CAPÍTULO TRIGÉSIMO

1

ES RARO que una conversación entre dos personas que tienen que tratar de una cuestión de importancia, suceda como se la habían imaginado o preparado, sobre todo cuando se llega a un seudoarreglo de cuentas. Es verdad que Sofía de Andergast esperaba de la entrevista con su exmarido un resultado muy preciso, y si su conversación fue algo diferente de lo que en su agitación exaltada se había figurado, ello se debió únicamente a que el hombre ante el cual se hallaba no era más aquel que había conocido. Su impaciencia cuando llegó a casa de la Generala la impulsaba de tal modo a obrar, que Sofía miró a la anciana señora con un aire completamente desconcertado cuando ésta le dijo que el procurador general estaba de viaje y que no había podido saber la fecha de su regreso.

Sólo al día siguiente, a mediodía, se supo por teléfono que volvería esa tarde. Sofía había pasado una noche en blanco; a las cuatro de la mañana se había levantado y bajado al jardín; cuando a las ocho la Generala la hizo llamar para el desayuno, se la buscó por toda la casa y terminaron por descubrirla dormitando en un banco de la glorieta, con los brazos apoyados en el respaldo de piedra y la cara oculta en ellos. Costó mucho trabajo decidirla a tomar una taza de té, y no respondió más que con una sonrisa amable e insignificante a los reproches de la Generala, que en esa ocasión mostró una locuacidad algo nerviosa. La anciana señora, por otra parte, no encontró en ella la confianza y el impulso afectuoso que creía tener derecho a esperar.

Al principio se vio obligada a violentarse y repetirse constantemente: «No es sólo una mujer desdichada, es la madre de Etzel, y yo no la he invitado a venir a mi casa para pasar con ella algunos días agradables, sino porque y es tiempo de que se haga algo; aquí no se trata de agradar». Pero, al par de su acostumbrada afabilidad, tenía siempre su pequeña porción de egoísmo y deseaba, aunque muy discretamente y aun tomando parte en las preocupaciones de los demás, que se hiciera un poco la corte. Pero Sofía no fue más allá de la amabilidad de la que nunca se desprendía. Eso molestaba a la Generala y se dedicaba a observar todo lo que le disgustaba en la recién llegada: cierta reserva que la hacía avara de sus palabras, el aire decidido, la seguridad con la cual se presentaba, y tal vez el cuidado meticuloso que ponía en su arreglo, porque desde la mañana aparecía de punta en blanco. La Generala pensaba: «Cuida mucho de su persona, y eso no se concilia con su pena y sus preocupaciones». Como si un pesar sincero no pudiera afirmarse sino con una apariencia descuidada. Pero más bien por ingenuidad que por mezquindad la Generala criticaba esas cosas; sin duda había esperado ver a Sofía en el conmovedor papel de una «madre pródiga», de una Niobe abrumada por el dolor, y se encontraba, en cambio, con una mujer de un carácter difícil de penetrar, con una persona singularmente resuelta, sobria de palabras, ágil y fría, cuyos rasgos habían conservado sorprendente aire de juventud.

Porque se le hubiera dado cuando mucho treinta y dos años, y la Generala calculaba que debía de tener treinta y ocho bien cumplidos. Esas críticas de la Generala eran sólo superficiales y ocultaban un sentimiento más profundo: los celos. La comprobación de que Sofía había permanecido sorprendentemente joven, que tenía modales seductores, dientes impecables, una figura tan esbelta todavía y que era de esperar que Etzel se lanzara a su encuentro, rebosante de alegría, le apretaba el corazón y le hacía presentir horas dolorosas. En realidad, se había propuesto hablar de Etzel lo menos posible, al menos para comenzar. Esta resolución procedía también del sentimiento de celos de que acabamos de hablar, aunque tratase de persuadirse a sí misma de que tan sólo quería evitar que Sofía se atormentase inútilmente. De todos modos, cuando después del desayuno pasó al salón con su visita, las ganas de hablar fueron más fuertes que ella; por una parte, le parecía inconveniente ocultar a Sofía lo que sabía, y por otra estaba orgullosa de su saber e impaciente por exponerlo y demostrar su habilidad y su prudencia. En efecto, había ido a conversar personalmente con el profesor Camilo Raff poco antes de que partiera para asumir su nuevo cargo; había tenido con él una larga conversación respecto a Etzel, y aquella conferencia le había suministrado más de un dato precioso, que reunidos a la conducta del joven con ella, y particularmente a su visita y su pedido urgente de dinero, arrojaba alguna luz sobre el camino que podía haber tomado, aunque dicho camino no dejase por eso de parecer menos inquietante y extraordinario. ¡Y no había dado señales de vida! No lo hubiera traicionado, hubiese respetado y guardado su secreto, ¡oh!, ciertamente, si le daba tanta importancia… pero irse así… ¡sin prevenir y dejando a todos consumiéndose de inquietud y de pena! La Generala decía «a todos» por cortesía, pero no pensaba sino en sí misma. Sofía escuchó sin pronunciar ni una palabra, pero con el más vivo interés. Siguió silenciosa cuando la Generala se calló. Sólo el brillo de sus grandes ojos pardos traicionaba su emoción. La Generala se quedó un momento desconcertada: era el mismo brillo, la misma fulguración de bronce que en «él»; era de ella que la había heredado, y de pronto sus celos tontos se desvanecieron, dando lugar a una profunda simpatía por la mujer. Sofía, aliviada, se dijo: «Entonces, así es». Jamás había sido lo que se llama una madre apasionada, es decir, que nunca había hecho ostentación de su amor maternal, y, cuando vivía con Etzel, dio mucha importancia al hecho de tener con su hijo el tono ligero y familiar de todo el mundo. Siempre pronta a reír y bromear con él, evitó cuidadosamente molestarlo con esa ternura egoísta que lo hubiera envuelto demasiado pronto en el mundo turbador de los sentimientos. Tal vez el señor de Andergast buscó a su modo (¡pero qué modo tan frío, razonable y sin entusiasmo!) de terminar lo que la rica y cálida naturaleza de ella había comenzado. Quizás sufría precisamente, desde ese punto de vista, una influencia misteriosa, pero la verdad es que nunca hubiera consentido en reconocerlo delante de nadie ni en su fuero interno. No había entretanto llegado nada. Cuando el corazón no habla, las experiencias pedagógicas son vanas, y las suyas habían experimentado un lamentable fracaso. Cuando Sofía se vio obligada a separarse de su hijo, nadie le oyó una queja y menos aún una explosión de desesperación.

Hasta se dijo abiertamente y se sostuvo que era incapaz de todo sentimiento profundo. Pero ella tenía la particularidad de poder vivir con una imagen que llevara en su alma, como con un ser de carne y hueso; en todo caso, tuvo durante todos aquellos años y hasta ese día el sentimiento de estar realmente unida a su hijo y de hacer de él, desde lejos, un aliado. Entraban para ello en juego fuerzas extrañas, que nada tenían que ver con una resolución tomada con vistas a un fin determinado. He ahí por qué se sentía aliviada diciéndose: «¡Entonces, es así!». Por eso en sus ojos brillaba el resplandor de los ojos de Etzel.

2

AL ATARDECER tomó un coche y fue hasta la ciudad. Mientras recorría con lentitud las calles, sentía su alma dolorosamente tironeada entre el sentimiento de hallarse en su casa y la impresión de encontrarse en un ambiente hostil, entre recuerdos claros y armoniosos y otros sombríos y torturantes. Las casas viejas y vueltas a pintar del suburbio, le parecían tener una fisonomía engañosa, pero al llegar frente al Roemer, la vieja municipalidad de la población, se detuvo y levantó los ojos hacia la fachada, como uno fija la mirada en un rostro venerable. Con la mirada baja, como si siguiera una pista, llegó al camino de Kettenhof y a la casa de Andergast. Recorrió con la mirada la fila de ventanas del segundo piso, y todas estaban oscuras. Aquella oscuridad decía de la ausencia de los dos seres que su mente apartaba el uno del otro, como al horror de la felicidad, y que no podía impedirse de ligarlos estrechamente tampoco, porque uno no puede separar la idea de un hijo de la de su padre. ¿Podría subir ahora y presentarse ante el hombre a quien ella venía a pedir cuenta de su conducta? ¿Qué le diría? ¿Cómo le expondría lo que había de decir? Ahora que llegaba su hora, ahora, en ese minuto que «satisfacía sus deseos» y en que ella veía ante sí toda su vida arruinada por él, ¿qué actitud tomaría cuando ella le gritase en la cara?: «¿Dónde está mi hijo? ¡Devuélveme a mi hijo!». Pero ese minuto punzante aún no existía más que en su imaginación y la realidad lo haría desvanecerse. Frente a ella se erguirá otro ser, el más trivial del mundo mientras sólo es evocado por el pensamiento, pero el ser más inesperado, el más desconcertante, el mejor hecho para paralizarla, al aparecer en la realidad.

Pero aquel minuto que «satisfacía sus deseos» resumía para ella toda su vida en los diez últimos años, como una gota de agua resume en sí al mar, y volvía a verse errando de hotel en hotel y de ciudad en ciudad. No tenía a nadie para consolarla, para ayudarla, ni hogar, ni asilo. Muda y fría, se había dejado dictar condiciones por el hombre que habitaba allí arriba y se firmaron acuerdos. Fue él quien decidió su porvenir; ella ya no poseía ningún derecho aparte de la libertad, y en la medida en que él se la dejaba, nada más que su fortuna, lo que quedaba de la herencia paterna. Había estado enferma, siempre enferma, y jamás llamó ni consultó a un médico.

Durante la guerra, vivió en aquella Suiza completamente desorganizada, rodeada de llamas, en pensiones baratas, en medio de gentes vulgares, y logró pasar inadvertida, sin despertar una curiosidad simpática que la hubiera importunado. Se había ocupado de botánica y de mineralogía, se gastó los ojos en bordados artísticos, hizo largas caminatas, con frecuencia más allá de sus fuerzas; le costó trabajo acostumbrarse a la soledad, aunque no pudiera soportar ninguna compañía. Se interesó por muchas manifestaciones de la actividad intelectual y conservó un amor inalterable a la vida. Pero, de todos modos, su corazón estaba en cierta forma vacío, y la existencia que llevaba, completamente desprovista de alegría; podía reír y entretenerse, pero sólo con los indiferentes, porque en cuanto cualquiera, hombre o mujer, se hacía más familiar, cambiaba su actitud y rompía insensiblemente toda relación. No podía ya creer realmente en nada y su situación respecto al mundo externo había sido profundamente conmovida. En esos últimos años sólo tuvo relaciones amistosas con dos personas: un pintor suizo que se había radicado en un chalet del cantón de Valais y un viejo sabio, el señor Andrés Levy, profesor de la Sorbona y bacteriólogo distinguido, que había encontrado en Ginebra y cuya casa en París frecuentó bastante. Mencioné su amor inalterable por la vida, y sin embargo sentía siempre un alivio por las noches al ver terminada otra jornada, y por las mañanas al saber terminada la noche. Pero precisamente las personas desdichadas son las que se sienten obligadas a vivir al día, obligación de la que se libran con mayor dificultad que la de vivir por vivir.

Veinticuatro horas después del minuto que «satisfacía sus deseos», entró en la casa de Andergast. La Generala había preparado por teléfono su entrevista con Wolf de Andergast.

Volver a los lugares donde se ha sufrido una pena jamás apaciguada, es menos una prueba para la memoria del corazón que para la de los ojos. La experiencia demuestra que la mayoría de la gente, aun cuando sus sentimientos se suavicen o se extingan, los conserva en un rincón especial de su alma, del que puede sacarlos cuando quiere. En este caso no son más que fantasmas que no recuerdan al ser viviente sino como un despojo vacío, el cuerpo que lo llevaba, si bien los lugares y las cosas desaparecen completamente de su memoria, y, al verlos de nuevo, les causan una sorpresa que les hace sensible sólo el lazo entre su personalidad actual y la de antes. Todo sucede entonces como si uno hubiera ocultado con la mano una imagen aterradora por un instante tan sólo, para atenuar su efecto horripilante. Por cierto que no pasaba eso en Sofía, porque su alma, como lo hemos dicho, durante los diez años transcurridos había conservado intacto todo su ardor, y no obstante el mundo concreto, aquel que salta a los ojos, en el cual se hallaba de pronto otra vez, resucitaba el pasado con un poder que la aplastaba y sobre todo anulaba en ella toda noción de tiempo, lo que reducía la idea de haber envejecido, de tener más edad, a una farsa incomprensible de la naturaleza. ¿Acaso todas las cosas no eran, en efecto, tal como lo habían sido siempre? Entre diez años y una semana, la diferencia es puramente ficticia. Ahí estaba el escalón, el tercero después del descanso, que ya crujía bajo su pie diez años antes; ahí a la izquierda, sobre la ventana de la escalera, la mancha pálida y amarillenta sobre el yeso pardo; vacilante, se sostuvo de ese botón de cobre el día que supo que el hombre a quien amaba se había pegado un tiro en la cabeza y en que no sabía si aún tendría fuerzas para ir hasta la casa donde yacía su cadáver; cuántas veces leyó aquellas letras con adornos prendidos en la placa de loza del primer piso: «Doctor Malapert»; cuántas veces, desesperada, apoyó el dedo en el timbre del segundo piso y esperó, con el corazón lleno de disgusto, que le abriesen la puerta de su propio domicilio.

Ahí estaba de nuevo, apretando el botón del timbre. La hicieron pasar. Allí estaba el mismo espejo, reflejando su imagen como si no hubiera cesado un solo día de hacerlo; el sombrero duro estaba en el perchero, símbolo de una trivialidad ceremoniosa y desagradable; debajo colgaban los abrigos, siempre teniendo pegado ese olor repugnante del cigarro; enfrente, en la pared, el retrato del viejo emperador con su aire benévolo y su barba partida en dos; he ahí la puerta que, sin una lágrima (nunca le agradaron las lágrimas) franqueó la última noche, después de un último adiós al niño que se caía de sueño, y, finalmente, la otra puerta, oculta por un tapiz, que jamás había abierto sin decirse: «Si por lo menos estuviera libre de este suplicio, si ya me hubiera ido…».

3

LAS siete, el señor de Andergast le dijo a Rie:

—Una señora vendrá a las siete y media. No hace falta anunciarla.

Rie dijo que sí con un movimiento de cabeza, porque ya sabía.

Nanny, la sirvienta de la Generala, no había dejado de decirle a quién hospedaban bajo su techo, y Rie se sentía envuelta en sordas maquinaciones. En su agitación, dio órdenes equivocadas en la cocina y dejó caer un tarro de dulce al suelo: «Todo pasa y todo acaba», se dijo, mirándolo con melancolía.

—¿Se acuerda —agregó— que me sucedió lo mismo el penúltimo otoño? El niño se arrodilló en el suelo y quería lamer el dulce.

