CAPÍTULO PRIMERO
1
DESDE antes de la aparición del hombre de la gorra de marino era visible que el joven Etzel ya estaba agitado por presentimientos vagos, acaso a raíz de esa carta timbrada en Suiza que, al retornar de la escuela, había visto sobre la consola del vestíbulo. La había tomado y la miraba con atención con sus ojos de miope. La escritura lo sorprendió como algo olvidado que ya no se logra situar. ¡Cuánto misterio en una carta cerrada! Llevaba ésta trazada con una escritura redonda y rápida, que tenía aspecto de correr sobre rueditas, la dirección del barón Wolf de Andergast.
—¿Qué puede ser esta carta, Rie? —dijo, dirigiéndose a la gobernanta que salía de la cocina.
Desde sus primeros años se encontraba ella en la casa y le era tan familiar y próxima como puede serle una mujer llamada a ocupar el lugar de la madre, de la cual, en efecto, llenaba el papel en todas las cuestiones de orden material. Digamos aquí que el señor de Andergast se había divorciado hacía nueve años y medio: las cláusulas draconianas del divorcio habían obligado a la madre a alejarse de su hijo; ella no tenía derecho a verlo ni a escribirle; claro está que tampoco él debía escribirle y nadie poseía el derecho de hablar de ella delante suyo. De este modo, el muchacho nada sabía, a los dieciséis años, de su madre; el espíritu que reinaba en la casa, incluso, había ahogado en él toda curiosidad al respecto; lo único que le habían dicho, hacía ya mucho tiempo e incidentalmente, como si se hubiese tratado de una persona extraña e indiferente, era que ella vivía en Ginebra y que, por razones que conocería cuando fuera hombre, no podía venir a verlo.
Habíase tenido que conformar con esto. No era posible saber si ese asunto ocupaba en secreto su pensamiento, dada la reserva que guardaba acerca de todo lo que se refería a su vida íntima. Había aprendido a callarse, sabiendo hasta qué punto eran infranqueables las barreras que en semejante caso se oponían a su curiosidad. Cuanto más apasionadamente le interesaban las cosas, más se creía obligado a presentarse impasible. Todas las preguntas que formulaba tenían, como la que acababa de dirigir a la señora Rie, una especie de resonancia burlona. Permanecía como emboscado y sus ojos miopes observaban los acontecimientos y los hombres con una atención intensa.
Rie aún no había visto la carta. La tomó de manos de Etzel, la examinó atentamente, y con aire de simulada inocencia dijo:
—Es para tu padre, no te preocupes por ella. Tu pan con manteca está en la mesa. No hay que entrometerse en las cartas que no están dirigidas a uno.
—¡Dios mío! ¡Qué aburrida eres, Rie! —replicó el muchacho—. ¿Supongo que no crees que ignoro de quién es esa carta? ¿Acaso sucede esto muy a menudo? ¿Escribe ella a veces?
Cohibida, Rie observó el enérgico rostro levantado hacia ella.
—Que yo sepa, no —murmuró con embarazo—. Es la primera vez, por lo que yo sé.
Y ella miró de nuevo el afilado y pálido rostro de fisonomía inteligente y, bajando los ojos, intimidada, no se atrevió ya a contemplar la delicada silueta más que de los hombros a los pies.
—¿Es cierto, Rie? —preguntó Etzel con una sonrisa socarrona en los labios y desenmascarándose de pronto.
—¿Qué te hace suponer lo contrario? —replicó Rie molesta—. Eres un verdadero detective. ¿Quieres tenderme una trampa? Pues has de saber que soy tan astuta como tú.
—No, Rie; te juro que no lo eres tanto como yo —respondió Etzel, mirándola con lástima—. Dímelo con franqueza, ¿llegan a menudo cartas como ésta? ¿Habías visto ya alguna?
La interrogaba con sus ojos muy abiertos, en cuyas profundidades glaucas veíanse chisporroteos de bronce. Le parecía miserable la torpeza con que la buena ama trataba de engañarlo. Cada vez que tenía la oportunidad de comparar la agudeza de sus sentidos con la de las personas de su intimidad, experimentaba un sentimiento de compasión asombrada y también espanto, como alguien que percibe de súbito una dolencia que hasta entonces no le había hecho sentirse afectado.
