16

Al principio, cuando vio a Tsukuru, pareció no comprender qué estaba sucediendo. En apenas un instante le cambió la expresión. Se subió a la frente las gafas de sol que llevaba y se quedó observando fijamente a Tsukuru sin decir nada. Al volver a casa después de pasear con sus hijas, un hombre japonés estaba al lado de su marido. Su cara no le sonaba de nada.

Entró flanqueada de sus hijas. Llevaba a la pequeña, que debía de tener unos tres años, de la mano. La otra niña parecía dos o tres años mayor que su hermana. Las dos llevaban el mismo vestido de flores y las mismas sandalias de plástico. Desde el exterior, a través de la puerta, que se había quedado abierta, les llegaban los alegres ladridos del perro. Edvard se asomó y lo amonestó brevemente. El perro enmudeció al instante y se tumbó en el suelo del porche. Las niñas miraban calladas a Tsukuru, imitando a su madre.

A Tsukuru le pareció que Kuro no había cambiado demasiado, salvo quizá porque sus curvas se habían acentuado y su fina silueta era ahora franca y elocuente. Su fuerte carácter había sido desde siempre su principal encanto, y su mirada, directa, límpida, seguía dando esa sensación de introspección. Sin duda, aquellos ojos habían sido testigos de muchas escenas que habían quedado grabadas en su corazón. Sus labios eran firmes, prietos; las mejillas y la frente tenían un saludable bronceado. El cabello negro le caía recto hasta los hombros, y el pasador que le sujetaba el flequillo le dejaba la frente despejada. Sus pechos parecían más voluminosos. Llevaba un vestido de algodón azul liso y un chal color marfil sobre los hombros. Calzaba unas zapatillas deportivas blancas.

Kuro miró a su marido como pidiéndole explicaciones. Pero Edvard no dijo nada. Tan sólo ladeó ligeramente la cabeza. Ella volvió a mirar a Tsukuru. Luego se mordió el labio.

Tsukuru tenía delante a una mujer que había llevado una vida muy diferente de la suya, y mucho más sana. No pudo evitar sentir toda esa gravedad. Ante Kuro, tuvo la impresión de por fin haber comprendido el peso de esos dieciséis años. En el mundo hay cosas que sólo las mujeres pueden transmitir.

Mientras miraba a Tsukuru, Kuro torció levemente el gesto. Sus labios temblaron, como si los recorriera una suave ola, y luego se torcieron hacia un lado. Un pequeño hoyuelo se dibujó en su mejilla derecha. Tsukuru recordaba perfectamente ese gesto. Aparecía en su rostro antes de soltar algún comentario sarcástico. Con todo, Kuro no hizo amago de ir a hablar. Parecía barajar hipótesis, siempre relacionadas con algo muy lejano, y elegir una.

—¿Tsukuru? —Al fin expresó con palabras la hipótesis elegida.

Tsukuru asintió.

Lo primero que hizo ella fue acercar a la hija pequeña a su lado. Como para protegerla de alguna amenaza. La niña se pegó a las faldas de su madre sin dejar de mirar a Tsukuru. La mayor permanecía a poca distancia. Edvard se puso al lado de la hija mayor y le acarició suavemente la cabeza. Su cabello era rubio oscuro. El de la pequeña, moreno.

Los cinco permanecieron largos segundos sin decir ni una palabra. Edvard acariciaba el pelo de la hija rubia mientras Kuro abrazaba el hombro de la morena y Tsukuru permanecía solo al otro lado de la mesa. Era como si posaran para un cuadro. Y Kuro era el centro. Ella, su cuerpo, era el eje de la composición.

Fue la primera en moverse. Soltó a su hija, se quitó definitivamente las gafas de sol y las dejó sobre la mesa. Luego cogió la taza de su marido y bebió un sorbo del café que quedaba, ya frío, y frunció el ceño, como asqueada. Parecía no comprender qué había bebido.

—¿Quieres café? —le preguntó el marido en japonés.

—Sí, hazme el favor —dijo Kuro sin mirarlo. Luego se sentó en una de las sillas de la mesa.

Edvard fue hacia la cafetera y pulsó el botón de recalentamiento. Las niñas, imitando a su madre, también se sentaron, la una junto a la otra, en un banco de madera que había al lado de la ventana. Y volvieron a mirar a Tsukuru.

—¿De verdad eres Tsukuru? —dijo Kuro en voz baja.

—Sí —dijo Tsukuru.

Kuro entrecerró los ojos, como escrutándolo.

«Tienes cara de estar viendo a un fantasma», dijo Tsukuru para sus adentros, en broma, pero no sonaba como una broma.

—Has cambiado mucho —dijo Kuro con voz seca.

—Es lo que me dicen los que hace tiempo que no me han visto.

—Estás mucho más delgado, mucho más… adulto.

—Quizá sea porque soy un adulto —dijo Tsukuru.

—Tienes razón —dijo Kuro.

—Tú apenas has cambiado.

Ella meneó la cabeza hacia los lados, pero no dijo nada.

El marido le llevó el café y lo dejó sobre la mesa. Era una taza pequeña que ella misma debía de haber hecho. Kuro le echó una cucharadita de azúcar, removió con la cucharilla y, con cuidado, tomó un sorbo.

