10

A finales de mayo, Tsukuru pidió en el trabajo un lunes libre, que enlazó con el fin de semana, para volver a Nagoya. Resultó ser una buena idea, ya que precisamente se celebraba el aniversario de la muerte de su padre.

Tras la muerte de su padre, la hermana mayor y su marido habían ido a vivir con su madre en la amplia casa familiar; la habitación de Tsukuru, sin embargo, permanecía intacta, así que pudo dormir en ella. La cama, el escritorio, las estanterías, todo estaba igual que cuando iba al instituto. Los libros que había leído seguían en sus estantes. En los cajones del escritorio todavía había libretas y material escolar.

El primer día, terminada la ceremonia en memoria de su padre en el templo budista, hubo una comida con toda la familia. Después, habló tranquilamente con su madre y sus hermanas. Decidió entonces que al día siguiente visitaría a Ao. El domingo, día de descanso en la mayoría de las empresas, los concesionarios de coches permanecían abiertos. Iría sin pedir cita, de manera improvisada. Era su estrategia. Quería ver cómo reaccionaba Ao, sin darle tiempo a prepararse para su visita. Si al final no conseguía verlo o le impedían encontrarse con él, ya pensaría qué haría.

El concesionario estaba en un tranquilo barrio próximo al castillo de Nagoya. Al otro lado de un amplio escaparate de cristal, vio expuesta ostentosamente una variopinta serie de nuevos modelos de Lexus, desde cupés deportivos hasta todoterrenos. Nada más entrar, percibió el olor característico de los coches por estrenar, una amalgama de olor a neumático, resina sintética y cuero.

Tsukuru fue hasta un mostrador y se dirigió a la chica que estaba allí sentada. Llevaba el cabello elegantemente recogido en un moño que dejaba al descubierto una esbelta y blanca nuca. Sobre el mostrador había un jarrón con dalias de grandes pétalos de color rosa y blanco.

—Quisiera ver al señor Oumi —le dijo.

Ella le dirigió una sonrisa encantadora y tranquila, muy acorde con la luminosidad y pulcritud del concesionario. Tenía los labios de un precioso color natural, y unos bonitos dientes.

—¿El señor Oumi? ¿Podría darme su nombre, por favor?

—Soy Tazaki —dijo él.

—Señor Tasaki, ¿ha pedido cita?

Él no le corrigió el modo en que había pronunciado su nombre. Al contrario, pensó que eso le beneficiaría.

—No.

—De acuerdo. Si es tan amable, ¿podría esperar un momento? —La chica levantó el auricular de un teléfono, pulsó el botón de la línea interna y esperó cinco segundos. Luego habló—: Señor Oumi, el señor Tasaki ha venido a verle. Sí, exacto. El señor Tasaki.

No se oía lo que Oumi decía, pero ella asintió brevemente varias veces y acabó con un «Entendido, sí».

Colgó el auricular y, levantando la cabeza, dijo:

—Señor Tasaki, el señor Oumi está atendiendo un asunto importante que no puede posponer. Siento las molestias, pero ¿le importaría esperar aquí un rato? Me ha dicho que no serán más de diez minutos.

Tenía una forma de hablar fluida y considerada. Parecía que de verdad lamentase hacerlo esperar. Había recibido una educación esmerada. O quizá fuese algo innato.

—Claro que no. No tengo prisa —contestó Tsukuru.

Ella lo condujo hasta un sofá de cuero negro que parecía caro. Cerca había una maceta con una planta ornamental enorme, y de fondo sonaba una pieza de Antônio Carlos Jobim. Sobre una mesa alargada de cristal habían dispuesto unos lujosos catálogos de Lexus.

—¿Desea tomar algo? ¿Café, té negro, té japonés…?

—Café, si es tan amable —pidió Tsukuru.

Mientras hojeaba el catálogo de un nuevo sedán, la chica le llevó el café. En la taza, de color marfil, se veía el logo de Lexus. Tsukuru le dio las gracias y tomó un sorbo. Estaba delicioso. Tenía un aroma a café recién molido y estaba a la temperatura justa.

Tsukuru se felicitó por haberse puesto un traje y zapatos de piel. No tenía ni idea de cómo se vestiría alguien que se dispone a ir a un concesionario a comprarse un Lexus. Pero estaba seguro de que si se hubiera puesto un polo, vaqueros y zapatillas deportivas, lo mirarían con desprecio. Lo pensó poco antes de salir de casa y, por si acaso, se puso traje y corbata.

Mientras esperaba, Tsukuru se aprendió de memoria todos los nuevos modelos Lexus que estaban a la venta. Se enteró de que en la gama de los Lexus no existían nombres como Corolla o Crown, sino que se distinguían por números. Igual que los Mercedes y los BMW. O igual que las sinfonías de Brahms.