—Te digo que nunca; es la primera vez —prosiguió Rie.
—Me gustaría estar presente cuando él abra la carta y la lea —murmuró Etzel mordiéndose la punta del dedo que, ensimismado en sus pensamientos, mantenía entre sus dientes. Había pronunciado la palabra «él» con un tono hecho de respeto, temor, credulidad y aversión mezclados. Giró sobre sus talones y balanceando con la mano derecha su paquete de libros, ajustados por una correa, conservando siempre la falange del dedo mayor de la mano izquierda en la boca, se dirigió a su habitación.
Rie le siguió con la mirada, con aire descontento. No gustaba de esa clase de conversaciones, al final de las cuales siempre podíase preguntar si el interlocutor no os toma tirria. Etzel era el único de la casa en quien su alma sensible hallaba eco. Pues en esa casa, lejos de exigirla, no se acordaba ningún valor a la sensibilidad. Era una casa austera.
El dueño no toleraba ni deseaba ninguna familiaridad. Lo único que esperaba era que todos cumplieran su deber en silencio; en cuanto a veleidades de simpatía, si por azar despertaban en él, permanecían inexpresadas. Si se le prodigaban servicios leales, yendo hasta la abnegación, absteníase de manifestar cualquier gratitud, haciendo notar que pagaba a esas gentes por sus sacrificios, dado el caso.
Ella oía ir y venir a Etzel por su cuarto, dando pasos ridículamente cortos. La imagen de ese rostro tendido hacia ella, con el chisporroteo de bronce en el fondo de los ojos, la llenaba de inquietud. Rie se decía: «Helo aquí ahora hecho un hombre; hasta hace un momento no era más que un niño insignificante. ¿Pero de dónde llega, tan de golpe, ese hombre?».
Hacía mucho tiempo que ella lo conocía. Era un niño tranquilo, más pensativo que turbulento, dócil por carecer de deseos y codicia, y que nunca había conocido, ni incluso por crisis, ese aburrimiento (este término es demasiado débil) que agobia a tantos niños con su enigmático tormento. Una atmósfera de ligera alegría emanaba de él sin cesar. Con su aspecto de niño razonable no carecía de una cierta picardía. Su abuela, la vieja baronesa de Andergast, le llamaba Lilliput, doctor y filósofo, cuando tenía doce años y, gracias a ella, sus réplicas vivas y agudas recorrían el círculo de sus conocidos. Rie habíase hecho a la idea de ser la madre «oficial», puesto que la madre instituida por Dios y de la cual sólo tenía nociones imprecisas, si no falsas, habíase substraído a su deber. Influida por la atmósfera de la casa, veía las cosas de la siguiente manera: cumplimiento del deber, olvido del deber, tales eran los dos polos, positivo y negativo, entre los cuales oscilaba el mundo de Andergast, es decir, el mundo en general. A sus ojos, Etzel era un niño abandonado, y puesto que le era posible cuidarlo, comenzó a quererlo con ternura, sintiéndose particularmente convencida de que ella lo comprendía. Y este error la hacía feliz.
2
ES probable que el señor de Andergast también descubriese, del día a la noche por así decirlo, que el muchacho insignificante habíase transformado en hombre, pues el comportamiento, el empleo del tiempo de Etzel, sus trabajos y lecturas fueron sometidos a un contralor más severo que hasta entonces. Una alusión de Rie al incidente de la carta había bastado para que presintiera el peligro que podía amenazar de allá lejos, y tomó sus medidas. El hecho de que se le informara de semejantes incidentes provenía de la presión moral que ejercía sobre quienes le rodeaban y, si la información era incompleta, llenaba sus lagunas gracias a esa facultad perfecta de relacionar las cosas, que era una de sus características más temidas, aquella mediante la cual subyugaba a los espíritus. Le aseguraba siempre la ventaja de conservar intactas sus fuerzas de reserva: pues en general no estaba obligado ya a exponerlas cuando había llevado a los hechos y las gentes al punto que él deseaba para utilizarlos, sin que se viesen los hilos con los cuales los hacía marchar. Era semejante a esas instalaciones eléctricas modelos en las que funcionan, con plena seguridad; conmutadores, hilos conductores invisibles y transformadores que hacen ganar tiempo.
