CAPÍTULO UNDÉCIMO
1
SIGUIÓ un prolongado silencio. Warschauer parecía reflexionar. Según todas las apariencias, la audacia del joven lo desconcertaba. ¿Qué ocultaba? El curioso candor con que Etzel, por dos veces ya, había pronunciado ese nombre, no podía escapar a su ojo experimentado. En el fondo, Mohl no sabía nada a pesar de su pretendido conocimiento de los hechos y de su tono positivo. Había hablado como se habla de un personaje interesante de una obra de teatro que se supone célebre, o como un detective que, de mil maneras, trata de despistar la atención de su víctima para lanzarle en seguida al rostro, con frialdad calculada, una presunción aplastante.
Cómico y ridículo. Como si él, Warschauer, tuviese algo que temer. Él no tenía absolutamente nada que temer. Si se había radicado en Berlín para llevar allí una vida apagada, casi la de una sombra, lo había hecho con toda libertad de acción; no era objeto de ninguna persecución, no tenía ningún motivo para temer investigaciones. Había adquirido «allá» el derecho de volver a tomar su antiguo nombre; las razones que para ello tuvo, estaban estrechamente relacionadas con la catástrofe que él llamaba su «fracaso de Europa» (pero que no fue sino el preludio de otro fracaso mucho más grave). Él podía, desde ese punto de vista, dividir su vida en cuatro períodos bien netos: el período judío, el período germano-cristiano, el período internacional de ultramar y el período actual, para el cual aún no había encontrado un calificativo apropiado.
Tal vez su amigo Mohl le sugiriese uno: el período del retorno, por ejemplo. El retorno a los orígenes. Era en extremo interesante, decía. Se reconocería a diversos autores modernos como un tipo de Proteo. Hasta se hallaba en condiciones de proporcionarles sobre el estado presente del mundo datos que les permitirían hacer fortuna. Para sí mismo había renunciado a toda ambición. ¿Para qué tenerla? Ni podía decidirse a escribir una de esas biografías como tantas que aparecen.
Veinticinco mil obras se publican cada año en Alemania; sería grotesco agregar la veinticinco mil una. Por otra parte, sería objeto de un anatema como visionario culpable de encarecer los horrores del Apocalipsis.
Divagó por el estilo un buen rato todavía, mientras Etzel, impaciente, comenzó a cepillarse la ropa con cuidado minucioso, calculado. Al mismo tiempo, dirigía al muchacho, por encima de sus anteojos negros, malignas miradas de soslayo. De pronto cambió de tema y empezó a decir una serie de chistes burlones con motivo de la alusión a Ana Jahn.
Aquello era como dispararle por la espalda:
—Felizmente el revólver no estaba cargado, querido mío —decía irónicamente—. ¡Qué falta de tino, que discreción! ¿Era conveniente atacar así a la gente, sin prevenirla?
—¡Caramba! —dijo valientemente— yo me decía que en esa ocasión usted no había sufrido perjuicios. En resumen, con ese asunto, usted triunfó en toda la línea.
Warschauer, de pie, con la espalda encorvada, tenía el aspecto de un buey que rumia grave e imperturbablemente.
—¿Qué le hace creer eso? —preguntó.
—Varias cosas.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, que pasados dos años o no sé cuánto tiempo después, la señorita Jahn en la casa de usted… o bien con usted.
Warschauer frunció las cejas como si calculase.
—¿Dos años? No, usted está equivocado. No llega al año. Espere… del principio de 1917 al mes de noviembre.
El tono amable de esta rectificación alentaba a Etzel a permanecer en guardia, pero ya no hacía caso a ningún peligro. Una especie de embriaguez lo arrastraba de temeridad en temeridad.
«Ahora tanto peor», pensaba, y respondió descaradamente:
—Sí; pero según tengo entendido, ella no regresó sino mucho después del lugar donde había estado con usted y no le quedaba nada del dinero qué había heredado de su hermana. Ya no tenía ni un centavo. La casualidad hace que yo lo sepa de una manera cierta —dijo mintiendo descaradamente—, porque conozco a la señora que la recogió en su situación miserable. Por eso tengo razón cuando pretendo que en ese caso de Leonardo Maurizius usted triunfó completamente. Él no obtuvo nada y usted escapó con el botín.
Este atrevido ataque produjo en Warschauer un efecto singular. Pareció primero que iba a perder el control; su cara terrosa se veteó de gris azulado, una mancha rojiza le apareció en medio de la frente y, cosa extraordinaria, las puntas de las orejas le comenzaron a temblar (no tenía las orejas redondas en su parte superior, sino ligeramente puntiagudas como las que se ven en las cabezas de los antiguos faunos). Por segunda vez desde que Etzel lo conocía, se quitó los anteojos; por segunda vez vio Etzel sus ojos opacos, color de agua, y su pecho se elevó con una profunda aspiración. (Etzel, intrigado, pensaba: «¿Qué va a hacer el viejo?». Para él, Warschauer con sus cuarenta y siete o cuarenta y ocho años, era un viejo, pero nunca como en esos terribles diez o doce segundos le dio esa impresión de vejez). Abrió la boca, paseó aquellas miradas incoloras a su alrededor como buscando un objeto con que golpear; luego, cosa inesperada, el rostro se serenó, dio algunos pasos hacia Etzel, se detuvo, hubiérase dicho que desconcertado, sacudió la cabeza, se dejó caer en la silla del escritorio y se entregó a profundas meditaciones. Así pasaron unos cinco minutos.
—Venga un poco para acá, Mohl —dijo de pronto en voz baja.
Etzel obedeció silenciosamente. Warschauer se puso otra vez los anteojos, le tomó al muchacho las dos manos y se las retuvo apretadas entre las suyas.
—Siendo todavía estudiante —comenzó diciendo con sonrisa lúgubre— tuve que preparar para el bachillerato a un jovencito, el conde de Rochow. Un día le pedí que me dijera lo que sabía de Elena. Me sorprendió, lo recuerdo casi palabra por palabra, porque era una ensalada de todas las historias que había leído: Elena, hija de Némesis y de Júpiter, tuvo primero un intriga amorosa con un cisne; se casó con Menelao, fue raptada por Paris, y, después de la guerra de Troya, la acompañó a Egipto, donde descubrió que ello no era la verdadera Elena; ésta había quedado con Aquiles; fue atacada por Orestes y Pílades, pero salvada por Apolo. ¿Qué me dice de esta ensalada del conde Rochow? Rara vez he reído de tan buena gana. Eso es lo que sucede con los conocimientos ad hoc, amiguito. Sale siempre, ¡misericordia divina!, una Elena hija a la vez de Némesis y de Leda. Así es como se escribe la historia, hijo mío. Confiar en ella es como querer atrapar peces en un cráter de fuego. Quien se acerque seriamente podrá, cuando mucho, instruirse sobre la naturaleza del fuego y la lava; en cuanto a atrapar peces, jamás. Para empezar, aprenda esto: las cosas son siempre diferentes de como se las presenta. Siguen siendo misteriosas para aquel a quien le sucedieron, y entonces cómo es posible que quien sólo oyó hablar de ellas se atreva a decir: esto es posible, esto es lo sucedido. Pero no quiero juzgarlo demasiado severamente, muchacho, ¡me da lástima!
Soltó las manos de Etzel y se puso de pie sin prestar atención al gesto algo turbado del jovencito.
2
FUE hasta la ventana, la abrió y murmuró:
—El cielo está todavía rojo por allá —cerró de nuevo y prosiguió—: Pero al fin, ¿qué idea tiene usted al hablar de Ana Jahn, amiguito Mohl? ¿Su completa ignorancia no le molesta? Eso me hace la misma impresión que si un niño de pecho se pusiera a perorar sobre la nebulosa de Andrómeda. Perdóneme, pero hay dimensiones y relaciones que escapan a su juicio. Para eso no puedo servirle en nada, aunque bien lo quisiera. ¿Por qué no dar a un joven tan bien dotado indicaciones sobre los laberintos psicológicos, indicaciones que un día podrían serle útiles? Pero, a pesar de toda su madurez de espíritu, Mohl, es sorprendente ver con qué ingenuidad usted se ocupa de ciertos problemas. No se enoje; veo que usted está todavía enojado contra mí. Hablo completamente en serio y hasta su candor me conmueve; quisiera poder reconciliar con la verdad las ideas demasiado… vaya, digamos demasiado cándidas que usted se forja; ante todo, en lo que me concierne, porque usted me ve bajo la figura de un bandido y un pícaro, verdadero Wurm[5] de Intriga y Amor; sólo que no sé, no sé; habría que ser un Tolstoi para poder, con palabras… Quizás le interesará saber que yo encontré a Ana Jahn cuando todavía ella no conocía a su futuro cuñado… ¿Usted ya lo sabía? ¡Bravo! Fue la primera mujer que… no sé cómo decirlo. Era una persona que forzaba la atención de uno. Todavía recuerdo muy bien la noche en que la vi por primera vez; fue en una pequeña reunión, en casa de una tal señora de Hardenberg. Se hallaba de pie, al lado de un jarrón chino de un metro cincuenta de alto, con la cabeza ligeramente apoyada en el brazo. Tenía diecisiete años, pero la naturaleza ya no tenía nada que perfeccionar en ella; toda su persona tenía una terminación extraña e inquietante. Tuve la impresión de que era orgullosa, orgullosa hasta el punto de sacrificar su vida a su orgullo, si las circunstancias la llevaran al caso. ¿Pero qué era el orgullo en ella? Uno pronuncia esta palabra sin tener en cuenta que hay mil acepciones, desde la más trivial hasta la más profunda. Yo no hallé nunca más que una sola persona cuyo orgullo haya determinado su destino, y fue ella. En fin, quedé prendado de Ana hasta más no poder y las cosas no quedaron ahí. La doctrina de los Sijs de la India enseña que cuando un hombre está alejado de su alma y de lo que su alma desea, no se entretiene en el camino, sino que apresura él paso. Supongo que usted comprende. ¡Estaba escrito! En los hombres, parece que al revés de lo que sucede en química, los cuerpos simples reaccionan más activamente que los compuestos. En ella se encarnaba el mundo en el cual yo no había podido penetrar sino a fuerza de transformarme hasta las últimas fibras de mi ser. Fue su existencia lo que me reveló el sentido de la mía. Ésa es la verdad. Nos entendíamos muy bien; o mejor dicho, ella me escuchaba muy bien. Nunca en mi vida, ni con usted, amiguito Mohl, vi una cara tan atenta, tan jadeante de atención, fijándose en mí. En mi juventud pude arrastrar a mis oyentes con la palabra, y galvanizarlos; pude… ¡Ah!, ¿qué no pude hacer? Pude hacer que se renovasen por entero. Tanto a los hombres como a las mujeres. Sin resistencia, veían lo que yo veía y sentían lo que yo les hacía sentir. Sus corazones se volvían valientes y orgullosos; comprendían las metáforas, porque sólo la alegoría nos abre las esferas elevadas. Expresarme era para mí una segunda naturaleza, una verdadera naturaleza en el fondo, así como las pulsaciones de mis arterias; en cuanto tenía ocasión de hablar, me identificaba inmediatamente con los que me escuchaban; era en mí la forma más sublime del amor, tanto con respecto a los hombres como a las mujeres; incansablemente trataba de conquistarlos a fin de hacerlos salir de sí mismos, de sus encierros y de sus límites; para mí no existían ni encierros ni límites; después de lo que le he dicho, usted debe comprenderlo. En lo que toca a las mujeres, no podía pasarme sin ellas. Conmigo, la tarea les era fácil. Yo era inflamable como la yesca. No pensaba jamás en lo que arriesgaba. No ahorraba mi persona; puedo decir que me prodigué como si hubiese tenido cincuenta vidas para gastar. Algunos amigos se burlaban de mí y decían que todas las mujeres eran para mí una Elena. Es absurdo. Es menester haber adorado en muchos altares para saber cuán inaccesibles son los dioses y las diosas, sobre todo cuando uno ha ofrecido sacrificios en vano. Cuando apareció la verdadera Elena, resultó, ¡oh!, profético Rochow, que en realidad era hija de Némesis.
Siguió un momento paseando en silencio por la pieza; Etzel tenía los ojos fijos en tres cucarachas que, negras y repugnantes, caminaban en fila por el suelo. Pero no las veía, era todo oídos.
—Lo que sucedió entre nosotros no tiene importancia, por lo menos para lo que nos ocupa. Los hechos materiales carecen de interés; no sirven sino para hacer perder de vista el problema capital y rebajan esos acontecimientos de nuestra vida al nivel de una novela.
«Mala derrota —pensó Etzel—; ahora pasa por alto lo esencial».
