CAPÍTULO DUODÉCIMO

1

CUANDO, después de una noche de insomnio, imputable tal vez al detestable lecho del hotel —el alma espartana del procurador general no estaba, sin embargo, acostumbrada a tomar en cuenta semejantes contingencias—, el señor de Andergast penetró en la celda, Maurizius estaba sentado junto a la mesa, leyendo. El preso dejó el libro, se puso de pie y una rara rigidez lo inmovilizó mientras miraba al carcelero que cerraba la puerta. La cara del guardián, abotagada por el alcohol, mostraba un asombro curioso.

—Buen día —dijo el señor de Andergast, afectando un tono de bonhomía que no engañó al prisionero.

—Buen día —respondió éste en el tono de un soldado que contesta a un superior.

—¿Ha descansado bien?

Maurizius se inclinó.

—¿Se puede preguntar lo que lee?

El señor de Andergast tomó el libro; era la crónica de la ciudad de Ruthenburg, de Sebastián Dehner.

—¡Ah! ¿Eso le interesa? Es inútil preguntarlo, ya que lo tiene en la mano. Este libro muestra claramente la manera como vivía el pueblo antes, o mejor dicho, la manera como se le impedía vivir.

—¡Hum!, lo sé bien. La vida del pueblo era más intensa en aquellos tiempos que hoy.

—Más paciente, en todo caso. Cuando saqueaban sus viviendas y mataban su ganado, elevaban una queja ante el emperador, y cuando el emperador no acudía en su ayuda, organizaban procesiones de suplicantes. Los hombres han sido siempre muy pacientes y lo son todavía. De la paciencia de la gente se prevalen todos los gobiernos; es lo que les permite mantenerse.

El señor de Andergast frunció el entrecejo.

—Es usted amargo —dijo, visiblemente decidido a ser indulgente—; pero no vamos a perder nuestro tiempo en vanas polémicas. Usted tenía la intención… espero que no haya cambiado de idea. Ya lo ve, acepto su propuesta y me pongo a su disposición por todo el día.

De nuevo reapareció la extraña rigidez en el preso, que declaró, con la mirada fija:

—Lo que prometí, lo cumpliré.

Estaba apoyado en el muro. El señor de Andergast llevó la silla junto a la ventana y se sentó. Hizo a Maurizius con la mano un gesto cordial, invitándolo, como al comienzo de su entrevista, a colocarse a su lado. Maurizius pareció no verlo y permaneció de pie, junto a la pared. Sus párpados se cerraron a medias, sus dientes pequeños mordisquearon el labio superior finamente arqueado; varias veces se pasó con nerviosidad la mano por la frente y empezó a hablar en voz tan baja, que a ratos se ahogaba hasta el punto de que costaba trabajo oír lo que decía.

2

PODÍA indicar con precisión el día en que vio a Ana por primera vez. Era el 19 de septiembre de 1904, un lunes.

—Yo volvía de la Facultad —dijo—, y en la sala había un abrigo de mujer forrado en piel, que exhalaba un perfume, un perfume dulce a verbena… todavía lo huelo en sueños.

Se detuvo como para aspirarlo. (El comienzo de su relato era entrecortado con frecuencia por vacilaciones, silencios; el pensamiento retrocedía, hurgaba en el pasado, como quien mete la mano en el agua para retirar, penosamente, con una especie de miedo, objetos hundidos. Esto, claro está, es imposible de transcribirlo ni parecido). Al entrar en el cuarto, vio a las dos hermanas sentadas, una frente a la otra; su mujer le dijo sonriendo: «Es Ana». No pudo disimular su sorpresa. Había oído hablar mucho de la belleza de Ana, y sobre ese punto esperaba verse maravillado (en efecto, está preparado para su llegada); pero, de todos modos, quedó sorprendido al verla. Era más hermosa de lo que se esperaba y, en todo caso, diferente. Su presencia le provocó malestar; sobre todo el pensamiento de tenerla por compañía en la casa, le resultaba desagradable. Abstracción hecha de la molestia que un huésped trae a toda intimidad apacible, aquella joven de dieciocho a veinte años tiene en su persona algo que fuerza y retiene la atención. No se podía decir exactamente qué era, solamente se lo sentía. Los días siguientes encontró a Ana poco amable y no pudo dejar de hacérselo notar a su mujer; citó varias ocasiones en que los modales altaneros de Ana lo hirieron; hasta se hubiera dicho que Ana misma buscaba las ocasiones de mostrarse altanera. «Me trata como si yo tuviera un robo sobre la conciencia», le había dicho a Elli. Ésta trató de excusar a la hermana, sintiéndose su protectora; pero él adivinaba que las dos hermanas no se comprendían. Elli admiraba en Ana la belleza que todo el mundo admiraba, y se esforzaba por ayudarla en todas las formas posibles; Ana tenía preocupaciones materiales, y su difícil situación le creaba a Elli el deber de tomar como suya su causa, pero es imposible olvidar los veinte años que las separan; una hermana no puede esperar que la otra se coloque bajo su dependencia; además, Ana no está dispuesta a ello.

El observa y se mantiene en la sombra. Encuentra placer en criticar a su cuñada. Muy particularmente, le molesta la costumbre que ella tenía de confesarse todos los domingos.

Un día que él se permitió hacer una observación irónica al respecto, dijo ella: «Un impío no tiene derecho a meterse a hablar de un sacramento».

Esa misma noche Maurizius les leyó, a ella y a Elli, un ensayo que acababa de terminar sobre los paisajes de Durero. El trabajo pareció hacer impresión en Ana y lo discutieron.

—¿Dirás que quien ha escrito esto es un impío? —le preguntó él—. Entonces, ¿qué es un impío?

Ana guardó silencio y pareció reflexionar. Tenía siempre en los labios una sonrisa indefinible que, para los que vivían siempre junto a ella, resultaba una sonrisa estereotipada y desagradable. Es una respuesta siempre pronta para multitud de cosas: cumplidos, consejos, servicios prestados, contradicción, invitación a hablar; es una actitud que se mantiene vagamente entre la cortedad y la burla. Maurizius se detuvo analizando aquella sonrisa. Para él es una sonrisa de jovencita gazmoña e irrespetuosa.

—Es —explicó— una insolencia que sólo se encuentra y sólo se tolera en las jovencitas de dieciocho años. Si uno hubiese podido desprender aquella sonrisa de sus labios así como se arranca una etiqueta de una caja, estoy seguro de que se hubiera descubierto un defecto, una rajadura en el esmalte —precisó con aire pensativo—. Pero no nos detengamos en ella más tiempo.

(Era visible que Maurizius se aplicaba a evocar netamente la personalidad de Ana, a lo cual el señor de Andergast no podía hasta aquí encontrar nada de atrayente, e inmediatamente expuso un recuerdo característico).

Una mañana Elli le dijo:

—Figúrate que Ana no quiere quedarse en casa…

—¡Ah!, sin duda nosotros no somos gente bastante bien para ella —respondió—. ¡Bah!, el viejo Jahn tampoco habitaba un palacio en Colonia.

—No es eso —respondió Elli vacilando—, no le gusta tener su habitación al lado de nuestro dormitorio; aunque yo, a pedido suyo, ya coloqué el armario delante de la puerta y rellené el hueco con colchones; pero no basta, y eso le resulta penoso.

Maurizius encontró odiosa semejante gazmoñería. Elli tuvo que calmar su indignación diciéndole que, como Ana había sido educada en un convento, tenía que perdonar su exageración.

—Sí, es su espíritu católico —reconoció él con tono de reprobación, y con su experiencia de hombre que ha vivido, repitió el lugar común: los ojos púdicamente bajos ocultan con frecuencia una imaginación desvergonzada. Pero los ojos de Ana distaban mucho de estar púdicamente bajos; su mirada, muy al contrario, abarca cosas y personas con una franqueza sin indulgencia (encima de la sonrisa antes mencionada), como si las cosas más secretas no le fuesen desconocidas. Ella no se encontraba en su lugar en ninguna parte, ni con la burguesía, ni en el gran mundo, en la bohemia tampoco y mucho menos en el demi-monde. No es divertida, no sabe llevar una conversación y tiene poca lectura; en sociedad hace sólo un papel deslucido. ¿Entonces, no tiene más que su belleza? Uno se cansa de ella. A la larga, eso aburre. Y sin embargo, sin embargo… es un agua profunda, un abismo donde uno se ahoga. Ella no podía soportar una palabra equívoca, ni el menor sobrentendido en la conversación, y ese rasgo de su carácter la hace poco sociable. Ese horror que confesaba sin ambages suscitó un día una riña con Elli y una discusión con él, Leonardo. Elli tenía algunos invitados a comer, entre ellos un señor de Buchenau, más tarde amigo íntimo de Waremme, rico deportista y coleccionista, además muy joven, bastante espiritual, cínico y narrador muy apreciado de anécdotas atrevidas. No dejaba de contarlas aquella noche; sus historias se hacían cada vez más escabrosas; mientras con palabras apenas veladas daba la versión de una anécdota muy libre (acostumbrado a encontrar un auditorio gastado, no retrocedía ante las frases más crudas), Ana se puso de pie con aire de una persona que acaba de comprender lo que la conversación tiene de inconveniente; echó a Buchenau una mirada que lo dejó frío, detuvo la palabra en sus labios y salió de la habitación para no volver más. Al otro día Elli le preguntó la razón de su conducta y le declaró que no es costumbre de las personas de cierta categoría entretenerse contando con el borde de los labios historias de personas virtuosas, que no permitiría que se tuviesen groserías con sus invitados, y otras cosas por el estilo; para terminar, apeló al juicio de Leonardo. Ana fijó en el vacío la mirada de sus ojos claros; se hubiera podido creer que buscaba el rostro de Maurizius, pero miraba en dirección a su rodilla, y al mismo tiempo, sonreía con aire raro y somnoliento. Él se cuidó de decir nada porque la escena le era penosa; por primera vez no podía echar la culpa a su cuñada. Elli le dijo a Ana por encima del hombro:

—Verdaderamente, creo que estás tan infatuada de tu persona que no sientes cuando hieres a alguien.

Entonces Ana respondió:

—Pero ¿qué dices?

—Recuerdo —prosiguió Maurizius— que aquellas tres palabras me hicieron estremecer. Se hubiera dicho, tengo aún su acento en mis oídos, que era un ciego estupefacto al oír que alguien le dice que es bizco. Quizás le sorprende que yo pueda repetir todo esto con tanta exactitud, pero le aseguro que ni una palabra está modificada ni inventada, porque tengo cada sílaba grabada en la memoria y podría dibujar cada expresión de su fisonomía; sucede solamente que un detalle no está más en su lugar, pero aparte de eso, todo se halla tan vívido como si las cosas fuesen de ayer.

Maurizius se alejó unos pasos de la pared, pero volvió al mismo lugar en seguida, tomó si hubiera allí alguna garita que lo protegiese de peligros sólo conocidos por él. El señor de Andergast, con las manos juntas sobre sus piernas cruzadas, con la cabeza ligeramente inclinada y vuelta hacia la ventana, estaba molesto por los martillazos sordos que subían del patio de la cárcel y lo obligaban a redoblar la atención para no perder una palabra de lo que decía la voz incolora, junto al muro. Los hechos le eran conocidos hasta cierto punto, al menos despertaban el recuerdo de hechos conocidos, pero por otra parte eran por completo nuevos para él. En cierto modo, experimentaba la impresión que uno tiene leyendo un libro cuyo contenido no se sabe sino por un análisis detallado de los artículos de periódicos o por un comentario. Uno queda estupefacto al ver que el análisis, por fiel que sea, no tiene, por decir así, ningún parecido con la vida del libro mismo, con los acontecimientos vividos y sus efectos inmediatos. Cosa curiosa, notaba que esta comprobación lo contrariaba y aumentaba la angustia en que lo sumía desde tiempo atrás la incertidumbre de su juicio y de sus ideas.

