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Geoff Thompson entró en mi vida en el momento oportuno. Lo descubrí en la revista Martial Arts Illustrated, que leía todos los meses. Era un portero de discoteca inglés que acababa de publicar el primer libro de una serie sobre defensa personal y sobre la vida de los porteros de bares y discotecas. Tenía experiencia en karate, pero el karate puro no le daba buenos resultados, y había tenido que desarrollar un sistema de defensa más eficaz. Yo absorbía todo lo que Geoff decía y estudiaba meticulosamente sus escritos. Asistí a algunos de sus seminarios, casi todos en Reino Unido. Empezamos a escribirnos. Fue la primera persona con la que hablé sinceramente sobre el terror que sentía. Aquel era uno de sus principios fundamentales: tener miedo está bien. Él era un tipo de aspecto intimidante, mientras que yo me consideraba un alfeñique que no tenía lo que hay que tener para enfrentarse a la gente.

De Geoff aprendí un par de cosas importantes en cuestión de técnica y lenguaje corporal, en especial su concepto de la «valla». Consiste en extender las manos delante de ti, con las palmas hacia fuera, para obligar a un posible atacante a mantener la distancia. Usar las manos de esta manera no transmite el mismo mensaje agresivo que cerrar los puños, pero hace saber a la otra persona que estás dispuesto a repeler un ataque. Según Geoff, si una persona hace contacto con la valla más de una vez, ya puedes mover ficha.

Pero lo más importante que saqué de mi relación con Geoff fue la comprensión del miedo y cómo manejarlo. El miedo era la principal razón de que me considerara incapaz de pelear. Tal como yo lo veía, cualquiera que sintiera miedo —como yo— era un cobarde. Y daba por supuesto que los hombres grandes, fuertes y duros como mi padre y Geoff Thompson nunca tenían miedo. Geoff me enseñó lo equivocado que estaba. Él también conocía el miedo, pero me explicó que experimentar miedo antes de una confrontación es el mecanismo del cuerpo para segregar adrenalina en anticipación del conflicto. Aquellas sensaciones de debilidad en mis brazos y piernas eran completamente normales, me dijo. Simplemente, mi cuerpo se estaba preparando.

Algunos amigos y yo nos juntamos y organizamos unas clases de defensa personal en el gimnasio de mi antiguo instituto de Rathfarnham. Éramos solo unos pocos con unas colchonetas, y yo era el instructor —mi primer trabajo como entrenador, supongo—, basándome en lo que había aprendido de Geoff Thompson y añadiéndole un poco de karate y de mantenimiento. Era una extraña combinación de muchas cosas diferentes, pero en general procurábamos recrear un altercado en la calle, usando cosas como la «valla», además de algunas técnicas básicas de lucha y presas que había aprendido de Geoff. Eran juegos de novatos, pero nos lo pasábamos bien y —lo más importante— yo sentía que estaba desarrollando un mejor conocimiento de cómo defenderme.

A finales de 1996, poco después de cumplir veinte años, un viernes por la tarde estaba dando una vuelta con mi amigo Robbie Byrne y decidimos entrar en el videoclub Laser, de George Street. Me gustaba aquella tienda: tenía una gran selección de vídeos raros que no se encontraban en ningún otro sitio. Cuando estábamos mirando, encontré un vídeo de lo que parecía una especie de disparatada película de artes marciales. Un montón de tíos sacudiéndose en una pelea sin reglas dentro de una jaula. «Esto no puede ser de verdad», pensé. Pero aun así me picó la curiosidad. Robbie y yo volvimos a mi casa con una copia de Ultimate Fighting Championship: The Beginning.

