4

Se conocieron en la piscina universitaria.

Al igual que Tsukuru, el chico iba a nadar temprano todas las mañanas. A fuerza de verse en la piscina, empezaron a cruzar alguna frase. Al terminar de nadar, después de cambiarse en los vestuarios, a veces tomaban juntos un almuerzo ligero en la cafetería. El chico iba dos cursos por debajo de Tsukuru y estaba matriculado en la Facultad de Física. Aun perteneciendo a la misma universidad tecnológica, los estudiantes de la Facultad de Física y los de la Facultad de Ingeniería Civil parecían pertenecer a dos razas distintas.

—¿Qué narices haces en la Facultad de Ingeniería Civil? —le preguntó el chico a Tsukuru.

—Estudio para construir estaciones.

—¿Estaciones? ¿Estaciones de tren, climáticas…?

—Estaciones de tren.

—¿Y por qué?

—Pues porque el mundo las necesita —respondió Tsukuru, como si fuera obvio.

—¡Qué interesante! —dijo él, con aire de, efectivamente, parecerle interesante—. Hasta ahora nunca había pensado en la importancia de las estaciones de ferrocarril.

—Pues me imagino que tú también las utilizas. Si no las hubiera, a ver cómo ibas a subir al tren…

—Claro que las uso, no podría vivir sin ellas… Pero, la verdad, nunca había imaginado que existiera gente que se muriera de ganas de construir estaciones.

—En el mundo hay gente que compone cuartetos para cuerda y gente que cultiva lechugas y tomates. Hará falta también alguien que construya estaciones, ¿no? Y, en mi caso, tampoco es que «me muera de ganas» de construirlas. Simplemente es un tema muy específico que me interesa.

—Perdona que te lo diga, pero encontrar un tema de interés específico en la vida ya me parece suficiente logro.

Tsukuru, creyendo que le estaba tomando el pelo, se quedó mirando su agraciado rostro. Pero parecía que lo decía en serio. Su expresión era honesta, sin un atisbo de malas intenciones.

—Por lo que veo, Tsukuru, te gusta hacer cosas, como indica tu nombre.[4]

—Sí. Siempre me ha gustado crear cosas, darles forma —reconoció Tsukuru.

—A mí me pasa todo lo contrario. No sé por qué, pero, que yo recuerde, siempre se me ha dado mal eso de crear cosas. Ya en primaria era incapaz de hacer cualquier manualidad sencilla. Y no hablemos de montar una maqueta. Prefiero pensar en cosas abstractas. Cuando me pongo a pensar, nunca me canso, pero soy incapaz de dar forma a algo con las manos. En cambio, me apasiona cocinar, y, si lo piensas bien, la comida va perdiendo su forma original mientras uno la prepara… Te parecerá extraño que alguien a quien se le da mal construir cosas se matricule en una universidad tecnológica, ¿no?

—¿En qué te quieres especializar tú?

El estudiante permaneció un rato callado, pensativo.

—No lo sé —contestó al fin—. Al contrario que tú, yo no tengo muy claro lo que quiero hacer. Sólo sé que, haga lo que haga, me gustaría poder reflexionar profundamente sobre las cosas. Seguir pensando de forma pura, con toda libertad. Sólo eso. Aunque, en el fondo, reflexionar de forma pura quizá sea como crear un vacío.

—Supongo que en este mundo también hacen falta personas que creen vacíos.

El estudiante se echó a reír.

—Si todos los que cultivan lechugas o tomates en el mundo se dedicaran a crear vacíos, se armaría un buen lío.

—La reflexión es como la barba: no crece hasta que alcanzas cierta madurez. Creo que lo dijo alguien —comentó Tsukuru—, no recuerdo quién.

—Fue Voltaire —apuntó el estudiante más joven. Y mientras se frotaba la barbilla con la palma de la mano, esbozó una sonrisa cándida y jovial—. Pero la frase no me parece muy acertada. Fíjate: yo apenas tengo barba y, en cambio, me gusta pensar. Me gustaba ya de pequeño.