3

MAURIZIUS, con la misma mirada apagada y fija que mostrara hasta aquel momento, comenzó a hablar de su primera conversación íntima con su joven cuñada. Parecía sentir que el tema de su conversación con Ana no tenía gran importancia. Lo que importaba es a lo que condujo esa conversación. El menor incidente se convierte en un eslabón de la cadena. No hay para qué decir que ella había oído hablar de su pasado de seductor y aventurero; Leonardo no se preocupaba en absoluto por eso. Según sus ideas de entonces, una reputación como la suya debía, en efecto, contribuir más bien a hacer interesante a un hombre que a echarle encima el descrédito.

En el fondo, Ana no creía que él se hubiera corregido después de su casamiento, y lo tenía siempre por un hombre sujeto a caución.

Tanto peor, porque nadie la encargó de juzgarlo, su moral no es la de él, y, por su parte, buscará los medios de pasarse sin su aprobación y su simpatía. Después de todo, ¿qué era ella? Una personita pretenciosa que vivía del crédito que le procuraba su hermosa cara. A pesar de todo, el desdén que notaba en ella lo atormentaba; no podía sentirse tranquilo; aquel desdén le quitaba el sueño y envenenaba sus descansos; veía sin cesar sus cejas ligeramente fruncidas sobre sus ojos pardos de mirada de acero. Maurizius pasaba, como ya lo dijimos, rápidamente sobre todo eso. Las cosas no habían diferido en nada de como son en otros mil casos semejantes. Por otra parte, comprueba que, hasta un preciso momento, ni su vida ni su persona se salieron jamás de la trivialidad corriente. Después, de pronto, llega ese momento preciso; el destino lo ha agarrado. Llegó derecho sobre él como un enorme bloque de roca. Un instante de tiempo antes, ni se hubiera podido sospechar la existencia de ese coloso, la fatalidad. («¿No le parece —interroga en el vacío— que lo que se llama fatalidad toma con gran frecuencia nacimiento fuera de nosotros, de una manera insidiosa y cruel, y que, en cierto sentido, nos sobrepasa también? Se continúa estúpidamente divirtiéndose con tonterías y luego, el día en que uno se siente perdido, se espanta al reconocerlo: ¡Ah! ¡Es la fatalidad! Eso es lo que me sucedió a mí»). La palabra que Ana le arroja durante la conversación: «¡Pero te has vendido!», le golpea en pleno rostro como una bofetada. De momento, queda sofocado ante ella; se siente desconocido y ultrajado. En cuanto a Ana, parece lamentar el insulto y emocionada le oye rechazar el ultraje desplegando toda su elocuencia. Cuando se separan, ella le tiende la mano y su silencio contiene a la vez un ruego y una promesa. ¿La había convencido? Es dudoso, y él conserva de aquella escena una impresión de malestar. Un estremecimiento de desesperación lo sacudió, reconociendo súbitamente que ella tenía razón. Despertar pleno de consecuencias. Se vio además obligado a sostener cada mentira con otra, a acumular mentiras sobre mentiras hasta ahogarse. La historia de la carta anónima que él mismo escribiera, marca el punto de partida de la carrera al abismo. Al llegar aquí se apartó de nuevo en sombrías reflexiones y se extendió sobre la distinción entre la mentira en palabras y la mentira en acciones, viendo en ellas la misma diferencia que entre un bacilo inofensivo en ciertas condiciones y un organismo infectado. Una maldición pesa sobre el hombre que se casa con una mujer sin amarla; es una falta que no puede reparar y que lo conduce irremediablemente a su pérdida, sobre todo si, como en su caso particular, lleva consigo la pérdida de su mujer. Cuanto más nobles son los motivos que él se atribuyó, más desastrosas son sus repercusiones. Se había imaginado que obraba cuerdamente casándose con Elli y carecía del conocimiento más superficial de su naturaleza. Si era un hábil cálculo de su parte, era netamente una infamia, fuesen cuales fueren sus intenciones, nobles o seudonobles; y si era ligereza de espíritu y fatalismo despreocupado, entonces todavía tenía bastante menos derecho de asombrarse por los sufrimientos que le hirieron como consecuencia.

No, en ello no había nada que fuese de naturaleza sorpresiva. Cuando un hombre se da, y, con una restricción mental, excluye su alma de esa dádiva, al mismo tiempo que acepta el alma de la otra persona como si se tratase de un intercambio leal, comete un crimen, tal vez el peor que pueda cometerse. Es muy lindo decirse para disculparse: «Yo no sabía», pero la falta no queda atenuada ni en un ápice; debías saberlo. Es aquí donde el adagio: «Nadie está exento de conocer la ley», adquiere todo su valor. La ignorancia de la ley… ¿de qué ley? De la que se lleva en sí mismo. Ésa, uno está obligado a conocerla.

Maurizius se quedó abismado, pero sólo medio minuto. Mientras el señor de Andergast, con un resto de desconfianza, pensaba en aquel condenado (qué profundo sentido tomaba de pronto esta palabra) que desgarraba el alma, éste proseguía ya su relato. Pocos días después de su discusión con Ana, recibió de su abogado de Suiza una carta anunciándole el nacimiento de su hija Hildegarda e informándolo de las exigencias de su antigua amante. Supo que ésta se hallaba agonizante y que estaba en el más completo desamparo.

Se vio en medio de inextricables dificultades.

Su primer pensamiento fue: Ana. Confesaba que, abstracción hecha del engorro terrible en que se veía metido, sintió el deseo irresistible, hasta mórbido, de mezclar a Ana en el asunto. Sus relaciones eran entonces bastante cordiales; ella le había contado muchas cosas de su vida, aunque nada de que pudiera sacar consecuencias, es cierto; nada que le permitiera ver en el fondo de su alma, porque Ana seguía siendo para él una carta cerrada; Ana había discutido con él proyectos para lo por venir; había comenzado a manifestar interés por sus trabajos, dejándolo a veces estupefacto por la justeza implacable de sus observaciones; y eso lo alentó para tentar una gestión de la que no examinó el alcance y que arriesgó simplemente, como uno arriesga su postura en la ruleta. Ella lo escuchó y no dijo nada; se fue. Entonces él se quedó presa de una inquietud todavía mayor. ¿Habría nuevamente perdido su estimación y su simpatía?

Dos horas más tarde, ella lo citaba por teléfono para encontrarse en el paseo, se declaraba dispuesta a ir a Suiza para buscar a la niña y conducirla a Londres a casa de su amiga la señora Caspot. No le dio tiempo para hacerle preguntas ni inquirir detalles; ella lo había decidido así y así se haría; sólo era preciso conseguir el dinero para el viaje y para pagar el sueldo de la acompañante que ella llevaría. La sorpresa lo dejó mudo. No la había creído capaz de tanta celeridad y aquello sólo hizo despertar más su admiración.

Bajo su frialdad, bajo aquel noli me tangere altivo y desconfiado, dormían instintos maternales y sentimientos compasivos; tal vez acogía también con placer la ocasión de hacer olvidar la injusticia con que lo había juzgado. Quimeras. Ella deseaba partir y eso era todo. Sus viajes a Suiza e Inglaterra, para decirlo en una palabra, eran tentativas de evasión; nada más que tentativas, es cierto; pero, sin embargo, medios de ganar tiempo y de esperar la intervención de una casualidad providencial. Después se interesó ciertamente por la pequeña Hildegarda con una pasión incomprensible; en las horas más sombrías del período que siguió a eso, no cesó jamás de ocuparse de la niña, como si tuviese en ella una tabla a que aferrarse o un refugio supremo contra la fiebre y los tormentos, pero en la época en que ella tomó aquella decisión, sólo el miedo la hizo obrar. El cambio no escapaba a Leonardo. La confusión la había ganado; reía sin motivo; en medio de los preparativos del viaje, media hora antes de la salida del tren, ella recordó que había olvidado su reloj de pulsera en la biblioteca de la Facultad, y casi sufrió una crisis de lágrimas; él tuvo un trabajo ímprobo para calmarla; como él insistiera en que le explicase los motivos de su trastorno, asustada, eludía sus preguntas, pero por fin terminó por decir, como una confesión penosa, que la causa era debida a sus crisis. Hacía ya un año que no las tenía, pero sentía que iban a venirle de nuevo, porque el peso que sentía constantemente en su cerebro era el signo anunciador.

Aquello era cierto y esto no lo era. Él las conocería, aquellas crisis, pero Ana no las temía tanto como deseaba hacer creer; otra cosa la oprimía, otra cosa de la que no hablaba, porque las palabras no podían franquear sus labios. Haría falta tiempo, mucho tiempo, antes de que lo supiese, y el día en que lo supo era ya demasiado tarde, porque estaba metido plenamente en la hornalla.

—En aquella época quizás hubiera podido luchar todavía. Si alguien me hubiera dicho: si quieres vivir, parte con ella, escóndete con ella, no te hagas ver en tu país ni en tu ciudad, ni en tu casa; desaparece, muere para el mundo que hasta ahora ha sido el tuyo; tal vez yo lo hubiera hecho, porque en esa época ella ya me era… Dios mío, ella ya me era… no, no hay palabras para decirlo; quizás hubiera podido decirlo, ¿quién sabe? Pero nada de eso sucedió, porque esas cosas no suceden nunca. Aquel que sugiriese semejante consejo le ahorraría a uno los tormentos de la vida y la muerte; pero ciertas cosas están ineludiblemente escritas en el libro del destino de uno, ésa es la verdad…

Se interrumpió; acercándose a la mesa, tomó el jarro y llenó el vaso, que bebió de un trago. Permaneció un largo rato silencioso, con ambos brazos apoyados en la mesa y la cara estirada hacia adelante.

—Entonces, Waremme —dijo tranquilamente el señor de Andergast.

—¡Ah!, sí, Waremme.

4

TEMIENDO que Maurizius, por cualquier causa, ya porque su emoción fuera demasiado fuerte, o bien porque sus recuerdos se hubieran esfumado, perdiese todo deseo de proseguir su relato, y queriendo por medio de preguntas rápidas, en las que ponía tanto interés como era posible, ayudarlo a vencer aquella vacilación malhadada, el señor de Andergast lo interrogó después de una pausa:

—¿Si he comprendido bien, apareció de improviso?

—Precisamente así fue.

—¿Y Ana Jahn conocía ya su llegada cuando usted le confesó lo del niño?

—Sí, ella sabía ya que él había descubierto su pista.

—¿Cómo… descubierto su pista? ¿Entonces, la perseguía en cierto modo?

—Si no la perseguía exactamente, por lo menos trataba de volverla a encontrar. No le era difícil enterarse de que estaba viviendo en nuestra casa.

—Ciertamente; pero ¿cuáles eran los motivos que ella tenía para ocultarse y aun de temerle?

Maurizius no respondió.

