CAPÍTULO DECIMOCUARTO

1

AL bajar del taxi, Etzel tuvo un mareo.

«¡Vamos, valor!», se dijo a sí mismo. La luz de los focos eléctricos corría por su rostro como cera fundida. Cuatro pisos de veintitrés escalones, lo cual sumaba noventa y dos. Era endiabladamente alto. Cestas, cubos vacíos y tachos de cal para revocar las paredes. En el último piso reinaba una penumbra color malva. La puerta del departamento estaba abierta y Melitta estaba en la entrada. Tenía sobre los hombros un ridículo chal verde y se lo ceñía tanto que tenía el aspecto de una percha.

—¿Vino alguien? —preguntó inquieto.

—¿Quién quiere que haya venido? —respondió groseramente—. ¿Acaso alguien viene alguna vez a verlo?

—Es verdad —replicó Etzel—, nadie ha venido nunca, pero podría venir alguien.

—¡Será una persona muy bien —contestó la amable muchacha—, porque me parece que tiene usted lindas relaciones!

Una vez en su cuarto, Etzel se dejó caer en una silla, metió las manos en los bolsillos y apoyó la nuca en el respaldo. Hubiera querido tener luz, pero estaba muy fatigado para encender el gas. Su deseo fue satisfecho más pronto de lo que hubiera esperado. La señora Schneevogt apareció y manifestó su asombro al encontrarlo a oscuras. Etzel declaró que le agradaba la oscuridad; y ella emitió la opinión de que era un muchacho original, encendió la luz y le preguntó si debía llevarle la comida.

Como no había tocado su almuerzo, iba a calentárselo. Mientras decía eso, su rostro reflejaba la más rigurosa honradez. Etzel le dio las gracias, agregando que no tenía apetito. La señora Schneevogt comprobó con aire preocupado que su aspecto no le gustaba.

—Un poco de gripe —dijo con aire despreocupado, cruzando como un hombre sus piernas estiradas. La mujer le recomendó meterse en cama y prometió llevarle agua azucarada bien caliente, remedio infalible.

«¡Si por lo menos te fueras, mujer horrible!».

Pero la otra sentía la necesidad de hablar o, cuando menos, de apoyarse en alguien en medio de sus tribulaciones. Se informó si él había oído la disputa mantenida después de almorzar con su hija; más tarde se había reanudado y la señora Schneevogt misma se había puesto en un estado horrible. Etzel confesó que había oído ruido y creyó que se trataba de una discusión familiar.

—Si no fuera más que eso… —suspiró la señora Schneevogt. Y en vista de que demostraba la necesidad de ponerlo al corriente, renunció a toda resistencia. Aquellas manos secas y agitadas, le parecían gesticular junto a sus ojos.

—¡Pues bien!

En la gran casa de modas donde trabajaba Melitta, un empleado había sido estropeado días antes por el ascensor, que funcionaba mal. Hacía poco que estaba empleado en la casa, porque en realidad era un cantor de «varietés» caído en la miseria y que se había olvidado de hacerse asegurar como los demás. El hombre reclamaba daños y perjuicios: indemnizaciones, intereses y honorarios médicos. La casa negaba toda responsabilidad, pretendiendo que él tenía la culpa del accidente y apelaba al testimonio de otros varios empleados. Aquella gente estaba dispuesta a decir todo lo que se quisiera, temblando de miedo a perder su puesto. Sólo Melitta se rehusaba, y precisamente ella sería el principal testigo, porque en el momento del accidente se hallaba en el lugar donde se produjo la desgracia. Y no solamente se negaba a tomar el partido de los patronos, sino que se ponía abiertamente contra ellos, estando dispuesta a jurar que, desde hacía dos días el funcionamiento del ascensor dejaba que desear, que el hombre no era ni negligente ni ebrio, como algunos lo habían pretendido; que fue arrastrado en la caída y que medio segundo después lo encontraron colgado en el ascensor, con los brazos y los hombros cubiertos de heridas.

—Los patronos están furiosos al ver que está contra ellos —gimió la señora Schneevogt.

Huelga decir que tanto ella como el señor Schneevogt estaban igualmente furiosos. Había hecho saber a Melitta que la sección en que ella trabajaba sería suprimida en breve y que habían contemplado la posibilidad de nombrarla jefa de una nueva sección a crearse.

—¡Usted comprende! —dijo la señora Schneevogt.

Etzel comprendía muy bien, aunque la cabeza le daba vueltas; comprendía lo odioso de aquella amalgama de promesas y amenazas.

—Esa idiota no ve dónde está su interés —se lamentaba la señora de Schneevogt retorciéndose las manos—. ¡En los tiempos que corren, se puede una quedar meses enteros en la calle sin encontrar un empleo conveniente!

La mujer había llegado a ese punto de su historia sensacional, cuando se abrió bruscamente la puerta e irrumpió Melitta en la pieza. Saltó sobre la madre como un gato encolerizado:

—¡Puedes hacer lo que gustes y gritar media noche si quieres, pero no lo haré y no lo haré; ahí está!

Luego, volviéndose hacia Etzel, agregó con su voz dura y aguda:

—Le ponen a una un pedazo de azúcar debajo de la nariz para que haga una bajeza y para quitarle a un pobre hombre, para el cual la vida ya no tiene más valor que un harapo, los pocos centavos que no bastarían ¡a esos canallas ricachones para pagar las ostras de su desayuno!

¿Era posible que ella se dejara asustar? Que hablara Mohl y que dijera si es preciso rebajarse ante ellos, y si no era más honrado enviar todo a paseo y reventar en la calle… Se dejó caer en el taburete, levantó sus hombros huesudos y estalló en una crisis histérica de lágrimas. «¡Qué muchacha! Está rabiosa», pensó Etzel tratando de levantarse.

—Vete —dijo Melitta a su madre con tono imperioso—; tengo que hablar con él.

La muchacha esperó que la puerta estuviera cerrada y luego dijo a media voz con aire sombrío:

—El hombre está perdido si no lo ayuda un abogado para obtener justicia. Yo conozco uno, y parece que es muy bueno. Se llama J. Silberbaum y vive en la calle Lottum. Pero no se molesta si no se le da un adelanto. Cuarenta marcos o no se moverá. Présteme esos cuarenta marcos, Mohl, y se los devolveré de a poco. En estos momentos estoy en la miseria. Si los tuviera, no se los pediría.

Etzel ocultó su turbación. Hecho un balance completo, todavía le quedaban ochenta y seis marcos. Su alojamiento y la pensión del mes los había pagado por adelantado; pero ¿estaba seguro de qué dentro de ocho días podría regresar a su casa? Quizás pudiera hacerlo antes aún; tal vez ¿por qué no?, pasado mañana mismo; mas todo dependía de dos cosas. Ante todo era preciso que Waremme-Warschauer viniera y que en cierto modo estuviera arrepentido; y después, que fuese llevado hasta el punto en que podría abrírsele el pecho y poner al desnudo su cerebro. He aquí de lo que dependía todo, y, claro, no se estaba seguro de nada. Si le fuera necesario permanecer allí aguardando, desesperadamente solo en aquella inmensa ciudad, ¿qué haría con cuarenta y seis marcos? Y para mejor ahora, con aquella malhadada fiebre en el cuerpo, que le hacía ver millares de pajuelas brillantes que le daban delante de los ojos. Esas reflexiones le atravesaron por la mente como un relámpago, mientras Melitta lo examinaba con mirada escrutadora e inquieta, encogida en el taburete, rodeándose las rodillas con los brazos, sin preocuparse de que su falda corta se le había subido hasta la mitad de los muslos. Decir que no a quien se dirigía a uno en semejantes circunstancias, ¡era imposible! Cerrar el bolsillo cuando uno tenía en él con qué salvar a alguien, no era propio. Usar de un subterfugio y decir: «No lo tengo», o bien: «lo necesito yo mismo», ni qué pensarlo. Para eso, Etzel Andergast hubiera podido muy bien quedarse junto a Rie para que le hiciera pasteles. En ese caso, ¿para qué había emprendido todo?