En efecto, su rostro era terso, sin el menor asomo de vello. Sus cejas eran finas, y sus orejas bien definidas, como dos hermosas conchas.

—A lo mejor Voltaire se refería más bien a la introspección y no a la reflexión —apuntó Tsukuru.

El otro inclinó ligeramente la cabeza, dubitativo.

—Es el dolor lo que genera la introspección. No la edad, y mucho menos la barba.

Se llamaba Fumiaki. Fumiaki Haida. Tan pronto como oyó su nombre, Tsukuru pensó: «Haida: he aquí a otra persona con color». Mister Grey. Aunque, sin duda, el gris era un color muy discreto.

Ninguno de los dos era demasiado sociable, pero se veían a menudo, charlaban, se cayeron bien y acabaron abriéndose el uno al otro. Al cabo de un tiempo, quedaban a la misma hora para nadar juntos. Ambos nadaban largas distancias a crol, pero Haida era un poco más rápido. Aparte de que había ido a clases de natación siendo niño, había aprendido a nadar con un estilo muy bello, evitando esfuerzos inútiles. Sus omóplatos, al rozar la superficie del agua, se movían igual que las alas de una mariposa. Sin embargo, en poco tiempo Tsukuru acabó alcanzando la misma velocidad gracias a que Haida le corrigió pequeños defectos y a que entrenaba a conciencia. Al principio hablaban sobre todo de las diversas técnicas de natación. Luego, progresivamente, fueron ampliando el abanico.

Haida era un chico guapo y de constitución pequeña. Su cara era menuda como la de una estatua griega. Pero sus facciones, discretas, de rasgos regulares, le daban aspecto de intelectual. Emanaba esa belleza armoniosa que uno sólo descubre después de observarla repetidas veces. No era un chico que llamara la atención a la primera.

Llevaba el pelo corto y ligeramente rizado, y siempre vestía pantalones chinos y camisas de tonos suaves. Pero por sencillas y corrientes que fuesen las prendas, le sentaban bien. Lo que más le gustaba era leer, pero no leía los mismos libros que Tsukuru. Haida prefería la filosofía y los clásicos. También le gustaba el teatro, y le apasionaban las tragedias griegas y las obras de Shakespeare. Además, sabía bastante de teatro y bunraku. Había nacido en la prefectura de Akita, era de tez blanca y tenía los dedos largos. No aguantaba bien el alcohol (igual que Tsukuru) y podía distinguir entre la música de Mendelssohn y la de Schumann (algo de lo que Tsukuru era incapaz). Era sumamente tímido y, cuando coincidía en algún lugar con más de tres personas, prefería que lo trataran como si no existiese. En la nuca tenía una vieja cicatriz de unos cuatro centímetros de largo, como si tiempo atrás lo hubieran herido con un cuchillo, que imprimía una nota extraña a su apacible aspecto.

Haida había llegado de Akita aquella misma primavera. Vivía en una residencia de estudiantes cercana al campus, pero todavía no había hecho ningún amigo. Cuando los dos se dieron cuenta de que congeniaban, empezaron a pasar bastante tiempo juntos y, poco después, Haida acudía a menudo al piso de Tsukuru, un apartamento con un dormitorio.

—¿Cómo puedes vivir en un piso como éste siendo estudiante? —preguntó admirado Haida la primera vez que fue allí.

—Mi padre es dueño de una inmobiliaria en Nagoya y tiene también varias propiedades en Tokio —le explicó Tsukuru—. Se dio la casualidad de que este apartamento estaba vacío y me dejó quedarme. Antes de mí, aquí vivía mi hermana, la mediana. Al graduarse ella, entré a vivir yo. El piso está a nombre de la empresa.

—¿Sois una familia rica?

