CAPÍTULO DÉCIMO

1

NATURALMENTE, Etzel comprendió en seguida que se había colocado en una situación peligrosa: «Es una suerte —pensó, batiéndose prudentemente en retirada hasta un ángulo de la habitación—, sus ojos no son agradables a la vista y tiene razón en ocultarlos; pero ¿a qué hacen recordar?: a un sapo u otra cosa desagradable, ¡puaf!». Estaba pálido por la agitación y se preguntaba qué giro iban a tomar los hechos. A decir verdad, no estaba en condiciones ventajosas. Había descubierto sus baterías, y el otro, no. Ya no era posible ir esa noche a la estación de Stettin; ahora ambos tenían otra cosa que hacer.

Warschauer volvió a ponerse con lentitud sus anteojos:

—Es curioso —murmuró arrastrando las palabras, y sus ojos parecían horadar un túnel hacia un pasado resultado bajo los años y los acontecimientos. Al mismo tiempo, su mirada no dejaba de examinar al muchacho:

—Traje sardinas y salchichón —dijo Etzel, tratando sin gran éxito de adoptar un aire desenvuelto y señalando el paquetito que estaba todavía en el borde de la ventana—. Hay pan en el cajón de la mesa y creo que también manteca; ¿no quiere usted comer?

Warschauer tosió ligeramente:

—Cierre la ventana, Mohl —dijo con tono pedante, martillando sobre las palabras—, comienza a hacer frío.

Etzel obedeció y una mariposa nocturna le revoloteó por la cara mientras cerraba la ventana; resplandores fugitivos, como los de un reflector, atravesaban la niebla roja por encima de los techos. Ya serenado, tomó el paquetito, lo abrió, se aproximó a la mesa, sacó del cajón dos platos y el trozo de pan, tendió apresuradamente el mantel a cuadros azules y blancos, pasablemente sucio; sacó cuchillos y tenedores y preparó el calentador de alcohol para el café. Warschauer lo siguió un momento con la mirada, en silencio; luego pasó a la alcoba, dejando la puerta corrediza abierta, y se lavó las manos larga y minuciosamente, según su costumbre. He aquí lo que pasó a su regreso:

Tomó asiento y, absorto en sí mismo, se puso a comer maquinalmente. Etzel, que afectaba cada vez más actividad, como si hubiese olvidado mucho tiempo antes el penoso altercado, encendió el calentador y echó varias cucharadas de café molido, contando en voz alta: una, dos, tres. Mientras lo hacía, un peso oprimía su corazón al pensar que hasta ese momento no tenía, la menor prueba de que aquel «profesor Warschauer» y Gregorio Waremme fuesen una sola y única persona. Se había fiado enteramente en las indicaciones del viejo Maurizius, ¿pero bastaba eso?

Desde que viera a Warschauer, su instinto, es cierto, le había revelado que estaba sobre la buena pista, pero no tenía ninguna certeza.

El tenaz silencio del profesor le inspiraba una vaga inquietud que debía disimular; sentía palpablemente que todo dependía de la primera pregunta y la primera respuesta, y en tanto que miraba la llama del calentador, preparaba un plan de campaña. No se atrevía a romper el silencio, cuidándose de mostrar con su gesto alguna curiosidad o inquietud, y se contentaba con vigilar, ora la llama, ora el contenido de la cacerola. Esa conducta le era dictada por el respeto, por cierto temor misterioso que le inspiraba la persona del profesor, y entiéndase por la persona la imagen coherente, él ser ordenado como un poema, que un espíritu joven levanta junto a una realidad fortuita e imprevista, ser que concibe en toda su profundidad y toda su extensión. Por fin, Warschauer dejó su cubierto, se pasó varias veces el índice por la boca —lo cual Etzel encontró muy desagradable— y dijo con tono autoritario, casi imperioso:

—¿Y bien? ¿Qué? ¿Cuánto tiempo tendré que esperar todavía las explicaciones, my dear mister Mohl, o mister Nobody, o mister no sé cuántos? ¿Qué significa esa brusca salida? ¿Quién le ha mandado? ¿Qué oculta todo lo que me ha dicho? Bueno, aquí me tiene, Jorge Warschauer, alias Gregorio Waremme: ¿Qué es lo que usted desea, joven?

De manera que, gracias a Dios, ya no había ninguna duda. Pero al oír aquel nombre, Etzel se estremeció como si hubiese oído el ruido de una detonación, y necesitó varios segundos para reponerse:

—En seguida, señor profesor —replicó apurado, con una pronta sonrisa cándida, de importancia—. Uno poco de paciencia y estoy con usted; el agua ya hierve.

Durante ese tiempo, podía reflexionar.

Warschauer, con sus dedos de uñas cortas, tamborileaba sobre la mesa. Etzel hacía el café con toda tranquilidad; cuando estuvo preparado, vertió la infusión humeante en la taza que empujó hacia Warschauer. Luego puso los codos sobre la mesa, parpadeó, vaciló un momento, y después se puso a hablar del viejo Maurizius.

—Es un anciano muy desgraciado, señor profesor. ¿Tiene usted una idea de su edad? ¡Setenta y cuatro años! No se comprende que todavía pertenezca a este mundo. Pretende que no se morirá antes de que su hijo Leonardo haya recobrado la libertad. Sin embargo, no hay la menor esperanza de que eso ocurra. Está condenado a perpetuidad. ¿Por qué habrían de soltarlo? Pero él se ha metido esa idea en la cabeza y no quiere abandonarla.

Etzel se explayó al respecto, explicó de una manera muy plausible y con abundantes detalles típicos que Maurizius, por lo común muy huraño, le hacía frecuentes visitas, no hablando durante horas enteras más que de Leonardo y de su triste suerte.

Poco a poco había nacido en él una amistad por Etzel y le había confiado todo, sus esperanzas, sus gestiones ante el tribunal, sus penas y toda la historia del proceso y sus debates.

—Por otra parte, usted debe de conocerlo, señor profesor —dijo Etzel con un tono insinuante, interrumpiendo su propio relato—, porque me dijo que un día había venido a verlo.

Warschauer levantó los ojos con aire asombrado.

—Sí; había logrado con gran esfuerzo y con grandes gestos descubrir su nombre y su domicilio actuales, y vino sencillamente. Un buen día tomó el tren para hablar con usted. Pero creo que no abrió la boca; no tuvo valor para hacerlo, pobre viejo, y se volvió precipitadamente. ¿No lo recuerda usted?

En Warschauer pareció despertar un recuerdo. Se acordó de que un tipo de viejo campesino o provinciano, bastante torpe, había venido un día a buscarlo; se había quedado en la puerta, abriendo los ojos como un buey; preguntó si había una pieza para alquilar, y luego se marchó. Podía hacer de eso como un año.

«Entonces, ¿era él?… ¡Hum!… ¿Maurizius padre? ¡Qué curioso! Pero… (tosió ligeramente) ¿qué quería? ¿Para qué venía?».

—A causa de ciertas cartas —murmuró Etzel, volviendo a emplear su tono insinuante y adelantando cada vez más su cuerpo sobre la mesa. Warschauer, que bebía ruidosamente los últimos sorbos de café, se quedó con la taza en la mano y preguntó sorprendido:

—¿Cartas? ¿Qué cartas?

—Me dijo que usted debía poseer unas cartas que Leonardo le había escrito hace tiempo, antes de la desgracia. Y otras cartas también, que él dirigió a la señorita Jahn. Juro que usted las tiene. Él daría la mitad de su fortuna por tenerlas. Entonces, como la otra vez no se animó, como está demasiado viejo y enfermo para volver a venir… en resumen, me apenó verlo roído por la pena; de todos modos, yo no podía quedarme allá, hace mucho que yo quería venir a Berlín y le dije que intentaría, que tal vez usted me devolviese esas cartas.

Warschauer sacudió la cabeza:

—Ignoro a qué cartas usted se refiere —dijo en tono categórico—. ¡Pura imaginación! Usted se ha molestado por nada, amiguito Mohl.

