CAPÍTULO TERCERO
1
EL doctor Raff aprovechó la ocasión para hablar de Etzel con Roberto Thielemann. Estaba preocupado. Etzel descuidaba su trabajo de manera inquietante. Su irregularidad y desorden habían dado lugar en los últimos tiempos a múltiples quejas. Se las habían hecho escuchar, pero esto no le produjo ninguna impresión.
—Es una lástima —dijo el doctor Raff, andando por el corredor con Thielemann—. No quisiera recurrir a las sanciones, no me gusta hacerlo. ¿Qué le pasa? ¿Lo sabe usted?
El mentón puntiagudo de Thielemann destacábase como un pico sobre su cuello almidonado. Le halagaba que se le pidiese una opinión, aunque sentíase molesto por no poder dar ningún informe. Desde hacía unos ocho días, Etzel lo evitaba como a los demás.
Lo confesó con cierta vacilación.
—No me inmiscuiré en sus asuntos —dijo, huraño—; que haga lo que desee. Quizá no me considera lo suficiente distinguido y ha recibido en su casa órdenes al respecto.
—¡Vamos, Thielemann! —dijo Camilo Raff.
Ese despechado de Roberto pasó los diez dedos por su tupé rojo. Su aire de desdén y su tono agrio estaban destinados a disimular su rencor.
—Es posible que su padre haya husmeado que no estoy, desde el punto de vista político, en olor de santidad, ¡desde luego, para la nariz del señor barón!
El doctor Raff reprimió una sonrisa.
«¡Dios mío —pensaba—, ved estos Marat y Saint Just!».
—¡Esto me apena mucho —agregó con su acento alsaciano—, mucho! Creía que experimentaba cierta confianza por mí. Siempre fue muy abierto conmigo; ha cambiado. Habrá que intentar descubrir la causa. Sondéelo, pues, un poco cuando se presente la oportunidad, pero no se empecine en hacerlo, Thielemann. Por ahora, está en superioridad de condiciones, ya que el equivocado es él; pero no le cierre todos los caminos.
Hizo un pequeño saludo con la cabeza a Thielemann y se alejó. Visto de espaldas, pequeño delgado, ágil como era, aún tenía aspecto de escolar. Thielemann lo siguió con la mirada, con expresión refunfuñadora.
—¡Que no me empecine! —gruñó—. ¡Hermoso consejo! ¿Acaso tengo que saltarle al cuello, rogarle de rodillas que me permita verlo? Esperarán mucho tiempo, él y su Andergast, de quién está prendado, ¡a fe mía!
A esa edad rigen las relaciones mutuas convenciones inmutables. Y se las respeta tanto más estrictamente, pues han sido establecidas en forma tácita y sin acuerdo previo.
El origen de las mismas es tan frágil y oscuro, como natural la obediencia a sus leyes. Es decir que, a causa de un acuerdo mudo, Etzel no iba a casa de Thielemann y sólo Roberto iba a ver a Etzel Andergast, pero nunca sin ser invitado a hacerlo. Es cierto que Etzel había ido en algunas ocasiones a casa de Thielemann, pero únicamente a la librería.
Una o dos veces Roberto había hecho una vaga alusión a ese estado de cosas, pero sólo para salvar las apariencias. El hecho consiste en que, en el fondo, no deseaba que Etzel fuera a verlo y que, incluso, temiera su visita.
No tenía habitación propia. El gabinete en el cual trabajaba y dormía, lo compartía con dos hermanos menores con quienes no se entendía. Pero eso no era lo peor. Su casa era un verdadero templo de la discordia. Entre sus padres se producían constantemente querellas. Ofrecían a sus hijos el triste espectáculo de esos esposos que no pueden estar dos minutos en la misma pieza sin decirse cosas amargas y sin cubrirse mutuamente de reproches. El pensamiento de que Etzel pudiera ser un día testigo de una escena semejante le resultaba intolerable. Tal circunstancia explicaba, por una parte, la desigualdad de sus recíprocas relaciones. Por otra, también probaba el sentimiento de su inferioridad social, doblemente vigilante y acentuado en su temperamento, por demás predispuesto a la rebelión. Las doctrinas revolucionarias de un muchacho a menudo tienen sus raíces en la discordia que reina en su hogar. En buen número de familias burguesas está muerta, desde hace generaciones, la ternura que antaño daba calor al hogar familiar. Hay que tener un corazón excepcionalmente bien dispuesto para no llegar a ser vindicativo, después de haber sufrido un insatisfecho apetito de ternura. Pero un corazón tan bien nacido es algo raro.
2
ETZEL ha descubierto en el escritorio de su padre el requerimiento del viejo Maurizius. Es un pedido de indulto. Pedro Pablo Maurizius, viejo agricultor y propietario agrario, domiciliado en Hanau, calle del Mercado 17, solicita al señor procurador general que dé curso y apoyo a un pedido de gracia en favor de su hijo, Otto Leonardo Maurizius, detenido desde hace dieciocho años y cinco meses en la prisión de Kressa. Tal era el encabezamiento del manuscrito. Etzel, que tiene conciencia de haberse rebajado al papel de espía, con duplicidad de casuística se da buenas razones para calmar su vergüenza. Claro está que reconoce vivamente lo poco gloriosos que son los medios tortuosos de que ha hecho uso, pero se justifica invocando las circunstancias, que no le daban lugar a elegirlos. Ha desplegado una astucia puramente animal. El hombre de la gorra de marino ha desempeñado en el asunto el mismo papel que el espectro en Hamlet.
«¡Mira un poco lo que pasa en tu casa —habían dicho sus pequeños ojos malignos y obstinados—, presta atención y verás cosas hermosas!».
Cada vez que esa advertencia llega a su espíritu, piensa en aquella que escribió la carta de Suiza. De buena gana leería esa carta.
Íntimamente espera encontrarla en algún cajón, en alguna carpeta. «Presta atención y verás cosas hermosas». Esta advertencia lo persigue. La mano imperiosa de Trimegisto aparece en la noche, vaciado resplandeciente en las tinieblas. El símbolo de la caja de dinamita en el sótano se hace de más en más real y amenazador. Sin embargo, hay aún advertencias más molestas. Un fantasma hecho de papel sale del gabinete paternal, cargado de legajos y cuadernos azules, y se propaga a través de todos los cuartos. Hace tiempo que tales fantasmas acosan al hogar de los Andergast, perceptibles a los oídos de Etzel solo, multitud de sombras sin nombre cuyos pasos oye rechinar y que sólo ven sus ojos, esos ojos que, en ciertas horas, perciben mejor las sombras que los cuerpos. En este punto su sensibilidad confina con la histeria. Por haberse ocupado constantemente de cosas encubiertas y secretas, corre el riesgo de ser invadido su espíritu por visiones obsesionantes. ¿Pero acaso puede escapar a esas visiones, él que ha traído al nacer, Dios sabe de dónde, esa chispa; él que ha crecido en un ambiente en el cual, todos los días, son llamadas a rendir cuentas, fechorías y aberraciones humanas de todos los grados y de todos los matices, toda una multitud infame, en un ambiente en que se arroja a los pies del criminal, quien arrastra despiadadamente un formidable puño, la pasarela precaria de la expiación?
Es posible que esos fantasmas hayan sitiado ya su cuna y que lo hayan adormecido con sus lamentos. Sobre esa casa está suspendido y reina el destino en su más alto grado. ¿Y cómo puede quererse que no lo sintiera él, que es una membrana entre la esfera de tinieblas y la esfera luminosa del mundo?
Helo aquí pues que anda, por orden de la obstinada mirada de los malvados ojos miopes, a través de los cuartos de la silenciosa casa, torturado por un hombre, un hecho legendario y vaporoso, que se oculta amenazador detrás de ese nombre mismo como un molusco viscoso detrás de los vidrios negros de un acuario; va de cuarto en cuarto, recomenzando siempre. Marzo toca a su fin, el atardecer avanza y su padre ha telefoneado que no llegará antes de la noche; ese día se realiza el compromiso matrimonial de Hilde Sydow y se ha hecho llevar su traje de noche a la oficina. Para Etzel sólo se trata de ocupar a Rie, de modo que su atención sea retenida fuera; con astucia poco común, le ha llevado un pantalón de deporte que presenta un desgarrón triangular y ha hecho un llamamiento a su maestría en el arte de zurcir; al mismo tiempo, y a fuerza de insinuante persuasión, le ha arrancado la promesa de que le hará esa noche, puesto que ambos estarán solos, buñuelos fritos. Sabe que ella misma los prepara: no dejará que la cocinera ponga las manos en ellos; posee su receta propia y se siente feliz con que el muchacho, que en esos días tuvo tan poco apetito, le reclame alguna fruslería.
—Bien, bien —dice—, se te hará eso, pequeño mío. —Y hela pues de este modo transformada en algo inofensivo por varias horas. Perdido en sus reflexiones, Etzel está parado en el salón; fuera cae la noche y un trozo de cielo rosa y grisáceo como una oriflama, resplandece por la ventana.
Le atrae la puerta cerrada del gabinete de su padre, la abre, entra en la pieza de tapicerías sombrías y enfumadas, impregnada del olor nauseabundo de cigarros apagados; se detiene ante la pila de legajos. Están allí, amontonados, en sus carpetas azules o verdes, teniendo cada uno una etiqueta blanca oval, con una inscripción caligrafiada. Nunca, hasta entonces, se había atrevido a abrir uno, y ahora helo aquí que levanta la cubierta del primero.
«Pedidos de indulto», lee en la etiqueta oval, y su mirada encuentra en primer término el nombre de Maurizius. Azares semejantes son fenómenos naturales, elementales y normales.
En los argumentos del viejo agricultor y terrateniente en vano se buscaría el tono humilde del solicitante. Por el contrario, asombra su tono razonador y amargo. Refiere allí antiguos incidentes ya señalados por él y relativos a pretendidos errores en el juicio.