La cocinera pretendió recordar que en aquella ocasión ella se quedó sorprendida porque el niño nunca había sido goloso.

—Si al menos lo hubiera sido —suspiró Rie—, todavía lo tendríamos en casa, porque cuando se es goloso se ama el hogar.

En ese instante sonó el timbre, la sirvienta abrió la puerta del piso, Rie salió despacio al pasillo y vio a una mujer de estatura mediana, que no era precisamente esbelta, dirigirse con paso firme al despacho, y tuvo este pensamiento hostil: «Parece que conoce muy bien esto», como si eso fuera una prueba de maldad. Jamás deseó tanto como en aquel momento escuchar detrás de una puerta, y sólo la retuvo el natural sentido de las conveniencias. Permaneció un momento en el mismo lugar, aguzando el oído, y como todo estaba en silencio, se volvió tristemente a su habitación.

El señor de Andergast había vuelto a las cinco y media. Pidió té, pero no tocó la taza y no había cesado de pasearse agitado por la habitación. No podía apartar de sus oídos la voz del preso Maurizius; aunque hiciera o pensara cualquier cosa, lo perseguía como el arrullo ininterrumpido de una paloma invisible. Por momentos, un jirón de una frase se desprendía del monótono arrullo; entonces se sobresaltaba, suspendía el paseo, inclinaba la cabeza de lado, fruncía el entrecejo y mascullaba algunas palabras. Había encendido más de una docena de cigarrillos, uno tras otro, y los había tirado al cenicero después de dos o tres chupadas. Varias veces apoyó la mano en la frente como viera hacer a Maurizius y su rostro mostraba una expresión meditativa.

Múltiples preguntas lo asaltaban, como copos en torbellino, de los cuales ninguno podía fijar su pensamiento. De tiempo en tiempo sacaba el reloj, se aseguraba con inquietud de que las agujas avanzaban, como si hubiera estado urgido por llegar a una solución antes del minuto que pondría fin a su soledad. Pero mientras giraban las agujas no acertaba a calmar aquella turbación afiebraba. El arrullo, siempre aquel arrullo. Al fin se desprendió del caos, tangible, una pregunta: «¿Por qué no habló antes? ¿Por qué guardo silencio durante esos diecinueve años, si lo que confesó tenía el sello evidente de la verdad? Si ahora se había decidido a hablar, hubiera podido hacerlo muy bien hace tres años, cinco, doce, quince. ¿Qué se lo impidió? La vergüenza, las bravatas, el deseo de no exponer a alguien, no resisten a una prueba en la que cada año se convierte en una eternidad, en que la misma idea del sacrificio —nacida de una pasión sin ejemplos que aquí desempeña ciertamente un papel desaparece en medio de la completa disgregación de la personalidad moral».

Al pensar en esto: la completa disgregación de la personalidad moral, el señor de Andergast sintió pasar por su corazón un estremecimiento a la vez helado y ardiente. Así lo había ganado el estado de espíritu de aquel hombre-fantasma. Acababa de comprender el sentido de la obra de muerte continuada a través de diecinueve años. Quizás él mismo había sido alcanzado por ella de un modo más duradero de lo que jamás hubiera podido sospechar. «¿Qué pudo habérselo impedido?». La pregunta lo obsesionaba sin cesar y comenzaba a nacer en él una vaga intuición: «Tal vez es menester buscar la causa de una razón más profunda —se decía—; quizá Maurizius tuvo entonces conciencia de que la verdad era sólo verdad para él, pero no para mí, no para nosotros; no estuvo madura para mí, para nosotros, sino cuando se sintió preparado para revelarla casi a regañadientes. Pero ¿si aquella verdad no fuera más que el resultado del tiempo —se dijo de pronto con un estremecimiento—; si, con el espíritu influido, turbado por el presente, yo no hubiese estado preparado hace tres años, cinco, doce o quince años, para aceptar esa verdad que hoy me parece tan sencilla, tan plausible? Tal vez la verdad necesita ser amamantada por el tiempo». Este pensamiento tenía algo tan sublevante y arrojaba una luz tan vívida sobre todo lo que hasta ese momento él había denominado juicio y sentencia, que por algunos instantes tuvo la sensación de que el núcleo sólido de su personalidad se había disuelto y esparcido. En su desazón, y para escapar a aquella descomposición de su ser, se puso a pensar en los detalles del sumario, los que durante todo su viaje de regreso de Kressa le habían preocupado como un rompecabezas.

Por ejemplo, ¿hasta qué punto las declaraciones de Maurizius concordaban con las fechas consignadas en el sumario? Esta preocupación ya había atraído anteriormente su pensamiento, dirigido en seguida en otro sentido. Apenas puso de nuevo su atención en ello, cuando sintió un ligero golpe en la puerta y entró Sofía.

El señor de Andergast permaneció de pie detrás de su escritorio, como detrás de una fortaleza. En semejante situación, un saludo, por trivial que fuese, hubiera sido absurdo. No había visto a la mujer desde hacía diez años, y durante ese tiempo ni una sola vez se interrogó respecto a sus sentimientos para con ella. Una vez terminada una cuestión, no le reconocía más el derecho a intervenir en el empleo ordenado de su tiempo. Sabía terminar de una vez para siempre con las cosas de su vida privada, igual que con las de su profesión. En ambos casos consagraba un plazo determinado a la liquidación de las consecuencias, pero pasado dicho plazo el asunto quedaba archivado. Sofía cerró la puerta tras de sí; cinco pasos los separaban, pero él no la veía o más bien no quería verla, no tenía ganas de verla. Bajó los párpados algo inflamados y su corpachón oscilaba ligeramente. Esperaba. «Estoy lo suficientemente preparado. ¿En qué puedo serle útil?», decía su aspecto glacial y distante. Pero alrededor de su nariz se alargaba la palidez. Sofía se acercó al sillón colocado en la penumbra, delante de la biblioteca, y se sentó con suavidad, mirándolo con sus ojos sombríos. Un estremecimiento amargo y amenazador agitaba las comisuras de sus labios; se hubiera dicho que deseaba obligarlo a que hablara primero. Ella conocía su terquedad, y, como antes, sólo tenía ahora desprecio por aquella actitud que traducía, lo sabía muy bien, la rígida observación de una «línea de conducta». Pero pronto reconoció su error y su instinto sutil le advirtió que en aquel hombre se había operado un cambio, como si de su impasibilidad de bronce, de su arrogancia y de su perfecto dominio de sí mismo, sólo le hubieran quedado la expresión del rostro, la mirada, la envoltura intacta de una fruta roída por dentro. Esa comprobación no la llevó a ser más indulgente, porque nada podía inclinarla al perdón, pero tampoco sintió ninguna satisfacción íntima. Aquellas cosas no le interesaban. Para ella, Andergast no era sino una persona sobre la cual uno fija por un instante su pensamiento. El lugar que en otros tiempos ocupara en su vida (ocupado casi únicamente para hacer en ella una obra destructiva) ya no existía. Su viejo abogado, con quien ella cambiaba a veces algunas cartas de negocios, la puso al corriente de la fuga de Etzel, y la energía amasada en Sofía desde tanto tiempo atrás la arrastró bruscamente a emprender el viaje. Fue de acuerdo con el abogado que en los meses de marzo y abril dirigió dos cartas al señor de Andergast, en las que reclamaba las medidas tomadas antes, arguyendo su invalidez y su ilegalidad, ya que la renuncia que aparecía libremente consentida por su parte, le fuera arrancada por la fuerza. Las cartas no habían sido juzgadas dignas de respuesta, y al comunicárselo a su hombre de leyes, ella había agregado: «Es un error imperdonable haber apelado a un tribunal que permanece sordo al lenguaje de los sentimientos humanos». La noticia de que el muchacho se había ido y no se lo podía hallar, le hizo pasar por encima de todos los obstáculos y la volvió indiferente a las consecuencias de un paso que, viéndolo de cerca, no prometía resultados prácticos. Pero quería obrar, y, por lo menos, probarse a sí misma que el miedo que la aterrorizaba en otro tiempo ya no existía. Y ahora estaba ahí, muda, con la voz estrangulada en la garganta, igual que el día en que luego de haberle arrancado por la violencia la confesión de su falta, le hizo, después del suicidio de Jorge Hofer, firmar aquel papel insensato, explotando sin escrúpulos su falta, saciando su venganza so pretexto de justicia.

Se entabló un diálogo que, arrastrado por su propio peso, apartó las trivialidades inevitables y se perdió en profundidades donde las almas, en su antagonismo consagrado por la ley, se enfrentaban, por decir así, al margen del mundo, y que es casi imposible de transcribir con sus sobrentendidos, sus fintas, sus silencios y sus reticencias hirientes. Con frecuencia uno de los interlocutores no respondía al otro sino con su silencio, más elocuente que todos los argumentos; se cambiaban ideas sin ilación y un encogimiento de hombros expresaba toda una historia. La atmósfera de la habitación estaba cargada de una electricidad que se comunicaba directamente a los nervios de las dos personas presentes.

El señor de Andergast comenzó diciendo que lamentaba mucho ignorar el fin de la visita, si bien podía adivinar el motivo; era una frase convencional que pronunció con el mismo tono que usaba en las consultas para dirigirse a un cliente. Después de haber examinado con detención si semejante entrevista era admisible o no, había optado por la afirmativa; sin embargo… y se encogió de hombros como si ya no supiese qué pensar. Sofía se puso de pie de un salto. «Siempre su aire pomposo, insolente y enfático», se dijo indignada. Luego sonrió y volvió a sentarse. El motivo en cuestión —prosiguió él algo más cortésmente, creyendo con su modo de iniciar la cuestión haber señalado bien su punto de vista—, el motivo en cuestión no podía obligarlo ni a una explicación ni a una discusión. Lo mismo que antes, no admitía reivindicaciones en ese sentido.

—¡Ah! ¿De veras? —dijo como un aleteo de pájaro, una voz en el sillón. Desagradablemente sorprendido, el señor de Andergast miró en aquella dirección.

—Perfectamente —confirmó en tono seco.

Sofía se echó hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Vana esperanza —dijo con tranquilidad—; no haré reclamaciones y, por lo tanto, no tendrás ocasión de combatirlas.

El señor de Andergast levantó las cejas con aire interrogativo.

«Entonces no veo la necesidad de esta entrevista», decía su expresión de fastidio reprimido. Aquel primer tuteo por parte de la mujer le produjo un choque, aunque era de esperar que no podría ser evitado a la larga. Cogió el sello que estaba junto al tintero, le tomó el peso en la palma de la mano y lo miró con atención. Sus pensamientos se agitaban en el campo de dos círculos concéntricos. El uno, en una parte de su cerebro puesta al descubierto, encerraba todo lo concerniente al preso Maurizius; tenía la impresión de que había salido de la celda demasiado pronto, dejando escapar así las revelaciones más interesantes.

«Necesitaré volver a pescar eso —se decía—; ciertas cosas tienen necesidad de ser puestas en claro». Reconstituía mentalmente la escena del crimen y reflexionaba en la desaparición del revólver; calculaba el tiempo que necesitó Waremme para llegar desde el círculo a la puerta del jardín y hallaba, detalle que lo confundía, una diferencia de un minuto y medio a dos minutos. Pensaba en la oscuridad completa de aquella noche brumosa de octubre y se reprochaba por haber acordado en la instrucción del proceso tanto crédito a los testimonios casuales (siempre el mismo errar, admitía resignado). Medía mentalmente la distancia de la verja a la puerta de entrada, donde estaba Ana —unos treinta y cinco metros—, y se decía que Waremme debió de pasar corriendo junto a Maurizius, si realmente éste no había disparado, y luego que habría vuelto probablemente sobre sus pasos dando cara a Maurizius y teniendo en la mano el arma recogida del suelo; todo esto desembocaba en la conclusión de que era preciso volver a visitar al preso, de que era necesario verlo de nuevo lo más pronto posible, para llevarlo a suministrar los últimos esclarecimientos. El señor de Andergast no se confesaba que era la persona misma de Maurizius la que lo atraía y lo tenía anhelante como hasta ese momento no le sucediera con nadie, y con temor evitaba sacar de todo su relato la única deducción lógica: que Waremme debió de haber hecho una declaración falsa. Aceptar esta deducción y sus consecuencias, sobrepasaba sus fuerzas, y por ello tenía que hacer un llamamiento a toda su voluntad, para impedir que en él se formulara este pensamiento.

De ese modo su alma torturada pasaba alternativamente del círculo de las visiones alucinantes del que Maurizius era el centro, al otro en medio del cual estaba Sofía, realidad bien visible, junto a la que no podía dejar de imaginarse, aunque no lo quisiera, la invisible presencia del hijo. Aunque aparentase no haber mirado todavía en realidad a Sofía, su mirada inquisidora la había observado a hurtadillas. La comprobación de que los años pasaran por ella sin alterar de modo sensible su belleza, lo llenaba de un asombro preñado de odio. Sus cabellos castaños conservaban el reflejo dorado, el óvalo encantador de su rostro apenas estaba alterado y las cejas dibujaban siempre aquel arco característico que daba a la cara la expresión de constante curiosidad particular de los miopes y que tantas veces lo había impacientado; el cuello no tenía casi arrugas y la actitud de Sofía no traicionaba en nada el impacto de un destino riguroso, ni de la enfermedad, ni de que ella hubiese seguido penosamente el camino de la expiación. No se veía en ella ninguna traza de arrepentimiento, de humildad, de sufrimiento, ni de abandono; nada de abrumador, nada de solicitante, nada de lo que esperaba y de lo que hubiera gustado encontrar en ella.

Al contrario, su persona respiraba la libertad de espíritu, el buen equilibrio y la sangre fría. ¿Cómo era eso posible? Había allí algo que no estaba claro. ¿Ése era el resultado del castigo impuesto? ¿Entonces, para qué sirvió dicho castigo? Aquel rostro calmo, ese silencio desdeñoso, la sonrisa llena de suficiencia (así le parecía a él, pero en realidad era una sonrisa dolorosa, porque toda la vida secreta de aquella mujer se escribía en algunos rasgos expresivos alrededor de la boca). Más aterrador todavía era su parecido con Etzel, visible desde su manera de sentarse, y también en la mirada tensa, suspecta, revelando un alma siempre a la defensiva, con una mezcla de puerilidad y de madurez irritante en los rasgos, de sed de aprender y de… ¡y bien!, ¡sí!, de astucia. Era extraordinario, casi sobrenatural, y el señor de Andergast no esperaba eso y tal vez se viera obligado a modificar su táctica, a hacer un juego más fino y a tomar medidas a fin de evitar un acercamiento posible entre aquellos dos caracteres manifiesta y peligrosamente semejantes. ¿Y Sofía?