De hecho, Warschauer, turbado, comenzó a balbucear durante algunos minutos.
—Lo que fue decisivo era que yo quería conquistarla, mientras que ella… ¿qué quería conquistar ella?… Veamos, ¿qué, en resumen?… un fantasma de ella misma. Si por lo menos hubiera querido conquistarse a sí misma, bueno… pero su reputación, lo que uno debe a su honor, el deber de conservarse a sí mismo… es sacrílego, sacrílego… es la moral de los círculos que piensan bien, una moral de fósiles, es sacrílego. Yo le sacrifiqué mi tiempo, prodigándolo locamente. Una mujer no comprende lo que eso significa, el tiempo de un hombre; ella devora tanto como le dan; eso se traga como limonada, y ella, cuando tiene que probarse un sombrero, no dispone ni de un poquito para uno. Ella tenía condiciones; hubiera podido ser algo, pero no soñaba con nada ni creía en nada, salvo que se confesaba todos los domingos, pero no tenía ninguna comprensión, ningún respeto por la misión de cada uno. Hubiera sido preciso cortarla en pedazos para ver dentro de ella… era tan herméticamente cerrada como una nuez en su tártara… ¿Yo?… ¿Qué quiere usted? Yo no era un caballero de Toggenbourg, un enamorado tembloroso… ¿Qué iba a hacer? (Mientras caminaba se dio en el pecho con la palma de la mano un golpe retumbante). ¿Qué hacer? Romper la cáscara aunque no me entregara su alma, bien que lo sabía; pero uno tiene deseos de vengarse. Le di jaque mate y yo resulté vencido. Tal vez estaba loco. Cometí enormes estupideces. Le conté que era hijo de un príncipe reinante. Al mismo tiempo decuplicaba mis fuerzas y trabajaba como un negro. Pero una pasión como la mía le inspiraba temor. Después de todo, era una joven alemana, usted comprende lo que quiero decir. Aquello sobrepasaba su entendimiento, aprisionada como estaba en los prejuicios como en un corsé de hierro. No se sentía segura conmigo. Adivinaba una sangre extraña… tenía miedo; estaba fascinada y sentía miedo. Cuanto más yo la inundaba de luz, tanto más su alma se ensombrecía. Vaya uno a comprender eso. No querer dejarse arrastrar, ¡oh!, por nada del mundo; terminar por plegarse, por tolerar, así…, ella ignoraba que podía encadenarme si se abandonaba, que yo echaría raíces si me reparaba el terreno; pero ella no lo concebía, era una Elena alemana, y aquello estaba por encima de su horizonte. Rompimos. Anduvo errante de una ciudad a la otra, hasta que la hermana le ofreció hospitalidad en su casa. ¿Y qué sucedió? Que allí la esperaba una tarea conforme a su naturaleza. Encontró una niña privada de madre que tenía necesidad de que se ocuparan de ella y un hombre sentimental y sin energía que tenía necesidad de ser sostenido; él tenía a su alcance un alma que se entrega. ¿La suya no había estado siempre abierta como la puerta de un molino? Lo que le faltaba era la aureola del martirio, un poco de aliento protector y un poco de admiración; ella podía jugar a hacer la institutriz, la inaccesible, la mediadora; estaba hecha de medida para ese papel; era adorada y no corría ningún riesgo. Es verdad que juntos hubieran hallado una felicidad tranquila y aceptable; hubieran formado uno de esos matrimonios en los que el marido es el lacayo titular y la mujer, Dios sabe cómo es posible, es todavía virgen a los cuarenta años, aun cuando haya dado a luz media docena de hijos. Eso es lo que seguramente habría ocurrido si Maurizius hubiera sido libre. Como no lo era, resultó la caída irremediable en la tragedia burguesa con su atmósfera sofocante, donde las dificultades y complicaciones se multiplicaban como las pústulas en la piel durante un erupción cutánea. Es la lucha entre el amor y el deber, el respeto a los lazos sagrados, el temor a los chismes y la calumnia, la correspondencia clandestina, las faltas y los remordimientos. El drama pasó por todos los estados conocidos y clasificados; que yo interviniese o no, el lamentable desenlace caía como el golpe de una maza ya levantada. ¿Tal vez yo hubiera debido no intervenir? ¡Eran tan desgraciados los tres…! En medio de su confusión y su ceguera, revoloteaban como pajarillos alrededor del nido destruido; aquella afligente comedia reclamaba literalmente un deus ex machina; sin mí, no podían encontrar una salida; se hallaban sin voluntad, no obedeciendo más que al instinto. Mi Galatea, mi Elena, encantada por un imbécil. Si por lo menos hubiera sido un Paris, ¡pero qué!, nada de eso. La volví a encontrar manchada, arrastrada por el fango, implorando auxilio con todo su ser; ¿qué era sin mí? Pero ella no lo quería confesar, y cuando la saqué del pantano no era más que un cadáver. Pienso que ya no tenía alma. Es cierto que su cuerpo estaba en la tierra, bebía y comía cuando lo necesitaba, se compraba vestidos, leía libros y visitaba los museos, pero… no era más que un cadáver. Yo no soy Cristo, y reanimar a la hija de Jairo no estaba a mi alcance. Al contrario, en aquella época yo era un hombre concluido, puesto a un lado como por una consigna; no servía ni para ser arrojado a los perros; mis más calurosos partidarios no me reconocían; nadie se ocupaba de mí; habían perdido todo recuerdo de las ideas cambiadas y de los proyectos formados en común; me venían devueltas las cartas sin que siquiera hubiesen sido abiertas; mis fuentes de recursos se secaban y no me quedaba otra cosa que levantar campamento y dejar el país con aquella mitad inanimada de mí mismo, como Juana la Loca con el cadáver de su esposo. Hacia el oeste, siempre hacia el oeste.
Después de un silencio, habló de los últimos mil francos que había perdido al bacará.
Todavía le quedaban cuatro mil, resto de la fortuna de Ana; los repartieron, y la sombra de mujer que, hasta aquella catástrofe, lo había acompañado, tal vez por la única razón de que no tenía adónde ir, se desprendió de él con la misma apatía que puso en seguirle. ¡A París! Que sea París. ¿Y luego? Ella no sabía nada de eso. Hoja marchita librada al capricho del viento. Durante un año, llevando siempre el nombre de Gregorio Waremme y alumbrado a veces por los últimos reflejos de una gloria desvanecida, él había dejado de tener una vida intelectual. No quería confesar su cruel y humillante fracaso; continuaba desempeñando su papel como actor sin público, delante de las butacas vacías. Había jugado con el mundo y jugó con el azar; lo que no era sino cambiar de máscara. Pretendía que el jugador es el hijo bastardo de la imaginación y que sólo aquel para quien poseer no representaba nada, es capaz de jugar fuerte. En el fondo de su corazón, todavía no había realizado la horrible bancarrota de su sistema; soñaba con riquezas, considerando su exilio como transitorio y su mala situación como pasajera; su intención había sido ganar con los cien mil francos de Ana seiscientos o setecientos mil, operación fácil a sus ojos, y, con esa suma hacerse un camino empedrado de oro para volver. Desde entonces, todos sus esfuerzos tendieron a forzar la fortuna, día tras día y noche tras noche, con obstinación, con encarnizamiento. Cuando hubo dilapidado todo, sintió que se le pasaba la borrachera.
—Comprendí, como aquel que saliendo de un fumadero de opio se encuentra en el aire helado de la mañana, que no había más lugar para mí en Europa. Primeramente, la idea de atravesar el océano no fue más que un sueño vago. Tampoco soñaba encontrarme allí sino con una felicidad debida a la suerte. Era tan completa mi ceguera que yo veía a mi patria en lo por venir, pidiéndome perdón por el mal que me había hecho y acogiéndome con los brazos abiertos. Pero esa noche de que le hablé, mi vida se me apareció con la nitidez de una visión; fijaba sus miradas en mí como una larva salida de los infiernos. En fin, lo supe: para mí no había manera de volver. Yo debía meterme una bala en la cabeza, o bien… quemar mis naves, no mirar más para atrás y perderme, desconocido, en lo desconocido. Es lo que hice; pero, mi buen Mohl, darle una idea de aquellos años, creo que está por encima de mis fuerzas…
Retrocedió hasta la otra pared y se sentó sobre una pila de libros, adelantando la frente. Los pelos blancos y tiesos de su cráneo brillaban como el cristal. Etzel se hacía el chiquito y no decía una palabra. Hubiera deseado meterse en una cueva de ratón para oír solamente y no ser ya visto por Warschauer.
3
NO SE trataba de un acontecimiento preciso; no era una historia con peripecias relacionadas; el relato no tenía ni un verdadero comienzo y nada lo marcaba, aumentando su interés. Sólo de tiempo en tiempo fulguraban imágenes que hacían pensar en los resplandores fosforescentes que se ven en la cresta de las olas sombrías y uniformes (Etzel las había visto en la costa del Mar del Norte, donde, tres años antes, pasara con su padre varias semanas de vacaciones en casa de los Sydow). La charla de Warschauer le recordaba realmente el balanceo triste y monótono de las olas; ya se habían desvanecido la pasión y el entusiasmo puestos en todas sus palabras hasta ese momento; lo que ahora decía tenía un acento más sincero. Chocaba la diferencia como aquella que existe entre un narrador cuyos gritos, gesticulaciones y muecas impiden poner atención en sus palabras, y el que al contrario no se mueve, apenas se ve y no hace más que hablar y hablar. Lo que estaba oyendo le daba a Etzel la impresión de que una fuerza lo atraía hacia el suelo, aspirándolo (hasta experimentaba la sensación física de ello); una lógica implacable que paralizaba el corazón, impregnaba todo el relato. En apariencia, no había ninguna relación entre la narración y lo que le interesaba, pero no se inquietaba mayormente porque ya establecería muy bien dicha relación; porque le parecía que era tan sólo otra fase de una sola y misma cosa, de la «cosa» cuya solución hallaría fatalmente de un momento a otro.
De modo que Waremme había dejado Europa teniendo plena conciencia de que era para siempre. Emigraba en el más estricto sentido de la palabra, no teniendo ya más patria. Había tomado su partido. Era preciso que olvidara y que empezara de nuevo por el comienzo. Al principio no siempre se había dado cuenta de la principal dificultad de su situación. Dar la espalda a Europa no significaba que uno pueda prescindir de ella. Había empezado a comprender lo que Europa era en realidad para un hombre como él. Ella representaba no sólo su pasado, sino el de trescientos millones de hombres, con lo que él sabía de ella y lo que de ella llevaba en su sangre; no sólo la región que lo había producido, sino también la imagen y configuración de todas las regiones entre el Mar del Norte y el Mediterráneo, su atmósfera, su historia, su evolución; no sólo tal o cual ciudad donde había vivido, sino de cientos y cientos de ciudades y, en aquellas ciudades, las iglesias, los palacios, los castillos, obras de arte, bibliotecas, en fin, las huellas de los grandes hombres. ¿Había acaso un solo acontecimiento de su vida al cual no estuviesen asociados los recuerdos de varias generaciones, recuerdos nacidos al mismo tiempo que él? Europa no era únicamente la suma de los fenómenos de su existencia individual, amistad y amor, odio y desgracia, éxito y decepción; era, idea inconcebible y que lo llenaba de respeto, la existencia de todo desde dos milenios atrás, Pericles y Nostradamus, Teodorico y Voltaire, Ovidio y Erasmo, Arquímedes y Gauss, Calderón y Durero, Fidias y Mozart, Petrarca y Napoleón, Galileo y Nietzche, un ejército innumerable de genios radiantes y otro no menos innumerable de demonios, encontrando toda la luz su equivalente en iguales tinieblas, pero resplandeciendo en ellas, haciendo nacer un vaso de oro de las negras escorias, todo eso: las catástrofes, las nobles inspiraciones, las revoluciones, los períodos de oscurecimiento, las costumbres y la moda, el bien común a todos, con sus fluctuaciones, sus encadenamientos, su evolución grado por grado: el espíritu, he ahí lo que era Europa, su Europa. ¿Cómo podía defenderse de esa Europa? Estaba en él. Él la llevaba dentro de sí más allá del océano. Por el hecho de respirar, ella obraba en él. Entonces, pensó que le incumbía una tarea; como un misionero que va hacia los paganos para predicarles el verdadero Dios, él iría allá para anunciarles el espíritu de Europa.