Fácilmente se reconoce que sus conclusiones son las de un profano. El recurso parece haber sido redactado sin ayuda de un funcionario del ministerio, acaso porque los consejos de los hombres de oficio han resultado estériles muy a menudo y el autor desea llegar finalmente a su objetivo por la fuerza convincente de su lógica personal. De este hecho se desprende ese lenguaje sin contemplaciones. Pero lo que en definitiva surge del recurso, está bastante alejado de la lógica; son afirmaciones apasionadas, el retorno incansable y obstinado a la misma idea, como en el caso de alguien que en la obscuridad tropezara con una puerta cerrada herméticamente, es el deseo violento y convulsivo de descargarse del peso de una obsesión. En dos lugares se menciona el nombre de Waremme; se adivina que ha debido ser uno de los principales testigos en la instrucción criminal. El autor del recurso no se atreve a acusarlo abiertamente por falso testimonio, pero la inculpación se lee entre líneas. Aun más, parecería que eso es algo sabido desde hace mucho tiempo y que nadie piensa negarlo, si bien es muy posible que no exista más que en la imaginación enfermiza del redactor. Si la Corte se resolviera, así se expresa en su recurso, a verificar la exactitud de las declaraciones de ese Gregorio Waremme, todavía se hallarían, después de haber pasado dieciocho años, razones valederas para revisar el proceso.
Acaso entonces una cierta dama, entre todas funesta, que era superfluo mencionar, aparecería con aspecto diferente. Esas palabras: «entre todas funesta», estaban subrayadas dos veces y seguidas de dos signos de admiración entre paréntesis, detalle que por sí solo muestra cuán poco entendía el peticionante sobre la forma de presentar un documento oficial en regla. Por lo demás, el alto magistrado había escrito de través con lápiz rojo: «Opinión desfavorable, Andergast». El viejo agricultor y terrateniente no tiene ninguna idea acerca de la manera de insinuarse con ventaja, pues, diez líneas más abajo, declara que está en condiciones de hacer conocer en cualquier momento a la Corte el domicilio actual del testigo Waremme, a quien se ha creído hasta ahora desaparecido, lo que induce a pensar que ha realizado tareas policiales por su cuenta, intrusión de diletante que no está hecha, precisamente, para ganarse la buena voluntad de las autoridades competentes.
Pero, para terminar, se eleva hasta una retórica teatral. ¿Ese Pedro Pablo Maurizius sería una especie de sectario religioso que viviría en la creencia ingenua de que es posible impresionar a la magistratura prusiana mediante un solemne exorcismo de estilo bíblico?
Aparte del ridículo de esta pretensión, hay sin embargo un acento de innegable verdad en ese conjunto enfático, sin duda de verdad totalmente subjetiva, y entonces Etzel se encuentra en el mismo estado anímico que Hamlet cuando el espíritu de su padre le habla desde el seno de la tierra. «Habla, pobre espíritu», dice con lacerada sorpresa. Las palabras se graban en su cerebro; sabe que no las olvidará nunca y que si a medianoche se lo arrancara de su lecho para repetirlas, podría recitarlas como un autómata, como lo haría con un pasaje de la guerra de las Galias aprendido de memoria: «Por Dios y sus cohortes sagradas, es un inocente que se consume desde hace dieciocho años, enterrado vivo en la tumba de piedra de la prisión. Nunca cometió la acción por la cual se lo ha condenado y que habría confesado cien veces. Y por mucho que nunca haya confesado el crimen que se le imputa y por aplastante que sean los cargos contra él, su vida inocente fue rota en flor; inocente, ha sido cargado con el juicio expiatorio, he aquí lo que proclamaré en voz bien alta y de lo que me haré garante mientras haya aliento de vida en mi pecho».
«Habla, pobre espíritu…».
3
ETZEL desplegó astucias insensatas durante los siguientes días, para despistar la atención de quienes lo observaban. Con el mismo desgaste de energía y de astucia hubiera podido continuar siendo un alumno discreto en lugar de caer en una inercia de tal índole que sus maestros sacudían la cabeza a su respecto; pero era incapaz de ello. El personaje que había sido hasta cierta hora de un cierto día, le parecía envejecido e inútil. Se había producido un acontecimiento en él, por el cual Etzel mismo carecía de punto de comparación y de medida. Pocos días después de la conversación del doctor Raff con Thielemann, comenzaron las vacaciones de Pascuas; esto le valió una tregua, durante la cual escaparía momentáneamente a la crítica de su ambiente. Sólo le faltaba despistar a su padre y Rie, desempeñando el papel de quien no abriga segundas intenciones y está lleno de buen humor y de alegría comunicativa. Cuando cruzaba el vestíbulo, silbaba una cancioncilla; también se lo oía tararear en su habitación; cuando encontraba a Rie, reía con gran bullicio; si ella formulaba una pregunta, respondía alegremente; cuando tropezaba con su padre, asumía para escucharlo un aire completamente sumiso y dócil y, para probarlo, una oficiosidad afectuosa y muda que se leía en sus ojos brillantes. Al escucharlo responder: «Sí, gracias», «No, gracias», ¿cómo era posible sospechar que ocultaba intenciones tan opuestas a las de ese muchacho gentil, a las de ese bajo modelo cuyo personaje representaba hipócritamente? Encarnaba tan bien su papel, que el mismo señor de Andergast, con su profunda experiencia acerca de los errores humanos y de los súbitos cambios de carácter, habría tomado por calumnia estúpida la sola insinuación de que Etzel no era sincero.
Empero, si las cosas en apariencia imposibles no se produjesen nunca, la vida sería algo simple, pues cada uno de nosotros está listo en todo momento para lo posible. Por el momento, todo estaba en germen; acaso el muchacho no supiera aún gran cosa de lo que pasaba en él y lo que acabo de llamar hipocresía no fuera más fruto de la resolución tomada por él de librarse del asunto por su propia cuenta, de aclarar con ayuda de su propia inteligencia lo que aún permanecía oscuro, y de no dejarse llevar a ninguna divagación sentimental, a ninguna vana fantasía. Pero a pesar de todo su esfuerzo por llegar a la «libertad de espíritu», como decía, empleando ingenuamente una seca expresión técnica, no podía evitar que, durante las clases, cayera en un estado de ánimo semejante a unas aguas profundas, en las cuales se ahogara él y todos los pensamientos encargados de iluminarlo; finalmente sucumbía bajo el esfuerzo que realizaba para permanecer sentado medio día en un banco y para acomodarse dócilmente a una presencia que, con brusquedad, no le dejaba libre ni el espacio para el volumen de un pequeño guisante. Es cierto que, con esa obligación formidable que germinaba en su pecho, habría tenido más lugar sobre un pequeño guisante que en medio de esos hombres y en esas salas. De este modo le sucedían cosas como seguir rígido y rectamente por el cordón de la vereda, sin apartarse de esa franja estrecha, con el deseo de reprimir la actividad de su pensamiento, puesto que tal actividad no conducía al presente a ninguna parte. Contaba los árboles de la avenida: un número par significaba, esperemos; un número impar, no perdamos tiempo. ¿Pero esperar qué? ¿No perder tiempo con qué propósito? ¿Qué había que hacer? ¿Por dónde comenzar? ¿Para qué proseguir? Y ante todo, ¿qué podía hacer? ¿Quién estaba al corriente? ¿A quién pedirle un consejo? ¿A quién confiarse? ¿Existiría alguien que no se echara a reír, que no se oprimiera las costillas de tanto reír y le dijera: «Eres un insensato, pequeño? ¿Qué te importa a ti el asunto? ¡Qué pretensión de tu parte! Sin duda alguna te has vuelto loco. Observa, pues, si tu cráneo no está cascado».
En fin, seriamente: ¿a quién ir a ver, a quién dirigirse? Se complació en imaginar que una joven de corazón muy noble comprendía cuál era su deseo y que, lentamente, era empujado a tomar una decisión con ineludible necesidad. Pero él no conocía nada de esto: el mundo que trataba estaba al respecto despojado de sus dioses, las mujeres y jóvenes que veía en ese mundo —su abuela no tenía para él sexo— eran tan despreciables como las cabezas de cera de las vitrinas de los peinadores.
Desde este punto de vista, era un mundo miserable, un mundo de una agobiante masculinidad de cierto modo, en cual faltaba el Orfeo que pudiera obtener de Hades y Perséfona la liberación de Eurídice. Sin embargo le falta un ayudante, un apoyo, una enseñanza, un socorro práctico, sin lo cual todo esto no será más que sinrazón y terminará incluso antes de haber comenzado. Y Etzel anda de arriba para abajo por su cuarto comprimiéndose el pecho con el puño izquierdo, la mano derecha hundida en el bolsillo de su pantalón y haciendo resonar su cortaplumas y sus llaves como un cajero; reflexiona, su cerebro es como un horno que elabora imágenes, aun cuando exige de sí mismo únicamente pensamientos lógicos. Pero no siempre logra imponer a su máquina de pensar la tarea única para la cual ha sido hecha. Hace el cálculo de que dieciocho años y cinco meses son doscientos veintiún meses, o más o menos seis mil seiscientos treinta días. Nota Bene: seis mil seiscientos treinta días y seis mil seiscientas treinta noches, pues hay que hacer la distinción, ya que los días y las noches son cosas diferentes. Pero llegado a este punto del cálculo ya no ve ni comprende nada y no tiene frente a sí más que una cifra que no le dice absolutamente nada y es como si se hallara delante de un hormiguero y se dispusiese a contar los agitados insectos. Quiere figurarse lo que significa seis mil seiscientos treinta días, para tener acerca de esto una idea precisa. Entonces imagina una casa con una escalera de seis mil seiscientos treinta escalones, y la cosa le resulta demasiado difícil. Una caja de cerillas con seis mil seiscientos treinta fósforos; una bolsa que contiene seis mil seiscientas treinta monedas. Pero esto tampoco le resulta. Un tren de seis mil seiscientos treinta vagones; imposible imaginarlo. Un libro de seis mil seiscientas treinta hojas (notad bien esto, tienen que ser hojas, no páginas, correspondiendo entonces las dos páginas de cada hoja a un día y una noche). Aquí puede llegar a una representación concreta: va a buscar una pila de libros en el estante; el primero tiene ciento cincuenta hojas, el segundo ciento veinticinco, el tercero doscientas diez, ninguno tiene más de doscientas sesenta y, por lo tanto, las habría sobreestimado; hace una pirámide de veintitrés volúmenes y no llega sino a cuatro mil doscientas veinte hojas. Entonces renuncia, guardando el estupor en sus ojos. ¡Y pensar con esto que a cada hora que se iba para él se agregaba otra más allá lejos! Su propia existencia contaba apenas cinco mil novecientos días y, no obstante, ¡cuán larga le parecía, cómo se deslizaba lentamente!