—Está bien —dijo—, voy a darle el dinero.

Buscó la cartera, bastante usada ya, en el forro de su chaleco, donde él mismo y como pudo se había cortado y cosido un bolsillo, y ofreció a Melitta dos billetes de veinte marcos. Ella, evidentemente, no había creído que lo hiciera, pero se había dicho que no arriesgaba nada con probarlo. De modo que se mostró algo estupefacta, y la persona y la situación de Etzel le parecieron más misteriosas, por no decir más sospechosas que nunca.

—Realmente, es usted un tipo maravilloso —dijo agradecida, y luego agregó con un resto de desconfianza—: ¿Por lo menos, supongo que su dinero es católico?

—¡Oh, sí! —respondió el muchacho—, y viene de un lugar muy bien. No le digo más que eso.

—¡Bravo!, y muchas gracias —dijo Melitta deslizando los billetes en su corpiño y poniéndose de pie—. Mañana por la mañana iré a casa de Silberbaum y después le mostraré el recibo.

—No hace falta.

—Sí, porque yo podría haberle contado una mentira.

—Para eso, se habría dirigido a otra persona, supongo.

—Mohl, ¿no quiere decirme usted qué ocupación tiene, con exactitud?

—Busco a un tío que se fugó con el dinero de su pupilo.

—¡Hum! Eso no me parece una ocupación muy lucrativa.

—A mí tampoco y pronto estaré en la vía. —Se ve que Etzel, aquel «chico iluminado», había tenido la feliz inspiración de adoptar el lenguaje del medio en que vivía.

—¿Por eso preguntó si vino el que debía venir? —interrogó con finura Melitta—. ¿Sería ése su tío mismo? ¿Usted cree que va a venir por sí mismo a traerle el asunto en una bandeja de plata? —Y se rió con una risa metálica.

—No. El que tiene que venir es otro. Otro con quien tengo también una cuenta que arreglar. Tampoco es de mala familia; usted lo vio conmigo la otra noche en el jazz.

—¡Ah! ¿Aquel viejo gordo, lleno de sopa?

—Justamente ése, y si no viniese, las cosas irían mal, ya ve. Tengo razones para creer que vendrá, y si no viene hoy será mañana. Sabe dónde vivo. Una vez lo anotó. De día no tiene tiempo y por lo tanto vendrá de noche. Cuando venga, hágalo entrar al punto. Dígale también a su madre que lo haga pasar en seguida a mi cuarto. Dígaselo a todo el mundo en la casa; que todos le digan que estoy aquí… ¿Comprende? Es muy importante. Tan importante como el subterráneo, ¿comprende?…

—¡Desgraciado! —gritó Melitta asustada—. Ha bebido de más o…

—Sólo me siento… —balbuceó Etzel— un poco pesado, ¿sabe? ¿Por qué baila hoy continuamente la luz del gas?

Melitta no perdió tiempo en palabras. Lo ayudó a desvestirse y cuando estuvo acostado lo tapó cuidadosamente.

—Nada de médico —imploró él antes de sumergirse en un sueño afiebrado— se lo ruego, nada de médico.

—No tema —respondió la muchacha para calmarlo—, eso nos pasa también a nosotros. No corremos en seguida a buscar al médico. —Debajo de esto, pensó, debe de haber algo, para que tenga tanto miedo del médico. Pero le acababa de hacer un servicio tan grande, que resolvió atenderlo ella misma como mejor pudiese.

Ella tenía un pequeño botiquín donde había antipirina; disolvió dos comprimidos en agua y se la dio a beber en cucharadas. «Un lindo muchacho», pensaba contemplando el rostro afiebrado de Etzel.

2

PASÓ la noche en un estado cercano a la inconsciencia, en medio del cual pensamientos locos se perseguían en su cerebro. Melitta había dejado abierta la puerta de su cuarto y de tiempo en tiempo iba con una vela a ver cómo seguía. Él no podía soportar la luz y gemía suavemente, con la mano delante de los ojos. Del otro lado del muro, la pianola de la escuela de bailes hacía el mismo ruido de trueno que un regimiento de caballería lanzado al galope sobre un campo recubierto de chapas de cinc. Aquello no cesaba, no cesaba… La mujer joven que se presentó en la puerta de Ghisels le golpeaba la cara con un claxon. Mirando de más cerca, veía que no era un claxon sino un saxofón, y el joven de anteojos de carey decía: «Señorita, ésa es una ocupación conveniente para un centauro».

Su abuela estaba suspendida de la cuerda de un globo como un equilibrista y la señora Schneevogt la amenazaba con el puño gritando enojada: «¡Si yo tuviese las rentas que ella tiene, también haría lo mismo!… Andergast, dígame el año de la muerte del último Hohenstaufen… Mal, siéntese». Una mujer con un antifaz negro caminaba del brazo de Trimegisto por una calle siniestra y desierta.

Una explosión hacía saltar los adoquines por el aire, el padre de Etzel los atrapaba al vuelo, se los metía en el bolsillo como pruebas para el juicio y decía a la persona enmascarada: «Usted es Ana Jahn; en nombre de la ley, la detengo». Luego Etzel pasaba por encima de una ciudad en un vagón abierto de mercaderías; las vías corrían por el aire como cables; el vagón estaba vacío, salvo una caja de madera que, cosa curiosa, era transparente y estaba llena de cabezas humanas como manzanas; reconocía entre ellas la del joven Paalzow y la del negro Joshua Cooper. De pronto aparecía Camilo Raff y le gritaba «¡Espéranos!», lo tomaba de la muñeca y corrían hasta quedar sin aliento hacia una puerta que podía cerrarse de un minuto a otro, y si eso ocurría estarían perdidos…

Por la mañana Melitta se vio obligada a ir a su trabajo y confió al inquilino enfermo al cuidado de su madre; pero ésta tenía cosas que hacer en la calle, de modo que Etzel quedó solo en la casa la mayor parte de la mañana.

Había bajado la fiebre, pero se sentía dolorido y permaneció estirado e inmóvil, con los ojos semicerrados. Como todos los niños y los jovencitos cuando están enfermos, se complacía pensando en la muerte y se sentía lástima desde lo profundo de su corazón a causa de su debilidad y del abandono en que se hallaba. Una sola circunstancia quitaba al pensamiento de la muerte una parte de su encanto dulce y melancólico: que nadie lo sabría si se moría allí, en una horrible casa de pensión del norte de Berlín, miserablemente y bajo un seudónimo. Ni su abuela, ni Roberto Thielemann, ni la buena vieja Rie, ni tampoco Trimegisto. Era verdaderamente desagradable; era preciso a todo trance que Trimegisto lo supiese. Ésa podía ser quizás la única posibilidad de hacer presa en él. Mohl Edgardo, de padres desconocidos, de origen desconocido, puede verse su cadáver en la morgue de Ploetzensee. Al cabo de cierto tiempo, el cuerpo es identificado y personas de luto lo acompañan hasta su última morada, con el corazón acongojado y la conciencia repleta de remordimientos. Aquí yace Etzel Andergast, alias Mohl, víctima de sus nobles aspiraciones y llorado por todos sus amigos espirituales. Naturalmente, no sospechaba que si su imaginación creaba aquella escenografía macabra, era porque la vida recobraba ya sus fueros. Los ruidos de la casa, de arriba abajo, las voces, los pasos que parecían llegar desde un laberinto de galerías subterráneas, el temblor de los vidrios, el ladrido de los perros, los gritos de los vendedores y el zumbar de un aeroplano, todo aquello pertenecía muy bien al mundo real en su agitación viviente.