Entre los efectos de esa organización impecable, Etzel había crecido y se habían adaptado sus nervios, aun cuando de tiempo en tiempo se mostrasen rebeldes. Vivía en una casa de vidrio. Las faltas de que se hacía culpable de ningún modo eran comentadas ni tampoco eran seguidas de amenazas; limitábanse a tomar nota de ellas. Era el método del silencio. Esta anormal situación de familia tenía por resultado que los habitantes de la casa parecieran practicar voluntariamente el espionaje; proveedores, comisionistas, carteros, porteros, todos estaban sujetos a esa voluntad superior, sensible en todas partes, y que gobernaba sin declarar abiertamente su omnipotencia, sin tomarse el trabajo de ordenar a cada uno en particular. Eran conducidos a la obediencia y preparados a la delación por el único hecho de que reinaba allí, aplastadora y grandiosa como una montaña.
Eran esas sus impresiones de infancia. Toda su niñez había estado bajo la vigilancia, disimulada no obstante, de un ojo de lince.
Todo estaba cargado de esa vigilancia. Calendario, empleo del tiempo, reloj, cuaderno de apuntes, boletín escolar. Todo emanaba de un programa ideal y tendía a entrar en la realidad con un automatismo totalmente oficial.
Pero para lograr tal cosa, no era formulada expresamente ninguna prescripción, no se exigía respeto al mismo por medios exteriores; se lo obtenía tácitamente, y todo esto tenía un carácter de tan glacial necesidad, que nadie pensaba en contradecirlo. Se cumplían las ocupaciones, y el tiempo se repartía con el austero rigor de las prescripciones inmutables; almuerzo, a la una y cuarto; cena, a la siete y media; baños: miércoles y sábado a las nueve; dinero de bolsillo: un marco por semana; relaciones con X… o Z…: poco recomendables, luego había que evitarlas. Si uno dirigía una mirada de asombro, oía decir: ¿Tienes alguna observación que hacer? Permanecía cohibido y vacilante: ¡Dios!… Todo esto con mucha amabilidad, con mucha frialdad, con mucha mesura, completamente con el tono de hombre de mundo.
Cuando un hombre de vigorosa personalidad abandona un cuarto, la atmósfera creada por él no se esfuma de inmediato; sus energías irradian sobre las cosas. Pues mucho más se manifiesta entonces esa influencia en los lugares donde trascurre su vida; la cama en que duerme, la silla en la cual se sienta, el espejo en el cual se mira, el escritorio ante el cual trabaja, las cajas de cigarros y los ceniceros de que se sirve, todas estas cosas llevan su sello, tienen un poco de su expresión, de sus gestos, incluso de su temperatura, como si se les inyectase día a día algunas gotas de su sangre.
Desde que era capaz de pensar y recordar, Etzel siempre había oído abrir y cerrar cierta puerta de la misma manera; ella se abría ampliamente, con lentitud, como si le fuese necesario a la poderosa silueta medir en primer término el lugar con su mirada y tomar posesión del mismo; se cerraba de manera irrevocable, como se cierra una carta cuyo contenido es decisivo. Esas impresiones creaban en su imaginación un encadenamiento de cuadros inmutables: sentíase alejado de un mundo inaccesible en el cual se producían hechos horribles; veía una mano estampando solemnemente su firma en documentos de alcances fatales; veía a su padre encerrado en una soledad intimidadora. Siendo niño se había deslizado algunas veces hasta la puerta, como para descifrar invisibles jeroglíficos que la hubiesen estado cubriendo. Si oía carraspear a su padre, frotar sus pies contra el suelo, ir y venir gravemente, ritmando su marcha como un hombre a quien acosa una horda de malos pensamientos, retirábase sin hacer ruido, procurando adivinar algunos de esos malos pensamientos en el silencio de su habitación, procurando adivinar algunas de esas resoluciones ejecutadas, algún fragmento del mundo desconocido, sombrío y peligroso en el cual vivía su padre.