Cada semana era semejante a una penosa marcha por la ruta y se daban días que se pegaban a ella como la pez, siendo difícil desprenderse de ellos. Y al sentimiento de lo que pasaba en casa de los otros al mismo tiempo: mientras él dormía y leía, iba a la escuela o jugaba, conversaba con las gentes, hacia tal o cual proyecto, el invierno venía, luego la primavera, brillaba el sol y caía la lluvia, llegaba la mañana y más tarde la noche, y en tanto todo esto acontecía, el otro estaba allá lejos, durante el mismo número de horas y durante las mismas horas y siempre, siempre se hallaba allá lejos. Aún no había nacido Etzel (¡qué misterio infinito surgía súbitamente de esta palabra: nacer!) cuando el otro ya estaba allá, el primero, el segundo, el quinientos, el dos mil doscientos treinta y siete día. Etzel hace un gesto para desprenderse de dos manos que le oprimen los hombros, semejantes a tenazas de acero; mira en torno suyo, furioso, impaciente, huraño; toma una regla de ébano y se pone a marcar el ritmo como un director de orquesta. Es este uno de sus juegos favoritos. Cuando tenía ocho años sentía ya predilección por esta diversión; volvía ahora raramente a ella, salvo en las horas de descarriamiento o de insoportable agobio.
Considera como atavismo ese retorno a una manifestación pueril y recae luego en un malestar innominado, como al día siguiente de una orgía. Su papel de director de orquesta consiste en gritar a voz en cuello una sinfonía de su invención, remiendo de todas sus posibles reminiscencias melódicas, en la que imita las maderas, los címbalos, los cobres, los contrabajos, y todo blandiendo con ardor y frenesí la regla que le sirve de batuta. Es la orquesta, la música, el director y la exaltación tumultuosa que se provoca mediante sus cantos y gritos lo que termina por atraer a Rie, quien, con aire descontento, lo invita a tranquilizarse, no comprendiendo ese ataque de frenesí; y le recuerda que su padre puede volver de un momento a otro. Cubierto de sudor, con el rostro escarlata, la regla en la mano levantada, la mira fijamente como si no la reconociese ya, y dice con aspecto deprimido e irritado:
—Cierra la puerta Rie, el vestíbulo apesta a ajo, voy a sentirme mal.
4
LAS cuatro de la tarde del día siguiente (era miércoles) apareció inopinadamente en casa de Thielemann. Se hizo indicar la habitación de Roberto y de pronto se encontró frente a su estupefacto amigo, que ni lo había oído entrar. Era una suerte que Roberto se hallara a punto de iniciar sus deberes, pues en tal oportunidad disponía enteramente de la habitación, una gran pieza pentagonal, incómoda, cuyas dos ventanas daban a un estrecho patio y, por consecuencia, era tan obscura que se hacía preciso encender la luz durante la tarde. Thielemann necesitó un momento para reponerse de su estupor: como Etzel nunca había venido a su casa, nacía de esto una nueva situación, sin hablar de su inexplicable conducta de los últimos tiempos, respecto a la cual Roberto tenía un poco de razón para sentirse resentido. Además, reinaba ese día una atmósfera tempestuosa en la casa; el joven mismo no sabía con precisión lo que pasaba; en la mesa sus padres habían permanecido encerrados en un mutismo glacial y ninguno de los tres muchachos habíase atrevido a pronunciar una palabra; después de tragar el último bocado, el señor Thielemann se levantó y se fue, en tanto que su mujer se encerró en su cuarto, sin dirigir una mirada a sus hijos. Contrariamente a su costumbre, el padre regresó a la media hora; de ordinario jugaba al billar, en el café, hasta las cuatro y media; luego iba al negocio. En ese momento se hallaba en la salita, a la que abandonaba de tiempo en tiempo para cruzar el corredor, haciendo resonar una puerta y de nuevo dominaba el silencio. Pero Roberto desconfiaba de esa calma; sabía que en cualquier instante podía desencadenarse el huracán. ¡Qué fatalidad había querido que Andergast llegara precisamente ese día! Pese a todo había día mejores, en los cuales no se sentía como sobre ascuas. No podía pronunciar una palabra; cohibido buscó un secante y colocó su lapicero detrás de la oreja —costumbre que Etzel detestaba porque lo hacía parecer un pobre tendero, y que le había reprochado en muchas oportunidades.
Pero Roberto no deseaba gustar a Etzel; era preciso que no pasaran las cosas como si no hubiera habido nada entre ellos. Guiñó los ojos y miró con apasionado interés la encendida lámpara eléctrica que pendía del cielo raso, desnuda, sin pantalla, ligada a un hilo.
Lo que leyó en el rostro de Etzel, mirándolo tímidamente de lado, lo predispuso a la indulgencia. «Sabrá el diablo cómo se las arregla este hombrecito; apenas llega y ya uno olvida lo que tiene contra él».
—¿Ha pasado algo? —preguntó, dejando vagar la mirada a través del cuarto, como para asegurarse de que no daba una impresión demasiado desagradable y que el contraste con la confortable pieza de Etzel era menos sensible para éste que para él mismo—. ¿Ha pasado algo? —repitió—. No eres poco estrafalario para un muchacho de tu condición.
Habiendo readquirido su voz una entonación en la que había, sin que él lo quisiera, afecto y solicitud, comprobó no sin despecho que sus relaciones con Etzel eran completamente distintas que las que mantenía con sus demás camaradas.
—He andado tan rápido —dijo Etzel recobrando alientos, y un poco intimidado se sentó frente a Roberto, en su mesa de trabajo—; quisiera discutir contigo cierta cosa… es decir… si tienes tiempo… no mucho tiempo; yo mismo estoy apurado y es preciso que me halle de regreso en casa a las cinco. Sólo que… es un asunto terriblemente delicado; es necesario que sepas guardar el secreto, Roberto; nadie nos escucha aquí, ¿no es cierto?
Miró en torno suyo con ojos escrutadores; en la comisura de los labios tenía un breve temblor, como un niño a quien se le ha roto un juguete y que desde ese momento cree conocer la malignidad del mundo. Siempre sucedía lo mismo con él; cualquiera fuese la experiencia que ya había adquirido y aun cuando tomara actitudes de hombre maduro y resuelto, todavía subsistía en él el niño de ocho años.
—Vamos, desembucha, pues —dijo Roberto con menos aplomo del que hubiese deseado mostrar—, no hay espías aquí.
Con las manos entre sus rodillas apretadas, Etzel reflexionaba, frunciendo las cejas. No sabía cómo comenzar; inclinase hacia adelante y poniendo sordina a su voz en muda, que no da más que sonidos viriles en las notas medias, dijo que, en general, no gustaba que los muchachos hablasen de sus asuntos familiares, cosa que estaba bien para las chicas. Pero como por el momento se encontraba en una situación muy complicada y no tenía más amigo íntimo que Thielemann, habíase propuesto dirigirse a él. En realidad no quería más que una respuesta a una cuestión de conciencia. No se trataba de meditar acerca de un tema ni gastar en el asunto demasiadas palabras; Thielemann sólo tenía que decir sí o no, espontáneamente, de acuerdo con su instinto. Se trataba de su madre. Se trataba de las relaciones entre su padre y su madre o, más bien, de la existencia de esas relaciones, que en los últimos tiempos se había convertido en causa de un cruel conflicto interior.
—¿Comprendes, Thielemann? —le preguntó con su mirada límpida y amable. Roberto tuvo un escalofrío—. Ni una maldita palabra —murmuró, sacudiéndose como alguien que se encuentra debajo de una gotera. Su rostro se ensombreció, pues no estaba en absoluto preparado para semejante confidencia y casi la sintió como una ironía, pues vivía agobiado por el peso de la discordia que reinaba en su propia familia y de un malestar ya antiguo que había acumulado en él tanto rencor. Su padre y su madre, dos partidos opuestos; repulsivos, despreciándose, persiguiéndose, maldiciéndose uno al otro, esforzándose cada uno, con una ceguera desesperada, en ganar los hijos a su causa. Sintióse atormentado por la sospecha de que Etzel estuviese al corriente de esa degradante situación y que tal circunstancia le hubiese dado el coraje de desplegar sus miserias familiares, en cierto modo por simpatía; resentíase su orgullo de pequeño burgués. Por esto sus pensamientos, ya desviados por el mal, trabajaban en falso, tan grande era la confusión que reinaba en su alma. Anotemos en descargo suyo que no era particularmente perspicaz, sino un buen muchacho, fácil de emocionar. Sus ojos tenían una pobre expresión famélica, mientras miraba a Etzel para sondearlo; no podía olvidar lo que venía preparándose en la morada paternal, pero mientras trataba de retener la atención que su inquietud llevaba a otra parte, su desconfianza con respecto a su amigo desapareció y pensando de pronto que era la primera vez que Etzel le hablaba de tales cosas, sintióse emocionado hasta las lágrimas.
—¡Comprenderé perfectamente, hijo —manifestó—; desínflate!
Etzel sacudió la cabeza.
