15

A las siete lo llamaron para despertarlo. Se levantó con la impresión de haber dormido profundamente durante muchas horas. Su cuerpo se hallaba sumido en un agradable torpor que no lo abandonó hasta que se duchó, se afeitó y se cepilló los dientes. El cielo estaba gris, pero no había visos de que fuese a llover. Tsukuru se vistió y tomó un desayuno ligero en el comedor del hotel.

Pasadas las nueve, se dirigió a la oficina de Olga. Era una oficina pequeña pero acogedora situada en medio de una calle empinada. Además de Olga, había un hombre alto de ojos saltones que estaba explicando algo por teléfono. De las paredes colgaban pósters a todo color de las distintas regiones de Finlandia.

Olga le dio varios mapas. Le dijo que, si desde Hämeenlinna seguía un camino que bordeaba el lago, llegaría al lugar donde se encontraba la casa de veraneo de la familia Haatainen. Marcó con una x el lugar exacto. El lago, de formas alargadas, se extendía serpenteando como un canal. Probablemente el cauce lo había abierto un glaciar que, hacía millares de años, había avanzado horadando a su paso el paisaje.

—Creo que no te será difícil encontrar el camino que lleva a la casa —dijo Olga—. Finlandia no es como Tokio o Nueva York. Hay poco tráfico y, si sigues las señales, y no te topas con ningún alce, llegarás sin problemas.

Tsukuru le dio las gracias.

—Te he reservado un coche. Un Volkswagen Golf con sólo dos mil kilómetros. No salía demasiado caro, pero nos han hecho un descuento.

—Gracias. Perfecto.

—Ojalá te vaya bien. Has hecho muchos kilómetros para llegar aquí —añadió Olga con una sonrisa—. Si tienes cualquier problema, llámame.

Tsukuru le dijo que así lo haría.

—Ten cuidado con los alces. Son animales muy lerdos. Por si acaso, no corras demasiado.

Se despidieron con otro apretón de manos.

En la agencia de alquiler de coches le dieron las llaves de un Golf azul marino, efectivamente con muy poco kilometraje, y la chica que atendía en el mostrador le explicó cómo llegar a la autopista desde el centro de Helsinki. Debía prestar un poco de atención, pero no era tan complicado. Y una vez en la autopista, era pan comido.

Tsukuru llegó a la autopista y se dirigió hacia el noroeste. Circulaba a unos cien kilómetros por hora mientras escuchaba música clásica en un programa de radio de FM. Casi todos los coches lo adelantaban, pero a él no le importaba. Hacía mucho tiempo que no se sentaba al volante de un coche, y además tenía que ir con cuidado, porque debía conducir por la derecha.[11] Quería llegar a la casa cuando la familia Haatainen hubiera terminado de almorzar. Tenía tiempo de sobras. No debía apresurarse. La emisora de música clásica emitía un alegre y esplendoroso concierto para trompeta y orquesta.

En la mayor parte del trayecto, el bosque flanqueaba la autopista. Daba la impresión de que todo el país estuviera cubierto de un profuso y lozano verdor. Eran bosques de abedules, y, aquí y allá, asomaban algunos pinos, píceas y arces. Pinos silvestres de tronco muy erguido y abedules cuyas ramas colgaban hacia abajo. Ninguna de esas especies crecía en Japón. De vez en cuando se divisaba algún árbol latifolio. Aves de gran envergadura planeaban lentamente, dejándose llevar por el viento, mientras oteaban sus presas. En ocasiones se veía el tejado de alguna granja. Eran grandes, sus cercados rodeaban suaves lomas en las que pastaba el ganado. En los pastizales habían segado y recogido la hierba en grandes fardos redondos, a todas luces con la ayuda de máquinas.

Llegó a la ciudad de Hämeenlinna antes de las doce. Tsukuru dejó el coche en un aparcamiento y paseó un rato por la ciudad. Luego se sentó en una cafetería de la plaza principal, y pidió un café y un cruasán. El cruasán le resultó demasiado empalagoso, pero el café, fuerte, le gustó. Al igual que en Helsinki, en Hämeenlinna también estaba nublado. No se veía ni un rayo de sol. Tan sólo, en el cielo, un tenue resplandor naranja de formas redondas. Como en la plaza soplaba un viento frío, decidió ponerse un jersey fino encima del polo.

