13

Los sábados y los domingos, Tsukuru iba a la piscina del gimnasio, que quedaba a diez minutos en bicicleta desde su apartamento. Nadaba a crol un kilómetro y medio en treinta y dos o treinta y tres minutos, si lo hacía a buen ritmo. Cuando lo alcanzaban otros nadadores más veloces, se hacía a un lado y dejaba que lo adelantasen. A Tsukuru no le gustaba enzarzarse en carreras para ver quién nadaba más rápido. Ese día, como siempre, buscó a alguien que nadara a una velocidad parecida a la suya y se zambulló en la misma calle. Era un joven delgado que llevaba un bañador de competición negro, gorro también negro y gafas de natación.

Nadar le ayudaba a mitigar el cansancio acumulado y a relajar los músculos. En el agua se sentía más a gusto que en cualquier otra parte. Gracias a la natación, que practicaba durante una media hora dos veces por semana, mantenía cierto equilibrio físico y psíquico. El agua también era un medio ideal para reflexionar. Se parecía al zen. Una vez que había alcanzado cierto ritmo, dejaba que los pensamientos fluyesen por su mente sin ninguna atadura. Era como soltar a un perro en un prado.

—Nadar es lo más placentero que hay después de volar —le había dicho en cierta ocasión a Sara.

—¿Acaso has volado alguna vez? —había replicado Sara.

—Todavía no —había contestado Tsukuru.

Esa mañana, mientras nadaba, pensó en ella. Le vinieron a la mente su rostro y su cuerpo, y recordó que no habían podido hacer el amor. Luego volvió a oír sus palabras: «Dentro de ti hay algo que te parece que sigue estancado, o que obstruye la corriente».

«Quizá tenga razón: la corriente no fluye», reconoció Tsukuru.

Tsukuru Tazaki camina por la vida sin grandes problemas. Eso pensaba mucha gente. Se ha graduado en una reconocida universidad tecnológica, trabaja en una compañía ferroviaria como especialista. En la empresa valoran muy positivamente su trabajo. Sus superiores confían en él. No sufre estrecheces económicas. Cuando su padre falleció, heredó una sustanciosa cantidad de dinero. Es dueño de un apartamento de un dormitorio en una cómoda zona residencial cerca del centro de la ciudad. No ha pedido ningún préstamo. Apenas bebe, no fuma y no tiene aficiones costosas. De hecho, apenas gasta dinero. Tampoco es que sea especialmente ahorrador, ni lleva una vida ascética, pero no se le ocurre en qué gastar el dinero. No necesita coche, se las apaña con poca ropa. De vez en cuando se compra algún libro o algún cedé, pero eso no supone un gran desembolso. Prefiere cocinar en casa que salir a comer, las camisas se las lava y se las plancha él mismo.

Por lo general es callado, no se le da demasiado bien relacionarse con la gente, pero eso no quiere decir que viva completamente aislado. Cada día hace un esfuerzo, hasta cierto punto, para adaptarse a su entorno. No es de los que salen a ligar, pero hasta ahora nunca le ha faltado pareja. Está soltero, es de facciones agradables, y comedido y cuidadoso en la manera de vestir. Por eso las chicas siempre se le han acercado de forma espontánea. O la gente con la que trata le presenta chicas solteras (a Sara la había conocido así).

Tiene treinta y seis años y parece disfrutar de una desahogada vida de soltero. Está sano, no tiene sobrepeso, nunca ha caído enfermo. Jamás ha sufrido un traspié en la vida. Eso debe de pensar la gente de él. Eso pensaban su madre y sus hermanas. «A ti lo que te pasa es que, como vivir solo te resulta tan cómodo, no tienes intención de casarte», le decían. Y al final dejaron de insinuarle que querían presentarle a alguien con vistas a una posible boda. Sus compañeros de empresa pensaban lo mismo.

Ciertamente, a Tsukuru Tazaki no le había faltado de nada en la vida. Nunca había sufrido por no poder conseguir lo que quería. Pero por otra parte, que él recordase, tampoco había saboreado la felicidad de lograr con esfuerzo lo que de verdad quería. Los cuatro amigos del instituto eran probablemente lo más preciado que había conseguido hasta entonces. Pero no porque él lo hubiera elegido, sino porque el grupo se había formado de forma espontánea, como una bendición divina. Y hacía ya una eternidad que —de nuevo, de modo ajeno a su voluntad— los había perdido. O que se los habían arrebatado.

