1

Desde el mes de julio del segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente, Tsukuru Tazaki vivió pensando en morir. Entretanto, cumplió veinte años, pero esa muesca en el tiempo no significó nada para él. Durante esos meses, la idea de acabar con su vida le parecía de lo más natural y legítima. Todavía ahora, mucho tiempo después, ignoraba la razón por la que no había dado ese último paso, a pesar de que, en aquel entonces, franquear el umbral que separaba la vida de la muerte le habría resultado más fácil que tragarse un huevo crudo.

Si Tsukuru no llegó a consumar el suicidio fue quizá porque su fijación con la muerte era tan pura e intensa que el modo en que podría suicidarse no se asociaba en su mente a una imagen concreta. En su caso, la concreción era más bien un aspecto secundario. De haber tenido a su alcance una puerta que condujese a la muerte, la habría abierto sin titubear, sin pensárselo dos veces, como una prolongación de su día a día, por así decirlo. Pero, por fortuna o por desgracia, no encontró a mano esa puerta.

Ahora, Tsukuru Tazaki se decía a menudo que tal vez hubiera sido mejor haber muerto entonces. Así, este mundo habría dejado de existir. La idea le seducía: este mundo no existiría y lo que él tenía por realidad ya no sería real. Del mismo modo que para este mundo él ya no existiría, el mundo tampoco existiría para él.

Y sin embargo, al mismo tiempo, no comprendía por qué, en aquella época, había estado tan cerca de la muerte. Y aunque hubiera habido una razón concreta, ¿cómo era posible que ese anhelo por morir hubiese adquirido tanta fuerza como para adueñarse de él y engullirlo? Engullirlo, sí, ésa era la palabra. Al igual que el personaje bíblico que sobrevivió en el vientre de una ballena gigante, Tsukuru cayó en las entrañas de la muerte y pasó aquellos días interminables en una oscura y turbia cavidad.

Durante meses vivió como un sonámbulo, como un cadáver que todavía no se ha percatado de que está muerto. Cuando el sol se levantaba, abría los ojos, se cepillaba los dientes, se vestía con lo primero que encontraba, subía al tren, iba a la universidad y tomaba apuntes en clase. Simplemente se movía en función del horario que tuviera que cumplir, como quien se agarra a una farola ante la acometida de un vendaval. No hablaba con nadie salvo que fuera necesario y, una vez de vuelta en su apartamento, apoyado contra la pared de su dormitorio, reflexionaba sobre la muerte, sobre lo que significaba no estar vivo. Entonces ante él abría sus fauces un abismo sombrío que comunicaba directamente con el corazón del infierno. Allí, en lo más hondo, se divisaba un vacío que giraba en espiral, convertido en nube sólida, y se oía un profundo silencio que oprimía los tímpanos.

Cuando no pensaba en la muerte, no pensaba absolutamente en nada. Eso no le resultaba complicado. No leía la prensa, no escuchaba música, ni siquiera tenía apetito sexual. Lo que ocurriera en el mundo no le importaba lo más mínimo. Si se cansaba de estar encerrado en su apartamento, salía y paseaba sin rumbo fijo por el barrio. O iba hasta la estación y, sentado en un banco, pasaba horas contemplando el ir y venir de los trenes.

Todas las mañanas se duchaba y se lavaba cuidadosamente el pelo, y dos veces por semana hacía la colada. La limpieza era uno de los pilares a los que se aferraba. Colada, baño y cepillado de dientes. En cambio, no se preocupaba demasiado por la alimentación. A mediodía almorzaba en el comedor de la universidad, pero, por lo demás, descuidaba su alimentación. Cuando le entraba hambre, compraba manzanas o alguna hortaliza en el supermercado del barrio y las mordisqueaba. Otras veces comía pan de molde a palo seco y bebía leche directamente del envase de cartón. Al llegar la hora de dormir, se tomaba una copita de whisky, igual que si fuera un medicamento. Como, afortunadamente, tenía poco aguante, esos dedos de whisky bastaban para que en poco tiempo lo invadiera el sopor. En aquella época nunca soñaba. Y si lo hacía, los sueños, no bien asomaban, resbalaban por la pendiente escurridiza de su mente, sin nada a lo que sujetarse, hasta una zona completamente vacía.

La razón por la que la muerte atrajo hacia sí con tanta fuerza a Tsukuru Tazaki estaba clara: un buen día, sus cuatro mejores amigos, con los que tantas cosas había compartido, le comunicaron que no querían volver a verlo, y tampoco hablar con él. Lo hicieron de modo repentino y rotundo, sin concesiones. No le dieron explicación alguna sobre el motivo de aquella cruel decisión. Y Tsukuru no se atrevió a preguntar.

Los cinco eran amigos del instituto, pero Tsukuru se había marchado de casa para ir a estudiar a una universidad de Tokio, de modo que creyó que ser desterrado del grupo no iba a suponerle un suplicio diario. No pasaría un mal rato cada vez que se los encontrara por la calle. Sin embargo, la realidad fue muy distinta. Al estar lejos de ellos, el dolor que sentía se agravó, se tornó más lacerante. La soledad y la alienación se convirtieron en un cable de cientos de kilómetros de longitud tensado por un enorme cabrestante. Y, a través de aquella línea tirante, día y noche le llegaban mensajes difíciles de descifrar. El ruido que hacían variaba de intensidad y taladraba sus oídos a intervalos, como un viento que sopla a ráfagas entre los árboles.