—No sé qué decirte. Francamente, no tengo ni idea de si de verdad somos ricos o no. Yo creo que, a menos que reúna en una sala a su contable, a su abogado y a su asesor financiero, tampoco mi padre debe de saberlo. Pero en estos momentos, que yo sepa, no pasamos estrecheces. Por eso vivo aquí. Y me considero un afortunado.

—Pero a ti no te interesa el negocio inmobiliario, ¿no?

—Exacto. Esa clase de negocios requiere mover un montón de capital de un lado para otro. Siempre hay que estar moviendo algo. Yo no valgo para tanto trajín. Mi padre y yo tenemos temperamentos muy diferentes. Aunque sé que no ganaré tanto dinero como él, prefiero dedicarme a construir estaciones.

—Un interés muy específico —dijo Haida, y sonrió.

* * *

Tsukuru Tazaki nunca se mudó de aquel apartamento, situado en el barrio de Jiyūgaoka. Siguió viviendo en él incluso después de licenciarse y entrar a trabajar en una empresa ferroviaria cuya sede estaba en el barrio de Shinjuku. Cuando él ya había cumplido treinta años, su padre falleció y el apartamento pasó a ser de su propiedad. Al parecer, el padre siempre había tenido la idea de dejárselo en herencia y, sin que él lo supiera, había puesto las escrituras a su nombre. El marido de su hermana mayor tomó las riendas de la empresa paterna. En cuanto a Tsukuru, éste siguió trabajando en el diseño de estaciones en Tokio, al margen de los negocios familiares. Como de costumbre, apenas iba a Nagoya.

Sí volvió a casa para asistir al funeral de su padre. Entonces pensó que probablemente sus antiguos amigos se habrían enterado de la muerte de su padre e irían a darle el pésame. Si acudían, se preguntó, ¿cómo debería dirigirse a ellos? Sin embargo, no apareció ninguno de los cuatro. Tsukuru sintió alivio y, al mismo tiempo, cierta tristeza. Una vez más, se dio cuenta de que aquéllo había terminado. Definitivamente. Las cosas nunca volverían a ser como antes. En aquel entonces, los cinco habían alcanzado la treintena. No era una edad en que uno sueña en uniones armónicas y sin perturbaciones.

En cierta ocasión, Tsukuru había leído en una revista o un periódico que, según ciertas estadísticas, aproximadamente la mitad de la población mundial no está satisfecha con su nombre. Él pertenecía a la mitad afortunada. Al menos no recordaba haberse sentido a disgusto con el nombre que le habían puesto. Por otro lado, era incapaz de imaginarse a sí mismo con un nombre diferente, o qué clase de vida podría haber llevado con otro nombre.

Su nombre se escribía con un ideograma; no obstante, salvo en los documentos oficiales, Tsukuru siempre lo escribía con sílabas,[5] y sus amigos creían que ésa era la forma original de escribirlo. Su madre y sus dos hermanas, para abreviar, y siempre cariñosamente, lo llamaban «Saku» o «Saku-chan».

Había sido su padre quien le había puesto ese nombre. Por lo visto, mucho antes de que él naciera, ya había decidido ponerle a su primer hijo varón el nombre de Tsukuru. Y Tsukuru nunca había sabido por qué. Lo cierto era que su padre había llevado una vida ajena a cualquier acto que implicase crear o construir cosas. Tal vez, en algún momento, hubiera tenido una especie de revelación y un relámpago invisible acompañado de un trueno sordo hubiese grabado en su cerebro la palabra «Tsukuru». Pero su padre nunca le contó nada acerca del origen del nombre. Ni a Tsukuru ni a nadie.

A lo que, según parece, su padre sí le había dado muchas vueltas era al ideograma con el que debía escribirse Tsukuru. Los dos ideogramas entre los que dudaba, aunque se leían de la misma manera, presentaban un aspecto muy diferente. Su madre prefería el ideograma que sugería un matiz de creatividad artística, pero tras varios días de reflexión, su padre escogió el más sobrio y común.

