CAPÍTULO SEGUNDO

1

EN el espíritu de Etzel la aparición del hombre de la gorra —en particular su inesperado encuentro, y que sin embargo tenía aires de haber sido preparado, con su padre en la escalera— continuaba indisolublemente ligada con la imagen de la carta de estampilla suiza y cuya escritura le hablaba un lenguaje familiar. De estos dos hechos emanaba una orden o una provocación. La única deferencia consistía en que el primero seguía siendo por completo exterior y el otro completamente interno, de manera que tenía la impresión de encontrarse entre ambos como un péndulo que oscila. Uno y otro le creaban una profunda perturbación y desviaban a tal punto sus pensamientos de su curso habitual y de sus obligaciones cotidianas, que una mañana, en lugar de tomar maquinalmente el camino del liceo, fuese en dirección opuesta, alejándose más y más, perdido en sus ensoñaciones; depositó sus libros en la estación de Bockenheim y partió al Taunus. En Oberursel descendió del tren, tomó el camino de las ruinas de Saalburg y, finalmente, sin preocuparse más ni de su finalidad ni de su ruta, se puso a vagar por la selva, sin tener en cuenta el huracán y los chaparrones que, de tiempo en tiempo, crepitaban en los árboles. Cuando la lluvia se hacía demasiado fuerte, buscaba abrigo bajo un árbol o en una cabaña de leñador. Andaba con aspecto soñador, pero ello no era más que una apariencia. Pues nosotros no tratamos en absoluto con un soñador, y éste es un hecho que importa establecer ante todo. Sabía lo que realizaba, distinguía las cosas sin buscar a mediodía las catorce horas, no procuraba engañarse, tenía la hora en la cabeza y la noción del tiempo en la punta de los dedos; la prueba está en que a las trece y cuarto se presentó al almuerzo con la misma exactitud que todos los días, y habiéndose arreglado previamente. Resolver un asunto mediante la única ayuda de su inteligencia, ver claro en sí mismo, abrazar de una mirada la causa y sus consecuencias, poder sacar las necesarias conclusiones, tal era su ambición y, para satisfacerla; se ejercitaba en ello en cada ocasión que se le presentaba. También quería hacer esto ahora y tal motivo lo empujó a evadirse. Pero esta vez no lo había logrado, su turbación era demasiado grande.

La tarde siguiente, en el curso de una conversación obligatoria que había mantenido con su padre, notó un cambio en la actitud de éste. No era fácil adivinar en qué consistía y con cuál intención. A lo sumo un adivino habría podido penetrar en sus intenciones o puntos de vista cuando quería disimularlos.

Era más amable que de costumbre, incluso se hizo solícito; así tendió dos veces el queso a Etzel y le preguntó sonriendo si pronto no se haría cortar los cabellos. De inmediato Etzel vio que su padre estaba informado acerca de su excursión matinal y de su ausencia de la escuela y que al respecto llegarían a una de esas explicaciones a medias palabras que eran para él un motivo de espanto. No estaba seguro de que las cosas fueran a parar en eso; pero, lo que podía ser peor, también era posible que la cosa permaneciera envuelta en el silencio y suspendida entre ellos como una amenaza. Esto formaría parte de las piezas del proceso. El señor de Andergast, visiblemente, esperaba que Etzel comenzara a hablar de la cuestión por propia iniciativa y de cierto modo lo invitaba a hacerlo con su dulzura; pero cuanto más ponía de su parte, más el joven sentíase incómodo y terminó por callarse, mirando al otro lado de la mesa, casi sin pestañear, a ese rostro imponente, para él tan hermético, y que siempre le despertaba el sentimiento de su insuficiencia. No le era posible hacer lo que se exigía de él por medio de una presión moral tan violenta —si bien sin proferir palabra—, pues entonces habría podido hacerlo la víspera. ¿Por qué no lo había hecho y por qué era incapaz de hacerlo? Lo ignoraba. De nada servía aquí tener coraje y brindarse argumentos a sí mismo. Al mismo tiempo que observaba a su padre con un semblante desconcertado, lo que aparentemente no perturbaba en absoluto al señor de Andergast, rompíase la cabeza por saber cómo pudo informarse tan rápidamente (desde luego que no por intermedio del profesor principal, ya que el doctor Camilo Raff no tenía por costumbre ocuparse en bagatelas y, además, guardaba consideraciones para con Etzel— y Rie no le había visto regresar); asimismo se preguntaba por qué se trataba de arrancarle una confesión mediante rodeos, en lugar de interrogarlo con toda simplicidad y de exigirle explicaciones. Claro está que ese procedimiento no era nuevo para él. Nada de simple había en sus relaciones; cuando reflexionaba sobre ellas, sus propios pensamientos tomaban un giro complicado.

Pero para aclarar esas relaciones entre padre e hijo es necesario, en primer término, explicar lo que es preciso entender por esa «conversación obligatoria».

2

SÓLO se veían en la casa. El señor de Andergast, absorbido al exceso por su profesión, no daba ningún paseo, no concurría ni al teatro ni a los conciertos. Incluso no gustaba aparecer en público; salvo con algunos colegas bastante íntimos, por ejemplo con el presidente de la Corte de Apelación Sydow y su familia, no mantenía casi ninguna relación mundana. No sentía mayor necesidad de la sociedad de los otros. Las ceremonias oficiales a las cuales no podía dejar de concurrir le resultaban una carga. Una vez por mes iba a ver a su vieja madre, la Generala, como se decía simplemente, en su casa de campo, en Eschersheim. Las tardes de los domingos y días de fiesta los consagraba a estudiar los legajos.

El hecho de pasar cada día dos horas con Etzel entraba en el plan de su existencia a igual título que el estudio de los legajos.

Habíase impuesto como un deber la tarea de quitarle a esos entretenimientos su carácter reglamentario y su intención educativa. No se podía contar más que con las horas de la noche. Durante la comida en común, de la cual por lo demás se abstenía a menudo por razones profesionales, permanecían absolutamente extraños el uno para el otro. La fisonomía del señor de Andergast permanecía impenetrable; detrás de su frente, cuyo hermoso modelado revelaba una inteligencia notable, se veían aún querellarse las opiniones más diversas, y los ojos violetas, en el fondo de los cuales manteníase un sombrío e inmóvil ardor, parecían estar ausentes. Además, la señora Rie asistía a las comidas y cuanto más el señor de Andergast reconocía la utilidad del trabajo desempeñado por ella, en su papel de gobernanta, tanto más lo aburría verla fuera de su misión. Tampoco gustaba su presencia a Etzel; es cierto que la quería, conversaba con gusto con ella, pero únicamente cuando estaban solos; en presencia de su padre y, sobre todo, en la mesa, el enervamiento que le causaba podía llegar hasta la aversión. Estaba sentada en su silla con aire tan satisfecho de sí misma, que se hubiera dicho que tácitamente se prodigaba elogios interminables sobre el buen resultado de la excelente comida, obtenido a pesar de dificultades que callaba discretamente. El apetito con que comía era un mudo homenaje que se rendía a sí misma, y las cosas que decía eran tan triviales como las máximas de un libro de lectura para un pensionado de señoritas. De noche, ella permanecía en su cuarto.