—Le dejo a usted, Mohl, que piense si esa visión me engrandecía ante mis propios ojos. Cristóbal Colón II, un San Pablo de la civilización y de la cultura intelectual, ¿verdad? Usted dirá que con unos proyectos tan magníficos yo podía muy bien instalarme. Lo que los libros pudieran enseñarme sobre el país o el pueblo, ya lo sabía; yo consideraba los conocimientos teóricos como un fondo útil; además, poseía el inglés tan bien como mi lengua materna y destacados ingleses me habían expresado numerosas veces su asombro. ¿Sabe?, siempre fui una especie de Mezzofante. Pero no tenía relaciones; no conocía a nadie; no tenía recomendaciones; ni siquiera tenía títulos. Quise penetrar en el mundo de las universidades, pero me era imposible, por ciertas razones, invocar mis trabajos pasados; hubieran podido pedir informes. No tenía ningún grado universitario, el desprecio que en otros tiempos manifesté por las distinciones que se dan al primer llegado, se volvían contra mí y mis tentativas fracasaron. Lo que fue una suerte para mí, porque, dadas las circunstancias, yo hubiera hecho una fea figura en una de sus cátedras, hubiese tenido el aire de un maestro de escuela de una aldea india. Al cabo de algunas semanas, me encontré sin recursos. No me atormenté por eso. Allá nadie se puede morir de hambre. El país entero es una especie de compañía de seguros contra esa muerte. La asistencia social alcanza tal grado de desarrollo que los mendigos son casi tan raros como los reyes. Y usted sabe que viven en un régimen democrático. Ahora que entre vivir y no morir de hambre hay una diferencia notable.
»Imagínese un vasto hospital provisto de todo el confort moderno, lleno de enfermos incurables de los que ninguno muere jamás, y usted tendrá una idea de esa diferencia. Los fallecimientos podrían perjudicar al buen nombre del establecimiento. Espero que usted habrá podido asegurarse, desde que me conoce, que yo no tengo necesidades materiales. En la época en que me codeaba con la más alta sociedad, no gastaba para mi persona más que un estudiante pobre, salvo cuando lo hacía con vistas a un fin preciso que me interesaba alcanzar. Ésa es una cualidad que a veces lo impone a uno más que la inteligencia. El que sólo piensa en el placer, el corrompido, no cree sino en aquel que vive en la abstinencia. Conseguí ganarme cómodamente la vida, dando lecciones de idiomas; pero seguí confinado en el estrecho mundo de la gente sin importancia. Para eso había razones de orden material. No disponía de medios para vestirme convenientemente y menos todavía con elegancia; tampoco tenía ganas; primero por bravata, hallé que mi aspecto miserable me resultaba una protección. Ahora comprenderá por qué experimentaba la necesidad de esa protección. Las razones de orden moral eran las más importantes: apenas si la gente me toleraba. Esas personas no exigen que uno sea un perfecto hombre de mundo; ven en los otros lo que es incierto, flotante, porque ellos también flotan; flotan sobre el abismo. Un jirón de Europa ha quedado prendido a la gente modesta de allá, una migaja de Europa perdida, un resplandor de recuerdo. Apenas su suerte se aseguraba, apenas comenzaban a participar de la seguridad general, y ya empezaban a despertar en ellos las sospechas sobre mí. Yo decía cosas que no se decían entre ellos, yo aludía a cosas de las que nunca habían oído hablar; mis frases se dividían en principales y subordinadas. Jamás me venía a la boca la palabra dólar. Pero, en cambio, me agradaba servirme de metáforas.
»Aquello era la Europa, aquello era el «espíritu», cosa en extremo sospechosa y desconcertante a medida que se elevaban en la escala social. Yo me hacía, naturalmente, cada vez más circunspecto y modesto. Pero aplicarme sistemáticamente a evitar todo espíritu y apartarlo de mi camino, era igualmente una manifestación del «espíritu». ¿Qué remedio había para eso? ¡Ah!, yo todavía no había comprendido nada de aquel país. Yo no veía más que un hecho: que la gente huía, como del fuego, de quien revelaba la menor chispa de espiritualidad y que no hubiera podido hacer olvidar su torpeza arrancando, por ejemplo, un niño a las olas del Mississipí. No, no aman la espiritualidad; sólo aprecian las realidades tangibles, los valores concretos, los negocios, la publicidad y la acción; lo que toca al espíritu les inspira un malestar extremo.
»Para reemplazar eso, tienen la sonrisa; yo tenía que aprender a sonreír. En San Francisco había una peluquería cuyo propietario tuvo, después del terrible terremoto, la genial idea de clavar en la puerta este letrero: «Se afeita gratis a cualquiera que entre aquí sonriendo». Cuando me contaron eso, lentamente, la luz se hizo en mi espíritu. Un país de niños. Entonces aprendí a sonreír. Entonces usted ve, mi querido Mohl, que se me imponía un problema completamente nuevo de adaptación, a mí maestro en el arte del mimetismo, y un problema mucho más arduo que los de otras ocasiones. Antes había sido en espíritu y por el espíritu, como había llegado a mis fines; pero ahora, si yo quería sostenerme, me era preciso extirpar de mí mismo hasta la última traza de espiritualidad, por decir así, tenía que purgarme todos los días.
»Pero ésas son observaciones y frutos de la experiencia, que no le hacen a usted captar la realidad más que si yo le digo que la sopa de ayer estaba demasiado salada. No permanecí mucho tiempo en Nueva York. Allí se roza todavía con los confines de Europa, y la tentación es demasiado grande. Entonces comenzó mi vida errante. Hay poco que decir.
»Estuve en Kansas City con la familia de un predicador; de allí al Sur y luego al Medio Oeste. Cuando no se sabe trepar, hay que resignarse a cambiar siempre de lugar; quedarse en el mismo sitio es naufragar. Jack te manda a John, John a Bill, y cuando Bill estima que tú ya no vales para nada, te deja reventar sobre un montón de paja; con toda la amabilidad posible, bien entendido. Keep smiling. Al llegar a Chicago, donde pasé diez años y medio, caí enfermo y permanecí ocho meses en el hospital. Durante mi convalecencia, hice relación con un joven negro llamado Joshua Cooper, un Hércules con alma de niño. Cuando lo miraba a uno riendo, daba la impresión de estar en Navidad. Estaba empleado en una casa de banca negra y me presentó a otros negros; yo les daba lecciones, a ellos o a sus hijos. Eso bastó para hundirme con los blancos. Mi camino se hacía más sombrío; me dejé llevar por la corriente, perdí contacto con la superficie y caí al fondo. Me topé con bastantes chinos, pero sólo fueron simples encuentros; es imposible reunirse con ellos. Imposible allá, donde se encuentran desarraigados. Allá viven como la polilla en la madera. La mayoría de ellos llevan la vida más misteriosa que se puede llevar entre los hombres. Es muy raro que un chino sea lo que parece ser, el cocinero un cocinero y el cargador un cargador. Muchos están al servicio de una organización tan poderosa y severa que comparada con ella la orden de los jesuitas tiene toda la benignidad de un pensionado para señoritas. Me veía con frecuencia con un comerciante en té, llamado Sun-Chwong, Chu, y teniendo un día un encargo para él, fui a verlo; el sirviente chino me condujo al sótano de la casa, donde cuatro amigos suyos rodeaban silenciosamente su cadáver. Una hora antes se había desplomado en la calle sin pronunciar una sola palabra; su rostro estaba hinchado como una esponja. Asesinato sin asesino, dictado a dos mil leguas de allí. Sin duda, usted se dirá: ¡Qué cuento de viejas! ¿Eh, amiguito Mohl? Pero es preciso haber visto aquello. Allá los horrores no están todavía maquillados por la civilización y se muestran tal cual son. Aquella ciudad… cuando se me ocurre abrir un atlas y la veo indicada geográficamente, a tal grado de longitud y tal de latitud, sobre la orilla meridional de un inmenso lago —inmenso como todo en aquel país— de olas blanquecinas como leche rebajada con agua; cuando la veo ahí, figurada por un simple punto, siento un escalofrío de espanto y de asombro. De manera que me digo que realmente existe; cuando vivía en ella su realidad no me parecía tan incontestable. Si la receptividad del alma humana igualase en prontitud a la del ojo o de la inteligencia, nadie, ni el ser más endurecido, y Dios sabe si yo lo soy, nadie tendría la fuerza necesaria para vivir hasta el fin del año en medio de semejantes horrores. Toda clase de cosas me atraviesan por la mente; cuando quiero retenerlas, no tienen más consistencia que los sueños de un afiebrado. Sin embargo, he visto cosas de las que es menester que le hable, porque… Veamos, ¿qué dice Shakespeare? La faz del cielo se empurpura. Sí, frente a semejante obra, el universo se aflige y muestra un aire lúgubre como la víspera del juicio final. ¿Se aflige? Me lo pregunto. Eso lo transforma a uno, lo da vuelta como un guante. Es en extremo interesante. Es un libro de figuras tan extraordinario como apropiado para desequilibrar el sistema nervioso. Algo lindo para comenzar. Preludio. Una mañana paso por las callejuelas de los muelles, aturdido por el barullo; máquinas y personas se mueven, gritan y mugen. De pronto, unos sonidos raros llegan a mis oídos. ¿Pájaros que cantan?, me pregunto asombrado. ¿Pájaros que cantan en este infierno de suciedad y de acero? ¿De dónde salen? ¿Cómo puedo oírlos? Entro en un tenducho e interrogo a un negro que me hace señas acompañadas de muecas, de que siga derecho. Me encuentro delante de una pared hecha de jaulas; treinta mil canarios que acaban de descargar, cantan con sus treinta mil minúsculas gargantas: una orquesta, un concierto monstruo cuya música exquisita y absurda tapa el ruido de las grúas, los autos, las locomotoras y los gritos de la gente. Me quedo allí sin saber si debo reír o llorar, es tan desconcertante, tan hermoso, tan irreal. Well!, volvamos la página. Era una tarde de verano, el calor secaba los pulmones. Nos encontramos en las galerías de los mataderos. El cielo tiene un raro color amarillo rojizo y el aire está pegajoso y espeso como para cortarlo con un cuchillo. Galería de varios kilómetros de largo, túneles de madera, un enredijo de túneles atravesando las calles; puentes de la muerte para las bestias de carnicería. Sordos mugidos, interminables filas de bueyes y terneros, un pataleo calmo, fatídico. En un sitio determinado, la maza caía sobre ellos con todo su peso. Cada minuto veo morir a un centenar y desaparecer en la fosa. Espectáculo que oprime; ver tan de cerca a los seres que mueren en un número incalculable. Los veo avanzar, empujados y a su vez empujando, con el hocico del uno apoyado en el flanco del que lo precede, desde la mañana a la noche, días tras día, año tras año, con sus grandes ojos pardos asombrados, llenos de aprensión; su mugido plañidero desgarra el aire, haciendo tal vez estremecer a las estrellas invisibles; los pilares tiemblan bajo el peso de aquellos cuerpos macizos; un vapor dulzón de sangre se eleva de las naves inmensas y de los depósitos, un vapor de sangre pesa siempre sobre la ciudad entera; las ropas, las camas, las iglesias y las habitaciones, tienen olor a sangre; los alimentos, los vinos y los besos tienen gusto a sangre. Todo se hace en cantidades enormes, todo está multiplicado al infinito de un modo aplastante: el individuo, por decir así, ya no tiene nombre y la unidad carece de algo que la distinga. Las calles llevan un número, ¿por qué los hombres no habrían de llevarlo también, por ejemplo, de acuerdo con el número de dólares que ganan traficando con la sangre del ganado o con el alma del mundo? Volvamos la página. Es una noche de otoño; hay tormenta y llueve rabiosamente. He ahí una calle, la calle de Halsted cerca de la cual yo vivía; siete leguas de largo, una longitud desesperante, es interminable como la miseria y el sufrimiento que abriga; dicen que es la calle más larga del mundo, y es verdad; es la nueva calle del Gólgota.