4

PARA ella, las cosas eran muy sencillas: prevenida desde lejos, creyó naturalmente en un funesto desacuerdo entre el padre y el hijo, provocado de un lado por la despótica voluntad de Andergast, por su frialdad, por su costumbre de obligar rigurosamente a usar muletas a los que dependían de él y someterlos a una obediencia pasiva, y por otra parte por el espíritu rebelde de un ser joven, sediento de independencia, impaciente por ser dueño de sí mismo, y que había tomado el primer pretexto que se presentaba para sacudir un yugo intolerable. Ella se había imaginado escenas tormentosas y una ruptura de estallido; la fuga habría sido una ocurrencia repentina, un acto de desesperación que, cuando Etzel hubiera corrido sus aventuras cierto tiempo, traería ya fuese su regreso al hogar seguido de un castigo, o bien la desgracia del muchacho. Las confidencias de la Generala le habían presentado las cosas bajo un aspecto muy diferente, fortificando en ella una confianza tranquila, nacida de los lazos misteriosos que unen las almas y que tan sólo habían velado las imágenes terroríficas que flotaban en la superficie de sus pensamientos.

Sin embargo, le quedaban algunas dudas; que eran disipadas por su entrevista con aquel hombre. Ella tenía para los sentimientos secretos de la gente la sensibilidad de un sismógrafo. Reconoció en su agitación, en su mirada, donde aparecía de pronto cierto brillo para apagarse en seguida, en su vigilancia inquieta unida a determinada distracción que traicionaba un espíritu preocupado por otra cosa, los síntomas de una catástrofe. La fuga de Etzel era algo más serio que la escapada ordinaria de un jovencito rebelado contra la voluntad paterna. Aunque se hubiera escapado a causa de ella (se podía admitir que la injusticia culpable cometida con su madre hubiese sido descubierta por Etzel y que tal vez hubiera abandonado a su padre con la secreta esperanza de reunirse con ella), aun así, Sofía no habría sentido la satisfacción que ahora experimentaba. Aquel «algo más serio» era de una naturaleza más noble y el desquite no podía ser más brillante. ¿Quién hubiera osado esperar nunca o predecir eso? Tuvo una sonrisa, no triunfante sino más bien de asombro, como si ella no pudiera creer todavía en un milagro.

—Las pretensiones que yo pudiese abrigar —dijo atrevidamente—, ahora no tienen objeto, sólo que tú no lo sabes.

—¿Cómo es eso? —interrogó el señor de Andergast con un vago esfuerzo por mostrarse interesado y dejando el sello en su lugar.

—O mejor dicho, tú lo sabes bien, pero quieres hacer como que lo ignoras —continuó Sofía—. ¿Cómo alguien como tú podría no sentirse alcanzado en lo más profundo de su ser e ignorar que el principio mismo de su vida ha fracasado?

—¿Puedo permitirme hacer observar que estas frases son absolutamente enigmáticas?

—¡Oh, como quieras! No pretendo ser perfectamente clara, pero no veo que la cosa sea oscura.

—Soy todo oídos.

—Tú no te imaginarás que se trate de una divergencia pasajera entre tu hijo y tú. El muchacho volverá cuando haya hecho lo que se ha propuesto hacer o cuando se convenza de que era imposible. Regresará, y sobre eso no hay ninguna duda, pero no a tu casa. No volverá jamás a tu casa.

El señor de Andergast dejó oír una risita seca y forzada.

—Se puede uno ocupar de ello y tomar medidas, me parece —replicó.

—Ocuparse de que lo haga por la, fuerza y tomar medidas de rigor, eso sí, pero no es de ese modo como se reconquista un alma.

—No doy ninguna importancia al alma.

—Lo sé, y también sé que tratarías de ahuyentar esa alma. Ese método te ha dado ya buenos resultados.

—Haré lo que me dicte mi deber.

—¡Claro! El deber es un amo poderoso. ¿Y qué te ordenará? ¿El calabozo?

—Me niego a una discusión en ese tono.

—¡Ese tono, Dios mío!… —replicó Sofía con aire de piedad—. No puedo hablarte como tus autómatas de la oficina cuando se trata de una cosa tan grave.

—¿Y esa cosa es…?

—No he venido a reivindicar mis derechos, sino para impedir que suceda algo.

—¿Qué pues?

—Si tú no lo adivinaras, tus preguntas no serían tan torpes.

—Pareces temer no encontrarme tan impotente frente a los acontecimientos como tuviste a bien hacérmelo creer primeramente.

—¿Quién pondría en duda tu perspicacia? Es tu punto fuerte. ¿Impotente? No, yo no te creo impotente. Desgraciadamente, no lo serás jamás. Por eso me das lástima. Con frecuencia es en la impotencia que uno descubre su verdadera fuerza. Tú utilizaste la tuya para una obra estéril. No te aferres a ella hasta lo absurdo. Hagas lo que hagas, el chico está perdido para ti.

Por un instante, se hubiera dicho que el señor de Andergast iba a arrojar lejos la coraza que lo hacía inatacable; sus ojos color violeta despidieron un brillo siniestro y su palidez de alrededor de la nariz alcanzó las mejillas. Pero guardó silencio. «Esta mujer se olvida, esta mujer se expresa insolentemente conmigo», se dijo encolerizado, pero siguió silencioso. Caminó hasta la estufa de mayólica parda y se apoyó en ella con la actitud de un hombre que ignora con desdén las sutilezas psicológicas de que su persona es objeto. La voz de Sofía no se elevó por sobre el tono de la conversación mantenida hasta ese momento, cuando prosiguió:

—Sus ojos, fatalmente, debían abrirse algún día y un día comprender lo que es su padre. ¿Acaso no es mi hijo? No se puede negar que es hijo mío, ¿di? Es verdad que yo no me imaginaba bien cómo es. Curiosa confesión de parte de una madre, ¿verdad? Pero, por lo menos, no esperé en vano todos estos años, porque no hice más que esperar. Tú te has engañado en tus cálculos. Aunque el alma no te interese, como dices, esa alma te ha probado de todos modos que no se la puede violentar. Es el antagonista de tu espíritu. Es admirable con qué lógica tu educación lo ha preparado para eso. Tu madre me ha contado… Reuniendo las cosas, una se hace una idea de conjunto muy nítida. Sin duda has olvidado que yo no pude creer nunca en la culpabilidad de Maurizius. Claro que no te has dignado detenerte para saber lo que pensaba una joven de dieciocho años… Dios mío, eso no tiene ninguna importancia. Nos conocimos el mismo día en que el juicio fue hecho definitivamente ejecutorio y tú resplandecías al hacérmelo saber. Me corrió un escalofrío de la cabeza a los pies. Todavía te oigo subrayar aquella palabra «definitivamente» como si se tratase de un mensaje celeste. Cuando participé nuestro compromiso a mi padre —que pasaba una temporada en Nauheim y era tres semanas antes de su muerte— me escribió una carta en que sólo hablaba de la inocencia de Maurizius y de ti, que habías sostenido la acusación. Él, hombre de leyes, estaba muy afectado. Era de otra época, no consideraba al derecho como una tabla sacrosanta de la ley, y nuestro noviazgo le preocupaba mucho. Es raro. Nada se pierde en este mundo. La semilla arrojada al viento cayó en el corazón de mi hijo y se convirtió en un árbol, del cual él recogió el fruto del conocimiento. Para tus ojos, el derecho y la ley son instituciones sobre las cuales no puede hacer presa la crítica humana. Una vez soñé que una multitud inmensa se arrastraba a tus pies, suplicándote que revocaras un fallo, y tú permanecías como una pirámide de piedra. ¡Qué espantosa aberración es imaginarse que uno es infalible! ¡Qué maldición no tener el derecho de haberse equivocado! Tú me quitaste mi hijo, sí, el hijo que es mío. Tal vez en la tierra no hay nadie como una madre para poseer verdaderamente algo. Pero no me quejo, no acuso, yo… ¿cómo dicen ustedes en los tribunales? Resumo el asunto: tú me lo sacaste, déjame terminar a mí; la palabra expresa exactamente la cosa. Me lo quitaste a una edad en que podías esperar modelarlo según tu idea, a tu imagen, porque era blanda cera en tu mano vigorosa. Para hacerlo, te apoyaste en el derecho y la ley como en dos acólitos dignos de confianza y, en efecto, te sirvieron admirablemente. Después creció ese ser que la ley te permitió confiscar en provecho tuyo, ¿y qué sucedió? Que él destruyó la base que tú edificaste, te arrancó tu ilusión, y que el derecho y la ley te dejan. No hay dialéctica que pueda sostener lo contrario. No tengo más que mirarte para ver que es así. Hace todavía una hora, yo no tenía la menor idea de todo esto, no sabía que… —Se levantó de un salto, dio un paso hacia el señor Andergast y con el puño derecho en el hueco de la mano izquierda, preguntó con una voz singularmente serena que no traicionaba ninguna emoción—: ¿Quieres que yo te diga qué otra cosa sucedió?

El señor de Andergast levantó el brazo, con el índice extendido en ademán imperioso, y aquel gesto del procurador general, en aquel instante, semejaba el gesto de un fantasma:

—No quiero —dijo vivamente—. No tenemos para qué discutir eso. No permitiré ni una palabra más.

—Comprendo —dijo Sofía con tono irónico—, me retiras la palabra. Pero es a ti a quien la retiras.

Dio un paso más y tuvo una sonrisa llena de fuego concentrado, casi de arrobamiento, murmurando con el rostro levantado hacia el cielo:

—¿Pero, dónde está, dónde está, pues? No puede dejar de venir pronto, yo quisiera verlo…

El señor de Andergast bajó la cabeza. Se quedó un rato clavado en el mismo sitio, hasta el momento en que a sus oídos llegaron las palabras «falso juramento», y entonces se sacudió en un estremecimiento.

5

SOFÍA se había dado vuelta e iba y venía por el estrecho espacio entre la biblioteca y el escritorio, y, como sucede a veces cuando el espíritu está tenso, se fijaba con aparente interés en diversos objetos: el barómetro cerca de la ventana, una estatuita de bronce en el rincón, o el dorso de un libro. Al mismo tiempo, volvió a hablar como antes con tono ligero, con su juego fisonómico tan móvil, y cada vez que se detenía o que daba vuelta, levantaba la nariz como para husmear el aire.

Sus palabras daban la impresión de que desnudando el pasado, quería dejar entender que no estaba menos resuelta despiadadamente a disponer del porvenir a su gusto. La osadía poco común de una mujer que es capaz de reflexionar, que ha aprendido a reflexionar y no retrocede ante las consecuencias de sus reflexiones, se manifestaba en ella más netamente que al principio. Si la estufa que estaba detrás de él se hubiera transformado en un ser viviente y se hubiera mezclado en la conversación, el señor de Andergast no se habría mostrado más sorprendido ni más desconcertado de lo que estaba ante aquella actitud. El «demasiado tarde», que desde la fuga de Etzel había hecho interminables sus noches, se erguía de nuevo ante él, lo veía como un fantasma que le hacía muecas en todas las paredes, en su casa, en la oficina, en la calle, en todas partes, en todas, demasiado tarde, demasiado tarde.

Ella no sentía temor de hablar de su falta y de hablar de ella sin rodeos. «Cuando tuve un amante…», dijo. Para ella, su acto había sido la tentativa de evasión fracasada de un cautivo preso en un calabozo. «Hasta los veinte años fui un ser libre —agregó—; mi casamiento me condenó a vivir enclaustrada». No pudo dejar de sentir un escalofrío al decir: «La maternidad llega sin que una la espere. Conforme al derecho y la ley». Y luego: «¿Qué existencia era la que yo llevaba? ¿De qué está hecha una vida conyugal? El hombre, compuesto híbrido de un sexo y una profesión; ser sensual por la noche y magistrado durante el día, mezcla cada vez más turbia, a medida que el hábito lo hacía más seguro de si mismo, y no tenía un corazón bastante humano para inquietarse en saber por qué la pobre criatura que se marchitaba a su lado guardaba siempre, siempre, silencio, diciendo cuando mucho sí o no; era dulce y dócil, se vestía bien, y en cuanto al resto, ocupaba un lugar justo antes que los perros. Él era el amo, el esposo, el padre, el sostén; y lo era escrupulosamente, concienzudamente, conforme al derecho y a la ley. Corazón, ¿qué más quieres? Sí, pero el corazón, aunque tiene derecho a amar, se rehúsa a amar. Contra el derecho y la ley. En medio de su hambre y su derrota, siente que es preciso que ame, no importa a quien, a toda costa, aunque más no sea para sentir de qué es capaz, para saber que no está para nada sobre la tierra, sólo para animar a un ser que cuida de la cocina, de la bodega, que ocupa la alcoba y cuida de los chicos; se da al primero que quiere tomarlo, por medianamente aceptable que sea. También contra el derecho y la ley. El amor… bueno, digamos el amor. Más de una pasión ha nacido únicamente por miedo al vacío. Son las más violentas. Jorge Hofer no era un hombre trascendente; era un hombre como muchos otros, inteligente, honrado y generoso. Si hubiera estado por encima de los demás, hubiese despreciado vuestros prejuicios y no hubiera prestado el juramento que debía salvarme y que le costó la vida. ¡Un juramento falso! Fue aquella pesadilla la que lo impulsó a la muerte. No, no era un carácter fuerte, estaba penetrado por el sentimiento del honor propio de su casta y reconocía tu derecho a la ley, que a mí me ha hecho siempre el mismo efecto que las dos tibias en cruz que se ven sobre los frascos de veneno. Cuando tú lo forzaste a jurar, ya tenías mi confesión, sabías que lo aniquilarías conforme al derecho y la ley, y me arrancaste mi confesión con la falsa promesa de que si yo confesaba, tú lo eximirías de su juramento. Un juramento falso… instrumento útil en toda ocasión. Tan pronto uno se sirve de él y lo ignora, como se le condena y persigue. El fin justifica los medios. ¿Vuestro mundo no es acaso el del perjurio? Pero el que te sirvió para reducirnos a merced tuya es en tu vida una mancha indeleble. Ha sido inútil que por otra parte llevaras una vida de penitente, porque jamás podrás borrarla ni disimularla. Muchas veces me he preguntado cómo es posible soportar eso… sin duda apartando la mirada. ¡Vosotros sabéis poner tanta energía y perseverancia en apartar las miradas de las cosas!…».

—Sí. Un juramento falso —dijo el señor de Andergast con voz inexpresiva, sobre su busto encorvado, su rostro de cera lucía en la oscuridad—; sí, sin duda incurrió en falso juramento.

Sofía levantó hacia él su mirada de asombro. Naturalmente, no sospechaba hasta qué punto aquella palabra había conmovido su alma. Ella se detuvo, fijando en él sus ojos escrutadores.