Después del funeral, su madre le habló de la conversación que había tenido con su difunto marido a propósito de su nombre: «Tu padre dijo que el otro ideograma quizá habría supuesto un lastre en tu vida. Que el ideograma que eligió, aun pronunciándose igual, era más llevadero. El caso es que se tomó muy a pecho tu nombre. Supongo que porque eras su primer hijo varón».

Que Tsukuru recordara, la relación con su padre nunca había sido particularmente buena o estrecha. Con todo, no podía estar más de acuerdo en lo que a su opinión sobre el nombre se refería. Sin duda, el ideograma finalmente elegido era el más apropiado, dado que la creatividad artística era una cualidad de la que prácticamente carecía. Sin embargo, Tsukuru ignoraba si gracias a ello se había librado de un «lastre» en su vida. Es posible que, efectivamente, en cierta medida, un nombre modifique el modo en que uno carga con su vida. Pero ¿podía un nombre modificar el peso de esa carga?

En cualquier caso, así fue como se convirtió en esa persona llamada Tsukuru Tazaki. Antes de eso, no era nada; simplemente un caos primigenio sin nombre. Un pedazo de carne rosada que no alcanzaba los tres kilos, que a duras penas respiraba y que berreaba en la oscuridad. Primero le dieron un nombre. Después surgió la conciencia y la memoria, y a continuación se formó el ego. El nombre fue el punto de partida de todo.

Su padre se llamaba Toshio Tazaki. Un nombre idóneo para él, ya que como el primer ideograma de Toshio indicaba, había cosechado pingües beneficios en los negocios. Había pasado de no tener apenas dinero a abrirse paso brillantemente en el sector inmobiliario; se había subido al carro del crecimiento económico, había obtenido un éxito admirable, y había muerto a los sesenta y cuatro años debido a un cáncer de pulmón. Pero eso había sido ya al final. Cuando Tsukuru conoció a Haida, su padre todavía estaba en forma, pese a que fumaba cincuenta cigarrillos sin filtro al día y se dedicaba a la enérgica y agresiva compraventa de viviendas de lujo en un área urbana. La burbuja inmobiliaria ya había estallado, pero el hombre había previsto ese riesgo y no sufrió mayores daños, puesto que había encaminado el negocio hacia una vía que le permitía dispersar y asegurar los beneficios. Tampoco le habían descubierto todavía aquella funesta sombra en los pulmones.

—Mi padre es profesor de filosofía en una universidad pública de Akita —dijo Haida—. A él también le gusta el pensamiento abstracto. Siempre escucha música clásica y anda enfrascado en la lectura de libros que nadie lee. Lo suyo no es hacer dinero, y la mayor parte de lo que gana se lo gasta en libros y discos. Apenas piensa en el hogar o en los ahorros. Siempre tiene la cabeza en otra parte, lejos de la realidad. Si pude venir a Tokio fue porque conseguí entrar en una universidad no muy cara y la residencia no me cuesta demasiado.

—Supongo que los que os graduáis en física ganáis más que los que han estudiado filosofía, ¿no? —preguntó Tsukuru.

—No te creas. Económicamente hablando, estaremos más o menos a la par. Por supuesto, si te conceden el Premio Nobel, entonces la cosa cambia —dijo Haida, y esbozó la misma sonrisa encantadora de siempre.

Haida no tenía hermanos. Desde pequeño había tenido pocos amigos y le gustaban los perros y la música. Como en la residencia en la que vivía no podía escuchar música a sus anchas (y mucho menos tener perros), solía llevarse varios cedés a casa de Tsukuru para escucharlos allí. La mayoría los había tomado prestados de la biblioteca de la universidad. Otras veces llevaba viejos elepés. En el piso de Tsukuru había una cadena estéreo bastante buena; su hermana había dejado sólo algunos discos de Barry Manilow y de los Pet Shop Boys, de modo que Tsukuru apenas había usado el tocadiscos.