Resultó ser un documental que contaba el nacimiento en 1993 de la que ahora es la organización dominante en el deporte de las artes marciales mixtas: la UFC. Cuando Robbie y yo descubrimos el vídeo, muy poca gente —y menos en Irlanda— había oído hablar de este deporte. El evento inaugural de la UFC había tenido lugar el 12 de noviembre de 1993 ante poco más de siete mil personas en un recinto deportivo de Denver, Colorado. Ahora, después de más de trescientas cincuenta veladas, la UFC tiene una producción de lujo, sin reparar en gastos, y los combates están regidos por un estricto conjunto de reglas. Pero en aquella velada inaugural no había más que una jaula octogonal en el centro de un estadio mal iluminado. Mientras no se mordieran ni se sacaran los ojos, los luchadores podían hacer lo que quisieran.

La idea del evento era que ocho luchadores de distintas disciplinas compitieran en un formato de torneo, donde las peleas se decidían por fuera de combate. No había división por pesos, y al ver el vídeo lo primero que me llamó la atención fue que uno de los luchadores, un brasileño, era bastante más bajito que los demás. Se llamaba Royce Gracie. No parecía particularmente peligroso o atlético y, dada su desventaja de tamaño, Robbie y yo supusimos que sería eliminado muy pronto. En una pelea con los puños desnudos, el tamaño lo es todo… o eso pensábamos nosotros.

Robbie y yo, sentados en la sala de estar de mi casa, vimos con asombro cómo Royce derrotaba a sus tres adversarios —Art Jimmerson, Ken Shamrock y Gerard Gordeau— hasta quedar vencedor. Simplemente, los derribaba y utilizaba su técnica de jiu-jitsu para obligarlos a abandonar con presas de estrangulación. Las tres peleas duraron en total menos de cinco minutos. Yo me quedé estupefacto ante lo que había hecho Royce. Absolutamente turulato. Aquel pequeñajo se atrevía a meterse en una jaula con aquellos adversarios monstruosos, y unos segundos después los tenía suplicando piedad.

Aquella noche apenas dormí. No podía sacarme de la cabeza lo que había conseguido hacer Royce Gracie. Habiendo sido un niño acosado por otros mayores y más grandes, aquello me impresionó de verdad. Puede parecer un poco ridículo, pero estuve a punto de llorar. También tenía una sensación de alivio, como si se hubiera encendido una bombilla dentro de mi cabeza. Royce parecía un tipo tranquilo y amable. Su disciplina era el jiu-jitsu brasileño, una forma de lucha de la que yo no había oído hablar nunca.

Pensé: «Si Royce Gracie puede hacerlo, ¿por qué no voy a poder yo?». Lo que él hacía eran movimientos físicos, no trucos de magia. Todo era cuestión de técnica. La fuerza física y la agresividad no intervenían mucho, y aquello me venía muy bien, porque por entonces yo no tenía ninguna de las dos cosas. Durante mucho tiempo había tenido la esperanza de que las artes marciales pudieran servir para defenderte de alguien más grande que tú, pero esta era la primera vez que veía hacerlo de verdad. Era posible. Aquellas técnicas te permitían vencer a los adversarios con rapidez y eficacia, y sin tener que herirlos o lesionarlos, y eso era una parte importante de su atractivo.

A la mañana siguiente, cuando nos reunimos para nuestra clase de defensa personal en La Salle, en lugar de hacer flexiones y ejercicios en la colchoneta nos dedicamos a rodar por el suelo intentando descubrir cómo estrangularnos los unos a los otros. Yo no sabía ni cómo ni dónde, pero sabía que tenía que encontrar alguien que me enseñara a hacer las cosas que le había visto hacer a Royce Gracie.