—Me llevo a las niñas a la ciudad —dijo Edvard en un tono alegre—. Hay que hacer la compra y llenar el depósito del coche.

Kuro se volvió hacia él y asintió.

—Sí, por favor —dijo.

—¿Necesitas algo?

Ella negó en silencio.

Edvard se metió el monedero en un bolsillo, cogió las llaves del coche, que estaban colgadas de la pared, y les habló a sus hijas en finlandés. Las niñas pusieron cara de felicidad y se levantaron de inmediato del banco. Se oyó la palabra «helado». Probablemente les había prometido comprarles un helado.

Tsukuru y Kuro salieron al porche y observaron cómo las niñas subían a la furgoneta. Edvard abrió la doble puerta trasera y lanzó un silbido: el perro salió disparado hacia allí y de un salto subió a la parte trasera. Edvard asomó la cabeza por la ventanilla del conductor, dijo adiós con la mano y la furgoneta blanca desapareció entre los árboles. Los dos se quedaron un rato mirando el punto en el que la furgoneta había desaparecido.

—¿Has venido en ese Golf? —preguntó Kuro, y señaló el coche de color azul marino.

—Sí, desde Helsinki.

—¿Y a qué has venido a Helsinki?

—A verte.

Kuro lo miró entre los párpados entornados como intentando descifrar algo ininteligible.

—¿Quieres decir que has venido a Finlandia para verme, sólo para verme?

—Exacto.

—¿Después de dieciséis años sin saber nada el uno del otro? —dijo ella, pasmada.

—La verdad es que me lo sugirió mi novia. Me aconsejó que viniera a verte.

Los labios de Kuro volvieron a esbozar la famosa mueca. Hablaba con un ligero deje jocoso.

—¡Ajá! Así que tu novia te aconseja que vengas a verme, y tú te subes a un avión en Narita y aterrizas en Finlandia. Sin avisar y sin comprobar siquiera si estaba aquí.

Tsukuru permaneció callado. A pesar de que soplaba apenas una ligera brisa y no parecía haber demasiado oleaje, el bote golpeteaba contra el embarcadero.

—Pensé que, si te hubiera avisado, quizá no habrías querido verme.

—Pero ¿qué dices? —dijo sorprendida Kuro—. ¿No somos amigos?

—Una vez lo fuimos. Pero ahora no sé qué decir.

Ella soltó un suspiro apenas audible mientras dirigía la mirada hacia el lago que se vislumbraba a trechos entre la arboleda.

—Tardarán dos horas en volver de la ciudad. Hasta entonces, tenemos que hablar de muchas cosas.

Entraron en la casa y se sentaron a la mesa. Ella se quitó el pasador del pelo. El flequillo le cayó sobre la frente. Así se parecía más a la antigua Kuro.

—Tengo que pedirte un favor —dijo Kuro—. No me llames Kuro. Preferiría que, en adelante, me llamaras Eri. Y a Yuzuki tampoco la llames Shiro. Te lo agradecería mucho.

—Entonces, ¿se ha acabado eso de llamaros así?

Ella asintió.

—Y yo, ¿no te importa que siga llamándome Tsukuru?

—Claro que no. Tú siempre serás Tsukuru —dijo Eri y se rió calladamente—. Tsukuru, el que crea. Tsukuru, el chico sin color.

—En mayo fui a Nagoya y fui a ver primero a Ao y luego a Aka —dijo Tsukuru—. ¿A ellos puedo seguir llamándolos así?

—Sí. Sólo quiero que nos llames por nuestros nombres a Yuzu y a mí.

—Me vi con los dos por separado. No conversamos mucho tiempo, pero…

—¿Les va bien?

—Me pareció que sí —contestó él—. Al menos el trabajo parece irles a los dos viento en popa.

—En la vieja Nagoya, Ao no para de vender Lexus y Aka no para de formar guerreros empresariales.

—Eso mismo.

—¿Y tú qué? ¿Cómo te trata la vida?

—Más o menos bien —dijo Tsukuru—. Trabajo para una compañía ferroviaria de Tokio y me dedico a construir estaciones.

—Eso me dijo hace poco un pajarito: «Tsukuru Tazaki construye, infatigable, estaciones de tren en Tokio» —dijo Eri—. Y tiene una novia muy lista.

—Ahora mismo, sí.

—Entonces, ¿sigues soltero?

—Sí.

—Tú siempre has ido a tu ritmo.

Tsukuru se quedó callado.

—¿De qué hablasteis en Nagoya? —le preguntó Eri.

—De lo que pasó entre nosotros —dijo Tsukuru—. De lo que ocurrió hace dieciséis años y de lo que ha ocurrido durante estos dieciséis años.

—¿También fue tu novia la que te recomendó que fueras a hablar con ellos?

Tsukuru asintió.

—Me dijo que tenía cuentas pendientes. Cuentas que ajustar con mi pasado. Que si no lo hacía, nunca podría librarme de él.

—Entonces, ella ha detectado que tienes algún problema.

—Sí, más o menos.

—Y cree que eso está perjudicando vuestra relación.

—Sí —dijo Tsukuru.

Eri cogió la taza con ambas manos, como abrazándola, y comprobó que aún estaba caliente. Tomó otro sorbo de café.

—¿Cuántos años tiene?

—Dos más que yo.

Eri hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Ya veo. Sí, te pega salir con chicas mayores que tú.