—Escúchame —dijo—: no conozco a mi madre, nunca oí hablar de ella directamente y sólo por rodeos logré algunos datos a su respecto, pero de los más sumarios. Incluso desconozco su dirección y únicamente sé que reside en Suiza, en Ginebra, o por lo menos que vivió allí hasta hace poco tiempo. No sé si está enferma o sana, si es rica o pobre, si está sola o con otros. Y no sé por qué no sé nada, o por qué no tengo derecho a saber nada. No tengo ninguna idea acerca de ella, ninguna imagen suya vive en mi espíritu, porque hace mucho que desapareció de mi existencia y todo recuerdo suyo —lo que no puedo explicarme— se ha borrado de mí; tampoco conozco un retrato suyo, pues nunca vi una fotografía o miniatura de ella; no existen. Es como si la hubieran borrado absolutamente de mi vida. ¿Por qué? No puedo dejar de preguntármelo; es cierto que no ha renunciado voluntariamente a toda relación conmigo. ¿Pero qué pudo obligarla a hacerlo? ¿Una falta? ¿El sentimiento de su culpabilidad? Sería inaudito que una madre por tal motivo abandonara a su hijo y lo olvidara. Mi padre tiene que ver, pues, en esta situación. Es imposible interrogarlo; un segundo después me habría puesto en la puerta sin que yo lo notara. Rie no cuenta para nada en este asunto. Mi abuela está obligada a guardar silencio por razones que no conozco. Las conveniencias me obligan a interrogar a otras personas; estoy frente a una conjuración o un verdadero complot. En el centro de esta conjuración o de esta «entente», poco importa lo que sea, se encuentra mi padre. Él es quien ha tomado todas las medidas, quien tiene todos los hilos en la mano. Excluye todo lo que le molesta: toda curiosidad, toda reclamación, todo espíritu de investigación. Es así y quiere que así sean las cosas y porque es todo poderoso así pasan las cosas, en efecto…
Etzel siente esto como una injusticia. Se pregunta si debe continuar sometiéndose. Por momentos considera como un acto de obediencia a una orden íntima el hecho de practicar una brecha en el dique que se levanta en torno suyo; esto le parece necesario, también, para restablecer el equilibrio que falta a su vida. Aquí Etzel hace una comparación extraña e ingeniosa: le parece haber tocado hasta ahora un trozo musical en el piano sólo con la mano izquierda, es decir, la segunda parte; bien sabe que nunca escuchará el juego simultáneo de ambas manos, pero desearía oír también un día la ejecución realizada por la mano derecha, para poder reconstruir, al menos en su alma, la sinfonía. La dificultad reside en el hecho de que no le agradaría engañar a su padre; no desearía conducirse de manera incorrecta, pues reconoce sus deberes filiales. Obediencia y respeto no son para él —hasta un cierto grado sin embargo— más que palabras carentes de sentido. Su padre se ha ocupado de él a su manera; a su manera también le profesa realmente cierto afecto; no es posible, sin más ni más, pasar por encima de él; es demasiado grande para esto, es una personalidad demasiado fuerte, es demasiado él mismo.
—Ahora dime, Thielemann —Etzel se levanta con bastante brusquedad y en sus ojos se produce un chisporroteó de bronce líquido—, dime lo que debo hacer. Eres una persona justiciera; tienes sentido de lo justo y piensas con rigor, lo que es esencial. Dime: debo considerarme ligado, debo soportarlo todo junto a él hasta el día en que le convenga decir: he aquí tal cosa y he aquí tal otra; hay esto y aquello, elige, dirígete a derecha o izquierda, quédate en el medio; en todo caso, ¿está informado ahora? Pero tal situación no llegará nunca; nunca estas palabras llegarán a sus labios. Entonces, es necesario que no lo tome en cuenta, que me plante sobre mis dos pies y haga… sí… lo que puede hacerse… y de lo que es inútil hablar por el momento. Lo que será aún no lo sé, pero hay que estar listo para casos semejantes; ¿qué me aconsejas, pues, Thielemann? No reflexiones, conoces el juego: la mesa vuela, el pájaro vuela… se trata de levantar el dedo en seguida; dime rápido tu opinión.
Esa exposición luminosa, mesurada y elocuente, reflejaba toda la claridad de espíritu, toda la audacia, toda la sinceridad de un joven que no admite el chalaneo cuando se trata de sus convicciones morales. Esta cuestión, quizá, no sólo estaba dirigida a Thielemann, quien, sin duda, no era más que el pretexto y el reemplazante fortuito de los demás, sino a todos sus camaradas en general, al espíritu de camaradería, al mundo ambiente y, en definitiva, a sí mismo. Acaso en el fondo de su alma hacía este cálculo: si un día llego a englobar esta cuestión en una fórmula precisa, ya no podré engañarme yo mismo. Únicamente se trata de encontrar la necesaria valentía para plantearse esta pregunta; aquí se hallaba lo más difícil. Desde el momento en que tenía el coraje de formular claramente una cuestión acerca de un tema cualquiera, ganaba bríos y libertad de movimiento para actos totalmente ajenos a este asunto. He aquí lo que es preciso destacar ante todo, lo que habrá que imprimir en grandes caracteres, aunque más no fuera que por la complicación de esta alma, de múltiples capas subyacentes, a pesar de su encantadora simplicidad.
Roberto Thielemann no se había apresurado a dar su respuesta. Levantóse pesadamente, se puso a caminar alrededor de la mesa con sus pesados zapatos, pasó los dedos por sus mechones rojos, gruñó y tosió antes de hacerla oír:
—Existe el punto de vista afectivo y el punto de vista cerebral. Y forman dos arreos diferentes; ignoro cuál de los dos marcha mejor. En cierto modo has nacido entre sedas. Y ellas son más difíciles de desgarrar que la tela ordinaria. Eres un tipo asombroso, pero arrastras un montón de prejuicios y tradiciones, o llama a esto como gustes.
Etzel ya no escuchaba. Sonreía sin decir palabra, con una sonrisa enterada, indulgente y decepcionada. Desde el momento en que el otro había dicho «pero», él pensaba; se reanimó, tomó una hoja de papel y un lápiz y dibujó un caballo que tenía cuernos de ciervo y golpeaba el aire con sus patas delanteras.
Thielemann se hallaba en el mismo estado que en el curso de griego cuando sacaba una mala nota en composición. Su frente se empurpuró.
—Voy a decirte algo —comenzó con tono de misterio, inclinándose hacia Etzel—; ellos nos dan la pitanza, todo está en esto; no tienen la menor idea de lo que pasa en nosotros. Estamos ya en Cannes cuando aún ellos se encuentran en Benevent; no saben lo que les espera. Todo el sistema es desagradable, nauseabundo. Pero poseen la pitanza y con eso son dueños de la situación. Quisiera hacer un buen desgarrón en ella, si lo supieras, un desgarrón como éste, mira.
Tomó la hoja en la cual Etzel, que seguía sonriendo, borroneaba unas líneas, y la rompió en dos pedazos con un movimiento de cólera.
En ese momento se hicieron oír los gritos penetrantes de una mujer y, al mismo tiempo, una voz de hombre furiosa y atronadora.
Apenas habían pasado tres segundos, cuando una puerta se sacudió con ruido. Luego se produjo un silencio que duró el tiempo de un suspiro y sin duda se reabrió la puerta, pues la voz de la mujer gritó más fuerte que antes, a la vez quejosa y chillona, quebrándose a fuerza de aumentar de tono. El hombre respondió, desde algo más lejos que la primera vez, con injurias y amenazas espantosas. Etzel se paró de un salto, creyó que se había producido un accidente. Quiso ganar la puerta, pero Roberto lo tomó por un hombro, lo retuvo y le deslizó al oído, con el rostro convulsionado, rechinando sus dientes de jabalí, con voz ronca:
—No te muevas o tendrás que vértelas conmigo.
Había llegado, pues, lo que temía temblando, lo que había querido disimular como se oculta una erupción asquerosa en la frente, lo que lo mantenía sobre ascuas y ensombrecía su juventud. Etzel y él estaban a dos pasos de la puerta y continuaba reteniéndolo por el hombro; su rostro estaba tan pálido que las manchas rojizas de su cara parecían casi negras, como salpicaduras en un pergamino. Etzel había bajado los ojos al mismo tiempo que seguía escuchando la odiosa querella; comprendía el malestar de su amigo. No se atrevía a mirar a Roberto. Entonces cesó bruscamente el ruido como si ambas voces hubiesen sido ahogadas bajo una capa de arena; quince segundos duró más o menos el silencio y luego, de súbito, alguien se puso a tocar un vals en un piano atrozmente desafinado. Nada extraordinario había en esto: era uno de los hermanos de Roberto que se entregaba en el saloncito a ejercicios musicales; pero esta sucesión —primero los infames alaridos; después, inmediatamente después, ese aire de vals tan malo que revelaba en el músico una insensibilidad tan de bruto— permitió a Etzel leer en esa vida de familia como en un libro abierto. Tendió la mano a Roberto con gesto de vacilación y le dijo muy bajo:
—Me voy, ahora, Thielemann, pues ya llegaré tarde a casa. Adiós.
Ya estaba fuera; temeroso, se deslizó por el corredor y descendió la escalera en pocos saltos.
«Es vil de mi parte huir de este modo —pensaba marchando bajo la lluvia por la calle Feyerlein y mirando al cielo con los labios contraídos—; pero si me hubiera quedado más tiempo, tampoco se habría sentido más contento».
Andaba con más lentitud, hundido en sus pensamientos. Al cabo de un instante se detuvo bruscamente, comprimiéndose con las dos manos el pecho. Su corazón comenzó a latir con violencia y en voz baja dijo:
—Todo esto no sirve para nada, no tendré paz antes de haber ido a buscar a ese viejo a Hanau.