Cuando se retiraba la mesa, el señor de Andergast encendía un cigarro y abandonaba su rigidez por un evidente acto de voluntad; su actitud y su expresión suavizábanse sin degenerar nunca, es cierto, en abandono y en indulgencia; lejos de ello. Pero los ojos violetas no lucían ya como fuego bajo ceniza y recordaban de modo sorprendente los ingenuos de una muchacha.

Generalmente comenzaba con cuestiones inofensivas, por un momento hacía escaramuzas, insistía sobre un asunto, pretendía llevar a Etzel a la contradicción, se complacía en esto, paraba el golpe con habilidad de esgrimista, defendía las ideas tradicionales y experimentadas contra las audaces proposiciones de reforma, indicaba compromisos y, después de una ardiente justa, mostrábase dispuesto a admitir en teoría alguna opinión revolucionaria. No obstante, Etzel, aunque se entregara con pasión a la lucha, experimentaba el mismo sentimiento que cuando imaginaba la mano de su padre como una mano de actor. Todo esto era semejante a un juego sarcástico de un contrincante que no quiere sacar ventaja de su posición incomparablemente más fuerte. «Es terriblemente inteligente —pensaba Etzel, lleno de furor y respeto a la vez—, nunca se deja tomar en falta». En su juvenil e ingenuo ardor llegaba siempre a las opiniones extremas, que sólo pueden sostenerse por paradoja, y se precipitaba en ellas con una temeridad loca, mientras su adversario, ducho en parar todos los golpes, abundaba en lamentos jesuíticos.

—No sólo eres batallador —decía el señor de Andergast mirando su reloj de caja de oro—, sino que abusas de astucias y rodeos, ante los cuales hay que ponerse en guardia.

Entonces Etzel lo miraba con la boca abierta, con un aspecto sorprendido y desconfiado, pues no creía haber merecido seguramente ese cumplimiento.

Más o menos así terminaban sus charlas, sin nada que los pudiera aproximar, dejando a menudo una impresión de penoso vacío. A las nueve y media en punto, el señor de Andergast se levantaba con una expresión que en absoluto estaba en relación con las últimas palabras pronunciadas; sorprendido, Etzel se dirigía con apresuramiento un poco pueril hacia la puerta, tomaba el picaporte y se inclinaba con la sonrisa insegura de alguien que acaba de ser burlado por otra persona más maligna que él. Es bien cierto que tenía la impresión de haber sido manteado, y no podía decir por qué; y siempre que abandonaba la pieza sentíase despedido como después de una vituperación del director del colegio.

Cuando el señor de Andergast tenía que salir de noche, entraba al atardecer en la habitación de Etzel, sentábase a la mesa donde el muchacho hacía sus deberes, le rogaba que continuara tranquilamente y lo miraba hacer. Al rato, Etzel se intimidaba, perdía el hilo y deteníase: «¿Qué haces?», preguntaba el señor de Andergast. Si por azar se trataba del deber de matemáticas o de la composición de historia, el señor de Andergast se mostraba interesado. Con ese don oratorio superior que tenía para poner de relieve sus palabras, como dicen los actores, elogiaba un día el rigor intelectual al que elevan las matemáticas, la magia de la figura, de la figura pura en particular, a la cual hacen sensible. «Son ellas —afirmaba— las que dan una visión viviente de las leyes naturales y las que, a igual que la corona de una cúpula liga y reúne lo que aparentemente se excluye y rechaza, pueden conciliar las facultades humanas más elevadas y más contradictorias». Etzel escuchaba con atención, pero tenía aspecto de un perrito recalcitrante que no está dispuesto a «aportar». Pero en otra ocasión, cuando su padre le recomendó con la misma dulzura el estudio de las ciencias históricas, le hizo una oposición apasionada, negando especialmente que en esta materia se tratara en realidad de una ciencia. De idéntico modo podríase también llamar ciencia a la redacción de informes y a la lectura de periódicos. ¿Dónde está la certidumbre? ¿Dónde las leyes? ¿Cuándo se marcha en ellas sobre terreno firme? ¡Y todo esto no era, en su opinión, más que un amontonamiento arbitrario de la memoria, nomenclatura, cronología y, admitiendo las cosas en su mejor sentido, novela! «¡Eh!», dijo el señor de Andergast con el gesto del director de orquesta cuando un címbalo hace demasiado ruido.

Eran éstos, en el fondo, ejercicios dialécticos que se desenvolvían en un dominio estrictamente limitado por el señor de Andergast.

Etzel sabía que era deber suyo no franquear esa frontera. Ese mismo hombre que con tanta amenidad prestaba oído a sus emociones intelectuales, cuya expresión le arrancaba, que seguía sus deducciones a menudo infantiles, en general muy categóricas y a veces apasionadas, habríase de transformar fatalmente en un bloque de hielo si le pasase por la mente hablar de incidentes externos, de hechos del día, de sus relaciones con un amigo o un profesor, o de plantear cuestiones referentes a la profesión, a la vida privada, al pasado de su padre. Si se arriesgaba a hacerlo por una simple alusión, secretamente incitado al juego y sabiendo que sería llamado severamente al orden, el señor de Andergast se ponía de pie, arrugaba la frente y decía con mirada oblicua y huidiza: «Discutiremos esto en el momento oportuno». Etzel tenía cierta razón en suponer que aún no se le había dado la ocasión de poner a prueba los últimos rigores de ese frío glacial: la caída de su temperatura al menor despropósito le inspiraba, por lo demás, una suficiente angustia. En los momentos en que no se creía observado (eran más raros aun de lo que suponía, pues toda la persona del señor de Andergast era «ojo» en cierto modo, o estaba consagrada al servicio de información del ojo) consideraba a su padre como a una torre inaccesible, sin puertas ni ventanas, que se eleva muy alto, todopoderosa, y que, desde los cimientos a la cúspide, oculta sus secretos. Su profunda admiración tenía por hermano gemelo un temor también profundo. Siendo hijo único y careciendo de madre, permanecía frente a él en un aislamiento singular. Frente a frente, y a una distancia inmutable, así imaginaba siempre su situación respectiva, y cuando imaginariamente se disponía a aproximarse a su padre, éste retrocedía otro tanto; pero, si su padre adelantábase, por otra parte, era dominado por un espanto que le obligaba a la prudencia.