Los cinco iban a la misma clase de un instituto público situado a las afueras de la ciudad de Nagoya. Eran tres chicos y dos chicas. Trabaron amistad durante el verano del primer año,[1] en un programa de voluntariado, y a partir de ese momento, aunque al pasar de curso acabaran en distintas clases, formaron una pandilla inseparable. El programa formaba parte de las tareas de verano de la asignatura de educación cívica, pero el grupo decidió seguir colaborando una vez acabado el programa. Desde ese momento, aparte de dedicarse a las actividades de voluntariado, los días festivos se juntaban para practicar senderismo, jugar al tenis o ir a nadar a la cercana península de Chita, y a veces se reunían en casa de uno de los cinco para preparar el examen de acceso a la universidad. Pero la mayoría de las veces quedaban en cualquier parte y charlaban largo y tendido. No elegían una cuestión determinada y se ponían a hablar sobre ella, sino que, sin proponérselo, siempre surgían nuevos temas de conversación.

Los cinco coincidieron por casualidad en esas actividades de voluntariado. Una de las opciones consistía en dar clases de refuerzo a niños de primaria que no eran capaces de seguir el ritmo de la clase (muchos de ellos eran absentistas). De un aula de treinta y cinco alumnos, ellos cinco fueron los únicos que eligieron ese programa, que se desarrollaba en un centro educativo católico. Pasaron tres días en el campamento de verano del centro, situado en las afueras de Nagoya, e hicieron buenas migas con los niños.

Entre clase y clase de refuerzo buscaban tiempo para charlar abiertamente y conocer la forma de pensar y la personalidad de los demás. Compartían anhelos, se contaban sus problemas. Y una vez terminado el campamento de verano, todos ellos sintieron lo mismo: «Ahora sí me encuentro en el lugar adecuado, ahora sí estoy con los compañeros adecuados. Necesito a los otros cuatro y ellos, a su vez, me necesitan a mí». Tal era la sensación de armonía. Se asemejaba a una venturosa fusión química que se hubiera producido por pura casualidad. Aunque se hubiesen reunido y preparado con sumo cuidado los mismos ingredientes, seguramente jamás habría vuelto a obtenerse el mismo resultado.

Más tarde continuaron asistiendo al centro los fines de semana, un par de veces al mes, para ayudar a los niños en sus estudios, leer cuentos y libros con ellos, jugar y hacer gimnasia juntos. Además, se encargaban de cortar el césped del jardín, pintar el edificio o reparar juguetes. Colaboraron con el centro durante los dos años y medio siguientes, hasta que dejaron el instituto.

Tratándose de tres chicos y dos chicas, desde el principio podría haber surgido cierta tensión. Por ejemplo, si se hubieran formado dos parejas de chica y chico, habría sobrado uno. Esa posibilidad se cernía sobre sus cabezas en forma de pequeña y densa nube lenticular. No obstante, esa situación nunca llegó a producirse; jamás hubo el menor signo de que eso fuera a ocurrir.

Tal vez por azar, las familias de los cinco eran de clase media alta y vivían en las afueras de la ciudad de Nagoya. Sus progenitores pertenecían a la generación del primer baby boom de la posguerra; los padres eran profesionales especializados o trabajaban en grandes empresas. No escatimaban gastos en la educación de sus hijos. Sus hogares eran, al menos en apariencia, apacibles; ningún matrimonio se había divorciado y las madres, por lo general, se ocupaban de la casa. Para acceder al instituto los chicos habían tenido que superar una prueba, por lo que todos sacaban en general buenas notas. El caso es que los cinco llevaban una vida parecida.

Por otra parte, todos salvo Tsukuru Tazaki coincidían en un pequeño detalle: sus apellidos incluían un color. Los dos chicos se apellidaban Akamatsu y Oumi; ellas, Shirane y Kurono.[2] Tazaki era ajeno a esa casualidad. Debido a ello, desde el primer momento había experimentado una ligera sensación de alienación. Por supuesto, que el apellido incluya o no un color no tiene nada que ver con la personalidad. Lo sabía perfectamente. Pero, para su propio asombro, le dolía no compartir ese rasgo con sus amigos. Los demás enseguida empezaron a llamarse por sus colores, como si fuera algo natural: Aka, Ao, Shiro, Kuro. A él lo llamaban simplemente Tsukuru. A menudo pensaba en lo mucho que le habría gustado tener un apellido con un color. Entonces todo habría sido perfecto.

