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Probablemente, mi primer gimnasio parecía más un sitio para guardar botes de pintura y un cortacésped viejo, pero yo no lo veía así. A mí me parecía perfecto.

Básicamente era un cobertizo en la parte de atrás de una casa, en una callejuela estrecha de Phibsboro. Era viejo, frío y polvoriento. Pero era mío: un gimnasio que podía llamar mío. Bueno, al menos mientras pudiera pagarle cuatrocientas libras cada mes al dueño, un tipo simpático de Mayo que siempre estaba intentando convencerme de que me mudara a una de las habitaciones de la casa de delante «solo por cien libras más al mes».

Imaginaos un recinto de hormigón, con un lavabo y un retrete en un rincón y doce colchonetas finas en el suelo. Aquello era el gimnasio. Las paredes eran finas, así que siempre hacía mucho frío. Parte del techo se cayó una tarde de lluvia, mientras estábamos entrenando. Solíamos encender una vieja estufa de gas Superser, pero no se notaba mucha diferencia.

Dave Roche y algunos otros de nuestro grupo de entrenamiento vinieron conmigo a aquel sitio, que llamábamos The Shed, «El Cobertizo», y conseguí atraer nuevos miembros tras poner un anuncio en la revista Irish Fighter. Me pasaba allí casi todo el tiempo. Había estado picoteando en muchas disciplinas diferentes. Ahora, con mi propio gimnasio, quería practicarlas todas: kick-boxing, lucha libre, jiu-jitsu brasileño, todo. Nos entrenábamos en grupos pequeños, pero ahora resulta difícil encontrar alguien en el mundillo irlandés de las MMA que no haya tenido algún tipo de conexión con aquel gimnasio. Si no se entrenaron allí en algún momento, probablemente lo hicieron sus entrenadores. Nuestro grupo incluía a Andy Ryan, que después fundó Team Ryano, y a Dave Jones, que más adelante fundó Next Generation. Supongo que se podría decir que el gimnasio fue la zona cero de las MMA irlandesas.

Al principio, el gimnasio se llamó The Real Fight Club. Hasta encargamos unas camisetas espantosas con el nombre delante, que ahora dan bastante vergüenza. Pero en aquella época nos parecían chulísimas.

Me entusiasmaba la idea de llevar a mis padres a ver el gimnasio. Habían empezado a preocuparse por la dirección que estaba tomando mi vida, y es comprensible. Después de graduarme, dediqué mucho tiempo a las artes marciales y casi nada a encontrar un trabajo que le sacara alguna utilidad a mi título. Pensé que se sentirían orgullosos y que se tranquilizarían al ver que había abierto mi propio gimnasio.

Cuando vinieron a visitarlo por primera vez, su reacción no fue exactamente la que yo había esperado. Mi padre se limitó a menear la cabeza. Mi madre se echó a llorar.

—¿Qué demonios estás haciendo con tu vida? —preguntó—. ¿Te has pasado cinco años estudiando para conseguir un título, y ahora vas a perder el tiempo jugando con tus amigos en este sitio?

Aunque su apoyo habría sido importante para mí, no podía quejarme de su postura. A principios de siglo la UFC era todavía poco importante, y casi nadie en Irlanda había oído hablar de ella. Tal como lo veían mis padres, yo estaba persiguiendo un sueño que no existía. En realidad, estoy bastante seguro de que pensaban que su hijo estaba loco.

Ahora, en retrospectiva, entiendo muy bien cómo veían mis padres la situación. Les preocupaba el futuro de su hijo. Mi madre, en particular, estaba aterrorizada. Su hijo estaba siguiendo una carrera que no tenía casi ninguna probabilidad de éxito. Y no solo eso: además, implicaba pelear con otros hombres en una jaula. Ahora no es tan raro que un chaval irlandés hable de convertirse en luchador profesional de MMA, porque ya se ha abierto un camino para que lo sigan. Pero en 2001 no era así. Básicamente, les estaba diciendo a mis padres que iba a pasarme el tiempo forcejeando con otros tíos en un cobertizo, y que después ya veríamos. No era lo más tranquilizador que podían oír un padre y una madre.

En realidad, sí que me presenté para un trabajo después de graduarme —una vez más, para tranquilizar a mi madre—, y a punto estuve de conseguirlo. Era en Boston Scientific, y habría tenido que mudarme a Boston. Llegué hasta la fase final, en la que solo quedábamos diez candidatos. Recuerdo que a mitad de la última entrevista me di cuenta de que me había pasado todo el tiempo balanceándome en la silla, como en el colegio. Me dije para mis adentros «¿Qué demonios estás haciendo? Es una entrevista de trabajo. Siéntate derecho, payaso».