—Puede que sí —dijo Tsukuru.

Los dos guardaron silencio durante un rato.

—Todos tenemos cosas que nos preocupan —dijo Eri poco después—. Cada una está vinculada a otras. Cuando pretendemos arreglar una cosa, detrás surgen otras. A nadie le resulta fácil librarse de ellas. Tampoco a ti ni a mí.

—Desde luego, no resulta fácil, pero no creo que sea bueno dejar los problemas como están —dijo Tsukuru—. Se puede tratar de olvidar los recuerdos. Pero no se puede borrar la Historia. Eso fue lo que me dijo mi novia.

Eri se levantó, fue hasta la ventana y la abrió. Luego volvió a la mesa. El viento meció las cortinas y se oyó el golpeteo del bote contra el embarcadero. Ella se apartó el flequillo y miró a Tsukuru después de poner ambas manos sobre la mesa. Luego dijo:

—Quizá están bajo una tapa cerrada con tanta presión que no se puede levantar.

—No hay por qué levantarla a la fuerza. No pido tanto. Sólo quiero ver con mis propios ojos qué clase de tapa es.

Eri se miró las manos, sobre la mesa. Eran mucho más grandes y carnosas de lo que Tsukuru recordaba. Tenía los dedos largos y las uñas cortas. Se los imaginó moldeando las piezas en el torno.

—Dices que he cambiado mucho —dijo Tsukuru—. Es cierto, yo mismo me doy cuenta. Después de que me echarais del grupo, hace tantos años, viví durante cinco meses pensando sólo en morir. Pensándolo seriamente. Apenas pensaba en otra cosa. No exagero si te digo que estuve al borde de la muerte. Caminé hasta el filo, eché un vistazo al abismo y no conseguí apartar los ojos. Pero al final me las apañé para dar media vuelta y regresar al mundo. La verdad, no me habría extrañado que hubiera muerto en esa época. Viéndolo retrospectivamente, no sé qué me ocurrió. Quizá fuese una neurosis, una depresión o alguna otra enfermedad. Pero en esa época, desde luego, no estaba cuerdo. Aun así, no me sentía confuso ni desorientado. Tenía la mente muy lúcida. Todo estaba en silencio, no había ningún ruido de fondo. Cuando lo recuerdo, reconozco que era un estado muy extraño. —Tsukuru siguió hablando mientras observaba las manos de Eri, que seguía callada—. Los meses pasaron y mi rostro se transformó por completo. Mi cuerpo también cambió tanto que la mayor parte de la ropa no me servía. Al mirarme en el espejo, tenía la sensación de que me habían metido en un recipiente que no era yo mismo. Por supuesto, quizá sólo fuese una época más de la vida: la época en que perdí la cordura y mi rostro y mi constitución cambiaron radicalmente. Pero el desencadenante fue vuestra decisión. Me transformó por completo.

Eri seguía sin decir nada.

Tsukuru prosiguió:

—¿Cómo decirlo? Era como si de pronto, en alta mar, me hubiesen arrojado por la borda en plena noche. —Al instante, Tsukuru se dio cuenta de que era lo que le había dicho Aka en Nagoya. Hizo una pausa antes de continuar—: Lo que no sé es si alguien me empujó o caí yo solo. El caso es que el barco siguió su rumbo y yo me quedé en el agua fría y oscura viendo cómo las luces de la cubierta se alejaban a toda velocidad. Nadie en el barco, ni los pasajeros ni la tripulación, sabía que había caído al mar. No tenía nada a lo que agarrarme. Todavía a veces revivo el pánico que sentí en esa época. El miedo a que de pronto se hubiera negado mi existencia y a verme solo en el mar, de noche, sin saber siquiera por qué me habían arrojado. Quizá por eso, a partir de ese momento, no quise entablar relaciones profundas con los demás. Empecé a guardar distancias. —Tsukuru separó las manos unos treinta centímetros para ilustrar sus palabras—. Quizá sea algo inherente a mi carácter. Tal vez siempre he tenido esa tendencia a mantener una distancia que amortigüe la relación con los demás. Pero en la época del instituto, cuando estaba con vosotros, nunca pensé en ello. Al menos que yo recuerde. Aunque desde entonces parece que ha pasado una eternidad.

Eri se llevó las palmas de las manos a las mejillas y se las frotó lentamente, como si estuviera lavándose la cara.

—Quieres saber qué pasó hace dieciséis años, ¿no? Quieres todos los detalles.

—Sí —dijo Tsukuru—. Pero antes me gustaría dejar claro que no le hice nada a Shiro…, quiero decir, a Yuzu.

—Lo sé —dijo ella. Y dejó de frotarse la cara—. Tú nunca habrías violado a Yuzu. Está claro como el agua.

—Pero al principio tú la creíste. Igual que Ao y Aka.

—No —replicó Eri—, nunca la creí. No sé qué pensarían Ao y Aka, pero yo no me lo creí. Porque tú no habrías sido capaz de hacer algo así.

—Entonces, ¿por qué…?

—¿Que por qué no me puse de tu lado y te defendí? ¿Por qué me tragué las explicaciones de Yuzu y te echamos del grupo? ¿Es eso lo que quieres saber?

Tsukuru asintió.

