que la punta de los dedos se incurva por encima como pequeños capuchones— con un grave movimiento de prelado, y continúa la lección. Su método es simple y práctico. Da gran importancia a la pronunciación y a la adquisición del vocabulario corriente, y de paso formula explicaciones gramaticales. Señala las cosas que caen bajo sus sentidos, y escribe con tiza las palabras separadamente, en un pizarrón con caballete ubicado junto a la mesa. Pronto se da cuenta de que trata con un joven que ha hecho sus humanidades; esto redobla su amabilidad gesticuladora, que sigue siendo superficial, y como adivina bases sólidas en su alumno, acorta las explicaciones preliminares. Indica las raíces etimológicas y destaca las particularidades de los ingleses, por las cuales se explica el sintetismo de su idioma.
El alumno comprende en seguida. Las observaciones del maestro caen como moneda menuda, arrojada distraídamente por un millonario. Pero lo que dice no está sostenido por la expresión de los ojos y de la mirada, y la única confirmación externa a sus palabras la dan sus anteojos negros. «De buena gana le quitaría los anteojos —piensa Etzel—; diríase que desea engañar a la gente». Su interés por aprender y su comprensión producen en Warschauer un asombro evidentemente simulado, y a veces da la impresión de que tratara de parodiar las explosiones de entusiasmo del ridículo Schirmer. Etzel se siente molesto, le irritan sus maneras jesuitas y desde la segunda lección pregunta por qué el señor profesor se burla de él, que no se hace ninguna ilusión acerca de la pobreza de sus conocimientos.
Un gesto asustado y persuasivo de Warschauer, que debe interpretarse así: «Por amor de Dios, joven, ¿qué cree usted de mí? ¿Cómo pudo ocurrírseme esa idea? ¿Qué soy después de todo yo mismo?». Pero todo es comedia, como lo demás. Cuanto más se afana Etzel en torno suyo, más aumenta su alegría de tartufo. Naturalmente, sabe que no trata con un muchacho común; es innegable la buena educación del alumno, pero su complacencia y su gentileza traicionan una intención secreta: ¿de dónde viene?, ¿qué tiene en la cabeza? Sin embargo, nada hay de inquietante en él; cuando un perrito le roza a uno las piernas, se lo deja hacer; siempre hay tiempo para darle un puntapié para alejarlo; mientras tanto, se le arroja un trocito de azúcar, y de tiempo en tiempo, un hueso, y poco importa que lo sorba o lo roa. Es esto lo que expresa la actitud de Waremme-Warschauer.
Etzel lo comprende perfectamente. Y pese a ello consigue insinuarse, introducirse en los hábitos, en la vida de ese hombre; procede como el parásito que domestica a su huésped.
Sus maniobras de parásito comienzan con el hecho de que llega diez o veinte minutos antes de la hora que le ha sido fijada —incluso cuando otro alumno aún se encuentra en su lección (el profesor no tiene muchos alumnos)— y se queda después de concluir su hora hasta cuando Warschauer se entrega a su trabajo (por lo que Etzel puede adivinar, trabaja por cuenta de un gran director de museo, y, bajo el nombre de éste, en una bibliografía de la escultura árabe, y esto por un salario ridículo, pues el director, una celebridad en su especialidad, podría hacer él mismo el trabajo si tuviese un poco más de tiempo).