Aka era un alumno aventajado, sacaba unas notas excelentes. Aunque no daba la impresión de estudiar con particular ahínco, descollaba en todas las asignaturas. Sin embargo, nunca se jactaba de ello; siempre permanecía un paso atrás, discreto, y se mostraba considerado con los otros. Como si se avergonzara de su inteligencia. Ahora bien, como suele ocurrirles a las personas de baja estatura (apenas llegaba al metro sesenta), cuando se empeñaba en algo, por insignificante que fuera, nunca daba su brazo a torcer. Le sacaban de quicio las normas arbitrarias y los profesores ineptos. Era competitivo, de modo que se ponía de mal humor cada vez que perdía un partido de tenis. No era que tuviese mal perder, pero se volvía más callado. A los demás les hacían gracia sus prontos y solían tomarle el pelo. Al final, el propio Aka también se reía. Su padre era profesor en la Facultad de Económicas de la Universidad de Nagoya.

Ao era delantero en el equipo de rugby y tenía una constitución física envidiable. En el tercer curso, pasó a ser el capitán del equipo. Era de espaldas anchas, pecho robusto, frente despejada, boca amplia y nariz grande. Un jugador entregado cuyo cuerpo siempre lucía heridas recientes. No era muy constante en el estudio, pero sí alegre y querido por todos. Hablaba mirando a los ojos y con voz fuerte y firme. Comía con auténtica fruición y tenía buen saque. Rara vez hablaba mal de alguien y nunca olvidaba una cara o un nombre. Escuchaba a los demás y se le daba bien aglutinar a la gente. Tsukuru aún lo recordaba formando un círculo con sus compañeros de equipo antes de cada partido de rugby y soltando una arenga:

—Ahora vamos a ganar, ¿de acuerdo? Lo único que nos importa es cómo lo vamos a hacer, por cuánto vamos a ganar. Perder no está entre nuestras opciones, ¿vale? ¡Perder no es una opción!

—¡Perder no es una opción! —gritaban los demás deportistas, y se dispersaban por el terreno de juego.

Pero el equipo del instituto no era excesivamente bueno. Ao estaba dotado para el deporte y era un jugador astuto; sin embargo, el nivel del equipo dejaba mucho que desear. Con frecuencia sufrían derrotas aplastantes frente a equipos de institutos privados, que reclutaban a los mejores deportistas de todo el país a golpe de becas. Pero una vez terminado el partido, Ao no le daba demasiada importancia al resultado.

—Lo importante es la voluntad de ganar —solía decir—. En la vida no se puede ganar siempre. Unas veces se gana y otras se pierde.

—Y a veces el partido se aplaza por el mal tiempo —terció en cierta ocasión Kuro, que era muy irónica.

Ao meneó entonces la cabeza con aire triste.

—Confundes el rugby con el béisbol o el tenis. Los partidos de rugby nunca se aplazan por el mal tiempo.

—¡Ah! ¿Jugáis aunque llueva? —se sorprendió Shiro. Apenas sabía nada sobre deportes, y tampoco le interesaban especialmente.

—Así es —contestó Aka—. Por mucho que llueva, los partidos de rugby nunca se suspenden. Por eso todos los años mueren tantos jugadores ahogados durante el campeonato.

—¡Qué horror! —dijo Shiro.

—¡Serás tonta! ¿No ves que lo dice de broma? —comentó Kuro atónita.

—Volviendo al tema —dijo Ao—, lo que quiero decir es que saber perder forma parte del espíritu deportivo.

—Y por eso te entrenas cada día —dijo Kuro.

Shiro, cuyas delicadas facciones recordaban a las de las antiguas muñecas japonesas, era alta y esbelta, con unas proporciones propias de una modelo. Su cabello, largo y hermoso, era de un brillante negro azabache. La gente con la que se cruzaba no podía evitar volver la cabeza a su paso para mirarla. Pero daba la impresión de que Shiro se sentía un tanto superada por su propia belleza. Era muy seria y no le gustaba llamar la atención. Tocaba el piano con mucha destreza, pero nunca exhibía su talento delante de desconocidos. Cuando, armada de paciencia, enseñaba a los niños a tocar el piano en el centro educativo en el que ayudaban los cinco, se la veía sumamente feliz. Tsukuru jamás había visto un rostro tan radiante como el de Shiro. Ella decía que algunos de los niños no estaban hechos para estudiar, pero en cambio poseían un talento innato para la música y era una pena desaprovecharlo. En el centro escolar sólo había un piano vertical que era casi una antigualla. Por eso los cinco decidieron unir esfuerzos y organizar una colecta para comprar un piano nuevo. Durante las vacaciones de verano se pusieron manos a la obra. También contactaron con un fabricante de instrumentos musicales para pedir su colaboración. Al final consiguieron comprar un piano de cola. Fue durante la primavera del tercer curso en el instituto. Aquel trabajo desinteresado y tenaz les granjeó el reconocimiento de todo el mundo, e incluso aparecieron en la prensa.

Por lo general, Shiro era parca en palabras, pero cuando la conversación versaba sobre perros o gatos, su rostro se transformaba por completo y hablaba con arrobo, pues adoraba a los animales. Decía que su sueño era ser veterinaria, aunque Tsukuru no se la imaginaba rajándole el vientre a un perro labrador con un escalpelo bien afilado, ni introduciendo la mano en el recto de un caballo. Si se matriculaba en una escuela especializada, tendría que pasar por tal clase de prácticas. Su padre dirigía una clínica de obstetricia y ginecología en Nagoya.