—Bueno, quiero admitir —siguió el señor de Andergast— que ella tuviera una razón, la mejor de las razones, si bien no puedo imaginar cuál pudiera ser; entonces, ¿por qué no aprovechó la ocasión que usted le ofrecía? ¿Por qué volvió? Hubiera sido fácil encontrar un pretexto plausible para permanecer en el extranjero; ella no tenía más que escribirle a usted, por ejemplo, que la pequeña estaba enferma o bien que la señora Caspot estaba ausente o que no ofrecía todas las garantías deseables. Con seguridad que usted no hubiera hecho ninguna objeción a que postergase su regreso para una fecha indeterminada. Eso le hubiese hecho ganar tiempo sin despertar ninguna sospecha.

—Eso está muy bien razonado, pero ella no podía hacerlo.

—¿Por qué, pues?

—Por qué… porque él la había hechizado.

El señor de Andergast adoptó un aire incrédulo.

—¡Qué él la había embrujado! ¡Bah! ¿Qué está diciendo? Eso no se ve más que en los dramas de los teatrillos de los bulevares. Hubo un tiempo en que uno de ellos hizo furor; tal vez lo recuerde, se llamaba Trilby, un bodrio lamentable. Había en la obra un tal Svengali, una especie de hechicero también. Todo eso, sabe, son cuentos de piratas. Por mi parte, jamás pude cerciorarme de que tales cosas sucedan en la vida. ¿Embrujada?… Explíquese más claramente.

Maurizius sacudió la cabeza sin levantar los ojos.

—Eso no se explica. Historias de piratas, dice usted. Es posible; sí, yo vi Trilby una vez. Esas frivolidades a veces encierran ideas que responden a realidades del momento.

—¿Cómo conoció usted a Waremme? Según el sumario, no fue por medio de Ana Jahn.

—No, no fue por ella. Algunos días antes de su regreso, me encontré en la calle al señor de Buchenau, quien me dijo: «Señor Maurizius, es preciso que venga hoy a tomar el té en casa; se encontrará con un hombre como jamás habrá visto, un poligloto, un nuevo Winckelmann, un poeta favorito de los dioses». Ésas fueron sus propias palabras. Como yo conocía a Buchenau, que era un escéptico a quien nadie había visto entusiasmado por nada, aquellas palabras excitaron mi curiosidad, y fui. Era verdad, jamás había visto nada semejante.

—¿En aquel momento, usted ignoraba sus relaciones con la señorita Jahn?

—Sí. El domingo siguiente, era el 27 de noviembre, lo vi en la revista con Ana. Me saludó muy calurosamente, ambos se detuvieron y yo los acompañé.

—¿Fue a partir de aquel día que se establecieron las relaciones de amistad entre los tres?

—Sí.

—Entonces, es preciso que la primera impresión de la señorita Jahn, para emplear la palabra más anodina, se hubiese calmado poco a poco. ¿Más bien sería una idea, histeria?

—¡Oh, Señor, Dios mío! —murmuró Maurizius.

El señor de Andergast lo miró, intrigado. Maurizius introdujo su índice por el cuello como si se sintiese sofocado.

—¿O bien tiene usted la impresión de que algo… decisivo había pasado entre ellos?

—¡Oh, sí! —replicó Maurizius con voz apagada—, ¡oh!, sí, algo terriblemente decisivo.

Se sostuvo del borde de la mesa. El señor de Andergast esperaba; sentía que su corazón latía con violencia.

—Algo… —prosiguió Maurizius; de pronto la voz se le endureció—: La había violado.

El señor de Andergast saltó:

—¡Vaya! ¿Cómo? —exclamó, perdiendo por primera vez todo control de sí mismo—. Es una locura… usted lo ha soñado.

—La había violado cuando ella tenía diecisiete años —repuso Maurizius con voz sorda, mientras se aferraba tan convulsivamente al borde de la mesa que tenía los nudillos blancos.

Se oyó en el patio una orden seca, y los martillazos, que desde media hora antes habían cesado, volvieron a oírse. Un volar de golondrinas atravesó el cielo azul matinal. El señor de Andergast se sentó de nuevo. Buscaba las palabras.

—Sin duda —sugirió—, se trata de una de esas falsas declaraciones tan corrientes. Nuestra experiencia nos prueba que las violaciones son extremadamente raras. La víctima queda, en general, en un estado de espíritu que la turba sobre lo que ha pasado y la incita a formular una acusación desprovista de fundamento.

Aquella digresión jurídica no arrancó a Maurizius más que una pálida sonrisa:

—Usted se equivoca —respondió—: el delito fue consumado.

Luego agregó, después de un hondo suspiro:

—De todos modos es curioso que…

—¿Por qué curioso? ¿Qué quiere decir?

—Esto: que el sumario del proceso es sin duda tan voluminoso como un tratado de historia en varios tomos y que el hombre que, en cierto sentido, ha sido el autor responsable de ese trabajo, no puede menos que confesar su ignorancia en cuanto se trata de un hecho que no salta a los ojos. Es la pura verdad y usted no puede negarlo. Perdóneme, no quisiera molestarlo, pero tal vez usted mismo vea por eso lo que en realidad es la justicia y el procedimiento. La balanza de Themis, Dios mío… no es un instrumento delicado; es una balanza maciza que no se mueve sino cuando se le echan en los platillos pesas de un quintal. Perdóneme, pero es sencillamente una idea que me atraviesa por la mente.

El señor de Andergast tomó el partido de ignorar el ataque.

—Lo que no puedo comprender es que usted lo haya sabido —dijo—. La señorita Jahn no puede… No, no hay necesidad de conocer su carácter complicado para darse cuenta de que es inadmisible. Tal vez otras personas estaban en el secreto. Quizás han querido más tarde, después del proceso, hacerle creer a usted esa monstruosidad para…, para que no se dejara detener más por ciertas consideraciones. ¿Dígame? Reflexione un poco.

Maurizius sacudió la cabeza y reapareció en él la pálida sonrisa.

—Lo sé por el mismo Waremme —dijo; el señor de Andergast se sobresaltó:

—¿Qué? ¡Por el mismo Waremme! Entonces, usted habla del último tiempo y la confesión significaba: no pierdes gran cosa al perderla, porque hace mucho tiempo que esta hermosa estatua ha sido arrastrada por el barro…

—No hay tal cosa. No fue una confesión.

—¿Y entonces, que?

—No fue en los últimos tiempos cuando lo supe, sino al segundo mes de nuestras relaciones, en enero.

—Ahora ya no comprendo rada —dejó escapar el señor de Andergast.

Maurizius lo contempló con una mirada singularmente mala:

—Lo creo muy bien —dijo. Tomó otra vez la jarra, llenó el vaso y lo bebió de un trago.

—Es difícil comprender algo de aquello si no se tiene en cuenta la influencia que Waremme ejercía entonces sobre mí —prosiguió. Se acercó a la cama de hierro y se dejó caer en ella, en apariencia agotado—. Yo era enteramente una cosa suya, veía por sus ojos, empleaba sus mismas palabras, juzgaba las cosas como él y como él me conducía. Comparada con la suya, mi cultura espiritual no era más que un montón de hojarasca. Yo no había hecho más que probar de todo, libar de un lado a otro, o bien había estudiado para hacer de ello mi sustento. Eso hacía de mí, a su lado, sólo un pobre incapaz. Lo mismo sucedía con los otros. Todo el mundo estaba a sus pies. Desde que uno se hallaba en el mismo lugar que Waremme, quedaba absolutamente deslumbrado, atado de pies y manos. Involuntariamente, se atribuye a un espíritu de este valer el derecho de jurisdicción sobre la conducta de los demás. Ignoro por qué, pero es un hecho. Para las personas cuya existencia es absorbida por la cultura intelectual y la ciencia, la moral no es sino una excrescencia superflua sobre la esfera radiante del espíritu, si puedo expresarme así. En aquellos años, era particularmente chocante.

»Era lo que creaba alrededor de nosotros los jóvenes, ese… ese vacío, simulacro del infinito. Fue mucho más tarde, en esta casa, cuando yo me di clara cuenta de ello. En Waremme veía o creía ver, a lo que uno podía llegar cuando… ¡eh!, sí, debí de pensar así: cuando uno es alguien; pero él no lo hacía sentir a uno tan poca cosa, un pobre ser ínfimo, ambicioso, henchido de vanidad, un fracasado. No lo humillaba a uno, a pesar de su ardor y su impulso; era demasiado buen camarada para hacerlo; llevaba dentro de sí la misma pasión que electriza, una pasión inagotable, ya fuese que le sirviese a uno champaña y caviar o que le regalara con poemas e ideas. Uno podría pasar noches y noches en su compañía sin experimentar la menor fatiga y sin pensar en dormir. Aquel hombre era un enigma; estoy convencido de que no se encuentra un hombre parecido cada cien años, así como no se encuentra un Kepler o un Schiller y, al mismo tiempo, estoy convencido de que era el diablo, sí, el diablo en persona. Nadie tiene para creerlo mejores razones que yo. Y vea que el mal, el mal absoluto, es extremadamente raro en la tierra, bastante más raro todavía que Kepler y Schiller. Pero no quiero aburrirlo.