5
DESDE el jueves deseaba ir a Hanau, pero postergó el viaje para el viernes, pues ese día su padre debía ir a una reunión. Dijo a Rie que iba al cine, que le dejara un sándwich en la mesa y que no lo denunciara si volvía tarde, pues, en cualquier caso, siempre estaría antes de las ocho. Pero, a decir verdad, regresó a las nueve, pues no había encontrado en seguida al viejo Maurizius. Sólo consiguió hallarle una hora más tarde, cuando por segunda vez volvía a su domicilio. Un locatario le había dicho que el viejo estaba en el Café de la Liebre, en el extremo de la calle. Etzel miró a través de las vidrieras sin ver a quien buscaba. Anduvo de arriba para abajo como una patrulla delante del largo edificio de la calle del Mercado, y eran ya las seis cuando al fin vio llegar al hombre de la gorra de marino.
El alojamiento del viejo daba sobre un patio; era necesario, para llegar al primer piso, ascender una escalera de molinero que flanqueaba exteriormente la casa y seguir luego por una estrecha galería de madera hasta una puerta que se abría directamente hacia dos piezas humildes. Cerca de la puerta había una campanilla, bajo la cual estaba fijada una placa de cobre con esta inscripción: «P. P. Maurizius, antiguo propietario agrario». Al encontrarlo en la calle, Etzel se había descubierto, pero Maurizius no prestó atención al saludo; evidentemente era raro que lo saludaran; sin duda no conocía a mucha gente en la ciudad.
Etzel lo siguió al patio, esperó a que hubiese desaparecido en la galería de arriba, y luego tomó el mismo camino, golpeó suavemente y como nadie se moviera, tiró del cordón y no oyó sonar la campanilla; sin duda no existía; entonces golpeó más fuerte, y al fin abrió el viejo. Miró al visitante con desconfianza. Sin gorra era tan diferente que Etzel, por un instante, creyó que no era el mismo hombre: por su estrechez, el cráneo recordaba la culata de un fusil; a través de algunos mechones blancos como harina veíase lucir, como una ampolla eléctrica, un tumor rojo que hacía retroceder. No es seguro (y nunca fue posible precisarlo) que en un primer momento reconociera al joven a quien, sin embargo, había perseguido tan obstinadamente durante varios días. Su rostro era indescifrable. Etzel dijo:
—Quisiera conversar con usted. —Y el viejo lo invitó a pasar, sin pronunciar una palabra, con un simple guiño y un ademán. Una vez dentro, Etzel dio su nombre. Maurizius hizo un movimiento con la cabeza y no pareció asombrado en absoluto; habríase podido creer que Etzel era un concurrente asiduo a la casa. Con su brazo rígido, el viejo le señaló una silla, sacó de un cajón una caja de lata y con el tabaco que contenía se puso a llenar su pipa. Nada había de notable en el moblaje de la pieza; era el típico de un pequeño burgués: mesa, cómoda y aparador con espejo reclinado contra el muro y lleno de artículos baratos de bazar. Lo único que llamaba la atención era un montón de diarios apilados sobre estantes de madera rústica, dos o tres docenas de carpetas atadas con hilos que tenían en los lomos fichas con una inscripción en lápiz azul: 1905—1906—1907, sumario preliminar, debates del primer día, debates del segundo día, etc…, ecos de la prensa extranjera, certificados judiciales, certificados de psiquiatras, etc. … También se hallaban allí algunos folletos.
Todo esto era, como pronto pudo verse, la colección de los impresos que trataban del crimen y el proceso de su hijo.
—He vuelto a hacer un pedido de revisión —comenzó Maurizius, sentándose en el sofá recubierto de una tela negra y guarnecido en los bordes con clavos de porcelana blanca, y pitando con respiración nerviosa y jadeante—, con el propósito de que la Corte no se duerma sobre sus dos orejas. Pero es como si se escupiera al aire. ¿Acaso alguien lo ha enviado, mi joven señor? ¿O viene por propio impulso?
»Por todos los diablos, ¿qué pudo traerlo? En los primeros años venía a verme mucha gente; incluso en 1909, mi casa parecía la de un médico de moda. Todos los días audiencias. Escritores, abogados, espiritistas, periodistas. Hasta llegaron de América. Pero desde hace doce o trece años domina la calma. También vuelve la calma sobre los campos de batalla, cuando se firma la paz, incluso si esa paz es puro pretexto. ¿Qué quiere usted, mi joven señor? Por lo que puedo juzgar, es usted excesivamente joven.
Su voz recordaba el graznido de un cuervo, y sin embargo no hablaba fuerte; a veces, proyectaba algunas palabras aisladas como un perro enronquecido que ladra, abriendo tanto la boca que los mechones de sus patillas, detrás de las cuales apuntaban los horribles lóbulos desnudos de sus orejas, parecían brotarle directamente de la garganta. Etzel admitió que era joven, en efecto; dijo su edad y agregó esta observación algo atrevida: que hasta entonces no había podido convencerse de que el número de años bastara para preservar al mundo de la estupidez y de la vulgaridad. Maurizius le lanzó una mirada de descontento, luego fue tomado por una risa interior que degeneró en un prolongado acceso de tos, la cual sólo terminó después de una abundante expectoración. Etzel sintió náuseas, pero disimuló su disgusto y, tratando de dar a la conversación un tono más cordial, rogó al señor Maurizius que fuera indulgente con su juventud. A pesar suyo había nacido en él el deseo de conocer la verdad acerca del caso Maurizius o, al menos, de conocer los hechos, incluso si no le era posible prometer que alguna vez estaría en condiciones de intervenir útilmente. Además, ¿quién podría creer en su promesa, incluso si ella más tarde debía realizarse? En todo caso, después de haber vacilado largo tiempo, había venido con la esperanza de no dar aquí un paso inútil.
Presentó este pedido con una indefinible mezcla de torpeza y amabilidad ingenuamente insinuante, habiendo cruzado las piernas y rodeado sus rodillas con las manos. Si su abuela, la Generala, le hubiera visto así, sin duda habría estallado en una risa burlona y le hubiese llamado como lo hacía a menudo: muchachito iluminado.
Pero el viejo se hundió en el silencio y apagóse su pipa.
6
HASTA entonces había llevado una existencia simple, pero que se había hecho, es cierto, de más en más sombría con los años, en el curso de los cuales la lucha que realizaba por establecer la inocencia de su hijo se había convertido en su pasión dominante. De su matrimonio con la hija de un pastor del alto valle del Rin habían nacido cuatro hijos, tres varones y una mujer. Poseía un terreno cerca de Golnhausen, cuyos viñedos daban considerables beneficios. Llevaba con su familia una vida exenta de preocupaciones. Una epidemia de tifus estalló en el verano de 1900 y le quitó, en el espacio de dos semanas, su mujer, su hija y dos de sus hijos. El más joven, Leonardo, tenía entonces veinte años y estudiaba en la Universidad de Bonn. Era ya, sin duda alguna, el favorito de su padre, quien veía en su benjamín a alguien extraordinario y que lo dominaba hasta la debilidad con sus talentos y su fina gracia de jovencita; pero después de la catástrofe de una cuádruple muerte, que sólo dejara al padre a Leonardo como único hijo, esa simple preferencia se convirtió en idolatría. Fue para el joven, al mismo tiempo, un padre y una madre. Cuando pasaba un día sin tener noticias de aquél, se inquietaba. Los pedidos de dinero del joven —pedidos que no eran precisamente moderados— los satisfacía sin objeción, aun cuando en el decurso de los años había disminuido considerablemente el rendimiento de la tierra y la instalación de un gran lagar le resultó un negocio desdichado, que lo obligó a cargarse de pesadas hipotecas para hacer frente a sus compromisos. Leonardo no se preocupaba en absoluto por tales cosas. Seguro de que haría una brillante carrera, adulado por sus camaradas y profesores, bien acogido en la mejor sociedad, su actitud natural había llegado a ser la de un vencedor cuyo éxito desarma. El padre no se atrevía a quitarle la ilusión de que dispondría, como hijo único, de una propiedad fundiaria, de recursos ilimitados; por el contrario, temblaba a la idea de tenerle que confesar algún día su situación verdadera. Todas las distinciones que obtenía Leonardo, todos los exámenes en que se destacaba, todas las relaciones aristocráticas que contraía y que ese joven vanidoso no dejaba de anunciarle, eran motivos de satisfacción, como si hubiera engendrarlo un ser de asombroso genio. Los sueños que se forjaba a su respecto lo elevaban bien alto, aunque la ambición del mismo Leonardo no apuntara tan alto; acaso no aspirara a llevar más que una vida fácil y agradable, abandonándose sin contención a sus refinados gustos y a lucirse en un mundo a cuya aprobación y opinión daba el mayor precio.
Poco después de que Leonardo fuera habilitado como encargado de cursos en la Universidad, llegó el momento en que el padre fue constreñido a encarar la temida explicación. Se trataba de una deuda de juego de tres mil quinientos marcos que debía pagar en veinticuatro horas. Este dinero no lo tenía el padre y sólo pudo conseguirlo con grandes penas. Un banco nada limpio se lo prestó a interés usurario. Leonardo quedó estupefacto.
Entonces el padre y el hijo sostuvieron una larga entrevista, durante toda la noche permanecieron reunidos junto a una botella de «Liebfrauenmilch», bajo el pabellón de rosas situado detrás de la casa, y, para terminar, Maurizius suplicó a su hijo que le perdonara si no podía poner a sus pies las riquezas que éste tenía derecho a exigirle; ¿no era a sus ojos un éxito sin precedentes que su hijo, que apenas contaba veintidós años, hubiese sido designado para desempeñar una cátedra universitaria y fuera considerado como una lumbrera en su especialidad? Dos meses más tarde tuvo lugar el compromiso matrimonial y al cabo de seis semanas las nupcias de Leonardo con Elli Hensolt, viuda de un rico fabricante de papel, a quien había conocido durante su estacia en Kreuznach. Estos dos acontecimientos, compromiso y casamiento, el padre únicamente los conoció por algunas lacónicas líneas. Fue tan grande el estupor de Maurizius que, cuando los flamantes esposos lo visitaron, al finalizar el viaje de bodas, para pasar algunos días en su casa, parecía no haber recobrado aún el uso de la palabra, y a tal punto que no dijo adiós a Leonardo cuando partieron. No sin apresuramiento, Leonardo aprovechó esa ocasión para mostrarse ofendido y, por consiguiente, para alejarse de su padre, simulando no ver el pesar y la decepción de éste. En realidad, esa afectuosa tiranía le pesaba desde hacía tiempo; además, sentíase avergonzado de su padre, de sus maneras rústicas, de su tosquedad y de su falta de educación. Por snobismo burgués, cubría con discreto velo sus orígenes; ya no necesitaba al viejo, en efecto, pues su mujer le había traído en dote ochenta mil marcos, fortuna que había heredado de su marido, pues su primera unión había resultado estéril.