»Se ven en ella cosas que parecen no ser más que un montón de basuras; hay obligación de quemar la basura delante de la puerta para no asfixiarse. Allí hay callejones sombríos y sucios, con desvencijadas taperas en las que ocho docenas de familias yacen en una docena de agujeros, en forma que la vida así encerrada desborda por las ventanas y que, durante las noches ardientes del verano, hombres, mujeres y chicos en camiseta se acuestan unos sobre otros en los balcones de hierro como arenques en lata. Se encuentran bazares donde se vende toda la pacotilla de la que aquellas gentes amontonadas en desorden se imaginan tener necesidad para la pesadilla que es su existencia. Se ve hormiguear chiquillos de tez cetrina, con miradas ásperas de criminales; y sebo, polvo, humo, montones de papeles viejos, autos asmáticos, carteles redactados en todos los idiomas del globo, una fetidez de establo, de sudor y una bruma de sangre. Pero vamos al hecho. Aquella noche salí; se habían mudado al lado de mi pieza unos inquilinos nuevos: una familia irlandesa de cinco personas; en la estación les habían robado todas sus economías; su desesperación conmovía toda la casa; sus sollozos y sus jeremiadas me ponían nervioso; estaba citado a medianoche con Joshua Cooper, que se iba por varios meses a la Luisiana; me había dicho que fuera a buscarlo a un bar de la calle veintidós, lindo barrio también aquél. Desde lejos oí unos gritos terribles; después creía que fuese la lluvia castigando los techos de chapa de cinc; y finalmente vi llegar a la carrera una banda de mocetones, y veinte pasos delante de ellos, un negro gigantesco. No había duda, era mi amigo Joshua. Estaba casi desnudo: le habían arrancado las ropas; volaba; una angustia mortal como jamás vi en ninguna cara humana, convulsionaba su buen rostro negro; corría como el viento, a grandes zancadas, con los brazos extendidos hacia adelante y, justo en medio de la frente, una pequeña herida abierta dejaba correr un hilo delgado de sangre sobre la nariz, la boca y la barbilla. Ese segundo en que pasó como una tromba a mi lado, me dio a conocer la suerte que le esperaba. Ya se acercan sus enemigos; son doce o quince y dan gritos salvajes, como alaridos de bestias; están locos de rabia. Me quedé clavado en el suelo. El viento me llevó el paraguas primero y en seguida el sombrero (estaba precisamente en la esquina de la casa), pero no puse atención en ello. Como ya le dije, no tengo el corazón tierno, ¡pero aquella noche!… «Corre, mi buen amigo, corre, mi Joshua», murmuré en voz baja.
»Aquellos doce o quince mozos… ya no tenían nada de humano. ¿De bestias?… Un animal tiene un alma de cuáquero comparado con ellos. Era gente cuyo oficio consiste en robar y asesinar, que matan a un hombre de un puñetazo y no dan a eso más importancia que otros al hecho de romper un vidrio, figuras siniestras escapadas de los infiernos, bestias buscadoras de carroña del suburbio. Aquí no tenemos nada parecido a eso; aquí el ser más abyecto se acuerda todavía de que una madre lo echó al mundo; su hipocresía infame trama crímenes que cargan en la cuenta de los negros; eso emana naturalmente de un poder central, como cuando en otros tiempos en Rusia masacraban a los judíos, y llaman a eso ¡la ley de Lynch! No, jamás, aunque llegase a ser tan viejo como Matusalén, jamás dejaré de ver a mi amigo Joshua huyendo despavorido delante de aquella jauría que aullaba, con los brazos extendidos hacia adelante y con aquel hilo de sangre que le corría por su buena cara negra. Nunca lo volví a ver; jamás oí hablar otra vez de él. Dios sabe dónde se pudre su cadáver.
4
WARSCHAUER pesadamente se puso de pie, se acercó a Etzel, quien con la cabeza inclinada estaba sentado en la orilla del sofá, y con el dedo le golpeó en la frente una, dos veces, hasta que levantó los ojos. La imagen del pobre negro, con el rostro cruzado por un hilo de sangre, huyendo en la noche tempestuosa, le era insoportable; sentía frío hasta en las entrañas; instintivamente hizo un gesto de protesta.
—¡Y bien, mi amiguito! ¿Le basta con eso? —dijo Warschauer sentándose a su lado y apoyándole una mano en el hombro—; ¿tiene suficiente con eso?
Etzel sacudió la cabeza.
—No tendré bastante hasta que…
Vaciló, con las cejas fruncidas.
—¿Cuándo?…
—Cuando usted me haya contado todo lo suyo, todo.
Warschauer balanceó la cabeza con aire de inquietud irónica.
—Todo, es mucho: todo, sería por cierto una imprudencia. Pero usted tiene suerte porque estoy en buen tren. Si me deja un poco su mano, esa linda manita de aristócrata para que yo la tenga entre mis gruesas patas, seré amable y seguiré vaciando, mi historia.
Casi se arrojó sobre la mano que Etzel abandonó con disgusto a la caricia que le repugnaba y que sólo toleró por ser exigida como salario. Silbaba la llama del gas y un moscardón azul zumbaba entre los papeles del escritorio.
El relato reanudó su rezongo, semejante a una salmodia.
Etzel logró librar su mano del apretón blando, fláccido, pero se guardó muy bien de hacer cualquier otro movimiento.
—Se equivocaría, amiguito Mohl, si cree que yo era allá una especie de Isaías anunciando el fin del mundo. Por lo pronto, allá resulta inútil andar anunciando el fin del mundo, esa idea que algunos filósofos de buena pasta inventaron con el propósito de sacudir el sopor moral de Europa; además, el ojo que ve claro regula los movimientos del corazón que sufre. Como la mayoría de la gente afectada de ceguera, sufre todavía más. Aquel que ve claro se vuelve indiferente. Es en verdad cruel, pero si fuera de otro modo, ¿cómo podríamos nosotros, usted y yo, levantarnos todas las mañanas, ponernos la camisa y los calcetines, leer además el diario y volver a casa de la señora Bobike? ¿Acaso sería posible? En cuanto a mí, no sufro sino por lo que me concierne; sufrir por lo que toca o otro, ¡es una locura!
»Cuando uno sufre bastante por las propias cosas, no hay temor de que se vuelva insensible. Nos conocemos unos a otros… más de lo que creemos. Yo tenía que soportar un pesado fardo, un pasado agobiador. Usted lo sabe ahora, en parte al menos Tenía que ocuparme de poner a Waremme fuera de la posibilidad de hacer daño, ¿comprende? Poco a poco, este asunto pasó al primer plano. Calcular y calcular. El judío está hecho para eso. Dios le dio tal destino, Warschauer contra Waremme, ¿comprende? Allá, igual que aquí, eran dos antagonistas. Europa y el pasado, América y el porvenir; esa situación se convirtió más en leit-motiv de mi vida. No vaya a creer que le diré alguna cochina palabra sobre ese maldito asunto de Maurizius; le prevengo que es cosa terminada; haga lo que quiera, pero no le dedicaré un solo pensamiento. —Durante algunos minutos guardó un silencio singularmente amenazador, y como Etzel se callara, prosiguió—: Ésa es, pues, la historia de mi amigo Joshua. Según mi opinión, fue un mártir. En nuestros días, los mártires ya no llaman la atención, porque hay demasiados. Es verdad que no me interesan mucho; son un obstáculo, están en retraso. Hay que moldear el destino. Sucumbir y sacrificarse, cualquier imbécil recién llegado puede hacer lo mismo. El Oriente nos legó la fe en los mártires, el culto de los mártires. Vea, por ejemplo, ahí tiene el alma rusa, que en millares de kilómetros cuadrados se entrega a verdaderas orgías de martirio. Es malo, mi querido Mohl.
»Lo que falta es el pequeño esfuerzo, sencillamente el pequeño esfuerzo que se hace como una bola de nieve. Durante mucho tiempo, durante años, yo di vueltas alrededor del asunto sin saber, y precisamente no veía bastante claro hasta que un hombre me abrió los ojos. Ahora le hablaré de ese hombre, porque gracias a él he llegado a donde estoy. En cierta forma, fue el primer eslabón de una larga cadena. Se llamaba La Due, Hamilton La Due. Era un comerciante bastante rico, de cuarenta a cuarenta y dos años. Había nacido en el Oeste, en la costa del Pacífico, donde viven hombres activos, llenos de empuje y cándidos como niños. Su instrucción era más o menos la de un suboficial entre nosotros, pero tenía un encanto que no se encuentra en nuestros países. Sin embargo, no era ni hermoso, ni elegante, por cierto; era más bien gordo, pesado, tenía la cabeza metida entre los hombros y hablaba balbuceando; pero toda su persona irradiaba simpatía, bondad y confianza, como una estufa irradia su calor. Conocía a una cantidad de gente en la ciudad, pero creo que nadie sabía exactamente en qué se ocupaba fuera de sus negocios. Pienso que huía de sí mismo y gastaba fuera de aquéllos su actividad, con la alegría de un niño que se esconde para entregarse a un juego prohibido. Lo conocí un día que fui a la casa de corrección para pedir noticias acerca de una muchacha que tenían encerrada, desde hacía mucho tiempo; por ebriedad. Yo estaba al pie de la escalinata cuando el auto verde de la policía, tan grande como un camión de mudanzas, se detuvo delante de la puerta, y de aquel enorme coche descendió un chico, solo, como de doce años, con aire sombrío, enfurruñado, que subió la escalinata de a cuatro escalones, como un viejo conocido. A duras penas podían seguirlo los agentes e iba a desaparecer por la puerta cuando salió La Due, atrapó al chico por la solapa y se informó de lo que había ocurrido. ¿Lo que le había pasado? Robó una pluma y una goma en la escuela. Era un criminal. Reincidente, además. ¡Fíjese, una pluma y una goma! La Due entró en seguida en la oficina con el chico y salió llevándolo de la mano. Habíase ofrecido de garante suyo. Me lo contó riendo. Jamás encontré a nadie con quien fuese tan fácil entrar en conversación. «Venga conmigo —me propuso—, tengo que hacer en la prisión». Depositó al muchacho en un negocio cualquiera y me llevó hasta la calle Maxwell. Por el camino me obligó a que aceptase un paquetito de chocolate; sin duda que le era muy desagradable no regalar algo a cualquiera que lo acompañara. Sus bolsillos estaban siempre llenos de regalos; siempre estaba dispuesto a distribuir cigarrillos, paquetes de higos secos, libritos de poesías; una barra de lacre, pantallas de papel, en fin, lo que llevase encima. Al mismo tiempo reía y paseaba curiosamente a su alrededor sus miradas de comadre y gritaba: «¡Hola, Francisco!» de una acera a la otra y, al pasar, golpeaba amistosamente en la espalda a otro y lo llamaba por su nombre: «¡Enrique!». Un judío recién llegado de Kief, estaba preso en la calle Maxwell por haber falsificado unos papeles y protestaba por su inocencia. La Due le había procurado un abogado, al que debía encontrar en la prisión. Cuando llegamos todavía no estaba. Esperamos un poco en la sala de sesiones, pieza sombría y abovedada en la que reinaba un olor pestilencial. La Due iba y venía a pasos cortos, tarareando; se hubiera dicho que era el día de su cumpleaños. Un ruido terrible nos hizo bajar hasta la planta baja; acababan de traer, no sé por qué razón, una media docena de negros y negras, siluetas del infierno del Dante, entre las cuales se hallaban dos mujeres públicas y un viejo leproso que de rabia bailaba con un solo pie. La Due se mezcló en la discusión; al cabo de cinco minutos había calmado a la horda que gritaba y aullaba. Una de las furias, verdadera bruja atacada de bocio, chillonamente pintada, llegó hasta bromear con él, coqueteando con la sombrillita japonesa que mantenía abierta sobre su cabeza; aquella escena me ponía la carne de gallina. Salí un poco a la calle el vaivén de las gentes, autos y carritos, las basuras que el viento levantaba en torbellinos, los tristes edificios de ladrillo, los colores llamativos de los «affiches» y el cielo plomizo, todo aquello creaba uno de esos minutos en que ya no se comprende más la propia vida. Yo me decía: tal vez estoy en la luna; en una ciudad lunar con sus habitantes lunares; en un mundo de fantasmas y lemures que se desarrolla entre cráteres y desiertos de lava. De pronto vi a La Due delante de mí, con su cara radiante de día de fiesta; había partido en dos una naranja de California, grande como un coco, y me tendía la mitad. Había comprado una canasta llena; la banda de negros se había echado encima y los agentes los dejaban hacer, encogiéndose de hombros. Por fin llegó el abogado, y nos condujeron ante el judío preso; estaba sentado en cuclillas en una de las jaulas que componen aquella prisión semejante a una colección zoológica. Al vernos, estalló en sollozos. La Due se sentó a su lado en la tarima, le acarició afectuosamente la cabeza y le pidió que contara cómo había sucedido todo.