Lo mismo le sucedía con los campanillazos que, por ser tan imperiosamente breves, no podían llegar más que de su cuarto: a las siete y media en punto de su dormitorio; a las dos y media en punto, después de la siesta, del gabinete de trabajo, a excepción de los días en los cuales los debates en Palacio se prolongaban hasta la tarde. Etzel se sobresaltaba a cada uno de los golpes; dos veces por día era dominado por la misma opresión acompañada de palpitaciones. Y un fenómeno que antes había sido para el niño una frecuente pesadilla, aún se producía en él ahora con bastante frecuencia: despertaba sobresaltado, porque la débil campanilla había sonado en su sueño. Acechaba y veía delante de él, muy cerca, como un vaciado de yeso iluminado sobre un fondo oscuro, la mano de su padre, con el índice imperiosamente tendido.
Esa mano le era conocida más que la suya propia, incluso se insertaba en una serie de visiones que retornaban sin cesar en sus sueños; era una mano estrecha, de aristócrata, de dedos afilados, con uñas amarillentas y, en el dorso, con una capa de vello oscuro. Algunas veces, en el sueño, movíase sobre un pupitre azul; parecida a un extraño reptil. Su elocuencia muda o su inmovilidad expresiva hacían pensar, a veces, en la mano de un actor, de un actor de primer orden y particularmente experto, que no encarna, es cierto, más que caracteres a la vez severos y serenos y que, habiéndolos meditado bien, los representa sin vivirlos precisamente, pero los representa justamente para hacer comprender que guarda sus distancias. Desde muy temprano, Etzel se había familiarizado con esa noción de distancia, aunque su naturaleza, al contrario que la de su padre, lo llevara a relacionarse con los demás, tendencia que, por otra parte, parecía acentuar exteriormente su miopía.
3
ESTE sistema mudo de vigilancia sólo en apariencia alcanzaba su finalidad, pues Etzel había ya tomado disposiciones eficaces para desprenderse de la presión incómoda. Había en eso mayores dificultades que las que hubiesen experimentado otros muchachos en su lugar, pues su lealtad le ataba a ciertas convenciones y su independencia de espíritu le evitaba confiarse a un camarada de su edad. Tampoco le era posible unirse a uno de esos grupos o partidos que se habían formado y se reformaban sin cesar entre sus compañeros. No sentía ningún placer en intervenir en sus discusiones y sólo raramente y con disgusto asistía a sus reuniones. No era fácil inducirlo a pronunciarse acerca de una cuestión, en un sentido u otro, y sus soluciones categóricas no despertaban en él más que la duda.
Por lo demás, se daban cuenta que en su reserva había más coraje que en las griterías de los energúmenos y, cosa rara, por eso se le estimaba más. Pese a esto, el único amigo que tuvo (en su fuero íntimo era muy circunspecto en la atribución de ese título, que en público aceptaba por pura cortesía) fue un espíritu agitado, de opiniones radicales; pero en definitiva no había elegido por sus ideas a Roberto Thielemann, sino porque le gustaban la franqueza y sinceridad de su naturaleza, y así nacieron relaciones basadas en el principio de las compensaciones y en las cuales lo grande y lo pequeño, la pesadez de uno y la vivacidad de otro, la rudeza de una parte y la delicadeza de otra se completaban por su contraste mismo. Thielemann gustaba desempeñar el papel de protector junto a Etzel, cuya superioridad intelectual reconocía por otro lado o, más bien, la superioridad de educación. No siempre comprendía esa originalidad de pensamiento y de juicio, que a veces confinaba en la extravagancia, pero al ver a Etzel tan poco desarrollado físicamente, al ver su delicadeza tímida (bajo la cual, es cierto, se disimulaba una fuerza que él no percibía), sentíase impulsado a cobijar en cierto modo a su camarada más joven y frágil. Y no sólo él, sino todos le trataban con cuidado.
Por lo tanto, Etzel no idealizaba su amistad con Thielemann. Tenía clara conciencia de lo que había de provisorio en ella y también de insuficiente, y se comportaba como quien, ya sea por discreción o por no hacerse notar, o porque no ha hallado nada mejor, se conforma con una habitación más pequeña, aun criando sus medios le permiten instalarse con más amplitud. Ese sentimiento de lo provisorio dominaba generalmente todas las relaciones que mantenía con los otros, sin que supiese de dónde venía esa impresión o sin poderse defender contra ella. Era ya bastante difícil disimularla a los ojos de los demás cuando, demasiado a menudo, no lograba ya disimulársela a sí mismo. Pues precisamente poseía el don de disimularse algo a sí mismo, laboriosa operación que exige astucia y alguna imaginación. (Pero él no acordaba ningún valor a la imaginación, no quería saber nada de ella, y éste era otro rasgo curioso de su carácter).
