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Ahora que mi carrera de luchador era una cosa del pasado, ya podía concentrarme por completo en enseñar. El objetivo era convertir SBG Irlanda en el mayor éxito posible y reunir un equipo de luchadores que representara dignamente al gimnasio. Y no íbamos a poder hacer eso desde un cobertizo en una callejuela de Phibsboro.

Al cabo de un par de años, el número de miembros de The Shed aumentaba sin parar, y aquellas cuatro finas paredes de hormigón tenían dificultades para contenernos. Si el SBG quería crecer, necesitábamos más espacio.

En 2003 nos trasladamos a Greenmount Avenue, en Harold’s Cross. El local que encontramos parecía un palacio en comparación con The Shed. Era mucho más grande y luminoso, y tenía hasta ducha. Con aquellos lujos, nos sentíamos como si estuviéramos ascendiendo en el mundo. Antes de que nosotros nos mudáramos, el local había sido un gimnasio de boxeo tailandés, así que estaba debidamente equipado. Mudarse a un sitio mejor como aquel era muy emocionante, y el hecho de poder permitírmelo era una señal de que las cosas progresaban en la dirección correcta.

Aun así, daba algo más que un poco de pena dejar The Shed.

Sí, era maloliente, húmedo, frío y nada adecuado para deportistas de élite, que era lo que aspirábamos a ser, pero yo le había tomado muchísimo cariño al local, y los otros muchachos sentían lo mismo. Ocurriera lo que ocurriera a partir de entonces, nos llevara donde nos llevara nuestro viaje, The Shed era donde todo había empezado. Y por eso siempre tendrá un sitio especial en mi corazón.

Habiendo dado por terminada mi carrera de luchador, podía concentrarme por completo en reunir un equipo competitivo de luchadores y asegurarme de que entrenaban bien. Algunos de los chicos ya estaban llamando la atención en el circuito británico. Mick Leonard era por entonces uno de los mejores luchadores del SBG; también Andy Ryan había logrado buenas victorias; y aunque no competía con mucha frecuencia, Dave Roche aplastaba a sus contrincantes cada vez que luchaba.

Pero el atleta más impresionante que teníamos entonces era, probablemente, Adrian Degorski. Era polaco, formaba parte de la gran migración a Irlanda desde Europa del Este en el cambio de siglo, y había llegado con una gran experiencia en boxeo. La lucha cuerpo a cuerpo nunca se le dio muy bien a Adrian, pero su pegada era impresionante y era un atleta fenomenal. Había sido miembro del equipo nacional de boxeo amateur, y tenía un historial de, más o menos, 50 a 1. En el único combate que había perdido había peleado con un pie roto, lo que dejó de sorprenderme a medida que le fui conociendo mejor, porque el tío era más duro que un clavo de ataúd. También tenía mal genio. Le conseguí un trabajo en la puerta de un pub, y al primer tipo que le causó problemas lo dejó inconsciente de un solo puñetazo. Intenté explicarle a Adrian que no podía pegarle a todos los que causaran problemas, pero estoy seguro de que pensó que estaba bromeando.

Otro miembro del SBG que ya estaba en The Shed era un chaval de dieciocho años de Ballymum Street que llegó una tarde con Dave Roche.

—John, este es Owen Roddy —me dijo Dave—. De momento no puede pagar las tarifas, pero si le dejas entrenarse aquí limpiará las colchonetas todas las noches.

—Las colchonetas las limpio yo mismo, Dave —respondí—. Solo me lleva medio minuto.

Pero soy un poco primo en estas situaciones. Dave siguió insistiendo y Owen parecía un buen chico. Era educado y entusiasta —dos características fundamentales para mí—, así que le di una oportunidad. Y me alegro de haberlo hecho. Con el tiempo, Owen iba a demostrar que valía su peso en oro para el SBG.

Para los que habíamos estado allí desde el principio, 2003 fue un año apasionante para nuestro deporte. El año anterior habían surgido en Reino Unido compañías como Cage Warriors y Cage Rage. El circuito era todavía muy pequeño. Los promotores estaban mezclando una baraja con muy pocas cartas. Si competías en una velada, estabas atento a los otros combates, porque era muy probable que estuvieras estudiando a un futuro contrincante.

Con mucha frecuencia teníamos que cruzar el mar de Irlanda para pelear, pero de vez en cuando también había veladas en Irlanda. El mayor espectáculo fijo en la isla era el de Cage Wars, la compañía que en 2002 había utilizado por primera vez una jaula en Europa. La dirigían Paddy Mooney y Tom Lamont, dos promotores que organizaron algunas veladas verdaderamente buenas en el King’s Hall de Belfast, con luchadores como Jess Liaudin y Samy Schiavo, que después competirían en la UFC.