Su acento, aunque burlón, era de una sinceridad perfecta. Por otra parte, Etzel no esperaba otra cosa, pero tomando un aire decepcionado, le pidió tímidamente:

—Busque bien, señor profesor. Para darme gusto. Usted no puede imaginarse la adoración del viejo por su hijo; uno no diría que se trata de un criminal; ¡oh!, al contrario, uno casi diría que es un santo. Lo idolatra, literalmente. Atesora los recuerdos más ridículos de años atrás. Ha conservado sus juguetes. Le digo que es algo inaudito. Mire otra vez entre sus papeles.

Un relámpago se encendió detrás de los anteojos negros. La mirada descendió, se deslizó por el piso, subió a lo largo del joven hasta su rostro y allí se detuvo con otra fulguración clara, fuerte como el brillo del bronce:

—No tengo ninguna carta —articuló con maldad, removiendo las mandíbulas—, ninguna carta dirigida a mí… ni a esa señorita Jahn. No hablemos más del asunto.

Etzel se levantó, algo desconcertado; apoyó una mano sobre la boca, gesto de niño del cual no había podido deshacerse. Frente a Warschauer, poderoso, macizo, aplastado en la silla dentro de su chaqué gris, él se erguía esbelto y menudo, semejante a un signo de exclamación.

—¿No era usted amigo suyo, señor profesor? —inquirió con cándida curiosidad—. Yo creía que usted era su amigo.

Warschauer frunció desdeñosamente las cejas y eludió la respuesta:

—Su amigo… —dijo con desgano y como a disgusto— puede ser… es posible… tenía muchos… entonces… es posible.

Etzel dio un paso hacia él.

—Pero, dígame una cosa, señor profesor —insistió con viveza y casi aturdidamente—: ¿cree usted, en el fondo, que Leonardo ha cometido ese crimen? Quiero decir… —agregó rápidamente, asustado por la enormidad de semejante pregunta hecha a Warschauer, el testigo principal—. ¿Cree usted que sea culpable, aunque haya disparado el tiro de revólver?

Por toda respuesta, Warschauer volvió hacia Etzel una mirada dura, fría y carente de toda expresión. Hubiérase dicho que no había oído la pregunta o que la hubiese olvidado inmediatamente. Etzel no pudo dejar de sentir un ligero estremecimiento.

2

ES probable que Warschauer-Waremme hubiese visto con toda claridad sus tretas y fintas, mucho más de lo que Etzel se lo imaginaba. Éste no se hacía más que una idea muy vaga del espíritu penetrante de aquel hombre y de su experiencia verdaderamente fabulosa. Él la presentía, presentía disimulada bajo aquella calma aparente la efervescencia de su alma, de la que podía temerse una erupción devastadora; presentía el indefinible horror de aquella alma desgarrada, semejante a una comarca desolada por un ciclón; la insociabilidad, el carácter insidioso y desconfiado de aquel hombre, parecido a un animal de las cavernas, perseguido y enfermo y sin embargo aún temible; pero no lo penetraba a fondo. Tampoco sospechaba en ese momento que Warschauer no creyó ni una palabra de lo que le decía cuando pretendió haber ido únicamente para entrar en posesión de las cartas. E igualmente no sospechó la indiferencia que, felizmente para él, se aliaba a ese escepticismo, indiferencia tal que Warschauer no se hubiera dignado entregarse a una averiguación —con toda seguridad molesta para Etzel a fin de conocer sus intenciones—. Warschauer veía bien que los medios puestos en práctica no estaban en relación con el fin perseguido: adularlo, en primer lugar, durante semanas enteras y utilizar toda clase de astucias en casa de la señora Bobike, tomar lecciones, ¡y prestarle mil pequeños servicios para terminar en eso! No por cierto; era risible, ridículo.

Cada vez que acordaba un pensamiento a esas cosas, dichos epítetos le volvían a la mente: risible, ridículo, y se reía con malicia.

Además, el muchacho mismo, su aspecto; su manera de expresarse, los buenos modales de los cuales no conseguía despojarse —aunque a ratos se esforzara por ser grosero y descuidado—, eso y todo lo que revelaba un ambiente cómodo: la cantidad de los calcetines, de la ropa blanca, el corte de los trajes, todo era demasiado curioso, demasiado imprudente, pensaba Warschauer, sin tomarlo muy en cuenta, como si fuese el roer de un ratoncillo.

Algunos días más tarde se le ocurrió atraer al muchacho hacia sí, tomarlo entre sus rodillas y observar su rostro con mirada atenta y penetrante; luego tomó las manos de Etzel, examinando sus dedos, uñas y palmas.

—Tiene la piel delicada, chico —terminó por decir—; desde la cuna lo han cuidado según las reglas de la higiene, ¿eh? Un jovencito distinguido, de buena familia; las articulaciones son finas, las sienes transparentes y el espíritu vivo; yo lo estimo, Mohl, lo quiero mucho.

Y con una risa repugnante, soltó a Etzel, que lo contemplaba con mirada llena de indecible consternación. De pronto se sintió pequeño, no mayor que su dedo meñique. «¡Eres un demonio!», pensaba volviendo la cara abrumado.

Warschauer le propuso ir a una confitería para tomar una taza de chocolate. Ahora ya sabía qué caso debía hacer de los trabajos de acercamiento de Etzel y manifiestamente no daba ninguna importancia a su descubrimiento; tal vez hasta encontraba placer observando qué perfeccionamiento utilizaría todavía el muchacho y hasta dónde eso lo llevaría. Él pretendía que los hombres revelan por sí mismos sus móviles y sus intenciones por poco que uno les dé tiempo para ello; se vacían sencillamente, igual que un carretel.

Se sentía en perfecta seguridad, tan inaccesible que podía permitirse un cinismo que los otros tomaban como modestia y humildad.

Cuando estuvieron sentados uno frente al otro, en un rincón algo sombrío de la confitería de la calle Rheinsberg, dijo con aquella benevolencia dulzona que daba a Etzel la impresión de uñas que le pellizcasen las orejas:

—Usted puede preguntarme lo que quiera, Mohl; le responderé con gusto. Usted sabrá así cosas más útiles que jugando al indio y olfateando mis talones. Eso no le sienta de ningún modo. Vaya, usted sabrá algo conmigo.

Etzel se ruborizó hasta la raíz de los cabellos.

—Todo lo demás no me interesa, ya ve usted —continuó Warschauer relamiendo el chocolate que le había quedado en los labios—; eso no me interesa y no me atañe. Dar vueltas alrededor del asunto, acechar y espiar, todo eso me hace el efecto de picaduras de pulgas; no lo tomo en cuenta, y si me pongo a ello, chico, ¡cuidado!, un golpe con la uña y la pulga queda aplastada.

—Yo lo aprecio mucho, jovencito Mohl. Imagínese una antorcha encendida en el borde del desierto durante una noche pesada e inmóvil y usted tendrá —admito que la imagen es rara— aproximadamente el sentido de estas palabras.

El estado de espíritu de Warschauer es tan misterioso como el de un hombre llegado, en sus relaciones con el mundo, al último estado de la disgregación.

—Eso no me interesa y no me atañe.

Toda su actitud estaba en aquellas palabras. Voluntariamente se excluía de la sociedad de los humanos.