Etzel levantó la cabeza y prestó atención: sonaba el timbre. Al cabo de un instante, volvieron a llamar; y un momento después se oyó un nuevo llamado más prolongado. El corazón le palpitó. ¿Es posible… a mediodía?

Sí, es posible. No tiene lecciones sino hasta las once y por lo general va a casa de la señora Bobike a las doce y media. Etzel lo siente hasta el fondo de sus entrañas: es él. Y sonríe; es una sonrisa llena de espera, de turbación y de alegría inesperada, en la que se reflejaban todas sus resoluciones, sus esperanzas y sus temores. ¿Debe levantarse e ir a abrir? No tiene pijama. La señora Schneevogt hubiera abierto tamaños ojos de encontrar uno entre su ropa. Mientras se pone el pantalón, tal vez el otro se vaya. Oye voces… Gracias a Dios, la señora Schneevogt está de vuelta. Y es la voz de él. Su voz de bajo, de pecho. Su voz de abejorro.

Entró Warschauer-Waremme, seguido de la señora Schneevogt devorada por la curiosidad. Con los brazos levantados como un exorcista, Warschauer se aproximó al lecho:

—¿Entonces, Mohl, mi pobre Mohl, está verdaderamente enfermo, seriamente enfermo? También yo me decía: ¿Por qué no se lo ve a Mohl? ¿Qué puede tener? Seguramente que no estará enojado con su viejo amigo y no va a enojarse por un movimiento de impaciencia… ¿Qué es lo que pasa? ¿La cabeza, el estómago, la garganta, los pulmones? ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Fiebre? Poor fellow! Mi buena señora, tiene aquí a un excelente jovencito y espero que usted lo atienda y no lo descuiden aquí…

Era un flujo de palabras que nada detenía. Daba grandes zancadas por la habitación, representando la piedad, la consternación y la dedicación. La señora Schneevogt, a la que en seguida impuso enormemente su aspecto, dio a entender con aire ofendido que ella y su hija hacían lo necesario por el enfermo.

—Excelente mujer —dijo Warschauer. Pero encontró que el cuarto carecía de aire y abrió del todo la ventana.

Después volvió junto a Etzel, le puso la mano en la frente y en el pecho, gruñó algunas palabras con aire preocupado, hizo «tz-tz-tz», y los dos vidrios negros de sus gafas parecían en el borde de su sombrero, que conservaba puesto, los sombríos orificios de un par de tubos.

—Hágale caldo, mi buena señora —dijo volviéndose hacia la mujer que, reteniendo el aliento, escuchaba y miraba—. Si fuera posible, caldo de gallina. Mande buscar a la farmacia un purgante, calomel o aceite de ricino, y hágaselo tomar.

—Así se hará, señor doctor —respondió respetuosamente la señora Schneevogt, que lo tomaba por un médico.

Etzel no pudo menos que reírse. El mismo Warschauer tuvo la mueca de una sonrisa amable.

—Vaya, vaya —dijo alegremente—, ya está más animado. El carácter despierto domina. Vivos voto. Mi pequeño Mohl, ahora lo dejo tengo obligaciones fastidiosas que me llaman; volveré esta noche para hacerle compañía. Good bye, my dear. —Hizo con la mano derecha un gesto animoso y se dirigió a la puerta. Detrás de él flotaban ridículamente los faldones de su chaqué gris. La señora Schneevogt lo acompañó por el pasillo con una sonrisa obsequiosa.

Etzel dirigió una mirada airada hacia la puerta por donde había desaparecido. «Siempre esa desagradable afectación —pensó—. Me pregunto adónde quiere ir a parar. ¿Quiere burlarse de mí, como de costumbre, o bien tiene intenciones particulares? Entonces, es esta noche… Esta vez, será una de dos… quisiera que ya fuese media noche. Desearía estar en el día de mañana». Se puso a combinar un plan; pero ¿para qué servía un plan con un adversario como ése? Uno no tiene tiempo para hacerle una zancadilla cuando ya le ha aplastado los pies. «El mejor medio de poner de mi lado las probabilidades —pensó— es fingirme más enfermo de lo que estoy, simular una extremada debilidad y hasta hacer como si el mal atravesara una crisis y no pudiera evolucionar hacia la mejoría hasta que yo tenga el espíritu y el corazón descargados de un peso que me aplasta». Estaba combinado muy hábilmente. Todo el entusiasmo, la astucia y la testarudez de los Andergast, amasados en aquel corazón y aquel cerebro de dieciséis años, se coligaban de una manera demoníaca para preparar su hora decisiva. No retrocedo ante esa debatida palabra demoníaca. El demonismo es la disposición fundamental de esas naturalezas capaces, en su rectitud innata, de obrar según los principios que han aceptado, ya sea que estén cubiertas de un ligero barniz de intelectualidad o que, desconociendo en ellas a fuerzas más profundas, se prevalgan, como lo hacía Etzel de buena gana, de no creer más que en las ideas y de no seguir sino a la lógica. Esto es sólo una medida de sabia precaución para no verse obligado a mantener con el demonio —personaje molesto a pesar de todo— relaciones demasiado íntimas.

3

MELITTA volvió como a las siete y media y corrió en seguida a requerirle a Etzel noticias de su salud. Cuando él le respondió que se encontraba mejor, se mostró muy contenta.

Desgraciadamente, no podía quedarse, agregó, porque los empleados de la casa donde trabajaba se reunirían a las ocho y media para ponerse de acuerdo respecto al asunto del ascensor. Con seguridad estaría de regreso a las diez, y entonces entraría a ver cómo seguía. Ya había hablado al abogado Silberbaum y pagado los cuarenta marcos; el asunto estaba en buenas manos. Le mostró el recibo del abogado, pero él ni siquiera lo miró.

—Mi madre le está haciendo una tortilla y también le traerá té —dijo la joven—, y mañana estará libre de esta molestia.

De pronto había tomado un tono de camaradería y de franqueza que contrastaba curiosamente con sus modales agresivos y hoscos de antes, pero que no agradaba mucho a Etzel, porque habiéndose puesto en seguida a buscar el motivo, encontró que había adquirido su simpatía demasiado fácilmente. Pensó en aquel «precio tan barato» y halló que es hacer demasiado honor a la gente, al criticar en semejantes casos sus sentimientos impulsivos. «No se tiene el alma bastante sencilla —se dijo gravemente—; sería bueno que lo fuese más, porque uno se parece a un lápiz demasiado afilado cuya punta se parte en cuanto se comienza a escribir».

Como la señora Schneevogt le insistía para que comiera algo, comió la mitad de la tortilla, pero dejó junto a la cama el té. La amabilidad de la patrona tenía, por cierto, móviles muy concretos, pero no se atormentó por ello aun en esas condiciones, la compraba demasiado barata (al otro día se vio obligado a reconocer, cuando quiso abonar su gasto, que con las personas más venales es con las que se yerra más fácilmente). Eran las nueve y cuarto cuando oyó sonar el timbre del departamento.

—Llueve, mi querido Mohl —dijo Warschauer al entrar—; estoy empapado.

Se quitó el sombrero y lo sacudió, se sacó el abrigo y lo sacudió también, buscó por un momento una percha y terminó, resoplando y aclarándose la garganta, por depositar ambos en el taburete que Melitta había ocupado el día anterior.

—¡Y bien! ¿Cómo está mi pobre Lázaro? —se informó.

Tomó una silla del respaldo, la pasó por encima de la mesa y la colocó junto a la cama para sentarse.

—¡Hola! ¿Qué es eso? —preguntó poniendo el oído.

Era la pianola de la clase de baile que había recomenzado su ruido ensordecedor.

—Es infernal. ¿Usted puede dormir con tal estrépito? Mi sincero pésame.