Kuro no era especialmente guapa, pero sí simpática y muy expresiva. Alta y rellenita, a los dieciséis años ya tenía los pechos muy desarrollados y voluminosos. Poseía un marcado sentido de la independencia y una fuerte personalidad, y hablaba tan rápido como pensaba. Destacaba en las asignaturas de letras, pero se le atragantaban las matemáticas y la física. Habría sido incapaz de ayudar a su padre en la asesoría fiscal que éste regentaba en Nagoya. Tsukuru a menudo le echaba una mano con los deberes de matemáticas. Kuro podía ser muy sarcástica, pero también tenía un peculiar sentido del humor, y hablar con ella resultaba divertido y estimulante. Era una lectora empedernida; siempre llevaba un libro en la mano.

Shiro y Kuro iban a la misma clase desde primaria, así que ya se conocían bien antes de que se formara la pandilla. Verlas juntas era todo un espectáculo. El bellezón tímido dotado de gran talento artístico y la humorista sarcástica y perspicaz: un dúo irrepetible y fascinante.

Bien pensado, Tsukuru Tazaki era el único del grupo que no destacaba en nada en particular. Sus notas eran más que aceptables. Estudiar no le entusiasmaba, pero prestaba atención en clase y, después, preparaba o repasaba las lecciones lo mínimo necesario. Se había habituado a ello desde pequeño. Igual que a lavarse sin falta las manos antes de cada comida y a cepillarse los dientes después. Por eso aprobaba todas las materias sin mayor dificultad, aunque sus calificaciones nunca llamaban la atención. Mientras no diera problemas, sus padres no lo atosigaban con las notas, y tampoco lo habían obligado nunca a ir a una academia ni le habían puesto un profesor particular.

El deporte no le disgustaba, pero nunca participaba en las actividades deportivas extraescolares. En ocasiones jugaba al tenis con amigos o con miembros de su familia, iba a esquiar o nadaba; eso era todo. Era bien parecido, como los demás le recordaban de vez en cuando, aunque en realidad sólo querían decir que «no estaba tan mal». Cuando se miraba al espejo, sentía a menudo un hastío irreprimible. Ni le interesaban demasiado las artes, ni tenía ninguna afición o habilidad especial. Más bien era un chico taciturno, reservado, que enseguida se sonrojaba y se sentía incómodo delante de las personas que acababa de conocer.

Si tenía alguna peculiaridad, por así llamarla, era que su familia era probablemente la más pudiente de las cinco y que su tía materna era una actriz veterana, discreta pero muy conocida. Sin embargo, no estaba dotado de ninguna cualidad de la que se sintiera orgulloso o que le gustara mostrar en público. Al menos así lo veía él. Era comedido en todos los aspectos. Si hubiera que definirlo con algún color, éste habría sido desvaído.

Tal vez podría considerarse una afición el hecho de que le encantaran las estaciones de tren. No sabía por qué, pero desde que tenía uso de razón siempre le habían fascinado. Ya se tratara de las enormes estaciones del tren bala, de pequeñas estaciones rurales de una sola vía, o de estaciones para carga y descarga de mercancías, no importaba: todo lo que tuviera que ver con las estaciones le apasionaba.

De niño le fascinaban las maquetas de trenes, igual que a todo el mundo, pero lo que realmente le interesaba no eran las locomotoras ni los vagones construidos hasta el más mínimo detalle, ni las vías que se extendían por complejos entramados, ni los diversos dioramas, sino simplemente las maquetas de estaciones normales y corrientes. Le gustaba mirar cómo los trenes de juguete pasaban por las estaciones, cómo iban aminorando la velocidad hasta detenerse justo delante del andén. Imaginaba el trasiego de los pasajeros, le parecía oír los avisos por megafonía y la señal de partida de los trenes, se figuraba los vivos ademanes de los empleados de la estación. En su cabeza se mezclaban realidad y ficción, e incluso a veces la emoción le hacía estremecerse. Sin embargo, era incapaz de explicar a quienes lo rodeaban por qué le atraían tanto las estaciones de ferrocarril. Y aunque hubiera conseguido explicarlo, lo más probable es que lo hubiesen considerado un bicho raro. En ocasiones, él mismo pensaba que quizá tuviera un lado no muy cuerdo.

Pese a carecer de una personalidad o unos rasgos remarcables, y de tender siempre a la mesura, tenía —o parecía tener— algo que lo distinguía de quienes lo rodeaban, algo que no era del todo común. Esta visión contradictoria de su persona le había confundido y desconcertado en más de una ocasión, desde pequeño hasta la actualidad; unas veces, ligeramente; otras, de manera bastante profunda.

A veces Tsukuru se preguntaba por qué sus amigos lo habían aceptado en el grupo. «¿De veras me necesitan? ¿No se lo pasarían mejor sin mí? ¿Acaso todavía no se han dado cuenta? Quizá sea cuestión de tiempo», se decía. Pero cuantas más vueltas le daba, más confuso se sentía. Tratar de averiguar su propia valía se asemejaba a calibrar una sustancia sin disponer de una unidad de medida. La aguja se disparaba debido a que no había un punto fijo en el que detenerse.