No puedo decir con seguridad que se debiera a mis malos modales, pero no conseguí el trabajo. No es que lo hubiera planeado, pero es posible que inconscientemente me hubiese comportado así en la entrevista para sabotear mis posibilidades. Habiéndome quitado por fin el título de encima, y después de haber estudiado con John Machado en Los Ángeles, solo había una cosa que quisiera hacer con mi vida.

Mi objetivo era hacer carrera en las MMA, pero no sabía muy bien cómo iba a hacerlo. Mis padres, desconcertados, se pasaron meses y años intentando disuadirme. Pero yo no estaba dispuesto a ceder. Si hubiera seguido con la ingeniería y hubiera encontrado un trabajo en ese campo, sé que no habría sido feliz. Lo que daba alegría y satisfacción a mi vida eran las artes marciales. Todo podía terminar en un fracaso, lo sabía, pero al menos estaba siendo fiel a mí mismo y a mi pasión. Si no salía bien, podía dejarlo sabiendo que lo había intentado con todas mis fuerzas.

Cuando abrí el gimnasio tenía veinticinco años, pero no tenía hipoteca, ni coche, ni una familia que mantener: en otras palabras, no tenía gastos importantes. Aun así, estaba siempre sin blanca. Todo el dinero que ganaba lo gastaba en entrenar o en viajar a Inglaterra para seminarios y peleas.

Muchos luchadores me preguntan cómo me las apañé en aquellos tiempos, y la respuesta es sencilla: tenía algo que se podía llamar «un empleo». Recibo muchos mensajes de gente que me dice que no pueden pagar lo que cuestan los gimnasios. La verdad es que ser miembro de un gimnasio es un lujo. Tienes que tener un trabajo para poder pagarlo. Así es como funciona la vida. La generación actual de luchadores en ascenso parece pensar que es necesario dejar de trabajar para seguir una carrera a tiempo completo en las MMA, pero yo siempre he pensado que hay sitio para las dos cosas. Durante los diez primeros años de mi vida en las MMA, cada penique que ganaba lo reinvertía en ellas.

Para cuando eché a rodar el gimnasio, ya había competido en unas cuantas peleas. Durante las visitas a Reino Unido para seminarios, establecí una red de contactos que me fue muy útil. Pagar los vuelos a Reino Unido ya era un gasto muy grande para mí, así que solía preguntarle al dueño del gimnasio donde tenía lugar el seminario si podía quedarme a dormir en las colchonetas. Por la noche me acostaba en una y usaba la bolsa del equipo como almohada.

El primer combate que me ofrecieron tuvo lugar en un pequeño local de Milton Keynes, en una velada organizada por un tipo llamado Lee Hasdell. Él mismo era un luchador muy competente, y había organizado los primeros eventos de MMA en Reino Unido, por lo que se le considera el padrino de las artes marciales mixtas británicas. Lee había organizado un torneo de lucha con ocho participantes, con un premio de mil libras para el ganador, y quería meter un combate de MMA durante el intermedio después de las semifinales, para darles un descanso a los dos ganadores antes de la final. Allí era donde encajaba yo.

Viajé hasta allí con Robbie Byrne, pagándome los gastos como siempre, porque en aquellos tiempos no te pagaban por los combates en el circuito regional. No había una verdadera diferencia entre combates de aficionados y de profesionales, como la hay ahora. Una pelea era una pelea.

Cuando estaba terminando el calentamiento, alguien entró en el vestuario y dijo que había un pequeño problema. Mi adversario no se había presentado. Después de viajar desde Irlanda, me fastidió mucho lo que parecía una completa pérdida de tiempo. Pero no todo estaba perdido. El encargado de la megafonía se dirigió al público preguntando si alguno de los presentes estaba interesado en pelear. Uno de los tipos que habían quedado eliminados en la primera ronda del torneo de lucha levantó la mano, y volví a tener combate. Lo terminé con bastante rapidez, pillándolo en una estrangulación triangular para ganar por abandono en el primer asalto.