—Porque tenía que proteger a Yuzu —contestó Eri—. Y para eso era inevitable que cortáramos contigo. Habría sido imposible protegeros a los dos al mismo tiempo. No me quedó más remedio que aceptar a uno y renunciar al otro, rotundamente.

—¿Tan graves eran los problemas mentales que ella tenía?

—Sí, lo eran. Para serte franca, me vi obligada a hacerlo. Alguien tenía que encargarse a toda costa de ella y ese alguien sólo podía ser yo.

—Podrías habérmelo explicado.

Ella negó lentamente con la cabeza varias veces.

—Para serte franca, las cosas no estaban como para dar explicaciones: «Mira, Tsukuru, lo siento mucho pero vamos a fingir que violaste a Yuzu, ¿te parece? No hay otra opción. Yuzu se está volviendo loca y tenemos que hacer algo para controlar la situación. Tú aguanta un poco, que lo vamos a arreglar. Sí, tardaremos unos dos años». Me habría sido imposible decirte algo así. Lo siento, pero no quedaba más remedio que lo superaras solo. Tan desesperada era la situación. Y a eso hay que añadir que la violación de Yuzu no era mentira.

Tsukuru miró a Eri sorprendido.

—Entonces, ¿quién lo hizo?

Eri volvió a negar con la cabeza.

—No sé quién fue, pero no hay duda de que a Yuzu la forzaron a mantener relaciones sexuales en contra de su voluntad. Porque se quedó embarazada. Y ella aseguró que habías sido tú. Lo dijo claramente: «Ha sido Tsukuru Tazaki». Nos describió lo que pasó con todo detalle. Me quedé muy abatida. Así que no teníamos otro remedio que aceptar lo que decía. A pesar de que en el fondo de nuestros corazones supiéramos que tú nunca habrías hecho algo así.

—¿Se quedó embarazada?

—Sí. No hay duda de eso, fuimos juntas al ginecólogo. Obviamente, no a la clínica de su padre, sino a otra, lejos de allí.

Tsukuru soltó un suspiro.

—¿Y qué ocurrió después?

—A finales de verano sufrió un aborto. Punto y final. Pero no fue un embarazo psicológico. Estaba embarazada de verdad y tuvo un aborto de verdad. Doy fe de ello.

—Con lo del aborto quieres decir que…

—Sí, que tenía intención de seguir adelante y criar sola al bebé. No pensaba abortar. Habría sido incapaz de matar a un ser vivo. Sabes cómo era, ¿no? Siempre había sido muy crítica con su padre por practicar abortos. Solíamos discutir sobre ello.

—¿Alguien más sabía lo del embarazo y el aborto?

—Lo supe yo. Y la hermana de Yuzu. La vi capaz de guardar secretos. Además, nos ayudó a reunir el dinero que hacía falta. Nadie más, aparte de nosotras. Ni sus padres, ni Ao, ni Aka. Ninguna de las tres lo contamos jamás. Ahora, sin embargo, creo que también tú tienes derecho a saberlo.

—Y Yuzu siguió afirmando que fui yo.

—Categóricamente —dijo Eri.

Tsukuru miró con los ojos entornados durante un rato la taza de café de su vieja amiga.

—Pero ¿cómo llegó a esa situación? ¿Y por qué tuvo que señalarme a mí? No se me ocurre ninguna explicación.

—Tampoco a mí. Puedo barajar alguna hipótesis, pero ninguna lo explica del todo. Uno de los motivos podría ser el hecho de que tú, en esa época, me gustaras. Quizá fue ése el desencadenante.

Tsukuru no daba crédito a lo que acababa de oír.

—¿Que yo te gustaba?

—¿No lo sabías?

—Claro que no. No tenía ni idea.

Eri torció ligeramente la boca.

—Pues ahora puedo confesártelo: siempre me gustaste. Me atraías mucho. En otras palabras: estaba enamorada. Por supuesto, nunca dije nada; lo mantuve guardado para mis adentros. Ao y Aka tampoco debieron de darse cuenta. Pero Yuzu sí lo sabía. Entre amigas no existen esa clase de secretos.

—Pues yo no me di cuenta —dijo Tsukuru.

—Porque eras un poco tonto —dijo Eri mientras se tocaba la sien con el dedo índice—. Con todo el tiempo que pasábamos juntos y las pequeñas señales que te enviaba, cualquier chico se habría dado cuenta.

Tsukuru intentó recordar alguna de esas señales. Pero fue inútil.

—Al acabar las clases solías ayudarme con las matemáticas —dijo Eri—. En esos momentos yo me sentía feliz.

—Recuerdo que te costaba mucho el cálculo infinitesimal —dijo Tsukuru. Entonces recordó que, a veces, mientras le explicaba algo, Eri se sonrojaba—. Tienes razón. Creo que era un poco tonto.

Eri esbozó una sonrisa y dijo:

—Pues a eso me refiero. Además, a ti te gustaba Yuzu.

Tsukuru intentó decir algo, pero Eri lo interrumpió.

—No te disculpes. No eras el único. A todos les gustaba Yuzu. ¿A quién no iba a gustarle, con lo guapa que era? Como la Blancanieves de Walt Disney. Yo no. A mí, en cambio, siempre me tocaba el papel de los siete enanitos. Pero qué se le iba a hacer. Yuzu y yo éramos amigas íntimas desde el colegio y no me quedaba más remedio que resignarme.