En 1996 no había nadie en Irlanda que practicara el jiu-jitsu brasileño, o JJB, así que tuve que buscar más lejos. Me enteré de que Geoff Thompson había viajado a Estados Unidos y había entrenado con miembros de la familia Gracie, una dinastía que se remontaba a los orígenes del JJB a principios del siglo XX. Además, Geoff había explicado algunas secuencias de lucha en la revista Martial Arts Illustrated. Al leer por primera vez aquellos artículos, ni siquiera me había percatado de que los métodos que explicaba venían del JJB. Recorté todos sus artículos y los ordené en un archivador. Tenía archivos separados para cada elemento: presas de brazo, estrangulaciones, cómo zafarse, etcétera. Absorbí toda la información que pude de otras revistas, libros y vídeos. Todo iba a parar a aquellos archivos, que no tardaron en convertirse en la base de nuestras clases. Antes de enseñarles las técnicas a los del grupo de entrenamiento, las practicaba con mi madre y mi hermano. No hace falta añadir que había mucho ensayo y error.

Tiempo después, las clases se trasladaron al colegio Educate Together, en Loreto Avenue, donde había cursado la primaria. Aunque tenía poco más de veinte años, las cosas se pusieron más serias y las clases se hicieron bastante populares. Daba varias clases por semana, una mezcla de kick-boxing y lucha libre, a pesar de que todavía estaba aprendiendo.

Aunque las clases progresaban y mi confianza en mí mismo iba creciendo como consecuencia, todavía me preocupaba el hecho de no haber encontrado una verdadera pelea callejera desde la paliza que me habían dado en Rathmines. Por supuesto, aquello era bueno, porque nunca he buscado pelea. Desde entonces había aprendido mucho sobre lucha, y estaba convencido de que estaría mejor preparado si volvía a surgir una situación semejante, pero no podía saberlo con seguridad hasta que ocurriera. Sentía que necesitaba meterme en una situación de la vida real que implicara auténtico peligro.

Una vez más, Geoff Thompson fue mi guía. Trabajar de portero en bares y discotecas, como había hecho Geoff, me daría la oportunidad de afrontar directamente mis miedos. Todavía conservaba los recuerdos de cuando me habían humillado y golpeado delante de mi chica, y no sabía si alguna vez sería capaz de librarme de aquellos demonios. Sentía la necesidad de derrotarlos. Si encontraba un trabajo de portero, me pondría en situaciones en las que negarme a defenderme no sería una opción.

Acababa de marcharme de casa de mis padres, y daba la casualidad de que el tipo con el que compartía piso era portero, lo que contribuyó a meterme la idea en la cabeza. Por entonces yo tenía casi veintiún años, pero aparentaba quince. Era bajito, delgado, y tenía cara de niño inocente. La imagen misma de un gorila peligroso, ¿a que sí? Siempre he parecido más joven de lo que soy, pero en aquella época lo parecía más. Sin embargo, mi compañero de piso sabía que había hecho mucho entrenamiento en artes marciales y algo de defensa personal, y consiguió encontrarme un trabajo.

Y allí estaba yo, un jovenzuelo que nunca había participado en una pelea, intentando mantener el orden a las puertas de algunos de los bares y clubes nocturnos más concurridos de Dublín. Trabajé en varios sitios, pero sobre todo en un pub muy grande de Temple Bar llamado Turk’s Head y en un club llamado Redz, cerca del puente O’Connell. Desde el principio mismo se metían conmigo constantemente, noche tras noche. Ya no estaba en la puerta del aula vigilando por si venía el director mientras jugábamos a Royal Rumble. Aquello era la realidad.

Si le negaba la entrada a alguien, siempre se encaraban conmigo porque parecía muy joven y poco peligroso. Pero aquel era el momento de hacer frente a mis demonios. Aquellos eran exactamente la clase de tíos que me daban miedo en el colegio y que me habían hecho pedazos en Rathmines. Al enfrentarme a ellos cuando estaban furiosos, agresivos y borrachos, gritándome a la cara, tenía la oportunidad de experimentar la situación de pelear o huir. Los libros de Geoff Thompson que había leído me habían preparado para aquellos ataques. Por supuesto, sentía miedo y aprensión, pero había aprendido a aceptarlo como algo natural.