—No es bueno —siguió diciendo él en frases cortadas— despertar las viejas historias. Eso no es bueno, Sofía, sobre todo en este momento, por ciertas razones. Tú eres una mujer; tal vez tú comprendes, es cierto, cosas que otros no comprenderían, pero eso… no. Ustedes las mujeres apelan desde hace algún tiempo a sentimientos, para responder a los cuales nosotros no estamos preparados. Hay matices que ustedes captan porque tienen tiempo, mucho tiempo y porque el imperioso: «Yo debo, es preciso», no existe para ustedes. Si yo hubiera seguido siendo lo que era, mi derecho sería superior al tuyo. De todos modos… (se interrumpió y respiró profundamente) recuerda que hoy casi todos los hombres que se acercan a los cincuenta están destrozados por el fracaso del principio director de su vida. Desgraciadamente, yo no soy la excepción a la regla.

Sofía tenía bajas sus largas pestañas.

—Renuncia al chico —respondió.

—No veo con qué derecho… —replicó él recuperando su tiesura.

Sofía le cortó la palabra con un gesto violento.

—Con qué derecho, ¡con qué derecho!… ¡ya he pagado! Yo tampoco he tenido nada por nada.

Y como ella se callase, él la miró y de pronto comprendió el precio que ella había pagado. Hay mujeres que, después de una vida de continencia voluntaria, voluntaria porque es dictada por la busca de un fin ante el cual todo se borra, adquiere una segunda virginidad. Él la miró; ella sonrió y su débil sonrisa llevaba en sí una fuerza secreta. Bruscamente le hizo un movimiento de cabeza, distante y orgulloso, y se dirigió a la puerta poniéndose el guante izquierdo. El señor de Andergast se sentó otra vez ante su escritorio, apoyó los codos en el borde y se tapó el rostro con las manos. Se quedó así dos largas horas, sin oír los golpes repetidos y cada vez más tímidos que daba Rie en la puerta, hasta que hacia las once se decidió por fin y abrió despacito, murmurando que la cena estaba servida.

Por otra parte, más o menos había aceptado la visita de Sofía, porque ésta, al salir de la habitación, viéndola en el pasillo, fue hasta ella y le estrechó la mano en silencio.

6

A LAS siete de la mañana, el señor de Andergast estaba de nuevo en camino a Kressa. ¿Qué quería hacer? ¿Qué esperaba? ¿Qué lo atraía para que su impaciencia fuera tan grande que le parecía que el auto se arrastraba como una diligencia, y que echara miradas de cólera a todo obstáculo encontrado en el camino? ¿Un nuevo interrogatorio, nuevas preguntas, ahora para qué? Los detalles del proceso, que hasta la víspera le parecían importantes, habían cesado de serlo. No podían ya agregar ni quitar nada en el aspecto del asunto. Entonces, ¿qué le impulsaba? Evitaba poner la cosa en claro. Temía las divagaciones a que lo hubiera llevado el análisis de aquella agitación que lo hacía obrar… era ridículo… a la manera de aquellos que ante el acontecimiento de lo inevitable experimentan la necesidad de volver a ver a un amigo. Un amigo… ¿el condenado, un amigo? Era sin duda que su pobre cerebro enfermo abrigaba semejante desviación del sentimiento. Tenía cansancio cerebral. Era la consecuencia, la repercusión de los disgustos que había tenido con aquella mujer y con el muchacho. Al mismo tiempo que se esforzaba para negarles toda importancia, para no pensar en ellos, para no sufrir, y para desechar todo responsabilidad, se decía que en compensación quizás atribuía al incidente Maurizius una importancia que no tenía… (análisis sutil de sí mismo que hacía honor a su perspicacia). Pero no importa, el sentimiento que lo impulsaba hacia el preso era análogo al que le hacía echar de menos al muchacho. No se mezclaban en él la amargura y el amor propio herido que hubiera sentido si se le hubiese desconocido lo mejor de su «yo», pero venía de regiones más profundas, como si hubiese que vencer al destino y que los obstáculos fuesen demasiado poderosos para ser quebrados. (Los hombres de su temple y de su generación, que ignoran por completo la alegría y no conocen la amistad más que por borrosas reminiscencias de su juventud, no se dan cuenta de su aislamiento absoluto sino a una edad avanzada, y entonces sucede que, como muchas mujeres a la edad crítica, tratan, con la voluntad obscurecida, de procurarse lo que les falta, por medio de actos que están en plena contradicción con su naturaleza).

Tenía vagamente la idea de que era menester explicarse, entenderse, y sobre todo hacerse comprender (falaz esperanza, bien lo sabía) y el sentimiento de un algo que lo obligaba, provocando en él una rebelión. Se encogía de hombros ante sí mismo e imaginaba pretextos para justificar esta nueva visita, pero no podía dejar de oír siempre la voz arrulladora, ni de ver los gestos nerviosos y las miradas inquietas del preso, la boca graciosamente arqueada que recordaba la de Napoleón, los dientes pequeños como de una jovencita, los cabellos blancos como la nieve, y experimentar al mismo tiempo la sensación que la primera entrevista ya había despertado en él, de que se hallaba ante un hombre que tenía la misión de revelar al mundo secretos hasta ese momento insospechados.

Cerca ya de Kressa, la marcha del auto fue obstaculizada por la lluvia, y el chofer tuvo que poner la capota. El señor de Andergast se vio obligado a esperar un cuarto de hora en las oficinas mientras comunicaban al director su presencia, porque estaban haciendo su informe. Pauli le hizo saber que el preso 357 se había sentido enfermo durante la noche, pero que a ruegos del mismo no fue llevado a la enfermería y que estaba en su celda. Además, según el médico, sólo se trataba de una indisposición ligera una indigestión o algo así.

Después de tomar bicarbonato de soda, el enfermo se hallaba ya mucho mejor. No había ningún inconveniente en que el señor de Andergast lo viera, El secretario, de mirada agitada, se puso de pie y entregó cortésmente la orden. Diez minutos más tarde, al dar justamente las nueve el reloj de la cárcel, el guardián abría la celda.

Maurizius estaba acostado en su cama de hierro y una frazada de lana gris, despeluzada, lo cubría hasta el pecho. En su rostro pálido los ojos parecían dos trozos de carbón flotando en el círculo oscuro de las órbitas. Al ver al magistrado, se irguió bruscamente y su gesto decía: «¡Otra vez usted! ¿No era bastante todavía?». Tenía puesta, encima de la camisa de tela áspera, una blusa gruesa, de la que había dejado el cuello entreabierto. El señor de Andergast se le aproximó y con la frente sombría bajó una mirada desde lo alto de su imponente estatura y, de pronto, le tendió ambas manos. Mientras esperaba la respuesta a su gesto (respuesta que no tuvo) sus grandes dientes relucían entre los labios que parecían hinchados, como inflados. Se hubiera podido jurar que el rostro pálido del preso no podía ponerse más blanco, y, sin embargo, palideció todavía. «¿Qué quiere decir esto? ¿Por qué lo hará? ¿Qué ocultará esto?», preguntaba su mirada fija, asustada y mala, con la desconfianza Característica de quien ha soportado una detención prolongada. El señor de Andergast dejó caer los brazos y por un momento permaneció perdido en sus pensamientos. Luego fue hasta la ventana y miró la lluvia que caía en largos hilos de agua como un tejido de seda opaca; después tomó la silla de madera, la colocó junto a la cama y se sentó pesadamente. Con las manos juntas por el extremo de los dedos, comenzó lentamente:

—Esta vez renunciaré a toda pregunta y a toda investigación que le sea desagradable. Por lo tanto, no se inquiete. Siento que su salud se haya resentido por el cansancio de ayer.

Maurizius, que hasta ese momento había tenido la cabeza levantada con un torturador esfuerzo de atención, la apoyó en la almohada.

—¡Bah!, mi salud no importa —respondió con indiferencia. El señor de Andergast se inclinó hacia él:

—Una pregunta —prosiguió con el tono nuevo que adoptara esta vez hacia el preso, un tono que decía claramente: hablo de hombre a hombre, de igual a igual, y que hacía aguzar el oído a Maurizius cómo si se esforzara por distinguir una voz entre un estrépito lejano—, sólo una pregunta. Si usted juzga oportuno no contestarla, yo comprenderé su silencio. Por otra parte, sólo podrá ser interpretado de una sola manera.

Maurizius miró al aire.

—Diga —respondió.

—¿Aceptaría ser indultado, renunciando a toda nueva gestión? Su palabra me bastaría.

Una sacudida eléctrica recorrió el cuerpo extendido de Maurizius. Sus labios secos se apretaron. Le fue imposible hablar. Imágenes confusas emprendieron una ronda alocada en su cerebro trastornado. Hubiera querido gritar, pero no podía. Hubiera deseado taparse la cara con las manos, pero no tenía fuerzas.

El cuerpo le hacía el efecto de un bloque de plomo y su corazón un motor que rateaba e iba a detenerse. El señor de Andergast comprendió. Con singular humildad apoyó la mano en el brazo de Maurizius y dijo:

—Le ofrezco lo que es posible ofrecerle. ¡Todavía tiene por delante un porvenir! Usted no tiene el derecho de rechazarlo por una sombra.

La cara de Maurizius se crispó:

—¡Una sombra! ¡Una sombra! ¿Eso dice usted? ¿Un porvenir sin… esa sombra? Un porvenir con esto (y con el dedo señaló sus ojos…). ¡Un porvenir!

El señor de Andergast comenzó a hablarle como a un niño obstinado:

—Es preciso que usted se rehaga. La vida es una fuerza poderosa. Es un torrente que elimina el veneno y el lodo. Piense en la libertad… (¡Qué descolorido y desesperadamente trivial!, pensó irritado contra la pobreza de las palabras pronunciadas).

Otro estremecimiento igual sacudió de nuevo el pobre cuerpo agotado del preso, y murmuró:

—La libertad… ¡Oh, Dios mío!… La libertad…

Sus ojos se humedecieron.

—¡Y bien!, ya ve… —dijo el señor de Andergast conmovido (de pronto sintió que era un bienhechor, un verdadero amigo, profundamente conmovido, olvidando que la limosna no tiene el valor del regalo y sin darse cuenta de lo que en ella hay de irónico y despreciable). Maurizius permaneció mudo. Pasaron cinco minutos sin que se moviera y por fin le temblaron los labios y comenzó un soliloquio.

7

—USTEDES no lo saben. Nadie en la tierra puede forjarse la más vaga idea al respecto. Sobre ese punto la imaginación humana se muestra irreductiblemente indócil. Todo lo que se dice, todo lo que se sabe «afuera», no es ni aproximado. Algunos se figuran haberlo comprendido porque se han acostumbrado a ciertos cuadros que excitan la imaginación. Pero no han captado tampoco ni la menor partícula. Otros van repitiendo que no es tan terrible como se dice, que el hombre se acomoda a todas las circunstancias, que todo es cuestión de costumbre y que las condiciones se mejoran cada año, que la legislación se adapta al espíritu moderno y otras cosas por el estilo. No saben lo que dicen. Todos los sufrimientos, todos los males de aquí, vienen de la imposibilidad de transmitir nuestras experiencias a los demás, Cuando mucho, se les puede instruir. Entre la parte de pruebas atribuída a cada uno y el peso que lo aplastará, se extiende por entero el camino de la experiencia que cada uno debe seguir solo, por su propia cuenta, así como cada uno está solo para morir su muerte y nadie sabe lo que es morir. ¡No es tan terrible!…, ¡no! Por mucho tiempo se ha dicho: no es tan terrible. Si no fuera que uno ya no existe moral ni intelectualmente, ni como hombre, ni como padre, ni como hijo, ni como ciudadano o miembro de la sociedad, en efecto, el resto no sería tan terrible. Uno descansa, ya se lo dije ¿no es cierto? Uno tiene descanso y paz. ¡No más ambiciones, no más preocupaciones de dinero, no más barullo, no más escenas, no más periódicos: el orden, la paz y el descanso! A través de estos muros, uno ya no está expuesto a nada. Uno se harta de la libertad. ¿Acaso no es ella la que le condujo a uno a donde se halla? Uno se dice no tengo necesidad de la libertad, que no sirve más que para hacer de mí un rebelde, así como uno se vuelve borracho cuando tiene una bodega bien provista. Eso dura así mucho tiempo. Usted ha oído hablar seguramente del suplicio español de la gota de agua. Se pone al condenado debajo de un grifo y a intervalos regulares caen las gotas sobre cierta parte de su cuerpo. Al principio aquello molesta solamente, después se hace doloroso, luego es una tortura atroz y, finalmente, cada gota es como un martillo que cayera sobre el cráneo, y la piel, las carnes y los huesos son tan sólo una masa dolorida. Al llegar aquí, me dije:

»No es tan terrible. Pasaban los días, las semanas y los meses, y siempre me decía: No es tan terrible. Hasta que había instantes y horas en que ese estado de duración imprevisible me daba una impresión de seguridad, como si ya nada más pudiera alcanzarme. Es preciso que usted recuerde los días que yo había soportado. El espíritu tiene primero que salir de su sopor. ¡Bueno! ¡Por fin! La niebla se disipa. Un día me dijo el director: «Ya hace quince meses que está aquí». Entre paréntesis, le diré que jamás me tutearon como a los demás, porque en aquella época se los tuteaba a todos, pero no a mí, que era un intelectual y tenía el título de doctor. ¡Quince meses!

»La idea me atravesó la mente como un relámpago. «Quince meses —pensé—, ¿y qué se han hecho? ¿Qué han sido? ¿Qué he visto y qué hice durante esos quince meses?». Corrientemente, eso señala en la vida una etapa de la que uno se da cuenta, tanto para bien como para mal. «Afuera, el cuerpo entero estaba penetrado hasta la punta de los dedos de la noción del tiempo». Le pregunté: «¿Hace realmente quince meses, señor director?». Se echó a reír y respondió: «Feliz mortal, que no percibe la fuga de las horas». Pues aquello fue el comienzo; quiero decir, el miedo a no tener ya más conciencia de la realidad del tiempo.