Elli Hensolt, en adelante Elli Maurizius, se llamaba de soltera Jahn. A fines del último siglo, los Jahn figuraban entre las familias más notables de Renania. El señor Jahn, el notario, había ocupado en los últimos años de su vida el puesto de burgomaestre de Remagen y era considerado uno de los jefes del partido del Centro, al cual había prestado importantes servicios durante la «Kulturkampf».
Pero no logró amasar una fortuna; quizá era demasiado honesto o insuficientemente hábil para asegurarse alguna reserva en la abundancia. Después de su muerte, su familia se halló, si no pobre, es cierto, reducida a modestos ingresos; lentamente se hundió en la obscuridad. Además de Elli, había tenido dos hijos más, un varón, teniente que murió en la guerra de África, y una segunda hija, Ana, que contaba dieciocho años cuando el casamiento de Elli.
Diversas circunstancias provocaron la hostilidad de Maurizius contra ese matrimonio y alimentaron su odio contra la mujer de su hijo. En primer lugar, el hecho de que los Jahn fueran católicos. Aun cuando él distaba mucho de ser un devoto (incluso ni frecuentaba con regularidad el templo), sentíase apegado a las tradiciones habituales de su familia; con ese puritanismo en el cual intervienen igualmente el orgullo campesino, la obediencia filial y la conciencia de pertenecer a un partido avanzado. No obstante, habría tolerado esa apostasía, sin intentar nunca nada a fin de evitarla. Pero era más grave aún que su mujer no fuera atrayente, ni bonita, ni elegante, que no poseyera ninguna de esas cualidades que llaman la atención; tampoco podía ella vanagloriarse de pertenecer a la alta sociedad, de ser de sangre noble, de tener brillantes relaciones o fortuna. Ochenta mil marcos eran una miseria comparados al valor de Leonardo, con su porvenir y lo que éste prometía. Mas lo peor de todo consistía en que ella tenía quince años más que él. Una mujer de treinta y ocho y un hombre de veintitrés, y este hombre era Leonardo; resultaba imposible pasar por encima de esto. Leonardo se ha perdido, ha caído en las redes de una intrigante; ha apagado en él toda llama, se lo ha comprado para remolcar una embarcación que hace agua y pronto no quedarán más que ruinas de su espléndida juventud. De este modo juzgaba el viejo esta unión, y como creía firmemente que Elli le había quitado su hijo, el afecto de su hijo, que ella había cerrado el corazón de Leonardo a su padre y a él mismo lo había condenado a una soledad ignominiosa, pronto no hubo en su alma amargada otro deseo que el de la venganza. Si todavía deseaba vivir, sólo era para esperar la hora del arrepentimiento y del retorno del bienamado que había perdido. Contaba con ello, acechando la aproximación de un destino formidable y vengador, y esperándolo en su sombría desolación. Ese destino llegó, pero muy distinto al que esperaba, y también lo aniquiló.
7
LA vida en común de la pareja pudo deslizarse sin nubes durante los dos primeros años. Con respecto a esta alianza, los amigos de Leonardo siempre habían rechazado toda imputación de vil cálculo de su parte; habían protestado con indignación contra todas las acusaciones de ese género y nunca desearon ver otro motivo en ese casamiento que una inclinación amistosa, adhesión y reconocimiento. Decían que la mujer había salvado a ese eterno indeciso, tan fácil de descarriar, de los peligros que le preparaba su propio carácter. Ella lo mantenía con vigoroso puño, decían, y sólo a ella correspondía el mérito de haber atenuado su irritabilidad, su necesidad enfermiza de compañía, su agitación. ¿Era acaso eso amor? ¿Quién podía penetrar el misterio? ¿Quién habría sabido distinguir en esa tan sorprendente unión lo que correspondía al amor verdadero y lo que era estimación, reconocimiento recíproco y práctica de las cualidades necesarias para una existencia armónica? En primer lugar, ¿qué era amor verdadero? Un fantasma imaginado por los lectores de novelas, al cual el tiempo quitaba sus velos atractivos y engañadores. En todo caso, su mujer le estaba consagrada por una abnegación total, por una fe profunda, por una solicitud incansable; acaso fuera esto el amor verdadero, y si el amor de él no fuera a su vez tan verdadero, tal circunstancia no tenía mucho valor y no había motivos para romperse la cabeza a fin de aclararlo. Lo cierto es que Leonardo publicó durante ese período algunos de sus trabajos más apreciados y se hablaba de una misión oficial que se le confiaría pronto, para realizar un viaje de estudios a España. Sin embargo, y a partir de un momento preciso, la opinión del mundo acerca del matrimonio Maurizius se modificó y circularon rumores de discordia. Decíase que Elli se había enterado de las relaciones de Leonardo con una bailarina. Es cierto que estas relaciones habían precedido en un año al casamiento, pero de ellas había nacido una niña, y cierto día la madre de la criatura, caída en la peor de las miserias, citó a Leonardo por intermedio de un abogado, reclamándole el cumplimiento de sus deberes paternales.
Leonardo nada había dicho a su esposa; ella ignoraba todo el asunto; pero, en cambio, inició a su cuñada en el secreto de su pasado.
Ana Jahn se encargó de la criatura, por entonces de dos años, y con la aprobación de Leonardo la llevó a Inglaterra, a casa de una amiga y parienta lejana, directora de un hogar de gobernantas, en cuya casa Hildegarda Koerner —nombre que la criatura recibió al ser bautizada— fue educada y donde permaneció. Cosa curiosa, Leonardo quería a ese pequeño ser sin madre (pues la bailarina había muerto, víctima de la tuberculosis, en Arosa), la quería con ternura exaltada y romántica, aunque no la conociese para nada; más tarde, Ana Jahn conversó con él al respecto y comprendió, en tanto que Elli, después de enterarse por una carta anónima, y luego por la confesión tardía de su marido, profirió protestas de celos y jamás toleró que se pronunciara delante de ella el nombre de la pequeña.
Desde aquel momento Ana Jahn aparecía indisolublemente mezclada en la vida de Leonardo. Después de la muerte de su madre, abandonó Colonia, donde habían permanecido juntas; pasó algunos meses en diferentes ciudades y luego se instaló en Bonn, donde se hizo asidua concurrente de la casa de su hermana y de su cuñado. ¿La influencia nefasta que ejerció sobre Leonardo y su vida conyugal hízose sentir desde los primeros días o más tarde? Las opiniones estaban divididas acerca de esta cuestión. No era necesario ser profeta para prever que todo esto terminaría mal.
Hay conjeturas triviales (aun cuando estuviese en juego una personalidad que permaneció primero en último plano y que se elevó en el curso de los acontecimientos por encima de la trivialidad corriente). La asombrosa belleza de su joven cuñada no podía dejar indiferente a un hombre como Leonardo. Ana Jahn estaba entonces en pleno florecimiento. Cuando se la veía, caíase en el arrobo; los estudiantes le daban serenatas y le enviaban versos; los oficiales de la guarnición no hacían más que tratar de introducirse en casa de las familias que ella frecuentaba; cuando aparecía en la calle, las gentes se detenían, quedándose con la boca abierta. Durante cierto tiempo fue ella el tema de las conversaciones, como si se tratara de una gran cantante o una gran actriz. Las muchachas decían: «He visto a la señorita Jahn», con el tono con que hubiesen hablado de un encuentro sensacional. Al abrir la casa a su hermana, Elli debió reflexionar acerca de todo esto; ella misma había aconsejado a Ana que se instalara en la ciudad, pues no quería que la joven permaneciera sola y abandonada en el mundo. Y así fue como provocó su propia desgracia. Al principio, Leonardo permaneció a la defensiva. Pretendía que Ana le resultaba antipática, que lo aburría. A veces Ana lo trataba con ironía sutil, que él no se atrevía a considerar ironía, y en forma tan insultante que habría sucumbido de vergüenza si hubiese confesado que la comprendía. Ella se expresaba más claramente con las demás personas cuando, por ejemplo, le achacaba riendo que sólo era un pequeño pensionista que vive bajo la vigilancia de una dueña severa. Además, pronto se hizo visible el abismo existente entre ambos esposos; la naturaleza lo había creado y lo ampliaba. Algunos extranjeros preguntaron de paso si la mujer que habían visto del brazo de Maurizius era la madre del profesor. «No —se respondía con una sonrisa—, es su mujer». «¡Ah!», decía entonces el curioso y se quedaba asombrado. Ese término malévolo de pensionista no era injustificado en absoluto. Ella controlaba todos los pasos de su marido, vigilaba sus entrevistas, sus trabajos, sus horas de labor, su lectura, su correspondencia, sus conversaciones, sus gastos. No era avara, incluso le hacía regalos de valor, pero nunca le dejaba disponer de sumas importantes; era demasiado inteligente para no ver la falta que cometía obrando de esa manera, pero un instinto más fuerte que todo le ordenaba mantenerlo encadenado a cualquier precio el más tiempo posible. Ella ya no se dominaba; cuando él se iba, debía decirle exactamente la hora en que regresaría. A esa hora sus ojos ya no abandonaban el cuadrante, y cuando él demoraba un poco, era víctima de un temblor febril. Durante sus esperas, sentíase envejecer. Sentábase delante del espejo y se veía envejecer. Buscaba la confirmación en los ojos de los demás y la rechazaba con horror cuando la encontraba. No obstante, ya las lenguas marchaban a buen tren con respecto a Ana Jahn y Leonardo. Se los encontraba juntos en su museo, en una excursión, en casa de una amiga. Se bromeaba. Elli comprendió lo que iba a desplomarse sobre ella.