Se aproximó a la ventana, miró de frente y vio detrás de los vidrios las sombras contorsionadas que pasaban y volvían a pasar por el otro lado de los visillos vivamente iluminados. Dejó oír una risita sorda:

—Hermosa cámara oscura —dijo—, ilustración del charleston; se siente literalmente el olor al sudor del placer, y lo que se oye retumba en las orejas como las trompetas de Jericó. Me gusta eso. Uno está en seguida en plena situación.

Etzel suspiró. Warschauer volvió junto al lecho y lo miró asustado. La exageración casi grotesca, de la que todavía no se había despojado, se manifestaba otra vez.

—¿No querría hablar más bajo? —preguntó Etzel.

—Pero naturalmente; claro que sí. Seguro, son los nervios —murmuró Warschauer con un aire que parecía no poderse perdonar su falta de atención—. Además, esto no será más que una visita de paso —prosiguió, haciendo con la mano un gesto amable—. No quisiera a ningún precio molestarlo, por nada del mundo desearía retrasar la convalecencia, porque usted ya está en convalecencia, según las noticias tranquilizadoras que me dio la patrona.

—No lo sé —murmuró débilmente Etzel— otra vez no me siento del todo bien… Mire, es horrible encontrarse solo en esta pieza con esa música terrible del otro lado de todos modos, no puedo dormir. Quédese entonces todavía.

—Bueno, bueno, no hay que decir nada más. Me quedaré todo lo que usted quiera, Mohl. Resultaría un mal amigo si me fuera ahora. ¿Debo quedarme sin hablar? ¿Quiere que le lea algo? ¿Desea que conversemos? No hace falta que se canse; mantendré yo solo la conversación.

Etzel se cansaba pensando:

—¿Qué estará maquinando ahora? ¿Por qué de pronto se ha vuelto miel y azúcar?

Como un relámpago, atrapó al vuelo, a través de los anteojos negros, la fulguración metálica de la mirada de Warschauer, y un escalofrío le corrió a lo largo de la médula. El breve silencio mantenido entre ambos duró como el corto tiempo entre el momento en que una puerta se abre y aquel en que se cierra.

—No es conversación lo que deseo —dijo Etzel con el tono doliente y contraído de una persona afiebrada—; mi idea no es la de quedarme tranquilamente oyéndolo hablar de cualquier cosa. No se trata de cualquier cosa…

—¿Entonces de qué…, mi simpático y pequeño Mohl?

—Del motivo por el cual usted me puso en la puerta anteayer.

—Puesto en la puerta es una frase un poco fuerte. Realmente, mi querido Mohl, que es una expresión algo violenta para un movimiento de cólera debido a la impaciencia. ¿Estaría yo aquí si estuviese enojado hasta ese punto? ¿Podría permanecer aquí, al lado de su cama, con la conciencia tranquila?

—Ignoro por qué está aquí, señor profesor. Es probable que, después de todo, no tenga la conciencia muy tranquila. Por otra parte, no sé por qué usted se ocupa de mí. ¿Qué encuentra en mi de interesante? Y si halla algo interesante, ¿por qué juega conmigo como el gato con un ratón?

Warschauer reprimió una sonrisa. Masticó un momento el aire y respondió:

—¿Lo que me interesa en usted, querido Mohl? Para decir la verdad, no he pensado en eso. En eso, mi naturaleza se parece a la del animal.

Etzel arrugó las cejas.

—No le creo, señor profesor. Ni por un instante deja de saber lo que hace y por qué lo hace.

—Entonces, me tiene por un intrigante que mira a lo lejos.

—No precisamente; sólo que usted es más fuerte que yo, es infinitamente más fuerte que yo y se abusa de esa ventaja.

—Usted es insolente, Mohl.

—Es la verdad.

—¡Hum, hum! —hizo Warschauer acomodándose los anteojos sobre la nariz—. Se agita inútilmente, Mohl, y no debe agitarse. ¿No tiene termómetro? Sus ojos tienen un brillo que no dice nada bueno. Calma. Voy a ver qué puedo hacer por usted. Si eso lo tranquilizaría… Hablo de la explicación de mi simpatía. En el fondo, eso no es fácil. Su exaltación, que el otro día me impulsó a una medida enérgica, un poco demasiado enérgica, lo reconozco, confirmó ciertas suposiciones. ¿Habré jugado con usted, Mohl? Eso es un audaz retorcimiento de la verdad. Tengo la idea de que ha sido más bien usted quien jugó conmigo, o por lo menos, lo intentó. Con la mano en la conciencia, ¿es verdad o no?

«¡Ah, ah!, ya estamos en el corazón del debate», pensó Etzel con una mezcla de inquietud y de alivio, juntando las manos debajo de la frazada.

—Nada de eso —respondió algo molesto— desde el principio yo le dije lo que quería. ¿No comencé por preguntarle si creía culpable a Maurizius? Pero usted se esquivó y todas las veces que le hablé de lo mismo se esquivó. ¿O no se burló de mí todavía la última vez?

Warschauer tuvo una mueca.

—¿Y por qué razón, si le parece, yo tenía que servir mi opinión en bandeja de plata a un chiquillo llegado quién sabe de dónde? Ya que ahora discutimos este asunto tranquilamente… —ve que lo tomo en serio, igual que si tuviera ante mí a un delegado de la Liga de los Derechos del Hombre, y en ninguna forma podrá quejarse de mí— ya que discutimos amistosamente ciertos malentendidos, dígame: ¿qué motivaba su juicio? Su enternecedora historia de pequeño burgués, es una historia cuya trama torpe sólo podría inspirar lástima a un viejo de cuero duro como yo, admitiendo que no lo fastidiara. Ahora se ruboriza, Mohl; es muy natural, ruborícese siempre, porque le sienta maravillosamente bien; es cosa de su edad. Pero cuando se quiere engañar a un Jorge Warschauer, hay que tomarse incomparablemente mucho más trabajo, Mohl. Hay que tener ideas nuevas y no basta servirse de la primera ocurrencia que venga a la mente entre el crepúsculo y la caída de la noche. ¿Comprendido?

—Tiene razón —murmuró Etzel con los ojos bajos—. ¿Pero qué podía hacer?

—¿Qué podía hacer usted? Pues exactamente lo que espero que haga ahora. Hay personas a quienes uno debe siempre la verdad: aquellos de quien uno la espera. ¿Lo reconoce usted así?

—Sí, lo reconozco.

—¿Y bien, entonces? ¡Qué muchacho inteligente!

Etzel abrió varias veces la boca para hablar, mientras Warschauer lo observaba, con el rostro fijo con una inmovilidad de máscara. La pianola dejaba oír con su sonido mecánico y sin vida un american blue.

—No puedo cumplirlo —dijo entre dientes, muy bajito y con esfuerzo—. Leí la petición de indulto que redactó el viejo Maurizius. Entonces me hice contar todo por él. Fui a verlo, sencillamente. Me facilitó las memorias y artículos de los diarios, pero no valía la pena. Me explicó muchos detalles, pero desde el primer minuto no hubo para mí ninguna duda: el veredicto era falso. Aquel veredicto fue un asesinato jurídico. No tuve ninguna duda de ello, como no la tengo de los diez mandamientos o de la sinceridad de Lutero. No me preocupaba por el viejo, que, en el fondo, me dejaba frío. En el fondo lo detestaba igual que a su petición de indulto. ¿Por qué un indulto? ¿Lloriquear para obtener el perdón del condenado y contentarse con un indulto cuando estaba convencido de la inocencia de su hijo? No se lo quise decir y, además, ¿para qué me hubiera servido, si a mis ojos no era más que un viejo reblandecido? Sus protestas no me hubieran hecho la menor impresión si por mí mismo no me hubiese sentido penetrado de este pensamiento: ese hombre es inocente. Si usted me preguntara cómo adquirí esa certeza, no podría responderle sino una cosa: no lo sé. Lo que yo sé, es que es así y que todos los tribunales del mundo no me harían desdecir. Tal vez usted lo comprenda mejor si le digo que me crié en una casa donde un juicio tiene el mismo valor que un sacramento de la Iglesia. A veces se tienen alucinaciones en la oscuridad, ¿no es cierto? En determinadas circunstancias un hecho puede exaltarlo a uno tanto como una idea… ¿Me expreso bastante claramente? Entonces, es más fuerte que todas las consideraciones y todo el saber. Una vez presa de esa exaltación, me hubiera sido imposible quedarme en casa, y yo me decía: es menester que se haga justicia a ese hombre o yo estoy perdido. ¿Lo comprende ahora? Ésa es la verdad.