»Aquel temor se hizo tan horrible, que por la noche cuidaba de no dormirme para retener el tiempo, para sentirlo, así como en las carreras uno fija sus miradas en los jockeys y sus colores para no perder el segundo en que el vencedor alcance la meta. Pero eso es una pobre comparación. Prefiero no hacer comparaciones, porque todo es inexacto, todo queda falseado por lo mismo que es del mundo de ustedes, los de «afuera». El miedo a que se escapara el tiempo se me incrustó en los tuétanos como si tuviese algo que perder. ¡Dios mío! ¿Qué tenía que perder o ver que se me escapara?… ¡A perpetuidad! (A donde esas palabras: ¡a perpetuidad!). ¿Qué puede uno perder? Pero el cerebro humano es un instrumento curioso. Aquella primera tortura me arrastró en seguida a la segunda. Al miedo de que el tiempo se me escapara, se agregó la tortura que provocaba en mí el sincronismo de los acontecimientos. Era tal vez más horrible todavía. Por ejemplo, me encuentro en el taller y mis manos ejecutan maquinalmente el mismo movimiento siempre igual; entonces, se apodera de mí un pensamiento: quizás en ese mismo instante, el cartero Lindenschmitt baja por el bulevar y toca el timbre en casa de los Kosegarten, o bien en ese mismo minuto el profesor Stein y el profesor Wendland se encuentran en la esquina de la Facultad y se ponen a cuchichear, porque como de costumbre se complotan contra el profesor Straszmeyer. Los veo. Veo a Lindenschmitt, el cartero, con su cara de borracho, sacar las cartas de su bolsa. Y veo a la sirvienta de los Kosegarten asomarse a la ventana y sacudir su trapo antes de apretar el botón que abre la puerta. Lo veo porque lo he visto millares de veces y no es nada probable que aquello haya cambiado en nada. Eso varía a cada hora, en todas las ciudades en que he estado, en las estaciones, los hoteles, los museos; veo lo que sucede en esa misma hora, a las gentes que solía encontrar, y los objetos que siempre se hallaron allí, deben de permanecer todavía. Veo por la mañana a los primeros vehículos que atraviesan las calles aún dormidas, y por la noche los faroles que se alumbran; veo una estatua de bronce del museo de Cassel que siempre me agradó, y me digo: «Es curioso, está ahí, sé que está y podría tocarla con la mano, pero igualmente podría tocar a Sirio con la mano. Las cosas existen y no existen, están ahí y no lo están».

»Y lo mismo pasa con todo; árboles que conozco, niños que también conozco y que crecen como un sueño, objetos que me pertenecieron y que no sé dónde están en ese momento, aunque es preciso que estén en alguna parte por fuerza… Ese pensamiento no me daba tregua, y como el temor de ver que el tiempo se me escapaba retardaba cada vez más su marcha, hacíase más tangible cada día. Se trataba del día presente, ¿comprende? Me parecía que cuando uno a uno los días se habían acumulado y luego transcurrido, una monstruosa bestia de presa se los había tragado de un bocado. Así como esa tortura estaba causada por el miedo de ver que se escapaba el tiempo, la terrorífica representación del sincronismo del tiempo engendró la impresión de que todos los hechos simultáneos que yo evocaba se desarrollaban delante de mí en un espacio sin límites. No podía creer que tenía delante los muros, y al acercarme esperaba verlos que se apartaban como un telón de teatro. ¡El espacio! ¡El espacio! La idea de que estaba encerrado parecía un absurdo. Pero ésas son bagatelas comparadas con lo que siguió.

Maurizius movió varias veces de través la cabeza, luego puso las manos con los dedos entrelazados sobre el cráneo y continuó:

—De aquella primera tortura salieron todas las demás, especialmente la de… ¿cómo explicar eso? La de decirse: si hubiera sucedido tal cosa… si sólo yo hubiera… Si, en tal o cual circunstancia, yo hubiera dicho tal o cual cosa; si en ocasión de tal o cual discusión yo hubiera dado tal o cual respuesta, todo habría sido diferente. Si, tal o cual día, en lugar de aceptar la mano de Waremme le hubiese dicho: «¡No, basta!…». Si el famoso 24 de octubre yo hubiera tomado el tren común en lugar del expreso, todo habría sucedido de otro modo. Y después, representarse las cosas tal como entonces se hubiesen producido. Yo reconstituía y arreglaba el pasado como se hace en medio de la fiebre; veía las tonterías, las locuras y los actos insensatos, reconociendo que en la vida es imposible dar marcha atrás para modificar los acontecimientos, aunque hubiera sido tan natural y tan sencillo cambiarlos. Esta idea me roía el corazón y me enloquecía. Lamentar, arrepentirse, darse cuenta demasiado tarde de que uno puso demasiada confianza en fulano, de que creyó demasiado en lo que zutano decía de otro, de que no desconfió a destiempo y de que un día uno debió decir claramente su pensamiento. ¡Y todo lo que no cree haber olvidado hacer!… Por ejemplo, olvidado de escribir a Elli la carta importante que hubiera impedido el espantoso malentendido; olvidado de decir a Ana lo que tal vez nos hubiera salvado, a ella, a mi mujer y a mí, es decir, que yo tenía la firme intención de partir solo si todo fracasaba y de conservar para mí solo a Hildegarda. Veinte veces al día parece que uno puede atrapar de nuevo todo eso y repararlo; luego, cuando uno se da cuenta de que es imposible, irremediablemente imposible, se apodera de uno la rabia contra esa imposibilidad. A eso es a lo que más cuesta habituarse: ver su voluntad encadenada; no, yo lo digo torpemente: no poder querer más, ¡sentir que en uno se atrofia el órgano que quiere! Vea, los dientes están hechos para morder, ¿no es cierto? ¡Pues bien! Supóngase que al morder un pedazo de pan se le cae un diente y que sólo se da cuenta de ello cuando se le han caído todos. ¡Bueno, pues es así! El resultado es que la misma vida y la conciencia que uno tiene de sí mismo, se encuentran singularmente disminuidas. Uno desconfía de sí mismo hasta en las menores manifestaciones de la existencia. Cuando uno camina, la cabeza le da vueltas; siente un frío en la espalda al tener que bajar una escalera; la obligación de levantarse de la cama, parece ocultar un gran peligro; cada ventana es un abismo al cual uno no se atreve a aproximarse; comer y beber son actos raros y anacrónicos; se habla a los otros del mismo modo que uno habla consigo mismo; no se puede reír ni llorar, porque la risa y las lágrimas han quedado «afuera». Uno quiere todavía; uno quiere a toda costa querer, ¿pero qué? Uno se enloquece… Lo más espantoso es que con la posibilidad de querer, las palabras por medio de las cuales uno quiere, caen también convertidas en polvo. Todo es tan estrecho, en efecto, y el ritmo de la vida tan reducido y el dominio en uno se mueve tan vacío, que ningún deseo ni ninguna aspiración aparecen y sólo las necesidades materiales se atreven a manifestarse. Pero dentro de uno el cerebro trabaja, hierve, trabaja hasta la desesperación (uno creería que anda por una selva viendo que los caminos se borran detrás de la persona), las palabras lo abandonan, perdiendo su valor, su dulzura se marchita y las ideas elevadas se funden en ideas vulgares y sucias. A veces surgen los recuerdos, espectros de llama, y el aliento se detiene. Es que uno ha creído encontrarse con un amigo o recibir una, flor de una mano querida. Pero esas imágenes están lejos, lejos; uno se asombra y estallaría en sollozos al pensar que eso sucedió. Dos o tres veces en el curso del año me desperté sobresaltado y gritando: «¿Yo, yo?», así, con signos de interrogación. Yo, nada más. Pero esa palabra: yo, tiene algo muy particular. Oiga hablar a las personas que están aquí desde hace años, y notará que se detienen cada vez antes de pronunciarla, como si tuvieran los ojos vendados y temieran dar un traspié. Eso me conmovió siempre. Por lo tanto, esa gente, usted ve, no es como la otra. ¿Cómo explicárselo y hacérselo comprender? No terminaría nunca. Cuando trato de hacerlo, todo baila delante de mis ojos. No tengo el talento de un Virgilio y creo que el mismo Dante no vio eso.

»Tampoco quisiera aburrirlo. Espero que esto no lo fastidie. ¿No?, tanto mejor. Ante todo, quiero hablarle también de las esperanzas, de los deseos que uno tiene, puesto que ya hablé de los recuerdos que poco a poco se hacen temblorosos, microscópicos, aparte de uno o dos que resplandecen como antorchas aunque no tengan en sí nada de particular, pero lo mantienen a uno bajo su imperio, no se sabe por qué… pero lo que se espera, lo que preocupa a la curiosidad es tan vulgar, tan mezquino, que uno se avergüenza. Por ejemplo, uno se pregunta qué cara pondrá el guardián al abrir la puerta, si el capellán fulminara en su sermón como la última vez, si uno nuevo será encerrado ese día, si uno conseguirá procurarse cigarrillos, si volveremos a ver en el pasillo el ratón que, con gran alegría de todos, se trepó por el pantalón del jefe de guardianes… ¡Y esa gente! Los primeros años, fue para mí un alivio trabajar en el taller con los demás. Durante diecisiete meses me acosté también en el dormitorio con los de mi turno. Pero en aquella época yo estaba todavía replegado en mí mismo, no veía las fisonomías, no las distinguía unas de otras y sólo veía unas sombras amarillentas que se movían a mi alrededor. Mientras estuvo en vigor la prohibición de hablar, no noté que me tenían inquina; cuando tuvimos autorización para hablar, no oí nada de lo que se decía y tampoco percibí su hostilidad. Me encontraban altivo y distanciado: «Se figura ser de otra esencia que nosotros», decían irónicamente.

»Me llamaban el maestro de escuela, el magister, en fin, usted conoce eso. Pero cuando, a raíz de una tentativa de evasión y otra vez cuando se emborracharon como cerdos con aguardiente introducido clandestinamente, yo fingí ignorar todo y no traicioné a nadie, aunque el director y el subdirector creyeron que me sacarían con facilidad una declaración, subí en su aprecio y me aceptaron a su modo.

»Eso llegó a ser una tradición. Y en una casa como ésta, la tradición respecto a un prisionero prevalece sobre todo. Sólo que en aquel tiempo, yo no conocía a ninguno en particular porque ninguno me interesaba. Yo no me ocupaba de nada ni de nadie; la verdad es que no conocía más que sus pies, y por la noche, apenas tendido en la cama, me hundía en un suelo de plomo. Todos aquellos que de una vida intelectual han pasado al régimen de la prisión, se lo dirán también: por la noche se duerme como un tronco. Sin duda, la naturaleza vela por uno y no quiere que todo sea demolido a la vez. Ante la rabia de los hombres, cierra la última puerta que queda. Pero una noche me desperté; algo me hacía cosquillas y me palpaba el cuerpo. Sentí en seguida una sensación rara: una barba, brazos velludos y unas manos húmedas. Me erguí y quise rechazar al individuo que me echaba su aliento fétido a la cara y gruñía: «¡Quieto, desgraciado!». Luchamos. Alrededor y más bajo oí cuchicheos y risas. Mi cama era una de las primeras. El hombre me apretó la garganta con una mano y deslizó la otra a lo largo de mi cuerpo bajo las sábanas. Le metí las rodillas en las costillas y las uñas en los ojos. Juraba como un condenado. Alrededor seguían las risas. Por fin pude dominarlo y se cayó de la cama con un estrépito infernal. Apareció el guardián y todo quedó en un silencio mortal. Al día siguiente pedí ser puesto en una celda, sin decir una palabra de lo que había sucedido. El director que teníamos entonces, el mismo que me hizo aquella reflexión respecto a los quince meses, se mostró benévolo conmigo, y cuando le dije que no ponerme en una celda sería mi muerte, me miró con ojos penetrantes, como sospechando que yo le ocultaba algo, y luego respondió: «Bueno, nos ocuparemos de eso». Tuve que esperar todavía tres semanas porque la prisión estaba repleta. En ese tiempo tuve que desbaratar algunas tentativas peligrosas del individuo que me había atacado; aquello pasó como el resto. Después me dieron una celda. Fue un verdadero cambio que en cierto modo abrió un nuevo período.

8

MAURIZIUS se calló. Un estremecimiento a flor de piel corrió por su frente de color blanco azulado, como sobre la leche cuando está por hervir. La nuez le subía y bajaba al tragar saliva. El señor de Andergast en su silla tiene el aire de una estatua de piedra. Diríase que duerme. Pero está muy lejos de hacerlo y le parece que el silencio del preso no terminará nunca.

—El cambio —prosiguió bien pronto Maurizius— se manifestó ante todo por la pérdida del sueño. Me sentía decaído y perdía las fuerzas. Si no podía cerrar los ojos era porque sin cesar hurgaba en el pasado, pero esta vez con más de aquellos: «si al menos» y «si yo hubiera». No hacía más que disputar con la gente, exigiéndoles la causa de su conducta; eran explicaciones y ajustes de cuentas. Días y noches enteros, rumiaba sobre el origen de ciertas palabras, de ciertos hechos y de ciertos actos, sobre el verdadero carácter de fulano o mengano, sobre las ilusiones que yo me había hecho de éste o de aquél, sobre las faltas que yo cometiera en tal o cual circunstancia, sobre el mal que éste y aquél me hicieron y el mal que yo les había hecho, y veía a la persona en cuestión delante de mí en carne y hueso, y disputaba con ella, recordándole hechos olvidados, planteando los más sutiles argumentos, y todo giraba y daba vueltas como una rueda que corre por una pendiente a una velocidad vertiginosa. Tan pronto discutía con un impresor que me había perjudicado cuatro años antes, como me veía frente a un camarada, algún muchacho insignificante que me calumnió. Otra vez era una violenta discusión con un colega de la Facultad, a quien yo reprochaba su clasicismo estúpido. Otro un conflicto con la mujer de un consejero, que no había respondido a mi saludo y a quien arrojaba a la cabeza, con respecto a su snobismo y su orgullo de casta, tales verdades que jamás me hubiese atrevido a decirle en realidad. O bien era la traición del mejor amigo de mi juventud, seis años antes, que me minaba el corazón; yo le hablaba demostrándole su falta, y él reconocía su cobardía y me pedía perdón. Como desquite, recordaba haber sido yo también infiel y traidor; sobre todo, había una joven que no se me iba de la cabeza; en cierta ocasión le jugué una mala pasada y desplegaba toda mi elocuencia y mi energía para obtener su perdón. Al principio, no se trataba sino de personas que yo conocía o que había ya perdido de vista; como mi intención era cuidar de mí mismo, me ocupaba de ellas tanto más activamente cuanto yo sentía que así podía apartar de mí las que me tocaban más de cerca. Pero no pude impedir que a la larga se me acercaran. Todavía gané tiempo con los interrogatorios que el juez de instrucción me hizo sufrir; a menudo podía reproducirlos frase por frase, y eso me ocupó horas y días. Terminaba por dar a las cosas un giro favorable a mi causa, porque yo desconcertaba tan bien al magistrado con mis declaraciones y objeciones, que él reconocía que el sumario caía por sí mismo. Yo disfrutaba con eso como con una victoria, y no cabía en mí de alegría; pensaba, por ejemplo, en mi conducta para con mi padre, en mi dureza, mi ingratitud, y la pena que debieron causarle; le hacía toda clase de confesiones y decidía escribirle. Elaboraba una larga carta para hacerle comprender que no pude obrar de otro modo… Como siempre, me excusaba, me alababa y aseguraba que no había cambiado… Mas de pronto intervenía Elli y me hacía presente lo que yo mismo no me había atrevido a hacerme presente: mi naturaleza esencialmente mentirosa. Trataba de arrancarle alguna indulgencia, pero no la obtenía; arrepentimiento, contricción, todo era inútil, por lo menos al principio, aunque luego se dulcificaba, yo podía contarle todo y lavarme de las acusaciones más graves. Hasta una vez ella dejó correr sus lágrimas. Otra, hubo entre nosotros un verdadero drama: después de una escena terrible, se abrió las venas en el baño. Volé hacia ella, que yacía inmóvil en la bañera, cuya agua estaba toda roja, y entre sus rodillas tenía a mi pequeña Hildegarda acurrucada, con un espejo redondo en la mano y la pequeña me miraba con los ojos desmesuradamente dilatados, como si acabara de comprender qué clase de hombre era yo. Esto que le cuento, señor, no son sueños, no. ¿Qué era entonces?, me preguntará usted… ¿Qué era cuando, por ejemplo, me encontraba frente a Gregorio Waremme y lo acorralaba tan bien con mis pruebas y mis súplicas, que se desmoronaba, y yo me decía: «Esta vez, Satanás, es el golpe de gracia»…? ¿Qué era? ¿Qué? Un libertinaje del espíritu, tal vez; un pandemónium de todo lo que no había sido dicho y hecho, de todo lo que había sido dicho o hecho demasiado tarde, de aquello que había sido deseado o temido y que en seguida lo ahoga y lo roe a uno, la realidad confundida con la apariencia de la realidad, una casuística apasionada aboliendo del curso de los acontecimientos la ley que les había regido, y mostrándome la contra como una escritura reflejada en un espejo. Aunque esto duró desde el mes de mayo al de septiembre, el personaje principal todavía no había hecho su aparición.