—¿Quieres decir que Yuzu estaba celosa? Es decir, que se sentía atraída por mí.

Eri lo negó.

—Sólo digo que el hecho de que me gustaras podría ser una de las razones. A mí no se me dan bien los análisis psicológicos. Pero Yuzu creía firmemente que había ido a tu apartamento en Tokio y que tú la desvirgaste por la fuerza. Y ésa se convirtió para ella en la versión definitiva de la verdad. La sostuvo hasta el final. Aún hoy no entiendo de dónde sacó esa fantasía, por qué se inventó tal cosa. Pero ciertos sueños quizá sean más verídicos que la propia realidad. A lo mejor lo soñó. Lo lamento de veras por ti.

—Pero, dime, ¿le atraía yo, como chico, quiero decir?

—No —afirmó Eri—. A ella no le interesaba ningún chico.

Tsukuru frunció el ceño.

—¿Quieres decir que le gustaban las mujeres?

Eri volvió a sacudir la cabeza.

—No, no es eso. A ella no le iban las mujeres, estoy segura. Lo que ocurre es que sentía repugnancia por todo lo que tuviera que ver con el sexo. O quizá debería llamarlo miedo. No sé cómo surgió. Charlábamos sin tapujos de todo, pero apenas hablábamos de sexo. Yo era más bien abierta para esas cosas, pero Yuzu enseguida cambiaba de tema.

—¿Y qué fue de ella después del aborto? —preguntó Tsukuru.

—Primero decidió dejar la universidad durante un año. No estaba en condiciones de dejarse ver en público. Alegó un problema de salud. Se encerró en casa. Al poco tiempo empezó a mostrar síntomas de anorexia aguda. Vomitaba casi todo lo que comía y, si no, utilizaba lavativas. Si se hubiera prolongado un tiempo más, aquello habría acabado con su vida. Pero la obligamos a ir a un especialista y acabó superando la enfermedad. Durante más o menos medio año estuvo fatal. Llegó a pesar menos de cuarenta kilos. En esa época parecía un fantasma. Pero hizo un gran esfuerzo y consiguió recuperarse mínimamente. Yo iba todos los días a verla, hablaba con ella, le daba ánimos y hacía todo lo que podía. Al cabo de un año logró volver a la vida académica.

—¿Qué la llevó a la anorexia?

—Muy sencillo: quería dejar de menstruar —dijo Eri—. Si adelgazaba de forma radical, el periodo se le retiraría. Eso era lo que ella quería. No volver a quedarse embarazada y, seguramente, dejar de ser mujer. Si hubiera podido, se habría extirpado el útero.

—Veo que el problema era muy grave —dijo Tsukuru.

—Sí, mucho. Por eso no me quedó otra opción que cortar contigo. Tsukuru, no sabes cuánto lo siento. Sé perfectamente lo crueles que fuimos contigo. Y lo que más me dolía era no volver a verte más. En serio. Estaba destrozada. Ya te he dicho que me gustabas. —Eri hizo una pausa y se contempló las manos, sobre la mesa, como tratando de poner orden en sus sentimientos. Luego volvió a hablar—: Pero primero tenía que ayudar a Yuzu a recuperarse. Ésa era mi prioridad. Ella tenía un problema que podría costarle la vida, me necesitaba. No quedaba más remedio que dejarte solo nadando en ese frío mar nocturno. Creía que tú lograrías salir adelante. Que tenías la fuerza necesaria.

Los dos callaron durante un rato. Al otro lado de la ventana, las hojas de los árboles se mecían con el viento, produciendo un ruido similar al de un escarceo en la superficie del agua.

Tsukuru habló:

—De algún modo, Yuzu logró recuperarse de la anorexia y licenciarse. ¿Y después?

—Iba al especialista una vez por semana y empezó a llevar una vida bastante próxima a la normalidad. Al menos ya no parecía un fantasma. Pero para entonces Yuzu había dejado de ser la de siempre. —Eri tomó aire y meditó sus palabras—. Estaba cambiada. Su corazón estaba herido, y su interés por el mundo exterior empezó a decrecer a pasos agigantados. Perdió todo el interés por la música. Fue duro ver cómo ocurría. Sin embargo, seguía gustándole enseñar música a los niños. Fue la única pasión que no desapareció. Incluso en los peores momentos, cuando estaba tan débil que apenas podía mantenerse en pie, siguió yendo a aquel centro católico una vez a la semana para enseñar a los niños a tocar el piano. Siguió trabajando duro por amor al arte. Quizá fue un aliciente que la ayudó a recuperarse después de tocar fondo. De no haber sido por eso, dudo que la cosa hubiera acabado bien.

Eri miró en dirección a la ventana para contemplar sobre la arboleda el cielo, que seguía cubierto por una fina capa de nubes. Después se volvió de nuevo hacia Tsukuru.