Habría deseado hablar a Roberto Thielemann del hombre de la gorra de marino; sin embargo se abstuvo de hacerlo, temiendo hacerse demasiado sensible de golpe a sí mismo la inquietud que experimentaba por ello. La triple y repetida aparición del viejo ocupaba y ensombrecía sin tregua sus pensamientos. El día que vio con sus propios ojos que el misterioso individuo seguía a su padre, y atrevíase también a enfrentarlo, y que esta audacia, a despecho de lo que a otro tenía de altanero, de fríamente distante, no parecía dejarle indiferente, ni ser considerado por él como un síntoma despreciable —Etzel creía estar seguro de ello—, desde ese día su inquietud se transformó en una desconfianza nerviosa, continuamente creciente con respecto a todo lo que le rodeaba, gentes y cosas, como si las murallas que sostenían el techo no ofreciesen ya ninguna garantía, como si se conservasen en los armarios productos sutiles, deletéreos; como si una mecha de yesca ardiera en el sótano, lista para hacer estallar una caja de dinamita. Este estado de espera dolorosa duró, con intervalos más o menos largos, hasta el día en que, en una de las carpetas de su padre, pudo apoderarse del documento que tuvo sobre todo el resto de su destino una influencia decisiva.
4
LAS maneras y el exterior del hombre de la gorra, aunque en un principio parecieran corrientes y ordinarios, tenían sin embargo algo de fantasmagórico, aunque más no fuese por la mirada escrutadora con la cual consideró al joven desde el primer momento del encuentro, por el empecinamiento con que lo siguió un cierto tiempo paso a paso, tratando de adelantársele y, cuando lo conseguía, observándole de nuevo, y luego por la brusquedad de su desaparición, tan súbita como su aparición. Pequeño anciano seco, no era un «señor» ni tampoco un obrero, sino más bien, según toda apariencia, un hombre de la pequeña burguesía. Podía tener alrededor de setenta años, pero su aspecto era de hombre bastante conservado, y no carecía de agilidad en sus movimientos. Llevaba un saco con forro, marrón rapado; tenía guantes de lana y puños tejidos, de bordes rojos; su brazo izquierdo pendía rígido, a lo largo del cuerpo.
En los dos primeros encuentros, fumaba una corta pipa inglesa y quizá estaba apagada, incluso, entre sus dientes; en todo caso se percibían detrás de sus labios afeitados y finos como un trazo de pluma, sus dientes echados a perder, casi negros. Etzel habría podido reproducir todas las líneas de ese ruin rostro óseo y curtido; los pequeños ojos chispeantes en acecho, de mirada de astigmático, uno de los cuales parecía de vidrio; las orejas cómicamente separadas, que destacaban los ralos mechones de sus patillas de color gris verdoso y que parecían dos lamentables pájaros desplumados metidos en un forro desecado.
La primera vez, Etzel lo había visto sobre el puente inferior del Mein. Estaba con Roberto Thielemann, Schlehlein el tartamudo, Max Schuster, el del cuello de garza real, que desempeñaba un papel en el «Movimiento de los Jóvenes»; el grueso Nicolás Hohl (el voraz, como lo llamaban a causa de su eterna hambre canina), Müller N° 1 y Müller N° 2. Una reflexión amarga de Thielemann sobre las maniobras pérfidas de Schuster había provocado una discusión política. El grupo de que era jefe había hecho correr rumores malévolos acerca del grupo republicano, y Thielemann les reprochaba que tramaran viles intrigas y se dejaran conducir como peleles, sin tomar nunca partido, por gentes acerca de las cuales podía preguntarse si no eran reclutadores a sueldo de la reacción.