Pero a los demás miembros del grupo no parecía importarles. Tal como Tsukuru lo veía, cuando se reunían para hacer algo juntos, todos se lo pasaban en grande. Y para eso tenían que estar los cinco. Ni uno más, ni uno menos. De igual modo que un pentágono regular está formado por cinco lados de la misma longitud. Sus rostros así se lo transmitían.

Por supuesto, Tsukuru se sentía feliz y orgulloso de saberse pieza indispensable de ese pentágono. Adoraba a los otros cuatro y amaba esa sensación de unidad más que nada en el mundo. Igual que un árbol joven absorbe los nutrientes del suelo, Tsukuru tomaba del grupo el sustento que la adolescencia requiere, y lo transformaba en el valioso alimento que le permitiría crecer, o lo reservaba y almacenaba en su cuerpo como fuente de energía para cuando lo necesitase. Aun así, en lo más hondo de su corazón persistía el temor a que algún día tuviera que desprenderse de aquel entrañable grupo, a que pudieran repudiarlo y abandonarlo. La preocupación por quedarse solo afloraba a menudo en su mente, igual que una oscura y funesta roca que emerge de la superficie del mar cuando desciende la marea.

* * *

—¡Así que de pequeño ya te gustaban las estaciones de tren! —dijo Sara Kimoto con asombro.

Tsukuru asintió, no sin cierto reparo. No quería que ella pensara que era uno de esos otaku[3] como los que antes solía ver en la Facultad de Ingeniería y ahora en el trabajo. Sin embargo, quizá lo fuera, al fin y al cabo.

—Sí, no sé por qué, pero es así —reconoció.

—Eres una persona bastante perseverante, ¿no? —dijo ella. A pesar de que debía de parecerle gracioso, no se apreciaba en sus palabras ningún deje peyorativo.

—No sé explicar por qué me pasa eso con las estaciones, por qué precisamente con las estaciones…

Sara sonrió.

—Seguro que es tu vocación.

—Quizá —concedió Tsukuru.

«¿Por qué hemos acabado hablando de esto?», se preguntó. Todo aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, y prefería borrarlo de su memoria. Pero Sara, por algún motivo, insistía en saber más detalles sobre su época del instituto. ¿Qué clase de estudiante era? ¿A qué se dedicaba? Y, sin apenas darse cuenta, la conversación derivó de forma natural hacia la pandilla. Los cuatro con color y Tsukuru Tazaki, el chico sin color.

Se encontraban en un pequeño bar en las afueras del barrio de Ebisu, en Tokio. Habían planeado cenar en un pequeño restaurante que Sara conocía, pero ella le había dicho que había almorzado tarde y que no tenía demasiada hambre, así que cancelaron la reserva y acabaron tomando una copa en un bar mientras picaban queso y frutos secos. Tsukuru no puso objeción. Nunca tenía mucho apetito.

Sara era dos años mayor que él y trabajaba en una importante agencia de viajes. Se dedicaba a organizar tours por países extranjeros. Como es natural, su trabajo la obligaba a viajar mucho. Tsukuru, por su parte, se dedicaba al diseño y mantenimiento de estaciones de tren en una empresa ferroviaria que cubría el área occidental de la región de Kantō, que incluía Tokio; era su vocación, como había dicho Sara. Aunque sus empleos no se pareciesen, ambos trabajaban con algo relacionado con el transporte de personas. Alguien los presentó en la fiesta de inauguración de la casa de uno de los jefes de Tsukuru, intercambiaron direcciones de correo electrónico y aquélla era su cuarta cita. En la tercera, después de cenar, habían ido a casa de él y habían hecho el amor. Hasta entonces las cosas habían sobrevenido con toda naturalidad. Pasada una semana, se encontraban en una fase delicada. Si seguían así, su relación se volvería más seria. Él tenía treinta y seis años; ella, treinta y ocho. Evidentemente, no era un amorío de adolescentes.

Desde el momento en que se conocieron, a Tsukuru le agradó el rostro misterioso de Sara. No era especialmente hermoso, al menos en el sentido convencional de la palabra. Sus pómulos salientes daban una impresión de terquedad, y tenía la nariz fina y un poco puntiaguda. Pero en esos rasgos había algo fresco que atrajo poderosamente su atención. Sus ojos eran estrechos, pero cuando intentaban ver algo, de repente se abrían como platos. Y entonces surgían dos pupilas negras descaradas y llenas de curiosidad.

Aunque no sea muy consciente de ello, en el cuerpo de Tsukuru hay un lugar muy delicado y de una sensibilidad muy aguda. Se encuentra en algún punto de su espalda. Una pequeña zona blanda que él no alcanza a tocarse y que por lo general permanece oculta, de tal forma que no se ve a simple vista. Sin embargo, en los momentos más inesperados, esa zona se activa de súbito cuando alguien la presiona con las yemas de los dedos. En ese instante, algo se pone en funcionamiento en su interior y segrega una sustancia especial. Esta sustancia se mezcla con la sangre y es enviada a cada rincón de su organismo, estimulándolo tanto física como mentalmente.

