Noche de transistores
Aquella noche de sábado íbamos a realizar una conexión en directo con el programa de radio Milenio 3, de Cadena SER. Pero lo que iba a ser una pequeña conexión para avanzar un poco del caso acabaría convirtiéndose en un programa de tres horas dedicado al caso de Miranda de Ebro.
Durante la retransmisión, Leticia volvió a sangrar, esta vez por su antebrazo y también por su pecho. Parecía como, si en momentos de nerviosismo o estrés —el producido por una retransmisión en directo—, fuera más fácil que se produjera el fenómeno.
Eran las 2 de la madrugada cuando Iker Jiménez, desde el estudio, propuso que nos quedáramos solos Leticia y yo en el interior del inmueble. Habíamos colocado dos detectores de movimiento que producirían un peculiar sonido en caso de que algo circulara por su entorno. Emplazamos uno en la cocina, por ser el lugar en que se habían abierto los muebles, y otro en el dormitorio, el otro punto de la casa donde los testigos sentían más intranquilidad. Para evitar que la luz pudiera hacerlos saltar, bajamos todas las persianas y cerramos las puertas.
Nos encontrábamos entonces en el salón, ante la única luz de la mesita de noche, esperando a que el equipo de radio nos diera paso tras los servicios informativos, cuando un sonido nos aceleró el pulso por completo. Era la estridente melodía de uno de los detectores, que llegaba con fuerza desde la cocina.
Leticia y yo nos miramos con los ojos como platos. Inmediatamente cogió el teléfono.
—Alberto, acaba de saltar el detector de la cocina… —dijo con la piel literalmente de gallina.
—Cálmate —le dije, tratando de serenarla mientras fingía aplomo—. Vamos a la cocina a ver qué lo ha podido hacer saltar.
—Javi, no. Yo no me muevo de aquí —respondió temblorosa.
En el pasillo reinaba la oscuridad y el silencio. Sólo fueron unos metros hasta llegar a la cocina, pero se hicieron eternos. Giré el pomo y pulsé el interruptor de la luz, que llegó parpadeando azulada. Leticia había decidido acompañarme, sin separarse un metro de mí. Apagué el sensor de movimiento mientras buscaba la posible causa que habría accionado el aparato. Fue entonces cuando un nuevo sonido estuvo a punto de producirnos un paro cardíaco. Era el detector del dormitorio, que rompía escandaloso el silencio desde el final del pasillo. «¡Yo me voy de aquí!», gritó Leticia.
Con el vello de punta y el corazón en un puño eché a correr hacia la habitación. Encendí rápidamente la luz, creyendo que en ese instante algo me tocaría el brazo desde la oscuridad. Pero no ocurrió nada, salvo que la máquina siguió sonando. «Javi, me voy de aquí», determinó la mujer, inmóvil, desde la puerta de la cocina.
La situación estaba poniéndose tensa por momentos, por lo que decidimos hacer una última prueba: quedarme completamente solo en la casa, mientras Leticia se marchaba a la calle, donde la aguardaba el resto del grupo.
Cerré con llave por dentro, y coloqué de nuevo los sensores de movimiento. Iker me pidió que apagara las luces y dejara grabando las cámaras de visión nocturna. Durante unos minutos, el visor verdoso de la cámara fue mi única vista. Las sombras parecían cobrar vida a través de la pantalla. Cuando me encontraba en el interior del baño, observando una nueva mancha de sangre que acababa de descubrir en la pared, el sonido de un detector volvió a dejarme paralizado. Esta vez procedía del salón, pero sentí la necesidad de correr en dirección opuesta. El nerviosismo hizo que la casa en tinieblas me produjera opresión y desasosiego.
Pasados unos segundos acudí hasta allí guiándome por la pantalla de la cámara. Pero no había nada ni nadie, ningún movimiento anómalo en el interior. Sentí como si alguien me estuviera tomando el pelo.
Minutos después encendí la luz y apagué las cámaras. Llamé a Leticia y al grupo de compañeros para que subieran cuanto antes. No estaba dispuesto a pasar solo más tiempo en el interior de aquel domicilio.