Mi siguiente oportunidad de competir llegó en septiembre de 1999, en la primera velada de MMA que tuvo lugar en Irlanda. El local era el centro cívico Moyross, en Limerick, y el organizador era Dermot McGrath, un entrenador de kick-boxing que fue otra de las figuras clave de los primeros tiempos de las MMA en Irlanda. El cartel incluía un torneo entre cuatro pesos ligeros, y yo lo gané gracias a dos presas de brazo y sendos abandonos. En el local no había espectadores de verdad: solo luchadores, entrenadores y miembros de los equipos. Varios chicos de nuestro grupo de entrenamiento habían ido a competir, de modo que alquilamos un minibús para el viaje. Cuando nos marchamos después de la velada, nuestro vehículo fue apedreado, pero no recuerdo exactamente por qué. Puede que alguno de nuestros muchachos hubiera derrotado a alguien de Limerick, o puede que fuera simplemente porque éramos de Dublín.

No volví a pelear hasta el verano siguiente, cuando volví a Reino Unido y en menos de un minuto hice abandonar a Leighton Hill con una estrangulación triangular, en un centro recreativo de Worcester. La estrella de la velada era Mark Weir, que después peleó unas cuantas veces en la UFC.

Tras ganar aquellas pocas peleas ya tenía una buena reputación, y para mi siguiente combate, contra Andy Burrows en Belfast, mi cara estaba en los carteles que se pegaron por toda la ciudad. Era la primera vez, y me pareció genial. Para la foto intenté adoptar una pose que me hiciera parecer peligroso, pero fracasé miserablemente.

Mi carrera de luchador había dado buenos resultados desde muy pronto, pero la postura de mis padres no había cambiado. Cada vez que volvía a casa después de una victoria, me preguntaban: «¿Ya está? ¿Has terminado ya?». Recuerdo que antes de viajar a Inglaterra para una pelea, mi padre me dijo: «¿No sería una verdadera pena que te rompieras la espalda? ¿Qué ibas a hacer entonces?». Era otro intento de convencerme de que dejara la lucha y me buscara un trabajo normal, pero ya hacía mucho tiempo que yo había sobrepasado el punto de no retorno.

Todavía estaba estudiando en el DIT cuando tuve mis primeras peleas, y mis compañeros de clase estaban un poco alucinados. Los lunes por la mañana estaban charlando sobre lo bien que lo habían pasado en bares y discotecas durante la noche del sábado, y yo llegaba con un ojo morado y la cabeza afeitada después de haber ido a pelear a otro sitio el fin de semana. Además, casi siempre estaba reduciendo peso, de modo que nunca participaba en las juergas nocturnas de los estudiantes. Combatía sobre todo en peso pluma (66 kilos) y en peso ligero (71 kilos), aunque también habría podido competir en peso gallo (62 kilos). El caso es que siempre estaba vigilando lo que comía y bebía. Las únicas veces en que veía a alguno de mis compañeros en la calle y por las noches era cuando estaba trabajando de portero mientras ellos salían a divertirse.

Uno de los tíos que habían estado entrenándose en The Shed era un chaval llamado Terry. Era de Dublín, pero había vivido varios años en Sudáfrica. Terry había entrenado con nosotros durante unos meses cuando abrí el gimnasio en 2001, pero después había regresado a Sudáfrica. Poco después de marcharse de Dublín, Terry me llamó con una oferta para un combate. La velada se iba a celebrar en Johannesburgo en noviembre, y la organizaba el entrenador del gimnasio donde él estaba entrenando. Sin saber nada sobre el adversario ni sobre la velada, acepté la oferta al instante. Probablemente estaba más interesado en el viaje mismo. Aunque no iba a recibir nada de dinero directamente, el viaje y los gastos de una semana estaban pagados. Parecía una oportunidad de las que solo se presentan una vez en la vida, sobre todo para un amante de la naturaleza como yo. Un viaje a África estaba en mi lista de cosas que quería hacer antes de morir. No pagaban el viaje de un acompañante, pero mi amigo Derek Clarke decidió venir conmigo en plan vacaciones.

Cuando legué a Sudáfrica, me di cuenta casi de inmediato de que me había metido en un buen lío. Para empezar, estaba usando el gimnasio de mi contrincante para entrenarme. Yo estaba allí, solo, y sus compañeros no paraban de acercarse para hacerme saber que me esperaba una buena. En aquellos tiempos no podías buscar a tu contrincante en YouTube, así que ni siquiera sabía qué aspecto tenía hasta que nos encontramos en el pesaje un día antes de la pelea. Yo pesaba unos 68 kilos y él rondaba los 75. Se llamaba Bobby Karagiannidis y era campeón de lucha libre de Sudáfrica. Comprendí que iba a tener serios problemas. Era una velada bastante importante, en un recinto grande del Carnival City Casino, donde pocos meses antes Lennox Lewis había perdido su título mundial ante Hasim Rahman. Hasta entonces yo había peleado en locales pequeños, pero allí iba a haber miles de espectadores.