En Hämeenlinna apenas había turistas. Los viandantes, con ropa de diario, cargaban con bolsas de la compra. En las calles del centro se concentraban los comercios que vendían alimentos y productos que los habitantes de la zona o de las casas de campo necesitarían a diario, pero ningún local para turistas. Frente a la cafetería, al otro lado de la plaza, se alzaba una gran iglesia achaparrada, con un tejado redondo de color verde. Una bandada de pájaros negros voló de ese tejado a otro como una ola al romper en la orilla. Gaviotas blancas caminaban despacio sobre las losas de piedra de la plaza, observando a su alrededor sin perder detalle.

A un lado de la plaza había varios carros donde se vendía fruta y verdura. Tsukuru aprovechó para comprar unas cerezas. Después se sentó en un banco. Mientras comía las cerezas, dos niñas de diez u once años se acercaron y se lo quedaron mirando. Seguramente no había muchos asiáticos en la zona. Una era larguirucha y de tez pálida, y la otra, morena y de mejillas pecosas. Las dos llevaban el pelo recogido en una trenza. Tsukuru les sonrió.

Como gaviotas precavidas, se acercaron un poco más a él.

—¿Eres chino? —preguntó en inglés la más alta.

—Soy japonés —dijo Tsukuru—. Nos parecemos, pero somos distintos.

Las dos pusieron cara de no entender demasiado.

—¿Vosotras sois rusas? —les preguntó Tsukuru.

Ellas negaron repetidamente con la cabeza.

—Finlandesas —respondió, muy seria, la pecosa.

—Pues es lo mismo —dijo Tsukuru—. Os parecéis, pero sois distintas.

Las dos asintieron.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la pecosa, como si practicara su inglés. Seguramente lo estudiaban en la escuela y querían probar a hablar con un extranjero.

—He venido a ver a una amiga —contestó Tsukuru.

—¿Cuánto tiempo se tarda en venir desde Japón? —preguntó la alta.

—En avión, unas once horas —dijo Tsukuru—. Me dio tiempo a hacer dos comidas y a ver una película.

—¿Qué película?

La jungla de cristal 12.

Las niñas parecieron quedarse satisfechas. Se tomaron de la mano y se marcharon corriendo por la plaza, sus faldas revoloteando al viento. Igual que las bolas de hierba que había visto por el camino. No hubo pensamientos ni sentencias sobre la vida. Tsukuru siguió comiendo tranquilamente sus cerezas.

A la una y media llegó a la casa de veraneo de la familia Haatainen. Encontrar la vivienda no fue tan fácil como Olga había dicho, puesto que no había nada digno de ser llamado carretera. De no haber sido por un amable anciano, quizá nunca habría encontrado la casa.

Un viejo de pequeña estatura que iba en bicicleta se había acercado al ver a Tsukuru, con aire de extraviado, con un mapa de Google en la mano y el coche parado, a un lado de la carretera. Llevaba una vieja gorra de paño y botas de goma. De las orejas le salía una pequeña mata de pelos blancos y tenía los ojos rojos e irritados. Parecía muy enfadado. Tsukuru le enseñó el mapa y le dijo que buscaba la casa de los Haatainen.

—Queda cerca. Vamos, le acompañaré —dijo el anciano, primero en alemán y luego en inglés. Apoyó contra un árbol la bicicleta negra, que tenía pinta de pesar lo suyo, y sin esperar respuesta subió al asiento del acompañante del Golf. Después apuntó hacia delante con uno de sus dedos ásperos como viejos tocones y le fue indicando el camino. Un poco más allá, se abría un camino sin asfaltar que transcurría por entre una arboleda; el lago quedaba a un lado. Era simplemente una vereda que habían formado las rodadas de los vehículos. En el centro, entre las dos rodadas, crecía abundante hierba. Llegaron a una bifurcación donde, clavados a los troncos de los árboles, había varios letreros con palabras escritas a brocha. En uno de ellos, señalando la bifurcación de la derecha, se leía HAATAINEN.

Tras avanzar durante un rato por el camino que el letrero indicaba, salieron por fin a un espacio abierto. Entre los troncos de los abedules se veía el lago. En un pequeño embarcadero había amarrada una barca de color mostaza. Era un sencillo bote de pesca. Circundada por una arboleda, se alzaba una preciosa cabaña de madera con una chimenea rectangular de ladrillo. Al lado estaba aparcada una furgoneta Renault blanca con matrícula de Helsinki.

