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Oí hablar por primera vez de José Aldo en 2008, cuando empezó a hacerse un nombre en la ya extinta WEC. Entonces solo tenía veintiún años, pero ya lo estaban señalando como un futuro campeón del mundo, y era fácil ver por qué. En 2015 era, kilo por kilo, el mejor luchador del mundo, y posiblemente el campeón más difícil de derrotar de la UFC. Solo había sido derrotado una vez en su carrera, cuando era un novato de diecinueve años.
Así que fue un gran acontecimiento que, como parte de la gira promocional de UFC 189, José Aldo viniera a Dublín. Era uno de los grandes de las artes marciales mixtas modernas, un icono, y venía a mi ciudad para promocionar un combate por el título mundial contra uno de mis luchadores. Con la ventaja que da la mirada retrospectiva, ahora puedo apreciar lo importante que fue, pero en su momento no me llamó mucho la atención. Entonces era solo el siguiente contrincante, el último obstáculo entre Conor y la cumbre.
A diferencia de algunos de los adversarios anteriores de Aldo, nosotros no cometimos el error de ponerlo en un pedestal. Otra razón de que no me entusiasmara la presencia de Aldo en Dublín para el tramo irlandés de la gira promocional de UFC 189 era que no estaba seguro de que el combate fuera a tener lugar en la fecha prevista. Habían pasado un par de días desde que Conor se lesionara la rodilla entrenándose con Rory MacDonald en Canadá. Todavía no sabíamos con seguridad hasta qué punto era grave la lesión. Había hablado con Conor por teléfono, y la mala noticia era que la rodilla le dolía y estaba hinchada. La buena noticia era que estaba seguro de que no era tan grave como la rotura del ligamento cruzado anterior que había sufrido ante Max Holloway en agosto de 2013. Pero yo no estaba convencido. Si la lesión era verdaderamente grave, era muy propio de Conor negarse a reconocerlo.
Conor no le habló a nadie de la lesión hasta que volvió a Dublín. En cuanto se quitara de encima las obligaciones con los medios, podríamos decidir qué hacer.
Según la UFC, más de 70 000 aficionados habían solicitado entradas para asistir a la conferencia de prensa —la última de la gira de promoción— con José Aldo y Conor McGregor en el Convention Centre de Dublín, la tarde del 31 de marzo de 2015. Por desgracia, el local solo tenía capacidad para 3000, así que había muchos fans decepcionados. Desde luego, los afortunados que lograron entrar en el edificio parecían estar disfrutando de la ocasión. Conor fue recibido como a un héroe, y Aldo tuvo una acogida sumamente hostil. Yo lo vi todo por televisión en el gimnasio. Aldo parecía haber llegado al punto de fractura y Conor dio un último empujón con sus travesuras, que incluyeron quitarle otra vez el cinturón. No pude evitar pensar que había gente viendo aquello en todo el mundo, y que ninguno de ellos sospechaba que la pelea que aquellos hombres estaban promocionando podía no tener lugar por culpa de la rodilla de Conor. Al mismo tiempo, me tranquilizó ver que podía saltar por el escenario como un maniaco.
—La verdad, creo que está bien —me dijo Conor cuando por fin nos vimos.
Yo insistía en que se hiciera un escáner para descubrir exactamente cuál era el problema, pero él se negaba.
—Deja que te lo explique —dijo—. No creo que esto necesite cirugía. Puedo pasarme sin eso.
Dado que iba a comenzar el entrenamiento para la pelea más importante de su vida, Conor quería evitar ser operado. Operarse habría obligado a aplazar el combate inmediatamente, y él estaba convencido de que aquello no era necesario.
Para entonces, Conor le había hablado de la lesión a Dana White, que le recomendó acudir a una clínica alemana especializada en terapia con células madre. Dana padecía la enfermedad de Ménière y había recibido tratamiento con células madre en aquella misma clínica, y le había parecido muy eficaz. Conor siguió su consejo. Voló directamente a Alemania y le pusieron inyecciones de células madre en la rodilla. A los pocos días, estaba de vuelta en el gimnasio.
—Me siento bien —insistía—. No está perfecta, pero se pondrá mejor en las próximas semanas de entrenamiento. Vamos a por ello. Estoy preparado.
Así estaban las cosas. Íbamos a toda máquina hacia la mayor pelea de la historia de la UFC a pesar de una lesión de rodilla cuya gravedad no estaba clara. Yo seguía queriendo que Conor se hiciera un escáner. Si teníamos que aplazar el combate unos pocos meses, qué se le iba a hacer. Pero él se mantuvo firme. No había manera de convencerlo. Lo único que pude hacer fue aceptar su palabra y dedicarme a la tarea de prepararlo adecuadamente.
Conor hizo mucha terapia física y después se inyectó más células madre en una clínica de Los Ángeles. Observándolo en los entrenamientos, empecé a estar de acuerdo con su afirmación de que podía seguir adelante sin cirugía. Lo que necesitaba era reposo, pero no teníamos tiempo para eso con una pelea por el título mundial en el horizonte. Conor era capaz de entrenar duro, pero su movilidad estaba reducida, y eso significaba que su gran variedad de golpes estaba limitada y que no podía luchar cuerpo a cuerpo. A mí me parecía relativamente bien. Cuando se anunció la pelea con Aldo, escribí en mi columna de The42.ie que creía que Conor ganaría antes de terminar el tercero de los cinco asaltos previstos. Era una predicción modesta: podía imaginarme perfectamente a Conor liquidando aquello en el primer asalto. Le consideraba capaz de conseguir un KO muy pronto, y entonces la lucha libre no iba a tener tiempo de entrar en la ecuación. Mi fe en la capacidad de Conor me daba la paz mental para pensar que podíamos salir adelante a pesar de la lesión.
La situación me recordaba una cosa que le dijo el excampeón mundial de boxeo Steve Collins a uno de mis chicos cuando visitó el gimnasio: «Prefiero estar al 75 por ciento físicamente y al cien por cien mentalmente que estar al cien por cien físicamente y al 75 mentalmente».