—¡Son ustedes unos lindos cocos! —gritaba sin cesar, y su voz bonachona y lenta contrastaba de manera divertida con su cólera. Agitaba el aire con los brazos y sus gritos suscitaban la desaprobación de los transeúntes. No inspiraba especial confianza con su copete de cabellos rojo vivo, su cara cubierta de manchas rojizas y su capa de grueso paño, flotando sobre sus hombros. Cuando por último les lanzó la acusación de que ellos y sus acólitos aterrorizaban ya a aquellos profesores que hasta entonces se habían podido contar entre los puros y que incluso un hombre como Camilo Raff no se declaraba ya abiertamente, sino que se recogía intimidado al rincón de los observadores prudentes, en ese momento mismo, púsose verde de rabia y pareció estar dispuesto a arrojarse sobre Schuster y los dos Müller. El primero hizo un gesto de burla, en el que había tanto desafío como embarazo, y Schlehlein el tartamudo, sabiéndose protegido por la mayoría, se plantó delante de Thielemann y dijo sin vergüenza:
—Es cierto, t… tú Raff es también uno de esos pa… parásitos. Ti… tiembla de miedo de pe… perder su situación.
Thielemann lo midió con una mirada despreciativa y dijo:
—¡Cállate, imbécil!
Con la mirada buscó a su alrededor, esperando que alguien lo apoyara, pero nadie estaba con él, porque Etzel, que sentía horror por semejantes escenas, se había separado de la banda camorrera, adelantándose. Viniendo de la plaza de los Suizos, habían llegado al puente, y mientras Thielemann observaba a su alrededor, en busca de un auxiliar, sus facciones tomaron una expresión de espanto. Vio a Etzel en medio de la calzada, marchando como un sonámbulo ante un camión que se aproximaba con gran ruido y que iba a derribarlo inevitablemente, al instante. Gritó con todas sus fuerzas:
—¡Atención, Andergast, atención, diablo!
De un salto estuvo junto a él y lo arrastró a tiempo para que sólo el paragolpe le rozara la cadera.
Al oír el nombre de Andergast, un hombre que se hallaba apoyado en la balaustrada del puente, con la pipa entre los labios, mirando el río como si no viera ni oyera nada de lo que pasaba a su lado, dióse vuelta bruscamente, notó la presencia de los muchachos, fijó en Etzel su mirada aguda, y cuando Thielemann, pasando su brazo bajo el suyo, le dijo con tono un poco regañón y un poco autoritario:
—Ven, Andergast, dejemos a esos sucios tipos —siguió a los dos jóvenes por la Nueva Calle de Mainzi, marchando a unos veinte pasos detrás de ellos. Sólo cuando se detuvieron en la plaza de la Opera, ante la vidriera de una librería, se adelantó, esperando que continuasen su camino y fijando una vez más en Etzel, como en el puente, con su ojo escrutador y chisporroteante, una mirada sin embargo tranquila y pensativa.
—¿Conoces a ése? —preguntó Thielemann asombrado, mientras continuaban su camino.
—No —dijo Etzel, pero sintió en la espalda una sensación de malestar.
Dos días más tarde, el hombre estaba parado ante el portal del liceo. Era mediodía; los alumnos salían en torrente del patio, dispersándose en todas direcciones, en medio de un vocerío ensordecedor. Etzel se encontraba entre los rezagados. Al estar fuera, su primera mirada se fijó en el hombre de la gorra; abrió los ojos, asombrado, y se detuvo de golpe. El hombre lo miró sin sonreír ni pestañear, y lo siguió. Como Etzel experimentaba de nuevo y más fuerte que en la víspera esa sensación de malestar en la espalda, colocó su paquete de libros bajo el brazo y partió a la carrera, de modo que, en cinco minutos, dejó al desconocido que lo perseguía a un kilómetro de distancia.
5
LA tercera vez que se hallaba delante de la casa Andergast, en el ángulo de la calle de los Álamos, cuando Etzel regresaba de su lección de gimnasia con Enrique Ellmers. Este Ellmers, hijo de un arquitecto, excelente matemático, había ofrecido ayuda a Etzel para hacer un deber de álgebra, sobre el cual había permanecido toda la noche en vela, sin saber cómo arreglárselas. En el fondo, no quería a Ellmers, que era un jactancioso y un arribista y que algunos meses antes había sido boicoteado por toda la clase por una historia de delación que nunca se pudo aclarar. Pero Ellmers le había ofrecido su concurso con una insistencia tan sincera (sin duda sentíase seducido por la idea de poder decir luego que había ido a casa del barón de Andergast), que Etzel no encontró ninguna razón para hacerse el desdeñoso. Pero esta vez Etzel tuvo miedo cuando vio al hombre de la gorra. Esa repetición tenía algo de amenazadora e ineludible.