»El hombre se mostró como transformado; pintó su desgracia en una jerga apenas inteligible y parecía realmente víctima de una odiosa maquinación. La Due supo tranquilizarlo sobre las consecuencias del asunto. Lo curioso es que hubiera oído hablar de él y de otros cientos por los cuales no cesaba de interesarse. Poco a poco fui puesto al corriente sobre su género de vida; porque conmigo tomaba lecciones de alemán; todavía no sé si era realmente una manera de ayudarme o un verdadero deseo de instruirse. Nadie lo secundaba. Sólo él comprendía sus expediciones por los «slums» sin tener a nadie que lo aconsejara o guiase. Sus acciones se convertían evidentemente en bola de nieve. Apenas socorría al judío de la calle Maxwell por ejemplo, cuando seis israelitas emigrados se dirigían a él. Le interesaban particularmente los judíos y los negros. Lo que hacía, lo realizaba personalmente, después de haberse informado por sí mismo, de individuo a individuo. Ni a su alrededor ni detrás suyo había ningún representante de la Ayuda Social. No nadaba en la gran corriente de la alta filantropía. No se preocupaba para nada de saber de dónde venían los millones de dólares gastados en obras de caridad o en qué se los empleaba. Es probable que nunca reflexionase acerca de ello y que su manera de acudir en ayuda de sus semejantes fuera de una naturaleza diferente. Jamás se permitía juzgar a los demás, porque les tenía demasiada consideración, y sobre sí mismo se forjaba una opinión demasiado mediocre. Un día le dije que todas las obras de ayuda social no eran más que un dedal de leche en un hectólitro de tinta. Me miró entristecido. «¿De veras, lo cree?», me preguntó sacudiendo la cabeza con aire consternado. Estoy seguro de que no sentía gran estima por los bienhechores en gran escala pero había una mujer, enfermera visitadora de Hullhouse, fundadora de la ayuda a la juventud, a la cual veneraba de rodillas. Bastaba pronunciar su nombre para que se le llenaran los ojos de lágrimas. Un día llegó a casa en un estado de agitación extraordinario y me contó algo que había sucedido en la noche del día anterior. Un muchacho de catorce años, visiblemente presa de angustia y terror, había llegado a Hullhouse pidiendo hablar con la «miss» y cuando le respondieron que ella se había retirado ya a su cuarto, se echó al suelo, debatiéndose en una crisis de desesperación: «¡Quiero que venga la miss! ¡Quiero que venga la miss!». Entonces fueron en busca de la miss; ella conocía al muchacho, que era uno de sus protegidos. Una vez solo con ella, se puso de rodillas, suplicándole que lo salvase y ocultara; la policía lo buscaba, porque había matado al padre. ¿Por qué razón? Porque el padre, desde largos meses atrás, noche tras noche, con la inconsciencia de una máquina, maltrataba a la madre. Incapaz de soportar por más tiempo aquel horror, el muchacho le hundió un cuchillo de cocina en la espalda. Yo hubiera deseado estar allí para ver lo que sucedió en seguida; parece que no es posible hacerse una idea. La Due llegó a medianoche a Hullhouse, donde acostumbraba detenerse para recibir ciertos informes de inmediato supo el asunto de boca de la miss y fue él quien en seguida condujo al muchacho, perfectamente dócil ya, a la comisaría. Me describió la escena con su vivacidad meridional.
»La «miss» había escuchado al muchacho y después le aconsejó con dulzura pero con firmeza que se entregara y confesara su crimen. Se negó como una fiera, diciendo que él no había hecho mal, sino que sencillamente había suprimido a una bestia, que era mejor vivir en un mundo en que ya no estaba aquella bestia, y que su acto merecía una recompensa y no un castigo; pero la prisión no, mil veces no. Sus ojos echaban chispas y todo su ser ardía. Tenía el derecho de vivir y el derecho de alejar a aquel monstruo de la vecindad de los humanos; poco le importaba que fuese o no su padre, y si a alguien le importaba, ése no tenía un corazón en el pecho, ni sentido común, e ignoraba cómo aquel perro había martirizado a su madre, etcétera. La «miss» conocía el carácter testarudo del chico, que era uno de sus protegidos de mejores cualidades, pero impulsivo e indomable al extremo. Haciendo un llamamiento a toda su energía moral, ella lo llevo poco a poco a reconocer que no tenía derecho a suprimir una vida (yo no hago más que repetir lo que se me dijo; no es esa mi opinión; ¿por qué no cortar de la humanidad un miembro gangrenado? Pero lo que yo pienso poco importa). Ella le hizo ver que debía por sí mismo, por su honor, por su orgullo, aceptar la expiación de su falta; su acción no podía permanecer oculta, y qué vergüenza para él si, en lugar de proceder como un hombre honrado y valiente, dejaba que la policía lo descubriese, le probase su crimen y resultara haciendo el papel de cobarde y mentiroso ¿Acaso no podría ella tener confianza en él? Toda su argumentación se concentró en este punto: que ella no podría ya creer en él, lo cual hizo en el muchacho la impresión más profunda. Por fin consiguió ablandarlo y el chico se le echó al cuello.
»Su resistencia quedó rota. Pero durante horas y horas los argumentos y las refutaciones, ejemplos y confesiones, vacilaciones y repliegos sobre sí mismo, ruegos, exhortaciones y llamados a los sentimientos, se sucedieron de una y otra parte. Cuento esto para demostrarle cómo es de fuerte e indomable aquella raza, cómo se unen y cómo sus vidas están estrechamente ligadas. Lo que La Due hizo por el niño fue menos decisivo, aunque igualmente importante. Si la condena fue relativamente leve, el culpable lo debió a sus esfuerzos infatigables; había interesado a la prensa por el caso y pagó de su bolsillo al abogado más hábil. A medida que yo lo iba conociendo mejor, su personalidad se desprendía de su exterior modesto y yo veía a un hombre que, a pesar de su aire sin importancia, era el tipo simbólico de una raza; representaba en cierto modo al cristal que se ha formado en el seno de la materia bruta. Tal vez sus semejantes eran innumerables y, al conocer más a fondo aquellos sistemas poderosos, creció mi convicción de que, en efecto, no era sino una muestra de una muchedumbre; una muestra que la casualidad había colocado en mi camino. Esto conmovió mi orgullo de europeo como probablemente hubiera sido conmovido un griego del imperio de Alejandro si por casualidad se hubiese encontrado en las Galias con un dulce nazareno. ¡Ah, ah! ¡Un nazareno!… La Due no aportaba la palabra divina, el Evangelio; aportaba su bondad sencilla y cándida. He ahí todo; nada de principios de moral, nada de puritanismo, nada de «el que no está conmigo está contra mí». Es probable que no se detuviera mucho tiempo en reflexionar y tomaba las cosas, terribles o agradables, tal como se presentaban. Jamás murmuraba, nunca se encolerizaba; jamás se veía en él ni despecho ni mal humor. Si estaba extenuado de fatiga y alguna persona le preguntaba por su camino, no era raro que lo acompañase hasta su destino, entreteniéndola además con su alegre charla. Cuando Ethel Green, la estrella del cine, fue muerta a tiros por un enamorado celoso, no sintió más ni menos pena que cualquier modistilla, y acudió a saludar al féretro como lo hicieron millares de personas.
»Era eso precisamente; él era como todo el mundo y, sin embargo, en medio de la muchedumbre, era el hombre mágico, mágico a la manera de una lenteja. Imagínese, perdido en aquel estado monstruo, con ciudades, montañas y ríos monstruos, en aquel estado de una riqueza monstruo, de una miseria monstruo, de la actividad monstruo y de los crímenes monstruosos, que siente un miedo monstruo a la anarquía y a la revolución, al pequeño La Due, dulce y apacible… ¿cómo diría?… tipo de una nueva humanidad. Fantasmagórico. Uno no salía del asombro. Fue él quien me hizo comprender que aquel mundo no es más que una pasta en la que la levadura aún no levantó. «¡Ah! ¡Somos tan jóvenes!… —repetía con su entusiasmo inocente—. Somos de una juventud inaudita». Y es eso, justamente eso. Una época de preparación. Un horno del que deben salir los pueblos. Todo está aún en la confusión y por hacerse. Nada se ha enfriado. Un empuje del norte y del sur, del este y del oeste, hacia el centro.
»El mundo blanco y el mundo negro a los tirones; el negro, que se ha convertido en el acreedor de una deuda acrecentada por los años, avanza irresistiblemente, conquista los barrios de las ciudades e inunda las provincias. Detrás, la sombra amenazadora del Asia, y después, el verdadero adversario, del que depende el porvenir, la Rusia que se prepara para el duelo mundial, la Rusia del otro lado del planeta… ¿Qué tenía que hacer yo en medio de todo aquello con mis ideas de misión espiritual? ¿Adónde iría a parar yo, pobre europeo afligido por la creencia en el espíritu? A mi alrededor había materia, materia y siempre materia. Allí no podía ser cuestión de espíritu antes de un siglo. Frente a aquel cráter hirviente, Europa no es más que una tienda de antigüedades. Yo había llegado bastante lejos hacia el este, desde todos los puntos de vista, para poder volver sobre mis pasos con la conciencia tranquila. Sin que mi vida exterior o íntima tuviese nada que ver en ello, me sentía rechazado hacia mis orígenes. La regeneración de Jorge Warschauer se cumplía ineludiblemente. Yo me había familiarizado cada vez más con la vida de millones de emigrantes judíos: desde hacía muchos años, Hamilton La Due se sentía en el ghetto como en su casa. Sus mejores amigos eran judíos rusos. «¡Qué gentes admirables —exclamaba cada vez que tenía ocasión de cantar sus alabanzas—. Wonderful people!», y contaba historias sin fin de su orgullo, su desinterés y su agradecimiento. Se produce entre ellos un proceso histórico-psicológico, una fusión de elementos que, por la diversidad de la sangre, engendra en cierto sentido una nueva calidad de alma. Yo me interesaba por aquella existencia trágica. Rota y barrida por las catástrofes europeas, tiene, bajo una apariencia de letargia oriental, un ritmo vertiginoso. Yo frecuentaba sabios regatones y me sumergía en el estudio de nuestros viejos textos; entonces vi lo que me faltaba. Era imposible volverlo a atrapar. A partir de cierto día, me sentí viejo de golpe. Yo no había formado reservas y no tenía nada que dar a la época que veía levantarse. Por lo tanto, se trataba de ponerse a salvo; se trataba de descubrir un pequeño lugar donde estuviese a igual distancia de los dos focos de izquierda y de derecha donde el incendio estaba en su apogeo. No podía ser un Tusculum, sino cuando mucho un observatorio oculto al que yo llevaría un último tizón de la gran hoguera de los tiempos revueltos. ¿Qué tempestad apagará ese pobre tizón, la de la izquierda o la de la derecha, la del este o la del oeste? ¿Qué me dice, Mohl? Porque en el transcurso de los diez años durante los cuales me evadí de mí mismo para ir al encuentro del mundo, el mujik adormecido se ha movido allá y, en todo el espacio que limitan el río Vístula y el lago Baikal, el proletariado se sublevó; se pueden esperar grandes acontecimientos; las buenas gentes de aquí, que todavía están metidas hasta las orejas en sus tímidas tentativas, no sospechan lo que les espera; sueñan con heredar el knut y, mientras tanto, oyen en el gramófono gangoso el canto plañidero de una época que ya no existe más: el uchnemj… ¿Conoce usted eso, Mohl? Es el canto de los barqueros del Volga… un grito de alarma único en su género, y se sienten edificados por un canto religioso. ¿Nunca lo oyó?
Se puso de pie extendiendo los brazos en cruz, comenzó a caminar de un extremo al otro de la habitación con su paso de tambor mayor y a cantar con voz estentórea:
—Ei uchnemj… ei uchnemj… eschtsche razikj… etschteche daraj… ei uchnemj…
5
ETZEL también se había puesto de pie y permanecía inmóvil, aniquilado. La mejilla que había tenido apoyada en la mano le ardía y la otra estaba pálida. Puso los nudillos de sus dedos en la boca y se los mordió hasta hacerlos sangrar. El miedo y la mayor perplejidad se pintaban en sus miradas, «Dios mío —decíase mientras el corazón le latía con fuerza—, uno tiene la impresión de no ser todavía más que una criaturita. Dan ganas de taparse los oídos para no oír más y de desviar los ojos para no ver nada más. Este hombrón macizo y pesado lo aplasta a uno y lo mata; en él, todo sobrepasa la medida humana; es Polifemo jugando con bloques de roca. ¿Por dónde tomarlo, cómo volverlo a llevar a la única pregunta por la cual uno ha venido, por la cual uno ha aceptado todo esto, todas estas cosas de las que en su pequeñez uno no tenía ni la menor idea?». Etzel tenía la impresión de correr con una carretilla detrás de un tren expreso. Sus esperanzas habían caído hasta el cero. ¿Cómo sus pobres palabras se impondrían frente a aquella catarata oratoria? ¿Qué podían su ignorancia y sus dieciséis años contra aquel cerebro que abarcaba el mundo entero? ¿Qué importancia podía tener para éste, el detenido en su prisión, y los seis mil y no sé cuántos días, y las seis mil y no sé cuántas noches de cautividad sufridos injustamente? Otro día más y otra noche más; una noche además de ésta, ¿qué le importa?