La primera vez que se encontró con Sara, sintió cómo unos dedos invisibles se alargaban y presionaban con fuerza ese interruptor en su espalda. A pesar de que el día en que se conocieron hablaron largo y tendido, no recordaba en absoluto de qué habían charlado. Lo único que recordaba era esa repentina sensación en la espalda y un extraño estímulo físico y mental que no conseguía expresar con palabras. Una parte de sí mismo se distendía y otra se contraía. Ésa era la sensación. ¿Qué demonios significaría? Tsukuru le dio vueltas durante días, pero a él nunca se le había dado bien pensar sobre cosas poco definidas. Más tarde le envió un correo electrónico y la invitó a comer. Quería averiguar qué significaban aquella sensación y aquel estímulo.

No sólo le gustaba el rostro de Sara, sino también cómo vestía. Usaba prendas de corte bello y natural, con pocos ornamentos. Además, el modo en que se ceñían a su cuerpo transmitía una impresión de comodidad y simplicidad, aunque uno podía deducir que había tardado bastante tiempo en elegirlas y que no eran precisamente baratas. Los accesorios y el maquillaje con que combinaba la ropa eran elegantes y discretos. Pese a que Tsukuru nunca había prestado demasiada atención a su propia indumentaria, le gustaba contemplar a las mujeres que vestían bien. Era parecido a disfrutar de una bella melodía.

Cuando era pequeño, sus dos hermanas, a las que les encantaba la ropa, solían cogerlo por banda antes de sus citas para pedirle su opinión sobre cómo iban vestidas. Y, quién sabe por qué, se ponían muy serias. «Mira, ¿qué te parece esto? ¿Cómo me queda? ¿Combinan bien?» Y, cada vez, él les daba su más sincera opinión masculina. En la mayoría de las ocasiones, sus hermanas tenían en cuenta su parecer, y él se alegraba por ello. Para él llegó a convertirse en un hábito.

Mientras bebía de su copa a sorbos, en silencio, Tsukuru fantaseó con la idea de despojar a Sara de su vestido: desabrocharle los corchetes, bajarle suavemente la cremallera. Había hecho el amor con ella una sola vez, pero había sido muy placentero y satisfactorio. Tanto vestida como desnuda, aparentaba cinco años menos. Era de piel muy blanca; sus pechos, no demasiado grandes, eran hermosamente redondos. Acariciarle morosamente la piel era maravilloso, y la sensación que le procuraba abrazarse a su cuerpo después de correrse era realmente deliciosa. Pero, por supuesto, ahí no acababa todo. Lo sabía. Se trataba del vínculo entre dos personas. Para recibir hay que ofrecer.

—¿Qué tal te fue a ti en el instituto? —preguntó Tsukuru Tazaki.

Sara sacudió la cabeza.

—No hubo nada especial. Fue bastante aburrido. Ya te lo contaré otro día. Hoy quiero que me hables de ti. ¿Qué pasó con tu pandilla?

Tsukuru se puso un puñado de frutos secos en la palma de la mano y se llevó a la boca unos cuantos.

—Entre nosotros había una serie de acuerdos tácitos. Uno de ellos era hacerlo todo juntos siempre que fuera posible. Por ejemplo, evitábamos hacer cosas por parejas. De lo contrario, corríamos el peligro de que el grupo acabara desmembrándose. Teníamos que ser una unidad sobre la que sólo actuara una fuerza centrípeta. ¿Cómo explicártelo? Intentábamos preservar esa especie de unión armónica y sin perturbaciones.

—¿Una unión armónica, sin perturbaciones? —En sus palabras se apreciaba auténtica sorpresa.

Tsukuru se sonrojó.

—Íbamos al instituto, éramos muy ilusos.

Sara lo miró fijamente y ladeó un poco la cabeza.

—No creo que fuerais unos ilusos. Pero ¿cuál era el propósito de esa unión?

—Como te he contado, al principio queríamos ayudar en el centro a niños desmotivados y con problemas de aprendizaje. Ése fue el punto de partida y, por supuesto, siempre significó mucho para nosotros. Pero quizá, con el paso del tiempo, mantener el grupo se convirtió en un propósito más.

—Existir y seguir existiendo era en sí un propósito.

—Tal vez.

Sara entornó los ojos y dijo:

—Igual que el universo.

—No sé si era igual que el universo —dijo Tsukuru—, pero, en esa época, para nosotros era muy importante conservar esa química que se creaba cuando estábamos juntos. Era como intentar evitar que el viento apagase una cerilla encendida.

—¿Química, has dicho?

—Sí, esa fuerza que surgió por pura casualidad, en unas circunstancias que jamás se repetirán.

—¿Algo así como el Big Bang?

—Sobre el Big Bang tampoco sé mucho —contestó Tsukuru.

Sara sorbió un trago de su mojito y observó desde distintos ángulos la forma de las hojas de hierbabuena.

—Oye, sinceramente, yo me eduqué en colegios privados femeninos, así que no sé cómo es una pandilla mixta de estudiantes de instituto. Ni siquiera puedo imaginármelo. Supongo que para conseguir que el grupo permaneciera inalterable tuvisteis que refrenar vuestros impulsos sexuales en la medida de lo posible. ¿Me equivoco?