A Haida le gustaba escuchar música para un solo instrumento, música de cámara y música vocal. Las obras en las que las orquestas resuenan con todo su poderío no eran de su agrado. Aunque Tsukuru no tenía demasiado interés por la música clásica (ni, en general, por la música), sí le gustaba escuchar música con Haida.

Un día, mientras escuchaban un álbum de piano, Tsukuru se dio cuenta de que aquella pieza la había oído antes, y más de una vez. Desconocía el título de la obra y el compositor. Pero era una música serena y cargada de aflicción. Se iniciaba con un dramático tema principal, consistente en una lenta sucesión de notas. Le seguían sosegadas variaciones. Tsukuru levantó la vista del libro que estaba leyendo y preguntó a Haida de qué pieza se trataba.

—Es Le mal du pays, de Franz Liszt. Forma parte del libro Première année: Suisse, de los Años de peregrinación.

—¿Le mal du…?

Le mal du pays, en francés. Quiere decir nostalgia o melancolía por la tierra de uno, pero también, para algunos, es «la tristeza, sin razón aparente, que la contemplación de un paisaje bucólico despierta en el alma». Como ves, no es fácil de traducir.

—Una chica que conozco solía tocarla a menudo. Una compañera del instituto.

—A mí también me gusta desde hace mucho tiempo. Aunque no es una pieza muy conocida —dijo Haida—. ¿Tu amiga tocaba bien el piano?

—No entiendo de música, de modo que no sabría decir si era buena o no. Pero cada vez que se la oía tocar, me parecía una pieza hermosa. No sé cómo explicarlo. Está llena de una tristeza serena, pero no resulta sentimentaloide.

—Si al oírla sentías eso, entonces seguro que tocaba bien —comentó Haida—. Técnicamente es una pieza sencilla; si se toca de forma plana, ciñéndose a la partitura, acaba resultando aburrida. Y, por el contrario, si se toca con demasiada expresividad, pierde su peculiaridad, se vuelve vulgar. Sólo variando el modo de usar el pedal, esta pieza cambia radicalmente.

—¿Quién es el pianista?

—Se llama Lázar Berman y toca a Liszt como si dibujara un delicado paisaje mental. Por lo general, se considera que las obras para piano de Liszt son técnicas, superficiales. Por supuesto, hay algunas que son así, pero en conjunto, es evidente que encierran una profundidad muy particular. Sin embargo, en la mayoría de los casos, permanece diestramente oculta bajo toda la ornamentación. Es lo que ocurre con los Años de peregrinación. No hay muchos pianistas de nuestro tiempo que sean capaces de tocar a Liszt de forma correcta y, a la vez, bella. Si quieres que te dé mi opinión, entre los pianistas actuales eso sólo lo consigue Berman, y entre los veteranos, quizá Claudio Arrau.

Cuando se ponía a hablar de música, siempre lo hacía con fluidez. Haida siguió hablando del modo en que Berman interpretaba a Liszt, pero Tsukuru apenas le escuchaba. La imagen de Shiro tocando esa pieza le vino a la mente de una forma sorprendentemente nítida, casi palpable. Era como si todos aquellos hermosos instantes se hubieran rebelado contra la opresión del tiempo y hubiesen remontado el cauce con firmeza.

El piano de cola Yamaha en la sala de estar de la casa de Shiro. Un piano siempre bien afinado, lo cual hablaba de la escrupulosidad de Shiro. Su superficie pulida, sin una sola mancha, ni siquiera una huella. La luz vespertina que entraba por la ventana. La sombra de los cipreses del jardín. Las cortinas de encaje mecidas por el viento. La tetera sobre la mesa. Su cabello negro, bien recogido por detrás, y la mirada seria, concentrada en la partitura. Sus diez largos y bellos dedos deslizándose sobre el teclado. Los pies, precisos al pisar los pedales, dotados de una fuerza que uno nunca habría sospechado en la Shiro de cada día. Y sus pantorrillas, blancas y suaves como piezas de cerámica vidriada. Cuando le pedían que tocase algo, solía interpretar aquella pieza. Le mal du pays. La tristeza, sin razón aparente, que la contemplación de un paisaje bucólico despierta en el alma. Nostalgia, melancolía.