También la proximidad más inmediata de ese hombre, la calma de la calle desierta, todo reunido, hacían nacer en él el espanto. Su miopía no le permitió hasta entonces distinguir claramente las facciones del extraño y los detalles de su persona, pero ahora el hombre estaba tan próximo a él que podía distinguir el gris amarillento de sus ojos e incluso los botones de paño gastado de su saco. Cuando giró en la calle para entrar en el jardín de la casa, con Ellmers prendido a sus talones, el portero charlaba con un agente de policía, bajo el pórtico. El portero saludó; también el agente, sabiéndose frente al hijo del procurador general. Etzel tuvo una sensación de vértigo cuando vio que el hombre de la gorra también se disponía a entrar. Indudablemente, prendiéndose a los pasos de ambos muchachos, contaba poder pasar sin obstáculo ante el portero y evitar las preguntas importunas: se leía este cálculo en su rostro. Y en efecto lo consiguió; el portero le dirigió una mirada desconfiada, es cierto, pero lo dejó pasar. Se detuvo en la entrada, siguiendo con los ojos a los dos jóvenes. Etzel dejó caer su paquete de libros. Ellmers lo recogió.
—Gracias —dijo Etzel. Era todo oídos; cuanto más se aproximaba al segundo piso, más redoblaba sus esfuerzos para oír. Cuando hubieron ascendido algunos escalones del segundo piso, dióse vuelta y escuchó lo que pasaba abajo. Ellmers observó a Etzel con inquietud y le preguntó:
—¿Te sientes mal, Andergast? Estás pálido.
Etzel escuchó, murmurando luego:
—¿Viene?
—¿Quién? ¿De quién hablas? —dijo el otro, asombrado.
Etzel se subió a la rampa. Oyó que alguien subía con paso vacilante. «¿Quién puede ser ese hombre que se prende a uno con tanta obstinación?», pensaba Etzel, y la encarnizada persecución del desconocido le inspiraba un creciente temor. Pero Enrique Ellmers siente en ese instante preciso, y esto con una agudeza por completo nueva, que le es profundamente antipático a Etzel y dirige una mirada sombría y algo hostil hacia aquél, que se encuentra dos escalones por encima suyo y que, por su parte, con las facciones de nuevo contraídas, mira en el vacío, pues también oye unos pasos que descienden, unos pasos que conoce bien. Un momento después, la alta silueta del señor de Andergast aparece en el rectángulo de la ventana. Llega precisamente al rellano de la escalera; abajo, el hombre de la gorra llega al rellano correspondiente. Etzel tiene la impresión de que esa coincidencia es extremadamente importante, si bien su razón le dice que es sólo fortuita. El señor Andergast hace a los dos jóvenes una señal con la cabeza, les pregunta una cuestión trivial (¿ya han terminado la jornada?, o algo por el estilo) sin detenerse en su descenso, y luego su mirada recae en el hombre. Éste para de súbito, con la espalda contra la pared, como presentando armas, con dos dedos en la visera de la gorra, y dice con voz risiblemente graznante y laconismo militar, cuyo efecto es asimismo grotesco: «Me llamo Maurizius». Al mismo tiempo su mano busca, con un movimiento cuya torpeza es debida evidentemente a la rigidez de su brazo, en el bolsillo interior de su saco forrado, para sacar de él alguna cosa. El señor de Andergast gira la cabeza, le mira un segundo, dos segundos, conserva su rostro altanero y, a través de sus párpados semicerrados, lo mide con expresión sombría, y pasa. Luego da otra vez vuelta la cabeza, la frente ligeramente arrugada, hace con la mano un movimiento de mal humor y apresura el paso. Todo no ha durado más de dos minutos y medio, pero Etzel tiene ahora la certidumbre de que su padre conoce también al hombre de la gorra y que no es precisamente en esa escalera donde lo vio por primera vez; ha adivinado esto en la expresión de su padre, en su manifestación de mal humor, en el movimiento de sus hombros y en la manera como desciende, escalón por escalón, en tanto que ese Maurizius está aún parado contra la pared, en guardia, los ojos astigmáticos fijos en la penumbra de la caja de la escalera.