Además, la velada iba a ser transmitida por la televisión sudafricana. Antes de mi pelea, las cámaras entraron en los vestuarios para entrevistarme, y el presentador no podía creerse que hubiera venido desde Irlanda por mi propia cuenta. Cuando me preguntó qué tipo de entrenamiento había estado haciendo, estaba tan nervioso que intenté hacer una broma. Le dije: «He pasado mucho tiempo jugando al nuevo videojuego de la UFC, así que creo que estoy bien preparado». Por desgracia, él no entendió muy bien el chiste, y los dos acabamos pareciendo un poco tontos.

Cuando llegó la hora del combate, fue como entrar en el MGM Grand. Solo y a miles de kilómetros de casa, todo aquello daba bastante miedo. Mi plan era derribar a Bobby e intentar aplicarle una presa que le hiciese abandonar, pero era mucho mejor luchador que yo y pudo eludir mis intentos con bastante facilidad. Acabé tirando de guardia para buscar una presa de pierna. Él estaba de pie sobre mí, descargando una lluvia de puñetazos en mi cabeza. Yo estaba recibiendo mucho castigo, y debería haber soltado y corregido mi posición, pero sentía una necesidad emocional de completar la técnica. Desde entonces he aprendido la lección, pero aquella noche el error me costó caro. Mientras él me daba golpe tras golpe, yo insistía en la presa de pierna, buscando el abandono, pensando que le tenía dominado… hasta que de pronto me desperté en el vestuario. «¿He ganado?», pregunté. No exactamente. Me habían dejado KO en el primer asalto.

En el combate principal de aquella velada participó Forrest Griffin, siete años antes de convertirse en campeón de la UFC. Otro futuro luchador de la UFC que estaba en aquel cartel era Rory Singer. Después de la velada, todos salimos juntos a pasarlo bien. Después de haber sido noqueado y sufrir una conmoción, fui lo bastante estúpido para emborracharme. El hotel donde me alojaba estaba en una reserva natural, y de alguna manera llegué a la conclusión de que sería buena idea salir a correr desnudo por los alrededores a las dos de la mañana. Al día siguiente me informaron de que había tenido suerte de no servir de desayuno a un león.

Puede que en aquella pelea no obtuviera el resultado que esperaba, pero aquella noche loca resultó ser una de las más importantes de mi vida. Uno de mis compañeros de borrachera era el entrenador de Bobby Karagiannidis: un norteamericano grandote llamado Matt Thornton. Matt y yo estuvimos mucho tiempo charlando. A mí me fascinaba lo que él tenía que decir sobre el entrenamiento, y conectamos de verdad. Era capaz de verbalizar exactamente lo que yo sentía sobre el entrenamiento. Matt tenía un largo historial en las artes marciales mixtas y era bastante conocido en Estados Unidos, donde había fundado su propia academia: el Straight Blast Gym, en Oregón.

Al día siguiente, Matt daba un seminario en Johannesburgo, y pude superar mi resaca a tiempo para asistir. Allí aprendí su enfoque de la «vitalidad», que de verdad me tocó una fibra sensible. El concepto consistía en tres principios básicos: movimiento, energía y medida del tiempo, y se basaba en recrear en el entrenamiento las situaciones de una pelea real, en lugar de las habituales sesiones de ensayo de patrones «muertos»; resistirse en lugar de demostrar; perfeccionar tus habilidades contra un adversario que no coopera. El enfoque de Matt establecía una diferencia entre el entrenamiento «vivo» y el «muerto», y yo sabía cuál prefería. Ahora puede parecer puro sentido común, pero en aquella época aquel enfoque era muy original.

Cuando volví a casa, Matt y yo nos mantuvimos en contacto por e-mail. Yo estaba ansioso de trabajar más estrechamente con él, así que lo invité a viajar a Dublín el verano siguiente. Pagarle el viaje me costó una fortuna, pero decir que la inversión valió la pena sería quedarse corto.