—Yo no diría que nos refrenáramos, pero, sí, tuvimos que hacer un esfuerzo para no tener relaciones entre nosotros.

—Pero no tocabais el tema, ¿no? —dijo Sara.

Tsukuru le dio la razón.

—No lo verbalizábamos. No teníamos códigos explícitos ni nada parecido.

—¿Y qué ocurría contigo? Pasando tanto tiempo juntos, ¿nunca te sentiste atraído por Shiro o por Kuro? Por lo que cuentas, las dos debían de tener bastante encanto.

—Es verdad. Cada una a su manera. Te mentiría si te dijera que no me atraían. Pero trataba de pensar en ellas lo menos posible.

—¿Lo menos posible?

—Lo menos posible —repitió Tsukuru, y sintió cómo volvían a encendérsele las mejillas—. Cuando por algún motivo tenía que pensar en ellas, intentaba pensar en las dos como en una sola.

—¿Una sola?

Tsukuru buscó las palabras adecuadas.

—¿Cómo explicarlo? No es fácil… Pensaba en ellas como en un solo ser imaginario. Un ente abstracto, sin cuerpo definido.

—¡Ah! —pronunció Sara sorprendida. Luego pareció meditarlo un momento. Estuvo a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor y permaneció callada. Por fin habló—: Al acabar el instituto, entraste en una universidad de Tokio y te alejaste de Nagoya, ¿no?

—Sí —dijo Tsukuru—. Desde entonces he vivido en Tokio.

—¿Y qué ocurrió con los otros cuatro?

—Se matricularon en universidades locales. Aka entró en la Facultad de Económicas de la Universidad de Nagoya, donde enseñaba su padre. Kuro se matriculó en una universidad femenina privada con un prestigioso departamento de Filología Inglesa. Ao, al que se le daba bien el rugby, entró, gracias a una recomendación, en la Facultad de Comercio de una famosa universidad privada. Shiro, al final, dejándose convencer por su entorno, abandonó la idea de convertirse en veterinaria y quiso estudiar piano en un conservatorio. Todos los centros estaban lo suficientemente cerca como para no tener que mudarse. Yo fui el único que se marchó a Tokio, a la Universidad Tecnológica.

—¿Por qué te dio por venir a Tokio?

—Muy sencillo: porque en esa universidad había un reconocido profesor que era la máxima autoridad en construcción de estaciones. Las estaciones tienen unas características muy específicas, distintas de las de cualquier otro edificio, así que no basta con estudiar arquitectura o ingeniería civil en una universidad tecnológica normal y corriente. Se necesita una formación especializada muy concreta.

—Los objetivos concretos simplifican la vida —sentenció Sara.

Tsukuru se mostró de acuerdo. Ella volvió a hablar:

—A lo mejor, los otros cuatro se quedaron en Nagoya porque no querían que esa «unión armónica», como tú la llamas, se disolviera.

—En el tercer y último curso del instituto hablamos mucho sobre el camino que cada uno tomaría. Los otros cuatro dijeron que tenían intención de quedarse en Nagoya e ir a universidades de la zona. Aunque no lo expresaron en voz alta, estaba claro que si se quedaban era para que el grupo no se deshiciera.

Aka, por sus notas, siguió explicando Tsukuru, podría haber entrado fácilmente en la Universidad de Tokio, y de hecho sus padres y profesores lo animaron a ello. Ao, dadas sus cualidades para el deporte, podría haber entrado en cualquiera de las universidades más prestigiosas del país. El carácter de Kuro la predisponía a una vida libre en una ciudad más refinada y con mayores estímulos intelectuales, así que lo lógico hubiera sido que se matriculara en una universidad privada en Tokio. Nagoya, por supuesto, también es una gran ciudad, pero en lo que respecta a su vida cultural, hay que admitir que, comparada con Tokio, parece una capital de provincia. Sin embargo, los cuatro optaron por quedarse en Nagoya. El nivel de los centros a los que acudieron estaba un peldaño por debajo de lo que les habría correspondido. Shiro era la única que nunca se habría ido de Nagoya, aunque la pandilla no hubiera existido. No era de esas personas que salen por voluntad propia de su mundo en busca de nuevos estímulos.

—Cuando me preguntaron qué iba a hacer yo, les respondí que aún no lo tenía claro. Pero en realidad ya había decidido marcharme a Tokio. A mí también me habría gustado quedarme en Nagoya, ir a una universidad normal y corriente y pasármelo bien con ellos, sin matarme demasiado estudiando. Para mí habría sido más cómodo en muchos sentidos, aparte de que era lo que mi familia deseaba. En cierta manera, esperaban que, al graduarme, tomara las riendas de la empresa de mi padre. Pero yo sabía que, si no venía a Tokio, luego me arrepentiría. Tenía que entrar a toda costa en el departamento de ese profesor.

—Te entiendo —dijo Sara—. ¿Y qué les pareció a los demás que te marcharas?

—Bueno, no sé qué pensaban, pero imagino que se llevarían un chasco. Porque sin mí iba a perderse el espíritu de unión que había surgido entre los cinco.