Y, desde luego, aquello se podía aplicar a Conor, porque no cabía duda de que su preparación psicológica era impecable. No había en su mente ninguna duda sobre seguir adelante, así que lo mejor que yo podía hacer como entrenador era apoyarlo plenamente. Pero mentiría si dijera que no estaba preocupado. Mientras nos preparábamos para iniciar la preparación, yo no tenía ni idea de cómo se desarrollarían las cosas.
Como aquella era nuestra primera pelea por un título mundial, no queríamos dejar piedra sin remover en la preparación para el 11 de julio. La apuesta era muy alta, de modo que parecía que había que hacer las cosas de modo un poco diferente. Tomamos la decisión de pasar las diez semanas anteriores a la pelea en Las Vegas. La idea era aclimatarse por completo al calor y a la zona horaria. En la noche del combate, estaríamos como en casa.
El día antes de partir hacia Las Vegas, yo estaba en mi despacho del gimnasio cuando entró Orlagh y me pasó el teléfono.
—Es para ti.
—Ahora estoy muy ocupado —dije—. ¿Quién es?
—Creo que vas a querer contestar a esta llamada. Es Royce Gracie.
Cuando Orlagh me pasó el teléfono, no me podía creer que al otro lado de la línea estuviera el auténtico Royce. Me quedé sin habla un momento, antes de poder articular un saludo.
—Hola, John —me dijo—. Me llamo Royce Gracie. Soy de la familia Gracie.
—Sé perfectamente quién es usted, señor Gracie. No necesita presentarse.
Resultó que uno de los alumnos privados de Royce estaba en Dublín y necesitaba un gimnasio para entrenar. Naturalmente, yo estaba encantado de poder acogerlo.
—Ya que está usted al teléfono —le dije a Royce—, no puedo dejar que cuelgue sin decirle que es usted el que me ha dado esta vida. Le vi cuando yo era un chaval miedoso de diecinueve años que no sabía ni adónde iba ni adónde quería ir, pero cuando vi lo que usted era capaz de hacer, aquello cambió mi vida. No puedo agradecérselo lo suficiente. Usted me ha dado una vida maravillosa. Ninguno de nosotros estaría haciendo lo que hacemos ahora si usted no hubiera entrado en aquel octágono.
Se echó a reír y dijo que todos estábamos subidos en los hombros de su padre. Él se negaba a aceptar el mérito.
Fue una llamada telefónica increíble, y más justo antes de partir hacia la pelea más importante de nuestra vida. Sin Royce Gracie, yo no estaría donde estoy ahora. Que me enviara uno de sus alumnos era uno de los mayores cumplidos que se me han hecho jamás.
Durante toda nuestra estancia en Las Vegas, pudimos utilizar una casa de lujo, de siete dormitorios y 1100 metros cuadrados en una urbanización privada. Conor la llamaba «la Mac Mansion». Para mí era un gran compromiso dejar Dublín durante dos meses y medio, y sabía que iba a ser difícil dirigir un entrenamiento para un título mundial en un lado del mundo y dirigir un gimnasio en el otro. Si se atascaba un retrete en los vestuarios del SBG, me iban a llamar para decírmelo.
Conor no era el único luchador del SBG que se estaba preparando para pelear en Las Vegas. Durante toda la semana anterior a la UFC 189 se iban a celebrar los Campeonatos Mundiales de Aficionados, y cuatro de mis luchadores emergentes iban a representar a Irlanda. Sinéad Kavanagh, James Gallagher, Frans Mlambo y Kiefer Crosbie se unieron a Conor, Artem Lobov, Owen Roddy, el entrenador de lucha del SBG Sergey Pikulskiy y yo mismo en la casa. Además, Tom Egan vino desde Boston y Gunnar Nelson llegó algo después. Gunni estaba listo para reaparecer después de su derrota ante Rick Story, y tenía un combate en el cartel de UFC 189 contra John Hathaway, el hombre que había derrotado a Tom Egan en Dublín en 2009. Owen, Tom, Sergey y yo nos concentramos en el entrenamiento. Como entrenador de lucha, Sergey podía hacer muy poco con Conor, debido a la lesión. No obstante, usó su experiencia para prepararlo lo mejor que pudo en ese aspecto. Sergey había sido miembro del equipo nacional de lucha de Moldavia y se había convertido en una pieza clave de nuestro equipo de entrenadores desde que ingresó en el SBG en 2008.
También Artem Lobov se estaba preparando para algo grande, ya que le habían seleccionado para competir en la siguiente temporada de The Ultimate Fighter. Teníamos en la Mac Mansion un montón de personas de mentalidad similar trabajando juntos bajo el mismo techo, cada uno con un objetivo. Era un entorno de entrenamiento muy productivo.
Con la intención de contribuir a que nadie se saliera del camino recto durante todo el entrenamiento, decidí someterme a una dieta estricta. Normalmente mi dieta es bastante buena, pero esta vez pasó a ser sumamente rigurosa. Todo estaba dirigido a fomentar una mentalidad de campeón del mundo. Hasta Conor dijo que le estimulaba verme remando detrás de él de aquella manera. Para mantener un espíritu disciplinado, pegamos una lista de reglas domésticas en la puerta del frigorífico. Una de ellas era que no se permitían alimentos procesados ni azucarados. Todos los habitantes de la casa se sometieron a ellas.
En una casa llena de individuos decididos, yo sentía que todos aprendían y mejoraban sustancialmente a lo largo de las diez semanas. Todos dimos grandes saltos adelante, incluido yo. Pero esto no quiere decir que no hubiera piques y roces de vez en cuando. Desde luego, en varios momentos hubo algo de histeria claustrofóbica, que supongo que es de esperar en una situación así.
Pero también nos divertíamos mucho. Por las mañanas nos refrescábamos en la piscina y por las noches hacíamos barbacoas para cenar. Todos colaboraban en la preparación de la comida: uno marinaba la carne, otro se encargaba de la ensalada, otro ponía la mesa, etcétera. Todo ello contribuía a crear una sensación de familia, algo importante cuando todos íbamos a estar tanto tiempo lejos de casa.