Diríase un hombre que circula entre muros y tabiques de vidrio y que, por disgusto, por desprecio, no se digna levantar la vista para echar una ojeada a través de ellos. Podría ver todo, a derecha, a izquierda, delante y detrás; posee una mirada que atraviesa puertas y paredes, pero eso no lo atrae. Se ha despojado de toda ilusión, hasta el punto de que no levantaría el dedo meñique para mejorar su situación, bastante precaria al parecer. Las palabras que cambian los hombres —no importa a propósito de qué— tienen menos importancia a sus ojos que el zumbido de un insecto; sirven para hacer plausibles los actos que jamás se cumplen, para velar otros que se niegan desde que se confrontan con los discursos. Considera todas las palabras grandilocuentes, las panaceas tales como la religión, la patria, la humanidad, la moral, el amor al prójimo, etcétera, como otras tantas propagandas pegadas en la tienda de un charlatán, y parte de la estupidez y el interés, no ve ninguna otra fuerza moral actuante que valga la pena de ser estudiada; todo lo que se atribuye a otros defectos no es más que la manifestación de esa pareja todopoderosa. No tiene ocasión de hacer conocer sus ideas, y si se presentase, huirían de ellas como de la peste. ¿Por qué habría de contar lo que piensa? Lo mismo podría pedírsele que hiciera malabarismos en la plaza pública. No distingue a su alrededor un oyente eventual, para el caso de que sintiera la necesidad de hablar, porque se hallaba tan solo que, comparado con él, el preso 357 de Kressa lleva una vida mundana; éste puede, al fin de cuentas, conversar con sus guardianes, relacionarse con sus compañeros; pero la soledad de Warschauer, él la desea, la quiere. No obstante, existe entre sus destinos una similitud que podría llevar a un hombre de menor envergadura a calentarse la cabeza sobre la posibilidad de que existan relaciones ocultas entre ellos. Él ni piensa en eso. Hace años que no siente la tentación de mirar a su alrededor y de emprender el regreso por el camino recorrido. No porque el pasado haya desertado de su memoria. ¿Cómo podría ser posible? ¿Acaso no lo lleva en sí mismo? Pero es precisamente por tal causa por lo que resulta inútil ocuparse del mismo. Ese pasado no es para él, como para la mayor parte de la gente, un epitafio sobre una tumba roída por la intemperie; es en sus venas la ola de sangre que se vierte tumultuosamente en el estuario de la muerte.

No se detiene a preguntarse por qué «estima» al muchacho. No es sólo por su juventud; no la estima, no la busca, no la aprecia, porque la considera como un período de luchas poco alegres y de sueños presuntuosos. Porque sin duda ha ahogado en sí misma el recuerdo de su juventud y se odia cuando vuelve a verse en aquella época. Es cierto, es muy joven el «pequeño Mohl», pero con sus dieciséis o diecisiete años tiene una espontaneidad que encanta; no hay en él entusiasmo histérico, vapores agitados de la pubertad, ni romanticismo pegajoso de caracol en su concha. ¿Es el espíritu nuevo? ¿Son así ahora?, ¿muchachos llenos de dinamismo, activos y ponderados, que ven en seguida que un clavo ha caído de la pared o que falta una lata de conserva en la despensa? No es posible. Cuando más, ese ejemplar revela un tipo ya desaparecido, pero hay en él un cierto encanto que produce agitación, al estilo de un veneno sutil, y que hechiza como un perfume que marea. ¿Simpatía? No. Eso no tiene nada que ver con la simpatía; es más bien, un deseo de tenerlo. ¿Tenerlo? ¿Tener qué? ¿Tenerlo cómo? A veces experimenta un estremecimiento voluptuoso a flor de piel, como siente el cuerpo al contacto de un abrigo, un cosquilleo, una oleada de calor. Lo «risible», lo «ridículo», contribuyen a darle ese atractivo. Pero no es todo. Si se lleva más a fondo el análisis, se encuentra ternura, odio, unos celos sin objeto, y el deseo de echar un puente por encima de un abismo en el fondo del cual yace un mundo hecho pedazos. Ya que le prometió enseñarle algo, tratará de sacar dicho mundo del abismo, no para poner a la luz del día una ciudad encantada, lo que sería una imagen de ensueño, sino un mundo que es todo lo contrario. El jovencito es casi como un hijo que hubiera olvidado engendrar, nacido de un milagro protoplásmico, para surgir radiante en un desierto nauseabundo. Hay que apoderarse de él, y más adelante verá de qué modo. Quizás esa sed de saber que abrasa al muchacho, dará a Warschauer los medios, si la dirige hacia un fin cuya naturaleza prefiere no profundizar. Y hace este descubrimiento: que dos ojos que lo miran a uno bien de frente, tienen algo que hechiza. ¡Qué idea singular esa del hijo que uno no ha engendrado!

Por cierto, una idea de loco o de demonio, cuando se piensa que la sola presencia física del muchacho le producía la misma impresión equívoca que el roce de un durazno calentado por el sol.

3

LA sed de saber… Término bien débil. No hace falta saber leer en las almas para comprender que era algo muy distinto a un interés llegado del exterior, de la atracción hacia una persona en particular: «Vaya, le veremos venir», decidió y, para empezar; se mantuvo a la expectativa. Aquella noche se contentó con despedirse de Etzel, quien en seguida se mostró bastante intimidado o fingió estarlo.

Transcurrieron varios días sin que arriesgara una nueva alusión. Mientras tanto, redobló sus atenciones y pasó sus tardes y noches en la habitación de Warschauer, metido en un rincón; mientras otros alumnos daban sus lecciones, se puso a redactar un catálogo de los libros, acomodó la lencería en los cajones, cosió botones a las ropas del profesor, llevó las carillas de su manuscrito al director del museo y estudió su vocabulario y sus reglas gramaticales, haciéndose lo más pequeño posible. Un día, al atardecer, llegó con un ramo de lirios del valle que había comprado por el camino y se lo dio a Warschauer con una sonrisa provocativa. Warschauer exageró su alegría y se condujo como un verdadero tartufo.

—¡Es magnífico, chico, magnífico! —exclamó juntando las manos y con el tono cantante de un derviche—. ¡Muguet! ¡Qué lujo en mi humilde alojamiento! ¡Qué atención delicada! En esto se reconoce muy bien su educación esmerada y sus disposiciones estéticas. El hijo de Paalzow no hubiese tenido semejante idea. ¡Es encantador! Desgraciadamente, no tenemos florero que sea digno de estas lindas flores, y debemos contentarnos con un vaso. Pero el donante ennoblece al recipiente…

Y continuó buen rato en el mismo tono; Etzel, nervioso, hubiera deseado golpearlo. De pronto, Warschauer notó que su traje estaba chorreando. Había salido sin paraguas y su abrigo y la gorra estaban empapados, al mismo tiempo que las medias se le pegaban a las piernas. Al ver esto, Warschauer se deshizo en demostraciones ruidosas; comenzó a lamentarse como si se tratara de alguien gravemente herido. Insistió para que Etzel se quitara los zapatos y los calcetines, colgó el abrigo y el saco a secar, fue a buscar una frazada de lana al dormitorio y lo envolvió, obligándolo a tenderse en el canapé, a lo que Etzel se resignó sólo después de haberse negado varias veces de mal humor, y en seguida se puso a prepararle té para que se calentase. Estaba consternado, se desolaba, afanándose alrededor de Etzel y repitiendo su «tz, tz, tz,» al frotarse las manos, pero se veía tan a las claras que no era sino pura comedia, que a la larga Etzel no aguantó más y gritó muy pálido:

—¡Pero termine de una vez! ¡Usted hace todo esto sólo para provocarme y porque no quiere que hablemos de cosas serias. Pero yo no aguanto más… y me voy!

Y saltó del canapé. En ese momento Warschauer alargaba el brazo para tomar el tarro del té de la mesa. Se volvió lentamente.

—¿De qué cosas serias, mi querido amiguito? —preguntó con voz melosa, simulando sorpresa.

—Vamos, ya se lo he preguntado —replicó Etzel con impaciencia—. Usted no me contestó.

—¿Qué? ¿De qué se trata? —interrogó Warschauer fingiendo siempre ignorar de qué se trataba.

—Le he preguntado si creía que él fuera culpable… Maurizius.

Warschauer se hizo el asombrado. Con el tarro de té en una mano y la tapa en la otra, se aproximó al canapé con paso de autómata.

—Ya que está tan al corriente de los hechos, muchacho, usted debería saber que lo afirmé bajo juramento.

Su voz ya no era untuosa sino hiriente.

—Sí, es verdad —repuso Etzel fijando en los anteojos negros una mirada devoradora—, pero uno puede equivocarse. ¿No habría ninguna, pero absolutamente ninguna posibilidad de que usted se haya equivocado?