—La química.

—O tarde o temprano se transformaría en algo de una naturaleza distinta.

Sin embargo, cuando se enteraron de que Tsukuru estaba decidido a marcharse, no intentaron disuadirlo. Al contrario, más bien lo animaron: «Tokio está a hora y media de distancia en tren bala. Puedes volver a casa siempre que quieras. Además, a lo mejor no apruebas el examen de acceso a la Universidad Tecnológica», le dijeron medio en broma. Lo cierto era que, para superar ese examen, necesitaba estudiar como jamás lo había hecho.

—¿Y cómo fue la relación entre los cinco al acabar el instituto?

—Al principio todo iba bien. Yo regresaba a Nagoya los días festivos de primavera y otoño, y también para las vacaciones de verano y fin de año, y procuraba quedar con ellos siempre que me era posible. Nos llevábamos igual de bien que antes.

Al verse las caras después de tanto tiempo, tenían mucho que contarse, de manera que las conversaciones eran interminables. Cuando Tsukuru se marchaba, los cuatro solían hacer cosas juntos. Pero cuando regresaba, volvían a formar la misma piña de cinco (por supuesto, si alguien tenía algún compromiso, se reunían sólo dos o tres). Los cuatro que se habían quedado en Nagoya siempre recibían con agrado a Tsukuru, como si esa interrupción temporal no hubiese ocurrido. Por lo menos Tsukuru no notaba que el ambiente hubiera cambiado o que se hubiese producido alguna grieta invisible. Se alegraba de ello. Por eso no le importaba no tener amigos en Tokio.

Sara lo miró entrecerrando los ojos.

—¿No hiciste ninguna amistad en Tokio?

—No sé por qué, pero no, no conseguí hacer amigos —dijo Tsukuru—. Nunca he sido demasiado sociable. Pero tampoco es que me encerrara en casa. Era la primera vez que vivía solo y tenía toda la libertad del mundo para hacer lo que quisiera. Fueron días bastante entretenidos. En Tokio las líneas de ferrocarril se extienden como una malla por toda la ciudad, hay infinitas estaciones y yo me pasaba horas visitándolas. Estudiaba su estructura, dibujaba croquis, anotaba todo lo que me llamaba la atención.

—Debía de ser divertido —dijo Sara.

Pero la universidad no tenía nada de divertido. En los primeros cursos los contenidos eran generales, con pocas asignaturas especializadas, y la mayor parte de las clases le aburrían. Aun así, asistía prácticamente a todas, recordando el esfuerzo que había hecho para acceder a esa universidad. Además, hincó los codos con el francés y el alemán. También fue a clases de conversación en inglés. Ver que los idiomas se le daban bien fue un descubrimiento. Pero… ¿amigos? No, a su alrededor no había ni una sola persona que le atrajera. Comparado con aquellos cuatro fascinantes jóvenes que lo habían acompañado durante su época en el instituto, todo el mundo le parecía pusilánime, soso y falto de personalidad. No encontró a nadie con quien le apeteciera trabar amistad o hablar más allá de lo imprescindible. Así que, en Tokio, pasaba la mayor parte del tiempo solo. Gracias a ello, empezó a leer mucho más que antes.

—¿No te deprimías? —preguntó Sara.

—Sabía que estaba solo, pero no me deprimía. Es más, me parecía que era lo natural.

Aún era joven y no sabía demasiado cómo funcionaba el mundo. Además, en varios aspectos Tokio era muy distinto del entorno donde había nacido y crecido. Las diferencias eran mayores de lo que había previsto: la envergadura de Tokio la volvía inabarcable; lo que ofrecía le parecía de una diversidad apabullante. Allí las opciones eran tantas, la gente hablaba de cosas tan extrañas y el tiempo transcurría tan rápido que le resultaba difícil mantener el equilibrio entre sí mismo y el mundo que lo rodeaba. Y, lo que es más importante, en aquella época todavía tenía un lugar al que regresar. Le bastaba con tomar el tren bala en Tokio para, hora y media después, plantarse en ese lugar «armónico y sin perturbaciones». Un lugar donde el tiempo fluía lentamente y lo esperaban amigos en quienes siempre podía confiar.

—¿Y ahora? ¿Eres capaz de conservar el equilibrio con lo que te rodea?

—Llevo catorce años trabajando en la misma empresa. No tengo ninguna queja al respecto y, francamente, me gusta lo que hago. Y me llevo bien con mis compañeros. En todo este tiempo he salido con algunas chicas, aunque por las circunstancias que fuesen, ninguna relación llegó a cuajar. La culpa no fue sólo mía.

—Y no te deprime estar solo.

Como aún era temprano, en el local no había más clientes aparte de ellos. De fondo sonaba un trío de jazz con piano.

—No, creo que no —dijo Tsukuru tras titubear un poco.

—Pero ya no tienes a donde regresar, ¿no? Ese lugar armonioso y sin perturbaciones…

Tsukuru se quedó pensativo, aunque no había nada en lo que pensar.

—Ya no —respondió en tono tranquilo.

Durante las vacaciones de verano del segundo curso, supo que ese lugar había desaparecido.