Los preparativos de la pelea de Conor con Aldo estaban generando una expectación sin precedentes para un combate de MMA, y parecía que casi todos los mensajes que uno de nosotros colgaba en las redes sociales se convertían en un artículo en los medios de comunicación. El contenido de una página web irlandesa, en particular, parecía consistir exclusivamente en cosas que pasaban en la Mac Mansion: «No te vas a creer lo que Conor McGregor ha desayunado hoy. Haz clic aquí para saberlo…». Ese tipo de cosas.
Estoy seguro de que las fotos y los vídeos que colgábamos en la red daban la impresión de que nos lo estábamos pasando en grande, pero solo captaban los breves momentos destacados de cada jornada. La mayor parte era rutinaria y aburrida. Aparte de las pocas horas que pasábamos en el gimnasio cada día, estuvimos encerrados en la casa durante casi la totalidad de las diez semanas. En alguna ocasión intentamos organizar alguna salida colectiva, pero nunca llegó a ocurrir. Por ejemplo, camino del gimnasio, alguien podía ver un cartel que anunciaba alguno de los espectáculos de Las Vegas: «Vayamos a ver eso el sábado por la noche». Solía ser Artem el que acababa respondiendo: «Sí, añadamos eso a la larga lista de cosas que nunca vamos a hacer».
Supongo que éramos demasiados, y por eso nunca nos venía bien a todos hacer algo al mismo tiempo. Un grupo podía tener ganas de salir, pero otro prefería descansar y recuperarse del entrenamiento, y viceversa. Sacar a Conor de la cama para algo que no sea entrenar tampoco es tarea fácil, y aquello no facilitaba las cosas.
Esta fue mi primera experiencia de entrenamiento coordinado para una pelea por un título mundial. Supongo que al principio di por sentado que cuanto más largo, mejor. Pero en las últimas etapas me fui dando cuenta de que diez semanas era demasiado tiempo. Resultaba difícil mantener la intensidad del entrenamiento, y hacia el final los chicos estaban empezando a ponerse nerviosos. Fue otra lección que aprendimos. Por mucho tiempo que lleves metido en este o en cualquier otro deporte, nunca llegas a dominarlo por completo. El que diga lo contrario no está siendo sincero.
Como la casa estaba en una urbanización cerrada, nos sentíamos lo bastante seguros para no cerrar las puertas con llave. Pero estábamos en la parte de atrás de la urbanización, y con frecuencia aparecían chavales al otro lado de las verjas del perímetro, gritando el nombre de Conor con la esperanza de verlo un instante.
Un martes por la tarde estábamos relajándonos en la casa cuando de pronto se abrió la puerta principal y una voz fuerte y conocida llenó el pasillo y el cuarto de estar.
—Ah, de modo que así es como entrenan los campeones del mundo. ¿Por qué nadie está levantando pesas? —dijo el visitante entre risas.
¡La hostia! Era Arnold Schwarzenegger. Ya había conocido a Conor por mediación de su pareja, Heather Milligan, la fisioterapeuta que tan importante papel desempeñó en la recuperación de Conor de la lesión del LCA. Arnie estaba en Las Vegas y decidió pasarse por la casa para expresar su apoyo. Es un tipo estupendo y resultaba increíble recibir una visita de alguien de su categoría.
Durante este recorrido vital, conocer a gente como Schwarzenegger, Sylvester Stallone, Jean-Claude Van Damme y Mike Tyson, y descubrir que eran grandes admiradores de Conor, ha sido surrealista. Yo soy un niño de los ochenta, y todos aquellos tíos eran mis héroes. Y ahora son fans de un luchador que yo entreno. Es una locura.
Una de las primeras veces que habló con Tyson, Conor estaba pensando en comprarse un Lamborghini. Mike le dio un consejo financiero: «Si el precio baja, alquílalo. Si el precio sube, cómpralo. No tengo más que decir».
También Cristiano Ronaldo se puso en contacto con Conor después de que este se pusiera unos calzones de la marca CR7 en el pesaje para la pelea contra Diego Brandão. Cuando miro a Conor ahora, todavía sigo viendo al mismo tío que entró por primera vez en mi gimnasio hace tantos años. Pero cosas como estas te hacen recordar que ahora es una superestrella mundial.
Hacia la mitad del período de entrenamiento, tuve que dejar la casa durante unas semanas para ir a Ciudad de México, donde Cathal Pendred consiguió su cuarta victoria consecutiva en la UFC, contra Augusto Montaño. Cuando me marché, me preocupaba que la rutina que habíamos establecido en la casa de Las Vegas se fuera al traste en mi ausencia. Estaba prescrito que todas las tardes a las ocho saliéramos todos juntos para ir a entrenar en el gimnasio donde se rueda The Ultimate Fighter. Había dos razones para entrenar de noche: porque los combates de la UFC tienen lugar de noche, y por el reloj biológico de Conor. Pero mientras yo estaba en México, todos empezaron a ir a su aire: las ocho de la tarde no tardaron en convertirse en las ocho y media, y después en las nueve, las nueve y media y así sucesivamente. Según me dijeron, aquello tuvo un efecto perjudicial en el ambiente de la casa. Aquella disciplina nos había mantenido encarrilados y le daba a cada uno un propósito.
A Conor no le preocupaba mucho. Es de esa clase de personas que pueden levantarse a cualquier hora del día o de la noche y decidir que quiere entrenar. Según mi experiencia, la mayoría de los luchadores prefiere la rutina. Les gusta saber el qué, el dónde y el cuándo de su plan de entrenamiento. Conor es una excepción. Su deseo de entrenar no sigue ninguna pauta, pero el problema es que no todos pueden funcionar según su reloj biológico. Algunas noches, mientras yo estaba fuera, se hacía muy tarde y Conor todavía no había salido de su dormitorio, de modo que los chicos daban por supuesto que no iba a entrenar aquella noche. Y en cuanto se sentaban para ver una película, se preparaban para acostarse o cualquier otra cosa, les llegaba un mensaje desde el piso de arriba: «Salimos en diez minutos». Aquella situación no era ideal, y creo que todos se sintieron reconfortados cuando yo volví a Las Vegas y restauré el statu quo, faltando menos de cuatro semanas para el combate de Conor contra Aldo.