Su fama de severidad, implacabilidad e inflexibilidad de principios era conocida desde hacía mucho tiempo para Etzel; ¿no llamaban a su padre Andergast el sanguinario? Claro está que injustamente, pues estaba impregnado hasta la médula, hasta estar como osificado, por la conciencia de la nobleza superior de su deber y de su ministerio. Pero circulaban afirmaciones de ese género como bacterias perjudiciales, y, si bien no habían llegado expresamente a los oídos de Etzel, éste percibió el eco de las mismas, y sus sueños diurnos, a los cuales no se permitía observar, sin permitir tampoco a su imaginación que tratara de modificarlos, creaban figuras dantescas, infernales, cosas existentes en cada hombre desde la primera hora de existencia, incluso en aquellas que nunca han sido vistas ni conocidas, y en ellos su padre encontrábase parado en un brasero ardiente, y juzgaba las cohortes de los condenados.

3

EL señor de Andergast estaba sentado en la penumbra, no podía soportar la plena luz de la electricidad, sus ojos se inflamaban con rapidez; todos los Andergast tenían ojos débiles; la vieja Generala, desde hacía años, sufría una afección del nervio óptico, que quizá había que interpretar así: quien no vive más que por los ojos, sufre por los ojos. El intenso violeta de los ojos del señor de Andergast tenía, en efecto, algo anormal. Estaba sentado, con las piernas cruzadas, el busto erguido mediante un esfuerzo demasiado visible, la cabeza enhiesta, de óvalo alargado, con un cráneo pulido y brillante, rodeado de una corona de cabellos grises acerados, cortados al rape. En esa actitud de soberano que se halla en el trono y que sólo a medias pertenece al mundo de la gente vulgar, poseía una fuerza con la que cautivaba las miradas de Etzel.

Como si enrollara un hilo en un huso, atraíase la mirada del muchacho, pero sin parecer desearlo ni quererlo. Esa silueta de su padre, sentado de lado, con las piernas cruzadas, le era tan familiar como una figura emblemática estereotipada en su actitud y a la que se ve diariamente. En efecto, tenía alguna semejanza con los personajes de los templos egipcios cuando se lo entrevía en la penumbra. Familiarizarse con las formas estereotipadas es un juego funesto, y conocerlas no significaba en absoluto liberarse ni ilustrarse sobre ellas. Su timidez y el sentimiento de la distancia permanecían invariables y también restaba invariable su atención advertida, que se detenía en dos puntos, a saber: la caída posible de la temperatura y, luego, el minuto en que se es «despedido». Siempre miraba con la misma tensión de espíritu en la penumbra; todas las noches, como hoy, experimentaba una asombrosa inquietud al ver su estatura de atleta, esa frente poderosa, esa nariz recta y fuerte, esos labios marcados, ese cuello vigoroso que sólo en parte estaba oculto por la barba en punta, corta, muy cuidada, ya canosa. Una indefinible atmósfera de melancolía cerníase en torno a toda su persona, una triste insatisfacción semejante a la que experimentan quienes no pueden vivir conforme a aquello que consideran su destino y que, desviados del objeto que antes habíanse propuesto, en un tiempo del que se recuerdan como de un espejismo, ponen su decepción al abrigo de las miradas del mundo, detrás de una coraza de distante orgullo. Lo que les confiere algún valor a sus propios ojos, y en lo cual toda experiencia, toda resolución los fortifica, es el sentimiento del aislamiento en que viven. Se abisman de una vez por todas en él, hácense tan extraños e indescifrables, tan apartados, que parece que no existiese ya el lenguaje que permitiera a los demás hacerse oír de ellos.

Tal era la impresión que a menudo dominaba a Etzel… «El camino hasta él es terriblemente largo —pensaba— y cuando se llega por fin a su lado, la fatiga lo hace a uno absolutamente estúpido». Efecto de una sensibilidad exagerada, sin duda, pero unida a una conciencia tal de su parentesco, que aquello que los separaba le era una tortura diez veces más cruel. En raras ocasiones había sufrido tanto por ello como ese día. Una o dos veces había estado dispuesto a levantarse bruscamente y abandonar la habitación, pretextando cualquier malestar.

Es difícil decir cuál era el móvil que empujaba al señor de Andergast a informarse tan minuciosamente acerca de la aventura de la víspera (en efecto, hablaba de «aventura» aunque el término conviniera poco a esa escapatoria de las clases y a esa carrera desordenada bajo la lluvia). Un abogado había visto a Etzel en la estación de Oberursel y habíaselo dicho incidentalmente esa mañana a su padre, lo que explicaba que éste estuviera informado. Un azar que desde entonces explotaba a su manera. ¿Era curiosidad de psicólogo o temor a que Etzel iniciara una serie de actos de independencia o de faltas? Era imposible discernirlo, dada la infinita complicación de su espíritu. Era necesario poner durante todo el tiempo posible un freno a las iniciativas personales, ¿pero cómo y por qué medios? ¿No le era necesario dominar el espíritu, en efecto, la materia explosiva más peligrosa del mundo? Primero reconoció poco a poco lo que había de defectuoso en el ingenioso sistema de las distancias conservadas, luego el hecho de que el sistema mismo se vengaba pérfidamente sobre quien lo utiliza, pues habiendo sido frecuentados únicamente los caminos de rodeo, eran los únicos que continuaban siendo practicables y que, por consecuencia, sería necesario un complemento de tiempo ridículo para hacer accesibles las vías directas cerradas con barricadas. Los carceleros tienen su amor propio profesional.

No sólo se sienten responsables por el detenido, sino también por la casa, la muralla, las rejas, el portal, la cerradura y las llaves. Y, para terminar, el guardián mismo ya no tiene libertad.