Sin embargo, mientras mi equipo de lucha iba creciendo, todavía no había suficientes veladas para satisfacer su afán de competir. ¿Cómo encontré una solución a esto? Haciendo lo que siempre había hecho: decidí tomar cartas en el asunto. Por supuesto, no tenía ninguna experiencia como promotor, pero pensé: «No puede ser muy difícil. Llevamos un ring, lo instalamos en un local, hacemos que unos cuantos tíos se peleen y cobramos a la gente por verlo».

El local era el Ringside Club, un sitio pequeño situado junto al Estadio Nacional de Boxeo de Dublín. Tenía capacidad para unas trescientas personas, y aunque no era fácil vender todas las entradas —las redes sociales aún no existían, de modo que no podíamos recurrir a Facebook y Twitter para correr la voz—, conseguíamos llenarlo en las dos o tres veladas que hacíamos al año. Allí fue también donde hicieron sus primeros pinitos en la competición casi todas las futuras estrellas irlandesas de la UFC. Por quince euros que costaba la entrada, siempre me pareció que los espectadores recibían calidad por su dinero. Eran veladas divertidas.

Llamé a la compañía Ring of Truth, porque las peleas se hacían en un ring de boxeo y, tal como yo lo veía, esa era la verdad en un combate: dos tíos que pesaban lo mismo, mezclando una variedad de estilos de lucha para ver quién era de verdad el mejor luchador. Más adelante, cuando pude permitirme alquilar una jaula en Reino Unido, se convirtió en la Cage of Truth. Fue el primer espectáculo fijo en la República de Irlanda, y fue también donde muchos aficionados vieron por primera vez artes marciales mixtas, de modo que desempeñó un importante papel en el gradual crecimiento de este deporte.

La primera velada tuvo lugar el 1 de octubre de 2004. Participaron luchadores de gimnasios de todo el país, que habían venido para competir. Muchos de ellos —como John Donnelly, Francis Heagney, Micky Young y Greg Loughran— estaban sentando las bases de carreras bastante exitosas.

En el aspecto de la producción, las primeras veladas no habrían podido ser más básicas. Montamos un ring en el centro del Ringside Club y abrimos las puertas a los aficionados. No teníamos una iluminación decente y, desde luego, no había cámaras de televisión, aunque en YouTube hay algunos vídeos cutres, por si les apetece comprobar lo primitivo que era todo. Escupitajos y serrín, todo de lo más auténtico. Como promotor y entrenador, a veces era complicado asegurarse de que el espectáculo funcionara fluidamente mientras estabas en el rincón con tus luchadores, pero siempre era divertido. En cuanto a las revisiones médicas, un tío de la organización benéfica St. John Ambulance solía limitarse a preguntar: «¿Estás bien? Estupendo, pues adelante». Aquello solía ser todo. Con el tiempo, este aspecto del asunto se volvió más escrupuloso, y con buenas razones, pero entonces la verdad era que no sabíamos hacer otra cosa.

Las veladas no generaban beneficios, pero tampoco acumulé pérdidas. El objetivo no era ganar dinero, sino conseguirles combates a mis chicos, así que misión cumplida. La principal dificultad que teníamos era que muchos luchadores se descolgaban sin avisar con tiempo suficiente, y teníamos que pasar los últimos días enviando correos a gimnasios de Reino Unido y Francia, preguntando si había alguien disponible para sustituirlos. En una ocasión teníamos diez combates en cartel, y en seis de ellos intervenían luchadores que venían viajando en un convoy de coches desde Irlanda del Norte. A las siete de la tarde del día del evento, con las puertas del local ya abiertas, el local lleno y la primera pelea a punto de empezar, todavía no había noticias de los tíos del norte. Presa del pánico, telefoneé a uno de ellos y me enteré de que, después de dar unas cuantas vueltas por Dublín sin poder encontrar el sitio, habían decidido volver a casa. Viendo que solo me quedaban cuatro peleas en cartel y que había trescientas personas que habían pagado por una noche de diversión, tuve que rebuscar para llenar el hueco. Buscaba a cualquier persona que hubiera en el local con un mínimo de experiencia en artes marciales y que quisiera ayudarme. Acabé metiendo en el ring a dos tíos para una exhibición de judo, y a un chavalín que exhibió unas cuantas técnicas de karate. Fue un absoluto desastre, pero salimos del paso sin demasiadas reclamaciones.