Cuando regresé, descubrí además que los chicos no habían seguido las estrictas reglas dietéticas que habíamos impuesto. Usábamos un monovolumen para ir al gimnasio y volver, y por el camino había un establecimiento de In-N-Out Burger. Un día entré en la furgoneta y encontré un envoltorio de hamburguesa en el suelo, debajo de uno de los asientos. No me lo podía creer. Pedí explicaciones, y Tom Egan confesó que habían cometido un desliz, pero que solo había sido una vez. Pero James Gallagher fue un poco más sincero: «Vale, hemos estado yendo todo el tiempo. Lo siento, entrenador». Más tarde le eché la bronca a Conor.
—¿Qué está pasando con las hamburguesas? —pregunté.
—Solo fuimos una vez, lo juro —aseguró.
—James dice que habéis estado yendo casi todas las noches.
—Vale, joder, hemos ido, pero ya se acabó. De verdad. Nunca más.
Mientras estaba en México con Cathal, llegaron noticias de Brasil: había habido algún lío con un análisis antidopaje que se le había hecho a José Aldo. Por lo visto, a principios de junio, a un analista del laboratorio Drug Free Sport llamado Ben Mosier se le había impedido recoger una muestra de orina de Aldo en su gimnasio de Río de Janeiro. Al analista, que seguía órdenes de la Comisión Atlética del Estado de Nevada —que supervisaba la pelea del 11 de julio en Las Vegas— le había cortado el paso un agente de policía que era miembro del gimnasio de Aldo. El policía le dijo al analista que no tenía un visado válido para trabajar en Brasil. El equipo de Aldo hizo que interviniera la Comisión Brasileña de MMA, y la muestra la tomaron ellos al día siguiente. Según el informe de la Comisión de Nevada, el policía había confiscado el pasaporte de Mosier, y el analista brasileño, después de tomar la muestra, le había pedido a Aldo una foto y un autógrafo. Todo aquello parecía muy extraño, pero nosotros no podíamos hacer gran cosa. A Conor lo habían analizado un par de semanas antes, cuando asistió a la UFC 187 en el MGM Grand. Fue así de sencillo. Por algo se los llama análisis aleatorios. Que te avisen con veinticuatro horas de anticipación no es aleatorio. Cuando uno de mis luchadores se somete a un análisis, se hace sin pedir papeles ni nada parecido. No vemos la necesidad de complicar lo que debería ser un proceso muy simple.
Como equipo, tenemos una postura inflexible contra las sustancias que mejoran el rendimiento. Creo que en ciertos gimnasios y en ciertas partes del mundo existe una cultura de uso de estas sustancias. Parece que entre los que han sido pillados en los últimos años se observa un patrón de gente de los mismos equipos o países. Debe de ser un tema de conversación habitual en los vestuarios. Sé con seguridad que si alguien planteara la cuestión en el SBG, le harían pedazos. Por supuesto, el entrenador tiene la responsabilidad de establecer ese tipo de ambiente. Es algo que me tomo muy en serio. Mi primera generación de luchadores y yo hemos sido tan explícitos en nuestra oposición al uso de sustancias dopantes, que los luchadores jóvenes que van llegando saben que es una cosa que no se debe ni plantear. Pero si estás en un gimnasio donde la actitud es diferente, seguramente es solo cuestión de tiempo que te dejes arrastrar.
Una semana antes del mencionado incidente con el análisis de drogas de Aldo, la UFC anunció nuevas y estrictas reglas para combatir las drogas en la organización, poniendo el asunto bajo el control de la Agencia Antidopaje de Estados Unidos. Creo que desde entonces muchos luchadores que estaban utilizando sustancias prohibidas se han visto obligados a dejar de usarlas. Los luchadores no toman sustancias porque quieran tener bíceps más grandes: se trata de poder trabajar más duro en los entrenamientos. Para un luchador «limpio», un ritmo típico es entrenar fuerte durante dos días y aflojar un poco al tercer día. Pero con la ayuda de sustancias que mejoran el rendimiento, los luchadores entrenan a toda máquina tres veces al día, todos los días.
Hasta ahora nunca ha ocurrido, pero si uno de mis luchadores viniera a mí expresando curiosidad por probar estas sustancias, me quedaría hecho polvo. Sería casi como cuando te deja una novia. Sentiría que como entrenador había fracasado a la hora de establecer un tipo de ambiente donde eso ni siquiera se piensa. Si no eres lo bastante bueno para entrenarte sin la ayuda de sustancias, no deberías entrenar. En el SBG, o peleas limpio o te vas a otra parte. Afortunadamente, nunca hemos tenido que ponerla en práctica, pero tenemos una política de tolerancia cero en esta cuestión. Y se aplica a todas las personas del gimnasio.
Cuando faltaban poco más de dos semanas para la pelea, la rodilla de Conor estaba ya casi al cien por cien, y nos alegraba estar llegando al final de un entrenamiento tan largo. En las dos últimas semanas solo tienes que mantener el cuerpo fresco y relajado, y no las íbamos a utilizar para meterle a la fuerza y a última hora los ejercicios de lucha que se había perdido en los dos meses anteriores. Aquello no me preocupaba. Tenía tan buen aspecto que yo confiaba plenamente en una victoria rotunda sobre José Aldo.
Una mañana, llegaron a la casa Dana White y Lorenzo Fertitta. Los dos viven habitualmente en Las Vegas. ¿Estaban haciendo una simple visita para ver cómo iba todo? Esperábamos que fuera así. Pero la expresión de sus caras parecía indicar que había malas noticias.
—Parece que José no va a pelear —dijo Dana—. Una costilla. Parece que tiene una fractura.
¡Mierda! ¡Otra vez! Ya estábamos acostumbrados a que los contrincantes de Conor se retiraran, y nunca nos importó un cambio de adversarios, pero esto era diferente. A otros luchadores se les puede sustituir fácilmente, pero al campeón no. Queríamos aquel título, y la única manera de conseguirlo era derrotar a Aldo.