Su sonora voz llenaba el cuarto. En todas las circunstancias ella ponía al oyente en un infierno. La lentitud de su interrogatorio (uno de sus enemigos llamaba a ese procedimiento lenguaje de la barra) provenía del hecho de que se esforzaba en hallar para sus pensamientos la forma más impresionante. Por momentos se tenía la impresión de que se escuchaba con complacencia, pero él estaba libre de esas fatuidades; sólo tenía conciencia de su superioridad, una conciencia que le había penetrado en la sangre y que se manifestaba en sus relaciones con los seres en forma de seca pedantería o de objetividad puramente lógica. En esto era extraordinariamente alemán, en el sentido más moderno de la palabra. Casi todos los oradores de talento siéntense inclinados a considerar a sus auditores como menores, pero nunca esta actitud es menos justificada que ante un menor auténtico. Cuanto más se afanaba, más crecía su impaciencia al sentir que sus palabras esfumábanse. ¡No hallar obstáculo, he aquí, en efecto, el más invencible de los obstáculos! ¿De qué causa, con precisión, se hacía el defensor? ¿Contra quién predicaba?

Había diferentes cosas en el aire; además de «la aventura» del Taunus, estaba la historia de la carta, el encuentro con el viejo idiota en la escalera. Rozaba cuestiones muy próximas que no se atrevía a formular, pero que de ningún modo deseaba que se le planteasen.

La víspera, Etzel se había atrevido a poner en duda la legitimidad de un juicio en un proceso político, audacia inaudita, ruptura del ceremonial consagrado. Sus camaradas se habían apasionado por ese caso; Etzel se lo dijo; por aquello que podía comprender en el asunto, agregó, le parecía ver una desproporción odiosa entre la falta y el castigo, siendo una insignificante y el otro inhumano. El señor de Andergast insistió esa noche sobre el tema en la conversación que había cortado bruscamente el día anterior. «Cosa deplorable —decía— que una cuestión de justicia fuese pasto de los charlatanes de la calle, y juego peligroso esa contaminación de la justicia por el sentimiento y que conducía a subordinar lo absoluto a lo relativo. El derecho, continuó, es una idea, no un asunto de corazón; el derecho no es un compromiso arbitrariamente contraído entre las partes, sino una institución eterna y sagrada, verdadera y de un valor intangible, desde el momento que hay jueces que condenan a los culpables y códigos que clasifican los delitos por artículos». ¿Pero qué es, pues, esa llama de incredulidad en los ojos del niño? ¡La ley instituida, eterna! Helo aquí que se agita en su silla y se muerde el dedo con embarazo. Ha oído murmurar muy bajo que el Estado tenía una mano derecha y una mano izquierda, y dos medidas, la primera para una mano, la segunda para la otra, y diferentes balanzas, y para cada balanza diferentes pesas. ¿Qué había en todo esto de cierto? No formuló la pregunta en voz alta; sus ojos interrogaban. Además no ponía en duda el valor del derecho en tanto que idea, sino la equidad de una reciente sentencia, y su corazón no estaba mezclado en nada en la cuestión, sino su pensamiento y su juicio. «Te has metido en el asunto, mi querido padre, pero es mejor no hablar de él», decían sus ojos.

El señor de Andergast quizá comprende el mudo lenguaje del cual se hace intérprete ese muchacho de dieciséis años, vocero del espíritu negador e incrédulo de su generación, ¡espíritu contaminado por el malestar y la anarquía ambientes! Es un acceso de cólera el que le ha conducido a ese error táctico. Pruebas, ejemplos, explicaciones —trabajo perdido—. Las tinieblas no se hacen luz porque se haya movilizado contra ellas un ejército de argumentos. La luz no puede convencer a los ciegos de nacimiento, ni herir a los ciegos voluntarios.

Ese espíritu nuevo del cual se reclaman, sobre el cual disparatan, ¿dónde se encuentra? En ellos, afirman. No hay en ellos ni nueva escuela, ni antigua escuela. El hombre, su carrera, su nacimiento, su muerte, nada ha cambiado desde hace seis mil, sesenta mil años. Ser efímero y querer hacer de cada lustro una época; ¡qué locura!; menos son para sí mismos y más desean esperar del tiempo; es siempre el torrente que hace mover los molinos estúpidos y se imaginan haber modificado su curso porque la propia rueda también gira en sus aguas.

Creía también triunfar aquí y desarrollaba el papel de virtuoso en el instante mismo en que él y su despotismo estaban a punto de hundirse. Naturalmente, esperaba verse algún día obligado a dejar afirmarse en su hijo una individualidad de otro molde que la suya; quizá esta diferencia surgía desde tan temprano, porque en su estereotipado escepticismo, estaba tanto y desde hacía tanto tiempo preparado a ello: el temor engendra al objeto temido. Pero no era el despotismo del padre el que sufría una derrota, era el del funcionario.

Para el señor de Andergast la función era vocación, la vocación, misión. Era mandatario de un amo absoluto, cuyos intereses representaba, en nombre de los cuales obraba y cuya omnipotencia asiática no toleraba que pudiera ser quebrantada por un relajamiento de las instituciones legales. Ese amo, incluso si desaparecía de la escena en tanto que persona real, persistía en tanto que símbolo. Y también su servidor era un símbolo y, en tanto que tal, no tenía historia, ni antecedentes, ni vida privada. Frente a sus obligaciones profesionales, todo vínculo puramente humano no tenía sino una importancia secundaria. La inmutabilidad, tal es el principio que le guía, su época es lo absoluto, la fe religiosa en la jerarquía a la cual pertenece hace de él un monje, un asceta e, incluso, cuando es necesario, un fanático. Decíase de él, al menos sus colegas hacíanle de ello gloria, que el vigor de su objetividad había triunfado en varios casos de los más difíciles y obscuros, y le había hecho adquirir ese impresionante prestigio que ni las sacudidas ni las innovaciones en la administración habían podido hacer tambalear. Cosa bien comprensible. ¿Por qué iba a ser sacudido por sucesos del exterior, aquel cuyos fundamentos interiores son a tal punto inquebrantables?

4

ERAN las nueve y media en ese momento.

El señor de Andergast sacó su reloj de caja de oro. Etzel se levantó inclinándose; se le deseó una buena noche y con su andar habitual de fugitivo, tomó el camino de la puerta. Allí, tuvo un movimiento de hesitación. Con la mirada fija en la pared, preguntó a su padre con tono rápido y temeroso:

—¿Quién es pues, ese Maurizius, padre?

El señor de Andergast se detuvo en el umbral de su gabinete dé trabajo.

—¿Para qué quieres saberlo? —preguntó a su vez, midiendo fríamente con los ojos a su hijo.

—Solamente era… —continuó Etzel—, era porque…

Y se detuvo cohibido.