—¡Mil diablos! —juró Warschauer entre dientes. El «absolutamente ninguna» aquel le había arrancado el juramento—. Un error de esa clase, jovencito Mohl, no hubiera podido basarse sino sobre un hecho —dijo colocando sin ruido el tarro sobre la mesa.

—Ciertamente —admitió Etzel—, por ejemplo, pudo disparar y no dar en el blanco.

Warschauer tuvo una, sonrisa burlona.

—Hombre, hombre, tirar y no… Es curioso. Es una teoría interesante.

Los ojos de Etzel relampaguearon de cólera.

—Le diré que sus sarcasmos no me asustan. Usted hace como quien se niega a un combate leal, se pone a salvo y saca la lengua. ¿No le da vergüenza?

I understand —dijo tranquilamente Warschauer, fijando sobre el muchacho enojado una mirada atenta—. Voy a hablarle francamente, Mohl —agregó en seguida—; aunque yo me hubiera equivocado, no es preciso que fuese un error.

—¿Qué quiere decir eso? Explíquemelo, se lo ruego…

Warschauer recorrió dos veces la habitación, con las manos a la espalda, haciendo saltar los faldones de su traje.

—Para explicar eso, Mohl… naturalmente, no era sino una figura retórica. No se trata de un error.

De nuevo quedó junto al canapé.

—¿Cómo se siente? ¿Tiene mucho calor? Con tal de que no le venga fiebre…

—Para explicar eso —repetía Etzel con testarudez de niño al que se le niega la continuación de un cuento comenzado.

—¡Qué impaciencia! Refrene sus instintos fogosos, amiguito —replicó irónicamente Warschauer con voz cavernosa y reanudando su paseo muy erguido, lo que lo hacía parecer un gallo que se levanta sobre sus espolones, mientras agitaba el aire con los faldones.

—Usted pretende hablar francamente y en seguida lo que dice no es sino una figura retórica —gritó Etzel encolerizado—; vaya uno a ver claro así.

Warschauer suspiró.

—Mi querido, mi buen Mohl, todo eso es tan lejano… toda esa trágica farsa está tan lejos… que ha desaparecido totalmente del horizonte… no son más que sombras, fantasmas… lo mejor es sepultar eso en el silencio.

Dio vuelta alrededor de la mesa, tomó el tarro del té y lo tapó, dándole con la palma de la mano un golpe seco, con el que terminaba categóricamente la conversación.

—El miserable está bien dispuesto —pensaba Etzel con desesperación—. ¿Qué hacer ahora?

Aparentemente quedó tranquilo, sintiendo que no debía insistir ese día; pero todo su ser se rebelaba contra aquellas reticencias, aquellas declaraciones que no avanzaban sino paso a paso, a tumbos, como si él se encontrara metido en un pantano y el otro, desde la orilla, se alejase cada vez más, pretendiendo ir en su ayuda. También notaba que no llegaría a nada con el método empleado hasta entonces y que era menester hallar otro. «Por el precio de éste, Trimegisto irradia sencillez y cordialidad», se dijo, resumiendo así toda su irritación, y de pronto vio a su padre sentado de lado, las piernas cruzadas, como una masa impasible. Era aquello un tímido recuerdo que tomó forma y en seguida se evaporó. ¡No tenía tiempo para pensar en otra cosa, en su mente no había lugar para otro pensamiento! ¿Qué hacer ahora? Mientras reflexionaba y torturaba su espíritu, su instinto ya le había indicado el buen camino. ¿Su instinto o su curiosidad? A medida que la persona de Warschauer se le hacía más enigmática, más impenetrable, aquel hombre le preocupaba más, no podía dejar de observarlo, de espiarlo sin cesar, y experimentaba unos deseos locos de penetrar en su vida secreta, allí donde Jorge Warschauer dejaba el lugar a Gregorio Waremme, porque la verdad es que no sabía nada de Waremme. Waremme estaba envuelto en la bruma. Waremme era el maestro que se disimulaba y Warschauer el comparsa insignificante que recibía las órdenes.

Eran dos personajes netamente diferentes; bastante más distintos el uno del otro que E. Andergast y E. Mohl, por ejemplo. De estos dos, Mohl era el más importante, aunque llegara último. Jamás E. Andergast hubiera podido encontrar a Warschauer; ésa había sido la tarea de E. Mohl e igualmente era Mohl quien ahora debía forzar a Waremme en sus reductos. «¡Pobre Mohl! —pensaba irónicamente Etzel—, ¡pobre Mohl! Solo contra dos, contra Warschauer y contra Waremme». Con argucias espantaba a menudo sus accesos de desesperación. En cuanto a Warschauer, aceptaba amablemente, con un disimulo acompañado de ingenua impaciencia, el interés que le demostraba, y sólo esperaba la ocasión para responder; creo que ya he dicho que estaba dispuesto a ello con tal de que Waremme no tuviera nada que ver en este asunto. Sucedió dos días después de la última conversación que Etzel, hojeando en una pila de viejos folletos polvorientos, encontró uno debajo de todos, que tenía trazado con una escritura atrevida y evidentemente joven, el nombre de Jorge Warschauer con el mes y el año: abril de 1896. Warschauer, que casualmente lo miraba, se sorprendió del aire estupefacto del muchacho; se aproximó, echó una mirada al nombre y dijo:

—Es exacto, es mi nombre, así me llamo en realidad. Ése es mi apellido.

Los ojos de Etzel se dilataron de asombro.

«Es gracioso —se decía con la impresión de haber sido engañado—; así que creer que Warschauer es un resto de Waremme, es pura ilusión; antes de Waremme había habido ya un Warschauer. Waremme no es más que un intermedio».

Y murmuró el nombre muy bajito. Warschauer afirmó con un movimiento de cabeza.

—Sí —confirmó—, Jorge Warschauer, nacido de padres judíos en Thorn, si usted desea saberlo, mi amiguito. ¡Ah!, habría muchas cosas que contar sobre esto.

Por el momento no parecía que tuviese ganas de hablar, ya porque el lugar le molestase o porque fuese una hora demasiado temprana; pero Etzel tuvo la impresión de que estaba bastante próximo a hablar y que para eso sólo tenía necesidad de dejar que su alma perdiera tensión.

—Vamos a dar un paseo, muchacho —dijo—; el tiempo es hermoso, vamos a ver un poco qué pasa afuera.

—Con mucho gusto —respondió Mohl—, pero ya verá usted cómo no daremos el paseo y terminaremos por meternos en una confitería.

Warschauer dejó oír una risita insegura.

—¿Por qué no? Conozco una menos aburrida que la de la calle Rheinsberg, y no está lejos, cerca del círculo de Zehdenick; a las cinco… ¿hoy es sábado, no?, toca la orquesta de jazz.

Etzel se dejó convencer, aunque no estaba de humor para oír jazz; pero, conociendo la debilidad de Warschauer por ese género musical, no quiso contrariarlo y lo acompañó. Pasaron una hora y media entre aquel barullo, junto a las burguesitas, muchachas del barrio, empleadillos, corredores de comercio y bailarines profesionales vestidos con una elegancia de mal gusto, con la cara pintada y terriblemente ajada. Warschauer estaba muy alegre; el movimiento de las parejas que giraban, se deslizaban y ondulaban, frotándose los rostros sonrosados en medio de aquella niebla de humo, pero sobre todo los estallidos, chillidos y estridencias de los instrumentos, lo sumían en transportes de alegría. En un momento dado, tomó a Etzel de la muñeca y le declaró:

—¡Caramba, un saxofón como ése no tiene precio! Vale tanto como una historia de la civilización en tres volúmenes. Mire al hombre de los platillos, Mohl, ¡pero mírelo! ¿No tiene el aspecto de un verdadero Torquemada, cruel, sombrío y fanático? ¡Qué tipo estupendo! En su infancia seguramente arrancaba las patas a los escarabajos y prendía fuego a la cola de los gatos.