Dana y Lorenzo explicaron que se tardaría unos días en aclarar las cosas. Al parecer, Aldo se estaba sometiendo a exámenes médicos para descubrir el alcance de la lesión, y todavía no se había retirado oficialmente del combate. Pero la cosa no pintaba bien. Empezamos a hablar sobre opciones alternativas.
Una parte de mí se preguntaba si sería una buena oportunidad para que Conor se descolgara también, dado que también él había sufrido una lesión. Pero aquella idea no tenía futuro. Miles de aficionados habían pagado ya un montón de dinero por viajar y ver la pelea. Además, para la UFC era un programa de televisión de pago gigantesco. Conor no iba a permitir que aquello se suspendiera. Con Aldo al otro lado del octágono o con cualquier otro, Conor iba a pelear en la UFC 189.
Mientras Dana y Lorenzo empezaban a estudiar posibles contrincantes sustitutos, yo sabía a quién quería evitar. Conor no había hecho prácticamente ningún ejercicio de lucha durante este entrenamiento, así que lo peor que nos podía caer era una pelea contra Chad Mendes. Mendes, luchador norteamericano de la primera división de la NCAA, era de lo mejorcito. Sin el problema de la lesión, no me habría importado que Conor se enfrentara a Mendes. Pero en esta ocasión podía ponernos en un aprieto. Mendes era el primer aspirante de la categoría, y obviamente se barajó su nombre. Otra posibilidad era Frankie Edgar. También se mencionó el nombre de Nate Díaz, pero Díaz parecía poco probable porque era un peso ligero y la UFC estaba empeñada en mantener el combate en los pesos pluma. Su plan era poner en juego un título interino en caso de que se confirmara la retirada de Aldo. La última palabra sobre el nuevo contrincante la tenían ellos, pero Conor les hizo saber que estaba dispuesto a enfrentarse a cualquiera que eligieran. A él le daba lo mismo.
La confusión acerca de la participación de Aldo en el combate se alargó durante una semana, hasta que, cuando solo faltaban once días para la UFC 189, recibí una llamada de Dana. Se había confirmado. Aldo estaba definitivamente fuera. ¿Su sustituto? Chad Mendes, naturalmente.
Era más o menos mediodía cuando llegó la llamada, lo que en la zona horaria de Conor McGregor viene a ser el amanecer. Subí la escalera y llamé al cuarto de Conor hasta que me respondió con un gruñido. Abrí la puerta.
—Aldo no viene —dije—. Viene Mendes.
Conor abrió un ojo y murmuró:
—Todos son iguales.
Y se volvió a dormir.
No le importaba el hecho de que la situación hubiera cambiado. Yo no estaba tan tranquilo. Contra pegadores novatos, a Mendes le gustaba comportarse como un boxeador. Pero contra Conor su plan iba a ser buscar el derribo y ganar la pelea en el suelo. Un luchador de su calibre era muy capaz de hacerlo. La rodilla de Conor estaba mucho mejor que antes, pero su movilidad seguía estando muy limitada. Normalmente, su apertura de piernas y su defensa contra los derribos son excelentes, pero en aquel momento no era así. Y en once días no había mucho que pudiéramos hacer para prepararnos contra el tío que hacía los mejores derribos de la división.
Como ya he dicho, no nos entrenamos específicamente para un adversario, pero eso no quiere decir que no nos fijemos en ellos. Con este cambio de contrincante, habíamos pasado de enfrentarnos a un kick-boxer a competir con un luchador olímpico. Aldo y Mendes ocupaban los dos extremos opuestos del espectro de las MMA. Yo consideraba a Mendes una seria amenaza, pero cuando tuve tiempo de asimilar la situación, me alegré de que siguiéramos adelante con el combate. Cuando Jon Jones se negó a pelear con Chael Sonnen como sustituto de última hora de Dan Henderson en la UFC 151 (2012), toda la velada se vino abajo. No podíamos permitir que ocurriera lo mismo en nuestro turno.
Para la semana de la UFC 189 habíamos esperado una asistencia masiva a Las Vegas, pero absolutamente nadie esperaba la cantidad de personas que acudieron. Debía de haber por lo menos 10 000 irlandeses para ver la pelea en Las Vegas. Para ser un país tan pequeño, no cabe duda de que sabemos hacer sentir nuestra presencia. No importa cuánto tiempo llevemos en este negocio, no creo que el apoyo deje nunca de ser impresionante. Hay ocasiones en las que a Conor se le hace duro reducir peso y se pregunta si vale la pena, pero entonces le enseñas un vídeo de fans cantando su nombre por las calles de Las Vegas y eso le recuerda lo grande que es esto.
—Mira a estos tíos, campeón —le decimos—. Se han gastado su dinero, que tanto les costó ganar, en venir hasta aquí para apoyarte. Vamos a darles un espectáculo.
Son pequeñas cosas como esta las que le dan el empujón extra cuando las cosas se ponen difíciles.
En los dos últimos años he oído muchas historias de aficionados que dicen sentirse como si el éxito de Conor y del SBG en conjunto les hubiera dado nueva vida. Puede que estuvieran hechos polvo, luchando por salir adelante, pero ver lo que nosotros hemos conseguido a escala global les ha hecho sentirse orgullosos de ser irlandeses. Les ha inspirado para aceptar la vida y sacarle el máximo partido a cada día.
Los sacrificios que hacen para asistir a los combates son increíbles. Se gastan hasta el último penique para estar ahí. Muchas veces, después de peleas en Estados Unidos, los fans irlandeses me han dicho que tenían que volver directamente al trabajo en cuanto se bajaran del avión tras el vuelo nocturno a casa. Es una dedicación admirable. Nunca podremos expresar debidamente lo agradecidos que estamos por tanto apoyo.