Ha visto muchas otras, conoce horrores igualmente conmovedores, y todo ha pasado sobre él como el agua sobre el lomo de un pato; poco le importa la desgracia de uno o la falta de otro; él se ha construido un sistema de justicia en el cual el individuo no desempeña ya ningún papel, ad usum delphini probablemente. Ya se tocaba la meta. Tal vez una pregunta más y el misterio quedaría desvelado. Hubiera sido preciso gritar: «¡Un momento! ¿Qué quiso decir hablando de un deus ex machina?». Pero en lugar de eso, lo arrastra a uno bien lejos con su maldito problema Waremme-Warschauer, uno es el pato de la boda y tiene que estar mordiéndose los nudillos hasta hacerse sangre. Etzel hizo un llamamiento a todo su valor y, cuando Warschauer cesó de cantar, se le plantó delante y le dijo:
—Todo eso nos ha llevado lejos de Maurizius.
—Cierto, sapo abyecto —respondió Warschauer encolerizado—; ahórrame tus basuras viscosas.
—¡Oh!, me figuro muy bien que no querrá oír hablar más de eso —prosiguió Etzel exasperado—, pero nada impedirá al sapo croar, aun a riesgo de ser devorado por el buitre.
Warschauer se inclinó irónicamente:
—Bien respondió el sapito —dijo burlón.
Etzel estaba rojo; en sus labios apareció una sonrisa de desafío.
—Pero a usted eso le obsesiona sin cesar —dijo—. El juramento, piense en el juramento… puede ser que lo haya olvidado, pero no lo creo; porque hay ahí, ahí dentro, algo que no olvida.
Y tendía el índice hacia el pecho de Warschauer. Éste retrocedió un paso sin pronunciar ni una palabra.
—Sí —insistió Etzel arrebatado por un ataque de osadía—, a eso no se lo puede engañar; eso es lo que ha zarandeado por el mundo, lo que tiene usted que expiar, mientras el otro está allá preso, y el viejo y yo, sí, sí, por una falta del tamaño de un grano de mijo una carrada de sufrimiento, ¡sí, sí!
Había perdido todo dominio sobre sí mismo.
Warschauer apretó los labios, fue hacia la puerta sin decir nada y la abrió de par en par:
—Mohl —dijo fríamente—, lo echo y téngase por enterado. ¡Vamos, fuera!
Etzel palideció, vacilando. Warschauer echó una mirada al pasillo oscuro y se puso a cantar de nuevo Ei uchnemj, como si ya estuviese solo; se interrumpió en seguida y agregó con tono imperioso:
—¿Es para hoy o para mañana?…
—No tengo llave, no puedo salir —murmuró Etzel obstinadamente.
Warschauer sacó la llave del bolsillo y se la ofreció. Etzel la tomó y franqueó lentamente el umbral. Warschauer cerró la puerta de un golpe detrás de él. Mientras descendía la escalera a tientas, oía a través de la puerta como un estribillo irónico: ¡Ei uchnemj! Lágrimas de cólera y de desaliento velaron su vista.
La puerta estaba abierta. En ella el joven Paalzow conversaba en voz baja con un individuo de facha patibularia. Al ver a Etzel giró sobre sus talones y, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, echó al muchacho una mirada venenosa. Éste pasó sin hacerle caso.
—A ti, mi amiguito, yo quisiera encontrarte una tarde en un rincón del bosque —le gritó el hijo de Paalzow con tono amenazador.
—¿De veras? ¿Y qué necesidad tienes de un bosque para eso? —replicó Etzel por encima del hombro. Pero mientras se dirigía a su alojamiento, de pronto le faltaron las fuerzas y se acostó en la acera delante de la taberna. Tal vez una especie de miedo a los fantasmas no fuese ajeno al sentimiento que entonces experimentó y, según recordaba, por primera vez en su vida; en cada esquina creía ver al negro gigantesco que llegaba hacia él a la carrera, con los brazos tendidos hacia adelante y deslizándosele de la frente hasta la barbilla un hilo de sangre. Se acostó sobre el escalón de la puerta, pero no se sintió mejor; sus nervios estaban tensos como para romperse. Veía puentes de madera por los que desfilaban interminables convoyes de bueyes y le parecía oír millares de gargantas que aullaban dolorosamente el Ei uchnemj.
Veía al judío sollozar en su jaula de hierro y al parricida de once años clavar un cuchillo de cocina en la espalda de su padre. Veía a Hamilton La Due besar la llaga supurante de un leproso y, en el sótano, el cadáver del chino rodeado de sus amigos. Y siempre, en medio de las demás imágenes, se presentaba la del negro, con el rostro cortado por un hilo de sangre, huyendo con un terror mortal, y a los brutos lanzados en su persecución. «¡Oh, mamá, mamá!», suspiró como un niñito, mientras por fin se levantaba y dirigía titubeando hacia la calle de Anklam. No había para qué decir que estaba además extremadamente cansado. Cuando puso su reloj en la mesa junto a la cama, eran las cuatro y diez y el alba blanqueaba los vidrios. No necesitó encender la luz. Acostumbrado a espolvorear con polvo insecticida, antes de acostarse, las almohadas de tela roja y las sábanas ordinarias manchadas de sangre, lo hizo esta vez también. En seguida se sumió en un sueño pesado, como el de la embriaguez. Una rueda de fuego dentada como una sierra que girase a una velocidad loca, le trabajaba el pecho; era una pesadilla de su niñez que a veces se le presentaba; durmiendo, sabía que tenía fiebre. Unas chinches grandes como las cucarachas del cuarto de Warschauer, le corrían por la cara y el cuello. La señora Schneevogt trajo el desayuno, que dejó sobre la mesita; durmiendo, la vio; seguía durmiendo aunque su alma era incapaz de hallar el sueño. Le pareció que poco después la mujer volvía con la comida del mediodía; ella se llevó rezongando los platos que él no había tocado; la vio y la oyó en medio de su sueño lúcido. La rueda de fuego se puso a zumbar. «Si me corta en dos —pensaba—, Dios cometerá una injusticia. Es preciso que antes hable a mi madre… y el otro asunto… ha pasado un día más…». Al fin abrió los ojos y recobró los sentidos; la camisa empapada de sudor se le pegaba al cuerpo; sentía las piernas tan pesadas que no podía moverlas. «Enfermo —se dijo—; no faltaba sino esto. Ya van seis semanas que me atormento con este demonio y estoy tan adelantado como antes; nada, nada; ¿qué sucederá si caigo enfermo? No es posible que me enferme, porque perdería demasiado tiempo ¿Por qué Ana Jahn fue a Francia con él? Ahí hay algo. Él escamoteó este punto, el más misterioso de la historia. ¿Qué hacer ahora? Lo mejor es esperar que venga; no me moveré, tendrá remordimiento; vendrá y entonces podré hacer algo». Después tuvo una visión: su afiebrado cerebro le prestó una doble vista premonitoria de lo que iba a suceder más tarde y vio a Warschauer dando zancadas con su paso de tambor mayor en la habitación, en esta habitación donde se encontraba; luego… se puso a hablar del «caso».
Su clarividencia no llegó hasta ahí; su deseo no se atrevió a seguir revistiendo el aspecto de la realidad. ¿Por qué Etzel se estremece así?… Es una suerte que sea ya el mes de junio; uno puede prescindir del fuego.
La voz dura e hiriente de Melitta se dejó oír en la habitación contigua. Puso atención: «Es preciso que ellas no se den cuenta de que estoy enfermo —pensó—. ¿Quién sabe?; quizás me mandarán al hospital. Allí exigen documentos; me vería en un buen enredo. ¿Qué podrá ser esto? Un resfrío de garganta, me cuesta trabajo tragar; mañana habrá pasado».
Para no despertar sospechas si se daba el caso de que una de las Schneevogt entrase, tomó del estante clavado a la pared, junto a la cama, un volumen de Ghisels y lo abrió.
Entonces pudo percibir una voz dura e hiriente que decía al lado: «¡Qué injusticia, esto me subleva! Es como para escupir sobre la humanidad entera. Más valdría tomar una soga y colgarse del techo». El tabique era tan delgado y la puerta cerraba tan mal, que distinguió cada palabra y también los tímidos esfuerzos de la señora Schneevogt tratando de calmar a Melitta. En eso sonó el timbre del departamento; las dos mujeres salieron del cuarto y no se oyó más nada. «Es verdad lo que dijo —pensó Etzel, levantando al techo sus ojos dilatados y con el pensamiento abrumador de no haber hecho honor a sus obligaciones—; ¿cómo se puede soportar eso? Y todo el mundo sigue viviendo, tanto los que pretenden no poderlo, como los otros, y yo también. ¿Qué se hace de la justicia? ¿Existe acaso? ¿No es algo que uno imagina, así como las personas piadosas se imaginan un paraíso? Tal vez nuestra razón es incapaz de reconocerla y quizá exista fuera de las regiones accesibles a nuestro espíritu. Pero entonces nuestros actos no tendrían más que un valer provisional y nuestros progresos estarían desprovistos de sentido; sin embargo, es preciso, es necesario que haya compensaciones. Dieciocho años y nueve meses ahora. ¡Dios mío!, es necesario, es necesario, sin embargo…». ¿Qué es eso, Etzel? Tu alma de dieciocho años que se rebela, erige una ley de bronce; pero ¿qué poder sobre la tierra la sancionará? Cerró los ojos y Joshua Cooper, con un hilo de sangre que le corría desde la frente a la barbilla, se levantó ante él como una imagen del desaliento. Un escalofrío lo sacudió, tomó el libro que mantenía abierto en sus manos y en la página que tenía ante los ojos leyó estas líneas: «Sobre el vaso más lleno puede todavía flotar un pétalo de rosa, y sobre ese pétalo de flor diez mil ángeles pueden hallar un lugar». ¡Qué palabras! Aquello fue un rayo de luz.
Ya las conocía, pero antes jamás había podido penetrar en su sentido; ahora, después de todo por lo que había pasado, su sentido brillaba ante él como una estrella en el cielo. Es menester que vaya a ver al hombre que ha escrito esas líneas, y que vaya en seguida, al minuto. No hay que dudar ni reflexionar. Si en la tierra hay alguien que sea capaz de responder a la gran interrogación ése es el hombre que escribió eso. ¿Que tiene fiebre? ¡Ah, bah!; no es preciso detenerse en este detalle.
Son las cuatro de la tarde, es preciso una hora para ir hasta Westend y el momento no es malo para encontrar a alguien en su casa.
Tal vez tuviera la suerte de que Ghisels no estuviese de viaje y lo recibiera. A pesar de sus piernas flojas y sus dolores de garganta, Etzel se desliza de la cama, se lava la cara y el pecho, se viste y sale de la pieza y de la casa.
6
TOMÓ el ascensor para subir al cuarto piso de un inmueble aislado y tocó el timbre en una de las dos puertas. Después de una espera bastante prolongada, apareció un joven que tenía una fisonomía inteligente y agradable, con anteojos de carey. Había dejado varias puertas abiertas detrás de él y se oía un rumor de voces que conversaban con animación. En el perchero del vestíbulo había cinco o seis sombreros y también un abrigo de mujer. «¡Ay, ay! —se dijo Etzel con el corazón desfalleciente—, tienes mala suerte, amigo». El joven se informó de lo que deseaba.
—Quisiera hablar con el señor Ghisels —respondió Etzel, venciendo su timidez con gran trabajo.
Señor Ghisels; su boca se negaba a pronunciar esa palabra, porque el «señor» se le antojaba amanerado y estúpido.
El joven sonrió con un gesto que decía:
—Usted no es el único. —Y le preguntó su nombre.
Etzel respondió que se llamaba Andergast, Etzel Andergast, que había escrito al señor Melchor Ghisels seis meses antes, que había recibido una respuesta y que tal vez el señor Ghisels se acordase.
Por primera vez se daba, después de mucho tiempo, su verdadero nombre; no hay para qué decir que ni por un instante pensó en presentarse en aquel santuario con una careta sobre el rostro. De todos modos, no dejaba de ser raro encontrarse a sí mismo de pronto; tenía la impresión, no de hallar lo que era familiar, sino más bien de llevar un resplandeciente traje nuevo en el cual no se sentía del todo cómodo. El joven quiso saber si lo llevaba algún asunto especial. Etzel sacudió la cabeza.
—No es precisamente eso —replicó; se sentiría feliz de poder ver al señor Ghisels, de poder pasar una media hora con él y de respirar el mismo aire que él, eso le bastaría. («Mientes, eso no te bastaría», le replicó una voz interior). El joven sonrió nuevamente y miró al extraño visitante con interés.