Hizo lo que no debió hacer mientras le quedara una chispa de dominio sobre sí misma.
Reconoció que su marido se le escapaba día tras día, y se asió a él con la energía de la desesperación. Y todo esto aún no era más que el comienzo.
8
DURANTE ese período, el viejo Maurizius fue como una araña en medio de su tela; esperaba pacientemente. Durante cierto tiempo pagó a un detective para que le trajera noticias acerca de su hijo y lo informara de lo que pasaba en su casa. Así se enteró de la historia de la pequeña Hildegarda; hizo seguir las huellas de la criatura, de la cual trató de apoderarse al precio de inenarrables penas; con su astucia campesina, pensaba que así tendría un arma en las manos; sin embargo fracasó. Oyó hablar de Ana Jahn. Hizo espiar a la joven. Oyó hablar de desavenencias entre Leonardo y su mujer, de un creciente desacuerdo, de escenas íntimas, del escándalo que anunciábase con nubes amenazadoras.
Estaba satisfecho. Tenía viento en popa. Pero cuando una noche de octubre apareció Leonardo en su casa, de improviso —había llegado en el auto de un amigo para decirle adiós, pretextaba, antes de partir para un largo viaje—, el viejo se sintió espantado por la confusión que notó en el rostro y en toda la persona de su hijo. En seguida tuvo la impresión de que esa visita de despedida a una hora tan imprevista no era más que un pretexto. ¿Por qué tanta deferencia después de tres años y medio de olvido total? Ni una palabra era cierta en el asunto. Leonardo no manifestaba más que cosas confusas y embrolladas; finalmente se franqueó: necesitaba dinero. No se atrevía a exigirlo y sólo hizo alusión a ciertos compromisos agobiadores. Pero cuando observó la impasibilidad del viejo, renunció a toda nueva tentativa, a todo disimulo, y únicamente pensó en marcharse lo antes posible. El viejo no lo retuvo. Incluso si Leonardo se hubiese prosternado a sus pies, no le habría dado un centavo mientras no le hubiese oído decir de viva voz: «Me he librado de esa mujer». Realizó con notable habilidad su hipócrita comedia, acompañando fríamente a su hijo hasta la puerta y sin tenderle la mano. Era ese el mismo hombre que, después de la condena de su hijo y en tanto que éste purgaba su pena, ponía de lado para él toda una fortuna.
No esperaba ni él mismo ver en libertad a ese hijo que idolatraba, ni tampoco saber a ese condenado a perpetuidad en posesión del capital reunido con perseverancia; sin embargo organizó su existencia y tomó medidas, como si pudiera contar con tales hechos con absoluta seguridad. Vendiendo sus tierras en condiciones favorables, y después del pago de las hipotecas, había logrado reunir treinta y cinco mil marcos. Por una previsión casi incomprensible, había depositado esa suma en un banco suizo (dícese que los endemoniados se revelan superlúcidos en la búsqueda de la finalidad única que obsesiona a sus espíritus), y para su sostenimiento sólo gastaba una porción ínfima de sus intereses. Llevaba vida de indigente y su habitación no era más que un cubil. Usaba durante años las mismas ropas; sus comidas consistían en un trozo de queso, salchicha y pan, y, al cabo de dieciocho años, los treinta y cinco mil francos se convirtieron en sesenta mil francos suizos. Tenía entonces setenta y cuatro años. La idea de que podía morirse antes de que Leonardo abandonase la prisión no llegaba ni a conmoverlo; no sólo la muerte no tenía nada de terrorífico para él, sino que incluso le resultaba desprovista de realidad.
9
SÓLO más tarde se compuso este cuadro para Etzel, y con ayuda de numerosos detalles que llegaron a su conocimiento poco a poco. Más tarde mantuvo varias entrevistas con Pedro Pablo Maurizius, en un lugar determinado, no lejos de la casa de Andergast.
En su tonta senilidad y a causa de que hasta entonces habían fracasado lamentablemente todos sus planes y tentativas, el viejo veía en ese muchacho una especie de mensajero divino: olvidaba la ridícula desproporción de edad que había entre ambos y era más locuaz con él de lo que había sido durante los últimos veinte años con nadie. Esto no evitaba que continuara siendo prudente. Pero, como se dice, el muchacho lo había embrujado y no consideraba imposible que Etzel pudiera ayudarle en el gran caso. Y mientras se creía lo suficiente perspicaz para halagarlo, dejábase sondear por el muchacho, al menos tan astuto como él para todo cuanto deseaba saber, y le comunicaba fragmentos importantes del material documental que cuidadosamente había reunido. Aun cuando Etzel hubiera adquirido por ese medio un conocimiento bastante preciso acerca de los hechos, de la situación respectiva de los actores y de que abrazara claramente con su mirada virgen, semejante al agua de una fuente, el turbio juego de los intereses, comprendió con una intuición no menos segura, todo lo que de siniestro y demoníaco existía en el mundo que se agitaba en último plano y que en su conjunto le parecía más indescifrable que los actos y gestos de los personajes. Era un mundo muy vil, absolutamente aparte de todo lo que hasta entonces le había parecido el mundo, y por esto le resultaba indescifrable. Por tal causa Etzel evitábase toda deducción prematura y se comportaba como un dócil alumno que hace un aprendizaje de agente de policía.
Cuando el viejo emergió de la postración letárgica en la que caía, tal como un ebrio en su ebriedad, todos los días y todas las noches, para descifrar el pasado y para hallar en el mismo, a fuerza de meditación, una fórmula comprensible, su primera preocupación fue limpiar la pipa y llenarla luego de tabaco, no obstante que sus manos sarmentosas, de un amarillo anaranjado, temblaran. Al terminar esta tarea, comenzó a hablar. La gente que ha pasado una parte de su vida reflexionando sobre un solo y mismo tema, excluyendo todos los demás incidentes, y relacionando todas las personas con las cuales tiene contacto, supone en cada auditor un conocimiento tan completo como el propio acerca del asunto e incluso llega a enojarse cuando tropieza con un error en aquél. Además, y como al principio Etzel no comprendiera su chochez senil, llegaba a interrumpir sin temor alguno a Maurizius diciéndole amablemente. «¿Cómo, si no tiene inconveniente? ¿A quién se refiere, si es usted tan amable?». Entonces el viejo agitaba en un gesto defensivo su brazo derecho, se levantaba, dirigíase con paso vacilante hasta el estante con los diarios, sacaba un paquete y arrojaba las hojas amarillas sobre la mesa. Luego andaba al azar, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Llegó la noche; el cubil que le servía de albergue carecía de luz eléctrica; sobre la cómoda había una pequeña lámpara de kerosene; la encendió; echaba humo; la apagó, cortó la mecha, volvió a encenderla, sin servirse nunca de su brazo rígido más que como de un refuerzo; gruñó algo sobre el tubo rajado, mientras Etzel lo observaba y escuchaba durante todos sus aprestos con una atención intensa. Sus palabras se hicieron más claras, disminuyeron la tos y las expectoraciones; cuando al fin alumbró la lámpara, no dando más luz que un farol de establo, le mostró los diarios sobre los cuales caía lentamente el polvo levantado en torbellino y le dijo que en ellos podía leerse toda la historia, del comienzo al fin, a partir del tiro de revólver hasta llegar a la detención, desde el 24 al 29 de octubre de ese año memorable.
—Joven, podrá sacar una conclusión. Si quiere, también podrá creer todo lo que se imprimió. En aquel momento todo el mundo lo creyó: la comisión, el juez de instrucción, los periodistas, los lectores. Unos después de otros lo repitieron o lo copiaron. Nadie se preguntó cómo pudo disparar sobre ella cuando aún se encontraba junto a la puerta del jardín. Esto ha sido confirmado por testigos. Le ruego que no olvide esto, mi joven señor: junto a la puerta del jardín. A dieciocho pasos de distancia, en ese día 24 de octubre, a las siete menos cuarto, cuando ya era noche cerrada. Le ruego que no olvide esto. ¿Puede usted, ya caída la noche, desde dieciocho pasos de distancia, dar en pleno corazón de un hombre con una bala de browning? No, cuando ella sintióse herida, corrió hacia la casa. He aquí lo que afirmó Waremme, bajo juramento.
»Un tiro en la espalda, en la espalda y en pleno corazón. Junto a tal aserto, la declaración de la sirvienta Frida Weisz: la mujer había salido por la puerta de la casa en dirección a él. Cosa muy natural. Preste atención a lo siguiente: regresa de un viaje, sostiene su valija de cuero con la mano izquierda. El hombre regresa de un viaje, recuérdelo bien. Su mujer lo espera. ¿Qué va a hacer su mujer? Sale a su encuentro. ¿No? ¿Cree usted que no? ¿No cree que la mujer saldrá a recibirlo? Bien. A pesar de esto, él le disparó por la espalda. Es una inverosimilitud que golpea en los ojos, ¿no es cierto? Pero los sumarios pasan en silencio tal circunstancia. Se pronuncian. Se pronuncian contra él. Todo habla contra él. Se dice que tenía la browning en la mano. ¿Quién lo vio? Waremme. Lo ha visto y lo ha jurado. Waremme incluso llegará a jurar que le vio levantar el revólver y hacer puntería. ¿Y dónde estaba Waremme? ¿Dónde? Se lo pregunto a usted, mi joven señor. Según sus afirmaciones, bajo la acacia, justo a tres metros de Elli.