Sara era una de las pocas cosas que deseaba. Aún no había llegado al punto de sentirse firmemente convencido, pero esa chica dos años mayor que él le atraía con fuerza. Cada vez que se veían, esa idea iba fortaleciéndose. Y estaba dispuesto a sacrificar muchas cosas para conseguirla. Le resultaba extraño experimentar sentimientos tan intensos. Aun así —¿por qué sería?—, a la hora de la verdad resultaba que las cosas no marchaban tan bien como parecía. Siempre surgía algo que estorbaba la corriente. «Tómate tu tiempo… Yo te esperaré», le había dicho Sara. Pero no era tan fácil. La gente se mueve, cada día cambia. Nadie sabe qué va a ocurrir.

Mientras Tsukuru pensaba en ello casi de manera involuntaria, recorrió, ida y vuelta, los veinticinco metros de la piscina a un ritmo que lo dejó sin aliento. Ladeaba ligeramente la cabeza y, tras tomar aire, lo expulsaba poco a poco cuando sumergía la cara. Ese ciclo regular había ido convirtiéndose progresivamente en algo mecánico. Para hacer un largo daba siempre el mismo número exacto de brazadas. Se limitaba a abandonarse al ritmo y a contar el número de largos.

Al poco rato Tsukuru se fijó en que las plantas de los pies del hombre que nadaba delante de él en la misma calle le resultaban familiares. Eran clavadas a las plantas de los pies de Haida. Sin querer tragó saliva, y eso alteró el ritmo de su respiración. Le entró agua por la nariz y tardó un poco en volver a estabilizar la respiración sin dejar de nadar. Oyó cómo le latía el corazón con fuerza dentro de la jaula de sus costillas.

«No hay duda. Son los pies de Haida», pensó Tsukuru. Coincidían en el tamaño y la forma, y en la manera concisa y segura de patalear. La espuma que levantaban en el agua también era idéntica: ligera y esponjosa, era tan relajante como el movimiento de sus pies. En la piscina de la universidad siempre observaba las plantas de los pies de Haida cuando nadaba detrás de él. Como cuando alguien, al conducir de noche por una carretera, no aparta la vista de las luces traseras del coche de delante. Su forma se le había quedado grabada en la memoria.

Tsukuru dejó de nadar, salió de la piscina y, sentado en una de las plataformas de impulso, esperó a que el nadador diera la vuelta.

Sin embargo, no era Haida. Por culpa del gorro y las gafas no se le veía bien la cara, pero era demasiado alto y tenía una espalda demasiado ancha para ser Haida. La forma de su cuello también era distinta. Y parecía bastante más joven. Seguramente era un estudiante universitario. Haida ya debía de rondar los treinta y cinco.

Aun tratándose de una confusión, el corazón de Tsukuru no paraba de latir con fuerza. Se sentó en una de las sillas de plástico que había al lado de la piscina y no le quitó el ojo de encima al nadador desconocido. Nadaba de una manera elegante, con una técnica intachable. Su estilo recordaba al de Haida. Tanto que casi podría decirse que era idéntico. No salpicaba ni hacía más ruido del necesario. El codo se alzaba ágil y bellamente sobre el agua y el brazo volvía a sumergirse empezando por el pulgar. No tenía ninguna prisa. Bajo ese estilo subyacía una idea básica: mantener una serenidad centrípeta. Pero, por más que se pareciesen, aquél no era Haida. Al cabo de un rato, el joven dejó de nadar y salió del agua; se quitó las gafas y el gorro negro y se marchó mientras se frotaba el pelo corto con una toalla. Era un joven de rostro anguloso, y de un aspecto completamente distinto al de Haida.

Tsukuru abandonó la idea de seguir nadando, fue a los vestuarios y se dio una ducha. Luego volvió a su apartamento en bicicleta y, mientras se tomaba un desayuno ligero, pensó: «Haida es probablemente una de las cosas que se han quedado atascadas dentro de mí».