Al final había hablado muy lentamente y levantando las manos unidas por encima de la colcha. Su frente, sobre la cual caían en desorden algunos mechones de cabellos húmedos, parecía de piedra pulida. Y, cosa curiosa, una sonrisa a la vez provocativa y enfermiza tironeaba de sus labios. Su rostro había perdido de pronto la expresión juvenil y durante algunos minutos sus rasgos tuvieron hasta algo de maduro y doloroso. La mirada se concentraba, tendida hacia los anteojos negros, detrás de las cuales se hubiera dicho que nada se movía y no pasaba nada.

—Es bastante aproximado a lo que yo pensaba —murmuró Warschauer—; yo había calculado las cosas en ese sentido. Saúl partió en busca de las burras y encontró un reino. Mohl salió en busca de la justicia y deberá considerarse feliz encontrando las burras. No me fulmine así con la mirada con tanto desprecio, mi querido Mohl; esto no es cinismo, sino el fruto de la experiencia. ¿Quiere usted que lo siga llamando todavía Mohl, eh, aunque presumo por sus revelaciones que sólo sea un nom de guerre? Bueno, atengámonos a él. Ya me acostumbré a ese nombre, y no pido más. En todo caso, para su edad no se desenvolvió mal. ¡Sí… sí…! Hay paño y raras disposiciones… ¡Caramba!, amiguito Mohl, ¿por qué tuvo que oponerse a mis proyectos? ¿Qué demonio entró en usted para que se atravesara en mi camino?

Etzel mostró un gesto de asombro:

—Pero, Dios mío, creo que un demonio muy lógico —respondió encogiéndose de hombros.

Warschauer hizo con la mano un gesto vertical que cortó el aire.

—No digo que en usted era una cosa deseada, pero hablo del atentado así cometido contra mí. Sí, un atentado —afirmó con tal gesto de maldad en la cara que Etzel se sobresaltó.

—No comprendo —dijo.

—No espero que lo comprenda, joven, porque su espíritu está demasiado turbado por esa idea fija —replicó Warschauer con tono cortante—. Sin embargo, yo me había vanagloriado hasta este momento… Eso no basta. Había echado mis cuentas y hecho el balance. No tenía necesidad de que sobreviniesen nuevos acontecimientos; no necesitaba nuevas sacudidas. Y ahora usted hace irrupción en ese idilio de cementerio. En el primer libro de Saúl hay una frase sublime sobre el mismo Saúl a que acabo de aludir: Dios le dio un nuevo corazón.

Al decir eso, se miraba las manos blancas e hinchadas, colocadas sobre su rodillas.

—Todo eso está fuera del asunto —dijo Etzel con dureza. Warschauer se levantó de un salto, atravesó la estrecha habitación, volvió y tomó asiento.

—Está bien, hablemos de la justicia —dijo sacando el pecho, lo que le daba un aire fanfarrón y ofendido a la vez.

4

EFECTIVAMENTE, su aire ofendido y fanfarrón hacía pensar en un enamorado despedido que cree haber demostrado suficientemente sus méritos. Pero cuando se puso a hablar, la llama chisporroteante de su espíritu devoró más victoriosamente que nunca los elementos turbios, antipáticos, peligrosos y maléficos de su persona.