»Usted dirá que éstas son divagaciones místicas y que el diablo ha sido durante bastante tiempo la excusa suprema de todos los condenados. El año de que hablo, el consejero Bringsmann, el profesor de literatura a quien todos veneramos, vivía todavía; todos los viernes uno hallaba en su casa a la mejor sociedad y se pasaba allí horas infinitamente agradables e instructivas. El consejero era uno de los más fervientes admiradores de Waremme; sus amigos lo mimaban y tenían toda clase de atenciones para él. El primer viernes del año era el día de Reyes y la reunión particularmente numerosa; Waremme había prometido al consejero que leería el «Gorgias», cuya traducción acababa de terminar. Casi todos los profesores y sus esposas estaban presentes y era un auditorio cuidadosamente escogido. Cuando entré con Elli y Ana en el salón, que no era muy grande la lectura ya había comenzado y encontramos todos los asientos ocupados. Nada tengo de interesante que decir de la lectura misma, pero me chocó ver al entrar que Waremme se interrumpía por algunos segundos y nos dirigía una mirada colérica, probablemente porque llegábamos tarde. Para esas cosas era de una susceptibilidad extrema; entonces yo atribuía dicha actitud a su pedantería y a su carácter despótico, pero era más bien determinada por una vanidad loca, y le guardaba a uno rencor para siempre por haber herido aquella vanidad. No recuerdo bien si fue Ana o mi mujer la que ocasionó nuestro retraso; en todo caso, Ana se hallaba en tal estado de nerviosidad que, al subir la escalera, se pisó el ruedo del vestido, lo que nos hizo retrasar todavía más, porque hubo que prender el borde desgarrado con alfileres. Mientras lo hacía, estaba pálida como un papel y sus manos temblaban de agitación. Waremme fue colmado de aplausos y elogios, mientras todo el mundo se agrupaba a su alrededor; parecía muy locuaz, más bien dispuesto y expansivo aun que de costumbre. Noté que simulaba ostensiblemente no habernos visto a Ana y a mí; con Elli nunca se había llevado bien. Yo pensé: «En verdad, es llevar la venganza demasiado lejos por una falta bien leve». Entre los invitados se encontraba también un joven profesor de Heidelberg que había publicado recientemente un estudio sobre los temas legendarios de Shakespeare. Waremme conocía el trabajo en cuestión, y al leerlo se había sentido irritado por algunos juicios absurdos; habíamos hablado de eso unos días antes; en particular le habían exasperado las críticas de «Medida por Medida», porque tenía a esta obra en gran estima. No dejó escapar la ocasión de explicarse con el autor y terminó por acorralarlo de tal modo que el infeliz ya no sabía qué decir y hubiera deseado implorar la absolución. La discusión llamó la atención general; todas las demás conversaciones se habían apagado. Embriagado por su éxito, por las miradas de admiración de los concurrentes e impulsado por una intención secreta que sólo más tarde descubrí poco a poco, subyugó a los presentes con una de sus famosas proezas oratorias. Después de una alocución breve y encantadora, recitó de memoria toda la última escena del segundo acto —el magnífico diálogo entre Angel e Isabel—, en el cual le promete la vida de su hermano si se le entrega. En mi vida olvidaré la expresión, la potencia con que declamó aquel trozo, graduando la emoción como un actor consumado y, al mismo tiempo, no como un actor, sino como alguien que vive la escena, que la vive en el mismo minuto. «Creed bien esto, Monseñor: preferiría antes entregar mi cuerpo que mi alma»; y la respuesta de Angel: «No hablo de vuestra alma; los pecados a los cuales estamos obligados, sirven para hacer número más bien que para acusarnos». Y la escena en que ella dice: «Las mujeres son como los espejos en los que ellas se contemplan y que se rompen tan fácilmente como reflejan las imágenes». Y luego su indignación salvaje: «¡Oh!, un honor demasiado pequeño para ser muy creído y una intención muy perniciosa. ¡Hipocresía! ¡Hipocresía! ¡Te denunciaré, Angel!». Y la respuesta de él: «¿Quién os creerá, Isabel? Mi nombre sin tacha, la austeridad de mi vida, mi testimonio opuesto al vuestro y mi situación en el Estado, pesarán tanto más que vuestra acusación, que os veréis estrangulada por vuestra propia denuncia y apestaréis a calumnia…». Y cuando él llega al pasaje… veamos, ¿cómo es eso?… desde hace veinte años, desde aquel día, no volví a oír ni a leer esas palabras, pero jamás los años podrán borrarlas de mi memoria… cuando con un ardor y un aire de desafío salvaje que nos escalofrió a todos, llegó a este pasaje: «He comenzado, y ahora suelto las riendas al galope de mi sensualidad; decídete a consentir a mi violento deseo, deja a un lado todas tus debilidades y todos esos rubores que imploran un plazo y que rechazan lo que ellos desean, cede tu cuerpo a mi deseo…». Todas las mujeres en el fondo de la sala dieron un grito; se oyó un ruido de platería y porcelana y hubo un momento de pánico. Me abrí camino a través de la concurrencia y distinguí a Ana que estaba caída sobre la alfombra; al caer, había tirado al suelo una mesita y yacía en medio de platos rotos, té volcado y panecillos, con los miembros sacudidos por un temblor nervioso y con los ojos extraviados. Era la primera crisis de que yo era testigo; la segunda se produjo seis o siete meses más tarde, en su casa, a raíz de una escena con Elli. La llevamos al dormitorio de la señora Bringsmann; Waremme también la atendió; y sólo después de algunas horas se encontró en estado de ser llevada a casa. Esa noche, Waremme me llevó al café, para lo cual yo no me hice rogar porque me parecía que algo debía ser puesto en claro, sobre lo cual sólo él podía arrojar alguna luz, porque yo presentía una misteriosa relación entre la declamación y lo sucedido a Ana. Pidió una botella de champaña, que bebió él solo; luego una segunda, fumando al mismo tiempo sin interrupción cigarrillo tras cigarrillo; no prestaba ninguna atención a mi rostro alterado, ni a las suposiciones que, de tiempo en tiempo, yo arriesgaba con voz insegura. Ya era más de medianoche y no quedaban otros clientes que nosotros, cuando de pronto dijo dándose un puñetazo: «Soy un bruto, un imbécil, por no haber pensado que eso debía hacerle el efecto de un pérfido tiro disparado de atrás. ¿Dónde tenía yo la cabeza para que semejante cosa pudiera sucederme?». Abrí los ojos muy grandes, comenzando a entrever la verdad. Yo sabía que Ana sentía una antipatía mórbida por el teatro y hasta por toda representación escénica, pero era imposible que por declamar en un salón una escena espléndida, Waremme hubiera determinado semejante crisis de nervios. En términos parecidos lo hice notar a Waremme; entonces me tomó de la muñeca por encima de la mesa, palideció y murmuró: «¡No, Dios mío!, pero había allí una analogía terrible; la vida se ha burlado de ella de una manera infernal y colocó en su camino a un Angel que no se contentó con una petición impúdica, sino que, en seguida, transformó su deseo en acto, ¿comprende?…». ¡Vaya si comprendía! Comprendía tan bien, que a partir de aquel instante no comprendí más que aquello y no tuve otra idea en la cabeza, por inconcebible que fuese. Tenía el sentimiento… pero para qué hablar de sentimientos; de pronto el mundo se me convirtió en un lodazal. Waremme tenía el aspecto de un espectro. Me dijo que lo acompañara a su casa, que allí no podía hablar y que no podía quedarse solo; aquel asunto lo había sacudido, despertando el pasado; tenía necesidad de expansionarse con un amigo, porque demasiado tiempo había guardado para sí todas aquellas cosas que lo ahogaban… y otras por el estilo. Lo acompañé entonces hasta su casa, donde sirvió licores, se bebió un cuarto de botella de coñac, y sin dejar de pasearse por la habitación, entró en detalles hablando siempre de Angel y de Isabel. Yo había oído hablar de la representación en Colonia, donde Ana se había distinguido, pero ignoraba que Waremme hubiera sido el director artístico; lo dijo de paso, como si la cosa careciera de importancia. Habían estudiado una pastoral francesa con acompañamiento de música antigua. Ana desempeñaba el papel de una joven noble disfrazada de Pierrot. Ahora bien, terminada la representación, aquel hombre… aquel misterioso Angel, se hizo anunciar en su camarín como deseando hablarle de un asunto urgente. Ella lo recibió. Ya era tarde. Ana, como de costumbre, había puesto mucho tiempo en arreglarse; los maquinistas se habían marchado, así como las demás personas que habían tomado parte en la obra; la sirvienta que debía acompañarla hasta su casa, esperaba en la salida de artistas. Ana se hallaba sola en aquel teatro desierto, entre un patio y un pasillo solitarios, con aquel Angel que en verdad no le era completamente desconocido, según pude entender. Me asombró el arte, diré hasta la elegancia literaria con que, a pesar de su agitación, me describía los lugares y la situación… Ignoro por qué el visitante había escogido ese momento para anunciarle una noticia fulminante, con preferencia a cualquier otro; todo en aquel relato era tan raro, tan equívoco. En una palabra, iba para hacerle saber que su hermano Eric había sido muerto durante un combate en el sudeste africano; el telegrama había llegado ese mismo día. Ese hermano era el ser a quien ella más quería en el mundo tal vez fuese la única persona a quien hubiese amado. Sentía por él un afecto profundo y franco. Fácilmente puede ser imaginado el efecto que produjo en ella una noticia tan inesperada. Aquel Angel estaba expresamente encargado de transmitírsela, ¿y a título de qué? Waremme no lo dijo, sólo me contó que se esforzó por consolarla y calmarla. Pero no se limitó a eso, y se quitó la máscara, por decir así, y se hizo insinuante; una ocasión tan tentadora como aquélla no se presentaría muy pronto. El rechazo de la joven no lo detuvo. Su resistencia lo excitó, llevándolo hasta el extremo, y ella fue su víctima. Mientras Waremme hablaba, me parecía que debía irme en seguida y remover cielo y tierra hasta descubrir al bruto aquel y matarlo. En cuanto a Waremme, tal dolor parecía hacer presa en él a medida que avanzaba en el relato que, una vez terminado éste, se arrojó sobre un sillón estallando en sollozos y gritos aterradores. Después que se calmó, salió de la habitación y yo lo oí ir y venir en el cuarto de baño; tomó una ducha y al cabo de un buen cuarto de hora reapareció con un elegante piyama. Me quedé estupefacto al ver que, con toda calma, me hacía observar con aire de superioridad que la menor palabra que se me escapase sobre aquel asunto delante de Ana, podría tener graves consecuencias para su salud. Que yo era el único en compartir aquel secreto con él; que aquello nos ligaba y nos comprometía recíprocamente. Ana se había confiado a él en un momento de negra desesperación en que daba por terminada su vida; él había logrado darle ánimo, venciendo en ella ciertos prejuicios morales y ciertas veleidades; entretanto, el culpable había escapado y había mil razones para que no volviese jamás. Considerando la cosa objetivamente, lo sucedido a Ana no difería en nada de lo que le pasa a un transeúnte al que un caballo desbocado atropella y que es recogido cubierto de sangre; pero cuando está uno mismo en juego —aquí el recuerdo pareció abrumarlo de nuevo y la voz comenzó a temblarle—, cuando uno piensa en la que estaba en juego, es decir, en ese ser de una imaginación y una sensibilidad exquisitas, no es fácil conformarse tan fácilmente; su alma —la de Waremme— seguía, en todo caso, como aplastada por aquel hecho trágico, y si él no podía separarse de ella, era sólo porque se sentía verdaderamente su amigo y sabía que la amistad era el único terreno donde la raíz herida podía abrevar una nueva savia. Detrás de aquellas palabras se percibía un segundo pensamiento, una intención oculta o una advertencia. Para terminar, me abrazó con afecto, diciéndome que no cometería la locura de hacerme prometer el secreto; que tenía de mí una opinión demasiado elevada, así como de mi buen sentido y mi tacto; para él nada significaba una palabra de honor y otras formalidades de ese género; la situación constituía para él la garantía de mi discreción; ella era de tal naturaleza que toda intervención torpe hubiera sido criminal; la fragilidad de aquella joven tan sensible exigía la mayor reserva, y sólo en homenaje a ella debíamos considerarnos aliados, aliados para protegerla. Le tendí la mano, incapaz de hablar. No recuerdo más cómo salí, ni cómo regresé a casa. Tenía la cabeza vacía.

5

ARRASTRANDO sus pasos, Maurizius anduvo dos veces de un extremo al otro de su celda antes de volverse a sentar y continuar:

—Cuando hoy, al cabo de más de veinte años, ahora que tengo tiempo, que tengo tiempo de sobra para examinar la cosa en todas sus fases, de excavar por debajo y seguir todas las ramificaciones, me pregunto cuál fue la verdadera razón que, en el fondo, incitó a Waremme para hacerme sus confidencias, no hallo una respuesta satisfactoria. Puede ser que haya querido prepararme y prevenir un rumor que pudiese llegar mis oídos; pero ¿tenía por qué temerlo?

»No tenía que temer nada por parte de Ana, y en cuanto al misterioso Angel, es inútil decir que era un fantasma. Nadie más conocía el secreto. Ni nadie en el mundo sospechaba de nada ni tenía la menor idea al respecto. ¿Para qué prepararme? ¿Qué podía temer de mi parte? El cuidado de la reputación y de la salud de mi cuñada, bastaba para desarmarme.