Al final, en el trabajo no le pusieron objeciones y pudo tomarse unas vacaciones para ir a Finlandia. Había ido acumulando días de permiso como nieve congelada en el alero de un tejado. Su jefe sólo le dijo, frunciendo el entrecejo:

—¿Finlandia?

—Voy a ver a una amiga del instituto que vive allí —le explicó él—. Además, no creo que vuelva a tener más ocasiones de ir a Finlandia.

—¿Y qué narices hay en Finlandia?

—Sibelius, las películas de Aki Kaurismäki, Marimekko, Nokia, los Mumins… —Tsukuru enumeró lo primero que se le pasó por la mente.

El jefe meneó la cabeza. Parecía que nada de eso le interesaba mucho.

Tsukuru llamó por teléfono a Sara para comunicarle que ya había decidido la fecha en que tomaría el vuelo de Narita a Helsinki. Saldría de Tokio dentro de dos semanas y pasaría cuatro noches en Helsinki.

—¿Vas a avisar a Kuro? —le preguntó Sara.

—No, iré a verla sin avisar, como hice en Nagoya.

—Piensa que Finlandia queda mucho más lejos que Nagoya. Ir y venir lleva un montón de horas. Imagínate que te presentas allí y Kuro se ha ido de vacaciones a Mallorca durante tres días.

—En ese caso, aprovecharé para hacer turismo por Finlandia y luego me volveré.

—Si estás decidido, me parece bien, por supuesto —dijo Sara—. Pero, ya que vas tan lejos, ¿por qué no te acercas a algún otro sitio? Tallin o San Petersburgo están a un paso.

—No, me basta con Finlandia —dijo Tsukuru—. Iré a Helsinki, pasaré cuatro noches y regresaré a Tokio.

—Tendrás pasaporte, ¿no?

—Cuando entré en la empresa me pidieron que lo mantuviera en regla por si acaso. En cualquier momento podrían enviarme al extranjero por asuntos laborales. Pero está sin estrenar.

—En Helsinki creo que podrás defenderte en inglés, pero tal vez en el interior del país la cosa cambie. Mi empresa tiene una pequeña oficina en Helsinki. Una especie de sucursal. Voy a avisarlos para que, si tuvieras cualquier problema, puedas acudir allí. Hay una chica finlandesa llamada Olga que seguro que te será de ayuda.

—Gracias —dijo Tsukuru.

—Yo me voy a Londres pasado mañana por cuestiones de trabajo. Cuando haya reservado tu billete de avión y el hotel en Helsinki, te enviaré toda la información por correo electrónico. Junto con la dirección y el número de teléfono de nuestra oficina en Helsinki.

—De acuerdo.

—Oye, ¿en serio vas a atravesar el lejanísimo círculo polar ártico para ir a Helsinki a verla sin haber quedado antes?

—¿Te parece una locura?

Ella se rió.

—Yo más bien diría «atrevido».

—Pues tengo la impresión de que así las cosas saldrán mejor. Aunque no sea más que una intuición.

—Entonces te deseo buena suerte —dijo Sara—. ¿Te apetece que quedemos antes de que te vayas? Regreso de Londres a principios de la semana que viene.

—No sé qué decirte —contestó Tsukuru—. Me gustaría verte, por supuesto, pero creo que es mejor que primero vaya a Finlandia.

—¿Eso también es una intuición?

—Sí, algo parecido.

—Así que eres de los que actúan a base de corazonadas.

—No, tampoco es eso. Hasta el día de hoy apenas he tomado decisiones dejándome guiar por la intuición. Igual que nunca he construido una estación de tren dejándome llevar por la intuición. De hecho ni siquiera sé si se le puede llamar intuición. Simplemente creo que será mejor así.

—Bueno, el caso es que sientes que es lo mejor, ¿no? Sea intuición o lo que sea.

—El otro día, mientras nadaba en la piscina, pensé en muchas cosas. En ti, en Helsinki… No sé explicarlo. Era como si, guiándome por la intuición, remontara una corriente.

—¿Mientras nadabas?

—Nadando se puede meditar de maravilla.

Sara se quedó callada un instante, sorprendida.