—Pero en esa época Yuzu había dejado de ser la amiga íntima e incondicional de siempre —comentó Eri—. Me dijo que me estaba muy agradecida por haberme desvivido por ella. Y creo que de verdad lo estaba. Pero al mismo tiempo había perdido el interés por mí. Como te he dicho, había perdido el interés por casi todo, incluida yo. Fue duro tener que admitirlo. Durante años habíamos sido como uña y carne, y la quería muchísimo. Pero así estaban las cosas. Para ella me había convertido en algo prescindible. —Tras mirar, abstraída y ausente, la mesa, añadió—: Yuzu había dejado de ser Blancanieves, o se había cansado de serlo. Y yo también estaba un poco cansada de ser los siete enanitos. —Al parecer sin darse cuenta, tomó la taza de café y luego volvió a dejarla sobre la mesa—. De todos modos, aquella fabulosa pandilla, en la que ya faltabas tú, también había dejado de ser lo que era. Todos nos habíamos licenciado y cada uno habíamos seguido nuestro camino. Ya no éramos unos adolescentes. Y el haberte echado del grupo se había convertido para todos en una herida. Y no precisamente superficial.

Tsukuru la miró con atención.

—Desapareciste, pero siempre estuviste ahí —dijo Eri.

Siguió un breve silencio.

—Eri, quiero saber más de ti —dijo Tsukuru—. Para empezar me gustaría que me contaras cómo es que acabaste aquí.

Eri entornó los ojos y ladeó la cabeza.

—A decir verdad, desde el final de la adolescencia hasta los primeros años de la veintena mi vida giró en torno a Yuzu. De pronto, cuando miré a mi alrededor, me sentí como si yo hubiera desaparecido. Quería trabajar en algo que me permitiera escribir, porque siempre me ha gustado escribir. Quería probar con la narrativa o la poesía. Eso lo sabías, ¿no?

Tsukuru asintió. Solía llevar consigo una gruesa libreta en la que no paraba de hacer anotaciones.

—Pero al entrar en la universidad no tuve tiempo para escribir. Estaba demasiado ocupada cuidando de Yuzu y haciendo las tareas de clase. Durante mi época universitaria tuve dos novios, pero con ninguno me fue bien. Por lo general, atender a Yuzu no me dejaba tiempo ni para una mísera cita. Así que, al final, por más que me esforzara, las cosas se me torcían. Cuando me detuve y miré a mi alrededor, me pregunté: «Pero ¿qué estoy haciendo?». No tenía ningún objetivo en la vida. Tantas cosas se habían malogrado que había perdido la confianza en mí misma. Yuzu, por supuesto, lo pasó mal, pero yo también. —Entornó los párpados como si mirase un paisaje lejano—. Un día, unos amigos de la universidad me invitaron a ir con ellos a una clase de cerámica y me decidí a probar, sin tomármelo muy en serio. Entonces descubrí que era lo que durante mucho tiempo había estado buscando. Delante del torno sentía que podía ser muy sincera conmigo misma. Sólo con concentrarme en crear, en dar forma a una pieza, podía olvidarme de tantas cosas… Desde ese día, ya no pude dejarlo. Mientras estudiaba, me dediqué a ello sólo en los ratos libres, pero me entraron ganas de tomármelo en serio. Tras licenciarme en filología, hice algunos trabajillos a tiempo parcial y conseguí matricularme en el Departamento de Artes Industriales. ¡Se acabó la literatura! Y conocí a Edvard, que estaba inscrito en un programa de intercambio. Acabamos casándonos, y después vinimos a vivir aquí. Si aquel día mis amigos no me hubieran invitado a la clase de cerámica, seguramente ahora llevaría una vida completamente distinta.

—Parece que tienes talento —dijo Tsukuru mientras señalaba las piezas expuestas en los estantes—. No entiendo mucho de cerámica, pero por lo que he visto y he tocado, transmite algo muy poderoso.

Eri sonrió.

—No sé si tengo talento, pero las obras se venden bastante bien. Aunque no suponga mucho dinero, es estupendo que alguien necesite de alguna forma lo que haces.

—Te entiendo —dijo Tsukuru—. Porque yo también hago cosas, aunque lo que construimos sea muy diferente.

—Tan diferentes como una estación de tren y un plato.

—Pero todo el mundo necesita una estación y un plato, y a diario.

—Claro —dijo Eri. Luego reflexionó. Su sonrisa fue diluyéndose poco a poco—. Me gusta este lugar. Probablemente mis huesos acaben siendo enterrados en esta tierra.

—¿No piensas en regresar a Japón?

—Tengo la nacionalidad finlandesa y últimamente hablo bastante en finlandés. Los inviernos son largos, pero me permiten leer todos los libros que quiera. Y, quién sabe, quizá el día menos pensado me siente a escribir. Las niñas también están acostumbradas al país y han hecho buenas amigas. Además, Edvard es una persona excelente. Su familia nos cuida mucho y nuestro trabajo va bien encaminado.

—Y aquí te necesitan.

Eri alzó la cara y miró fijamente a Tsukuru a los ojos.

—La decisión de que me enterraran en este país la tomé cuando supe que habían asesinado a Yuzu. Ao me lo comunicó por teléfono. En esa época estaba embarazada de mi primera hija y no pude acudir al funeral. Fue un golpe tremendo. Pensé que el corazón se me desgarraba de verdad. Habían asesinado a Yuzu de una forma cruel, y ahora se disponían a incinerarla. Iba a convertirse en cenizas. Jamás volvería a verla. Entonces decidí que, si daba a luz a una niña, le pondría el nombre de Yuzu. Y no volvería a Japón.

—Así que se llama Yuzu.

—Yuzu Kurono Haatainen —dijo ella—. Por lo menos algo de ella resuena en el nombre de mi hija.