También había interrogado a Rie. Ella había buscado en sus recuerdos, luego sacudió la cabeza. En ese instante mismo se prometió interrogar aún a otras personas, a todas las que pudiera, y en primer lugar a su abuela, a casa de quien debía ir a almorzar al día siguiente, como todos los domingos. Recordó que el hombre de la gorra había dicho su nombre como si tuviese conciencia de ser conocido, casi como alguien que dijese: me llamo Bismarck, pero con tono mucho menos triunfante que despechado. ¡Ah escuchaba esa entonación!

—No es éste un tema en el cual podamos en absoluto entretenernos juntos —dijo el señor de Andergast, y semejante a una torre inexpugnable, erigióse entre nubes glaciales.

—Es necesario que le escriba a ella —se dijo Etzel andando por su cuarto. Delante suyo tenía la visión de un prado; más allá de una colina cubierta de árboles y, más lejos aún, el sol poniente; la curvatura de la tierra era parecida al dorso de un gigante. Sintió un cosquilleo en la garganta.

Sentóse y escribió en una hoja que había arrancado de uno de sus cuadernos:

Pasan muchas cosas acerca de las cuales reflexiono largamente. Es espantoso no conocerte. ¿Dónde te encuentras con precisión? Es posible que un día tome el tren y vaya hacia ti. ¿Quizá durante las vacaciones? Sin duda vas a reírte de este proyecto de chico. Naturalmente no dejaré escapar la menor palabra, pues ella desbarataría mi propósito. ¿Por qué? ¡Yo me lo pregunto! Por lo demás, hay una cantidad de preguntas que esperan respuesta.

A mi edad, ¡tener en cierto modo los pies y puños atados! Acaso el día en que se corten las ligaduras, y se esté dominado y paralizado para siempre. Sin duda es esto lo que ellos procuran. Es preciso que se esté domado. ¿También a ti te han domado? ¿No puedes decirme lo que tengo que hacer para que nos encontremos? Haré lo que tú quieras, pero es necesario guardar el secreto. ¿Comprendes?

Siempre él lo sabe todo. Es preciso absolutamente que esta carta permanezca en secreto.

Con el tiempo maduraré, pero los años pasan con una lentitud que desespera. No conseguirán dominarme. ¿Lo creerás tú?, cuando vi la carta en el vestíbulo, fue como si un rayo hubiese caído en mi cerebro. Desearía saber qué es lo que hay. Tú me comprendes. Siento que se ha sido injusto contigo. ¿Es cierto?

Hay algo aún de lo que debo hablarte: es de la abominable cantidad de injusticias que a uno le llegan todos los días a los oídos. Es necesario que sepas que la injusticia es la cosa del mundo que mayor horror me inspira.

No puedo explicarte lo que siento cuando soy testigo de una injusticia con respecto a mí o a cualquiera, no importa quién sea. Esto me penetra hasta la médula. Me hace sufrir el cuerpo y el alma. Es como si me hubiesen llenado de arena la boca y que tuviera que asfixiarme en el acto.

Se detuvo. Con un movimiento de descontento comprobó que se escribía a sí mismo o a un personaje imaginario, pero no a una persona real. No podía incluso remitir la carta: no tenía la dirección. Había olvidado leer el reverso del sobre que llegara de Ginebra. Además, había que temer que su padre fuese informado, como acerca de todos sus actos y gestos. Siendo niño, imaginaba a su padre sentado en el centro del universo y anotando todas las faltas y los crímenes de toda la gente de la ciudad en una mesa de mármol, con ayuda de un punzón. Algunos fragmentos de esa creencia subsistían aún en él, y de esto nacían por instantes escenas totalmente interiores, conversaciones imaginarias. Su padre se hallaba parado, autoritario, en medio de la habitación. Siendo mago, tenía el poder de pasar a través de las puertas cerradas. A causa de esta propiedad, Etzel lo había apodado «Trimegisto». Lo llamaba así cada vez que se lo representaba en sus funciones de justiciero: He aquí más o menos cómo se desenvolvía el diálogo: Trimegisto: «¿Dónde estás, Etzel?».

Etzel: «¡Aquí estoy!».

Trimegisto: «¿Por qué te ocultas delante mío?».

Etzel: «Yo no me oculto; sólo me he quitado la careta».

Trimegisto: «¡Cómo! ¡Te atreves a presentarte sin máscara delante mío!».

Etzel: «Cuando se está solo, padre, no se necesita máscara».

Trimegisto: «Pero yo veo en ti, estoy sorprendido, estoy muy sorprendido, desearía no verte sin máscara».

Plegó la carta, la colocó en un sobre y escribió a guisa de dirección: «A mi madre, no sé dónde» y la deslizó en una casilla secreta que él mismo había arreglado en el cajón de su escritorio y donde también se encontraban otros papeles, notas, reflexiones, poesías y, cosa preciosa entre todas, dos cartas que había recibido de Melchor Ghisels. Luego permaneció sentado con el mentón entre las manos y los codos sobre la mesa. Habría debido estar acostado desde hacía rato, pero en su corazón reinaba una agitación que no podía calmar. De la calle ascendía un silbido agudo, prolongado. La lluvia zumbaba en los árboles. Se levantó, dio una vuelta por el cuarto y detúvose ante el estante de los libros. Cada uno de ellos era un amigo; los había comprado uno a uno con su propio dinero, o se los había hecho regalar por su abuela; también su padre le había dado algunos. En lugar de honor lucíanse dos obras de su querido Melchor Ghisels, cuatro volúmenes bien encuadernados, con dedicatoria autógrafa del autor. Éste era para Etzel un dios y cada una de las frases de sus libros, una revelación. Sólo los jóvenes de dieciséis años son capaces de sentir una veneración semejante por un escritor. Únicamente un espíritu cuyo ardor todavía está completamente concentrado, es capaz de guardar un fuego tan puro. La admiración que Etzel había dedicado al hombre y a su obra estaba al mismo tiempo penetrada por completo de ternura. Ghisels, que tenía la profundidad del filósofo Kierkegaard, era su profeta y su guía. A menudo, antes de dormirse, leía una media página, muy lentamente, recogido y reteniendo el aliento, en un capítulo leído ya diez veces; luego apagaba con rapidez la lámpara y se dormía con una sonrisa. No lo conocía personalmente. La primera vez le había escrito para pedirle una dedicatoria y la segunda, muy intimidado, para saber el sentido de un pasaje bastante delicado de un hermosísimo ensayo sobre las diversas edades de la vida. El librero Thielemann, el padre de Roberto, le había facilitado su dirección. Desde que sabía que Ghisels vivía en Berlín, Berlín era para él Ihassa la santa. Sentíase tan celosamente prendado de Ghisels, como se puede estarlo por una joya impagable, y era para él una gran satisfacción que sus escritos sólo fuesen conocidos por muy pocos. Un ruidoso renombre, a la conquista del cual, es cierto, su obra no se prestaba, quizá le habría enfriado el entusiasmo.