—La casa de los Haatainen —anunció el viejo en un tono solemne. Y a continuación, como quien se dispone a partir en medio de una ventisca, se caló la gorra y escupió al suelo. De su boca salió una flema espesa que cayó como un guijarro.

Tsukuru le dio las gracias.

—Ahora que ya sé el camino, lo llevaré de vuelta hasta su bicicleta.

—No, no hace falta. Ya vuelvo andando —dijo el anciano, para variar, enfadado. O eso supuso Tsukuru que había dicho, porque lo cierto era que no le entendió. Quizá lo había dicho en finlandés. Entonces, sin darle tiempo a Tsukuru de tenderle la mano, se alejó deprisa del coche y echó a andar con grandes pasos. No se volvió en ningún momento. Como la Parca tras indicarle a un muerto el camino hacia el Averno.

Tsukuru consultó su reloj de pulsera. ¿Habrían terminado de comer? Dudó un instante, pero no se le ocurrió qué otra cosa podía hacer, y se decidió a acercarse. Fue en línea recta hacia la cabaña pisando la hierba. Un perro que dormitaba en el porche se levantó y se quedó mirándolo. Era pequeño, de pelaje largo y castaño. Ladró. No estaba atado, pero la manera de ladrar no era intimidatoria, así que Tsukuru siguió andando.

En el interior de la cabaña debieron de oír los ladridos del perro, porque antes de que Tsukuru llegara a la entrada un hombre abrió la puerta y asomó la cara. Una espesa barba rubia le cubría las mejillas y el mentón. Tendría alrededor de cuarenta y cinco años. No era muy alto, tenía el cuello largo, y sus hombros eran amplios y rectos como una enorme percha. El cabello, también rubio y tupido, parecía un cepillo enmarañado del que sobresalían las orejas. Vestía una camisa de manga corta a cuadros y unos recios vaqueros. Sujetando el pomo de la puerta con la mano izquierda, observó cómo se acercaba Tsukuru. Luego ordenó al perro que dejase de ladrar.

Hello! —dijo Tsukuru.

Konnichiwa —contestó el hombre en japonés.

Konnichiwa. —Tsukuru le devolvió el saludo—. ¿Es la casa del señor Haatainen?

—Sí, es aquí —dijo el hombre en un japonés fluido—. Soy Edvard Haatainen.

Tsukuru llegó a los peldaños del porche y se saludaron con un apretón de manos.

—Soy Tsukuru Tazaki.

—¿Como el verbo tsukuru, «crear»?

—Exacto.

El hombre sonrió.

—Yo también creo cosas.

—Me alegro —dijo Tsukuru—. Igual que yo.

El perro se acercó a frotar su cabeza contra las piernas del hombre. Luego, de propina, hizo lo mismo contra las piernas de Tsukuru. Debía de ser un rito de bienvenida. Tsukuru le acarició la cabeza.

—¿Y qué crea usted, señor Tazaki?

—Bueno, construyo estaciones de tren —dijo Tsukuru.

—¡Vaya! ¿Sabía que la primera línea de ferrocarril de Finlandia fue la que comunica Helsinki con Hämeenlinna? Estamos muy orgullosos de nuestra estación. Además, aquí nació Jean Sibelius. Ha venido usted al lugar adecuado.

—¿Y usted, Edvard, qué crea?

—Soy ceramista —dijo Edvard—. La cerámica es poca cosa comparada con una estación. Pero, por favor, entre, señor Tazaki.

—¿No le molesto?

—En absoluto —respondió Edvard. Y abrió los brazos mientras añadía—: Aquí recibimos a todo el mundo. Si crea usted cosas, somos colegas. Es usted bienvenido.

Dentro de la cabaña no había nadie. Sobre una mesa había una taza de café y un libro en rústica, en finlandés, abierto. Debía de estar tomándose el café de después de comer mientras leía. Edvard le ofreció una silla y él se sentó enfrente. Colocó un punto de libro entre las páginas, cerró el volumen y lo apartó a un lado.

—¿Le apetece un café?

—Si es tan amable —dijo Tsukuru.

Edvard fue hasta la cafetera, sirvió una taza humeante de café y la puso delante de Tsukuru.

—¿Quiere azúcar y leche?

—No, lo tomo solo —dijo Tsukuru.

La taza, de color crema, era sin duda artesanal. El asa, un poco torcida, tenía una extraña forma, pero era fácil de sujetar y cálida al tacto. Como una broma que sólo la familia entiende.