—¿Y por qué Yuzu se fue a vivir sola a Hamamatsu?

—Se mudó poco después de que yo viniera a Finlandia. Desconozco la razón. Nos escribíamos cartas, pero en ellas sólo me contó que se había mudado allí por trabajo. A pesar de que en Nagoya no le habría sido difícil encontrar trabajo y de que empezar una nueva vida, y sola, en un lugar desconocido era un suicidio.

Yuzu había aparecido muerta, estrangulada con una especie de cordón de una prenda de ropa, en su apartamento de Hamamatsu. Tsukuru había leído todos los detalles en viejos números de revistas y periódicos, y en Internet.

No había sido un ladrón. Su cartera, con dinero, estaba intacta en un lugar bien visible. No había indicios de violencia. Todo estaba bien ordenado, nada indicaba que ella hubiera ofrecido resistencia. Los vecinos de la misma planta no oyeron ningún ruido sospechoso. En un cenicero había algunas colillas de cigarrillos mentolados, pero eran de Yuzu (Tsukuru había fruncido el ceño. ¿Yuzu fumaba?). Presuntamente, el crimen había tenido lugar entre las diez y las doce de la noche; ese día, desde el atardecer hasta la madrugada, había caído una lluvia fría, pese a que era el mes de mayo. El cadáver se descubrió tres días después, al anochecer. Durante esos tres días Yuzu permaneció tendida sobre las baldosas de la cocina.

El asesinato nunca se aclaró. Alguien se coló de noche en el piso, la estranguló sin hacer ruido y se marchó sin robar nada. La puerta de entrada disponía de cerrojo. Se desconoce si ella abrió desde dentro o si el ladrón tenía llave de alguna clase. Ella vivía sola. Según sus compañeras de trabajo y sus vecinos, no salía con nadie. Exceptuando las visitas ocasionales de su hermana y su madre desde Nagoya, siempre estaba sola. Vestía con sencillez y parecía una joven callada y responsable. Se entregaba a su trabajo y gozaba de buena fama entre los alumnos, pero, fuera del trabajo, no trataba con nadie.

Nadie sabía por qué la habían estrangulado. El móvil del asesinato nunca se aclaró y la investigación policial no llegó a ninguna conclusión. Los artículos relacionados con el asesinato fueron disminuyendo hasta desaparecer. Era un caso triste y penoso. Como la lluvia fría que había caído aquella noche fatídica, hasta el amanecer.

—Estaba poseída por un mal espíritu —dijo Eri en un sigiloso tono de confesión—. Ese espíritu no la dejaba, la seguía siempre a cierta distancia y le exhalaba su frío aliento en la nuca. Es la única explicación a todo lo que le sucedió. Lo tuyo, la anorexia, lo de Hamamatsu… Yo nunca he querido hablar de ese espíritu con nadie. He tenido siempre la sensación de que, tan pronto como lo hiciera, se volvería real. Por eso me lo he guardado para mí todo este tiempo. Tenía la intención de llevarme el secreto a la tumba. Pero ahora me atrevo a decírtelo. Quizá no volvamos a vernos nunca, y he creído que debías saberlo. Fue un espíritu. O algo que se parecía mucho a un mal espíritu. Al final, Yuzu no logró escapar a él.

Eri liberó un hondo suspiro y dirigió la mirada hacia sus propias manos. Le temblaban. Tsukuru apartó la mirada de sus manos y miró al exterior por entre las cortinas, que el viento hacía ondear. Sobre la sala se abatió un silencio denso y cargado de tristeza. Una tristeza pesada y desamparada como un antiguo glaciar que rasga la superficie de la tierra y va creando un profundo lago.

—¿Te acuerdas de los Años de peregrinación? Yuzu solía tocarlos —preguntó poco después Tsukuru para romper el silencio.

—Claro que me acuerdo. Sobre todo, de Le mal du pays. —dijo Eri—. Sigo escuchándola de vez en cuando. ¿Te apetece escucharla?

Tsukuru asintió con la cabeza.

Eri se levantó, se acercó al pequeño equipo de música sobre el mueble, sacó un cedé de la pila que había junto al equipo y lo introdujo en el reproductor. Por los altavoces comenzó a sonar Le mal du pays. Una sencilla secuencia de notas sueltas tocadas lentamente con una sola mano. Los dos, sentados a la mesa, escucharon en silencio la melodía.

A orillas de un lago finlandés sonaba de manera bastante distinta de como lo hacía en su apartamento en Tokio. Pero la escuchara donde la escuchase, y fuera en un cedé o en un viejo elepé, la belleza de esa música permanecía imperturbable. A Tsukuru le vino a la mente la imagen de Yuzu frente al piano en la sala de estar de su casa interpretando aquella pieza. Inclinada sobre el teclado, los ojos cerrados, su boca entreabierta, como buscando palabras inarticuladas. Entonces ella se alejaba de allí, estaba en otra parte.

La pieza se terminó y tras un breve silencio comenzó la siguiente, Les cloches de Genève. Eri bajó el volumen con el mando a distancia.

—Esta interpretación suena un poco diferente de la que siempre escucho en casa —dijo Tsukuru.

—¿Cuál escuchas tú?

—La de Lázar Berman.

Eri hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Ésa aún no la he oído.