—Es muy posible, pero no veo qué es lo que le entusiasma a usted —respondió fríamente Etzel. Warschauer le dio unos golpecitos en las manos mientras decía:

—Es desde el punto de vista biológico, como sujeto de estudio —afirmó levantando las cejas—. ¿Conoce a aquella joven, allá? —preguntó cambiando de tema y señalando con la barbilla a una muchacha flaca y vulgar que se había levantado de una mesa cercana y miraba fijamente a Etzel. Era Melitta Schneevogt.

La muchacha levantó un dedo en un gesto de advertencia, como diciendo: «¡Ah, ah! ¡Te pesqué, pequeño hipócrita!». Etzel le hizo un saludo amistoso y notó que se había hecho cortar los cabellos; la última vez que la había visto llevaba el pelo largo. «Algo le pasa; habría que tener ojo con ella», pensó un instante y luego la olvidó.

El cielo palidecía cuando abandonaron la sala; del lado de la plaza de Sennefeld venía el rumor de un incendio y percibieron las llamas cobrizas que surgían entre las filas de casas. Algunas personas echaron a correr y la policía montada pasó a galope. Ardía una fábrica de muebles. Durante un rato anduvieron por las calles vecinas, oyendo en medio de las señales de los bomberos las detonaciones y crepitaciones del incendio; el tumulto se hacía peligroso; cerca de la calle Schroeder encontraron una plazoleta casi desierta. Tomaron asiento en un banco; haces de chispas purpureas brillaban a través de las copas de los tilos; pasó un perro con paso furtivo, se detuvo delante de ellos, olfateó en busca de algo y desapareció.

—Bueno —dijo Warschauer—, le voy a explicar lo que hay con ese nombre.

4

—¡AH, sí, es cierto! —exclamó Etzel como si durante todo aquel tiempo no hubiera pensado más en el asunto. Se sentó de costado, cerca de Warschauer para oír mejor y también, como estaba oscuro, para ver mejor.

—El nombre no tiene gran importancia —siguió diciendo Warschauer—, no es más que una llave que abre, es verdad, puertas especiales. ¿Usted ha tratado a judíos, Mohl?

—¡Ya lo creo! Hay una cantidad de judíos entre nosotros.

—¿Tuvo usted a judíos como camaradas?

—¡Sí!

—¿Se llevaba bien con ellos?

—Muy bien.

—¿Entonces, usted no tiene contra ellos una hostilidad de principios?

Etzel sacudió la cabeza. Él conocía esa hostilidad, pero jamás la había compartido.

—¿Sus padres no le pusieron en guardia contra ellos, o le prohibieron que los frecuentase?

—N… no.

—Usted vacila. Sí, ¿verdad?

—Alguna vez. Pero yo no hacía caso. Cuando eran buenos muchachos, no hacía caso.

—Bueno, era lo que deseaba saber.

Quedó en silencio algunos instantes, haciendo pozos en la arena con el extremo de su bastón, y prosiguió:

—¿Puede usted imaginar que uno trate de engañarse a sí mismo sobre su nacimiento? Es una cosa muy compleja. No querer ser lo que se es, renegar de la cepa de donde se salió, viene a ser igual que llevar la propia piel como un traje prestado. Mis padres eran judíos; pertenecían a la segunda generación que disfrutaba de derechos civiles. Mi padre todavía no había comprendido del todo que aquel estado de igualdad aparente no era en el fondo sino una tolerancia. Las personas como mi padre, un hombre excelente por otra parte, no tenían desde el punto de vista religioso y social lazos por ningún lado. Habían perdido su antigua creencia y se negaban por razones buenas y malas a adoptar una nueva, quiero decir, la fe cristiana. Un judío quiere ser judío. ¿Qué es lo que eso significa, ser judío? Nadie puede dar sobre ese punto una explicación satisfactoria. Mi padre estaba orgulloso de la emancipación; bueno, un famoso invento que quitó al oprimido todo pretexto de queja. La sociedad lo rechaza, el Estado lo rechaza, el ghetto material se ha transformado en un ghetto moral e intelectual; pero él se pavonea y habla de su emancipación. ¿Ha reflexionado usted alguna vez en esto, jovencito Mohl, o bien, por casualidad, ha encontrado a alguien que se le haya ocurrido pensar en ciertas… en fin, disonancias, digamos? ¿No? Comprendo, usted tenía otras cosas que hacer; pero, de todos modos, tal vez oyó hablar de lo que sucede actualmente en este país. No hago alusión al deseo que tendrían de recuperar esos miserables derechos civiles que nos han dado como se arroja un hueso al perro; ¿por qué no lo hacen? Por lo menos, sería obrar honradamente y valdría más que… permítame un ejemplo, que destrozar los monumentos funerarios de los cementerios israelitas, ¿no le parece? ¿Qué dice usted de esto, mi querido Mohl? Romper las lápidas de las tumbas, ¡eh! Profanar cementerios. Algo nuevo para la historia, ¿eh? Dernier cri. Yo estimo que al lado de eso los envenenamientos de las fuentes y las muertes rituales eran ciertamente actos criminales e insensatos, pero si se juzga desde cierta altura, se excusaban por la pasión y el error. ¿Qué me dice? Usted se calla, jovencito Mohl, y yo respeto su silencio. Mire, esa profanación de tumbas es simbólica, es infernal, única en la historia. ¿Se ha fijado alguna vez en las últimas chispas que se apagan en una hoja de papel, antes de que se ponga negra del todo? Esto es igual. Las últimas chispas de dignidad, de respeto por sí mismo, de escrúpulo, de humanidad, y otras cosas hermosas con que nos llenan la cabeza, se apagan y todo se vuelve negro. Pero me pierdo. Es verdad que yo mismo he dicho en principio que apartarse de un tema es agotarlo. No me entretendré más con mis recuerdos de familia. Paciencia, que ya llego al grano, vale decir, a mí mismo. No obstante, un axioma más, mi querido Mohl; un axioma que vale por todos: en cada vida llega un momento en el que se puede escoger entre dos tendencias diametralmente opuestas en su naturaleza, un momento durante el cual Shakespeare hubiera podido ser lo mismo un bandido genial como Robin Hood, que un autor dramático; y Lenin, el jefe de la policía secreta del zar, como el destructor del régimen. Yo hubiera podido ser, bajo un impulso que por razones insondables no se produjo, un jefe de los judíos, un Lutero del judaísmo. Mientras que… y ¡sí!, es precisamente de eso que hablo. Nuestros actos son funciones de una dualidad profunda, innata en nosotros como la distinción instintiva que hacemos entre la derecha y la izquierda. No haga caso, Mohl, cuando le digan que un hombre en circunstancias dadas no hubiera podido obrar sino como lo hizo; eso es falso. El asunto es saber hasta dónde habría que remontarse para encontrar el punto en que su libre albedrío estaba aún incólume. Si usted lo desea, puedo citarle experiencias personales… ¿No lo aburro, verdad? ¿Cierto que no? Bueno. Lo que desde mi infancia me hacía sufrir intolerablemente era la cobardía moral de mis correligionarios. Aceptaban su existencia de parias y se consolaban con el sentimiento místico y alambicado de ser un pueblo escogido. O bien representaban el papel de grandes señores en el rincón donde se habían dignado encerrarlos, o mejor dicho, imitaban los modales de los grandes señores, sus amos. Yo los odiaba a todos por su modo de ser. Odiaba su idioma, su mentalidad viva, su manera de pensar, su mercantilismo, su melancolía atávica, su presunción y su manía de vestir ridículamente. Por la noche, mordía mi almohada de rabia al recordar un insulto, una humillación, ya hubiese sido yo mismo, mi padre o cualquier otro judío la víctima. En clase, temblaba de vergüenza y todo mi ser se rebelaba cuando se pronunciaba aunque fuese de paso la palabra judío, simplemente para señalar un hecho; ¿comprende usted esto? En el modo de decirlo, se sentían todos los prejuicios, el odio inveterado al cual los siglos no quitaron nada de su hiel ni de su ferocidad. Yo sabía cuál era la verdad (con la punta del bastón pinchó enérgicamente el suelo). Desde la edad de nueve años sabía bien qué pensar de todo eso; a los quince años había estudiado el asunto a fondo y era capaz de sostener cualquier discusión al respecto. Pero con discusiones no se cambian jamás los hechos, ni siquiera los más condenables, en nuestro mundo al menos; y de todos los hechos, había uno que me era absolutamente intolerable; pensar que yo me vería excluido de un dominio cualquiera de la vida y la actividad humanas. ¡Cómo! Con mi capacidad, mi inteligencia, el ardor que yo sentía en mí, ¿jamás podría, fuesen cuales fueren las circunstancias, pongamos por caso, lograr una cartera ministerial? ¿Jamás, fuesen cuales fueren las circunstancias, llegar a ser presidente de una academia científica? Yo tenía, querido, miras bien elevadas (dejó oír una risita sardónica); eran pretensiones locas y mi ambición no podía ni soñar siquiera con contentarse con una cátedra universitaria. Cualesquiera que fuesen las circunstancias, jamás podría crearme una situación como la que un espíritu medio encuentra muy natural pretender, a condición de no estar marcado por el signo de Caín. Este pensamiento me ponía rabioso. Tenía la libertad de entregarme a mis estudios, de enseñar como yo lo entendiese, de producir obras, cosas que nadie me impediría; y finalmente no me negarían su aprobación, ni hasta su admiración si los trabajos lo merecían, pero… en el fondo de su alma, no tendrían confianza en mí, nos rechazarían a mí y a mi obra, sin darme más que cosas externas, y negándome los honores, de los que se muestran tan pródigos entre ellos. (Se quitó el sombrero blando y volvió a ponérselo en seguida). Pero todo eso son los razonamientos. Lo que es imposible de explicar, es lo esencial, el sentimiento de que me negaban todo eso. ¿Y qué es lo que me negaban? Sencillamente, ocupar mi lugar al lado de los otros, el derecho de existir. Porque la existencia no era posible para mí, entonces al menos, si el mundo no era mío, el mundo en toda su plenitud, sin restringirle ni cercenarle nada, y la vida intelectual y todo el imperio que ella ilumina. Así cae por sí misma la objeción que sin duda se presenta en este momento a su mente: que una sola de aquella razones hubiera bastado para hacerme solidario de mis correligionarios y para encontrar una nueva fuerza en la necesidad de utilizar esas mismas resistencias. Pero ya se lo dije: no los quería, y no queriéndolos, me sentía liberado de toda solidaridad No podían suplir lo que me faltaba. Separándome de ellos no era un renegado, porque obedecía a una necesidad interior. Decir que yo no los quería, es decir apenas la mitad de la verdad; la verdad entera es que mi corazón estaba con los otros. El hecho no es raro; aquel a quien se rechaza, da su alma al que lo echa lejos de sí. Es la característica del judío: hace su Tierra Prometida de lo que se le niega y su bien más precioso de lo que no posee. Es siempre la historia del Paraíso Perdido. Eso también es muy judío: es la historia del pecado original. Yo sentía odio por un lado, pero sentía amor por otro. Amaba su lengua… ¡su lengua!… su lengua que era la mía; como mis ojos son míos; amaba su historia, sus héroes, sus cantos; sus provincias, sus ciudades. Los amaba con un amor más profundo que el suyo y los comprendía mejor que ellos. Esto no es una fanfarronada, hijo mío, sino una fatalidad. ¡Además, lo he probado! Pero volvamos atrás. Para comenzar, forjé una leyenda.

