El interior de una cloaca
El sonido de la tapa de alcantarilla chocando contra el suelo me sacó del ensimismamiento. Fue un golpazo seco y metálico que provocó que varios pájaros echaran a volar desde la rama de un árbol cercano, generando un pequeño manto celeste de colores marrones y blancos. Los rastrojos amarillentos del descampado se clavaban en mis pies descalzos. Me había quitado las zapatillas para enfundarme en unas pesadas botas negras que llegaban hasta mis rodillas. Era un calzado especial para descender hasta el subsuelo de Sabadell. Antes me había colocado un traje blanco de protección junto a un casco con una linterna frontal para poder vislumbrar en la penumbra de las galerías.
Nos acompañaba un equipo de trabajadores de los pozos que conocían los recorridos al milímetro. Frente a mí se encontraba la entrada: una boca redonda sobre la que habían colocado un sencillo mecanismo de polea para asegurar el descenso a través de un arnés. «Aunque parece simple, hay gente que ha tropezado por la escalerilla de mano, incluso quien se ha agobiado a mitad de camino porque el túnel es bastante estrecho y ha pedido que lo suban», me había explicado uno de los trabajadores minutos antes.
Me coloqué los guantes y enganché el mosquetón a mi cinturón para después sentarme en el suelo e iniciar el descenso. Puse un pie en el saliente metálico de la pared y después hice lo mismo con la mano. Continué bajando, con un movimiento casi robótico: mano izquierda, pie izquierdo, mano derecha, pie derecho… Así, al cabo de unos minutos, llegué al fondo del túnel. Un lugar oscuro atravesado por una pequeña corriente de agua sucia. El ambiente denso de la cloaca dificultaba la respiración durante los primeros minutos, hasta que uno acababa acostumbrándose al sofocante calor de los corredores. A lo lejos se escuchaba el golpeteo de una cascada desde el interior de un minúsculo recoveco preparado especialmente para la recepción de aguas fecales.
Comenzamos a caminar por la estrecha senda de hormigón. Por las paredes correteaban pequeñas cucarachas y arañas de patas largas, quizá extrañadas y con actitud revolucionada ante nuestra presencia. De vez en cuando el sonido del agua cayendo desde lo alto se hacía audible en la lejanía mientras nuestros pasos reverberaban por el angosto corredor.
Había descendido allí para conocer el germen de una historia bizarra como pocas. Precisamente, en esas mismas galerías, había surgido un extraño ser que mantuvo en vilo durante meses a toda la localidad de Sabadell. Algunos llegaron a decir que los subterráneos de la ciudad podrían estar plagados de esas criaturas y los más mayores llegaron a contar que algunas habían salido desde el interior de sus retretes. Miedo, inseguridad y alguna sonrisa incrédula se dieron la mano durante las semanas en que aquel «bicho», como lo llamaron, copó las portadas de los diarios locales y nacionales.
Treinta años después no parecía existir nada anómalo en el interior de las cloacas. Pero, desde allí, bajo la ciudad industrial, entre aguas residuales e insectos de diversos tamaños, parecía mucho más fácil creer en la existencia del bicho de la calle Brutau…