Etzel se ha puesto a cuidar los libros de Waremme-Warschauer, sobre los cuales hay un milímetro de polvo; los limpia, clasifica, resuelve hacer un catálogo y ni pregunta a Warschauer si vale la pena. Observa que Warschauer no bebe ni fuma y sólo tiene una predilección por el café muy fuerte, que él mismo se prepara sobre un pequeño calentador. Lo alivia de esta tarea. El azar, cuya simplicidad deseada reconoce, continúa ayudándolo. Warschauer se hunde un clavo en el pie y no puede abandonar la habitación durante varios días. No tiene a nadie a su servicio (lo extraño es que, a pesar de las condiciones miserables en que vive no parezca pobre y mucho menos indigente; a menudo da la impresión, por el contrario, de tener arreglado ese escenario con algún misterioso fin, en lo que, por otra parte, se engaña uno); él mismo hace la cama y lustra sus zapatos. Etzel va a buscar su almuerzo en la cocina de la señora Bobike y su colación de la noche, enfrente, en una tienda de la calle Demmin. Naturalmente, modifica el empleo de su jornada de acuerdo con las circunstancias nuevas, pero los días no esperaban sino para ser gobernados por ellas. Consigue vendas y lisol en la farmacia, lava la herida, la cura como un hombre del oficio y se muestra tan hábil como si saliese de un curso de enfermeros. Las conversaciones que mantienen —pues está claro que viviendo casi juntos no puedan quedarse mirándose como perros de loza— se animan de más en más por iniciativa de Etzel, que es un charlatán infatigable, en tanto que Warschauer parece limitarse casi con dificultad a planos posteriores inaccesibles. Se gasta en agradecimientos untuosos, defendiéndose con una agitación llena de reverencias, como si una persona de su especie no fuera digna de tantos beneficios, de tanta dedicación. Pero se dan momentos (Etzel no puede dejar de temblar hasta el fondo de sí mismo cuando se presentan, aun cuando al mismo tiempo se diga —como alguien que pone, apretando los dientes, la mano en el fuego para recoger una joya— que nada puede servir mejor a su causa), a veces se dan momentos de ternura que no consisten, es cierto, en otra cosa que un intento de caricia, una mirada brillante detrás de los vidrios negros, un grotesco triturar en el vacío de la mandíbula inferior hipertrofiada. A Etzel le parece que un Golem se despierta y busca, anhelante, en torno suyo, con las garras tendidas, porque siente apetito de carne humana. Cierto día Etzel hablaba, con ese tono ingenuo de muchacho a la vez estudiado y personal, de lo que hará cuando vaya a América (con este pretexto toma lecciones con Warschauer): primero será cowboy, piensa ganar bastante dinero como para comprar más tarde una gran propiedad con ríos y bosques, ganado y animales de caza, y vivir en libertad. «Vivir en libertad», dice esto con un tono de resuelto entusiasmo. Warschauer levanta la cabeza y hace oír una sorda risita burlona. Tiende el brazo, atrae hacia él al joven, tan cerca, que Etzel, con una mezcla de horror, instintiva rebelión y de sumisión consciente del fin a lograr, siente pasar por su frente el aliento del hombre que dice, sacudiendo la cabeza como un Buda:
—¿Vivir en libertad?, ¡allá lejos!, ¿allá lejos en libertad? ¡Vamos, pequeño, pequeño, pequeño!
Y ríe con risa de ventrílocuo, divertida y amarga. Etzel se desprende y levanta los hombros, descontento.
—Bien sé —gruñe—, bien sé…, usted… —Y se retiene, con aspecto provocativo, plantado allí con aire bravucón y echando hacia atrás el cabello. Los ojos detrás de los vidrios negros están fijos en él y tienen esa expresión que Etzel califica en sí mismo de «ogresa», aun cuando nada tenga de cruel ni malvado, revelando solamente esa lubricidad somnolienta del Golem que despierta. Quizás, son esas reminiscencias muy viejas de cuentos que se pasean por su cabeza; anteayer aún era un niño.
Por primera vez Warschauer quiere salir esa noche; cerca de la estación de Stettin hay una cervecería en la cual se realizará una reunión popular a la que desea asistir. Etzel le propone acompañarlo porque el profesor todavía no se mantiene con mucha solidez sobre sus piernas. Warschauer siente pasión por todas las reuniones, cualesquiera sean: cortejos, exhibiciones públicas, demostraciones de huelguistas o vulgares tumultos; las masas lo atraen de manera irresistible; nunca se siente mejor que cuando está hundido como una cuña en un millar de personas, en un local cerrado donde hábiles oradores latiguean a las muchedumbres para excitarlas a demostraciones fanáticas; ha explicado a Etzel esa ebriedad del anonimato, esa felicidad que experimenta entonces al sentir disolverse su personalidad. Etzel no ha captado muy bien, pero para consolarse se dice que el otro volverá a hablarle del asunto. Partieron a las ocho y media, pues todavía fue necesario que Etzel fuera a buscar fiambres a la calle Demmin. Silbando, con las manos en los bolsillos, parte; al regresar, sólo tiene una mano en el bolsillo, pues con la otra lleva un paquete bastante voluminoso, porque ha comprado una libra de cerezas, pero esto no le impide silbar.