»Digo su «aparición» porque mi mente con frecuencia lo rozó, naturalmente, y su nombre me atravesó por el pensamiento a menudo, pero no era la viga maestra que sostiene el edificio. Después de la vida de mentiras, la vida de expiación, pero había logrado mantenerlo en la sombra. Con refinamientos de astucia, lograba evitar aquella imagen. Tenía tal aprensión de verla y quedarme con ella, que me sumergía con frenesí en los recuerdos de las cosas más insignificantes y las amplificaba hasta que mi pobre cabeza no era más que una rueda de fuego… Trabajo perdido. Cuando las noches se alargaron y llegó el invierno, un día… Aquello me asaltó de súbito. No quiero dejarme arrastrar por el pudor. Me he prometido decirlo todo. Eso sobrepasa lo que el pudor prohíbe decir y no tiene nada que ver con él. Quién sabe si jamás se encontrará a alguien que, en ninguna preocupación por las consecuencias que su palabras pudieran tener para él o por el modo como se las juzgará, tenga el único deseo de que la verdad salga de las mazmorras y vea la luz. Quién sabe si a mí mismo se me volvería a presentar la hora; no es seguro. Tengo la impresión de que muy pronto todo se borrará y de que yo mismo ya no lo sabría explicar bien. Es preciso estar inspirado para exponerse sin reticencias y hallarse en un estado de espíritu en que uno no se ame ni se odie. He aquí, pues, lo que me sucedió cuando apareció Ana. Primero se mostró bajo el aspecto de aquella Ana, la joven, la mujer que yo conocí, y que me había… ¡Bah!, para qué… supongo que usted comprende. Se me presentó con un vestido adornado con volados o encajes, con su lindo peinado y su chal azul o gris. ¡Yo conocía tan bien aquello! ¡Era tan hermoso, tan de ella sola! Sus ojos, su boca, el color de sus cabellos, sus labios, el gesto anguloso que a veces tenía cuando doblaba la mano, su manera de dar cinco pasos rápidos y luego dos más lentos, de guiñar ligeramente el párpado izquierdo cuando sonreía, de levantar la barbilla cuando se hacía una pregunta, y de apoyar la mejilla en el hueco de la mano para reflexionar… Todo aquello que le era particular, que era sólo suyo, que era Ana y nadie más… Nunca más, yo lo sabía. Jamás volvería a verla. Jamás podría verla de nuevo. Nunca más. Ella vivía, circulaba en una habitación, conversaba con otras personas, apoyaba la mejilla en el hueco de la mano, levantaba la barbilla con aire interrogante y llevaba su vestido de volados; no la volvería a ver jamás. Probablemente usted conoce la poesía de Edgar Poe «El Cuervo», donde cada estrofa termina con el estribillo «Nunca más. El cuervo graznó: nunca más». Yo me lo repetía todos los días: «el cuervo graznó: ¡nunca más!».

»Ahora bien, yo arrastraba conmigo una esperanza indefectible, la de que algún día se sabría todo y que yo podría presentarme sin mancha ante la faz del mundo. Pero desde que la imagen de Ana empezó a surgir delante de mí, las esperanzas se me desvanecieron como humo al viento y lo sabía con una implacable certeza: nunca más. Como todo el flujo de mi existencia continuaba corriendo hacia ella, su imagen no podía mentir, y por lo tanto era mi esperanza quien mentía. Me resigné mientras conservé aquella nostalgia lacerante… ¡Ah!, estas palabras no dicen nada. No existen palabras que puedan expresar eso. Es el suplicio de todos los suplicios y una muerte de todos los instantes, de la que uno no muere nunca. Uno cree que no podrá soportarle ni un día más, ni un cuarto de hora más, las puertas se van a abrir, ahí, entonces, en ese mismo segundo; el tiempo que pasa no tiene realidad, mi cabeza estallará si mañana no puedo ir a reunirme con ella, los muros y cerrojos no existen y, sin embargo, ¡oh Señor!, ahí están. Hay una ciudad, y una casa en donde ella vive, donde respira, piensa y duerme. Y aquí, nunca más. No es posible hacerse una idea de eso, señor. Usted objetará, naturalmente, que había una falta que expiar. Y es verdad que la mía era inmensa. Es la falta que separa al hombre de los demás hombres, que separa el hombre de la mujer.

»La justicia te ha castigado por una falta que no es la tuya, es cierto, pero tú sigues maldito por la que cometiste y tal vez es más grave de lo que tú crees. Si no o comprendes, sopórtalo sin comprenderlo. Pero todo eso no acepta más que un tiempo. La exaltación y la alegría del sacrificio no duran sino mientras se puede retener la imagen adorada. De golpe, la carne se subleva. Esperar, esperar… no se puede aguardar más. La carne domina, y uno ya no es responsable de lo que sucede. La imagen adorada se borra y Ana cesa de ser Ana. La idea del amor se apaga. La sentencia de ustedes separa al hombre de la mujer y la máquina judicial desencadena en el hombre a la bestia. La desesperación engendra el vicio oculto. La máquina judicial dice: ¿qué hacer?; en eso no puedo hacer nada. Piense un poco en lo que sucede a aquellos que no tienen que perder una imagen adorada que por un tiempo espiritualice sus deseos. Sólo tienen los recuerdos conservados por sus sentidos y la imagen de las mujeres de la vida que los desgarra. Todos sin excepción, son sádicos. He visto infinidad de invertidos… ¡Oh!, yo también terminé por no poder dominar a la carne.

»La imagen adorada voló en pedazos como bajo los golpes de un hacha. Los recuerdos y las ideas dejaron su lugar a las sombras y éstas a los cuerpos. Mujeres, mujeres y más mujeres, todas sin rostro, nada más que senos, un vientre, muslos, una piel suave y un olor embriagador de fiera que quema como una lluvia de fuego, que abrasa y espesa la sangre de las venas, transformando el paladar en un trozo de cuero y los cabellos en un casco de sudor. Sin tregua ni reposo. De día, uno está cercado por eso en la celda, y de noche, si uno se acuerda un rato, uno ve… al lado de lo que se ve, los dibujos más obscenos con que se deleitan los viciosos, palidecen. Las famosas tentaciones de San Antonio, parecen ilustraciones para Biblias de uso familiar. Porque él hubiera podido substraerse a su destino; estaba en su mano aquel renunciamiento voluntario; pero ¿quién puede pretender renunciar a todo para siempre? Uno hace siempre una reserva, uno puede… en una palabra, uno puede abrir la puerta. ¿Pero aquí? ¡Piense que yo todavía no tenía treinta años! ¿Por qué no mataron al sexo en mí? No tener treinta años y estar enterrado vivo… Uno no ve a su alrededor más que al acto carnal que desencadena en uno un frenesí sexual que todo lo renueva: dos nubes en el cielo que se acercan, dos tirantes que en el taller ensambla el carpintero, la llave que el guardián desliza en la cerradura, la brizna de hierba que crece entre dos adoquines, la propia lengua cuando humedece los labios, la H mayúscula del título de un libro, o el tapón de una botella. Agregue a eso que en una casa como ésta, se tiene la horrible sensación de que todo se repite centenares de veces y de que el martirio de uno es el martirio de los demás. Los miasmas que se exhalan de los quinientos deseos furiosos, tienen sobre el espíritu una acción más nefasta que la más abyecta depravación. ¡Qué repulsión! ¡Qué negro y atroz disgusto! ¡Cómo se desprecia uno! ¡Cómo el espíritu se enrostra y se desliza! El corazón se deseca y ya no es más que un órgano inmundo. ¿Hay alguien de «afuera» que pueda hacerse de ello la menor idea? Es imposible. Porque si así fuera, ninguno de los hijos que ustedes engendran podría ya jugar alegremente; ninguna joven desposada podría entrar en el lecho nupcial sin sentirse helada de horror y disgusto. Naturalmente que ese estado tiene su paroxismo y su declinación.

»En mí duró aproximadamente… a ver, que calcule… unos dieciocho meses. No sé si usted se da cuenta de lo que eso representa: dieciocho meses, primero de un modo general y luego en un espacio de diez metros cuadrados como éste.

»En el fondo, desde que uno fija límites al tiempo, borra su noción. Lo que viene luego es una especie de estupidez disolvente. Uno está aplastado, embrutecido, y tiene la impresión de que podría desmontarse pieza por pieza como una caja de construcciones, la cabeza por un lado y las piernas a una legua de ella. Eso dura también varios meses. Entonces uno empieza a dormir con un sueño que antes no conocía. Yo digo «uno»… naturalmente, hablo siempre de mí. Esa forma impersonal viene de que ya no se es más que un número. Con frecuencia me pregunto si no hay entre yo y mi silueta externa algo de horrible, de muerto; es tonto, ¿verdad? El sueño de que hablo, tiene justamente eso de particular, que disuelve la forma; se diría que uno ya no tiene contornos netos, que uno se ha coagulado y endurecido bajo el aspecto de una masa inconsciente, en putrefacción. Uno siente sobre sí ese olor a podredumbre, ¿comprende? Y ese sentimiento lo penetra hasta en el sueño. Cuando esto pasó por mí —¿no es insensato que todo termine por pasar, «pasar», verdaderamente, no es horrible?—, cuando pasó por mí, lentamente fue para mí una realidad que estaba solo en mi celda desde hacía años. ¿Cómo solo —me dije—, dónde están los demás? ¿Dónde están los hombres? ¿Dónde está el mundo entero? Me parecía exactamente como si me despertara de la muerte. Tuve miedo de mi aislamiento y de mi soledad frente a mí mismo. Me puse a hablar en voz alta. Me sorprendí repitiendo durante media hora la misma frase. Las ocupaciones maquinales que me dieron no me sirvieron de nada. Lo mismo hubiera sido meterme los dedos en la boca uno después del otro. Fue entonces cuando pedí libros. Me los dieron y tuve autorización para escribir. Eso me ayudó; durante ocho meses. En aquellos ocho meses me entregué al trabajo intelectual. Hice una experiencia curiosa. Al parecer, mi trabajo era exactamente el mismo que antes, igual que en la vida ordinaria; me servía de las mismas palabras, tenía el mismo estilo, seguía los mismos pensamientos y sacaba idénticas conclusiones. Pero aquello no pasaba de mi mano. En realidad, todo estaba momificado y se hubiera dicho que un autómata se aplicaba concienzudamente a copiar al verdadero Leonardo Maurizius. Lo que yo hacía carecía de aliento, le faltaba alma.

»Cuando lo leía y releía, no veía nada que corregir: el plan era bueno, las ideas lógicas y a veces originales; mi memoria funcionaba de un modo impecable y seguía mucho tiempo sin conocer la causa de aquel malestar, hasta que un día descubrí que toda mi actitud era una imitación. Maurizius hacía el papel de Maurizius. No se puede imaginar nada más angustioso. Lo hacía sirviéndose de los conocimientos y de los resultados adquiridos en otra existencia en la cual todavía simulaba creer, y de la que aceptaba como vivas y verdaderas las expresiones, los giros, las ideas directrices y los principios científicos. Sin embargo no eran más que cadáveres que sólo palpitan con una vida artificial cuando él les consagra una energía y un trabajo que no servían, en el fondo lo sabía muy bien, sino para ilusionarse a sí mismo. En realidad, ya no había nada. Aquello era tan afligente que tenía que reunir todo mi valor para llegar al fin de la tarea cotidiana. De todos modos, conseguí terminar algo, si bien no fue más que una producción momificada. ¿Conoce usted el disgusto tenaz que uno experimenta y los reproches que uno se hace cuando ha realizado una obra que es sólo producto de la actividad y en la cual el deseo de crear estuvo ausente? Parece que uno ha mentido al mismo Dios. Un día me sentí incapaz de continuar; recuerdo que era el Viernes Santo de 1913. Me levanté y tiré la pluma al tacho de la basura. «Se acabó», me dije, y sentí tanta repugnancia, que me dio un vómito. Durante varios días anduve por la celda como alguien que buscara alguna cosa. Después comencé a hablar solo. Luego me puse a escuchar en la pared. Daba golpes en la piedra y ponía el oído. Me respondieron otros golpes que yo no entendía. Me puse a cantar, y vino el guardián a prohibírmelo. Por la noche, molí la cama a puñetazos; de a ratos iba y venía en la oscuridad y gritaba nombres, siempre los mismos:

»Cristóbal, Juan Máximo, y me imaginaba personas, personas cualesquiera que llevaban esos nombres. La celda se agrandaba, adquiría las dimensiones de una sala y después se encogía hasta quedar reducida al tamaño de una lata de conservas; el techo me tocaba la cabeza y el piso estaba a varios metros debajo de mí, tanto que yo me balanceaba en el aire como un ahorcado. Ya ve, todas las posibilidades se ofrecen a la locura, pero el buen sentido no tiene a su disposición más que una sola. Traté de calcular el número de radios que puede tener un círculo y la cantidad de estrellas que uno puede imaginarse en el cielo. Me preguntaba si se podrían copiar todas las obras de Homero en la cara interna de la puerta. Y contaba y calculaba indefinidamente. Traté de contar los hilos de la frazada de lana, las manchas de moscas en los vidrios y los granos de arroz de la sopa.