Camilo Raff fue el primero que le abrió el camino de acceso a ese dominio de pensamientos sublimes. El verano precedente, cuando Etzel estuvo enfermo, Camilo Raff había venido a verlo y trajo un libro de Ghisels, del cual le leyó en voz alta toda una tarde.

Tomó del estante uno de los libros de Ghisels; se acostó boja abajo sobre el piso y comenzó a leer. Sólo en esa posición era capaz de entregarse a la lectura con recogimiento, pero al cabo de un momento su mano dejó de dar vueltas las hojas, su frente cayó sobre su brazo, sus piernas se estiraron; dormía. Se despertó a las dos de la madrugada, miró en torno suyo con aire azorado, levantóse de un salto, con premura se quitó la ropa, apagó la luz y sin ruido se deslizó en la cama. Hundida ya la cabeza en las almohadas, se dijo a sí mismo en voz baja palabras en las cuales a la confusión se mezclaba el deseo de excusarse y, como un chiquillo de diez años, somnoliento y avergonzado, sacóse a sí mismo la lengua.

5

LA generala Andergast pertenecía a uno de esos tipos de mujer que están en vías de desaparecer. Era una anciana de setenta y tres años a quien no se habría podido dar esa edad. Era pequeña, extremadamente vivaz, incluso un poco nerviosa. Tenía rasgos expresivos, comprensión rápida y ojos llenos de curiosidad, sobre los cuales llevaba, a causa de su dolencia, una visera de papel verde; además tenía una voz clara y fresca de muchacha. Hacía veinte años que era viuda; después de la muerte de su marido, que había sido malvado, tiránico e hipocondríaco, ella comenzó a vivir y había realizado largos viajes; estuvo en Siria, en la India y pasó varios meses en casa de una prima radicada en la América del Sur. Tenía experiencia de mundo y gustos artísticos, que fijaba en objetos de los más diversos; su ocupación favorita era la pintura; a pesar de sus ojos enfermos, pasaba todos los días una hora en el taller y pintaba, con una paciencia desinteresada, cuadros de estilo impresionista francés, llenos de elegancia y discreción. Cuando alguien le hablaba de ellos o deseaba verlos, enrojecía como una colegiala y desviaba rápidamente la conversación. No se entendía con su hijo, el procurador general. Era demasiado autoritario para su gusto, y por esto le recordaba desagradablemente a su extinto esposo; como él desaprobaba visiblemente, sin pronunciar palabra, su libertad de comportamiento en sociedad, la negligencia que ponía en la administración de su fortuna y el hecho de haber renunciado a la actitud de una respetable matrona, ella le temía mucho y respiraba con libertad cuando él se despedía besándole ceremoniosamente la mano. «No todos los días estoy en condiciones de comparecer ante el tribunal del orden moral universal y de rendir cuentas; soy una naturaleza demasiado imperfecta y demasiado tímida», suspiraba cuando él le reprochaba respetuosamente y con su voz más suave su excesiva precipitación o alguna infracción a las leyes de la humanidad. Desde el día que se separó de su esposa, ella tenía contra él cargos más serios que aquellos sobre su formulismo y sus principios austeros. No habían tenido ninguna explicación al respecto, pero el señor de Andergast no se hacía ninguna ilusión y tomaba nota de ello, semejante a un censor a quien se le mezquinan un poco las aprobaciones, trátese de su propia persona o de sus actos.

La Generala no le perdonaba la dureza con la cual había condenado al exilio a la joven mujer. Él tenía en sus manos todos los poderes y los había empleado íntegramente, claro está que observando escrupulosamente la ley que estaba con él. Que la Generala, desde antes del divorcio, había sentido alguna simpatía por Sofía de Andergast, era cosa sabida, pero después del divorcio tal simpatía se acrecentó; y aunque la nuera había dejado la ciudad desde hacía ya tiempo, la vieja dama hablaba de Sofía con no disimulada emoción. Incluso un día, en el salón de una de sus amigas, condenó con indignación la crueldad de prohibir a una madre toda relación con su hijo y hacer irrevocable y sin apelación una medida tan despiadada. Las personas presentes estaban bastante cohibidas; fue un pequeño escándalo que provocó, es cierto, la torpe observación de un joven consejero refrendario que, ya sea por miserable servilismo o porque era un rigorista nato, no tenía términos demasiado elogiosos para celebrar «la firmeza» del señor de Andergast. Claro está que el asunto había trascendido al público y había dado lugar a las habituales murmuraciones.

Especialmente esa expresión «de firmeza» puso fuera de sí a la Generala. Después de haber expresado su opinión, parada y con los ojos chispeantes, recogió su chal, su bolsa de mano y abandonó apresuradamente la reunión sorprendida, que durante mucho tiempo se preguntó si había que admirar la valentía de la vieja dama o sonreír ante sus ideas impertinentes. Dos días más tarde, el señor de Andergast hizo una visita a su madre. Sin que hiciese cuestión de esa escena, ni de ningún asunto especial, ni del divorcio, ni de Sofía, obtuvo de la anciana, después de una corta discusión, la promesa solemne de que no pronunciaría delante de Etzel el nombre de su madre y que guardaría sobre la existencia de ésta un silencio absoluto. Su táctica triunfaba.

Habíasela impuesto de tal manera esa vez que hasta ese día ella no había roto su compromiso, por difícil que le fuese cuando el cautivador muchacho, sentado a sus pies, charlaba con ella y la interrogaba lleno de confianza.

Cuando esperaba a Etzel, el domingo, hacía los siguientes preparativos: una mesa bien puesta en una habitación bien caldeada.

Para ella misma, la Generala no gastaba ceremonias; a veces se olvidaba de comer: al anochecer sentía un poco de hambre y entonces enviaba a la sirvienta, que había empleado para raspar el color de las telas de sus viejos cuadros en lugar de hacerla cocinar, a buscar enfrente algunos emparedados, que ella comía mientras andaba por el cuarto, infatigable, monologando o tarareando a media voz. Para Etzel su abuela era encantadora.