—La taza la hizo mi hija mayor —dijo Edvard con una sonrisa—. Aunque la cocí yo, claro.

Sus ojos eran de un tierno gris claro que entonaba con el rubio oscuro de la barba y el cabello. A Tsukuru le había resultado simpático desde el primer momento. Era de esas personas a las que les sienta mejor vivir en los bosques y los lagos que en la ciudad.

—Supongo que habrá venido por algún asunto relacionado con Eri, ¿no? —preguntó Edvard.

—Sí, he venido a verla —dijo Tsukuru—. ¿Está aquí?

Edvard asintió.

—Sí. Ha salido a dar un paseo después de comer, con las niñas. Imagino que habrán ido por el camino que bordea el lago. Es muy bonito. El perro, como siempre, ha vuelto un poco antes, así que calculo que estarán a punto de llegar.

—Habla usted el japonés perfectamente —dijo Tsukuru.

—Viví cinco años en Japón. En Gifu y Nagoya. Estudié cerámica japonesa. Si no aprendía el idioma, no me podía defender.

—¿Fue allí donde conoció a Eri?

Edvard se rió, jovial.

—Sí. Fue un flechazo. Nos casamos en Nagoya hace ocho años y luego vinimos a Finlandia. Ahora nos dedicamos a la cerámica. A mi vuelta de Japón, trabajé de diseñador para la empresa Arabia, pero me apetecía trabajar por mi cuenta y hace dos años me decidí a hacerlo. Y dos veces a la semana enseño en una universidad de Helsinki.

—¿Pasan aquí todos los veranos?

—Sí, desde principios de julio hasta mediados de agosto. Cerca hay un pequeño taller que comparto con un colega. Voy allí por la mañana temprano y vuelvo a casa para comer. Las tardes las paso con la familia. Salimos a pasear, leo. De vez en cuando pesco.

—Es un sitio fabuloso.

Edvard sonrió, feliz.

—Sí. La zona es muy tranquila y tenemos mucho trabajo. Llevamos una vida muy sencilla. A las niñas les gusta esto. Tienen la oportunidad de estar en contacto con la naturaleza.

Una de las blancas paredes enlucidas de la sala la ocupaba una estantería del suelo al techo, en la que había algunas piezas de cerámica. Por lo demás, en la sala apenas había objetos decorativos. Tan sólo un sobrio reloj de pared redondo y, sobre un viejo y robusto mueble de madera, un equipo de música compacto junto a una pila de cedés.

—Un tercio de las obras de la estantería son de Eri —explicó con un dejo de orgullo—. La verdad es que es muy buena. Sus obras rebosan talento. Algunas de sus piezas las distribuimos en las tiendas de Helsinki y, a veces, tienen mucho más éxito que las mías.

A Tsukuru le sorprendió. De adolescente, nunca había oído que a Kuro le interesase la cerámica.

—No sabía que se dedicara a eso —dijo Tsukuru.

—Empezó a interesarse por la cerámica pasados los veinte años. Después de licenciarse en filología, entró en el Departamento de Artes Industriales de la Universidad de Bellas Artes de Aichi. Allí nos conocimos.

—¿Ah, sí? Es que yo la conocí cuando éramos adolescentes.

—¿Eran amigos del instituto?

—Eso es.

—Tsukuru Tazaki… —Edvard volvió a pronunciar su nombre y rebuscó en su memoria con los ojos entornados—. Ahora que lo dice, Eri me ha hablado de usted. Era uno de los miembros de esa pandilla tan unida en Nagoya, ¿verdad?

—Eso es.

—Cuando nos casamos, en Nagoya, los otros tres vinieron a la boda. Aka, Shiro y Ao, si no me equivoco… Los que tenían un color.

—Exacto —dijo Tsukuru—. Yo, por desgracia, no pude asistir.

—No importa. El caso es que, al final, nos hemos conocido —dijo con una cálida sonrisa. Su barba tembló como las íntimas llamas de una hoguera—. Dígame, ¿ha venido a Finlandia de viaje?

—Sí —contestó. Contarle la verdad habría requerido mucho tiempo—. He venido de viaje y, como hace tiempo que no veo a Kuro, se me ocurrió hacerle una visita. Siento no haber llamado antes. Espero no causar ninguna molestia.