Las MMA nunca fueron ilegales en Irlanda —y en aquella época la gran mayoría de los irlandeses ni siquiera sabía que existían—, pero no estábamos seguros de cómo iban a reaccionar las autoridades. Afortunadamente, nunca tuvimos ningún problema por ese lado. Creo que en parte se debió a cómo anunciábamos las veladas. Incluso después de empezar a usar una jaula, los carteles hablaban de una velada de artes marciales, y no de luchas en jaulas. Con razón o sin razón, son dos cosas que parecen tener connotaciones muy diferentes.

Otra velada que se organizó en Dublín por aquella misma época siguió el camino contrario. Iba a tener lugar en el Hotel Red Cow y, excepcionalmente, yo había accedido a pelear en ella. Estaba bastante entusiasmado porque iba a pelear, con mi jiu-jitsu brasileño, contra Jim Rock, un conocido boxeador profesional irlandés. Me veía interpretando el papel de Royce Gracie en UFC 1.

Por desgracia, no llegó a hacerse realidad. Una semana antes de la fecha, a pesar de que ya se habían vendido cientos de entradas, el Ayuntamiento del Sur de Dublín canceló el evento. Los promotores habían puesto carteles que anunciaban «luchas en jaula», incluido uno enorme en la rotonda del Red Cow. Supongo que atrajo una atención no deseada de las autoridades, que cortaron por lo sano.

Una tarde de 2005, en el gimnasio de Harold’s Cross, vino a vernos un tipo lituano. Un año después, cuando se estrenó la película de Sacha Baron Cohen Borat, empezamos a llamar «Borat» al lituano: eran prácticamente iguales. El acento y las ropas chillonas eran casi idénticos.

Borat dirigía una compañía bastante popular llamada Rings, que había organizado casi cien veladas en todo el mundo desde 1995. Quería traer su espectáculo a Irlanda y preguntó si había algún luchador del SBG interesado en competir. La velada estaba programada para el 12 de marzo de 2005 en el Point Depot (más tarde rebautizado como el O2 Arena y ahora conocido como la 3Arena). Iba a ser el mayor espectáculo de MMA jamás visto en Irlanda, así que, evidentemente, nos apuntamos. Iban a venir algunos luchadores extranjeros verdaderamente buenos, entre ellos Gegard Mousasi, que después sería campeón de Strikeforce y todavía es una estrella de la UFC.

Matt Thornton vino desde Estados Unidos para estar presente, y parecía que iba a ser una gran noche para el gimnasio. Tras ganarnos una reputación como el mejor equipo de Irlanda, con luchadores capaces de medirse con los mejores de Reino Unido, era la oportunidad de darnos a conocer en un escaparate internacional. Además, yo estaba deseando impresionar a Matt, y era consciente de su presencia mientras acompañaba a los muchachos en los calentamientos y los guiaba desde el rincón durante sus combates.

Pero fue una mala noche para el SBG. Varios de mis chicos fueron masacrados, y la velada misma fue un poco catastrófica. De vez en cuando, incluso a los niveles más altos, se da una de esas noches en las que los combates no lucen, el público está inquieto y se oyen más abucheos que aplausos. La de Rings fue una de esas. El peor momento de la noche llegó con el combate estelar. Rodney Moore, de Irlanda del Norte, iba a pelear con un tipo llamado Jimmy Curran, un conocido kick-boxer de Dublín, aunque en realidad no tenía ninguna experiencia en MMA. Jimmy había vendido un montón de entradas, así que en muchos aspectos era la atracción principal.

Rodney salió primero y se situó en su rincón, pero cuando se anunció a Jimmy, este no apareció. Hubo un incómodo silencio, y entonces Borat —que también hacía de presentador— volvió a intentarlo: «Probemos otra vez. ¡Desde Dublín, Irlanda, Jimmy Curran!». Pero no había ni rastro de él. Al público no le gustó, y empezaron a llover botellas de cerveza sobre los que estábamos cerca del ring, que corrimos a ponernos a cubierto.

Cuando volvimos a los vestuarios, descubrimos que Jimmy había cambiado de parecer acerca de pelear y había huido por la ventana antes de que le tocara salir al ring. Por desgracia, Jimmy no tardó en encontrar otros problemas más graves: tres semanas después, en un incidente sin relación con este, lo mataron a tiros en un pub de Dublín.