»Recitaba el Pater comenzando por el fin y ensayé de hacer lo mismo con el Canto de la Campana, de Schiller, durante días enteros, hasta que el miedo de perder la razón me hizo aullar como un perro. Oía siempre ruido de cadenas y de pasos. Cuando llegó el invierno, al fin de noviembre —no se asombre al verme dar las fechas siempre porque es preciso que proceda por orden cronológico si no quiero perder de vista la sucesión de los acontecimientos—, hacia el fin del año, por lo tanto, caí enfermo de bastante gravedad. Estaba en la enfermería con seis más. Tres de ellos formaban parte de mi turno y los veía siempre en el paseo. Eran todos temibles bandidos. Uno de los que yo no conocía, tenía un agujero abierto en la cabeza y se le veía el cerebro cuando le quitaban el vendaje. Estaba prohibido hablar; pero, no obstante, podíamos cambiar a veces algunas palabras. Naturalmente, en la enfermería no se ponían la máscara. En aquella época todavía nos llevaban al taller, la capilla y el paseo. Dos estaban condenados a perpetuidad, pero uno había ya cumplido veinte años y contaba con ser puesto en libertad al cabo de otros cinco años. Hablaba de eso continuamente como si cinco años no fuesen sino cinco días. Otro había llegado recientemente de una prisión del gran ducado de Baden; desde la ventana de su celda había asistido uno de los últimos días a una ejecución capital. La impresión fue tan atroz que todavía le causaba frecuentes crisis de nervios. Yo examinaba a aquella gente y la miraba como un explorador que aborda una isla desierta y se encuentra allí con una raza desconocida. Me horrorizaba un pensamiento: ya hace siete años que estás en la cárcel, me decía, y no conoces entre ellos a ninguno, por poco que sea; sin embargo, son hombres, y éste es tu «mundo». En ocasiones oía delirar a algún enfermo en una sala vecina. Había uno que sollozaba noche y día. El médico decía que era un simulador, pero pronto hubo que llevarlo a un asilo de alienados. Mi vecino de cama, uno pequeño, pelirrojo, me contó una porción de cosas, siempre en voz baja, sobre él y sus camaradas. Aquello me abrió los ojos.

»Vi que si continuaba un año más llevando la misma vida, habría que encerrarme también a mí en una celda para locos furiosos, y temblé. ¿Por qué se preocupaba uno tanto de su porvenir? ¿Por qué quiere uno vivir? Misterio. De pronto, usted lo creerá si quiere, la vida volvió a tener un sentido para mí. Cuando dejé de trabajar para aniquilarme, se levantó en mí un asomo de personalidad, tímidamente, como una débil hierbecilla.

9

—¿CUÁNTO tiempo permaneció en la enfermería? —preguntó el señor de Andergast con voz débil, no tanto para oír una respuesta como para escuchar su propia voz y asegurarse de que todavía podía hablar.

—Nueve semanas —respondió Maurizius—. Cuando estuve curado y volví a mi celda, le pedí al director que me recibiera y le expresé mi deseo de ocuparme dos o tres días por semana en la cocina o la limpieza de los pasillos. Me lo negó. Hay el principio de negar todas las peticiones, pero un mes más tarde, después del motín y la visita del ministro, me lo concedieron.

—Lo recuerdo —afirmó el señor de Andergast tapándose los ojos con la mano izquierda, en la que brillaba un diamante—, recuerdo aquella revuelta, Un asunto feo.

—Sí, un feo asunto, si usted quiere.

—¿Claro que usted no tomó parte en ella?

—No.

—Seis hombres fueron muertos a tiros de revólver, si mis recuerdos no me engañan.

—Sí, es exacto. Seis fueron muertos y veintitrés heridos.

—¿Cómo se produjo aquello?

Maurizius sonrió débilmente.

—Tal vez había gusanos en el pan —replicó irónicamente.

Tenía él aire de pensar para sí: «Esto que he dicho o nada, es lo mismo». En realidad, el señor de Andergast no hizo la pregunta más que para hablar, para ocultar el fondo de su pensamiento. La verdad era que el procurador general había llegado a no observar ya las formas usuales (en lo concerniente a la actitud, el rango, las distancias y las preguntas que hacía) más que por medio de una crispación del espíritu, como si se aferrara con todas sus fuerzas a los últimos lazos que le retenían antes de ser tragado por el caos. Es casi imposible definir el estado en que se hallaba. Quería, deseaba a toda costa que Maurizius siguiera hablando, pero al mismo tiempo temía lo que iba a decir, hasta el punto de sentirse tentado de taparse los oídos. Pensó en la posibilidad de hacer desviar la conversación a un terreno neutral (comparado con el tema tocado, la discusión del sumario, del crimen y de todo lo relacionado con él, le parecía un terreno neutral), pero sentía que eso sería débil y cobarde. Hubiera querido irse, pero en el mismo instante de tomar esa decisión, vio cuán absurda e irrealizable era. Un inexplicable deseo lo clavaba en su asunto y un incomprensible abatimiento lo hacía incapaz de obrar metódicamente; miraba la cara del preso sobre la almohada ordinaria y no podía alejarse de allí; quiso saber la hora y no atinó ni a llevar la mano al bolsillo.

—Se aplicaron a los culpables los más crueles castigos —murmuró Maurizius.

—Aquel hecho aumentó probablemente su interés por sus compañeros —sugirió blandamente el señor de Andergast. Maurizius le dirigió una mirada apagada, como paralizada.

—Sí, aquel acontecimiento, los gusanos en el pan y la carne pasada —completó con tono sarcástico.

El señor de Andergast dijo animándose:

—Aquello ya no se produce; se tiene mucho cuidado.

Maurizius se encogió de hombros, respondiendo bruscamente:

—Bueno, tome eso en sentido figurado. Porque sigue habiendo gusanos en el pan.

Quedó pensativo un largo rato y luego volvió a caer en el balbuceo de su primera conversación. Habló de los castigos inhumanos, las duchas heladas, los azotes con correas, la camisa de fuerza y el encierro a oscuras. Sus pupilas se dilataban, endureciéndose y tomando un negro de pez. Agitó la cabeza de un lado al otro, torturado la levantó y luego la dejó caer sobre la almohada de paja. Pronunció un nombre, el de Klakusch, el del guardián Klakusch, pareciendo unirlo a un acontecimiento decisivo para él. Pero algo más había pasado antes (no es fácil orientarse en medio de los recuerdos que evoca, yendo hacia adelante, y luego retrocediendo; se ve que le cuesta no confundir los diferentes períodos, sobre todo después de cesar su reclusión en la celda y cuando el vacío que había en él se había poblado de figuras). Como circula libremente por la prisión dos días por semana, se encuentra con los demás presos.

Es interesante comprobar cómo se preocupa por ellos, y sobre todo, cosa curiosa, por la hez, por aquellos llamados incorregibles. Es una fascinación siniestra que, como una red devoradora, lo atrae paulatinamente hacia ellos. ¿Puede sentirse uno deslumbrado por lo negro? Quizás sentía una voluptuosidad intelectual observando que en aquellos abismos apestados, todo lo que calienta y alumbra el mundo al cual perteneció en otro tiempo, está carbonizado. Las conquistas del espíritu, las investigaciones morales, el arte, la filosofía, no son más que restos carbonizados e irreconocibles. Un trazo neto separa a la humanidad en dos partes; lo alto y lo bajo. En lo bajo, reina la abyección como dueña absoluta. Encontró dos o trescientos hombres espantosos por su parecido en la depravación, individuos que, al margen de la sociedad, se mantienen al acecho como tigres en la selva. El mal no es urdido ni deseado; está ahí, simplemente.

Las caras están marcadas por todos los vicios imaginables. Sin frente, y con barbillas como cortadas por un sablazo. Todos tipos de observación para la patología criminal. Uno puede preguntarse si poseen lo que se llama alma. Destinados al mal desde su nacimiento, miden el precio de la vida según sus deseos inmoderados y aprecian las cosas de este mundo de acuerdo con el peligro que corren para adquirirlas o destruirlas. ¿La ley? Un trozo de papel. ¿Los deberes hacia el Estado y la sociedad? Se burlan de ellos. ¿La religión? Ídem. ¿Los medios de existencia? Una garantía contra la policía. ¿La prisión? Una cosa bien natural. ¿El amor? ¿Acaso faltan las mujeres en la vida? ¿La pena? Emborráchate, imbécil. ¿Padres, mujer, hijos? ¡Qué tonterías! Eso merece un puntapié en el trasero. ¡Disolución! ¡Tinieblas! El fin de todo.

Podía creérsele. Maurizius exponía todo aquello de tal manera que se adivinaba una subcorriente contraria, como un defensor que, por antítesis, prepara la tesis. Sabe tantas cosas que han debido pasar por su corazón antes de que las comprendiese, que los signos de su profunda conmoción parecen crisis epilépticas. Pero tal vez fue esa misma conmoción la que lo salvó. Sin duda era eso lo que quería decir cuando habló de la personalidad que tímidamente se levantó en él como una tierna hierbecilla. En la segunda mitad del año 1915 —la guerra comenzaba entonces a reunir en las cárceles la turba de la humanidad— apareció en su vida el guardián Klakusch. Llegó de Cassel, de donde lo habían trasladado. Tenía una barba de patriarca de hilos rubios que le cubría la cara y le bajaba hasta la cintura, una nariz chata y ojillos rojos y lacrimosos. Llevaba siempre una gorra metida sobre la frente y tenía aire de desafío. A veces reía solo, maquinalmente, como con alegría maligna, sin que se pudiera adivinar por qué. Le encargaron el servicio de la galería donde estaba la celda de Maurizius.

—En el primer momento me fue antipático —confesó Maurizius—. Solía quedarse cinco minutos en la puerta mirándome con sus ojos redondos, después hacía chasquear la lengua y se iba. Lo que más nervioso me ponía era aquel ruido con la lengua. Un día entró. «Me he permitido decir —me declaró que usted es un hombre instruído, una especie de sabio. ¿Podría decirme con certeza qué es un criminal?». Lo miré estupefacto. «¿Cómo, qué quiere usted decir?». «Y… sí, quiero decir… —respondió— hay tantos que… ¿sabe? Nos asaltan toda clase de ideas, ya ve». «¿Qué ideas?», pregunté. «Bueno, ideas —contestó secándose los ojos lacrimosos—. Vea, ahí está el 316. Un muchacho que no haría mal a una mosca. Es verdaderamente conmovedor. Asesinó a su amante, que le hacía soportar un trato odioso. Cuando salga, al fin de los ocho años que le colgaron, será un tipo arruinado. Anemia o tuberculosis; ya lo sabe usted bien, nuestras enfermedades. Y aparte de eso, ¿qué quiere usted que aprenda aquí? ¿Lo ha mirado alguna vez? De todos modos, es raro que ese muchacho sea un criminal». Chasqueó la lengua y se fue, sin aguardar mi respuesta. «¿Qué es este pajarraco?», me preguntaba yo y me devanaba los sesos sobre él. Tiene que ser que algo en mí le agradó desde un principio.

»Primero sospeché que intentaba sonsacarme, o bien que quería deslumbrarme; tal vez, pensaba también, no puede tener quieta la lengua. Pero mis dudas y sospechas no duraron mucho. Era un hombre curioso. Tenía los modales de un ingenuo y parecía bastante insignificante; pero luego, cuando uno estaba un rato con él, daba la impresión de que nada le era desconocido en este mundo, y para ello bastaba interrogarlo sobre cualquier cosa.

»Pero sólo le interesaba la prisión y los presos eran su único tema de conversación. Tenía sesenta y cuatro años y treinta y cinco ya de servicios en las cárceles. Había visto pasar legiones de criminales y estaba más al corriente de los métodos judiciales y los procedimientos de aplicación de las penalidades que muchos magistrados con alto cargo. Sin embargo, no sentía vanidad, como tampoco de su modo de cumplir su deber, de la dificultad de su servicio o de su experiencia. Nada despertaba su vanidad. En cuanto a su comprensión insondable de una infinidad de cosas, ni parecía sospechar la existencia. Pero se podría escribir un libro entero sobre él y usted tendría una idea de lo que era aquel hombre. Un día me dijo: «Yo quisiera saber por qué usted está siempre tan triste. Yo les digo siempre a los muchachos: tienes una buena cama, un techo sobre la cabeza, comes cuando tienes hambre, ¿qué más te hace falta? No tienes preocupaciones, ninguna fajina ni enredos, ¿entonces, qué más pides?». Yo le respondí: «Pobre amigo, usted sabe muy bien que no cree ni una palabra de esos consuelos». Se irguió mientras me contestaba: «No, es cierto, tiene razón». «¿Y bueno, entonces para qué?», le pregunté. «Sí, ¿para qué? —repitió—. Si uno lo supiera… Pero vea, los jueces no pueden hacer otra cosa, y ahí está lo malo: que cuando un juez condena, condena como un hombre a otro hombre, y eso no debería ser». «¿De veras? —le pregunté asombrado—. ¿Cree que eso no debería ser?». «No, eso no debería ser —repitió con un tono que nunca olvidaré—; un hombre no tiene derecho a juzgar a otro». «¿Y qué piensa usted del castigo? —dije—. Es preciso que haya un castigo; lo hay desde que el mundo es mundo». Se inclinó hacia mí y me respondió al oído: «Entonces es preciso destruir el mundo y crear gentes que piensen de otro modo. Desde la niñez se nos meten esas ideas en la cabeza a palos, pero nada tiene que ver el hombre tal como Dios lo ha creado. Es una mentira. El que castiga se miente a sí mismo, y así se imagina que está sin pecado. Ésa es la verdad. Pero no lo repita, porque el administrador me echaría a la calle». Encontré aquello tan extraordinario, que pronto llegué a esperar con impaciencia la hora de su llegada. Me daba cuenta de cuanto sucedía en la casa.