—¡No, no! No es ninguna molestia. Es usted bienvenido. Ha sido una suerte que casualmente esta tarde me haya quedado en casa. Eri se alegrará mucho.

«Ojalá sea así», pensó Tsukuru.

—¿Le importa? —le preguntó a Edvard señalando la cerámica expuesta en las estanterías.

—Por supuesto que no. Puede tocar todo lo que quiera. Mis obras y las de Eri están mezcladas, pero creo que sabrá distinguirlas con facilidad.

Tsukuru se acercó a la pared y las observó una a una. La mayoría eran piezas de vajilla, como platos, cuencos y vasos, y el resto eran jarrones y cántaros.

Tal como Edvard le había dicho, no le costó diferenciar entre las de Eri y las de su marido. Las de éste eran de textura suave y colores pastel. Los tonos se volvían claros u oscuros en ciertas partes, imitando el viento y el fluir del agua. No tenían figuras ni dibujos. Sólo cambiaba el color. Incluso a alguien lego en cerámica como Tsukuru le resultaba fácil imaginar que conseguir aquellos tonos requería una técnica depurada. El diseño, elegante, excluía cualquier adorno superfluo. Recordaba el estilo nórdico, pero su simpleza denotaba una clara influencia de la cerámica japonesa. Eran más ligeras de lo que parecía y cómodas de sujetar. Había cuidado hasta el mínimo detalle. Sólo un artesano de primera podía hacer un trabajo como ése. Su producción industrial no habría podido plasmar esa maestría.

Las de Eri eran más sencillas. Técnicamente, estaban muy por debajo del detallismo y la precisión de las de su marido. Eran piezas gruesas cuyos bordes trazaban ligeras curvas, y no podía decirse que sus líneas fueran de una belleza refinada. Sin embargo, provocaban en quien las contemplaba una extraña y cálida sensación de sosiego. Había ciertas partes un tanto desiguales, pero la textura áspera transmitía una calma semejante a cuando uno toca un tejido hecho de material natural o cuando uno se sienta a contemplar el paso de las nubes en el corredor exterior de una casa japonesa.

Sus piezas, al contrario de las de su marido, tenían dibujos. En todas había finos motivos que unas veces se dispersaban y otras se arremolinaban, como hojas secas a merced del viento. Su disposición suscitaba ora tristeza, ora esplendor. La precisión con la que estaban trazados evocaba los diminutos dibujos de los antiguos kimonos. Tsukuru se acercó una pieza a los ojos para intentar distinguir qué representaban, pero no lo consiguió. Eran unas figuras extrañas. Si se observaban a cierta distancia parecían hojas secas caídas en el lecho de un bosque. Hojas que los animalillos pisaban tratando de no hacer ruido.

El color, al contrario que en las obras de su marido, era apenas un fondo. Su función era que destacaran los pequeños dibujos, y los tonos, extremadamente tenues y discretos, ayudaban con eficacia.

Tsukuru tomó en sus manos las piezas de vajilla de Edvard y las de Eri. Debían de formar un matrimonio muy equilibrado. O eso le parecía que indicaba el grato contraste entre sus piezas. Tenían estilos diferentes, pero cada uno intentaba respetar y asimilar el sello personal del otro.

—Quizá no esté bien que, siendo su marido, diga que me gusten las obras de mi mujer —dijo Edvard mientras miraba a Tsukuru—. ¿Cómo se dice en japonés? Mibiiki, ¿no?[12]

Tsukuru sonrió.

—Me gustan sus obras —prosiguió Edvard—, pero no porque las haya hecho mi mujer. En el mundo hay muchos ceramistas más hábiles y que hacen cerámica más bella. Y, sin embargo, en las piezas de Eri no hay «estrechez». Se puede sentir lo grande de su espíritu. Ojalá supiera expresarlo mejor…

—Entiendo perfectamente lo que dice.

—Probablemente sea un don del cielo —comentó Edvard señalando al techo—. Un regalo. Y no hay duda de que aún puede hacerlo mejor. Todavía le queda mucho margen para crecer.

Fuera, el perro ladró. Sus ladridos eran ahora diferentes, más cariñosos.

—Eri y las niñas deben de haber llegado —dijo Edvard, que se levantó y se dirigió a la puerta.

Con mucho cuidado, Tsukuru devolvió a su estante la pieza de cerámica de Eri que tenía en las manos y se quedó quieto, esperando a que ella entrase.