»Tal vez yo hubiera podido matarlo, en una explosión de ira, pero aquella hábil especulación no hubiera podido, preservarlo del peligro. En todo caso, era menester que se sintiera bien seguro de sí mismo para entablar conmigo un juego tan peligroso. Pero no había nada de eso: más bien quería hacerme reflexionar. Él había notado que desde hacía tiempo mis relaciones con Ana se hacían cada vez más familiares y quería cortar con aquello, dándome a entender: «No se te ocurra tocarla; no es para ti y chocarás con obstáculos que yo mismo no puedo vencer y que menos lo podrás tú; ya ves que yo me contento con ser su amigo y ayudarla; eso es todo cuanto uno puede pretender; es preciso ser un vil sin escrúpulos para esperar más». Quería —y esto está de acuerdo con su carácter— romper por medios retorcidos el impulso de un rival que en el fondo de él mismo no tomaba en serio. Mi experiencia ulterior es la que me hace decir esto, porque en aquel tiempo yo estaba cegado, aunque asaltado por las sospechas. No podía apartar de mí la impresión penosa que me había hecho su elocuencia persuasiva; me pareció que no había buscado otra cosa que colocarse ante mí como un hombre generoso, y cada vez que recordaba su emoción y la explosión de su dolor, encontraba en ellas el mismo arte perfecto que en su declamación de la escena de Shakespeare. Es probable que las dos veces su actitud fuese función de un solo y único sentimiento; era ocioso buscar en ello una intención, un plan, un fin. Tal vez era la indomable necesidad de exaltar sus facultades, de disfrutar con su propio talento: poner cierto énfasis en la vida era para él la necesidad imperiosa de una segunda naturaleza y, para satisfacerla, no vacilaba en arrojarse eventualmente al peligro. Quizás todo aquello no era más que el producto de su imaginación, una mixtificación, una fábula a lo Waremme; eso me parecía también muy posible. Lo cierto es que entregándome a esas especulaciones tomaba por mal camino. Hasta ese momento yo había creído que él sentía estimación por mí, o en todo caso que me prefería a muchas otras personas; tenía numerosas razones para pensarlo; de pronto, me pareció que me odiaba, que me odiaba con un odio secreto, insondable, que lo hacía capaz de todo, tanto en el mal como en el bien; —había que hacerle esa justicia; en el bien también; pero ¿por qué ese odio, por qué? Aún hoy lo ignoro; los celos no bastaban para explicarlo; él era de un carácter demasiado despótico para ser celoso, demasiado penetrado del sentimiento de su valía y de su superioridad. De modo que yo no hallaba en ninguna parte un punto de apoyo ni donde hacer pie. Durante días enteros vagué como un inconsciente y hubiera querido esconderme; tenía miedo de volver a ver a Ana, porque tendría que impedirle que viese en mis miradas cierta imagen que me enloquecía. Yo obraba como aquel cuyo bien más preciado, una tela de Rubens o de un Leonardo de Vinci, hubiera sido manchada por manos sacrílegas, igual que si Ana hubiera sido mi bien, como si yo hubiera tenido derechos establecidos sobre su virginidad y que una cosa semejante no hubiera debido suceder porque yo existía. Me sentía desamparado y literalmente destrozado. El trabajo me causaba horror y no hallaba reposo en ninguna parte; no podía cambiar con nadie cinco palabras seguidas, y la vida al lado de Elli se hizo para mí un suplicio, por razonable y buena que ella se mostrara. Esto cambió algunas semanas más tarde. Yo no podía continuar viviendo así, era menester que hablara con Ana, aun cuando resultara de eso el peor de los males. Jamás había sabido disimular, y el primer llegado podía leer en mi rostro lo que pasaba en mí.

»Me costaba guardar un secreto; con frecuencia me exponía por esa causa a graves molestias, pero el secreto me incomodaba, me oprimía; me volvía indiscreto por puro egoísmo y traicionaba a la confianza que se me había acordado; por eso tenía fama, y no sin razón, de hombre en quien no se podía fiar.

»En este caso, yo había conservado el secreto más allá de mis fuerzas. «Me equivoco —me dije, creyéndome obligado a callarme con Ana—; le debo a ella, lo mismo que a mí mismo, librarme de la traba que me paraliza». De modo que un día le pedí una entrevista y me hizo ir a su habitación. Ella sospechaba desde hacía tiempo lo que pasaba en mí. A menudo yo había creído sentir que su alma trabajaba, luchando como si tuviese algo que confesar.

»Pero las naturalezas como la suya no confiesan jamás, sobre todo espontáneamente; antes se dejaría cortar en tiras. Cuando su persona y su actitud se me presentaban con la intensidad de una visión, no dudaba de que algún acontecimiento terrible hubiese cruzado su camino, dejándola marcada para siempre.

»Y cuando me sentía tan próximo a ella que sólo hubiese tenido que alargar la mano para alcanzarla y ver en ella, se replegaba como una flor que se cierra, y se volvía fría y convencional. Muchas semanas más tarde me declaró que jamás se había franqueado, ni siquiera cuando se confesaba, respecto al crimen de que había sido víctima; digo «el crimen» y ella misma no hablaba de ello sino con palabras veladas y no lo nombraba. El día que nos encontramos solos en su habitación, cuando me aseguré que nadie podía incomodarnos ni escuchar, eché mano de todo mi valor y le pregunté sin rodeos —los cobardes van siempre derecho a su fin— si tal cosa le había sucedido en realidad. Naturalmente que yo la designé de un modo vago, aunque muy claro. Ella apenas se sobresaltó y tuvo una mirada ausente; el rostro se cerró y sus rasgos se endurecieron. Volvió por un momento los ojos hacia la puerta, preguntándose aparentemente si no sería mejor salir de la habitación. Traté de tomarla de una mano, pero cruzó los brazos sobre el pecho y apretó los labios. «Óyeme —le dije—, entre nosotros esto no tiene consecuencias». Ella permaneció callada. «Puedes estar segura de que no hice nada por saberlo, pero ya que lo sé, tal vez podrías hacer algo para ayudarme a olvidarlo». No dijo una palabra. No me acuerdo más de todo cuanto pude decirle entonces; creo que llegué hasta hablarle de pedir cuentas de su acto culpable. Ella seguía obstinadamente en silencio. Hubiérase dicho que me dirigía a un sordo. «Ana —proseguí—, si por lo menos yo te intereso tanto como ese acerico que está sobre la mesa, dime lo que puedo hacer por ti, o al menos qué quieres, y si me permites hablarte; de algo, no importa qué, pero no te quedes ahí, muda como la esfinge, dejándome hacer el papel de Edipo». El mismo silencio.

»Entonces tomé mi sombrero para escapar. En ese momento ella hizo con el brazo un ligero movimiento; pero, por imperceptible que fuese, estaba lleno de ruego, de imploración.

»«Ana —le pregunté juntando las manos—, ¿es verdad? No me digas más que sí o no». «Sí», me respondió con voz opaca. «Está bien, ahora todo está bien —le contesté—; acabas de hacerme ver que me juzgas digno de una respuesta; dime además tan sólo: ¿te sientes abrumada, humillada, quiero decir, y tu vida está ensombrecida?». Me dijo que sí con la cabeza. Aquella inclinación de cabeza me sublevó. «¿Entonces —continué— tienes la idea de que no podrás tomar un partido?». Nuevo signo afirmativo. Me arrodillé ante ella y le tomé una de sus manos, que esta vez me abandonó sin resistencia. «¿Es él —seguí preguntando—, es su persona la causa de ese ensombrecimiento?». Nuevo sí con la cabeza. «¿Está en mi poder hacer algo para librarte de eso, para librarte de él, de esa amenaza o simplemente del malestar abrumador que te causa?». Con los labios temblorosos, murmuró con aire pensativo: «Tal vez». «Entonces, dime quién es —le pregunté—, dime su nombre». Se puso de pie y retrocedió un paso: «¡Ah! —murmuró arrastrando la palabra y, con una risa singularmente altiva o despreciativa—, ¿tú no lo sabes?… Tú no sabes… pero entonces, ¿qué esperas de mí?». Su mirada se hizo dura y mala. Me tocó el turno de permanecer en silencio. ¿Qué significaba eso? Usted puede ver hasta qué punto me negaba a la evidencia, hasta qué punto Waremme me dominaba para que yo no hallase todavía en mí el valor de acusarlo, a pesar de todas mis sospechas que, es verdad, no se despertaron sino cuando había pasado algunos días sin verlo. Aunque por una parte Ana estuviese atormentada y mortificada porque Waremme me hubiese tomado por confidente, y también porque la hubiera traicionado sin escrúpulos, ella se sintió aliviada con respecto a mí, y me di cuenta de ello muy bien. Sólo que, bien entendido, jamás hubiera tenido la idea de que él hubiese revestido sus revelaciones, tan exaltadas en apariencia, con semejante tejido de embustes y de palabras melosas, porque por bien que conozcamos a una persona, nunca sospechamos de qué subterfugios y de qué reacciones es capaz; sólo sabemos que a veces puede recurrir a ellos. Mientras de esa manera tan hiriente se apartaba bruscamente de mí, dijo a media voz, entre dientes: «Vete, pero vete, hombre; es horrible verte todavía ahí». En ese momento la revelación súbita de la verdad casi me hizo gritar: «¡Entonces, es él!». No me contestó nada. Se acercó a la ventana y dejó oír de nuevo en tono bajo su risa a la vez altiva y desesperada. «Está bien —dije, y me pareció que yo palidecía hasta el fondo de la garganta—; no hay nada que pensar, porque está claro lo que hay que hacer; ahora puedo obrar y tú no tendrás nada que temer de él». Con esas palabras salí. Desde un café vecino llamé por teléfono a casa de Waremme para saber si estaba allí. Respondieron que había partido para Bigen y no volvería hasta el día siguiente. ¿Cómo expresarle mi rabia y mi impaciencia? Esa misma noche, Ana me mandó unas líneas: «No hagas nada, todo es inútil, sufrirías tú». «No, no, hermosa mía —pensé—; esta vez no arriaré mi pabellón, esta vez no dejaré extraviar mi razón por sus frases; esta vez, de una manera o de otra, llegaremos a una solución». Ya no sé lo que aquel «de una manera o de otra» significaba para mí, pero una vez más yo no contaba con la huésped. Escuche ahora cómo sucedieron las cosas y verá qué vergonzoso y lamentable fue para mí el resultado, cuando debí contar con la huésped. Para comenzar, el regreso de Waremme se retrasó dos días. En aquel tiempo yo no era de los que la espera hace más fuertes. Entretanto, Paulina Caspot nos escribió que Hildegarda tenía escarlatina. Devorado por la inquietud, supliqué a Ana que fuera a Hertfort; me contestó que no podía, porque no tenía fuerzas para hacerlo. Además estaba en tratos con un pianista de Francfort, que debía tomarle una especie de examen. Elli ponía animosidad y obstinación, queriendo que Ana tomase un trabajo regular; tan pronto quería que pintara, como que diese lecciones de piano, que estudiara idiomas extranjeros, o que se estableciera como modista; era infernal escuchar sus continuas disputas. Un martes tuve aquella conversación con Ana; Waremme volvió el viernes. Pasando por delante del Círculo alrededor de las once, lo vi en la puerta hablando con varios señores.