—¿Quiere entrar aquí mientras espera? —dijo—. Voy a anunciarlo al señor Ghisels.
Etzel entró en el vestíbulo en tanto que el joven desaparecía. Las piernas le flaqueaban y la cabeza le daba vueltas; tomó una silla; a su alrededor todo era silencio y espera respetuosa. Temía no conducirse bien y le tenía miedo al momento decisivo. Si un escritor, es decir, uno de esos animadores, de esos pioneers del pensamiento tales como Ghisels, pudiese adivinar los sentimientos que hacen presa del alma de un adolescente que, después de un rudo combate interior, encuentra el valor de presentarse ante él, haría un llamamiento a todos los recursos de su genio, a todo su corazón también, para hallarse preparado para semejante encuentro. Pero son raros, extremadamente raros, aquellos que no saben no negarse así; tal vez no está dentro de las posibilidades de la naturaleza humana el permanecer tal como se es, en la hora en que uno crea. Sin duda, del sentimiento confuso de esta verdad venía en parte la angustia que experimentaba Etzel, angustia intelectual, si puede ser. ¿«Hasta qué punto —se preguntaba— su verdadera persona responderá a la imagen que de él me he formado? ¿En qué estado de espíritu dejaré esta casa después de haberlo visto, de haber oído su voz y de haber recibido sus palabras? ¿Qué hará, qué dirá, cuál será su mirada y su manera de hablar? ¿Qué deberá suceder para que conserve en mi vida el lugar que él ocupa?». A cada momento crecía en él la tentación de no aguardar el regreso del joven y escaparse tranquilamente; en ese caso nada se produciría y él conservaría su ídolo. Encontraba aquella espera mortalmente larga. Prestó atención y percibió el murmullo de una voz monótona; tenía el oído afinado por la fiebre y la excitación, hasta el punto de captar a través de dos puertas palabras aisladas. Alguien leía en voz alta. Evidentemente, el joven no podía anunciar a la inoportuna visita sino cuando se terminase la lectura. Sonó el timbre de la puerta de entrada. Pareció que nadie la había oído en el departamento. Volvió a sonar. Etzel se preguntó si debería ir a abrir y juzgó que nada lo autorizaba a hacerlo. En ese momento, una señora de treinta y ocho a cuarenta años entró en el vestíbulo por una puerta opuesta a la que diese paso al joven. Su actitud y su expresión revelaron a Etzel que era la dueña de casa; su rostro conservaba los rastros de una gran belleza, pero estaba ajado y fatigado. Nunca se le hubiera ocurrido a Etzel que una mujer pudiera habitar la casa; eso lo sorprendió y aumentó su turbación. La mujer se sobresaltó al verlo:
—¿No acaban de llamar? —preguntó.
—Sí, señora, dos veces —respondió Etzel y tuvo ganas de disculparse por estar allí esperando tontamente.
Ella abrió. Otra mujer estaba en la puerta, muy joven todavía, resplandeciente de juventud, muy linda, con los ojos chispeantes, la boca fresca e impertinente. Entonces sucedió algo extraño. Las dos mujeres, mudas, se midieron con una mirada hostil. La visitante pareció desagradablemente sorprendida al ver a la otra ante ella. Daba la impresión de que contaba con no encontrarla.
La dueña de casa se irguió ligeramente, se encogió de hombros, dejó oír una risita gutural y despreciativa, y cerró la puerta de un golpe. La brutalidad de aquel gesto tenía algo de espantoso en aquella mujer de aire temeroso y melancólico. Se quedó allí, con la cabeza baja. El chal de seda azul que llevaba sobre los hombros se había deslizado sin que ella se diera cuenta. Pareció olvidar durante algunos minutos todo lo que la rodeaba. Un dolor indecible se pintaba en su cara. Se hubiera dicho una estatua de piedra, imagen de la desesperación. De pronto tuvo un sobresalto y volvió con paso pesado al interior del departamento. No tuvo ni una mirada para Etzel. Éste se hacía pequeño en su asiento, molesto como si hubiese puesto las manos sobre una cosa ajena y atormentado todavía por otro pensamiento: el destino no respetaba esta casa más que a las demás, la vida hacía allí como en otras partes golpear sus olas turbias y el ser noble que había escrito aquello: «sobre el vaso más lleno puede todavía flotar un pétalo de rosa y sobre ese pétalo de flor diez mil ángeles pueden hallar un lugar», no estaba al abrigo de las miserias del siglo; las pasiones se desatan y las tristezas proyectaban su sombra a su alrededor. Ahora que el velo se había entreabierto ante los ojos de Etzel, aquel santuario de un gran sacerdote era en adelante el domicilio de un hombre como los demás y, del mismo modo que uno atraviesa un puente del cual se sabe que hay un pilar apolillado y poco seguro, aunque lo atraviesen pesados vehículos, él se sentía con el corazón apretado y el suelo cedía bajo sus pasos. Entretanto, reapareció el joven y le pidió amablemente que entrase.
7
LA casa de Melchor Ghisels era el refugio de todos aquellos que estaban atormentados, que luchaban, que aspiraban a un ideal, que tenían necesidad de consejos y el refugio de los náufragos de la vida y los extraviados. Se iba a él como a un médico célebre; con frecuencia su despacho estaba lleno del mediodía a medianoche. Allí se veían gentes de todas las edades, hombre y mujeres, literatos, artistas, actores, estudiantes, emigrantes y políticos, aunque sus amigos más íntimos y su esposa se veían obligados a veces a detener la afluencia de las visitas. Desde hacía varios años estaba muy delicado y no podía soportar ese cansancio. Todos estaban suspendidos de sus labios, le exponían los asuntos más delicados de sus vidas, y le presentaban sus casos de conciencia y sus dificultades personales; querían conocer su opinión sobre sus trabajos y lo arrastraban a interminables discusiones acerca de problemas referentes al arte, la religión o la filosofía, y era raro que finalmente su interlocutor no se inclinase ante una palabra autorizada salida de su boca. Entre aquellas personas había algunas a las que no conocía particularmente, por las cuales ni siquiera tenía simpatía y cuya derrota moral y dificultades materiales le ocupaban semanas y aun meses enteros. Esas personas desaparecían sin dejar rastros; por lo general, jamás volvía a oír hablar de ellas. No se sentía decepcionado por eso; no creía haber sido traicionado o engañado cuando alguien a quien había ayudado se substraía después a su influencia y hasta le pagaba con ingratitud. Esto también lo enriquecía. No porque adquiriese una mayor experiencia, sino porque su maravillosa intuición de la vida se veía todavía más aumentada, más profundizada; ello lo llevaba a la indulgencia, en cierta forma a la clemencia, y le daba tal comprensión de los hombres y de las cosas, que a veces se volvía incomprensible a fuerza de contradecirse a sí mismo para ponerse en el lugar de los otros. No tomaba en ello nada a la ligera, ni siquiera la nulidad pretenciosa del diletante; hasta su misma ironía era concienzuda. En cambio, todo lo que personalmente expresaba, tenía aquella facilidad que sólo da el perfecto dominio de todos los medios; conversar con Ghisels era una felicidad, precisamente a causa de aquella facilidad. Únicamente parecía querer librarse de la pesada riqueza que se difundía en sus palabras y que repartía quedando además agradecido por haberlo podido realizar. Uno no hacía otra cosa que recibir y era como si también actuase y fuese igualmente comprensivo espiritual, creador y experimentado; como él, toda su personalidad moral era un organismo perfectamente ajustado, dirigido por un principio interior único; su inteligencia y su alma no estaban separadas por ese abismo abierto e infranqueable que hace imposible el advenimiento de un solo gran hombre entre legiones de talentos prodigiosos. Esto le permitía atribuir un sentido a todo acontecimiento, a todo lo que le sucedía a cada uno, a toda obra, a todo destino, sentido nacido en su pensamiento, que su vida asimilaba y rendía fecundo, sobrepasando así al conocimiento estéril.
El hecho de que Etzel, sin experiencia, sin madurez de espíritu, casi un niño todavía, se hubiera sentido magnéticamente atraído, desde el despertar de su conciencia moral, por un hombre cuyo carácter y personalidad sólo se habían revelado a él por el disfraz de los libros, hace creer que en Ghisels había un magnetizador; no importa que se lo llame instinto o sensibilidad profunda. Lo cierto es que ese mismo instinto había aumentado su timidez y su inquietud a medida que cada paso lo aproximaba a aquel hombre venerado; la escena entre las dos mujeres no había hecho más que exteriorizar la duda que lo roía. Pero, después de todo, existía un solo hombre en la tierra, sin exceptuar al corazón más noble, al espíritu más amplio, que pudiese enseñarle lo que le era preciso aprender, aquello de lo cual era menester que estuviese seguro para encontrarle a la vida algún valor.
Entró en una gran habitación provista de hermosos muebles antiguos, y se encontró frente a Melchor Ghisels. Era un hombre de unos cincuenta años, estatura superior a la mediana, bien proporcionado y ademanes naturalmente elegantes y desenvueltos. Tenía el rostro afeitado y ojos muy hundidos, de mirada tranquila, penetrante, meditativa y buena, una boca fina extremadamente expresiva, cuyos labios permanecían estrecha y casi dolorosamente apretados cuando guardaba silencio; cuando hablaba, se hubiera dicho que la naturaleza, que hipertrofia en sus criaturas los órganos esenciales, habían modelado aquellos labios para formar palabras, palabras llenas de sentido, raras, a propósito para aquella boca. Las orejas carnosas, apartadas de la cabeza, hacían junto a aquel noble rostro una curiosa impresión, casi desagradable. Pero así como la boca estaba hecha para hablar, las orejas, anchas valvas rojas, parecían hechas para escuchar, para oír bien, justo y mucho.
Invitado a tomar asiento, Etzel se sentó discretamente y sin ruido, algo apartado de los otros visitantes. Las caras, que miró sin idea preconcebida, le agradaron casi todas; ninguna de ellas era vulgar o inexpresiva. Había cuatro jóvenes, un hombre de cabellos blancos y una joven que, cosa extraña, tenía los cabellos completamente blancos. Ghisels se contentó con nombrar al recién llegado, dispensándose de otro ceremonial cualquiera. De tiempo en tiempo lo rozaba con una mirada escrutadora, ligeramente sorprendida, levantando un poco las espesas cejas que limitaban su frente con sus dos burletes negros. La conversación iniciada proseguía. Etzel no oía más que la voz de Melchor Ghisels y tenía tan sólo la impresión vaga de un verbo castigado, de una elocución fácil, de una forma agradable, y oía solamente su voz, escuchándola con tanto fervor y avidez que se sobresaltaba imperceptiblemente cada vez que se callaba, espiando con impaciencia el momento en que, sonora y cubriendo a las demás voces como con un ala sombría se hacía oír de nuevo.
Entonces sentía un placer raro, una extraña liberación. Durante las largas semanas de sus deshilvanadas conversaciones con Warschauer-Waremme, Etzel se había habituado inconscientemente al órgano de éste, como uno puede acostumbrarse a una tortura cotidiana; había terminado por no poder percibir más que aquella voz; apenas si había hablado con alguna otra persona y se había olvidado del acento y el timbre de las palabras sinceras, de la vibración de las palabras que vienen del alma. Esta diferencia le era tan sensible como la que existe entre una moneda de oro y un pedazo de plomo que se deja caer sobre una piedra para descubrir su naturaleza.
—¿Está usted enfermo? —le preguntó de pronto Ghisels—. Lo noto muy pálido. ¿Puedo ofrecerle alguna cosa, un cordial?
Etzel sacudió la cabeza y dio las gracias; sus palabras tropezaron unas con otras. Sonrió y su sonrisa pareció gustar a Ghisels, que puso por un momento su mano en el hombro del muchacho, como diciéndole:
—Tenga un poco de paciencia, no lo dejaremos ir sin haberlo escuchado.
Los visitantes se despidieron, en efecto, muy pronto; la joven de cabellos blancos y el joven de anteojos de carey se quedaron todavía algunos minutos; Ghisels hablaba con ellos gravemente. Cuando por fin se marcharon, entró la dueña de casa e invitó con dulzura a Ghisels a que se recostara en el sofá; realmente, tenía aspecto de muy cansado. La mujer esperó a que se recostara; le envolvió las piernas con una manta de pelo de camello y le preguntó si no debía abrir la ventana. Tenía una manera rara de hablar, entreabriendo apenas los labios y los dientes; sus palabras y también su modo de andar, así como su mirada, traicionaban el esfuerzo y en cierta forma la costumbre del sufrimiento. De nuevo Etzel tuvo la impresión de estar envuelto en una nube de tristeza y de moverse sobre un terreno poco seguro.