—Sí, la justicia, la augusta madre de las cosas, como no sé qué escritor la llamó. Quizás fuera yo mismo. En otro tiempo me agradaba el desdeñoso eufemismo. Un prelado de gran sentido común me dijo un día: No reclames airadamente lo que se te debe, no sea que te lo acuerden de verdad. Cuidémonos todos de hacerlo. Uno puede exigir de la sociedad cualquier cosa y siempre se dignará hacer concesiones; pero exigir de ella justicia es una perfecta falta de sentido, porque no dispone de los medios necesarios para acordarla. Además, no está hecha para ello. Es como querer iniciar a un bebé en los misterios del cálculo integral y descuidarse de darle la leche que le es necesaria. Nosotros no tenemos la leche que necesitamos. Me encontré en el barco con un hombre que iba a la Sociedad de las Naciones, un creyente puritano de Boston. Me decía con entusiasmo: «Nuestra misión es la de hacer reinar la justicia entre los pueblos». Me le reí en la cara. «Usted dormía mientras corría el tren —le respondí—; usted debió bajar en Ellis Island para visitar las barracas de los inmigrantes. Una vueltita por México tampoco le hubiera hecho mal. Usted se equivocó de camino». Me miró con la boca abierta, sin comprender. Todos aquellos que buscan la justicia se equivocan de camino, porque cualquiera que sea la senda que emprendan, es la mala. Sospecho que todos los que se embarcan en esta galera se entusiasman por razones personales. Miguel Kohlhaas es el personaje más odioso del mundo; nadie, excepto los alemanes, puede comprender su lógica tan prusiana. La mujer que reclamaba ante Salomón que el niño en litigio fuera cortado en dos, representa el encarnizamiento para sacar de la idea de justicia sus últimas consecuencias. Ateniéndose a la justicia pura, el niño debe ser cortado en dos. No se indigne, Mohl; lo que digo es la verdad. Sus ideas humanitarias no son ni un frasco de aceite derramado sobre las cataratas del Niágara. Salomón era un sabio; convenció de su absurdo a todos los apóstoles de la justicia y cubrió de ridículo a todos los pacifistas. ¿Se ha visto alguna vez, desde que el mundo es mundo, que una guerra tuviese una causa justa? ¿Se ha visto nunca a un general que librara sus batallas por la justicia? ¿Se vio rendir cuentas, salvo cuando su empresa había fracasado, a alguno de esos célebres ladrones de territorios o exterminadores de hombres? Lo invito a que reflexione un poco en las relaciones, iba a decir en el parentesco, que existe entre la idea de derecho y la idea de venganza. ¿Cuándo y dónde, en la historia, vio usted que se fundaban imperios y religiones, que se edificaban ciudades, y que se difundía la civilización con ayuda de la justicia? ¿Conoce un ejemplo de ello? Yo no lo conozco. ¿Dónde está la picota que hará expiar la masacre de diez millones de indios, el envenenamiento con el opio de cien millones de chinos y la esclavitud a que han sido reducidos trescientos millones de hindúes? ¿Quién detuvo a los navíos repletos de esclavos negros que, del decimosexto al decimonoveno siglo, atravesaron el océano de África para América en largas caravanas? ¿Quién levanta el dedo meñique en favor de centenares de miles de hombres que se consumen en las minas de cobre del Brasil? ¿Dónde está el juez que emprenderá la tarea de castigar los pogroms de Ucrania? ¿Quiere otros ejemplos? Los tengo a su disposición. Usted me va a responder que su ideal moral más caro y más secreto es precisamente creer que es preciso poner remedio a eso y que hay que reformar el mundo. ¡Ta, ta, ta!… Uno no remedia nada y no se reforma nada. Digo «uno» porque los hombres nada pueden. En cuanto a los cambios que se cumplen por la fuerza de las cosas, es otra cuestión. Pero entonces se trata de evoluciones tan largas como la del antropoide de Pericles. La empresa es demasiado vasta y el individuo de formato demasiado pequeño, mi pobre Mohl. ¡Son presunciones! ¡Presunciones! Usted puede sacar de sus dotes un partido más útil, usted que representa a los demás, ¿porque me imagino que se tiene por un individuo representativo? ¿Del espíritu moderno? ¿De la generación presente? No lo niegue (Etzel no soñaba en negarlo, ni siquiera en hacer la menor objeción; escuchaba solamente, con los ojos dilatados), no niegue que es la moda, el tipo de hoy. Todos esos hijos de papá de nuestra época, esos runaway-boys rebelados que quieren hacer la felicidad del mundo, terminan por verse obligados a bajar el tono y sentirse felices de que se les permita decretar desde una oficina cualquiera, que el estiércol de una caballeriza parecida a la de Augias, por lo menos no debe molestar el olfato del público. Muy pronto abandonan la idea de que ellos hubieran hecho las cosas mejor que sus antepasados. ¿Para qué reclamar la justicia a grito pelado, cuando la realidad que nos rodea nos recuerda sin cesar, con un desprecio insolente, que vivimos únicamente del fruto de la injusticia? El bocado de pan que yo como, el marco que gano y el par de zapatos que llevo puesto, es el resultado de un complicado sistema de injusticias y violaciones del derecho. Toda existencia humana, toda actividad humana, presupone hoy una hecatombe de víctimas. Usted y sus semejantes suponen, por el contrario, que existe una voluntad de justicia, una idea inmanente de la justicia, por decir así. Es falso. Es un sofisma. Al conjunto de la humanidad se le importa bien poco de la justicia. No tiene órgano para percibirla. A veces le pasa, particularmente cuando atraviesa épocas prósperas, que se embriaga con ese pensamiento; pero si aparece la menor amenaza contra los dividendos y si los valores de la Bolsa aflojan, todo su hermoso entusiasmo echa a volar, y los pájaros profetas que hablaban desde lo alto, bajan de su rama y dejan de hacer ruido. Conocí a dos directores de banco en Leipzig; los dos estaban en el mismo banco. La casa quebró y con ello innumerables familias perdieron sus economías. Uno de los dos, hombre probo, abandonó toda su fortuna al síndico de la quiebra y se constituyó preso. Fue encarcelado y condenado a tres años de prisión. El otro, un pillo como pocos, supo deslizarse entre las mallas de la ley y poner a salvo su tesoro. Hoy es un nabab colmado de condecoraciones, admirado y orgullo de su patria. La pobre sirvienta que, por desesperación, estrangula a su recién nacido, no encuentra piedad en los tribunales. Pero, recientemente, un gran señor de Mecklemburgo envenenó a su mujer para heredarla, y el fiscal vaciló seis meses antes de poner en movimiento la acción pública. El año pasado asistí al proceso en que una mujer fue condenada como proxeneta por haber cobijado una noche bajo su techo a su hija y al novio. Jamás olvidaré el grito desgarrador de aquella mujer al oír el veredicto; jamás oí una voz humana expresando semejante angustia frente a una catástrofe que quebraba su existencia, semejante incomprensión ante el orden establecido. Al lado de eso, uno ve a jueces imbéciles absolver, porque está bien arreglada y los deslumbra con su charla, a una mujer que confiesa haber matado al marido. Si usted me prueba que en uno solo de esos diferentes casos hubo alguien que se preocupase de saber si se había satisfecho a la justicia, como se ha convenido en decir, le doy un tálero. Usted ha tenido la desgracia de exaltarse, usted me lo ha dicho, mi querido Mohl; pero pudo haberse exaltado con otros treinta y seis mil casos. ¿Por qué ha sido preciso que justamente eligiera ése? Compromete demasiado su responsabilidad personal en un descubrimiento fortuito, asumiendo una tarea demasiado pesada para sus hombros. Prodiga inútilmente su vida, su inteligencia, sus fuerzas y su tiempo, en una causa perdida, en un asunto muerto. ¿Quién es Maurizius? ¿Quién se interesa por Maurizius? ¿Qué diferencia hay entre que esté en la cárcel o en su casa, entre que sea culpable o inocente?… ¿Qué dice Goethe? El día del juicio final, eso no tendrá más importancia que un p… Poner por delante, en el actual estado de las cosas, la gran palabra justicia, es, por cierto, como servirse del vapor para mover un molinillo de café.

El rostro de Etzel había perdido todo color. Le temblaban los labios y la barbilla, le corrían escalofríos de la cabeza a los pies y devoraba con los ojos al hombre que estaba sentado frente a él. No necesitaba fingirse enfermo, porque en aquel momento estaba enfermo hasta el fondo de su corazón y su alma, enfermo de cólera y de desprecio, de loca decepción y de exasperación. Hizo un gesto insensato como para arrojar al rostro de aquel hombre todo lo que sentía, así como en un movimiento de rabia se recoge una piedra para tirársela al ofensor. Después balbuceó, retorciéndose en el lecho:

—Pero es… es increíble, nadie en el mundo puede creerlo… es infame… ¡Es horrible…, tener que oír tales cosas…!, y estas gentes pretenden ser hombres… habla y habla… Dios mío, Dios mío… y pretende ser un hombre… no puedo ver más a este hombre… ¡Qué se vaya!

—¡Mohl! —exclamó Warschauer sinceramente aterrado, porque no se esperaba ese resultado.

—Agua —gimió Etzel.

—Sí, sí, en seguida, querido, chiquito —murmuró Warschauer trastornado, y buscando torpemente el botellón por todos lados en el cuarto. Por fin lo encontró, echó agua en un vaso y se la llevó. Etzel lanzó un profundo suspiro y se quedó rígido en la cama—. Bueno, bueno —dijo Warschauer—, ¿qué pasa mi querido, mi bueno y pequeño Mohl? Serénate, mírame, mira a tu amigo…

—Tengo calor —murmuró Etzel—, me siento mal…

—Sí, sí, hijito, claro. —Warschauer tocó el cuerpo del joven—. Estás hirviendo, vamos a hacer una envoltura…, es la fiebre.

En efecto, todo el cuerpo de Etzel estaba ardiendo como una estufa sobrecalentada. Fenómeno incomprensible, porque en realidad el muchacho no tenía fiebre. ¿Gobernaba sus reacciones físicas hasta el punto de poder hacerlas obedecer pura y sencillamente a un impulso moral? ¿Únicamente porque tenía necesidad de impresionar al otro por medios concretos? ¿Qué parte tenía allí la simulación y qué parte un último esfuerzo heroico de la inmolación de sí mismo? Como un corredor insensato, volaba hacia la meta, inconsciente en medio de la reflexión más fría. Warschauer metió una toalla en la jarra del agua, la retorció para que sólo quedara bien embebida, volvió junto a Etzel y le sacó la camisa. Etzel se quedó tranquilo, estaba rígido y no hacía el menor movimiento. Viendo ante sí el cuerpo del jovencito, Warschauer se inmovilizó en una muda contemplación. Las manos le comenzaron a temblar. Detrás de los vidrios de sus anteojos, brillaron dos relámpagos inquietantes, como dos pequeñas llamas sombrías. Abrió la boca con el aspecto de un poseído que ha comenzado una oración y no puede continuarla.

—Mi pequeño —murmuraba—, mi querido pequeño…

Etzel pareció despertar. Con sus dos manos tomó vivamente a Warschauer por ambos brazos. Fijó sobre él una mirada indecible, atrevida, hosca, suplicante e imperiosa. Le soltó los brazos, se levantó sobre las rodillas y se aferró a los hombros del hombre. Luego soltó los hombros, se apoderó de los anteojos y se los arrancó, blandiéndolos en su mano derecha como un trofeo. Desnudo, de rodillas y con los anteojos en la mano, exclamó:

—Quiero saberlo todo. ¿Lo oye? Quiero saber lo que significaba aquel deus ex machina. Usted puede decírmelo porque soy digno de ello. ¡Vamos! ¡Diga! ¿Quién tiró? ¿Fue Ana Jahn, fue ella quien tiró? ¿Sí o no? ¿Sí o no?