»El telegrafista Kleinmichel, que entró en el jardín inmediatamente después de la detonación, ¿sabe lo que afirmó? Que Waremme se encontraba en el ángulo de la casa. Estaba delante y no detrás de él; le ruego que anote esto: estaba ya delante. Pero el tribunal juzgó que Kleinmichel se había equivocado, era necesario que Kleinmichel se hubiera equivocado, sin lo cual la historia ya no ritmaba con nada y el nudo pendiente no podía apretarse. O bien Waremme prestó falso juramento. ¿Y qué tenía que hacer Waremme en el jardín?
»Cerca de las seis y treinta y cinco se lo vio aún en el Círculo. Diferentes personas, gentes no sujetas a caución, recordaron esta circunstancia. Del Círculo a la puerta del jardín hay, pulgada más o menos, mil doscientos cuarenta y tres metros. Convendrá usted, mi joven señor, que hay que echarse las piernas al cuello para hacer mil doscientos cuarenta y tres metros en diez minutos. ¿Y cómo lo explicó el señor Waremme? Ana Jahn le habría hablado por teléfono para pedirle que acudiera inmediatamente, que ella estaba inquieta y tenía miedo, que formas sospechosas rondaban en torno a la casa. Formas sospechosas, un cuarto de hora antes de un asesinato. ¿No es algo magnífico, dígame usted? Se trata de alucinaciones, ¿no es verdad?, o yo no sé nada acerca de la cuestión. Llamado así, el señor Waremme habría salido a la carrera como si el diablo le pisara los talones, y como si no hubiese sido posible hallar un coche en toda la ciudad. ¿Se da cuenta? Es cierto que nadie lo vio correr por esa avenida muy frecuentada, donde los picos de gas se encuentran uno cerca del otro. Y además, hacía buen tiempo.
»La escasa niebla que ese día reinaba no habría podido evitarle a nadie ver correr como un ciervo a semejante coloso. ¿Ha visto usted jamás mayor cúmulo de contradicciones? ¡Y luego ese juez de instrucción! He aquí a alguien que nunca fue atormentado por la duda. ¡Ah! ¡Ciertamente que no! Marchó directamente a su fin, sin rodeo alguno. Conocía de antemano el fin; no necesitaba, por lo tanto, más que encontrar el camino. La cosa marchó como sobre ruedas; hubo un amontonamiento tal de acusaciones como de granos de arena en el mar; deseas cargos, pues ahí los tienes; la trama no presenta ninguna falla. Es un detalle insignificante que el pretendido asesino niegue el crimen. No hay ninguna razón para que gente que se siente segura respecto a su propósito se perturbe por tan poco. Pero acaso… quiero decir… en fin, ¡no se mantiene esa serenidad angelical, desde el primer hasta el último momento, en público, ante el tribunal supremo! No se repite con esa angelical obstinación dos mil veces seguidas: «Yo no hice eso». Decir y repetir sin descanso a su juez, a su abogado, a su padre, a sus amigos, a los jurados y, finalmente, en la cárcel misma: «No fui yo quien hizo eso». Estoy de acuerdo que no debió darse a la fuga. Estupidez enorme. Echar a correr como un colegial.
»Ocultarse dos días en casa de una muchacha, irse a Cassel, luego a Hamburgo, hacerse cortar el bigote —es cierto que esto, cortarse el bigote, lo había realizado antes del caso—, hospedarse en los hoteles con nombre supuesto. Había perdido la cabeza, ya no diferenciaba el blanco del negro. Cuando lo detuvieron, allá arriba, acusado de asesinato, pareció como si lo hubiera herido un rayo. Preguntó: «¡Cómo, señores, yo!». Preste mucha atención a esto, mi joven señor: yo, exclamaba, ¡yo!, como alguien que despierta. Ignora la orden de detención y todo aquello con que están llenos los periódicos y precisamente a causa de esto también se le acusó de haber jugado una farsa como cualquier hombre taimado. Cuando alguien tiene limpia la conciencia, se presenta por sí mismo a la policía y no hace vida de vagabundo durante una semana por diversos lugares. ¿No es cierto? Esto es conocido, es claro como el día. Toda la gente que afirmaba tales cosas, claro está, son otros tantos buenos dioses. Oyen crecer las hierbas.
Se detuvo anhelante; un espantoso ataque de tos le evitó continuar. Etzel se puso de pie, dio vuelta la llave de la lámpara humeante, y cuando se calmó la horrible tos ronca, dijo mirando la punta de sus dedos:
—Tuvo que haber dos revólveres.
Maurizius lo miró con la boca abierta:
—¿Cómo? —tartamudeó.
Sorprendido de su asombro, Etzel declaró:
—La mujer fue herida por la espalda; ella había salido a su encuentro y él marchaba hacia ella, dice usted. Él tenía un revólver en la mano. ¿Quién, pues, tenía el otro revólver?
El viejo cerró lentamente la boca como un cascanueces y se puso a mordisquear sus labios. Después de un rato, murmuró con aire de sombría satisfacción:
—Es muy cierto, pero nadie hizo cuestión de tal cosa, nunca se admitió oficialmente tal posibilidad. Pretendióse que primero ella marchó hacia él y que luego se dio a la fuga, dirigiéndose a la casa. Es una teoría. Usted sabe perfectamente lo que es una teoría. Cuando alguien se prende a una teoría, ni diez caballos de tiro harán que la suelte. ¿La realidad? Poco importa. He aquí lo que decía la teoría: cuando ella vio el revólver en su mano, volvióse espantada y corrió hacia la casa. Esto es completamente posible. Dos revólveres, no. Más aún, la historia dice que incluso ni se halló uno. Waremme afirmó haberle arrancado el arma de la mano, después de haber partido la bala, y haberla arrojado lejos, a la maleza. Dos agentes la buscaron allí durante dos días, rastrearon el jardín y los alrededores. Nada. El revólver no fue encontrado, jamás reapareció. ¿Qué dice usted? Es inexplicable, ¿no es cierto? Resulta tan maravilloso como inexplicable.
Una risita estúpida lo sacudió.
Etzel miraba delante suyo, pensativo. De pronto se puso de pie y preguntó:
——¿Quién pudo… quién fue, en su opinión?…
—Pst —interrumpió el viejo, haciendo silbar la ese. Se aproximó mucho al joven, bisqueó como un diablo y con el tono refunfuñador y severo de un maestro de escuela rural dijo—. No sea tan curioso. Ni una palabra. ¡Dónde iríamos a parar, rayos y centellas! Él, comprenda usted, él, mi Leonardo, nunca respondió a esa pregunta, jamás, ni con una simple palabra, ni con la más pequeña palabra. Se negó a hacerlo, ¿comprende, mi joven señor? ¿A qué nos serviría a nosotros dos preguntarlo, para qué nos serviría incluso saberlo? El juramento de Waremme se opone a ello. El juramento de Waremme quita toda responsabilidad a los otros. Un juramento semejante es una plaza fuerte. Vea un poco: estaba allí Ana Jahn, la bella, la noble, la infortunada Ana Jahn. ¡Y bien! ¿Por qué pone esos divertidos ojos de asombro, esos ojos tan redondos? —En efecto, Etzel había levantado los ojos, impresionado por la sorpresa, habiendo babeado el viejo esos tres calificativos con rabiosa ironía—. Esto se leía en todas partes por aquella época: la bella, la noble, la infortunada Ana Jahn. Inmediatamente después de aquella noche, cayó gravemente enferma. Durante seis semanas, decíase, estuvo al borde de la tumba. Necesitaba grandes cuidados. Ninguna emoción, ¡por amor de Dios! Pasadas esas seis semanas, la trasladaron al Mediodía. En Niza o cualquier otra parte, el diablo sabe dónde, se recogieron sus declaraciones. Sólo apareció en la última audiencia. Y el tribunal se entregó a una enternecedora simpatía. Era un raro placer ver con cuánta precaución procedía en su interrogatorio el señor presidente. Hábilmente le ponía en la boca las respuestas más exquisitas. Y el propio señor substituto Andergast era todo azúcar y miel. Por poco también ella era víctima de ese monstruo, ella, la virgen pura, inmolada por ese infame seductor. Y súbitamente todo el mundo olvidó las vocinglerías de antes. Incluso es un milagro que esos señores profesores, funcionarios, oficiales y estudiantes no hicieran bajo sus ventanas una demostración con antorchas. Bruscamente se había convertido en blanca paloma y él, buen Dios, para él el peor de los términos resultaba aún demasiado bello. No hablo del público. El público tenía una opinión bien distinta. Después del juicio, se creyó que las cosas tomarían un cariz peor todavía. ¡Basta! Dejemos esto de lado. ¿Pero qué quería decir?… ¿Qué era, pues, lo que quería decir?… ¡Ah, sí! Waremme… sin Waremme, sin el testimonio de Waremme, ¿comprende usted?, la cosa habría terminado de modo muy distinto. Este hombre fue quien nos entregó. Este hombre, le digo, una maldición pesa sobre él, o bien no hay Dios en el cielo —de súbito caía en el énfasis bíblico. Etzel bajo la cabeza—. Este hombre… espero que aún no haya sonado su última hora. Lo espero para un gran bien en nuestro favor, y también para él, sin lo cual nadie desearía estar en su sitio cuando suene esa hora. De la otra… no quiero hablar de ella. Además creo que ya ha recibido su recompensa. Se ha contado toda clase de cosas. Pero el hombre… el juez de aquí abajo aún lo espera. ¡Sí, es cosa segura!
Etzel miró el péndulo.
—Debo regresar a casa —dijo asustado. El viejo sacudió la cabeza. Etzel le preguntó si podía llevarse algunos periódicos para leerlos.
El viejo dijo que sí con la cabeza y le ayudó a sacar algunos. Cuando Etzel ya se encontraba en el corredor, corrió hacia él y le dio también algunos folletos, pidiéndole que se comprometiera a cuidarlos.
—Pondré todo el cuidado preciso —prometió Etzel y se puso a correr para alcanzar el tren.