9
Cuando Sara Kimoto lo llamó al móvil, Tsukuru mataba el tiempo clasificando los documentos que tenía apilados sobre la mesa, tirando todo lo que ya no necesitaba y ordenando el batiburrillo de objetos de escritorio que se amontonaban en los cajones. Era jueves y habían pasado cinco días desde la última vez que se habían visto.
—¿Podemos hablar unos segundos?
—Sí —dijo Tsukuru—. En estos momentos, da la casualidad de que no tengo nada que hacer.
—Bien —dijo ella—. ¿Qué te parecería que nos viéramos, aunque sea un rato? He quedado para cenar a las siete, pero tengo un hueco antes. Me harías un favor si vinieras a Ginza.[8]
Tsukuru consultó su reloj.
—Creo que puedo estar ahí a las cinco y media. ¿Dónde quedamos?
Ella le dijo el nombre de una cafetería cerca del cruce 4-chōme. Tsukuru también la conocía.
Antes de las cinco salió de la oficina y en la estación de Shinjuku tomó la línea Marunouchi. Se alegró al darse cuenta de que precisamente ese día llevaba puesta la corbata azul que Sara le había regalado.
Cuando llegó a la cafetería, Sara ya estaba sentada a una mesa, tomando un café. Al ver la corbata, sonrió. Dos arrugas encantadoras se formaron en la comisura de sus labios. La camarera se acercó y también él pidió un café. El local estaba lleno de gente que había quedado a la salida del trabajo.
—Perdona que te haya hecho venir tan lejos —dijo Sara.
—Me gusta venir de vez en cuando a Ginza —respondió Tsukuru—. Aunque, ya de paso, habría estado bien cenar contigo tranquilamente.
Sara hizo un mohín y suspiró.
—A mí también me habría gustado, pero hoy tengo una cena de negocios. Debo atender a un cliente importante que ha venido desde Francia a un restaurante kaiseki.[9] Es una pena, porque el ambiente es un poco formal y apenas podré disfrutar de la comida.
Ciertamente, también la ropa que llevaba era más formal de lo habitual. Vestía un traje de chaqueta de color café claro, de buen corte, y en medio del colgante que llevaba al cuello relucía un pequeño diamante. La falda era corta, y tanto los zapatos como las medias, éstas con motivos, eran del mismo color.
Sara abrió el bolso de charol marrón que tenía sobre el regazo y sacó un gran sobre de color blanco. Dentro había varias fotocopias dobladas. Cerró el bolso con un ruidito metálico. El sonido fue tan delicioso que pareció que los que los rodeaban habrían de volver la cabeza involuntariamente hacia ella.
—He averiguado el paradero y la situación actual de tus cuatro amigos. Tal como te prometí.
Tsukuru se sorprendió.
—Pero si ni siquiera ha pasado una semana.
—Siempre he sido rápida en estas cosas. Cuando le coges el truco, no hay nada que se te resista.
—Yo habría sido incapaz de conseguirlo.
—Cada uno es bueno en su terreno. Yo jamás podría construir una estación de tren.
—Seguramente, ni siquiera podrías hacer un plano.
Ella sonrió.
—Ni aunque viviera doscientos años.
—Entonces, ¿de veras has averiguado dónde están? —preguntó Tsukuru.
—En cierto sentido, sí —dijo ella.
—¿En cierto sentido? —repitió Tsukuru. Aquello era un poco extraño—. ¿Qué quieres decir?
Ella bebió un sorbo de café y dejó la taza sobre el platillo. Después se examinó el esmalte de las uñas. Estaban bien pintadas, con un color a juego con el del bolso, un poco más claro. Tsukuru se habría apostado un mes de sueldo a que no era casualidad.
—Vayamos por orden. Porque si no, no voy a ser capaz de contártelo —dijo Sara.
Tsukuru la animó.
—Por supuesto. Cuéntamelo como más fácil te resulte.
Sara le explicó brevemente cómo había investigado: primero utilizó Internet. Después entró en Facebook y en Twitter, y también en Google y en todos los buscadores que pudo, para rastrear las vidas de cada uno de ellos y saber el rumbo que esas vidas habían tomado. Había conseguido sin problemas información sobre Ao y Aka. Es más, ellos mismos ponían a disposición del público esa información, relacionada con sus respectivos negocios.