Prestó atención a la música con los párpados entornados, y sintió una opresión desgarradora en lo más hondo del pecho. Parecía que, sin darse cuenta, hubiera tragado un pequeño fragmento de nube sólida. La pieza terminó y dio paso a la siguiente, pero Tsukuru permaneció en silencio, dejando que el paisaje que se perfilaba calase en su corazón. De vez en cuando, Haida dirigía la mirada hacia el rostro de Tsukuru.

—Si quieres, quédate con los discos. Total, en la habitación de la residencia no puedo escucharlos —dijo Haida mientras guardaba el disco en su funda.

La caja con los tres discos todavía estaba en el apartamento de Tsukuru. Junto a los de Barry Manilow y de los Pet Shop Boys.

A Haida se le daba muy bien cocinar. Para agradecer a Tsukuru que le dejara escuchar música, solía ir con la compra hecha y se ponía a trajinar en la cocina. Tanto los utensilios para cocinar como la vajilla eran los que la hermana había dejado. Tsukuru los había heredado, al igual que la mayoría de los muebles y las ocasionales llamadas de sus antiguos novios («Lo siento, pero mi hermana ya no vive aquí»). Cenaban juntos dos o tres veces por semana. Escuchaban música, charlaban de esto y de aquello, y comían lo que Haida preparaba. Por lo general, eran platos sencillos y corrientes, pero a veces, los días festivos, se tomaba su tiempo y se atrevía con platos más elaborados. Siempre estaban buenísimos. Haida debía de tener un talento innato para la cocina. Preparaba con traza cualquier cosa, una tortilla francesa, sopa de miso, salsa bechamel o arroz.

—Es una pena que estés estudiando física. Deberías abrir un restaurante —le decía Tsukuru, medio en broma.

Haida se reía.

—No sería mala idea. Pero no me gusta estar atado a un lugar. Prefiero vivir con total libertad para ir a donde quiera cuando quiera y pensar todo cuanto quiera.

—Eso no es fácil.

—No, no lo es. Pero al menos tengo las ideas claras. No quiero ataduras. Me gusta cocinar, pero no quiero encerrarme en una cocina como un profesional. Si lo hiciera, al cabo de poco tiempo empezaría a odiar a alguien.

—¿A alguien?

—«El cocinero odia al camarero y ambos odian al cliente» —dijo Haida—. Es de la obra de teatro La cocina, de Arnold Wesker. Si te arrebatan la libertad, acabas forzosamente odiando a alguien, ¿no crees? Yo no quiero llevar esa vida.

—Porque lo que deseas es poder pensar con toda libertad, ¿no?

—Exacto.

—Pero pensar libremente no me parece nada sencillo.

—A fin de cuentas, pensar libremente significa también distanciarse del cuerpo. Salir de esa jaula que te limita. Romper las cadenas y simplemente darle alas a la mente. Proporcionarle a las ideas una vida natural: ahí es donde radica el núcleo de la libertad de pensamiento.

—Parece muy complicado.

Haida hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No. Según cómo lo mires, no es tan complicado. Mucha gente lo hace sin darse cuenta, cuando la ocasión lo requiere, para poder mantener la cordura.

Tsukuru pensó durante un instante sobre lo que Haida acababa de decir. Le gustaba charlar con él porque la conversación acaba casi siempre girando en torno a temas abstractos y especulativos. Tsukuru era un chico de pocas palabras, pero cuando hablaba con su amigo sobre esos temas, algo lo estimulaba, porque las palabras fluían con una ligereza insospechada. Era la primera vez que experimentaba algo así. En Nagoya, cuando se encontraba con sus amigos, apenas intervenía. Era un simple oyente.