»A la muerte de mi madre, buena mujer que permaneció fiel a las costumbres judías, hice de ella una cristiana, hija de un militar retirado. Y me lo metí tan bien en la cabeza, que aquello fue para mí una realidad acompañada, como en una novela rusa, por los detalles más convincentes. Pero eso no hacía de mí más que un mestizo y yo quería ser cristiano de pura sangre. Imaginando un adulterio con un rico propietario de Silesia, aparté deliberadamente de mi nacimiento al padre israelita que, entretanto, había a su vez abandonado este bajo mundo. No había nada de audaz en eso. La naturaleza me había favorecido: yo era rubio, de un rubio germánico bien franco (volvió a dejar oír otra vez su risita desagradable); el corte de mi cara, que no tiene nada de oriental; usted no puede negarlo, recordaba desde mi infancia al tipo de nuestros campesinos. Y además, la voluntad modela los rasgos. En el primer año del liceo, ya llevaba el nombre de Waremme. Por adopción, mi padre adoptivo era un escritor católico, que se ocupaba de propaganda y redactaba pequeños tratados religiosos; estaba loco conmigo, me tenía por un genio. Después de todo, tal vez no estaba equivocado; quizás entonces lo era. En todo caso, yo me arreglaba para hacérselo creer a las gentes. No suponga que fuese habilidad de mi parte; yo tenía al mundo en la mano y lo modelaba a mi gusto como a la cera blanda. Jamás solicité el favor de la gente, pero hasta cierto momento de mi vida, hice absolutamente lo que quise con quienes se encontraron en mi camino; aprendí a subyugar a los hombres, voluptuosidad sin igual, arte que exige práctica. El cambio del nombre en cuestión se efectuó bajo los auspicios de un canónigo y con la ayuda de un abogado astuto. No hay para qué decir que eso fue acompañado del bautismo y de una conversión al cristianismo. El camino estaba libre ante mí. ¿Decía usted algo, Mohl? Creí que había dicho algo. Sí, estaba libre. Manos invisibles lo allanaron. Mis años de estudio en las universidades de Breslau, Viena y Friburgo, siempre de oriente a occidente, fueron una serie de triunfos. Sí, de este a oeste, cada vez más lejos, de los bajos fondos a las cimas, y luego de nuevo hacia el fondo, hasta las últimas profundidades; del este al oeste, como el sol. Pero ya me aparto otra vez de mi tema. Vivía libre de preocupaciones; es verdad que mi padre no me había dejado nada, por decir así, pero los subsidios afluían de todas partes, brillantes recomendaciones me abrían todas las puertas, era admitido en los círculos más cerrados, hablaba con personajes importantes como con parientes cercanos, y al mismo tiempo no me dormía, Mohl. ¡Oh, no! ¿Acaso la herencia de mi raza no es una actividad devoradora? No sabía cómo emplear las fuerzas que sentía dentro de mí, fuerzas venidas de fuentes subterráneas, del tesoro inagotado, reunido por generaciones enteras; yo me sentía llamado a grandes cosas.

»Mi vida no me disgustaba del todo. El poeta Waremme se inflamaba al contacto del filósofo Waremme, el buscador de tesoros espirituales al del poeta, el mediador entre los hombres abrazaba a su vez a Waremme el conductor de hombres y éste al político, apareciendo entonces el fin: la política renovadora y creadora, para la cual yo me sentía destinado.

»La idea de una Europa metamorfoseada, de una unidad continental bajo la hegemonía de Alemania, una hegemonía grecorromana, me entusiasmaba. ¡Ah! ¡Qué sueños! ¡Qué sueños locos! Naturalmente, yo no quería atarme a ningún empleo, rechazaba los ofrecimientos más tentadores, todo me parecía despreciable y temía que mi estrella se apagase si me servía de ella como de una lámpara. Después, en medio de aquel hermoso ascenso, sobrevino la caída; en un impulso de Prometeo, una caída espantosa. Pero la catástrofe era de una lógica extraña, de una lógica desconcertante; me había negado a preverla, creí poder desafiarla, yo… pero, diablo, Mohl, usted me deja charlar y me mira como un hambriento mira un trozo de pan… Creo que es bastante tarde… ¡Vamos, andando!

5

NO era muy tarde: las diez. Recorrieron el camino en silencio. Al llegar a la calle de Usedom, Warschauer quiso despedirse del joven, pero Etzel le rogó que lo dejase subir; no estaba cansado, decía, estaba tan poco cansado que le tenía miedo a la cama. Warschauer se echó a reír y su risa parecía un cloqueo que le salía del estómago.