—Si lo piensas, es raro —dijo Sara—, ¿no te parece? Vivimos en una época de apatía generalizada. Tenemos al alcance muchísima información sobre los demás. Si uno se lo propone, puede obtenerla con facilidad. Sin embargo, realmente no sabemos nada de nadie.
—La reflexión filosófica combina muy bien con el espléndido traje que llevas hoy —dijo Tsukuru.
Ella le agradeció el cumplido y sonrió.
En cambio, prosiguió, le había costado más encontrar datos sobre Kuro, ya que, a diferencia de Aka y de Ao, no tenía la necesidad de divulgar sus datos por motivos profesionales. Aun así, consiguió rastrear sus pasos a través de la página web del Departamento de Artes Industriales de la Universidad de Bellas Artes de Aichi.
¿El Departamento de Artes Industriales de la Universidad de Bellas Artes de Aichi? Se suponía que había estudiado filología inglesa en una universidad privada femenina en Nagoya. Pero Tsukuru no hizo ningún comentario. En su mente sólo se agolpaban más y más interrogantes.
—Con todo, conseguí pocos datos —dijo Sara—. Así que probé a llamar por teléfono a su casa. Mentí y dije que era una compañera de la época del instituto. Les pedí su dirección actual, para la revista de la asociación de antiguos alumnos. La madre, una mujer muy amable, me la facilitó.
—Seguro que fue por tu manera de pedírselo —dijo Tsukuru.
—Es posible —dijo Sara con modestia.
La camarera acudió a servirle más café, pero Sara la detuvo con un gesto de mano. Cuando la camarera se hubo alejado, siguió hablando:
—En cuanto a Shiro, ha sido duro y, al mismo tiempo, sencillo. No he encontrado datos personales, pero he obtenido la información gracias a viejos artículos de periódico.
—¿Artículos de periódico? —Tsukuru estaba desconcertado.
Sara se mordió el labio.
—Es un tema muy delicado. Déjame contártelo por orden, como te he dicho antes.
—Perdona —se disculpó Tsukuru.
—En primer lugar, necesitaría que me dijeras si, una vez que conozcas sus paraderos, tienes la intención de verte con ellos. Entre las cosas que podría contarte, algunas son poco agradables y tal vez preferirías no saberlas.
Tsukuru asintió.
—No me imagino de qué puede tratarse, pero iré a ver a los cuatro. Ya he tomado la decisión.
Sara se quedó mirándolo unos segundos. Después prosiguió:
—Kuro, es decir, Eri Kurono, vive ahora en Finlandia. Viene muy poco a Japón.
—¿En Finlandia dices que vive?
—Se ha casado con un finlandés, tiene dos hijas pequeñas y vive en Helsinki. Así que si quieres verla, no te quedará más remedio que ir hasta allá.
A Tsukuru le vino a la mente el mapa de Europa.
—Apenas he viajado. Y la empresa me debe unos días de vacaciones. No estaría mal estudiar las redes ferroviarias del norte de Europa.
Sara sonrió.
—He anotado la dirección y el número de teléfono de su piso en Helsinki. Por qué se ha casado con un finlandés y qué hace en Helsinki, eso puedes indagarlo por tu cuenta o preguntárselo directamente a ella.
—Gracias. Con la dirección y el número de teléfono será suficiente.
—Si de verdad piensas ir a Finlandia, te puedo ayudar con los preparativos del viaje.
—No espero menos de una profesional como tú.
—Hábil y competente.
—Por supuesto —dijo Tsukuru.
Sara desplegó la siguiente fotocopia.
—Ao, o sea, Yoshio Oumi, trabaja en un concesionario de Lexus en Nagoya. Al parecer es un vendedor muy competente y últimamente siempre se lleva la palma en el número de vehículos vendidos. Aunque todavía es joven, lo han nombrado jefe del departamento de ventas.
—Lexus —murmuró para sí mismo Tsukuru.
Intentó imaginarse a Ao embutido en un traje en un concesionario iluminado, encareciendo sonriente a los clientes el tacto de los asientos de cuero y el espesor de la capa de pintura de un sedán de lujo. Pero la imagen se le resistía. Lo que sí le vino a la cabeza fue a Ao vestido con el chándal de rugby, empapado en sudor, bebiendo té de cebada directamente de la tetera y zampándose un plato para dos personas él solo, e incluso rebañándolo.
—¿No te lo esperabas?