»Corrió hacia mí con los brazos abiertos, como si no me viese desde hacía años y que me hubiera echado de menos igual que a un hermano. «Tengo que hablarle, Waremme», le dije, tan emocionado que sentí vértigos. Fijó sobre mí una mirada penetrante, sacó el pecho, irguió la cintura y respondió: «Comprendo, usted ha abusado de mi confianza, no ha sabido contener su lengua. Está bien, venga a mi casa». Llamó un coche y fuimos a su casa.

»«¿En qué puedo servirle?», me preguntó irónico y frío, cuando estuvimos en su habitación.

»«Yo debería matarlo como a un perro, Waremme —le dije—; pero usted no vale ni la bala que le dispararía. Quisiera evitar todo escándalo y me remito a su ingenio para encontrar otra salida, una reparación para el honor de Ana». Estas frases ampulosas le demostrarán que ya estaba quebrada mi resolución. Me respondió con un encogimiento de hombros y me dijo con dignidad: «No comprendo ni una desgraciada palabra, hábleme como un hombre sensato». «¿Hasta dónde llevará usted esta comedia? —le grité fuera de mí—. ¿Todavía quiere hacerme creer que Angel y Waremme son dos personajes diferentes como Ariman y Ormuz? Seamos francos y arreglemos este asunto como conviene entre hombres, a menos que usted prefiera el látigo». Se puso pálido, se llevó la mano a la nuca y me miró con un asombro lleno de conmiseración que me exasperó: «¿Entre hombres? Entonces condúzcase ante todo tomó un hombre y no como un muchacho». Y como yo quisiera arrojarme sobre él: «Despacio, despacio, ésas son maneras de palafrenero —dijo apartándome las manos—; pero si quiere conformarse al código de honor, esta conversación es superflua. Escúcheme tranquilamente y en seguida podrá enviarme sus padrinos si lo desea; estoy a sus órdenes». Y entonces se produjo una cosa inaudita, inconcebible; realizó una proeza oratoria tal como jamás la oí y al lado de la cual el mismo alegato de usted no fue más que un balbuceo pueril. ¿Yo tenía la audacia de acusarlo? ¿Y sobre qué basaba mi acusación? ¿En una queja de Ana? ¿No? ¿En una simple insinuación? ¿Una insinuación verbal? ¿No? ¿Sobre una confesión muda? ¿Únicamente en eso? ¿Y yo encontraba eso suficiente para apostrafarlo como a un lacayo, a él, a Waremme? Lejos de él la idea de querer rebajar a Ana, cuya voluntad de ser sincera era tan indiscutible como su pureza; pero ¿es que yo estaba ciego para no comprender su estado? ¡Pues bien! Entonces no tenía más que enterarme. Cualquier psiquiatra aficionado me explicaría los síntomas que ella presentaba: «¿O bien no oyó hablar usted jamás, señor profesor —me preguntó echando la cabeza para atrás—, de los trastornos psicomotores, fenómenos mórbidos que pueden hasta provocar la catalepsia catatónica? ¿No sabe usted que una fuerte conmoción en el sujeto que sufre de ello puede quebrar de golpe la resistencia que haya opuesto al mal durante meses y determinar una crisis fatal a los que lo rodean? ¿No ha oído hablar nunca de la alteración del recuerdo y de trastornos de la imaginación que hacen que, engañado por la analogía completa de situaciones, atribuya, con entera inocencia, un acto a una persona que es completamente ajena a él? Infórmese y siga un curso en nuestra clínica».

»Esos síntomas no eran, por desgracia, nada nuevo en Ana —prosiguió con dolorosa emoción—. Desde hacía años, él se había dedicado a combatirlos y, gracias a un tratamiento mental experimentado con precaución, había logrado atenuarlos, y a veces hacerlos desaparecer totalmente. No había contado con la intervención brutal de un tercero. Sin embargo, ¿no me había recomendado insistentemente, piadosamente, que tuviera las mayores precauciones? ¡Ah! ¿Por qué él mismo no habría sabido callarse? ¿Por qué aquella maldita noche no se habría emborrachado hasta la inconsciencia? Pero también, ¿podía imaginarse que yo, su amigo, un espíritu esclarecido, un hombre sensible, aplastaría aquella flor delicada con mis dedos de rústico? Esa criatura sublime —exclamó llorando—, tan frágil, tan noble, de una igual belleza física y moral, cuya sensibilidad quedara para siempre herida y dolorida… ¿Un Maurizius no era bastante artista, bastante poeta para entender lo que ocultan las palabras, para ver lo que se disimula bajo las apariencias? «¡Por amor del cielo! —exclamé—, perdóneme, Waremme, olvide y aconséjeme». No recuerdo ya bien nítidamente lo que siguió a esto y si él se reconcilió conmigo esa tarde o sólo al día siguiente. De todos modos, había hecho todo cuanto estaba en su poder para persuadirme de su inocencia, o mejor dicho para imponerme la convicción por la violencia de su temperamento y la vehemencia de su palabra prodigiosa, porque todo su ser lo impulsaba a violentar las mentes. Seis semanas más tarde, después de nuestra segunda gran explicación, en la que ya no juzgó necesario presentarme la imagen terrible de una enfermedad mental inventada en todas sus partes o, lo que es peor, inventada a medias, yo no era sino cera blanda entre sus manos; me había, igual que un vampiro, vaciado de toda mi voluntad, de mi fuerza de decisión, y aceptaba como una fatalidad el porvenir que él me había preparado.

»Pero todavía no he llegado a eso. Esto sucedía un viernes, el 10 de febrero, me parece. Todas aquellas fechas están metidas en mi memoria como otros tantos mojones. El domingo Ana vino a comer con nosotros. Después de la comida, Elli tuvo con ella una discusión de la que ya olvidé el motivo; sólo recuerdo que Elli no tenía razón y que Ana se defendía con una calma desusada, utilizando argumentos probatorios. Tenía la tranquilidad de un lago de la montaña cuando está por helarse. Su voz, toda su persona, aquella transparencia misteriosa, diría, porque uno se ve obligado a emplear siempre las mismas expresiones; aquella transparencia que sin embargo no dejaba ver nada, todo aquello me torturaba. Bajé primero al jardín, donde comencé a pasearme de un lado a otro. Viéndola en el balcón, la llamé; vaciló un instante, me sonrió y fue a reunirse conmigo. Se resbaló en la escalera, corrí hacia ella y llegué a tiempo para recibirla en mis brazos. No evoco este hecho sino porque es una de las tres veces que la tuve en mis brazos, si no ni lo mencionaría. Nos paseamos un rato; yo hablé mucho de mil cosas; ella callaba, como de costumbre, pero yo sentía que al mismo tiempo esperaba de mí una palabra decisiva. Aquella impresión terminó por ser tan clara como si ella me hubiese interrogado directamente. Entonces le dije, con esa necesidad de ser valiente y sincero que tenía metida en el cuerpo, porque aunque mentir no me asustase más que de costumbre, yo tenía la necesidad imperiosa de no engañarla: «He hablado a Waremme; la sospecha que hiciste nacer en mí está desprovista de fundamento, y tomé una pista mala; daría el resto de mi vida porque tú me dijeras quién fue, porque no puede ser él ¿No es cierto que es absolutamente imposible? Di, Ana». Se puso blanca como un papel; la encantadora serenidad impresa en su rostro un minuto antes, cedió su lugar a una crispación de odio; se detuvo murmurando por lo bajo:

»«¡Oh!, ¡cómo me disgustan todos, tú y él, y tu mujer y ustedes todos!». Me estremecí hasta el fondo de mi alma; en mi estupidez yo no comprendía bajo qué aspecto me había mostrado, y vea: desde aquel día comenzó el horrible drama al lado del cual todo lo que le había precedido no era sino un juego de niños, y que es imposible olvidar jamás; drama del que uno se resiente siempre, cuando lo ha vivido por entero.

6

SE LEVANTÓ, se aproximó a la estufa de hierro fundido y puso las manos abiertas sobre la rejilla como si tuviese frío y la estufa estuviera encendida. El señor de Andergast sacó la cigarrera, la abrió y se dio cuenta de que estaba vacía. Llamó al guardián y le ordenó que fuese a buscarle cigarrillos. Transcurrió un cuarto de hora antes del regreso del hombre. Durante ese tiempo, el señor de Andergast permaneció en la ventana mirando hacia el patio, donde el sexto equipo de presos terminaba su triste paseo circular. «Pediré el auto para las dos —se dijo el señor de Andergast—; es preciso que pida al señor Dauli que telefonee al despacho para que sepan dónde estoy; si Sofía ha llegado mientras tanto, le daré una cita para la tarde temprano; quizás haya recibido estos días noticias de Etzel; es poco probable; pero, en fin, no es imposible; nuestra conversación sería menos espinosa y tal vez fuese menos inútil». Pero esas preocupaciones profesionales y domésticas, con las que quería, más o menos inconscientemente, velar un mundo de pensamientos muy diferente, se parecían al vaho con que su aliento recubría el vidrio de la ventana.

Cuando el guardián trajo los cigarrillos y se alejó haciendo resonar sus tacones, el señor de Andergast le ofreció uno al preso, pero Maurizius, limitándose a quitar sus manos de la estufa, se inclinó rígidamente diciendo:

—Más tarde, si le parece bien.

Tampoco el señor de Andergast tenía ganas de fumar.

—El período a que hacían alusión sus últimas palabras, se extiende, entonces, de la mitad de febrero al… al mes de octubre —dijo para alentar al preso a proseguir su relato, reanudándolo él mismo con un tono seco que le fue, por un instante, penoso de oír. Esforzándose por adoptar una actitud natural, aunque esa táctica fuese superflua, se pasaba la mano por su pelambre gris, subiendo de la nuez hasta la barbilla, mientras que su mirada erraba por la celda, posándose sobre cada objeto que la amueblaba, pero nunca sobre el hombre que vivía en ella. Maurizius levantó la tapa interior de la estufa, fijó la mirada en el agujero negro y colocó de nuevo la tapa:

—Sí —prosiguió—, fue una operación a propósito para destrozar perfectamente los corazones, porque cada uno era a la vez torturado e instrumento de tortura. Dos o tres obraban siempre de consuno para aplastar al tercero o al cuarto. ¡Admirable mecanismo, por cierto! Ana entre yo y Waremme, yo entre Ana y Waremme, Elli entre yo y Ana, Ana entre Elli y yo, y Elli entre los otros tres. Aquello duró días y días, semanas y semanas, hasta el espantoso desenlace… Si quisiera darme ahora un cigarrillo, se lo agradecería.

Fumó un momento en silencio. De tiempo en tiempo, un resplandor incierto se encendía en su mirada. Parecía reflexionar y preguntarse si existía algún medio de hacer entender lo que se preparaba a contar. Sin duda, aún todo se presentaba a su mente como un embrollo inextricable.

—Por lo pronto —prosiguió—, ya no comprendí nada de la conducta de Ana. Por una buena parte del mes de marzo, no hizo en nuestra casa sino dos o tres apariciones, escogiendo siempre el momento en que yo no estaba. Supe por Elli que se mostraba muy alegre, que se había hecho varios vestidos, que iba a bailes y a tés, según ella con amigos, pero en realidad se encontraba en todas partes con Waremme. Cuanto más ella nos evitaba a mí y mi casa, tanto más me buscaba Waremme, como si diese el mayor valor a mi compañía. Para fines de marzo publiqué mi estudio acerca de la influencia de la religión sobre las artes plásticas desde los nazarenos hasta Urde; él publicó una crítica en la Gaceta de Francfort comparándome con Justi y hasta, lo que era muy exagerado, con Rohde y Burckhardt. Eso, naturalmente, me honró y halagó, aunque yo tuviese plena conciencia —que, por lo demás lo confesaba— de la parte que le tocaba a Waremme en las ideas expuestas.