La respuesta fue una mirada animal, desconcertada, de los ojos color de agua.

5

UNA débil sonrisa pasó por el rostro lívido de Warschauer. Ya no tenía fuerzas para resistir al joven que, fuera de sí, lo urgía. Tomó suavemente de sus manos los anteojos y los depositó sobre la silla. Luego acarició el hombro, la espalda y la cadera del cuerpo hermoso y elástico; sus dientes castañeteaban:

—¡Pues bien, sí! Pues bien sí. Fue ella quien tiró —dijo con una especie de dulzura senil—. Si deseas tanto saberlo, mi querido Mohl, ¿por qué iba a ocultártelo?… Sí, ella fue quien tiró… ¿Acaso podía hacer otra cosa?…

Etzel apretó con las suyas la mano derecha de Warschauer y cayó sobre la cama sin soltarle la mano. Parecía ebrio de felicidad. Con un ardor apasionado clavó su mirada en los ojos color de agua. Tenía la impresión de que mientras lo tuviera bajo su mirada, aquel hombre no podría escapársele. Warschauer se sentó en el borde de la cama y estirando los labios a veces y otras masticando en el vacío, con el mismo tono senil, casi tartamudeando, hizo el relato del drama en todos sus detalles.

Ella se había sentido tan sacudida que perdió completamente la cabeza. Eran tres tigres a sus talones: el cuñado, la hermana y él, Waremme. Ése era el efecto que le producían: tres tigres. Ya no sabía a qué lado volverse. Él le había dado el revólver esa tarde, diciéndole: «Uno no sabe lo que puede suceder. Es mejor estar preparado para cualquier cosa».

Sin pensar que, en su desesperación, ella podía suicidarse. Y en efecto, poco faltó para que lo hiciera. Después se lo confesó. Fue la voluntad magnética de él la que lo impidió, en el último momento. Él había tenido la sospecha. Estuvo paseándose por debajo de su ventana durante una hora y media. No estaba en el Círculo. Había salido de allí una hora más temprano que de costumbre. Los testigos se habían equivocado o fueron inducidos al error por sus declaraciones posteriores. Había estado paseándose al anochecer por debajo de las ventanas laterales, sin quitar los ojos del hueco iluminado de su cuarto, y de cuando en cuando podía ver su sombra. Sabía por experiencia que si concentraba sus pensamientos sobre ella, quedaría bajo su influencia inmediata y sometería su voluntad a la suya. Pero ella debió oír por la ventana entreabierta el ruido de sus pasos en las hojas secas, y eso llevó al colmo su angustia. La muchacha se sentó al piano, tocando lo primero que se le ocurrió, pero se interrumpió bruscamente, corrió a la escalera y le telefoneó a él, a Waremme, al Círculo. Inútilmente, claro.

—¡Por amor del cielo, Elli —gritó entonces desde abajo a su hermana—, ahí está tu marido, baja o sucederá una desgracia!

Al oír eso, Elli bajó precipitadamente, se echó sobre su hermana como una furia, la tomó por la garganta y silbando como una víbora, le dijo:

—¡Vete, vete en seguida o te estrangulo!

En aquel mismo momento se oyó el portón de la verja que se cerraba. Elli había saltado al jardín y Ana, que parecía no tener ya ni una gota de sangre en las venas, la había seguido tambaleándose.

—Yo daba vuelta la esquina de la casa, dirigiéndome a la escalinata, cuando sonó el tiro. Lo que pasó después, carece de interés. Es más o menos lo que se ha dicho y repetido cien veces. Yo tomé naturalmente el revólver y lo hice desaparecer.

—¿Pero antes usted se aproximó a Maurizius con el arma en la mano? —preguntó Etzel jadeante.

—Sí.

—¿Para que se creyera que usted se lo había sacado?

—Sí, naturalmente. Excelente observación.

—¿Pero cómo pudo ser que Ana Jahn lo haya dejado encarcelar y condenar, cómo puede ser que durante esos diecinueve años… no pudo comprenderlo…? ¿Cómo ha tenido valor? ¿Cómo se puede hacer eso?

Warschauer miraba al suelo, de lado.

—Eso es un secreto de su naturaleza. No puedo explicarlo sino muy imperfectamente. Ya se lo he dicho: se trataba de un cadáver, un cadáver que yo tenía que galvanizar para darle una apariencia de vida. No la perdí de vista ni un instante. Durante todo el proceso, mientras ella estuvo en el Mediodía, permanecí a su lado.

—¿Pero y después, después, durante todos los años que siguieron? Vamos, vamos. ¡Pero piense!

Warschauer dejó vagar sus ojos por el muro, como si quisiera contar las manchas de chinches de pronto, miró a Etzel bien de frente y, frunciendo el entrecejo, dijo con un tono que aterraba:

—Es menester ir bien al fondo para explicar eso. No es posible, de ningún modo, abarcar de una sola ojeada esa alma complicada. Mi influencia sobre ella se estrelló ahí con una decisión preexistente. Nadie más que usted y yo, en el mundo, sabe lo que ahora le voy a decir. A primera vista puede parecerle una cosa vulgar pero, dada la persona de que se trata, es algo extraordinario. Y es lo que hizo de mí el árbitro en última instancia de sus destinos. Cuando comprendí lo que pasaba, me pareció que un gigante me había atrapado y roto el espinazo. La verdad es que ella amaba a ese hombre. Lo quiso con locura. Lo amó con una pasión tan furiosa que su mente se trastornó y su alma quedó enferma para siempre. Ese amor fue para ella el golpe de gracia, el salto a los infiernos. Y él no lo sabía. Ni siquiera lo sospechaba. Él se contentaba con amar, el desdichado, y seguía mendigando, implorando y gimiendo, mientras ella ya… ¡Bueno! Sí; ella ya había dado el salto al infierno. Ella no le perdonaba que no lo supiera. No le perdonaba el amor insensato que sentía por ella y no se lo perdonaba a sí misma. Por eso él debió soportar su castigo. Era preciso que desapareciera. Jamás y en ninguna circunstancia, el hecho de que ella había matado a su hermana por amor a él, debería servir para aproximarlos. Ella se había creado al detalle un derecho imaginario detrás del cual se parapetaba. Decretar su muerte o decretar su pena, fue un derecho que ella se arrogó, fue su enemigo más cruel y se transformó en seguida en un fantasma sin alma para vivir con él su vida de expiación. Encima, un orgullo burgués y una cobardía burguesa se reunía en ella, ligados como no es posible encontrarlos unidos en una misma persona. En efecto, ya ha pasado la época que permitió a seres de este género alcanzar todo su desarrollo. La primera vez que vio en los diarios su nombre mezclado en el asunto, aquello le produjo una impresión singular. Por otra parte, se hablaba de ella con extremada delicadeza. Pasó horas y horas lavándose las manos y sintió un disgusto que creció hasta el punto de darle convulsiones de horror. No, Mohl, es un carácter que usted no puede comprender y, al fin de cuentas, debo decir: que Dios lo preserve de comprenderlo. De un paganismo y un beaterío estúpido, llena de orgullo y devorada por la rabia de hacerse mal a sí misma, casta como una virgen y abrasada por una sensualidad mística, primitiva y oscura, austera y ávida de ternura, con el alma aherrojada y odiando los cerrojos, detestando al que se atreviese a poner sobre ellos su mano y al que los respetase, pero sobre todo viviendo bajo el signo de un astro tenebroso. Hay muchos que viven bajo el signo de un astro tenebroso. No luce en ellos ninguna luz. Ellos quieren su destino sombrío, lo llaman y lo provocan, hasta que los aplasta. Quieren ser aplastados. No quieren doblegarse y rendirse, sino ser aplastados. Era el caso de ella. Ése es un punto establecido. Paciencia, Mohl, ya llego a lo que usted quiere saber. A la declaración… ya sé… ya sé…