—La verdad es que me sorprende un poco —dijo Tsukuru—. Pero, ahora que lo dices, quizá vender sea lo suyo. Era un chico sincero, y aunque la elocuencia no era su fuerte, tenía algo que infundía confianza en la gente. Es muy honesto, incapaz de utilizar tretas para conseguir algo, y eso seguramente lo haya beneficiado en su vida profesional.
—Además, he oído decir que los Lexus son coches excelentes y muy fiables.
—Pues si es tan buen vendedor, quizá acabe comprándome un Lexus yo también…
Sara se rió.
—Tal vez.
Tsukuru recordó que su padre siempre iba en grandes Mercedes-Benz. Cada tres años lo cambiaba por uno nuevo. De hecho, aunque su padre no lo pidiese, cada tres años el dueño del concesionario iba a verlo y le cambiaba el automóvil por un nuevo modelo. Siempre estaban relucientes, sin un solo rasguño. Su padre nunca había conducido. Tenía chófer. Las lunas estaban tintadas de gris oscuro, de manera que no se veía el interior. Los tapacubos resplandecían como monedas de plata recién acuñadas. Las puertas, al cerrarse, hacían el mismo ruido que una sólida cámara blindada, y el interior del vehículo quedaba totalmente resguardado. Cuando uno viajaba en los asientos traseros, tenía la impresión de que estaba aislado del revuelo del mundo exterior. De niño, a Tsukuru no le gustaba ir en aquel coche. Era demasiado silencioso. A él le gustaban el alboroto de las estaciones y los trenes atestados de gente.
—Cuando acabó la universidad, trabajó en un concesionario de Toyota con igual éxito de ventas, y en 2005, cuando Toyota lanzó la marca Lexus en Japón, lo llamaron y se pasó a la nueva empresa. ¡Adiós, Corolla! ¡Hola, Lexus! —exclamó Sara, y volvió a mirar de reojo la manicura de la mano izquierda—. Así pues, no te será muy difícil hablar con él. Basta con que vayas al concesionario.
—Ya veo —dijo Tsukuru.
Sara abrió otra fotocopia.
—La vida de Aka, Kei Akamatsu, en cambio, ha sufrido una constante metamorfosis. Se graduó con excelentes notas en la Facultad de Económicas de la Universidad de Nagoya y tuvo la suerte de entrar a trabajar en un gran banco. Un megabanco, por así llamarlo. Sin embargo, por algún motivo, al cabo de tres años lo dejó y entró en una financiera de tamaño mediano. El capital de la empresa era de Nagoya y, para resumir, se dedicaba a la concesión de préstamos sin garantía y tasas de interés muy altas. Tenían fama de ser un poco agresivos. En un cambio de rumbo inesperado, dos años después se marchó también de esa empresa y, tras conseguir fondos, montó su propio negocio, una mezcla de escuela de desarrollo personal y centro de formación empresarial. Creative business seminar, lo llama él. Ha cosechado un éxito sorprendente, las oficinas están en un rascacielos en el centro de Nagoya y tiene muchos empleados. Si quieres saber más, puedes consultar su página web. La empresa se llama Beyond. ¿No te suena un poco New Age?
—¿Seminario creativo de negocios?
—El nombre es novedoso, pero básicamente ofrecen cursos de desarrollo personal —dijo Sara—. Es decir, un curso rápido, con lavado de cerebro incluido, para formar guerreros empresariales. En vez de textos sagrados utilizan un manual, y en vez del Paraíso o la Iluminación, prometen ascensos y altos estipendios. Un nuevo credo en una época de pragmatismo. No tiene ningún rasgo sobrenatural, propio de las religiones, y todo se teoriza y se contabiliza al detalle. Todo muy aséptico y comprensible. Y no son pocos los que en esos cursos buscan aliento y refuerzos positivos. Pero, básicamente, no es más que una inyección hipnótica de un sistema de pensamiento oportunista. Las teorías que utilizan y los valores que propugnan van encaminados al objetivo último. Sin embargo, la fama de la empresa no para de crecer y muchos negocios locales están firmando contratos con ella. En su página web verás que ofrecen programas atractivos, destinados a un público amplio, e innovadores, que abarcan desde formación en grupo para nuevos empleados, al estilo de los campamentos para reclutas, hasta sesiones estivales de reciclaje dirigidas a personal con experiencia, celebradas en un hotel de lujo de un complejo vacacional, pasando por elegantes almuerzos de negocios para directivos. Los envoltorios, al menos, son bonitos. Al parecer, enseñan a los más jóvenes a hablar y comportarse de acuerdo con las formas que se estilan en el mundo empresarial. A mí, personalmente, que me dejen tranquila, pero puede que a los empresarios les interese. ¿Te has hecho ya una idea acerca de qué va el negocio?