6
ETZEL, en verdad había adivinado. El señor de Andergast había visto surgir al viejo ante él en varias oportunidades, con su plácida tranquilidad y su empecinamiento de hombre en acecho. Eran numerosos aquellos que se cruzaban en su camino, pero ninguno lo hacía sin temor y muy pocos, solamente, sin angustia. En realidad no daba en nada la impresión de ser un vagabundo o un desclasado; más bien hacía pensar en un provinciano que se encuentra en situación complicada y no sabe cómo arreglárselas en una gran ciudad. Y sin embargo había en su actitud una falta de deferencia, incluso una cierta arrogancia que irritaba los nervios del señor de Andergast. No sabía quién era ese hombre. Creía no haberlo visto nunca. Y he aquí que un buen día se había plantado allí como alguien que quiere llamar la atención a toda costa. Era mediodía.
Tomado por el mismo escalofrío que le dominaba cada vez que abandonaba el Palacio de Justicia, que ni incluso el cálido sol de marzo le evitó tampoco ese día, el señor de Andergast abotonó su sobretodo, respondió con un movimiento de cabeza y sin una mirada el saludo devoto del portero, y tomó el camino de su casa. Lo hacía a pie todos los días. En su recorrido por las animadas calles, estaba obligado a quitarse el sombrero innumerables veces y, aunque cumpliera esta ceremonia sin acordar una rápida mirada a nadie, su actitud y su gesto tenían sin embargo en cada oportunidad el matiz que correspondía al rango social de aquel a quien respondía, ya sea que tocara apenas el ala de su sombrero o que se lo quitara para hacerlo describir en el aire un corto semicírculo calculado y volverlo luego lentamente a su cabeza calva. Pero ellos, los otros, quienesquiera que fuesen, obreros, pequeños comerciantes, directores de banco, redactores, agricultores, consejeros municipales, mostraban en sus saludos la obsequiosidad diligente que creían deber a la alta función del señor Andergast y al hombre temido que era. Habituado al respeto de toda la ciudad, la atravesaba con frialdad. Su mirada fija, clavada ante él, no se interesaba en ninguno de los espectáculos de la calle. Aún más: su semblante negaba en cierto modo la realidad, como si esa realidad fuera para él una trampa, y, puesto que era demasiado familiar, su paso tenía no sólo esa compostura cohibida propia de los hombres acostumbrados a moverse en lugares cerrados, sino también el apresuramiento característico de quienes constantemente tienen que defenderse contra los importunos. Y he aquí que esa silueta se interponía en su camino. Un desconocido se atrevía a mirarlo de frente, a él, señor de Andergast, procurador general. Con una pipa en la boca. Mirarlo de frente y seguirlo, como lo adivinaba sin darse vuelta.
Luego, marchando con mayor rapidez, adelantársele y, llegado a un recodo de la calle, detenerse, y fijar de nuevo su mirada en él, ¡la pipa en la boca! ¡Cosa inaudita! Al otro día, el mismo juego y la misma arrogancia. Y tres días más tarde, recomenzando. Quizá fuese un loco, uno de esos numerosos chicaneros perfectamente conocidos de la justicia y de la policía, que circulan paseando con ellos alguna demanda no atendida, tratando de ese modo de molestar a las autoridades. Lo más prudente consistía en ignorar al hombre y, si se hacía necesario, denunciarlo al agente de policía del barrio. Luego vino el ataque en la escalera. ¡Violación de domicilio! ¡Ya era demasiado! ¡Era preciso una sanción! Había que tomar medidas. Al principio el señor de Andergast no oyó el nombre que pronunciaba el individuo sospechoso; cuando pudo captarlo, le miró una vez más todavía, dándose vuelta involuntariamente. No pudo ocultar su sobrecogimiento.
Al día siguiente, por conducto oficial, fue presentada la demanda, que no era ciertamente la primera en ese asunto, pero sí una entre todas aquellas con las cuales el tribunal era tradicionalmente agobiado y provenientes de la misma fuente. Así el incidente recibía una explicación en apariencia inofensiva, aunque la audaz actitud del hombre no dejase de ser menos incomprensible. De todos modos, el caso no merecía que se le prestase mayor atención.