Tsukuru tomó la palabra.

—Pero para conseguir el verdadero «pensamiento libre» del que hablas, ¿no habría que hacerlo a voluntad, y no sin darse cuenta?

—Desde luego —reconoció Haida—. Pero eso es difícil. Igual que soñar intencionadamente. Ninguna persona normal puede hacerlo.

—Pero tú lo intentas.

—Se podría decir que sí —respondió Haida.

—Pues dudo mucho que en la Facultad de Física te enseñen a conseguirlo.

Haida se rió.

—Nunca he esperado aprender esas cosas en la universidad. Sólo busco algo de tiempo y un ambiente de libertad, nada más. Para debatir en el ámbito académico en qué consiste el «pensamiento libre» hace falta un marco teórico del que partir, lo cual resulta muy engorroso. La originalidad no es más que una imitación hecha con juicio. O eso decía el realista de Voltaire.

—¿Tú opinas lo mismo?

—Todo tiene su molde. El pensamiento también. Pero así como no hay que temer a los moldes, tampoco hay que tener miedo de romperlos. Eso es lo esencial para poder ser libres: sentir respeto y aversión hacia los moldes. Las cosas importantes en esta vida siempre contienen cierta dualidad. Eso es todo lo que puedo decir.

—Me gustaría preguntarte una cosa —dijo Tsukuru.

—Adelante, dime.

—En algunas religiones, los profetas suelen recibir mensajes de un ser absoluto en medio de un profundo éxtasis.

—Exacto.

—Cuando ocurre, es algo que trasciende la propia voluntad, algo totalmente pasivo, ¿no es así?

—Exacto.

—Y el mensaje rebasa el molde individual del profeta, se vuelve más amplio, universal.

—Exacto.

—Ahí no hay ni incongruencia ni dualidad.

Haida asintió en silencio.

—Entonces no lo entiendo: si es así, ¿qué valor tiene la voluntad humana?

—Excelente pregunta —comentó Haida. Y sonrió calladamente, con la sonrisa que esbozan los gatos cuando duermen al sol—. Todavía no estoy capacitado para responderla.

Los sábados por la noche, Haida empezó a quedarse a dormir en el piso de Tsukuru. Los dos charlaban hasta horas muy avanzadas y Haida dormía en el sofá cama de la sala de estar. Por la mañana preparaba café y tortillas. Haida, muy exigente con el café, siempre se traía su propio molinillo eléctrico y café de grano bien tostado y aromático. Esa exquisitez era el único lujo en su austera vida de estudiante.

Tsukuru comprendió que podía confiar en su nuevo amigo, y le habló con franqueza de distintos aspectos de su vida. Únicamente evitaba mencionar a los cuatro amigos de Nagoya. No era un tema que pudiera abordar con facilidad. La herida en su corazón todavía era demasiado reciente y profunda.

Aun así, cuando estaba con Haida, lograba olvidar a los otros cuatro. Aunque «olvidar» quizá no fuera el verbo que mejor describía lo que ocurría. El dolor por haber sido rechazado abiertamente por sus cuatro mejores amigos seguía ahí, inalterado. Sólo que ahora subía y bajaba como la marea. Unas veces afluía hasta sus pies y otras se retiraba, a tanta distancia que no podía verlo.

Tsukuru sentía cómo, lentamente, empezaba a echar raíces en ese nuevo terreno que era Tokio. Aunque sobria y solitaria, su nueva vida estaba modelándose. Los viejos días en Nagoya iban transformándose en algo circunscrito al pasado, algo ajeno. Sin duda ese progreso se lo debía a su nuevo amigo, Haida.