—Más o menos —contestó Tsukuru—. Pero para montar un negocio como ése imagino que se necesitan fondos. ¿Cómo ha conseguido Aka el dinero? Su padre es profesor de universidad, y un hombre muy inteligente, pero que yo sepa, nunca han vivido en la abundancia y no creo que pudiera embarcarse en una aventura semejante.
—Es un misterio —dijo Sara—. En todo caso, ¿no apuntaba Aka maneras de gurú en el instituto?
Tsukuru sacudió la cabeza.
—No, no. Era más bien tranquilo, estudioso y ecuánime. Tenía una mente prodigiosa, y también labia, cuando la necesitaba. Pero no se pavoneaba de esas cualidades. Era de los que se quedan un paso atrás, urdiendo planes, no sé si me entiendes. No me lo imagino aleccionando a nadie ni soltando arengas.
—La gente cambia —dijo Sara.
—Por supuesto —afirmó él—. También es posible que, a pesar de todo el tiempo que pasábamos juntos y de todo lo que nos contábamos, en realidad desconociéramos lo esencial de los demás.
Sara lo miró a la cara un instante y luego siguió:
—El caso es que ambos trabajan actualmente en Nagoya. Ninguno de los dos ha salido de esa ciudad en su vida. Se educaron en Nagoya y trabajan en Nagoya. ¡Ni que fuera El mundo perdido de Conan Doyle! Dime, ¿tan bien se vive en Nagoya?
Tsukuru no supo qué responder. Se sentía confuso. Si las circunstancias hubieran sido un poco diferentes, quizá tampoco él habría salido de Nagoya; tal vez ni siquiera se lo habría planteado.
Sara hizo una pausa. Dobló las fotocopias, las devolvió al sobre y, tras dejarlo en un rincón de la mesa, bebió agua. Luego habló en tono serio:
—Por último, Shiro, Yuzuki Shirane. Ella, por desgracia, no tiene domicilio.
—No tiene domicilio —repitió Tsukuru en un murmullo.
De nuevo, cosas extrañas. Lo habría entendido si le hubiera dicho que «desconocía» su domicilio. Pero eso de que no tuviera domicilio era rarísimo. Pensó qué podía significar. Quizá se encontraba en paradero desconocido. Porque dudaba de que se hubiera convertido en una indigente.
—Lo siento, pero ha dejado este mundo —dijo Sara.
—¿Que ha dejado este mundo?
Sin saber por qué, por un instante imaginó a Shiro vagando por el espacio interestelar a bordo de una nave.
—Murió hace seis años. De ahí lo del domicilio. La tumba está en las afueras de Nagoya. Me duele ser yo la que tenga que contártelo.
Tsukuru enmudeció. Sintió que poco a poco se debilitaba, como cuando se abre un pequeño agujero en una bolsa con agua. Dejó de oír el bullicio que los rodeaba. A duras penas le llegaba lo que le decía Sara. Tan sólo oía un eco lejano e ininteligible, como si le hablara bajo el agua en una piscina. Reunió fuerzas para salir a la superficie y asomar la cabeza. Consiguió oír. Empezó a entender lo que Sara estaba diciéndole.
—… no he escrito en qué circunstancias murió. Creo que es mejor que lo averigües por ti mismo. Aunque te lleve algo de tiempo.
Tsukuru asintió como un autómata.
¿Hacía seis años? Por entonces, ella tenía treinta. Sólo treinta años. Tsukuru intentó imaginarse a Shiro a esa edad. Pero no lo lograba. Únicamente veía a Shiro como una adolescente de dieciséis, diecisiete años. Eso lo entristeció. «¡Dios mío! Ni siquiera he podido ir haciéndome mayor con ella…»
Sara se inclinó sobre la mesa y posó su mano, pequeña y cálida, sobre la de él. Tsukuru agradeció esa estrecha muestra de afecto, y sintió una íntima alegría, pero le pareció que sucedía por casualidad y en otro mundo, en un lugar distante.
—Perdóname que haya terminado así —dijo ella—, pero en algún momento tenía que contártelo.
—Lo entiendo —dijo él. Claro que lo entendía. Pero necesitaba un poco de tiempo para asumirlo. Ella no tenía la culpa; nadie la tenía.