A aquellas alturas, yo ya me había entrenado con John Machado, los Gracie y Geoff Thompson, y todos eran fantásticos a su manera. Pero Matt tenía algo diferente que le hacía destacar. Para empezar, estaba claro que era un hombre muy inteligente. También era el primer entrenador verdadero de MMA que yo había conocido: un mentor que dominaba todas las disciplinas, desde el boxeo al jiu-jitsu brasileño. Matt era cinturón negro de JJB, y mientras estuvo en Dublín me hizo mi primera evaluación. Decidió que mi primer cinturón sería el violeta.

Pero, sin duda, lo más interesante de Matt era su metodología de la «vitalidad». Yo no estaba en condiciones de mudarme a Estados Unidos para trabajar con Matt de manera permanente, pero si me daba su fórmula, sabía que podía ponerla en práctica.

Estaba lleno de admiración por Matt, y es obvio que él también vio algo en mí. Fui oficialmente acogido en la familia del Straight Blast Gym, y en 2002 The Shed se convirtió en SBG Irlanda.

Siempre fue difícil equilibrar mis compromisos como entrenador y como luchador. Cuanto más tiempo pasaba entrenando a otros, menos tenía para entrenarme para mis peleas. Pero seguí así, y en febrero de 2002 derroté en Portsmouth a un francés llamado Tamel Hasar por abandono en el primer asalto (estrangulamiento por la espalda). Aquella velada fue la primera en Europa en la que se utilizó una jaula en lugar de un ring de boxeo. Por alguna razón, a mucha gente le parece de bárbaros un combate de MMA en una jaula, pero no tienen el mismo problema cuando se hace en un ring… a pesar de que la jaula es en realidad un entorno más seguro para los competidores, ya que les impide caer por entre las cuerdas y sufrir lesiones graves.

Aunque las reglas son las mismas, hay una gran diferencia entre competir en una jaula y en un ring. Cuando oyes que la puerta se cierra, te puede entrar una fuerte claustrofobia allí dentro. Estás literalmente enjaulado. Al principio tiendes a pensar: «¡Mierda! ¡Esto es una locura! ¿Qué coño hago aquí?». También hay diferencias técnicas: por ejemplo, en una jaula octogonal puede resultar mucho más difícil hacer retroceder a tu contrincante y arrinconarlo. Sin embargo, también puede ser más fácil derribarlo, ya que no hay cuerdas a las que pueda agarrarse. Yo estaba nervioso por pelear en una jaula, porque una parte de mí se sentía como Royce Gracie, entrando en la jaula en representación del jiu-jitsu brasileño como había hecho él en la UFC 1 allá por 1993.

Dos semanas después, estaba otra vez en Inglaterra para enfrentarme a Leigh Remedios en Salisbury. Consiguió derrotarme por decisión unánime. Su siguiente combate, pocos meses después, fue en la UFC.

En el noviembre siguiente, cuando me preparaba para pelear con Danny Batten en Milton Keynes, me dije que aquel iba a ser mi último combate. El entrenador iba ganando la partida, y ya no tenía tiempo suficiente para dedicarlo a pelear. Simplemente, ya no podía compaginar los dos compromisos. Cuando eres un atleta de competición tienes que ser egoísta con tu tiempo, pero yo dedicaba la mayor parte del mío a entrenar a otros. Al final de cada sesión, tenía que responder preguntas de mis alumnos en lugar de concentrarme en recuperarme a tiempo para la siguiente sesión, o hacer un poco de trabajo para mí mismo. Mi capacidad de competir estaba menguando, pero lo más importante era que también se apagaba el deseo. Hasta entonces nunca había ganado a base de golpes; así que, sabiendo que probablemente no volvería a pelear, quería ganarle a Batten por fuera de combate. Me fui a por él y dominé el primer asalto, pero no pude noquearlo. Al final del asalto me había quedado sin combustible, y él se aprovechó de ello haciéndome abandonar con una llave al final del segundo asalto.

No era ninguna vergüenza perder con Danny Batten —era uno de los mejores del circuito británico y más adelante llegó a ser campeón de peso pluma en Cage Warriors—, pero me sentí muy decepcionado después de aquella derrota. Sentía que era mejor que él, pero me había cansado y había pagado el precio.