Pocos días antes de la pelea contra Mendes, caminaba por el Strip de Las Vegas cuando alguien me paró para pedirme hacerse una foto conmigo. Mientras hacíamos el selfie, un enorme grupo de turistas coreanos se acercó también para hacerse fotos. Debí de hacerme por lo menos veinte fotos con todos y cada uno de ellos. Cuando todos tuvieron su foto, uno de los turistas se volvió hacia mí y preguntó: «¿Y quién es usted?». Parece que aún no hemos penetrado en el mercado coreano.
A veces la gente me pregunta si tener tantos partidarios añade presión. La verdad es que cuando te estás preparando para un combate, sobre todo a este nivel, estás demasiado ocupado para dejar que eso entre en tus pensamientos. No ocurre, y no podemos permitir que ocurra. Si el entrenador está nervioso, el luchador también lo estará. Un novato puede llevarte aparte antes de un combate para repasar una vez más el plan y sentirse más seguro porque está un poco tenso. Solo quiere oírte decir: «Lo vas a hacer bien. Estamos preparados». Pero esto nunca me ha pasado con Conor. Por naturaleza, los dos somos muy tranquilos.
Es posible que el hecho de que el premio fuera un título interino en lugar del título indiscutible desluciera un poco la afirmación de que el combate estelar de la UFC 189 iba a ser el mayor evento de la historia de la UFC, pero, desde luego, en los últimos días antes de la velada había una sensación de que iba a pasar algo enorme y sin precedentes. Por primera vez, la UFC decidió abrir todo el MGM Grand Garden Arena para los pesajes. Más de 10 000 personas acudieron a ver a Conor subirse a la báscula. Dos años y medio antes nos habría costado atraer a mil para verle pelear.
Como era de esperar, el duelo de miradas entre Conor y Mendes fue candente. Una vez más, a Conor le había costado reducir peso, y estaba de bastante mal humor. Mendes, en cambio, parecía eufórico. Se había subido al carro a última hora con la intención de aprovechar una gran oportunidad, una oportunidad por la que le iban a pagar más dinero del que había ganado nunca. No tenía nada que perder, y su comportamiento lo reflejaba.
Antes de los pesajes, en los medios se había hablado mucho sobre un altercado que había tenido Conor en el pasillo del estadio con un compañero de equipo de Mendes, Urijah Faber. Lo cierto es que fue algo sin importancia. Se habían enzarzado en un forcejeo en broma, y Conor se irritó porque ya estaba cabreado por la reducción de peso. Fue solo un pequeño mosqueo. Si no te cae bien Urijah Faber, es que tienes algún problema. En mi opinión, es uno de los tipos más agradables que puedas encontrarte, y sé que Conor opina lo mismo.
No sé si alguna vez llegaré a vivir como entrenador un día más frenético que el 11 de julio de 2015. Aquella noche, Conor iba a competir por un título mundial interino. Y yo tenía además otros dos luchadores en el cartel de la UFC 189. John Hathaway había tenido que retirarse de su combate con Gunnar Nelson, de modo que Gunni iba a enfrentarse a Brandon Thatch, y Cathal Pendred —solo cuatro semanas después de derrotar a Augusto Montaño en México— se había metido como sustituto de última hora para pelear con John Howard.
Pero mis tareas de aquel día empezaron mucho antes, porque aquella tarde se celebraban en el Flamingo —un poco más allá del MGM Grand— las finales de los Campeonatos del Mundo para Aficionados. Frans Mlambo y Sinéad Kavanagh habían llegado a la fase final de sus respectivas categorías tras una semana triunfal. Por desgracia, Sinéad se quedó corta en la final de los pesos pluma femeninos, pero Frans estuvo soberbio y se convirtió en campeón masculino de 66 kilos. Fue un buen comienzo para nosotros, y me preparé para dirigirme a la UFC 189.
Para Conor, el día de la pelea implica —como siempre— levantarse tarde, probablemente después del mediodía. Come un poco a la hora normal y otro poco a eso de las cuatro de la tarde. Entre el pesaje y la pelea, tienes que comer alimentos que tu cuerpo pueda transformar en combustible directamente: carne, pescado, pasta, arroz y puré de patatas. Los hidratos de carbono de combustión lenta, como las verduras, no sirven de mucho. Básicamente, comes lo que no podías comer mientras estabas reduciendo peso. Después de las dos comidas, Conor toma algo rápido, como un plátano, a eso de las seis de la tarde, y después llega el momento de ir al estadio.
La noche antes de la pelea yo había dormido en el MGM Grand, en lugar de en la Mac Mansion, y como Cathal estaba antes en el programa, yo ya estaba en el estadio cuando llegó Conor. Se había recuperado sin problemas de la reducción de peso y había dormido bien. Eso siempre es música para mis oídos. En esos momentos siento que mi trabajo está ya casi hecho. Es hora de pelear. Hay personas que le dan demasiada importancia a lo que ocurre en el rincón durante una pelea, pero la verdad es que no importa mucho. A veces he recibido muchos elogios por mi contribución durante los combates, pero en mi opinión eso no va a cambiar el resultado. Tal vez puedas aportar un poco de orientación, y para el luchador es reconfortante saber que su entrenador, alguien a quien conoce y en quien confía, está allí para ayudarle. Pero no hay mucho más.
Cuando Cathal se enfrentó a Howard, se proponía convertirse en el primer luchador de la historia de la UFC que ganaba cinco peleas en su primer año con la organización. Por desgracia, no iba a ser así, ya que perdió a los puntos en una decisión dividida. Fue una amarga decepción para todo el equipo del SBG en el vestuario, pero con los años pasados en veladas pequeñas hemos aprendido a no permitir que un mal resultado nos baje los ánimos. Los luchadores saben lo que se espera de ellos como miembros del equipo. Independientemente del resultado, cuando vuelves al vestuario tomas tu bolsa y te marchas, dejando que tus compañeros se concentren en las peleas que todavía faltan. Esto puede parecer frío o cruel, pero es lo mismo cuando ganan. Todos han experimentado las dos caras de la moneda, y lo agradecen cuando otros lo hacen por ellos. Cathal les deseó lo mejor a Gunni y Conor, y se marchó. Como siempre, todos nos reuniríamos de nuevo más tarde, en cuanto hubiera terminado el trabajo. Esta es nuestra política, y así ha sido desde el principio.