Desde la escalera oye la voz sonora, indolente y grave de Warschauer. «¡Oh, oh! —piensa—, alguien se encuentra en casa del profesor». Pero no es más que el hijo de Paalzow; Paalzow es el fotógrafo de al lado. Paalzow hijo tiene la misma edad que Etzel, pero es un muchacho vicioso que ya se las tuvo que ver varias veces con los tribunales de menores.
Ya vino esa mañana. Warschauer le habló de eso con aire de disgusto; quiere que le dé dinero y con un pretexto inventado íntegramente con cínica desvergüenza. Warschauer lo llama, con indignación, una tentativa de chantaje. Esperaba, hace varios días, un envío de libros del director del museo; teniendo que salir, quiso pedirle antes a la madre de Paalzow que recogiera en su lugar el paquete, en el caso de que el comisionista llegara en su ausencia. Pero no había nadie en casa de Paalzow, el cuarto estaba vacío. He aquí lo que había de cierto en el asunto; pero el hijo de Paalzow afirma que el profesor salió de la habitación dejando abierta la puerta y que le robaron un par de botines que el profesor debe pagar; no reclama su valor total, sino sólo tres marcos, lo que es muy razonable.
Necesita su tálero, sin el cual hará alguna barbaridad y sabrá quitarle al profesor el gusto de gozarse de ella. Cuando entró Etzel, estaba parado en la pieza, con los brazos cruzados, el sombrero sobre la oreja y reclamaba insolentemente su tálero. Warschauer estaba sentado a su mesa con la pluma en la mano y lanzaba una mirada de través, en dirección de la puerta corrediza. Frente a ataques de esa índole, era de una cobardía ridícula. Etzel pasó por detrás del muchacho para dirigirse a la ventana abierta; era una cálida tarde de mayo; dejó sobre el alféizar el paquete de vituallas, y después de tomar un puñado de cerezas, inclinóse hacia afuera como para indicar que el asunto no le interesaba y que no quería tomar partido. Abajo, en el patio, precisamente bajo la ventana, había un caja vacía y durante un instante se absorbió en el esfuerzo de escupir los carozos dentro de ella, sin conseguirlo. Empero, el hijo de Paalzow se hacía cada vez más desvergonzado, el silencio despreciativo de Warschauer le daba coraje y en la jerga berlinesa más colorida declaró que sabría cómo hacerse de su dinero, aunque tuviese que incendiar esa estúpida tienda de papelero. Entonces, Etzel se dio vuelta, dirigiéndose directamente hacia él, le dio un empujón y dijo:
—Déjame en paz y rápido, ¿comprendes?
El hijo de Paalzow giró bruscamente como si lo hubiese mordido y lo miró con ojos venenosos.
—Nos explicaremos afuera —continuó Etzel guiñando los ojos; habríase podido creer que consideraba al profesor como a un idiota, sin poder destacárselo, puesto que estaba encargado de arreglar sus asuntos correctamente, sobre todo un asunto tan delicado como ése. Pero cuando el pendenciero estuvo fuera, le dijo:
—Escúchame un poco, Paalzow; tu historia es bastante sucia; es inútil que trates de convencerme de lo contrario; adivino que quieres hacer una de las tuyas, pero eso no vale un tálero; confórmate con el cincuenta por ciento: aquí tienes un marco cincuenta; arreglaré esto con el profesor. Y ahora, hazte humo.