En su opinión encerraba mayores misterios que la mayoría de las gentes con las cuales entraba en contacto. Llamaba misterio a la norma que le servía para apreciar a los demás. Todo hombre, incluso el más humilde, el más aburrido, poseía algo secreto e insondable que comenzaba a obrar en el momento mismo en que el personaje desaparecía de su campo visual. Exprimíase el cerebro, preguntándose: ¿Qué hace ahora que se ha encerrado en su misterio? Sobre todo le hacía reflexionar la actitud que cada cual podía adoptar cuando estaba en la soledad. ¿Cómo se comportaba éste? ¿Y aquél? ¿Cuándo estaba solo, qué aire tenía? Era imposible saberlo nunca. El ojo que observaba ese estado enigmático lo hacía cesar por el hecho mismo que lo observaba. Por eso Etzel representábase a Trimegisto trazando grandes círculos con un compás sobre una hoja de dibujo y cubriendo la superficie con cifras. Imaginaba a su abuela burlando las leyes de la gravedad y de la estética, moviéndose por el cielo raso con los pies en el aire, o bien, cuando ella estaba fuera, y naturalmente cuando nadie la miraba, elevándose tranquilamente en el aire como un globo. Era éste su misterio, lo que no era posible descubrir en ella.

6

AL finalizar la comida Etzel trajo a colación el asunto que quería plantear a su abuela. No había vuelto a ver al hombre de la gorra de marino, pero no por ello sus pensamientos se ocupaban menos de él. No era probable que su abuela conociese precisamente ese nombre. Ella confundía la mayoría de los nombres, incluso de las familia que frecuentaba y, por esto, ya había provocado más de un confusión. Lejos de considerarlo como una equivocación peligrosa, ella se desternillaba de risa cada vez que tal cosa sucedía, haciendo un batiburrillo con las familias, gentes de posición y celebridades de diversas categorías.

Todos los días llamaba con otro nombre a su sirvienta Nancy, que estaba en su casa desde hacía catorce años: era Berta, Elisa Babeta, de acuerdo con su capricho, pues siempre era criatura del instante mismo y, practicando el más amable de los tratamientos, nunca se hacía esclava de ningún compromiso. Sin embargo, fue a ella a quien Etzel dirigió la pregunta y, para darse a sí mismo un aspecto de indiferencia, y a fin de que el informe solicitado pareciera insignificante, se puso a examinar desde muy cerca, con curiosidad simulada, el salero de plata, como si se tratara de un navío al que quisiera confiarse para realizar un largo viaje. ¡Maurizius! Ese nombre no le era desconocido a la Generala. Ella dejó sobre la mesa su cuchillo de postre, apoyó las manos en las caderas y, elevando las cejas, lo que dio a su rostro una expresión un tanto tonta, también se puso a observar el salero. Era un nombre del cual surgían tinieblas. Pronunciándolo o escuchándolo, venía al rostro un aliento glacial y un olor de humedad, como cuando se abre la puerta de un sótano. Recuerdos de catástrofes aparecían a la memoria, visiones esfumadas readquirían forma y suscitaban automáticamente el horror con el cual antaño habían oprimido a la ciudad, la región e incluso al país entero. Semejante a un pantano desecado en el cual, al darse un golpe de pico imprudente, surge a la superficie la irisación de sus aguas pestilenciales.

—¿Por qué te interesa, pequeño? —preguntó contrariada—. ¿Qué interés puede tener para ti? ¿Qué te hace pensar en él? Es una historia del otro mundo. Han pasado tantos años por encima de ella… ¿Qué es lo que te hace pensar en él?

Etzel notó la impresión que ese nombre había producido en la Generala.

—¿De qué se trata, pues? —murmuró, frotando con gesto maquinal las palmas de sus manos, que tenía sobre las rodillas—. Cuéntamelo, pues, abuela, luego te diré también por qué quiero saberlo.

—Es imposible que te lo cuente —afirmó la abuela—: ya te he dicho que han pasado muchísimos años. Espera que calcule. Tu abuelo ya había muerto; eso debió de ser en el año de su muerte, quizás un poco más tarde. Pero no mucho más tarde, pues dieciocho meses después hice un viaje a Oriente. Por lo tanto, hará de eso dieciocho años, dos años antes de tu nacimiento. ¿Cómo podría contarte eso ahora, dieciocho años después que sucediera? ¿Qué es lo que te interesa tanto en este asunto?

En lugar de responder, Etzel preguntó después de una pausa, con voz más baja aún:

—¿Mi padre estaba en juego? En juego, es estúpido lo que digo, abuela, bien sabes lo que quiero decir.

Su ansiosa mirada continuaba fija en el salero, transformado en un transatlántico que, en el ínterin, se había aproximado tanto al muelle, que casi ya estaba listo para recibir a los pasajeros.

—¿Tu padre? Sí, creo… —dijo ella con tono vacilante a la vez que malicioso— me parece que sí; entonces no era más que un suplente y me parece que esa historia lo sacó a la notoriedad. No me equivoco, es casi seguro; en este asunto se destacó brillantemente y, si no hubiese sido por él, Maurizius habría sido absuelto al fin.

Ella se calló, retorció el extremo de su manga y rió con un poco de embarazo; en este instante resultó para su nieto, asombrosamente, cincuenta y siete años más joven.

Pero Etzel insistía, insistía. Con una astucia consumada, simulaba que ese ardiente deseo de saber, cuya fiebre recorría todo su cuerpo, iluminada por la aparición de una sola persona y tendiendo hacia un fin ansiosamente presentido, no era más que una vulgar curiosidad de muchacho. Acercó su silla a la de la Generala, le tocó una mano apoyándola en su mejilla, aun cuando su boca y sus ojos mendigaran. La Generala sacudía la cabeza con asombro.