Después de la velada de Rings yo estaba completamente abatido. No solo había sido decepcionante para el SBG; había sido una noche caótica para las MMA irlandesas en general. Yo estaba irritado, avergonzado y desilusionado. Fue una de esas noches en las que todo lo que puede salir mal sale mal. Como resultado, recibí muchos insultos de los fans irlandeses de las MMA en los foros de internet: «John Kavanagh avergonzó a Irlanda en un escenario mundial». Pero lo que más me preocupaba era lo que aquello podía significar para nuestro deporte en el país en general. A las MMA les estaba costando despegar en términos de popularidad, y esto no iba a ayudar. Para muchos de los que estaban aquella noche en el Point Depot, era su primera experiencia con este deporte. No se les podía reprochar que no quisieran volver a saber nada de él. Así de malo fue.

Nos iba a costar continuar, pero en tiempos difíciles hay que perseverar. Fue un período duro, pero no pensé en tirar la toalla ni una sola vez. Enseguida estuvimos de vuelta en el gimnasio preparándonos para la siguiente tanda de combates. Si alguien piensa que el progreso de las MMA en Irlanda siguió una curva ascendente constante, puedo asegurarle que no fue así. Hubo casi tantos bajones como subidas, sobre todo en los primeros tiempos, y aquel fue uno de los varios reveses. Sin embargo, si emprendes el camino del éxito, no puedes llegar a tu destino sin sufrir varios fracasos por el camino. A la gente que cuenta no le importa si ganas o pierdes. Pierdes el sábado por la noche y empiezas otra vez el domingo por la mañana. Por eso nunca me he dejado llevar por la euforia al celebrar una victoria ni me hundo en los abismos después de las derrotas. Ganar y perder son dos caras de la misma moneda. El lema del SBG es ganar o aprender, no ganar o perder.

Una de las muchas ventajas de formar parte del Straight Blast Gym ha sido conocer y tratar a otros miembros de la familia mundial del SBG, algunos de los cuales se han convertido en buenos amigos. Por ejemplo, Karl Tanswell, de Manchester. Karl es un entrenador excelente y un hombre estupendo para tener a tu lado. Viajando por el mundo por el deporte que amamos, hemos compartido grandes experiencias.

Irlanda siempre será mi casa, pero en mi corazón hay también un gran espacio para Islandia. Fui allí por primera vez en 2005, a petición de Matt Thornton, para impartir varios seminarios y entrenar en un gimnasio de Reikiavik llamado Mjölnir. Matt había estado yendo allí una vez al año, pero en 2005 me pidió que lo sustituyera. Más que nada, lo vi como unas vacaciones en una parte interesante del mundo; desde luego, no pensaba que fuera a ser el primero de mis muchos viajes a Islandia. Además, era un honor que Matt considerara que podía confiar en mí hasta aquel punto.

El Mjölnir estaba lleno de atletas entusiastas, pero dos tipos destacaban desde el primer momento. Uno era Arni Isaksson, un personaje con mucho carácter que siempre estaba poniéndose a prueba. Su apodo, «El Vikingo de Hielo», resultaba muy adecuado. El otro era un chaval de dieciséis años llamado Gunnar Nelson. Ya me habían hablado de Gunni antes de partir de Dublín. Tenía un nivel de karate muy alto, y aunque la lucha cuerpo a cuerpo era nueva para él, se había metido en ella como un pez en el agua.

Cuando llegué, Gunni me pidió una lección privada, y su potencial se hizo evidente en cuanto empezamos. Aun así, solo para recordarle quién era el entrenador, lo mantuve a raya durante un rato y le hice cosquillas al final de la lección.

Mi primer encuentro con Arni no fue tan afable. Vestido solo con unos calzones de boxeo tailandés, y sudando de pies a cabeza después de una sesión de entrenamiento, se acercó a mí con mirada de loco y me dijo en su rudimentario inglés:

—¿Luchas de pie?

Yo pensé que quería pelear conmigo, así que le respondí:

—No, contigo no.

Pero lo que en realidad me estaba preguntando era si yo entrenaba para la lucha de pie, además de en el suelo. Tras aquel tropiezo inicial, Arni y yo nos llevamos muy bien. Con solo veintiún años, era un buen kick-boxer que estaba ansioso por destacar en las MMA. Cuando regresé a Dublin, Arni vino conmigo para entrenar en el SBG.

El plan inicial era que se quedara en mi apartamento un par de semanas, hasta que encontrara un alojamiento propio. Tres meses después, todavía estaba viviendo conmigo. Yo miraba periódicos y páginas web todos los días, buscando habitaciones que él pudiera alquilar en Dublín. Lo enviaba a visitar aquellos sitios, pero siempre volvía con malas noticias.