Éste tenía una opinión propia para todo y sabía exponerla con lógica. Tsukuru lo respetaba cada vez más. Pero, al mismo tiempo, no sabía qué era lo que a Haida le llamaba la atención de él, lo que le interesaba de él. Sea como fuere, cuando estaban juntos perdían la noción del tiempo, charlaban animadamente e intercambiaban opiniones sobre temas de toda índole.

A veces, eso sí, cuando se quedaba solo, sentía unas ganas inmensas de estar con chicas. Le hubiera gustado abrazar a alguna chica, acariciar suavemente su cuerpo con las palmas de las manos, olfatear su piel. Era natural en un hombre joven y sano. Pero cuando intentaba imaginarse a una chica, cuando sentía ganas de acostarse con alguna, automáticamente le venía a la mente la imagen de Shiro y Kuro. Las dos siempre visitaban su imaginación juntas. Y eso lo sumía en una sensación deprimente, casi angustiosa. «¿Por qué ellas, a estas alturas? Me repudiaron sin reservas. Me dijeron que no querían volver a verme, que ni siquiera querían hablar conmigo. ¿Por qué no desaparecen de mi mente?» Tsukuru Tazaki había cumplido veinte años, pero todavía no había abrazado el cuerpo de ninguna mujer. De hecho, nunca había besado a ninguna chica, nunca había tomado de la mano a ninguna, y ni siquiera había tenido una cita.

A menudo pensaba que quizá, en el fondo, arrastraba algún problema. Tal vez algún obstáculo entorpecía el curso natural de su vida, de sus pensamientos. Tsukuru era incapaz de distinguir si ese obstáculo había surgido a raíz del rechazo de sus amigos, o si era algo que desde siempre había formado parte de él.

Un sábado por la noche, mientras charlaban, surgió el tema de la muerte. Sobre qué significa que la gente tenga que morir. Sobre qué significa que uno deba vivir sabiendo que tarde o temprano morirá. Hablaron en términos generales, en absoluto íntimos. A Tsukuru le hubiera gustado confesarle a Haida lo cerca que había estado de la muerte unos meses antes, hablarle de la gran transformación que esa experiencia había causado en su cuerpo. Hubiera querido describirle el enigmático paisaje que había contemplado. Pero sabía que, en cuanto empezara a hablar, tendría que explicarle de principio a fin todo aquello que lo había conducido a esa situación. Así que, como tiempo atrás, Tsukuru desempeñó el papel de oyente, y Haida, el de orador.

Cuando ya habían dado las once de la noche, los temas de conversación se habían agotado y el silencio reinó en el apartamento. Cualquier otro día, habrían dado por concluida la conversación y cada uno se habría preparado para acostarse. Los dos tenían la costumbre de levantarse temprano. Pero Haida seguía sentado con las piernas cruzadas sobre el sofá, inmerso en sus pensamientos. Y entonces, en un tono vacilante, desacostumbrado en él, le dijo:

—Sé una curiosa historia relacionada con la muerte. Me la contaba mi padre. Me decía que le había ocurrido a él poco después de cumplir los veinte años, justo cuando tenía nuestra edad. Se la escuché tantas veces que me la aprendí de memoria. Es tan extraña que cuesta creer que a alguien haya podido sucederle eso, pero mi padre no es de los que van por ahí soltando mentiras. Y tampoco lo veo capaz de habérselo inventado. Además, seguro que te habrás fijado en que, cuando uno se inventa una historia, cada vez que la cuenta los detalles van cambiando: exagera unas partes, olvida cómo había contado otras… Pero la historia que me contaba mi padre era siempre idéntica, de cabo a rabo, así que me imagino que la vivió en carne propia. Yo me la creo, porque soy su hijo y lo conozco bien. Tú, en cambio, no conoces a mi padre, y por lo tanto puedes creértela o no. Sólo quiero que la escuches. Tómatela si quieres como una leyenda, o como una historia de fantasmas. Es bastante larga, así que me llevará un rato, pero ¿te importa que te la cuente?

—En absoluto. Además, aún no tengo sueño —respondió Tsukuru.