»Un buen día se comenzó a hablar a escondidas de un plagio del cual yo me habría hecho culpable, y cuando busqué el origen del rumor, supe que el mismo Waremme lo difundía por todas partes. Lo puse en la obligación de explicarse; se burló de mí y me dijo: «Niño, no se preocupe de semejantes tonterías; ¿plagio? Pero, vamos, eso no existe entre espíritus superiores». Esa misma tarde, en el momento en que dejábamos al mismo tiempo la mesa de juego, en el círculo; me llevó aparte y me dijo con tono alegre: «Oiga, ¿sabe quién hizo correr esa historia tonta del plagio? Usted no lo adivinaría. Su cuñada Ana. Encontró en mis primeros libros varias frases que responden exactamente a su juicio, por otra parte magistral, sobre Feuerbach; desde aquella época yo había comprobado el eclecticismo de ese pintor de segundo orden». Todo aquello me pareció muy raro, y al día siguiente le pregunté a Ana si era cierto. Ignoraba hasta la primera palabra del asunto. No demostró ningún interés y sólo me dijo con su aire glacial que Waremme se había comprometido con Lilí Quaestor ocho días antes y que la muchacha se había envenenado la noche anterior. Hacía tres días que yo había oído hablar de aquel compromiso, aunque todavía no fuese oficial, pero como Waremme no me dijera ni una palabra, no me había atrevido a creerlo. «Al verte se diría, Ana, que tú eres la responsable de esa muerte», exclamé asustado. Me clavó la mirada: «¡Y es la verdad —replicó—, precisamente lo has adivinado!». Entonces me confesó que había dirigido a la joven una carta en la que le revelaba sus derechos más antiguos e incontestables. «Lo has soñado», le dije a Ana y me negué con energía a creerla capaz de semejante acción; pero además me confesó que Waremme la había obligado a escribir aquella carta. Se había apresurado a comprometerse, había encontrado que la muchacha lo fastidiaba, y las ventajas que creyó encontrar resultaron ilusorias, al ver las cosas más de cerca; nunca se supo si la había seducido o no; pero, en una palabra, quiso sacar su castaña del fuego y le pareció que Ana era buena para eso. Tal vez también era aquél un medio de obrar sobre ella. Conocía los peones que utilizaba en su tablero, pero aquella Lilí Quaestor era un persona que no toleraba que se burlasen de ella. El cálculo y la obligación eran palabras vacías de sentido para alguien como él. Todo lo que sucedió después, hasta el crimen, era cálculo sin duda; sí y no, porque un viento abrasador de tempestad fue también uno de los elementos destructores, una de esas fuerzas primitivas que escapan a toda especulación humana y que burlan los cálculos del mismo diablo por interesado que esté en el desenlace. Entonces, comencé a sentir aquel viento abrasador de tempestad. Por lo pronto, empujó a Ana hacia mí, más cerca que nunca; cada una de sus miradas, cada sílaba de sus labios, era un «¡Líbrame del mal!». Ella atravesaba por minutos de angustia tal que hubiera deseado meterse en mi bolsillo para refugiarse, como me lo dijo una vez, pero no soportaba mi presencia más que cuando yo me mostraba tranquilo y plácido; el menor gesto mío de insistencia le producía un terror loco, y cuando yo hablaba de fuga, ella tenía un modo raro de presentarme su mano derecha muy abierta, con los dedos para arriba, como si la imagen de Elli estuviese allí pintada; el adulterio era para ella el pecado de los pecados. Es verdad que del fin de marzo al 18 de mayo, pude leer más profundamente en ella; sólo hasta el 18 de mayo, porque a partir de aquel día todo cambió. Omití decir —probablemente porque tengo una valiosa razón para no arrancar del olvido este hecho que marca el punto extremo de mi debilidad y mi cobarde sumisión—, olvidé decir que entretanto Waremme me había dado a entender redondamente que la historia del misterioso Angel de Colonia era una invención a la cual se había visto en la necesidad de recurrir para no comprometer nuestra amistad. Me lo confesó durante una excursión a Biebrich, mientras que, perdidos por la noche en el bosque, nos hallábamos sentados en un tronco de árbol, aguardando la salida de la luna. He hablado de mi debilidad y cobardía frente a él, pero aquella noche fue tan sincero y tan verídico como se lo permitía su naturaleza demoníaca, de doble fondo. En efecto, era en extremo impresionable, y el ambiente, el paisaje, el bosque tenebroso, podían obrar profundamente sobre él. Un día lo vi, a causa de una violenta tormenta, en un estado que me dio gran lástima. Por cierto que había comunicado a Ana ese miedo a la tempestad, esa emoción que entonces me explicó extensamente.

»Cuando las fuerzas de la naturaleza estaban desencadenadas, ella parecía un pájaro revoloteando, enloquecido en medio de la tormenta. Así, pues, mientras estábamos sentados en aquel tronco, no pudiéndonos ver las caras, me declaró a quemarropa que no había podido elegir y no había podido hacer otra cosa que despistarme, inventando aquella abracadabrante variante de la historia del pretendido Angel, porque no hubiese podido soportar mi hostilidad y mi odio; ahora que tantos acontecimientos me habían hecho penetrar más en su persona, ya no tenía motivo para temer semejante abandono de mi parte.

»Yo debía saber tan bien como él que estábamos encadenados uno al otro, no sólo por la extraña criatura que era lo más precioso que ambos teníamos en el mundo, sino también por el interés espiritual, el más poderoso que pueda, en un momento decisivo de la historia, comprometer a dos hombres a hacer causa común. Fue inútil que yo me dijera:

»«Despacio, despacio, no tanta grandilocuencia», porque lo escuchaba anhelante. ¿Quién podía resistir al encanto embrujador de su palabra? Para decir la verdad, yo estaba cansado hasta más no poder de ser así zarandeado, sacudido de derecha a izquierda y de arriba abajo; yo nada me sorprendía. De ese modo fue llevado a hablar de su amor por Ana. De todos modos, eso me arrancó de mi apatía y dijo cosas que me hicieron estremecer. No podría repetir sus palabras, porque las he olvidado; lo que sé es que caían sobre mi corazón como gotas de plomo fundido; ya no recuerdo de qué imágenes ni de qué comparaciones se sirvió, pero sí sé que oyéndolo me pregunté varias veces con el corazón oprimido: «Al lado de esto, ¿acaso tú cuentas para algo?». Confesó que en el vestíbulo del teatro la hizo suya por la fuerza. «Pero —agregó—, si no lo hubiera hecho, me hubiese ahorcado una hora después». Y lo creí: «Aunque se defendió como un ángel enojado —concluyó—, en el fondo de su alma era mía, como es mía todavía hoy, y ella lo sabía entonces y lo sabe siempre». Pretendía no ser un bandido, un libertino a lo Karamasov; según él, era una blasfemia llamar crimen a un acto que no hacía más que afirmar la estrecha dependencia de dos vidas que uno aboliría negándola.

»Cuando por fin la luna se mostró por encima de la copa de los árboles, hicimos en silencio todo el camino hasta la estación. Tan sólo una vez, casi al llegar, me detuvo poniéndome la mano en el hombro y me dijo: «Usted me da lástima, Maurizius; está marcado por el destino; si no renuncia a ella, eso será su perdición». Me parece todavía sentir cómo el corazón se me saltaba a la boca cuando le respondí: «Ésas no son sino palabras sonoras, Waremme; sé que estoy en una pendiente resbaladiza, pero si Dios me hace el favor de no hacerme oír más sus enredos, me sentiré más tranquilo». Se encogió de hombros: «Dios no hace a nadie la merced de modificar la suerte que le ha asignado, y yo no soy sino su instrumento». Usted estará conmigo en que aquella conversación no era trivial, sino de tal naturaleza que podía trastornarlo a uno igual que un cataclismo. Fue la última cuyos términos quedaron grabados con exactitud en mi memoria; las otras se borraron entre la bruma, sin duda porque todo el andamiaje de nuestra existencia se dislocó y las palabras de cada uno de los interlocutores no tuvieron ya mayor importancia.

7

SE INTERRUMPIÓ, y, con el cuerpo curiosamente encorvado, se volvió a lo largo del muro hasta el rincón de la celda. Cuando retomó la palabra, hubiérase dicho que se dirigía a sí mismo y que había olvidado la presencia del procurador. A veces las frases se le escapaban inconclusas. A veces se detenía de pronto, gesticulaba sin hablar, se ponía la mano en la frente o sacudía repetidamente la cabeza. Verlo en aquel estado conmovía de horror y de compasión. Parecía tener dificultad para no confundir los acontecimientos. Especialmente aquellos situados en la época en que Elli tomó sobre su curso una influencia decisiva y funesta, carecían de la nitidez que tenían sus recuerdos. Hizo aún alusión varias veces a aquel 18 de mayo de que había hablado y que parecía marcar una fecha capital en sus relaciones con Ana (el señor de Andergast recordó que la dedicatoria tan significativa de la fotografía que Elli encontró en el escritorio de su hermana llevaba esa fecha).

Evitaba con celoso cuidado todo cuando pudiese echar un matiz desfavorable sobre Ana, cuando hablaba de sus encuentros y de las conversaciones que mantuvieron. El señor de Andergast no puede menos que sentir sorpresa por tal discreción; le hace el efecto de las precauciones con que se rodearía a una huella geológica conservada como un fetiche. Tiene la impresión de que aquel 18 de mayo Ana le dio por primera y única vez a Maurizius una prueba incontestable de un amor del cual corrientemente no podía arrancarle sino testimonios muy raros y muy vagos. Tal vez fue aquello una caricia fugitiva o un beso que él mendigó en un momento de inconsciencia, en la exaltación enfermiza de sus sentimientos, pero él da a aquella limosna más importancia de la que en realidad tiene y saca de ella conclusiones que halagan por un momento su ilusión y la exaltan hasta que se quiebra. Sus confusas alusiones permiten juzgar que en aquella circunstancia Ana salió de su reserva como no lo había hecho antes, sobre todo con respecto a sus relaciones con Waremme. La afirmación de Ana de que después de la infame agresión de Colonia no hubo entre ellos ningún otro acercamiento íntimo, ni la menor caricia, ni la menor connivencia secreta que pudiese hacerle creer que ella le perteneciera, explicó a Maurizius muchas cosas de la conducta de Waremme. Aquel hombre vanidoso, celoso, sensual, testarudo y diabólico hasta el más alto grado, tenía que sentirse fuera de sí por semejante reserva. A pesar de eso, Ana no negaba que le fuera imposible desprenderse de él; reconocía que desesperada que, atada de pies y manos, sin voluntad alguna, se volvía siempre hacia Waremme. Mostró a Leonardo las cartas que durante dieciocho meses le había escrito Waremme; tenía más de cuatrocientas, de doce, veinte y veinticinco páginas cada una, llenas de protestas de amor, de súplicas, de ensueños y versos, de los cuales tan sólo el recuerdo la hiela y la hace palidecer. He ahí lo que fue aquel famoso 18 de mayo. Algunos días más tarde, Ana, presa de la mayor perplejidad, le contó que Waremme le había ofrecido casarse con ella.