—Como un salmón.

—Apenas sé nada sobre salmones.

—Los salmones hacen viajes muy largos, obedeciendo un dictado especial —dijo Sara—. ¿Has visto La guerra de las galaxias?

—Cuando era pequeño.

—Que la fuerza te acompañe —dijo Sara—. Si los salmones pueden, tú también.

—Gracias. Cuando vuelva de Helsinki te llamaré.

—Esperaré tu llamada.

Y colgaron.

* * *

No obstante, unos días antes de subir al avión con destino a Helsinki, Tsukuru vio por pura casualidad a Sara. Sólo que Sara nunca lo supo.

Esa tarde había ido a Aoyama para comprarle un detalle a Kuro. También quería comprar unos libros ilustrados para sus hijas. En un lugar un poco apartado de la avenida Aoyama había una tienda donde vendían ese tipo de cosas. Cuando terminó, casi una hora después, decidió tomarse un descanso y entró en una cafetería con una gran cristalera que daba a la avenida Omotesandō. Se sentó al lado de la cristalera, pidió un café y un sándwich vegetal con atún y observó la calle teñida por la luz del ocaso. Entre la gente que pasaba había muchas parejas. Se las veía felices. Todos parecían caminar en dirección a algún lugar donde les esperaba algo divertido. Las siluetas de la gente sosegaron su corazón. Se sentía como un solitario árbol helado en una noche invernal sin viento. Pero eso apenas lo hacía sufrir. Se había acostumbrado hasta tal punto a ese estado que ya no le provocaba excesivo dolor.

Con todo, no pudo evitar pensar lo mucho que le gustaría que Sara estuviese con él en ese momento. Pero no había remedio. Él mismo se había negado a verla. Se lo había buscado. Había congelado sus propias ramas desnudas en aquel fresco atardecer de verano.

¿Había hecho lo correcto?

No estaba seguro. ¿Era buena idea confiar realmente en esa «intuición»? ¿No sería, quizá, una simple convicción sin fundamento, en vez de una corazonada? «Que la fuerza te acompañe», le había dicho Sara.

Tsukuru pensó un rato en los salmones que viajaban hasta el oscuro mar guiados por el instinto o por la intuición.

Justo en ese momento, Sara entró en su campo de visión. Llevaba el mismo vestido verde menta de manga corta de la última vez, y unos zapatos de tacón de color castaño claro, y bajaba la suave pendiente que conduce de Aoyama a Jingū-mae. Tsukuru tragó saliva y, sin querer, frunció el ceño. No podía creer que aquella escena fuese real. Por unos segundos, pensó que era una sofisticada ilusión creada por su corazón solitario. Pero no cabía duda, aquélla era la Sara real, de carne y hueso. Tsukuru se incorporó automáticamente de su asiento, y a punto estuvo de volcar la mesa. El café se derramó sobre el platillo. Pero enseguida volvió a sentarse.

Junto a Sara caminaba un hombre de mediana edad. Era de constitución robusta, ni alto ni bajo, y vestía una chaqueta de tonos oscuros, una camisa azul claro y una corbata azul marino con puntitos. En su cabello, bien peinado, se entreveía alguna cana. Tendría poco más de cincuenta años. El mentón le sobresalía un poco, pero era bien parecido. En su gesto se percibía la seguridad que transpiran algunos hombres a esa edad. Iban cogidos de la mano, y parecían a gusto. Tsukuru los siguió con la mirada, boquiabierto. Como quien se queda sin palabras en el instante en que éstas empiezan a cobrar forma. Los dos pasaron caminando despacio a poca distancia de donde se encontraba Tsukuru, pero Sara no dirigió la vista hacia él en ningún momento. Estaba abstraída hablando con aquel hombre y parecía no prestar atención a lo que la rodeaba. El hombre hizo un breve comentario y Sara se echó a reír abriendo mucho la boca. Tanto que se le vieron claramente los dientes.

Y la muchedumbre se los tragó en el anochecer. Aun así, Tsukuru siguió un buen rato mirando fijamente el lugar por el que habían desaparecido. Con la leve esperanza de que Sara volviera sobre sus pasos. Quizá se había dado cuenta de que Tsukuru estaba allí y regresaría para darle explicaciones. Pero ella no volvió. Tan sólo pasaban, una tras otra, personas de diversos aspectos y con diversos atuendos.