Cuando Gunni fue programado para enfrentarse a Brandon Thatch, la gente dijo que estábamos locos por aceptar la pelea. Thatch es un pegador grande y devastador, y Gunni necesitaba volver a ganar tras la decepción de perder ante Rick Story. Pero durante el calentamiento volvió el viejo Gunni, que hizo abandonar a Thatch en el primer asalto. La pelea duró menos de tres minutos, pero fue tiempo suficiente para que Gunni le recordara al mundo lo que es capaz de hacer. Fue una actuación impecable.
Y por fin le llegó el turno a Conor. Había gente en todo el mundo que sintonizaba por primera vez en su vida con una pelea televisada de MMA, lo que indica lo grande que era el acontecimiento. Pero el ambiente en nuestro vestuario era increíblemente relajado.
Había un montón de celebridades para ver la pelea, incluidos Arnold Schwarzenegger, Mike Tyson, la estrella pop Bruno Mars y el futbolista brasileño Neymar. También me encontré en el pasillo con Anthony Kiedis, el cantante de los Red Hot Chili Peppers.
—Hola, entrenador Kavanagh, ¿cómo está Conor? —preguntó—. Soy superfan vuestro. ¡Buena suerte!
Aquello era impresionante, pero yo sabía que había alguien en nuestro vestuario que lo iba a apreciar más que yo. Cuando se lo dije a Chris Fields, que estaba allí para ayudar a calentar a Cathal, salió corriendo a buscar a Kiedis, chillando como una adolescente en un concierto de los One Direction. Chris es un tremendo fan de los Chili Peppers y aquello era muy importante para él.
Conor no tenía ni idea de quién es Anthony Kiedis. Cuando Chris volvió, Conor preguntó:
—¿Quién es ese? ¿De Guns N’ Roses o algo así?
A Conor le gusta calentar con Artem para sus peleas. Casi tienes que contenerlo cuando se acerca el paseíllo, como a un perro que tira de la correa. Se ha convertido en una broma privada que Artem ha hecho sus mejores peleas en el vestuario, poniendo a punto a Conor.
Entonces, un miembro del personal de la UFC llama a la puerta. Ha llegado la hora. Los de seguridad vienen para acompañarte. Oyes a la multitud: con cada pelea son más ruidosos, pero para ti es solo ruido de fondo. Como dijo el comentarista de la UFC Mike Goldberg: «Esto es como un concierto de rock». Pero yo solo oigo el mismo silencio de siempre, que me permite concentrarme en la tarea que tengo por delante. La hechizante voz de Sinéad O’Connor acompaña a Conor al octágono. Es un momento icónico, que recuerda los espectaculares paseíllos que uno relaciona con boxeadores como Prince Naseem Hamed en los años noventa. Pero incluso cuando aparecemos en escena y parece claro que la inmensa mayoría del público está de nuestro lado, la emoción del momento no nos distrae.
Camino del combate, yo no tenía ninguna duda de que Mendes iba a tener éxito con sus derribos. Su habilidad en el cuerpo a cuerpo, combinada con la falta de trabajo de Conor en este campo, lo hacía inevitable. Nuestro plan se centraba en lo que podía ocurrir cuando los derribos se produjeran. No había que sentir pánico cuando ocurriera, porque Conor tenía el jiu-jitsu para cuidarse en el suelo. Nos centramos en asegurarnos de que la acción en el suelo fuera siempre fluida y activa, lo que impediría que Mendes fuera acumulando una puntuación favorable a lo largo de cinco asaltos.
Cuando Conor estaba a punto de entrar en el octágono, nos dimos nuestro abrazo habitual y yo dije «Todo el día», y él me lo repitió a mí. El mensaje era que Mendes podía conseguir sus derribos, pero nada más. Conor podía tomarse todo el tiempo que fuera necesario para conseguir su victoria. Cuando Artem, Owen y yo ocupamos nuestros puestos en el rincón y Mendes inició su camino hacia el octágono, se me vino encima el pensamiento de que estábamos a punto de enfrentarnos al mejor luchador de la división sin la preparación suficiente. «Bueno, vale —pensé—. Ya no hay marcha atrás. Lo que tenga que pasar, pasará».
Parte de nuestra estrategia consistía en castigar a Mendes con golpes al cuerpo, y aquello funcionó bien desde el principio. Apuntar a la cabeza con demasiado entusiasmo contra un luchador pequeño y recio como Mendes habría sido ir derecho al desastre, ya que él lo vería como una invitación a cambiar de nivel e intentar los grandes derribos. Sabíamos que los derribos vendrían, pero no queríamos facilitarlos. Si diriges los golpes al cuerpo y el contrincante intenta cambiar de nivel, siempre existe una posibilidad de conectar con la cabeza. Conor utilizó la ventaja que le daban sus diez centímetros más de alcance, y los golpes al cuerpo ayudaron además a quitarle viento a las velas de Mendes. Cada golpe que Conor conectaba le quitaba un poco más de energía a Mendes.
Conor no pareció mostrar ninguna secuela de su lesión de rodilla hasta la mitad del primer asalto. Mendes intentó su primer gran derribo y Conor no fue capaz de abrirse de piernas tan bien como yo sabía que podía hacerlo. Sin embargo, no hubo sensación de pánico. Aquello era exactamente lo que esperaba. Cuando Mendes consiguió su derribo, me vinieron a la mente dos cosas. La primera: «¡Qué belleza absoluta de derribo!». Y en segundo lugar pensé que había tenido que gastar mucha energía en levantar a un tipo más grande, como Conor, y tirarlo al suelo de aquella manera. Habiendo transcurrido poco más de dos minutos de una pelea que podía durar veinticinco, había invertido mucho en aquella maniobra. Si se observa a mis muchachos, tienden a hacer pequeños derribos contra la valla porque a mí me gusta concentrarme en la manera más eficiente de moverse. Este derribo fue impresionante, pero requirió tanto esfuerzo que Mendes tenía que hacer que valiera la pena. Conor estaba cómodo con Mendes en su guardia, y aunque encajó unos cuantos golpes, estaba de nuevo en pie pocos segundos después.