Cuando por fin llegaron los altercados, lo que más me asombró al principio fue lo fácil que era derrotar físicamente a alguien. Pensaba en mi héroe favorito de la infancia, Spider-Man. Antes de que le picara la araña era un pobre mequetrefe, pero al día siguiente, para su sorpresa, de pronto era capaz de vencer a sus enemigos. Exactamente lo mismo me pasó a mí cuando empecé a trabajar de portero.

Aunque al principio me resultó muy difícil la parte psicológica del desafío, el aspecto físico era bastante sencillo. Yo estaba sobrio y, aunque me faltara experiencia, sabía pelear. Los clientes estaban borrachos y en general no sabían pelear, así que cuando intentaban pegarte era muy fácil dominarlos.

Al principio lo difícil era controlar las discusiones —tener a alguien gritándote a la cara—, pero en cuanto la cosa se ponía física yo no tenía ningún problema. Aquello acabó por darme confianza para un montón de cosas en la vida: negociar un alquiler con un casero malcarado, por ejemplo. Eso era algo que me había tenido preocupado hasta entonces. Cuando tienes confianza en el aspecto físico de las cosas, adquieres más confianza en lo que no es físico. Confías en que si el asunto degenera en pelea, sabrás arreglártelas. Así corregí el efecto causado por el acoso y la paliza. Me enfrenté con aquella representación de los matones en lugar de enterrarla. Si intentaban saltar mi valla, yo me aseguraba de que nunca volvieran a planteárselo.

Estoy seguro de que podría escribir un libro entero basado en mis recuerdos de mis años de portero. Una noche estaba trabajando en la barra del sótano del Turk’s Head mientras un amigo mío estaba arriba, en la puerta de entrada. Le negó la entrada a uno, pero el tío tenía un vaso en la mano. Le estrelló el vaso en la cara a mi amigo —produciéndole varios cortes muy feos— y salió corriendo. Me enteré de la situación por mi radioteléfono: «¡Puerta principal! ¡Ven a la puerta principal!».

Corrí escaleras arriba y alguien me señaló la dirección por donde había huido el tío, así que eché a correr tras él. Al final lo alcancé a la puerta del pub Bad Bob, pero cuando me acerqué a él, se volvió y de pronto me di cuenta de lo grande que era. ¡Joder! Aquel tío era enorme. Empecé a pensar «Mierda. ¿Dónde me he metido?». Pero a aquellas alturas ya no tenía elección.

A mi manera, conseguí comunicarle al caballero en cuestión que en el Turk’s Head no consentíamos cosas como estrellarle un vaso en la cara a un tío, y estoy bastante seguro de que captó el mensaje.

Resultó que el tipo que estaba a la puerta del Bad Bob era un conocido mío, y en medio de la operación se me acercó y dijo:

—Hola, John. ¿Qué tal van las cosas?

—Bueno, bastante bien —dije—. Pero ahora mismo estoy un poco ocupado.

Estaba peleando con un tío el doble de grande que yo, y aquel fulano se me acerca para una charla amistosa. ¿Quién dijo que los porteros no son amables y cariñosos?

Cuando llegó la policía, resultó que conocían bien al grandullón… y no porque se hubiera metido en líos antes. Digamos que su conducta no era exactamente la adecuada para un agente del orden, y que lo más probable era que a la mañana siguiente lo llevaran a tener una conversación con su jefe.

Por aquel entonces, mis noches las ocupaba guardando puertas, pero durante el día estudiaba en el Instituto de Tecnología de Dublín (DIT). Tenía muchas ideas diferentes sobre lo que quería hacer con mi vida, pero nunca me había centrado en algo. Creé una pequeña empresa de paisajismo, haciendo vallas y cosas así. Hacia la mitad del primer año después de haber acabado los estudios, mi madre sugirió que hiciera un curso de ingeniería mecánica. No sé muy bien por qué, porque hasta entonces nunca me habían interesado demasiado las matemáticas ni la ciencia, pero me pareció que sonaba interesante. Acabó gustándome, y me gradué con notable.