—Mal calculado, mi querido Mohl —gruñó—; hoy no habrá más historias; Warschauer ha cerrado él negocio.

Metió la llave en la cerradura. Etzel tenía la impresión de que no debía soltar su presa y que si lo hacía todo estaría perdido porque al otro día Warschauer, un poco descongelado en ese momento, estaría nuevamente firme y hermético. Pensaba con espanto en su escaso peculio, que, a pesar de una economía escrupulosa, disminuía y se derretía diariamente. ¿Qué hacer cuando se agotase? No podía instalarse en casa de Warschauer, que tampoco poseía nada, y además, eso hubiera sido entregarse atado de pies y manos; el tiempo apremiaba; el viejo de Hanau mostraba el rostro desencajado de aquellos que ya han sido marcados por la muerte; para el otro en la prisión, pasan las semanas; Trimegisto, sentado de costado, con las piernas cruzadas, se preocupa muy poco de la justicia pura; por alguna parte de este mundo, su madre le buscaba; ¿cómo continuar soportando todo eso? Imposible. Le costaba mucho conservar su calma, y, sin embargo, importaba, era preciso que no dejara traslucir nada, que conservase la sangre fría y las ideas claras. Ahora veía adónde lo arrastraba aquel hombre, aquel Warschauer-Waremme; se sentía aspirado por un mundo donde los valores estaban falseados, por las tinieblas sin límite de un alma poderosa. Se había formado de su tarea una idea muy diferente; la había concebido más simple, complicada sí, pero a la manera de un problema aritmético a resolver, de un nudo a desatar a fuerza de paciencia y astucia; no esperaba ver que se volcaba sobre su propio corazón toda aquella existencia cargada de tantos problemas, ni encontrarse con aquel carácter misterioso, sombrío e incomprensible, del cual por lo pronto había que descifrar todo, comenzando de nuevo cada día con su experiencia casi nula y un renunciamiento completo de sí mismo. (Porque nada en Waremme le inspira confianza, nada le es simpático, nada lo conmueve ni atrae; Etzel hubiera querido verlo encadenado ante él y obligarlo a confesar con un hierro al rojo en la mano: sí o no; nada más: sí o no). ¡Ay! Verse obligado a arrancarle todo brizna por brizna y a reconstituir el todo trozo por trozo, sin saber si se obtendrá resultado: el sí o el no esperado.

Pasando cada cinco minutos del escalofrío al ardor de la fiebre, tirita y arde sucesivamente; pero se decía que si se dejaba llevar no sería más que un vil o un imbécil. Había que resistir.

Subió. Warschauer le había acordado media hora, no contando con la tenacidad y la fineza astuta de su compañero, y aún menos con su propia necesidad de contar que, una vez despertada, cede al automatismo de la palabra; en fin, digamos por anticipado que cuando Etzel salió de la casa eran las tres de la mañana. Al encontrarse de nuevo en la calle, hacia el lado del campo de maniobras, el cielo ya clareaba; el muchacho se sintió incapaz de dar un paso y se tendió a lo largo sobre el umbral de una taberna que acaba de cerrar; apoyó la palma de las manos sobre el pecho, cerrando los ojos, y respiró profundamente. Un temblor continuo lo sacudía. Decimos esto, repetimos, por anticipado.

Cuando llegaron a lo alto de la escalera, había ruido en el estrecho corredor. De la casa de los Paalzow salían voces desagradables, de personas que pelean; Paalzow, hijo, reclamaba dinero a su madre con tono insolente y un chico lloraba de modo lamentable. La habitación de Warschauer olía a grasa rancia. El profesor no encontró en seguida los fósforos y comenzó a maldecir entre dientes; por fin encendió el gas. Ante todo, vieron un regimiento de grandes cucarachas negras y asquerosas que salían por debajo de la puerta de la alcoba y hormigueaban alrededor de los estantes con provisiones.

—¡Oh!, bueno, está lindo —dijo Etzel, que se quedó un instante pensativo. Luego empapó un trapo con alcohol, lo arrojó sobre los bichos en lo más espeso del montón, y cuando varios cientos de cucarachas quedaron aturdidas, las sacó tranquilamente de un escobazo frente a la puerta.

—¿Café? —preguntó.

Warschauer dijo que sí con la cabeza y el pequeño calentador funcionó una vez más aquel día. Warschauer se paseaba con su paso de tambor, la cintura arqueada, las manos debajo de los faldones del saco y la frente curiosamente sombría. En el tercer piso, un gramófono con voz nasal tocaba una canción callejera; Etzel se puso a repetir la letra:

Noche de China.

Noche de amor…

Noche divina.

—Por favor, Mohl, se lo ruego, no siga con eso —dijo Warschauer con tono doctoral, deteniéndose y lanzándole una mirada de cólera.

—Está bien —respondió Etzel—, terminaré de cantarla en otra ocasión, pero un servicio vale por otro, como se dice; dígame, profesor… no, no me callaré… Lo mismo me da que usted ponga esos ojos furiosos; es preciso, tanto peor, no hubiera usted empezado; todo lo que quiera, pero ahora usted seguirá. ¡Vaya!, usted sirvió la salsa y no había asado… Escúcheme: tengo un enorme interés por eso, se trata de… ¡Dios mío!, créame o no, pero no me deje desesperar así… es horrible de parte suya, sépalo bien, es horrible…

Con los puños apretados y los ojos chispeantes se había plantado delante de Warschauer como si quisiera pegarle.

—Tz, tz, tz —hizo irónicamente Warschauer—, vea qué lindo desorden, ese Leonardo Maurizius, ese cero, ha hecho en su cabeza, habitualmente tan bien equilibrada. Vamos, ¿qué desea saber? ¿En qué puedo serle útil? No pregunte demasiado a la vez, joven. Una vez que me haya puesto en tren, soy capaz de servirle algo que le hará pasar las ganas de reír. I had a good time with you, my boy, you have a bad time with me. Muchachito bueno, pobre inocente que chapotea con imprudencia en el agua tibia y hace cosquillas al tiburón en el vientre. Venga aquí, Mohl, para hacerle un cariño, venga en seguida…

El Golem… era su voz de Golem… lúbrica y somnolienta.

—No —murmuró Etzel, refugiándose detrás de una pila de libros.

—Miedoso —dijo Warschauer, burlándose—; ¿no comprende que tiene delante a un hombre formado por una aleación compleja? Que la aleación fuese sólo una nada más grosera… ¡y pobre de usted!; le prevengo que la proporción de metal fino que queda escapa a su apreciación, gracias a Dios, porque si fuera capaz de aquilatarla, sería porque ya usted estaba podrido. Lo pongo en guardia contra aquellos que elevan piadosamente los ojos al cielo, contra esos falsos devotos griegos, esos sacerdotes del nuevo rito, esos discípulos de una doctrina esotérica, esos iluminados que durante sus misas negras adoran al dios hermafrodita. Esa gente no dejará de perseguirlo; ese culto ha hecho millares de adeptos, por la sencilla razón de que quieren acoplar a Marte con Eros y revigorizarlo con una alianza secreta después de su cruel derrota… Se da libre curso a los instintos desviados. ¿No me comprende? Tanto mejor. En todo caso, nada tiene que temer de mí. Sobre ese punto, el puente echado entre nosotros no tiene más resistencia que un arco iris. ¿Todavía no entiende? ¡Ah, ah!, ahora comienza a ver claro, ¡aleluya!

Se aproximó de pronto a Etzel, le tomó la cabeza entre las manos, clavó la mirada en sus ojos y lo besó en la frente. Etzel no se movió. El instinto de ogro de Warschauer parecía atemperado por una especie de dignidad intelectual. Sin embargo, le corrió por la espalda un escalofrío.

—¿Y?… —dijo con obstinación. Warschauer rió burlonamente:

—He aquí lo que yo llamo aprovechar la situación —dijo maliciosamente—, no tiene más que una idea en la cabeza…

—¿Entonces? —insistió Etzel con energía y como un niño testarudo.