No podía terminar mi carrera de luchador con aquel resultado. Cinco meses después estaba otra vez en Milton Keynes para enfrentarme a otro gran luchador británico, Robbie Olivier. En aquella velada se hizo evidente que el papel de entrenador se iba apoderando poco a poco de mí. Unos cuantos combates antes del mío, yo estaba en el rincón de uno de mis alumnos, Adrian Degorski, que debutaba aquella noche. Cuando me dirigía a la pelea con Robbie, tuve que aceptarlo: ganara o perdiera, aquel era definitivamente el final.

Es posible que estuviera buscando un final de cuento de hadas para mi carrera, y gracias a Dios lo tuve. Hice abandonar a Robbie con una presa de brazo en el primer asalto. Ahora podía retirarme como vencedor.

Robbie Olivier hizo una carrera muy buena en Reino Unido. Derrotó a varios tíos que después fueron contratados por la UFC —Brad Pickett, por ejemplo—, por lo que es un poco sorprendente que nunca llegara a competir en la UFC. Por supuesto, después de derrotar a Robbie había una parte de mí que se preguntaba hasta dónde habría podido llegar si hubiera seguido compitiendo, y claro que eso me hacía pensar, en vista del éxito que después tuvo él. Pero la que sentía eso era solo una parte muy pequeña de mí. Enseñar era mi pasión. Sabía desde el principio que pelear no me inspiraba de la misma manera que entrenar a otros. A lo largo de los años he observado el carácter competitivo de mis luchadores y tengo que reconocer que yo nunca fui así. Yo no tenía nada parecido a la pasión por la competición que ellos poseen. Durante muchos años he seguido llevando el protector bucal cuando viajo con mis luchadores, por si acaso alguien no se presenta y necesitan un sustituto para la velada. Y seguí compitiendo de vez en cuando en torneos de jiu-jitsu brasileño. En 2005 gané una medalla de oro como cinturón violeta en los Campeonatos de Europa que se celebraron en Lisboa. Aquel fue un momento trascendental para mí, y Matt Thornton me premió con un ascenso a cinturón marrón. Pero el juego de las MMA se estaba poniendo mucho más serio, y muy deprisa. Los pocos deseos que me quedaban de competir en las MMA no tardaron en desaparecer por completo.

Siempre he sido instructor y mentor. A los doce años, cuando conseguí mi cinturón negro de karate, ya estaba ayudando en la instrucción de los principiantes, incluidos algunos que tenían veintitantos y treinta y tantos años. No era el jefe, pero me gustaba que me delegaran un poco de responsabilidad para ayudar al instructor. Lo mismo me ocurría en otros campos de la vida. Enseñé a mi madre a manejar un ordenador. Cuando era estudiante, ayudaba habitualmente a mis compañeros con problemas o preguntas que se les atravesaban.

Cada vez que luchaba, con el fin de motivarme, tenía que hacer algo que siempre digo a mis luchadores que no hagan, que es implicarse emocionalmente en la pelea. Muchas veces, para que yo me motivara, mi amigo Robbie Byrne tenía que hacer algún comentario idiota antes de la pelea: «John, me han dicho que este tío va por ahí diciendo cosas horribles sobre tu hermana. Hazle pagar por ello». Y yo salía disparado de mi rincón, dispuesto a hacer pedazos a mi contrincante. No importaba que lo que Robbie decía fuera mentira; conseguía que yo me involucrara.

En retrospectiva, veo que la lucha —como el trabajo de portero de bares y discotecas— era otra manera de librarme de los persistentes demonios que yo tenía como consecuencia de haber sido acosado y haber tenido miedo de defenderme en el colegio. Pero los cinturones y el dinero no me importaban. No ganaba nada con ello. En realidad, pelear me costaba dinero. Y a diferencia de la mayoría de los aspirantes a luchadores de MMA, yo no me veía fichando un día por la UFC. Al menos no como luchador.

Kieran McGeeney, que capitaneó al Armagh en el campeonato de fútbol de Irlanda de 2002, es ahora entrenador en el SBG Irlanda. Muchas veces dice que para competir a alto nivel en cualquier deporte tienes que tener un lado oscuro. Si no puedes sacar fuerzas de ese lado oscuro, no tardas en dejarlo. Yo era un ejemplo de luchador que no tenía acceso al lado oscuro. Recuerdo peleas en las que estaba dominando, y una parte de mí tenía ganas de decirle al adversario lo que tenía que hacer para escapar de una presa o algo parecido: «No, mueve la mano hacia aquí». Enseñar y entrenar siempre se me dieron mucho mejor que competir y ganar.