Corrigió la postura sobre el asiento y bebió un trago de agua helada. Le invadió una desolada tristeza. Sintió un dolor punzante en el costado izquierdo, como si le hubieran hecho un corte con un objeto afilado. Incluso sintió como si de la herida manase sangre tibia que se le deslizaba por la piel. Sí, quizá fuese sangre. Hacía mucho tiempo que no sentía tal dolor. Quizá desde que sus cuatro mejores amigos lo habían abandonado durante el verano del segundo año de carrera. Cerró los ojos y durante un rato vagó a la deriva por ese mundo de dolor, como si sumergiese su cuerpo en agua. Intentó consolarse pensando que al menos sentía dolor. Más penoso habría sido no sentir nada.

Varios sonidos se mezclaron fundiéndose en uno solo, muy agudo, que le atravesó los oídos. Era un ruido particular que únicamente se podía captar en medio de un profundo silencio. No procedía de fuera. Lo producía él mismo en sus entrañas. Todas las personas viven con ese sonido en su interior. Pero apenas tienen ocasión de oírlo.

Al abrir los ojos, tuvo la impresión de que el mundo había cambiado. La mesa de plástico, las simples tazas blancas de café, el sándwich a medio comer, el viejo Tag Heuer (un recuerdo de su difunto padre) que llevaba en la muñeca izquierda, el periódico abierto, las hileras de árboles que bordeaban la avenida, los escaparates de las tiendas de enfrente, ya iluminadas. Todo parecía haberse deformado. Las cosas tenían ahora un perfil impreciso, carecían de su volumen usual. Las proporciones también estaban equivocadas. Respiró hondo varias veces para tranquilizarse.

El dolor que sentía en el corazón no se debía a los celos. Tsukuru sabía cómo eran los celos, los había experimentado intensamente en sueños. La sensación que provocaban permanecía muy viva en su cuerpo. Sabía lo asfixiantes que podían resultar, conocía la impotencia que generaban. Y lo que ahora sentía no tenía nada que ver con ese tipo de sufrimiento. Era pura tristeza. Una tristeza como la que habría sentido si lo hubieran abandonado en el interior de una fosa profunda y oscura. Pero, al fin y al cabo, no dejaba de ser tristeza. Algo que Tsukuru agradeció.

Lo que más le hacía sufrir no era haber visto a Sara por la calle cogida de la mano de otro hombre. Ni pensar en la posibilidad de que a continuación fuera a acostarse con él. Naturalmente, para Tsukuru era muy duro imaginársela desnuda en la cama con otro hombre. Le costó un gran esfuerzo apartar esa imagen de su cabeza. Pero Sara era una mujer independiente de treinta y ocho años, soltera y libre. Tenía su propia vida. Igual que Tsukuru tenía la suya. Podía ir a donde le apeteciese con quien le apeteciese para hacer lo que le apeteciese.

Lo que le impactó fue que la cara de Sara irradiase felicidad. Mientras hablaba con aquel hombre, todo su rostro sonreía. Con Tsukuru nunca había mostrado una alegría tan franca. Ni una sola vez. Cuando estaba con Tsukuru parecía controlar automáticamente, en cualquier situación, todos y cada uno de sus gestos. Eso fue lo que realmente le desgarró y angustió.

De vuelta en su apartamento, hizo los preparativos para el viaje a Finlandia. Moverse era una manera de evitar pensar. Aunque no tuviese mucho que preparar. Tan sólo ropa para algunos días, un neceser con artículos de aseo, un par de libros para leer en el avión, el bañador y las gafas de natación (siempre los metía en la maleta, fuera a donde fuese) y un paraguas plegable. Guardó todo en una bolsa que llevaría como equipaje de mano. Ni siquiera metió la cámara fotográfica. ¿De qué le servirían las fotos? Lo que él buscaba era una persona de carne y hueso, palabras vivas.