—Espero que no lo molestaré —balbuceó.
—No tema —dijo Ghisels, y dirigiéndose a su mujer—: Sí, querida amiga, abre la ventana. ¡La tarde está tan hermosa!…
Ella abrió la ventana y salió sin hacer ruido.
—Mire —dijo Ghisels mostrándole el poniente.
Etzel volvió sus miradas hacia aquella dirección. Bajo las ventanas y hasta el horizonte se desplegaba la ola de un verde constituido por las copas de los pinos; la casa parecía ser la última o la primera de la ciudad. Por encima se tendía un cielo borra de vino en el cual, a intervalos regulares, corrían bandas de nubes purpúreas y doradas, semejantes a tizones ardiendo. Mientras Etzel, tieso por el esfuerzo, reunía sus ideas y se decidía a exponerlas vacilando, Ghisels no separaba sus ojos del espectáculo siniestro y grandioso.
En breves palabras, Etzel hizo alusión a sus relaciones con la obra de Ghisels. Para no parecer presuntuoso, dejó entrever que sus escritos habían tenido una influencia decisiva sobre su concepto de los grandes problemas de la vida. Pero no se había detenido en la reflexión especulativa, sino que había ido más lejos, porque aquellos libros justamente le habían hecho comprender que había que ir más allá. (Melchor Ghisels redobló su atención).
He aquí de qué se trataba. Su padre pertenecía a la alta magistratura. Ahora bien, entre su padre y él había nacido un sordo antagonismo que, desde un año atrás más o menos, había alcanzado un estado agudo. Le había sido cada vez más difícil adaptarse al modo de ver de su padre, a su manera de concebir la vida y a la idea petrificada que se había hecho del mundo. El padre era, por otra parte, un hombre de valía y de gran talento, recto, íntegro y un espíritu culto. Desde su niñez, muchos ecos de la vida pública de su padre habían llegado naturalmente a los oídos de Etzel, cosas graves, tan graves a veces que, poco a poco, hicieron nacer en él un malestar intolerable. Todo a su alrededor, la vida en la casa, el régimen, todo en fin, llegó a parecerle un desafío a la razón y a la naturaleza. No encontraba otra palabra para calificar la manera como su padre concebía el derecho y la justicia. ¡Qué sequedad! Era una tradición muerta, una ley sin alma (la palabra de Etzel se hizo de pronto fácil y ardiente). Hubo entre ellos explicaciones y las explicaciones trajeron la ruptura. Se refugió en casa de unos parientes; no pudo menos que sacudir el peso de sus relaciones, desprovistas por otra parte de toda sinceridad; mientras comía el pan de su padre, le parecía sufrir la dependencia paterna. Lo que ahora necesitaba era sólo asentar su espíritu, recogerse y hallar el medio de orientarse un poco. Uno lee, oye y ve muchas cosas conmovedoras y torturantes; cuando pensaba en el derecho y la justicia, tenía la impresión de una peste moral, de un obscurecimiento general. Pero si no se puede saber a qué atenerse sobre este punto con respecto a sí mismo en el mundo, es imposible para un joven dar bases firmes a su vida, y por eso se había decidido a solicitar los consejos y opiniones del señor Ghisels. ¡Qué muchacho raro! Aun allí, en cierto modo delante de su maestro, callaba los hechos que lo habían llevado ineludiblemente a obrar, así como los había callado ante Camilo Raff y Roberto Thielemann. Y igual que durante su conversación con éste, se atrincheraba detrás de la situación de su madre y daba como pretexto las relaciones con su padre. ¿Era por pudor del acto —ese acto del que con frecuencia se privan las personas nobles—, por temor de que se le suscitaran obstáculos, por falta de confianza en sí mismo o a causa del aspecto romántico que su empresa podía tener ante los ojos de una persona «de experiencia»? (Aunque desde hacía mucho tiempo ya no se le importaba nada, pero absolutamente nada, de la experiencia de las personas que la tienen y de quienes, estaba convencido, jamás Melchor Ghisels se erigiría en defensor, él a quien habían calificado de monumento levantado sobre una tumba). En fin, ¿sería por una especie de superstición, como si de su discreción dependiese el éxito, o bien aun a causa de la obsesionante visión del detenido en su prisión? Sea lo que fuere, ya por una o por otra de esas razones, o por todas ellas reunidas, un obstáculo más fuerte que su voluntad y que su resolución, más fuerte que la ilimitada confianza que tenía en Ghisels, le cerraba la boca. Éste lo había escuchado con creciente interés.
—¿Es usted muy joven? —preguntó indirectamente, porque Etzel le parecía todavía más joven de lo que era.
—Pronto tendré diecisiete años —le respondió Etzel.
Ghisels movió la cabeza.
—Muchos jóvenes de su edad comprometen desde ahora su propio porvenir —dijo juntando las manos detrás de la nuca—; yo seré el último en censurarlos. La hora presente no nos ofrece gran cosa, pero anticiparse presenta inmensos peligros. Esto me hace pensar siempre un poco en los casamientos de niños en la India; a los veinte años ya no son más que ruinas.
Se calló un momento, y luego prosiguió a la ventura:
—Usted me hace el efecto de estar conmovido por un acontecimiento capital.
Etzel se ruborizó hasta las orejas.
—¡Caramba! —se dijo sorprendido y aterrado—, he aquí uno que sabe leer en los demás, o yo no me entiendo.
Pero Ghisels, con un ademán, pareció suplicar al joven que no viera en su indicación una curiosidad indiscreta o un ensayo de presión.
—Dejemos eso, que no tiene importancia. Lo que lo trae no es nuevo para mí. ¡Vaya! Es una crisis que ya no se contenta con remover superficialmente el agua de un estanque. Hace todavía algunos años uno se podía consolar y decirse: éste es un caso aislado, aquél es otro; y entonces uno puede tomar su partido, porque se puede hacer eso cuando sólo se trata de casos aislados, pero hoy la conmoción amenaza la obra entera que hemos tardado dos mil años en edificar. Un deseo de destrucción, profundo y mórbido, se manifiesta en las filas de aquellos que vibran ante los grandes problemas. Si esto no se puede remediar (y temo que sea demasiado tarde), habrá que esperar que dentro de cincuenta años ocurra un cataclismo espantoso, que sobrepasará en horror a todas las guerras y a todas las revoluciones que hemos visto hasta ahora. Es extraño que la destrucción emane con frecuencia de aquellos mismos que se creen guardianes de los bienes considerados como los más sagrados. Está claro que otro tanto pasa en su caso, en su desacuerdo con su padre. Yo he hablado de eso repetidas veces con mis amigos. La mayoría hacían responsable a la política, lo que hoy llamamos política, chancro roedor, que destruye todo lo que une a los hombres. ¡Oh!, lo he observado a menudo. Puedo también servirme de otra comparación. Es un brasero en el cual el corazón de nuestra juventud se endurece y se conmueve como una escoria.
Etzel, con las palmas juntas entre las rodillas, se inclinó hacia adelante y respondió vivamente:
—Comprendo, usted habla de la política en resumen como disciplina social…
Ghisels sonrió.
—Sí, de una disciplina social mal entendida, o de una disciplina social que falta. De todo aquello que tiende a establecer un orden que se basa en la violencia…
—Ciertamente. Yo lo he sentido siempre y por eso jamás pude plegarme a ello. Siempre le preguntan a uno cuáles son sus opiniones. Y con tal de que uno tenga las opiniones deseadas, se puede obrar como un canalla. No sé si yo puedo decir «nosotros». Preferiría no hacerlo. Un día vi representar un drama moderno, en el que en la escena un estudiante secundario decía durante toda la función: nosotros… nosotros… nosotros reclamamos esto… nosotros pensamos aquello… nosotros seguimos tal o cual camino. Era perfectamente ridículo.
—En efecto —interrumpió Ghisels con una amable ironía—, se ha tomado esa costumbre como si el mérito supremo consistiera en tener veinte años, y es un juicio anormal que nosotros, los hombres de cuarenta a cincuenta años, hemos contribuido a difundir. Y sin embargo, un mismo espíritu se encuentra en todos, porque todos llevan en el corazón la misma desesperación. Pero usted quería decir todavía algo más…
—No, nada más que lo que acabo de decir —replicó Etzel, a quien invadía una verdadera embriaguez; sus facciones se animaban y su rostro se coloreaba; ya no sentía más fiebre ni dolor—. Yo deseaba solamente decir que nos es imposible no sentir desesperación cuando vemos burlada la justicia. ¿Acaso no reposa todo sobre ella? Uno lee en los libros antiguos que los soldados lloraban cuando la bandera del regimiento era deshonrada. ¿Y nosotros, que haremos entonces si la única bandera hacia la cual elevamos nuestros ojos es mancillada a diario y precisamente por los mismos abanderados? La justicia, según me parece, es el corazón palpitante del mundo. Dígame, ¿es verdad eso, sí o no?
—Es verdad, mi querido amigo —afirmó Ghisels—. La justicia y el amor estaban en su origen unidos por lazos fraternales. En nuestra civilización, no son ni parientes lejanos. Se puede dar a este estado de cosas muchas explicaciones sin explicar absolutamente nada. No tenemos pueblo, un pueblo que constituya el cuerpo de la nación y, por consiguiente, lo que llaman democracia se reduce a una colectividad amorfa que no puede organizarse ni elevarse razonablemente, y que ahoga todo idealismo. Tal vez nos hiciera falta un César. Pero ¿de dónde vendrá? Hay que temer al caos, único que puede hacerlo surgir. En este momento, lo mejor que pueden hacer los mejores, es comentar el temblor de la tierra. El resto no es más que… ¡esto! —Y sopló el dorso de su mano, como para echar lejos una leve pelusa—. Yo quisiera decirle tan sólo una cosa más —prosiguió—; reflexione un poco, y tal vez eso le haga dar un paso adelante. Piense que no podemos avanzar sino lentamente, lentamente, paso a paso, y que entre cada paso y el siguiente hay toda la debilidad, todas las faltas, todos los errores, nobles errores a veces, de que nos hacemos culpables. No es una doctrina salvadora, ni una verdad poderosa lo que yo le doy con esto, como ya le decía, sino una indicación, un ligero socorro. Lo que quiero decir; es que el mal y el bien no se determinan en las relaciones de los hombres entre sí, sino únicamente en las relaciones del hombre consigo mismo. ¿Comprende?
—Sí, comprendo —respondió Etzel bajando la vista—; pero… no me tome por un tonto… es preciso que yo le diga… es un simple ejemplo… Si mi amigo o el padre de mi amigo… o bien alguien muy allegado a mí, o si quiere alguien no allegado a mí, si ese alguien se halla injustamente preso y yo… ¿qué debo hacer, entonces?… ¿De qué utilidad me serán ahí las relaciones conmigo mismo? Yo no puedo entonces exigir sino una cosa: el derecho, la justicia. ¿Debo dejarlo languidecer en la cárcel? ¿Debo olvidarlo? ¿Debo decir: acaso eso es asunto mío? ¿Qué debo hacer? ¿Qué es la justicia, si yo no llego a hacerla triunfar, yo, Etzel Andergast?
Involuntariamente se había puesto de pie y clavaba sus ojos en los de Ghisels como si exigiese de él, y en el momento, derecho y justicia. Ghisels, siempre recostado, se irguió en el sofá. Por un instante sostuvo la mirada del joven, luego volvió los ojos al cielo ya apagado y, en voz baja, dijo abriendo los brazos:
—No tengo nada más que responder que esto: perdóneme, pero no soy más que un hombre, un débil junco.
Durante un instante su rostro tuvo la expresión torturada del Cristo en la cruz de Matías Grünewald. Entonces Etzel inclinó la cabeza, como si hubiera recibido un fuerte golpe. Comprendió en un destello la grandeza de la respuesta y también el renunciamiento infinito que contenía. Y su corazón oprimido notó de pronto otra cosa más: los diez mil ángeles sobre el pétalo de rosa no eran más que una metáfora, una imagen poética, un bello símbolo misterioso, ¡nada más!, no, nada más…
La puerta de la habitación vecina se abrió y en el rectángulo de luz apareció la silueta sombría de la dueña de casa.
—Es hora de ir a la mesa, Ghisels —dijo con su voz blanca y cascada.
Melchor Ghisels se levantó penosamente, como lo hacen todos los que sufren; tendió la mano a Etzel y se la estrechó con una emoción casi dolorosa. Poco faltó para que Etzel le besara la mano. Ya abajo, en la calle, hizo señas a un taxi que pasaba y se dejó caer en él, casi sin conocimiento, hasta que el coche se detuvo en la esquina de su casa.