Morir de miedo
La prensa del momento se revolucionó ante aquella noticia dedicando páginas y titulares tan impactantes como: «Aparecen numerosos cadáveres momificados»,[18] «Se descubre una mazmorra llena de esqueletos»[19] o «Realidad y leyenda de las extrañas momias halladas en una lóbrega mazmorra».[20] Algunos llegaron a declarar que aquel hombre había entrado en la antesala del mismísimo infierno.[21]
Las fotografías mostraban lo insólito del descubrimiento. Había en concreto cinco momias especialmente extrañas. Una de ellas se encontraba amamantando a su bebé, también momificado. Este último acabó convirtiéndose en polvo cuando era trasladado al exterior de la mazmorra. Había otra sin piernas y otra, acaso la más emblemática, tenía los brazos cruzados frente al estómago y la cabeza alzada al cielo, como si hubiera sido paralizada en un momento de máxima agonía.
Los medios se preguntaban por el origen del osario y diversos periodistas, como Juan G. Olmedilla, acudieron hasta el lugar de los hechos para preguntar directamente al descubridor: «Aquí hay de todo: muertos de ataúd y muertos de martirio. Vamos, echados vivos»,[22] declaró el mismo.
De hecho, por las posturas y otros signos de violencia, todo hacía pensar que aquellas personas habían sido torturadas y emparedadas en vida. Por ejemplo, una tenía los pies atados con una soga, mientras otra llevaba la pierna envuelta en un improvisado vendaje que le cubría una gran herida. Por no hablar de la mujer que, en un último momento de agonía, había fallecido amamantando a su hijo, protegiéndolo aún con sus brazos; ¿en qué enterramiento común se encuentra una imagen así? Días después surgieron las primeras hipótesis y, como el lugar había sido un convento franciscano y había tenido estrecha relación con la iglesia desde su construcción, no tardó en surgir la teoría de que aquellos cuerpos habían sido víctimas de la inquisición. El cronista conquense Juan Giménez de Aguilar definió a la perfección la incertidumbre de la época: «Luego fueron definiéndose las opiniones; de quien veía en las violentas contorsiones de las momias la acción del fuego en los cuerpos de las víctimas de la Inquisición; de quien miraba las ligaduras que sujetaban los miembros del enterrado vivo en la mazmorra señorial; de quien ha percibido señales de heridas que hacen pensar en luchas heroicas por la Independencia, por la Libertad y otros altos ideales…».[23] Otros medios, sin embargo, seguían empeñados en afirmar que se trataba de un osario común.
Meses después de haberse formado tal revuelo, noticias como la firma del pacto de San Sebastián o la alarmante erupción del volcán Strómboli en Italia acabaron relegando a un segundo plano aquella historia, más propia de la gran pantalla que de un sencillo barrio conquense.
Pero entonces ocurrió algo que volvió a llamar la atención de los medios. Por si faltaban pocos ingredientes, Víctor Pérez Pobes falleció en extrañas circunstancias. No había transcurrido un año del hallazgo, por lo que la posible relación entre éste y su óbito no parecía demasiado disparatada. Fue así como esta historia, siempre rodeada por el amargo hálito de la muerte, fue tildada como maldita. Se habló entonces de una maldición semejante a la sufrida por Howard Carter y todo su equipo tras el descubrimiento de Tutankamón.
Aquella historia había sido bastante jugosa para los medios de la época que la dotaron de un carácter que casi rozaba lo cinematográfico. Pero ¿cuánto de verdad y cuánto de leyenda habría en todo aquello? Tenía que contrastar el dato y no parecía nada fácil conseguirlo ochenta años después. ¿Podría encontrar a algún descendiente de Víctor Pérez? Lo cierto es que el hecho de disponer de su nombre, de una guía de Páginas Blancas y de toda una tarde libre facilitaron bastante la labor. Al cabo de varias llamadas conseguí dar con alguien apellidado Pérez, que no era familiar del Víctor que yo andaba buscando, pero sí regentaba un restaurante bastante frecuentado por mi objetivo principal en aquella investigación. Prometió devolverme la llamada una vez hubiera pedido permiso a dicha persona ante mi sorpresa y desconcierto.
Días después, cuando ya pensaba que me habían tomado el pelo, mi teléfono sonó con fuerza mientras caminaba por la calle Alcalá de Madrid.
—¿Javier Pérez? —preguntó una voz desconocida al otro lado de la línea.
—El mismo —contesté intrigado.
—Soy Víctor Pérez.
Entonces algo impactó con fuerza en mi interior.
—¿Javier?
—¡Disculpa! Víctor Pérez… ¿Familiar de Pérez Pobes?
—Así es. Su nieto, más exactamente.
—No me lo puedo creer… Llevo semanas investigando sobre las momias que descubrió su abuelo en Cuenca y hablar con usted es como encontrar el último eslabón de esta historia.
—¡No me digas! Pensé que ya nadie se acordaba de aquello excepto nosotros —dijo con cierta nostalgia.
Tras una larga conversación, acordamos vernos en Cuenca unos días después para poder hablar sobre su abuelo y conocer más detalles sobre su muerte en extrañas circunstancias.
El otoño esparcía ya sus tentáculos por las empinadas y pedregosas calles de Cuenca, donde el trasiego habitual de la semana hacía que los transeúntes caminaran con acostumbrada prisa. Frente a mí se extendía entonces la plaza mayor, el punto de encuentro con un hombre que se había convertido en parte involuntaria de una historia mítica de la España más añeja y olvidada.
Sabía que no podría reconocerlo si no fuera escuchando su voz, pero pronto alguien se me acercó y me tocó la espalda. Víctor Pérez, de unos 50 años, me tendió su mano mientras oteaba a través de sus gafas con ojos curiosos. Le honraba especialmente el hecho de que, pese a estar pasando por un momento delicado, había accedido a charlar conmigo unos minutos acerca de aquella historia que había escuchado desde su más tierna infancia.
—Mis padres siempre me contaban aquello y mis abuelos igual. Impactó a toda la familia —me dijo Víctor, mientras nos acomodábamos en la terraza de una céntrica cafetería.
—¿Se sentían orgullosos del descubrimiento o tampoco le dieron demasiada importancia?
—Pues es algo que causó la muerte de mi abuelo, así que fíjate si le dieron importancia…
—¿Tú crees que la muerte de tu abuelo está relacionada con lo que descubrió?
—Hombre, y tan convencido. De hecho, los médicos dijeron que la muerte había sido bien extraña. ¡Fue una muerte causada por el miedo que cogió al ver las momias!
—¿Pero os ofrecieron algún diagnóstico? —pregunté cada vez más intrigado.
—Claro. Cuando mi abuelo descubrió aquellos cuerpos se llevó un susto tremendo. Parece ser que de aquello se le formó una burbuja de aire en el corazón, que acabó matándolo poco después. Fue un disgusto enorme, nadie se lo esperaba…
—¿Sabían en la familia que el susto había sido tan grande?
—Sabían que Víctor lo pasó mal, no sólo con el descubrimiento, sino también tiempo después. De hecho, él se quejaba de que le dolía el pecho, de no tener fuerza… Pero nadie esperaba que aquello pudiera ocurrir. Fue un disgusto enorme para todos.