Entre el título y los cursos relacionados, pasé cinco años en el DIT de Bolton Street. Estudiaba mucho durante el día, me entrenaba por las tardes y trabajaba de portero por las noches. A veces estaba agotado, pero enseguida me fui obsesionando con el entrenamiento, necesitaba dinero para vivir y mi madre insistía en que terminara los estudios. Y todo esto a pesar de que, a cada día que pasaba, yo empezaba a aceptar que nada me llamaba tanto la atención como las artes marciales mixtas. Si hubiera podido hacer lo que quisiera, habría dejado el curso de ingeniería y habría dedicado todo mi tiempo a entrenar. ¡Pero ir contra los deseos de mi madre no era una opción!

Con el tiempo empezó a correrse la voz de que en Rathfarnham había un tío que practicaba aquel rollo de la Ultimate Fight: yo. Fue cuando conocí a Dave Roche, que todavía sigue siendo uno de mis mejores amigos. Se podría decir que por entonces Dave era un boxeador sin guantes muy conocido. Se entrenaba en un club de boxeo a puños desnudos de Ballymun, y en general se daba por supuesto que era invencible. Dave acudió a nuestro grupo de entrenamiento en el gimnasio del colegio de Loreto Avenue, y se puso a prueba. Por entonces yo estaba aprendiendo más sobre lucha cuerpo a cuerpo, y casi todas las noches me veía metido en trifulcas en mi trabajo de portero, así que mi confianza como luchador era mayor que nunca.

Dave y yo mantuvimos una pequeña batalla, pero al final pude hacer mi imitación de Royce Gracie, pillándolo en una presa de brazo hasta que abandonó. Como me había pasado a mí después de ver la UFC 1, Dave se quedó atónito. Aquel combate fue el principio de una duradera amistad: solo tuvimos que darnos unos cuantos porrazos el uno al otro. Unos quince años antes, yo había participado en una función escolar en aquel mismo local; ahora me estaba zurrando con un tipo que se dedicaba al boxeo sin guantes. Mirándolo bien, todo era un poco loco.

La primera vez que experimenté el contacto mano a mano con un auténtico entrenador de jiu-jitsu brasileño fue en 1999, con John Machado en Londres. Machado era primo de la familia Gracie y una de las figuras más respetadas del JJB. Poder entrenar con él fue una gran oportunidad, porque hasta entonces había estado aprendiendo prácticamente solo. Era un cinturón negro de máximo nivel y además tenía acento brasileño, lo que le hacía parecer aún más auténtico. Robbie Byrne y yo asistimos al seminario y quedamos cautivados. Cuando Machado exhibió algunas de sus técnicas, yo pensé: «Vale, esto es casi imposible. Nunca seré capaz de hacer esto». Pero cuando explicó cómo lo hacía, fue como si nos hubiera hechizado. Tu cuerpo hacía cosas que no creías que pudieras hacer.

De regreso a casa, yo solo pensaba que si quería hacer progresos con el jiu-jitsu tenía que volver a entrenar con John Machado. Así que me pasé un año ahorrando cada penique que ganaba dando clases y vigilando puertas. En el verano de 2001, justo después de graduarme en el DIT, Dave Roche y yo viajamos a Los Ángeles y pasamos tres semanas entrenándonos en la academia de Machado. Fue una experiencia impresionante. Entrenábamos todo el día, todos los días, con practicantes de élite del jiu-jitsu, incluidos varios miembros del clan Gracie. Al final del cursillo, no queríamos marcharnos. Para entonces, las artes marciales mixtas (MMA: Mixed Martial Arts) se habían apoderado de mi vida. Aunque no me dedicaba a las MMA, pensaba hacerlo. Cuando volví a casa desde Los Ángeles, ya había decidido cuál iba a ser mi siguiente paso. Había llegado el momento de encontrar un sitio para abrir mi propio gimnasio.