—No me lo han alquilado.

«¿Qué está pasando aquí?», me preguntaba yo. Arni era un tipo simpático, y parecía extraño que nadie le alquilara una habitación. La siguiente vez que Arni fue a mirar un sitio, le acompañé. Y entonces comprendí por qué nadie quería alquilarle nada.

Cuando llegamos a la casa, una mujer joven abrió la puerta y Arni ladró:

—¡Quiero habitación!

Tenía un ojo morado —cosa normal en él— y llevaba la capucha puesta. Un poco aterrorizada por tener a su puerta a aquel extranjero furioso con un ojo a la funerala, la chica dijo: «Está alquilada» y cerró de un portazo.

Desconcertado, Arni se volvió hacia mí y dijo:

—Esto es lo que me pasa siempre.

Arni debutó en las MMA aquel mismo año de 2005, y aquel fue el comienzo de una buena carrera profesional que incluyó grandes victorias contra tíos como Greg Loughran y Dennis Silver, además de un combate por el título de los pesos welter en Cage Warriors.

Otra de las jóvenes promesas del gimnasio de Harold’s Cross era un chico de diecisiete años muy interesante llamado Tom Egan. Tom era muy ligero de pies, tenía mucho carisma y era un atleta soberbio. En aquel momento, era el mejor de la generación más joven del SBG. También estaba mi primera luchadora, Aisling Daly. Cuando apareció por primera vez en el gimnasio, me daba un poco de aprensión que una muchacha adolescente se entrenara con un montón de tíos, y ella me parecía una persona tranquila y rarita que no iba a encajar en aquel ambiente. Tenía que tratar a Aisling igual que a cualquiera de los chicos, así que se las hice pasar canutas para ver si tenía lo que hay que tener para pelear. Y cada vez que le daba caña, ella volvía a por más.

A medida que el gimnasio crecía, iban entrando por nuestra puerta una gran variedad de nuevos miembros, desde chavales a adultos jubilados. Cuando se acercaba el verano de 2006, ya estábamos otra vez en condiciones de encontrar un local mejor para el SBG Irlanda. Tras decidir alquilar unas instalaciones estupendas en Tallaght, informé al casero del local de Harold’s Cross de que íbamos a desalojar el edificio.

Sin embargo, tres semanas antes de la mudanza todo se vino abajo. El propietario del local de Tallaght llamó para decir que había cambiado de parecer, a pesar de que hacía meses que habíamos cerrado el trato dándonos la mano. Según él, resultaba muy complicado obtener el permiso para abrir un gimnasio de artes marciales mixtas en su edificio, y se había echado atrás. Y ya era demasiado tarde para recuperar el alquiler del local de Harold’s Cross, así que me quedé en el limbo.

Los cuatro meses que pasamos buscando un nuevo local fueron muy duros. Mientras tanto, tuve que dar clases a tiempo parcial en un gimnasio escolar en Crumlin. Era dolorosamente consciente de que cuanto más durara la búsqueda de un nuevo gimnasio, más perjudicial sería para el futuro del SBG Irlanda. ¿Cómo nos iban a tomar en serio como equipo internacional de lucha si solo entrenábamos unas cuantas veces por semana, en colchonetas pensadas para que las usaran niños en clases de educación física?

Trabajar solo a tiempo parcial hizo mella en mis ingresos, y como consecuencia tuve que volver a trabajar de portero en bares y discotecas varias noches a la semana. Un par de años antes, cuando el gimnasio estaba creciendo y pude dejar el trabajo de portero, me había dicho que si alguna vez tenía que volver a aquel trabajo sería señal de que había llegado el momento de renunciar al sueño de hacer carrera en las artes marciales. Empezaba a sentir la presión para buscar lo que mis padres llamaban «un trabajo de verdad». En un momento dado, me encerré en mi cuarto de baño, me acurruqué en el suelo y lloré durante un par de horas. Me daba miedo haber perdido años de mi vida metiéndome en un callejón sin salida, cuando habría podido aprovechar mi educación.

Por fin, a finales del verano encontramos un nuevo lugar. Estaba en una nave industrial de Rathcoole, a unos quince kilómetros del centro de Dublín. La situación no era ideal, ni mucho menos: hacían falta por lo menos dos trayectos en autobús para llegar allí desde el centro. Pero era un buen edificio para un gimnasio y no habíamos perdido ni un solo miembro durante el período de barbecho. El sueño seguía vivo.