—Quizá sea un poco mejor. Ésta es también excelente, pero, más que una obra de Liszt, parece una sonata de Beethoven.

Eri sonrió.

—Es que es de Alfred Brendel, así que posiblemente tengas razón. Pero a mí me gusta. Tal vez me haya acostumbrado a ella; llevo mucho tiempo escuchándola.

—Yuzu la tocaba muy bien. Con sentimiento.

—¿Verdad que sí? En piezas como ésta era muy buena. Cuando se trataba de obras más extensas, a veces, lamentablemente, se quedaba a medio camino, pero es que cada uno tiene sus peculiaridades. Tengo la sensación de que Yuzu está en los vivos destellos de esta pieza.

Mientras Yuzu enseñaba a tocar el piano a algunos niños en la escuela de verano, Tsukuru y Ao solían jugar al fútbol con otros críos en un pequeño campo. Se dividían en dos equipos y trataban de meter goles en la portería contraria, por lo general improvisadas con dos cajas de cartón. Mientras pasaba la pelota, Tsukuru escuchaba los ejercicios de escalas que salían de la ventana.

El pasado se convirtió de pronto en una larga y afilada broqueta que le perforaba el corazón. Sintió un dolor sordo y plateado que transformó su columna vertebral en un pilar de hielo. El dolor se quedó ahí, sin remitir ni un ápice. No podía respirar, y soportó el dolor con los ojos cerrados con fuerza. Alfred Brendel continuaba con su rigurosa interpretación. Pasó del primer año, Suisse, al segundo año, Italie.

En ese momento, por fin lo captó. En lo más profundo de sí mismo, Tsukuru Tazaki lo comprendió: los corazones humanos no se unen sólo mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida. Dolor con dolor. Fragilidad con fragilidad. No existe silencio sin un grito desgarrador, no existe perdón sin que se derrame sangre, no existe aceptación sin pasar por un intenso sentimiento de pérdida. Ésos son los cimientos de la verdadera armonía.

—¿Sabes, Tsukuru? Ella sigue viva, de verdad, en distintos lugares —dijo Eri desde el otro lado de la mesa, con un áspero hilo de voz—. Puedo sentirla. En todo lo que resuena a nuestro alrededor, en la luz, en las formas, en todas las cosas…

De pronto se cubrió la cara con las manos. Se le quebró la voz. Tsukuru no sabía si estaba llorando o no. Si lloraba, lo hacía calladamente.

Mientras Ao y Tsukuru jugaban al fútbol, Eri y Aka se llevaban a otra parte a algunos niños que molestaban en la clase de piano de Yuzu. Intentaban atraer su interés con un libro, o jugando, o cantando. Pero la mayoría de las veces no surtía efecto. Los niños acababan aburriéndose y querían volver a la clase de piano a incordiar. Les resultaba más entretenido que cualquier otra cosa. Era divertido ver a Eri y Aka lidiando con ellos.

Sin pensárselo mucho, Tsukuru se levantó, rodeó la mesa y, sin decir nada, posó una mano sobre el hombro de Eri. Ella seguía cubriéndose la cara con las manos. Cuando la tocó, notó como su cuerpo se estremecía. Era un temblor imperceptible.

—Tsukuru —la voz de Eri se coló de entre sus dedos—, tengo que pedirte un favor.

—Dime —contestó Tsukuru.

—¿Te importaría abrazarme?

Tsukuru ayudó a Eri a levantarse de la silla y la abrazó. Los voluminosos senos de su amiga presionaron su pecho. Sintió en la espalda sus gruesas y cálidas manos. Su mejilla, blanda y húmeda, rozó el cuello de Tsukuru.

—Sí, jamás volveré a Japón —susurró Eri, y Tsukuru notó en su oído su aliento cálido y húmedo—. Porque seguro que me acordaría de Yuzu a cada momento. Y nuestra…

Tsukuru la abrazó con fuerza sin decir nada.

Seguramente se les veía por la ventana. Podía pasar alguien. Edvard podía regresar de un momento a otro. Pero les daba igual. No les importaba lo que los demás pensasen. Necesitaban abrazarse. Tenían que estrecharse, rozarse su piel, y alejar de ellos la larga sombra de aquel mal espíritu. Probablemente para eso había ido Tsukuru hasta allí.

Los dos permanecieron abrazados largo tiempo, aunque no habrían podido decir cuánto. La brisa procedente del lago seguía haciendo ondear la cortina blanca, ella seguía con las mejillas húmedas, Alfred Brendel seguía tocando el segundo año, Italie. Sonetto 47 del Petrarca y Sonetto 104 del Petrarca. Tsukuru recordaba perfectamente las piezas. Habría podido tararearlas. Por primera vez se dio cuenta de con cuánta atención las había escuchado hasta entonces.

No se decían nada. Las palabras habían perdido todo su peso. Permanecieron silenciosamente abrazados, como dos bailarines que detienen de pronto sus movimientos y dejan fluir el tiempo. Un tiempo en el que se entremezclaban el pasado, el presente y quizá también el futuro. No había ningún hueco entre sus cuerpos, el aliento de Eri rozaba su cuello al ritmo de su respiración. Tsukuru cerró los ojos, se dejó llevar por el sonido de la música y prestó atención a los latidos de Eri. Su palpitar se confundía con el golpeteo del bote amarrado al embarcadero.