Se levantó, tropezó con la silla, y se cayeron los anteojos. Se inclinó y los observó atentamente; tenían un vidrio roto inclinó la cabeza y se los puso en el bolsillo. Después fue hasta la ventana, alzó por un instante sus miradas al cielo lluvioso y volvió:

—El testimonio no fue más que una posibilidad para permanecer de pie, una consecuencia lógica. Es difícil seguir de pie cuando uno tiene rota la columna vertebral, pero había que hacerlo. Me encontraba sobre un montón de ruinas y no había lugar a vacilar sobre la elección de la última víctima. Al menos yo, no tenía por qué vacilar. No tenía que apreciar el mayor o menor valor de tal o cual persona, sino que decirme: en medio de las profundas tinieblas, ¿queda todavía un resplandor de esperanza para el porvenir? ¿Qué es posible salvar de este desastre? Entre yo y Leonardo Maurizius debía librarse un duelo, combate poco caballeresco, es cierto, un duelo en el cual se jugarían y se enfrentarían los destinos. Si yo salía vencedor, sería que el destino así lo quería. No crea que entonces uno obre únicamente pidiendo consejo a su conciencia; también interviene el signo mágico que le envían los espíritus invisibles. La conciencia sola no sería bastante fuerte; lo que sostiene es el llamamiento escuchado. ¿Viene del cielo o del infierno? Mientras uno obedece, no lo sabe. Uno no ve el astro tenebroso. Está mal… sí, claro… el mal es una idea relativa e insondable, un espejo mágico en que se refleja sólo aquel que mirándose en él pronuncia el abracadabra judeocristiano. Hoy eso parece mal. Hay muchas horas… muchas noches en que… uno tiene debilidades en este mundo sublunar. Si yo hubiera conquistado un reino, el reino de este mundo, como por un momento pudo creerse que lo había hecho, yo sería sin tacha. Mi falta hubiera encontrado su contrapeso. Las cosas se dieron vuelta de manera que perdí la partida. ¿Habrá verdaderamente entre el cielo y la tierra cosas que nuestra filosofía no sospecha? O, para ampliar esta idea, ¿cosas de las que sólo podemos tener sospecha? Hay muchas noches en que… Mohl, Mohl, mucho me temo que no seamos, tal como somos, más que unas lamentables criaturas, todas amasadas con la misma arcilla y cuando mucho buenas para ser dadas como pasto de los gusanos. ¡Es triste reconocerlo! ¡Triste conclusión!

Volvió a sentarse en el borde de la cama (entretanto, Etzel había subido la colcha hasta la barbilla), tomó la mano del jovencito y dijo:

—No he tenido escrúpulos para hablarle sin ambages, ya que lo anhelaba tanto. ¿Por qué negarle esa satisfacción? Para usted esto no tiene ningún valor práctico. Hace mucho que mi falso testimonio ha caído en la prescripción. Sí, Dios mío… después de todo, para mí lo mismo daría. Para mí en este mundo ya nada tiene importancia. Si me interrogo con sinceridad, me veo acerca de ese punto perfectamente indiferente. Pero desearía tener el timón en la mano por un momento todavía. No vaya a concebir esperanzas exageradas. Llevar al cadí mi confesión, no le serviría para nada. —Hizo sonar los labios con una alegría maligna—. Los engranajes de nuestros tribunales están tan herrumbrados, que se cuidarán muy bien de exhumar el sacrosanto cadáver de la justicia porque un joven exaltado de diecisiete años haya dado un grito de alarma. Y además, yo sigo siendo el hombre que obedece a la ley y que no irá ridículamente, porque ya tarde se ha chiflado por alguno, a poner en peligro sus posibilidades, por pobres que sean. Porque se lo confieso francamente, querido, me he chiflado por usted. Sería ingrato con el destino si no quisiera reconocerlo. Usted ha tomado entre sus manitas mi viejo corazón marchito, y a veces, sin que yo pudiera impedirlo, ha hecho brillar sobre él una luz radiante. Demos al César lo que pertenece al César. ¡Sin ofenderlo, Mohl! —Se puso de pie y prosiguió diciendo—: Además, le diré que pronto me iré de aquí. Tengo una hija que vive en un lugar de la Alta Silesia polaca. Hace veintitrés años que no la he vuelto a ver creo que se casó con un empleado del gobierno. Trataré de volverla a encontrar. Ya sabe, la marcha hacia el Oriente. Tal vez encuentre allá un lugar donde descansar, una especie de asilo para mi vejez, y usted comprenderá que necesito llevar un nombre más o menos limpio. La gente puede exigírmelo. Pero si usted sabe descubrirme allá por segunda vez, pequeño abanderado entusiasta, quizás me encuentre dispuesto a hacer una declaración que valga ante la justicia si fuese necesario. Y, todo es posible en este mundo, tal vez lo ayude, sacrificando mi indigna persona, a poner una trampa a la justicia coja. Pereat Warschauer, fiat mundus. Sólo le pido que tenga la bondad de estar allí media hora antes de mi muerte.

Con una risa seca, tomó su abrigo y el sombrero.

—Vaya, se hace tarde Au revoir, amiguito Mohl. Mañana vendré a buscar noticias de usted y espero encontrarlo curado. ¿Cómo puedo salir de esta casa?

Etzel se puso el camisón y respondió:

—Se puede pasar por la taberna, la puerta está siempre abierta.

Su voz había cambiado tanto que Warschauer se volvió asombrado. Igual cambio se había operado en el rostro de Etzel, leyéndose en él una decisión fría y clara.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo Warschauer y salió.

Etzel lo oyó todavía atravesar a tientas la pieza oscura de Melitta; sintióse aún el ruido de dos puertas y luego se hizo el silencio.

Estirado en su cama, el muchacho miraba el aire. Se sentía ligero como una pluma, inmaterial, pero los pensamientos que atravesaban por su mente era pesados y sombríos. Probablemente habrían pasado unos diez minutos y todavía no se había decidido a apagar la luz, cuando tocaron suavemente en la puerta, que se abrió en seguida despacito y apareció en ella Melitta, envuelta en su absurdo chal verde como un asta en su bandera. No entró y no hizo más que observar a Etzel con mirada curiosa, escrutadora e intensa. Etzel volvió hacia ella la cabeza y respondió a su mirada:

—¿Oyó usted? —dijo en voz muy baja.

—Sí —respondió ella con la cabeza.

—¿Todo? ¿Oyó usted todo? —repitió muy bajito. No había razón para que no levantara la voz. Ella se puso un dedo sobre los labios y contestó:

—Más o menos.

—Tanto mejor —replicó Etzel, y no agregó nada más.

—Habrá tormenta —observó la joven.

En ese momento la pianola se detuvo y, en efecto, se oyó el trueno que gruñía débilmente por encima de los techos. Melitta volvió a cerrar la puerta. Etzel se paró en la cama y apagó el gas. Se envolvió en las cobijas, exhaló un suspiro y se deseó a sí mismo: «Buenas noches, Mohl». Se durmió inmediatamente y descansó con el sueño tranquilo y profundo de un niño. Al despertarse a la mañana siguiente, mandó a paseo de un papirotazo a una chinche asquerosa que se paseaba, harta de sangre, sobre su manga, respiró profundamente y dijo: «Buen día, Etzel Andergast». Eran las siete. Saltó de la cama y se puso a empaquetar sus cosas. Tres horas más tarde estaba en la estación.