Cuando terminó de preparar el equipaje, sacó los discos de los Años de peregrinación de Liszt. Hacía mucho que no los escuchaba. El conjunto de tres elepés con la interpretación de Lázar Berman. Se los había dejado Haida quince años atrás. Si aún conservaba el viejo tocadiscos era para poder escuchar aquellos álbumes. Colocó el primer disco en el plato, por la cara B, y bajó la aguja.

Première année: Suisse. Se sentó en el sofá y, con los ojos cerrados, prestó atención a la música. Le mal du pays era la octava pieza de la obra, y estaba al principio de la cara B de aquel disco. Casi siempre era ésa la primera pieza que escuchaba, hasta el Sonetto 47 del Petrarca, del segundo año, Italie. Entonces terminaba esa cara y la aguja se levantaba por sí sola.

Le mal du pays. Aquella pieza tranquila y melancólica fue dibujando poco a poco la tristeza informe que envolvía su corazón. Como si en el aire una fina nube de polen se adhiriera a una criatura transparente y, calladamente, su figura fuese adquiriendo forma ante nuestra mirada. Esta vez acabó cobrando la forma de Sara. Sara con su vestido color menta de manga corta.

Volvió a sentir aquel dolor en el pecho. No era un dolor intenso. Era tan sólo el recuerdo de un dolor intenso.

«Qué se le va a hacer», se dijo Tsukuru. Lo que ya de por sí estaba vacío se había vaciado aún más. ¿A quién podía quejarse? Todos se acercaban a él, comprobaban lo vacío que estaba e inmediatamente después se marchaban. Al final Tsukuru Tazaki volvía a quedarse solo y vacío, quizá aún más vacío que antes. Eso era todo.

Sin embargo, a veces la gente le dejaba pequeños recuerdos. Haida le había dado la caja de discos de los Años de peregrinación. Seguro que los había dejado en su apartamento a propósito. Era imposible que se los hubiera olvidado. Y Tsukuru adoraba aquella música porque lo unía a Haida y a Shiro. Era, por así decirlo, una especie de vena que unía a tres seres alejados. Una vena fina como un suspiro, pero por la que aún corría sangre roja. Lo propiciaba el poder de la música. Cada vez que escuchaba aquella música, sobre todo Le mal du pays, se acordaba con nitidez de los dos. En ocasiones, le parecía sentirlos a su lado, respirando en silencio.

Ambos se habían alejado de su vida en cierto momento. De repente, sin comunicarle el motivo. Aunque no era exactamente que se hubieran alejado. Sería más correcto decir que habían cortado con él, que lo habían abandonado. Ello había herido a Tsukuru, como es natural, y todavía conservaba la cicatriz. Pero quienes de verdad habían sufrido, recibido una herida, eran más bien los otros dos, Haida y Shiro. Eso pensaba Tsukuru desde hacía poco.

«Puede que tenga una vida vacua, insustancial», se dijo Tsukuru. Pero precisamente porque carecía de sustancia, algunas personas habían encontrado cobijo en ella, siquiera por un tiempo. Como pájaros solitarios que se desplazan de noche en busca de algún desván seguro donde reposar durante el día. A las aves les gustan esos lugares vacíos, silenciosos y en penumbra. De ser así, quizá Tsukuru debía alegrarse de estar vacío.

Cuando se apagó el eco de las últimas notas del Sonetto 47 del Petrarca, el disco se terminó, la aguja ascendió y el brazo se movió horizontalmente hasta volver a su apoyo. Entonces Tsukuru volvió a colocar la aguja al inicio de la misma cara. La aguja recorrió silenciosamente los surcos del álbum y Lázar Berman repitió su interpretación. Exquisita y bellísima.

Tras escuchar esa cara por segunda vez consecutiva, Tsukuru se puso el pijama y se metió en la cama. Luego apagó la luz de la mesilla de noche y dio las gracias por llevar en el corazón tan sólo una profunda tristeza y no el pesado yugo de los celos, que sin duda no le habrían dejado dormir.

Al cabo de un rato apareció el sueño y fue envolviéndolo poco a poco. Durante unos segundos, sintió en todo el cuerpo su añorada dulzura. Ésa fue otra de las pocas cosas por las que Tsukuru dio las gracias aquella noche.

En sueños, oyó el canto de las aves nocturnas.