»Una vez lo vi con una inusitada preocupación, que se manifestaba con numerosos chasquidos de lengua. «Acaban de traer a dos muchachos jóvenes —me contó—, y les han colgado cuatro y cinco años de cárcel por robo a mano armada. Son vagabundos. Hacía dos días que no probaban bocado y caminaban bajo la lluvia, cerca de un pueblo, cuando vieron a un borracho en la zanja del camino y le sacaron su dinero: tres marcos con veinticinco. Nueve años de cárcel por tres marcos con veinticinco». Me tomó de los hombros y me sacudió como si yo hubiera pronunciado la condena o si pudiera hacer algo. «Ya ve usted. Klakusch, en qué mundo vivimos», dije. Me miró con las cejas fruncidas. «Voy a decirle una cosa —me respondió— con respecto a las personas y sus actos. ¿Un acto es el hombre?». «No —repliqué—: un acto no es el hombre, y ahí está el error». Me soltó y oí que murmuraba mientras se alejaba: «Entonces, es eso, que un acto no es el hombre». De pronto, volvió sobre sus pasos. «Ayer hablé con el 291 —dijo—, y sigue siempre sentado, rumiando pensamientos en la cabeza. El verdadero tipo del presidiario. Cometió un incesto. Su mujer tuvo siempre líos con otros hombres y él la dejó hacer, sin atreverse a protestar porque la quería demasiado. Al final, la carne no lo dejaba tranquilo. Tenía una hija que era una linda muchacha, frívola, por el estilo de la madre. Parece que ella lo incitó. La mujer descubrió el pastel y lo denunció para librarse de él, como hace esa gente. Yo le pregunté: "¿Es verdad que hiciste eso?". No comprendió. "¡Eh!, dime", le dije golpeándole el pecho. "Sí, fui yo", respondió temerosamente. "Entonces, eres culpable", le contesté. "Sí —replicó—, pero no hay jueces para esas cosas". "¿Cómo?", le pregunté sorprendido. "No reconozco a los jueces", dijo el imbécil». Yo protesté: «Quizás no es tan imbécil, Klakusch». «Es posible —admitió—, es posible; pero ¿qué quiere que le diga? Ése, a causa de haberse hecho malo, ha vuelto a ser bueno. Muchas veces he visto eso. Con esa gente, nunca se está al cabo de todo; uno puede estudiarla cien años y no se está al cabo. Algunos llegan y en lugar de lamentar su crimen, dicen: No tuve suerte. Como si fuese una lotería en que todos hacen su jugada y como si no hubiese en la tierra sino ladrones, asesinos y fulleros, y gana el premio gordo aquel a quien no lo pescan. No tienen sentido moral, ¿verdad? Y luego, ¿dónde está el sentido moral, quiere decírmelo?». Me miró con aire astuto, pero no le pude responder. De pronto prosiguió gravemente: «¡Bueno! Yo le puedo enseñar algo. Ahora sé lo que es un criminal». «¿Y qué es?…», pregunté con curiosidad. «Es aquel que trabaja para quebrar su vida. Ése es un criminal. El que trabaja para quebrar su vida, es un criminal». «Es cierto, Klakusch —dije—, eso es terriblemente cierto». Me hizo con la cabeza un gesto amistoso y me acarició los cabellos.

»Algunos días más tarde, me trajo una noticia que anunció antes de cerrar la puerta. Se sabía aquello en toda la casa: «El 422 confesó».

»Durante tres años y medio, guardó silencio obstinadamente y fue imposible arrancarle una sola palabra. No hacía más que ir y venir como un león enjaulado, rechinando los dientes amenazadoramente, se pelaba los dedos arañando las paredes y maldecía a Dios y los hombres. Aquella misma mañana, a las cinco, pidió de pronto el sacerdote y cuando llegó el pastor le gritó a la cara, con el hocico lleno de espuma, toda su falta. Después se tiró en un rincón de la celda sin chistar, y allí estaba todavía. Me parecía asistir a la escena, porque cuando Klakusch contaba un hecho como aquél, uno se lo representaba en sus más ínfimos detalles, y no solamente lo veía, sino que quedaba grabado en uno como una obsesión. Por ejemplo, una vez me contó que, en una noche de invierno, muchos años antes, un presidiario puesto en libertad había venido a buscarlo y suplicarle juntando las manos que lo ocultara con él, en su cuarto o en cualquier lugar de la cárcel. No sabía adónde ir y no tenía un centavo. No podría responder de lo que haría. Era algo desgarrador ver a aquel hombre enloquecido y desesperado. Klakusch le habló durante toda la noche, lo reconfortó como pudo, le dio algún dinero y, finalmente, lo despidió recomendándole mucho: «Sobre todo, no hagas mal a nadie». El tono con que me contó aquel episodio, me impidió tragar el menor bocado en todo el día; aún lo oigo decir al desdichado: «¡Pobre muchacho!» y «Es preciso que no te hagas así mala sangre» y estas palabras: «Sobre todo, no hagas mal a nadie». Un día hablábamos del monstruo que estaba aquí desde hacía cuatro años, Schneider, el estrangulador de mujeres; me dijo que en la reunión de los guardianes se trató del preso, que los desconcertaba porque era tan intratable que no sabían qué hacer con él. Le hice observar que un ser como aquél no era ya un hombre y que era un error tratarlo como a un hombre. Klakusch me contestó que aparentemente era así, y que si se le prometía a Schneider doble ración de grasa si asesinaba a su hermano, uno podía apostar lo que quisiera a que el criminal no vacilaría un instante. «Ya lo ve», le dije. «Es posible —me contestó—, pero hay una cosa cierta: en el vientre de su madre aún no era malo». Y como yo permaneciera en silencio, agregó: «Si en el vientre de su madre todavía no era malo, entonces es un hombre como usted, como yo o como el jefe de policía. Y lo que yo le reprocho no me da derecho a ejercer justicia sobre él». «¿Qué quiere decir usted con eso, Klakusch? ¿Qué entiende usted por justicia?», pregunté. «En realidad —replicó—, es una palabra que jamás se debería pronunciar». «¿Por qué, Klakusch?». «Es una palabra que se parece a un pescado y se escapa cuando uno lo atrapa —y añadió—: ¡Ah, si uno supiera lo que hay que decir, cuántas cosas llegaría a hacer! Pero nadie sabe decirlo». Algunos días después, tuve en el pasillo una disputa con un preso que me era muy antipático, un individuo retraído y solapado, que repugnaba a causa de su crimen. Siendo profesor adjunto en una escuela, había abusado de unos niñitos. Le conté la disputa a Klakusch, quien me escuchó tranquilamente y luego me dijo: «Voy a darle un buen consejo y no le costará nada seguirlo. Trate de ser amable con ellos; usted no se imagina lo que se puede obtener. Un poquito de cortesía. Mire, es como la mandrágora, que según parece hace saltar las cerraduras más sólidas. Ensaye y verá». Como alumno dócil, lo ensayé y vi que tenía razón.

»Con frecuencia bastaba una sonrisa amable para metamorfosear instantáneamente el rostro más hosco. Hice experiencias curiosas.

»Esa gente ya no cree posible que uno sea con ella como se es «afuera» con cualquier persona que uno conozca. No quiero decir precisamente amable y educado, porque eso mismo despertaría su desconfianza. Lo que importa es que se les demuestre cierta consideración y que se tenga con ellos algunos miramientos.

»Ya se han olvidado de lo que es eso, y primero lo miran a uno con ojos asombrados, sin saber qué decir. Me ha sucedido ver a uno que se daba vuelta y se ponía a llorar como un niño. Quizás diga usted que eso es sensiblería, y en ese caso yo haría bien no hablando más; hubiera sido más prudente que me callara. Eso me sirvió para aproximarme diariamente más a Klakusch, y cuando él tenía un día franco, lo echaba de menos terriblemente, sintiéndome desgraciado. Él también cada día me quería más, si bien me lo demostraba raramente, pero una vez me dijo que nunca había tenido un hijo y que de haber tenido alguno, hubiera deseado que se me pareciera. «¿Y no le importa —le pregunté— que yo sea un presidiario, un condenado a perpetuidad?». «No —replicó—; si se trata de usted, eso no me importa nada». Entonces fue cuando tomé la resolución de hacerle otra pregunta, sólo que no sabía cómo planteársela, o mejor dicho, temía presentársela. En efecto, aquello fue el fin. Hace cuatro años de eso. Hace cuatro años que murió.

10

—NO comprendo —dijo el señor de Andergast, vacilando—. ¿Acaso su muerte… tiene alguna relación con eso, con la pregunta?

—Sí, justamente, y se lo voy a contar. Y con eso… acabaré. Después pensé con frecuencia en las relaciones raras que uno puede tener en la vida. Cualquier hombre de «afuera» trataría de románticas y extravagantes mis relaciones con Klakusch el guardián hasta tal vez pretendiera que sólo existieron en mi imaginación, y si un escéptico obstinado me acorralara en mis últimos baluartes, tal vez yo mismo no viera en todo ello sino un sueño. ¿Acaso no pasa igual con todo cuanto nos sucede? Al cabo de cierto tiempo, es un sueño. El yo al que le ha sucedido la cosa, no es más el yo que la recuerda. Es posible que haya sido a veces objeto de una alucinación cuando el viejo de la barba de hilos rubios estaba aquí en mi celda (entonces ya ocupaba ésta) a la hora del crepúsculo, pues me parecía tener de nuevo un alma en el pecho, porque él tenía una. Porque ahí está lo esencial: cuando el hombre está solo, no tiene alma, puede creérmelo, y de eso se desprende que tampoco tiene Dios. ¡Cuándo pienso en las noches de entonces! Su voz resonaba aún aquí y podía seguir conversando con él, como todavía me ocurre. Ya ve usted que para mí nadie muere y muchas de las palabras que él me dijo y que he conservado, verdaderamente me han venido de la noche y de la ausencia.

»Un cerebro como el nuestro (al mismo tiempo se golpeaba la sien con el dedo) se parece al gong de un templo chino; y cuando se lo roza con el extremo del índice, retumba como una campana de catedral en el fondo del agua.

»Pero para poner las cosas en su lugar, si usted encuentra románticas nuestras relaciones o duda de ellas, no olvide que una cárcel es un terreno donde crecen plantas que ustedes todavía no han clasificado, y donde ocurren cosas que, es menester admitirlo, pertenecen a un mundo fuera de toda norma. Todo es tan pequeño y todo es tan vasto… todo tiene tanta importancia y todo es tan vacío… ¡Lo que se llama destino lo codea a uno tan de cerca!… Ante todo, yo deseaba establecer este punto. No sé si para usted tiene algún sentido. Ya durante varios días, naturalmente, quiero decir en las horas en que podíamos hablar, había conversado con Klakusch del establecimiento en forma general. En el curso del año que siguió a la revolución, se habían introducido bastantes mejoras y otras cosas se suavizaron, lo que despertaba en mí ciertas esperanzas que Klakusch no compartía; le parecía que era trabajo perdido poner pasas en la masa cuando la harina no valía nada.

»Era preciso buscar el mal en otra parte. Las gentes que han estudiado no se daban cuenta de ello. Era una cuestión de medida. «Cuando alguno, un pobre diablo no más malo que otro, hace una cosa del tamaño de un dedo —decía—, lo castigan con una pena del tamaño del brazo sin fijarse en la persona que castigan. ¿Y quién tiene el derecho de castigar sin tomar en cuenta a la persona? Eso es un derecho divino». Al principio no lo comprendí, pero por fin vi que no hablaba de la persona externa, porque se pone bastante atención en ella, sino de la persona moral. El nudo del asunto es saber hasta dónde es responsable; y, desde ese punto de vista, no hay dos hombres semejantes. Le objeté que desde hacía mucho tiempo se había renunciado a la idea de castigar por castigar, de usar represalias o medios de intimidación. No se trata sino de proteger la sociedad y reformar al culpable.

»«Proteger la sociedad es tan quimérico como querer reformar al culpable; los que están enterados no pueden menos que reír. ¿Cómo quiere proteger a un loco que se araña la cara con sus propias uñas? Ese loco es la sociedad, que se arroga el derecho de proteger lo que, en su demencia, ella misma destruye continuamente. —Y agregó—: ¡Detente, oh sociedad, hay que proceder de otro modo!». Era una tarde de diciembre cuando discutíamos así, y la nieve que caía desde la mañana hacía aún más sombría mi celda. Antes de salir, Klakusch me dijo: «Ya no tengo gusto para nada, los años me pesan sobre los hombros, sé demasiado y nada me puede entrar en la cabeza ni en el corazón». Cuando al anochecer volvió para vaciar mi recipiente (según el reglamento, yo mismo hubiera debido hacerlo, pero lo hacía siempre él en mi lugar) y lo vi delante de mi, reuní todo mi valor y le pregunté: «Dígame, Klakusch: ¿cree que hay aquí personas que hayan sido condenadas injustamente?». Mi pregunta lo tomó de sorpresa y respondió vacilando: «No es imposible». «¿Con cuántos inocentes condenados injustamente ha tenido que ver durante su carrera? —le pregunté—. Me refiero a aquellos cuya inocencia era notoria». Reflexionó un momento y luego contó con los dedos, murmurando por lo bajo los nombres: «Once». «¿Y creyó en su inocencia desde que los conoció?». «¡Oh, no! —replicó—. ¡Oh, no! Si uno lo creyera y tuviera que verlos consumirse así, si uno estuviera seguro…». Entonces insistí: «¡Bueno! ¿Y si uno estuviera seguro, Klakusch?». «Entonces, la verdad, uno no podría seguir viviendo». Mi celda ya estaba oscura y apenas podía distinguir su silueta. Entonces tenté la pregunta que me tenía intranquilo y a la cual deseaba llegar: «Y yo, Klakusch, ¿me cree culpable o inocente?». «¿Usted quiere que le conteste?», dijo. «Yo desearía que me respondiera franca y sinceramente». De nuevo se quedó pensativo y luego me dijo: «Bueno, mañana por la mañana tendrá mi respuesta». Y al otro día temprano la tuve. Se había colgado del barrote de su ventana.

Maurizius volvió la cara hacia la pared y se quedó inmóvil. Pasó un cuarto de hora reinando un silencio absoluto en la celda. Quién sabe cuánto tiempo habría durado aquel lúgubre silencio si no hubieran golpeado a la puerta blindada. Era el médico del establecimiento que hacía su gira, e informado de la presencia del alto magistrado, solicitaba permiso para examinar al enfermo; no permanecería mucho tiempo. Entró un señor gordo, con lentes de oro sobre una nariz que parecía una papa. Saludó rígidamente, como un oficial de la reserva; tomó la muñeca del preso para observarle el pulso, dejó escapar algunas palabras de satisfacción, saludó en seguida y se marchó.

El señor de Andergast se había puesto de pie. Le parecía que había pasado diecinueve años sentado en aquella silla, y esos diecinueve años lo habían dejado viejo, cansado y marchito. Su mirada temerosa se detuvo sobre el preso que yacía rígido, con los ojos cerrados y los puños sobre el pecho. «Habría que decir algo», pensó el señor de Andergast.

«No —replicaba otra voz en él—, abstente de toda palabra». Tomó el sombrero que había dejado sobre la mesa diecinueve años antes, y los guantes marrones de piel que estaban a su lado. Puso cuidado en no hacer el menor ruido, y con el sombrero y los guantes en la mano, el señor barón de Andergast, procurador general, salió furtivamente, como un ladrón, de la celda del preso 357…

El auto esperaba. «¡Vaya rápido!», gritó al chófer y se desplomó en un rincón del coche.

Sus ojos violetas, desmesuradamente abiertos, miraban la lluvia que caía. Pero no la veía, ni miraba, ni pensaba, ni sentía nada.

Vuelto a su despacho a las tres y media de la tarde, mandó al ministro de Justicia un largo telegrama de doscientas palabras, en el que, en términos apremiantes, le solicitaba el indulto inmediato del preso Maurizius.