—¡Y bueno!, sí, era preciso que de nuestro encuentro saliéramos rotos los dos, él y yo.

Comenzó a medir el cuarto a grandes zancadas, pensativo, con la mano izquierda debajo de la nuca y balanceando el brazo derecho como un soldado. El vaso de agua temblaba sobre la mesa.

—En el fondo es realmente raro, tan gordo y taciturno —se decía Etzel, con todos sus sentidos exacerbados por el deseo de no perder detalle. Primero sólo fueron observaciones deshilvanadas, de las cuales más de una caía en el lugar común, como por ejemplo cuando dijo que en Maurizius había encontrado el alma diametralmente opuesta a la suya; pero las precisiones que facilitó arrojaron en seguida una viva luz sobre sus relaciones. En el comienzo había sido realmente un choque, pero la fuerza de propulsión emanaba principalmente de uno de ellos: el otro no fue más que arrancado de su pasividad, no pudiendo hacer más que participar del movimiento:

—Yo no tenía dónde elegir; era menester que lo tomase a remolque, que lo dominase y lo redujese a la impotencia.

—¿Y eso por qué? —interrogó Etzel—. ¿No acaba de decir que era un cero?

Warschauer, sin interrumpir su paseo, levantó al aire el brazo derecho:

—Sin duda, pero un cero representativo, un cero en un lugar donde servía para formar una cifra enorme. La vida pública entera está hecha de ceros semejantes. De todos modos, era un cero cuyos partidarios no eran desdeñables, un cero brillante, notablemente dotado y que el día menos pensado se elevaría con toda seguridad como un globo inflado con hidrógeno; pero eso no fue lo que decidió, lo que hizo inclinar la balanza… Fíjese bien. Era Waremme quien estaba allí, Gregorio Waremme: metamorfosis. Etapa por etapa, yo había vencido las resistencias, logrando hacerme un lugar en el mundo y acordando mis sentimientos a su diapasón; yo había realizado un trabajo con los hombres que necesitaba (entre paréntesis, era sólo por hacerles creer en mí y para convencerlos de mi valer), un trabajo tal, decía, que diez años después aún tenía resentidos todos los miembros. Yo me he permitido decir que el célebre actor Salvini —tal vez usted oyó hablar de él— sufría un colapso cada vez que acababa de representar un gran papel; un amigo mío, traspunte de teatro, lo vio una vez caer desvanecido entre bastidores después del quinto acto de «Otelo», y, durante una hora y media, un médico le prodigó sus cuidados para hacerlo revivir. Evidentemente, hay actores y actores. Hay algunos que en escena tienen una muerte desgarradora y que una vez caído el telón, dicen palabrotas. Otra vez mira usted asombrado, jovencito Mohl; se diría que está comparación con un actor lo desconcierta; pero es que yo era literalmente un actor. Me veía obligado a representar un papel y si no lo hubiera representado con un arte perfecto, dándome por entero a él, no me hubiese quedado otra cosa por cierto que preparar mis valijas. Que esta palabra actor no le choque; no la tome en su sentido vulgar, no olvide que hace cien años que Goethe escribió Wilhelm Meister y La muerte de Miedling, y más de un siglo y medio que aparecieron las Cartas de Lichtenberg sobre Garrick. Después el actor ha caído hasta la categoría de empleado de empresas comerciales y su persona ha llegado a ser uno de esos ideales de pacotilla del pequeño burgués; y, dicho sea de paso, recuerdo haber pasado una noche entera discutiendo eso con Maurizius. Él no me comprendía; sobre ese punto era de una exasperante estupidez. Claro está que yo era un actor; es claro. Y él no lo era, ¡oh!, de ningún modo. Serlo fue mi perdición y la perdición suya fue no serlo…

—¿Cómo es eso? —preguntó Etzel, jadeante de curiosidad—. Pero ante todo explíqueme en qué era usted un actor.

Insensiblemente se puso a caminar detrás de Warschauer, que se paseaba siempre muy erguido, y aquello resultaba tan cómico al verlo como las tan conocidas caricaturas de Eisele y Beisele[4].

—Todo lo grande que se realiza, ya sea con el alma o con el espíritu, deriva del arte de transmutarse llevado a lo sublime —enunció Warschauer en tono doctoral—. No pierda usted de vista que me hacía falta poseer un mundo de conocimientos, las disciplinas más variadas, la filosofía, la teología, la economía política, idiomas, derecho, historia, y cada una a fondo, únicamente por sí misma; porque desde el comienzo yo estaba resuelto a no servirme de ninguna de ellas como de vaca lechera o máquina para producir títulos y empleos, por razones debidamente pesadas, como ya se lo he dado a entender, ya que mi ambición apuntaba más alto; por lo tanto, me era forzoso dar un rodeo, no sólo para asegurar siempre a mi propia persona el lugar donde estuviese más valorizada, sino también a fin de instruir, distribuir y estimular a mis admiradores, a mis partidarios, mis mensajeros y propagandistas, teniendo en cuenta exactamente su fuerza y su talento; al mismo tiempo, yo me encontraba constantemente envuelto en una red de intereses complejos como el general de una orden religiosa, porque, según mis ideas de entonces, estaba en juego una cuestión de orden capital, un partido poderoso contaba conmigo, la atención del emperador había sido atraída sobre mi persona y el Vaticano me enviaba negociadores secretos; piense que last not least; además, me hacía falta ingeniarme para borrar mis huellas anteriores, ocultar mi origen y librarme de un vago vestigio metafísico de remordimientos que despertaba en mí mismo la duda sobre mi libertad de espíritu como hombre y ver en ella el resultado de un esfuerzo, es decir, de una tortura. Reúna todo eso y niegue después que aquello fuese nada menos que un baile en la cuerda floja. El otro, todo lo contrario… ni la menor preocupación; se sentía cómodo. Lo que era, había llegado a serlo sin pensar en ello. Un verdadero lirio de los campos. A Leonardo le llegaba todo sin esfuerzo. No tenía necesidad de representar un papel. ¿Acaso había un papel para él? ¡Qué sabía de la obra en la que él figuraba como un personaje, ya que no se encarnaba en nada y no tenía más que seguir viviendo! Seguir viviendo. Leonardo, a quien todo le llegaba sin el menor esfuerzo de su parte… se dejaba vivir. Siempre lo esperaba la mesa tendida y el dinero en la caja. ¿La ciencia?, un estante de donde uno toma lo que le hace falta, naturalmente que cosas costosas que no traicionen su fabricación en serie; los conocedores son raros y hay que tener mala suerte para no lograr engañarlos. ¿El arte?, una noble ocupación. ¿El trabajo?, ennoblece al hombre, como todos lo saben. Los dioses han querido que antes del placer estuviese el amor, y, antes del amor, la puesta en juego de un corazón que… nada tiene que poner. Un cero en un cero.

Warschauer estalló en una risa amarga que despertó un eco raro.

—No obstante, no puedo comprender —objetó Etzel pensativamente apoyado en la puerta corrediza—, y precisamente porque usted lo juzga así, yo no puedo meterme en la cabeza que haya podido haber antagonismo entre usted y él. ¿Cómo era posible? Sin esfuerzo… sí. ¿Pero por qué él más que cualquier otro? Lo mismo hubiera pasado con infinidad de otros; al menos, ésa es mi impresión. Es preciso que… yo le voy a decir algo, pero no se enoje…

—¡Bueno! ¿Y…?

—Es… es preciso, me parece… ¿puedo decirlo?

—No tengo miedo, Mohl. ¿Qué es preciso?

—Entonces, es preciso que la culpa haya sido de la señorita Jahn. La culpa… esto parece tonto… que ella haya sido la causa, quiero decir…

Warschauer soltó una risita sibilina.

—¡Oh!, his that so? —dijo disfrazando la corriente expresión norteamericana: I wonder. Clever boy. Never in my life I saw such a clever boy.

Y reanudó su paseo como un gallo erguido sobre sus espolones.