Vacilante, desconfiando, no sabiendo qué pensar del joven, y, en el fondo, bastante incómodo, el hijo de Paalzow tomó el dinero y fuése arrastrando el paso por el largo corredor, con la cara siniestra y la cabeza hundida entre los hombros.
Cuando Etzel volvió al cuarto, Warschauer había encendido encima de su escritorio el mechero de gas y se oía el raspear de la pluma; por la ventana abierta, por encima de los techos de las casas, llegaban los apagados ladridos de las bocinas y las señales del tranvía eléctrico. Etzel se sentó sobre una pila de libros, y con las piernas colgantes, se puso a comer cerezas. Warschauer giró de pronto en su silla y dijo:
—¿Le ha dado dinero a ese perdido? —Etzel inclinó vivamente la cabeza—. ¿Por qué? Es una tontería y una mala acción dar dinero a semejante canalla, que le hace rabiar a uno. ¿Pero por qué? ¿Acaso es usted rico?
Etzel proyectó en una amplia curva algunos carozos por la ventana y respondió:
—No, absolutamente; pero, en primer lugar, es preciso que no haya disputas aquí, y luego, ¿a qué se llama un perdido, a qué se llama un canalla? Es un muchacho miserable. Por un marco cincuenta se lo puede manejar como un guante. Quise ver hasta qué punto era miserable. Es todo lo positivo que hay en él, esos tres marcos, con cincuenta por ciento de rebaja; ¿hice mal?
Warschauer se agitó un poco en su silla.
—¿Positivo? ¿Qué quiere decir? —preguntó. Etzel continuaba escupiendo los carozos.
—¡Bien!, lo que uno necesita tener cuando no quiere reventar —replicó, tranquilo—, pues lo que cuenta para los demás: un pequeño ideal, una fe, un gran hombre, algo admirable, todas esas gentes no lo tienen.
Hizo un gesto vago con la mano en dirección a la puerta, como para señalar a todos los pequeños Paalzow que allá abajo aspiraban a algo positivo.
Warschauer se calló y retornó a su trabajo. Pero cuando pasaron algunos minutos, abandonó su lapicero, giró una vez más en la silla, apoyó el codo derecho en la mano izquierda, cubrióse el mentón y la boca con la mano derecha, y, así colocado, observó un momento a Etzel, que no parecía turbarse en lo más mínimo.
—¡Que me lleve el diablo si lo entiendo, Mohl! —dijo finalmente en voz baja—. Al fin de cuentas, quizás se llame usted de otro modo; vamos, diga lo que hay.
No había en el tono ni suspicacia ni amenaza, sino una entonación benevolente, de untuosa afabilidad, destacándose sobre el acompañamiento de su fondo de ogro.
De un salto Etzel bajó de la pila de libros.
—Quizás me llame tan poco Mohl como usted Warschauer —respondió con insolencia—. Quizás, ¿quién sabe?
Warschauer se levantó con lentitud. Y también muy lentamente marchó hacia el muchacho:
—¡Hola, chico! —Y la voz le ascendía del pecho, totalmente diferente, una voz de ultratumba—. ¡Hola, chico!
—Solamente dije quizás —insistió Etzel con tono más vacilante y sostuvo el brillo negro de los anteojos con la persistencia que exigía su miopía—; quizás yo me llame, ¿cómo podría llamarme? Quizás me llame realmente Maurizius. Existen otros que se llaman así. ¿Por qué no me llamaría Maurizius?
Warschauer-Waremme tenía el aspecto de alguien a quien se llama desde la calle, por encima de los techos; sus facciones se convulsionaron y adquirieron la expresión de quien medita y escucha sombríamente.
«¿Maurizius?», repetía buscando en su pensamiento. Con lentitud pasó la mano regordeta y blanca por su frente, y de pronto dio un paso más hacia Etzel, se quitó los anteojos y lo miró fijamente con una curiosidad sorprendida. Etzel veía por primera vez esos ojos, incoloros como el agua, apagados, casi muertos.