—Debo irme —dijo Sara tras mirar el reloj—. En estas fotocopias —añadió mientras le alargaba el sobre— encontrarás información sobre tus cuatro amigos. Sólo he puesto lo indispensable. Pensé que preferirías hablar con ellos en persona. Tú mismo irás descubriendo los pormenores.
—Muchas gracias por todo —le dijo Tsukuru, tras buscar las palabras y verse capaz de decirlas en voz alta—. Te llamaré dentro de poco para contarte cómo ha ido.
—Espero tu llamada. Si puedo hacer algo más por ti, sólo tienes que decírmelo.
De nuevo, Tsukuru le dio las gracias.
Salieron de la cafetería y se despidieron en la calle. Tsukuru, quieto, observó cómo Sara, con su traje primaveral de color café claro, agitaba la mano para decir adiós y desaparecía en medio de la marea humana. Le habría gustado prolongar un poco más el encuentro. Charlar con ella con calma. Pero Sara, claro está, tenía su vida. Y ni que decir tiene que la mayor parte de esa vida no guardaba ninguna relación con él y transcurría en lugares que le eran desconocidos.
Se metió el sobre en el bolsillo de la chaqueta. Dentro iban las vidas de sus cuatro amigos, escuetamente resumidas y bien dobladas. De los cuatro, una ya no existía. Se había convertido en un puñado de ceniza blanca. Sus pensamientos, su manera de ver las cosas, su sensibilidad, sus sueños y ambiciones… Todo eso había desaparecido. Sin dejar rastro. Sólo quedaba lo que él recordaba de ella. Su cabello negro, largo y liso; sus bonitos dedos posados sobre el teclado; sus pantorrillas blancas, esbeltas, suaves como la cerámica, y elocuentes, aunque pudiera padecer extraño; la música que solía tocar: Le mal du pays, de Franz Liszt. Su pubis húmedo y sus pezones endurecidos… ¡No! Eso no era un recuerdo. Eso…, bueno, sobre eso prefería no pensar.
Apoyado en una farola, Tsukuru pensó adónde podía ir. Las manecillas de su reloj de pulsera marcaban casi las siete. Todavía no había anochecido, pero los escaparates alineados a ambos lados de la calle brillaban cada vez más, como invitando a los transeúntes a entrar. Aún era temprano y no tenía nada que hacer. Todavía no quería volver a casa. Le apetecía estar solo en algún sitio tranquilo. Podía ir a donde quisiera. Prácticamente, a cualquier sitio. Sin embargo, no se le ocurría ningún lugar concreto al que ir.
«En momentos como éste, lo mejor que uno puede hacer es tomarse una copa», pensó. «Cualquier otro, ahora entraría en un bar y se emborracharía.» Pero, por su constitución, el alcohol no le sentaba bien. La bebida no le embotaba los sentidos ni le procuraba un agradable olvido; tan sólo le provocaba dolor de cabeza a la mañana siguiente.
«Entonces, ¿adónde voy?»
No tenía adónde ir.
Caminó por la avenida hasta la estación de Tokio. Accedió por los torniquetes de la entrada de Yaesu, se dirigió al andén de la línea Yamanote y se sentó en un banco. Se pasó casi una hora observando los convoyes de vagones verdes que llegaban casi a cada minuto, regurgitaban una riada de gente, engullían a toda prisa otra riada de gente y se alejaban. No pensó en nada, sólo contempló absorto esa escena que se repetía hasta el infinito. Eso no alivió su dolor. Pero esa reiteración siempre lo había fascinado y, al menos, adormecía su sensación de que pasaba el tiempo.
Los usuarios llegaban continuamente, procedentes de quién sabía dónde, formaban colas sin que nadie se lo pidiera y subían ordenadamente a vagones que los transportaban a otro lugar. A Tsukuru lo asombró que en este mundo existiera de verdad semejante número ingente de personas. Y también que existiese otro número ingente de vagones de tren verdes. Parecía un milagro que tal número de personas fuesen transportadas de manera sistemática, con total normalidad, en tal otro número de vagones. Y que todas y cada una de esas personas procedieran de algún lugar y tuvieran un lugar adonde ir.
Pasada la hora punta, cuando el alud de usuarios remitió, Tsukuru Tazaki se levantó lentamente, se subió al primer tren que pasó y volvió a casa. El dolor seguía ahí. Pero ahora tenía algo que hacer.