Conor siguió controlando la pelea en pie, pero otro derribo de Mendes cuando solo quedaba un minuto bastó probablemente para darle el primer asalto a los puntos. Aun así, al final del primer asalto estábamos muy satisfechos. Mendes ya parecía muy cansado, mientras que a Conor —a pesar de un profundo corte encima del ojo derecho, causado por un codazo de Mendes— se le veía fresco.
—Sigamos con los golpes largos —le dije a Conor, animándole a seguir como hasta entonces, aunque no me habían gustado las patadas giratorias que había estado usando, debido al riesgo de que lo derribaran—. La patada de izquierda al cuerpo es perfecta, y también el directo al cuerpo con la mano izquierda. Está muy cansado.
Cuando los luchadores volvieron a ponerse en pie para el segundo asalto, Mendes estaba resoplando y Conor le saludó con una sonrisa de maniaco en la cara. Conor colocó varios buenos golpes al principio del segundo asalto, y parecía que, si las cosas continuaban así, el combate se detendría pronto. Pero Mendes contraatacó con un derribo a los cincuenta segundos. Una vez en el suelo, Mendes pasó los tres minutos siguientes en posición dominante, pero Conor mantuvo una guardia cerrada. En un momento dado lanzó una serie de codazos devastadores a la cabeza, que Mendes reclamó como ilegales, pero el árbitro Herb Dean se apresuró a hacerle saber que eran correctos. Una de las cámaras me enfocó en aquel momento, y yo estaba riéndome, porque aquello era exactamente lo que habíamos planeado para mantenernos activos si Mendes estaba encima. Me parecía una táctica adecuada para que Mendes se sintiera incómodo en el suelo, y resultó ser así. Lo ideal para Mendes habría sido mantenerse encima y en guardia, pero cuando Conor consiguió contraatacar con los codos, Mendes se vio obligado a intentar pasar la guardia apresuradamente. Cuando solo quedaban cuarenta y cinco segundos del asalto, Mendes dio un paso por encima e intentó avanzar su posición. Pero esta es una situación a la que Conor ha dedicado mucho tiempo en el gimnasio. Cuando Mendes intentó cerrar un estrangulamiento de guillotina, Conor se le escurrió utilizando un movimiento que llamamos «el Rompecorazones», y de pronto los dos estaban en pie.
Con la ventaja que da saber lo que pasó, es fácil decir que se veía lo que iba a venir. Pero cuando Mendes no consiguió sacarle partido a aquella secuencia en el suelo, yo vi con seguridad que estaba acabado. Y la expresión de su cara lo indicaba. En cuanto estuvieron de pie, Conor se puso a trabajar en unas cuantas combinaciones perfectas. Hay que reconocerle a Mendes su mérito: era un tipo increíblemente duro y siguió batallando mientras recibía patadas y puñetazos tremendos. Pero el tiempo se le acababa. Al final se derrumbó tras un izquierdazo de Conor, y el árbitro paró el combate a los tres segundos de caer al suelo.
En mi rincón, me puse en pie de un salto y dejé escapar un enorme suspiro de alivio.
La lesión de Conor no se había hecho pública, de modo que nadie sabía lo importante que era esta victoria para nosotros. Se había enfrentado a un contrincante peligroso llegado a última hora, sin estar Conor en plenitud de facultades, y aun así había salido victorioso. Cuando Conor trepó al perímetro del octágono para celebrarlo con su equipo, su entrenador no podía estar más orgulloso. Hubo lágrimas de júbilo. Nunca habíamos visto a Conor tan emocionado después de una pelea, y creo que todos nos sentíamos igual. El mundo nunca había visto esa faceta suya. Conor tiene siempre una gran confianza en sí mismo, pero sabía que había corrido peligro enfrentándose a un tipo como Chad Mendes en aquellas circunstancias. El riesgo había valido la pena, y nos sentíamos de maravilla.
El equipo y la familia de Conor nos reunimos en el octágono mientras Dana White le ajustaba un cinturón de la UFC alrededor de la cintura. Margaret McGregor estaba radiante al abrazar a su hijo, el campeón mundial interino de los pesos pluma de la UFC. Aquella llamada telefónica que me hizo allá por 2008 había dado sus frutos para todos nosotros.
—Sinceramente, quiero dar las gracias a mi equipo, a mi familia, a todos los que me han acompañado, porque este es un círculo muy muy íntimo —dijo Conor en la entrevista después de la pelea, en el octágono mismo—. Hay gente que estaba desde el primer día, y aquí están hoy conmigo. Quiero darles las gracias a todos los que han estado conmigo.
El título indiscutible tendría que esperar a otra ocasión, pero nos íbamos a llevar de vuelta a Irlanda un cinturón de la UFC. Tardé un buen rato en asimilarlo.
Poco después, fui a los camerinos a buscar un cuarto vacío en el que pudiera seguir mi tradición de tomarme unos minutos para mí solo. En la primera sala en la que entré parecía haber una pequeña fiesta privada para gente como Arnold Schwarzenegger, Mike Tyson, Dana White y Sinéad O’Connor.
—¡John, entra y toma un trago! —dijo Dana.
Pero yo decliné educadamente la invitación. Necesitaba unos momentos para asumirlo todo antes de que la fiesta empezara.
Cuando nos metimos en la celebración, aquella primera cerveza fría en diez semanas fue posiblemente la cosa más deliciosa que he tomado en mi vida. Nos divertimos mucho durante un par de días, sacándole el máximo partido a la rara oportunidad de visitar los bares y clubes nocturnos de Las Vegas. En uno de ellos acabé entablando un pequeño combate de lucha libre con Artem Lobov porque se negaba a marcharse. Cuando hay cerveza y bailoteo, a Artem no hay quien lo pare.
Pero cuando volvimos a Irlanda, la atención ya empezaba a dirigirse al combate de unificación del título de los pesos pluma. Teníamos un cinturón, pero el que veníamos persiguiendo desde el principio era el que estaba en poder de José Aldo. Ya era hora de retomar ese objetivo.