Por fantástico que ello parezca, aquel hombre divorciado, padre de dos hijos errantes por el mundo; aquel hombre sin medios de existencia asegurada, aquel que se burlaba de la legitimidad burguesa, aquel jugador, aventurero, utopista político —porque cada vez más se mostraba como tal— quería encadenar su vida agitada, precaria, tormentosa y sin asidero alguno, a aquella criatura que ya había tronchado a medias, para aniquilarla completamente. Todo se rebeló en Maurizius, pero no tenía derecho a decir rada. Supo entonces que una anciana señora católica y piadosa la baronesa de Loeven, constituiría una fuerte dote para Ana, pero que ésta debía antes enclaustrarse por seis meses en un convento de Ursulinas. Aquello se hacía cada vez más incomprensible e incoherente. No; él, Maurizius, no tenía derecho a moverse siquiera. Algunos rumores maldicientes corrían ya por la calle y esparcían su veneno; pero no tenía derecho ni a levantar el dedo meñique para salvarla; ¿acaso sabía si ella deseaba ser salvada por él? Ni siquiera sabía si Ana lo amaba, si simplemente lo toleraba, o si lo odiaba, así como no sabía si amaba a Waremme, lo temía lo aborrecía o lo odiaba. No se sabía lo que pensaba; no era posible conocerla. Para ello hubiera sido menester abrirle el pecho y disecarle el corazón. Esa clase de mujeres, según le parecía aún ahora, después de largos años, en los que el frío de la crítica inexorable transformó el oleaje vibrante de la vida en un hielo transparente; esas mujeres no tienen principios internos; su horizonte se limita trágicamente —trágicamente por su aislamiento y su soledad— a su propia persona, a su propio destino. (Maurizius iba y venía gesticulando).

—Es un vaso que recibe de nosotros su contenido y quizás también su alma, al que, en todo caso, nosotros damos destino e impulso. Si ellas sucumben, víctimas de nuestro deseo, es únicamente, sin duda, porque, como Narciso, están siempre perdidas en la contemplación de sí mismas. En efecto, ¿qué es el narcisismo sino el amor a una cosa incorpórea? Y precisamente porque deseamos estrechar la imagen a falta del cuerpo que no existe, ellas nos castigan y nos hacen responsables hasta el fin del mundo. He ahí cómo uno es víctima de sí mismo y se engaña con un vano espejismo.

Aquellas palabras fueron dichas con el acento de una sentencia terrible e irrevocable.

—Más o menos era lo mismo con respecto a Elli —prosiguió Maurizius con los ojos cerrados como si hablase en sueños—. De pronto descubrí lo que significa ser hermanas y los secretos ocultos que se revelan en la naturaleza de esos lazos profundos. Justamente porque eran tan diferentes como si hubieran nacido en regiones antípodas, se sorprendían en ellas tantos puntos de semejanza y rasgos de idéntica naturaleza. ¿Idéntica?… a la manera del carbón y el diamante, por lo menos según mi parecer. Hay que confesar que también respecto a Elli se podía hablar de un egoísmo desprovisto del reparo de su «yo», ¿o cómo expresar el caso? Está lejos de mí la intención de disculparme, estoy perdido sin remedio y pongo a mi persona fuera de la cuestión; pero de pronto no fue más un ser humano lo que tuve delante de mí. Una loba, una loba sanguinaria y feroz surgió, cuando ella se puso contra su hermana; y cuando se irguió contra mí, fue un acreedor implacable que reclamaba con intereses usurarios el pago de su préstamo. Todo el andamiaje se dislocó. Es curioso, si se profundiza el sentido de esta expresión: la actitud externa y moral de cualquiera… el andamiaje… no había ya nada que lo mantuviera, y no podía sostenerse más. Era el frenesí en su paroxismo. Una mujer de la más afinada sensibilidad, con un espíritu de lo más culto, una mujer buena, distinguida y generosa. Y después… eso. Me han reprochado… se alegó contra mí cierto hecho: que viví maritalmente con ella hasta las horas más terribles del conflicto… ¡y sí!, un hombre desciende siempre tan bajo como una mujer lo deje caer. Repito que no hay que ver en esto una tentativa de justificación personal. Toda mi desgracia está ahí; se puede, al servicio de la voluptuosidad, traficar suciamente con el alma y trocar en forma abyecta, a cambio de esa misma voluptuosidad, el ensueño y el ideal. Cuantas veces pensé en ello, me dije que novecientos noventa y nueve hombres de cada mil son así y que el mundo entero se envilece en el libertinaje. Yo no era, por cierto, el número mil, ¡oh, no! Elli se jugó el todo por el todo, el día que me arrancó el sueño ante mis ojos. Ella no sabía que los sueños que se roban a los demás envenenan en seguida la vida del ladrón. Pero ¿qué estoy diciendo? En definitiva, sólo la carne y la sangre estaban en juego cuando, en la desgracia de nuestros corazones, nos estrechábamos; mas ¿qué decir del despertar? ¡Qué sed de venganza, qué furor! En mí la conciencia de sentirme siempre el mismo y en ella la conciencia de ser engañada. Los años que tenía más que yo, resultaban sus Euménides; ligados estrechamente, nos hundíamos hasta el último grado de nuestra maldad y nuestra bajeza. Improvisándose espía, ella interrogaba hábilmente a la gente; me mezquinaba el miserable dinero que me daba y gritaba a voz en cuello su desgracia hasta ser la comidilla pública; durante noches y noches, vagaba por la casa como un alma en pena y no comprendía, ¡oh!, no quería comprender, que igual que ella yo no era sino un pobre desdichado, un pobre diablo a quien Dios decía: «¡Toma, ahí tienes tu destino, trágalo!». Llegó un día en que me dije: «Más valdría, mujer, que no existieras, que desaparecieras de estos tristes lugares». Le aseguro, señor, que borrarla del número de los humanos me pareció entonces una buena acción, porque semejante existencia era una carga, un suplicio para quien la vive, me dije, y una carga, un suplicio para aquellos que deben vivirla con ella. «¿Cómo, no habría un salida posible, uno no tendría el derecho a volver a encontrar la paz?». Es evidente que teniendo aquel deseo criminal, no estoy exento de culpabilidad. No. No lo crea… no estoy exento de culpabilidad ni menos aún soy inocente, lo que no es en modo alguno la misma cosa. Llega un momento en que el crimen ya está consumado en espíritu, y lo que sucede en seguida es como la expulsión de la placenta después del parto. Pero es hacer un juicio sacrílego, lo sé. En lo más fuerte de mi angustia, le dije a Ana: «Si las cosas llegan al último extremo, te mataré y luego me mataré; entonces todo el mundo quedará en paz». Era aquel día de septiembre en que estalló el sucio asunto de Waremme con los estudiantes; fue el golpe de gracia. Ana quedó casi deshecha. En aquella época, yo debía ya a Waremme una crecida suma de dinero; mi mujer no me ayudaba; adoraba su capital, al que hacía sudar intereses; perdía la razón; pero ¿era todavía una persona viva, llevando en ella la noción viva de lo que es un ser humano, o tan sólo un triste cadáver animado únicamente como la rama de Galvani por un simulacro de vida? No lo sé. Eso no me concierne, se lo repito; en cuanto a mí, había vuelto la página; sólo Ana me daba pena; pero ella no quería morir; con frecuencia me he devanado los sesos por adivinar lo que le inspiraba aquel terror loco a la muerte; tal vez un resto de religiosidad, o la idea del pecado mortal. Una vez me permití decir que las personas dotadas de una gran belleza se libran más difícilmente que las demás del temor a la muerte, como si esa belleza les impusiera un deber que nosotros ignoramos. Sin duda, de eso provenía también el miedo que tenía a mi regreso. Desde que yo hable de matarla y matarme, temblaba ante mí; probablemente así asustó a Elli y la hizo huir de la casa; enloquecida, debió gritarle: «¡Viene tu marido, quiere matarme!». Transida de espanto, se habrá escapado por la casa como un cervatillo perseguido por los cazadores… Sí, debió de ser eso.

Apoyó el pulgar y el mayor de la mano derecha en sus sienes. El señor de Andergast se levantó lenta y pesadamente.

—Sí… —murmuró—, sí, ya lo veo.

Luego, tras un silencio en que las respiraciones apenas perceptibles parecieron detenerse, agregó, recordando maquinalmente los hechos sobre los cuales había instruido el proceso, y afectando un tono seco y positivo:

—Y si antes tocó el piano, era porque, aterrada, ya ignoraba lo que hacía; ¿es lo que usted quiere decir?

—Es posible —replicó Maurizius con aire concentrado.

—¿Y entonces? —interrogó el señor de Andergast haciendo un esfuerzo sobrehumano para conservar su calma y aparentar que no daba a su pregunta más que un interés superficial. (Hasta sacó el reloj del chaleco, pero sin abrir la tapa y, con lentitud, volvió a guardarlo en el bolsillo).

—Entonces… —dijo Maurizius, como un eco, fijando en su interlocutor una mirada endurecida, mala, y encogiéndose de hombros— entonces… no tiene más que dirigirse al expediente, lo ilustrará mejor que yo.

Pero después de un sombrío silencio, durante el cual sus dientes, menudos como los de una muchachita, mordisqueaban su labio inferior, se arrancaron penosamente de sus labios estas palabras:

—Todo se conjuraba contra ella… no tenía ni la menor salida para escapar… Los torturadores la cercaban… la medida estaba colmada… nadie la comprendía, ni le tenía lástima… ¿Qué necesidad tuvo de hacer ir a Waremme?… El sólo tenía que apoyar desde lejos sobre el escape… Y yo, Dios mío, demasiado tarde… demasiado tarde…

Se detuvo pálido de terror; se tambaleó y apoyóse en la pared. El señor de Andergast, con la misma lentitud pesada, fue hasta él, buscó su mirada y durante veinte largos segundos permanecieron mirándose a los ojos.

Maurizius levantó la mano con un gesto de defensa temerosa. El señor de Andergast notó que tenía las uñas roídas. Consecuencia evidente de su reclusión y de sus largas meditaciones solitarias.

—¿Quién le dio a ella el revólver? —murmuró con voz ronca.

Maurizius se estremeció:

—Pero ¿entonces cree que yo vi algo? —dijo con un sobresalto salvaje—. No vi nada, nada, absolutamente nada…

El señor de Andergast bajó la cabeza con aire resignado.

—Ésa es la cosa, justamente… nada, nada —repitió Maurizius con un gesto desconsolado.

—¿Y usted, usted mismo, tenía un revólver, sí o no? —prosiguió inexorablemente el señor de Andergast con la boca seca.

Una risita se escapó de entre los labios de Maurizius.

—Los tiempos han cambiado —respondió, enigmático—; ya no tengo veintiséis años, tengo cuarenta y cinco.

Y al decir eso, tuvo el mismo movimiento de párpados que en los tribunales, diecinueve años antes. De nuevo se penetraron las miradas de los dos hombres.

—Bueno, tomo nota de eso —dijo el señor de Andergast, con la extraña sensación de que alguna cosa crujía en su columna vertebral.

Maurizius lo miró con aire indiferente tomar el sombrero, golpear en la puerta del modo convenido con el guardián y salir de la celda. Apareció un segundo guardián con un plato de latón. Traía la comida del preso 357. Una espesa sopa de coles en la que nadaban unos trozos de carne parecidos a raíces negras en un mar amarillento.