—Escucha, pequeño, estás completamente loco —dijo gruñona—; creo que en estos tiempos has ido a escondidas al cine y has perdido la cabeza mirando las abominaciones que se muestran en la pantalla. Se dice que por ellas algunos muchachos se han vuelto totalmente locos. Además, entre nosotros, yo voy al cine algunas veces, pero no me delates. Bueno, no me mires con ese aire desesperado; busco lo que aún no sé de ese asunto. Con la mejor buena voluntad del mundo, no puedo recordarlo todo. Un viejo cerebro como el mío es un colador con grandes agujeros. No voy a intentar descubrir de dónde te viene ese interés; encontraría, quizá, alguna cosa desagradable. Y bien… Fue ése un caso terrible. Las gentes hablaron del asunto durante semanas y más semanas. Todo el mundo se exaltaba en pro o en contra en todos los cafés y en todos los círculos. Hubo mítines el día en que fue conocida la sentencia de muerte; hubo que hacer intervenir a las tropas. En esa época yo estaba en Hamburgo y recuerdo que el médico me prohibió leer los periódicos e incluso mucho después de que terminó el proceso de Maurizius —¿cuál era su nombre?, no lo recuerdo— y que la pena de ese Maurizius fuese conmutada por cadena perpetua; el caso todavía no estaba enterrado. Muchas personas estaban firmemente convencidas de su inocencia. Quizá simplemente porque hasta el último momento había afirmado que era inocente. Además, no era un criminal vulgar. ¡No, claro está que no! Era un sabio, incluso algunos pretendían que era algo en su especialidad, aunque otros decían que era un presumido. En este caso, a pesar de su juventud, creo que aún no contaba veintiséis años, ya ocupaba una destacada posición y tenía autoridad como historiador de arte. Incluso tengo un pequeño libro suyo. Tendré que buscarlo, debe de estar en un cajón del granero. Recuerdo el título: De la influencia de la religión sobre las artes plásticas del siglo XIX. Eso me interesaba en aquella época: el arte, la religión eran temas que daban trabajo a las lenguas en los salones. ¿Quién habría tomado a un hombre semejante por un asesino? Nunca pude, en verdad, creer que había asesinado. ¡Matar a la propia mujer y por sorpresa! ¡Y en qué circunstancias! Es una historia muy embrollada. Una historia diabólica, una historia lamentable, de la cual no he retenido ni una maldita palabra. Sólo sé que tenía todo contra él, a los hombres y las cosas, al espacio y el tiempo. En un impecable encadenamiento de presunciones, como dicen los juristas. Y el mérito propio de tu padre fue, aún lo recuerdo, establecer y destacar ese encadenamiento. Estaba muy orgulloso de él, joven y ambicioso como era. Un fundidor no se siente más orgulloso cuando logra obtener un vaciado difícil. Y tu padre podía envanecerse de ello con mayores razones, sin duda, pues supongo que es mucho más delicado eso que la fundición de campanas. El viejo consejero privado Demme, que no era precisamente un asno, me dijo un día que la conveniente exposición de las presunciones era para el criminalista lo que para el astrónomo el cálculo exacto de la trayectoria de un cometa. Comprendo esto. Llegar a obtener que un hecho hable un lenguaje más verídico que su autor, no es precisamente un asunto baladí.

Etzel, sentado junto a ella, miraba. El hombre de la gorra de marino se hacía cada vez más enigmático. Como no era posible que fuese ese mismo Maurizius el condenado a pasar su vida dentro de las murallas de un calabozo, se trataba de saber qué vínculo los unía a ambos. ¿Qué quería de él? ¿Por qué se atravesaba en su camino, midiéndolo con sus desagradables ojos miopes? ¿Tenía alguna misión ante él? ¿Un mensaje que transmitirle? ¿Qué mensaje? ¿Quería captarse su mediación ante Trimegisto? ¿Hacer de él el espía de Trimegisto? Había en todo esto algo de qué temblar. Si en alguna parte existía un misterio, pues precisamente estaba allí. Había que prestarle atención, estar listo para él. El menor indicio tenía importancia. Mientras meditaba, sentado, sus mejillas se cubrían de una palidez que les dio un reflejo anacarado. En lo más profundo de su ser algo temblaba, y encorvó las espaldas como bajo la amenaza de un golpe.

—¿Qué tienes, pequeño? —preguntó la abuela con tono severo—. Desde hace un tiempo no me gusta tu cara.

Ella se levantó con agilidad, le dio unos golpecitos en la mejilla y cuando Etzel se incorporó, puso su brazo bajo el de su nieto y pasó con él al salón. Allí, encendió un cigarrillo y ofreció otro a Etzel, con la misma naturalidad que si se hubiese tratado de un amigo íntimo que comparte todas sus costumbres; luego se asió de nuevo a su brazo y se puso a medir con él la inmensa pieza.

—Ahora —continuó— confiésame, ¿qué hay? ¿Por qué pones esa cara desconsolada? ¿Algo anda mal en la escuela? El otoño último aún tenías la esperanza de que serías el primero de tu clase. Con toda franqueza, no le doy gran importancia a esas cosas. Los alumnos modelos no hacen hombres modelos y no son los premios los que hacen genios; el genio es el trabajo, dicen los alemanes; esto será cierto para ellos, quizá. Me intereso algo por ti y soy tu única abuela. Si tuvieses una media docena de hermanos y hermanas, quizá elegiría entre ellas a otro y no a ti, pues eres un poco demasiado astuto y un poco demasiado soñador. También es necesario que se tenga lleno esto (mostró su pecho) cuando se tiene tanto detrás de esto (ella le tiró de una oreja). Basta, es igual, a pesar de todo te quiero bien, pero a veces siento miedo cuando te miro.

«Es asombrosa», pensaba Etzel. Le sonrió (casi eran de la misma altura), detúvose bruscamente y preguntó, conservando por lo demás la sonrisa para atenuar la gravedad de la pregunta.

—Dime, abuela, ¿dónde está mi madre? ¿Y por qué no sé nada de ella?

Sería trabajo perdido querer hallar la asociación de ideas que así lo llevaba a irrumpir tan violentamente en el alma serena de la Generala. Acaso partiera del hombre de la gorra de marino y de esa zona que vadeaba desde el comienzo del relato de la Generala; quizá era un hecho por completo natural que se reveló naturalmente como debiendo ser uno de los pilares por los cuales pasaba el puente de su destino. En todo caso, la Generala quedó rígida de espanto y una vez más lo halló de una impertinencia extraordinaria.

Luego su expresión tradujo un extremado descontento: decididamente abusaba de su paciencia y sólo por torturarla había preparado todo un fichero de cuestiones. Nada es tan detestable como sentir estallar en el rostro de uno una serie de preguntas, como si fueran descargas fulminantes. Hoy es esto, mañana aquello, pasado mañana otra cosa, poco importa cuál; pero ese bombardeo general súbito, eso sobrepasaba todos los límites. Y como además había comido demasiado copiosamente, era necesario que descansara, que no charlara tanto después de la comida, sin lo cual tendría opresión y le sería imposible dormir toda la noche.

—Etzel es un gentil hombrecito que va a regresar a su casa, ¿no es cierto? Saludarás de mi parte a tu padre y harás mis cumplimientos a Rie. ¡Hasta la vista!

Luego, desbordante de vivacidad y elocuencia, lo empujó al vestíbulo, le tomó la cabeza entre sus manos finas y frescas, le dio un beso en la frente y en los ojos, aguzando graciosamente los labios, y con estrépito cerró la puerta a sus espaldas.