Al cabo de un cuarto de hora, un hombre atravesó el concesionario y se dirigió hacia él. Era alto, corpulento, ancho de hombros. No obstante su envergadura, se movía con agilidad. Avanzaba a zancadas y daba la impresión de que tenía cierta prisa. Era, sin duda alguna, Ao. Incluso de lejos, Tsukuru tuvo la impresión de que apenas había cambiado. Simplemente, se había ensanchado todo él. Como cuando la familia crece y hay que remodelar la casa. Tsukuru devolvió a la mesa el catálogo que en ese momento estaba hojeando y, levantándose del sofá, fue a su encuentro.

—Disculpe que le haya hecho esperar. Soy Oumi.

Se situó frente a Tsukuru e hizo una pequeña reverencia. Pese a su corpachón, su traje no tenía ni una sola arruga. Era un elegante traje de tela liviana de tonos azules y grises. Dada la talla, seguramente se lo habían hecho a medida. Camisa gris claro y corbata gris oscuro. Impecable. ¡Quién lo hubiera dicho, a juzgar por como era en su época de estudiante! El pelo, en cambio, lo llevaba tan corto como antes, con el típico corte de los jugadores de rugby. Además, como años atrás, estaba bronceado.

De pronto, la expresión de su rostro cambió. A su mirada asomó la perplejidad. Parecía que había captado algo familiar en el rostro de Tsukuru. Pero no lograba recordar qué era. Con una sonrisa, sin decir nada, esperó a que Tsukuru hablara.

—Cuánto tiempo, ¿verdad? —dijo entonces Tsukuru.

Al escuchar su voz, la duda que traslucía el rostro de Ao se disipó de golpe. La voz no había cambiado.

—¿Tsukuru? —preguntó entrecerrando los ojos.

Tsukuru hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Siento haberme presentado sin avisar. Creí que sería lo mejor.

Ao inspiró aire y lo expulsó con un leve movimiento de hombros. Luego miró a Tsukuru de arriba abajo, como repasándolo. Cuando volvió a levantar la mirada, exclamó:

—¡Dios mío! Si nos hubiéramos cruzado en la calle, no te habría reconocido.

—Tú, en cambio, estás igualito…

Ao hizo una mueca.

—¡Qué va! He engordado. Me ha salido tripa. Ya no corro tan rápido. Últimamente, lo único que hago es jugar al golf con clientes una vez al mes.

Sobrevino un instante de silencio.

—Dime, no habrás venido a comprar un coche, ¿no? —quiso cerciorarse Ao.

—No, lo siento. He venido porque me gustaría hablar a solas contigo. Aunque sea un rato.

Ao frunció ligeramente el ceño. Se sentía confuso, indeciso. Ya de joven, era de esas personas cuyo rostro refleja lo que piensan.

—Hoy tengo un día bastante ajetreado. Debo atender unos asuntos fuera del concesionario y por la tarde tengo una reunión.

—Tú dime la hora que más te convenga. Yo me adapto. Para eso he venido a Nagoya.

Ao repasó mentalmente su apretada agenda. Luego miró el reloj que había en la pared. Las agujas marcaban las once y media. Después de rascarse la punta de la nariz, se decidió:

—De acuerdo. A las doce tengo un rato para comer. Podemos hablar media hora. Saliendo de aquí, a mano izquierda, un poco más allá encontrarás un Starbucks. Espérame allí.

A las doce menos cinco, Ao apareció en el Starbucks.

—Aquí hay mucho barullo. Compremos algo y vayamos a un sitio más tranquilo —propuso Ao.

Pidió un capuchino y un scone, y Tsukuru, un botellín de agua mineral. Seguidamente, se encaminaron a un parque cercano. Allí encontraron un banco vacío y se sentaron.

El cielo estaba ligeramente nublado y no se veía ni un retazo de cielo azul, pero no parecía que fuese a llover. Tampoco soplaba viento. Las ramas de un frondoso sauce colgaban hasta el suelo inmóviles, como pensativas. De vez en cuando, un pajarillo se posaba en las ramas para enseguida alzar el vuelo. Entonces las ramas se estremecían suavemente, como un corazón turbado, y al poco rato volvían a aquietarse.

—Perdóname si me suena el móvil. Tengo varios asuntos entre manos que… —se excusó Ao.

—No importa. Ya sé que estás muy ocupado.

—Los móviles son muy útiles, pero resultan un incordio —añadió Ao—. Y, dime, ¿estás casado?

—No. Estoy soltero.

—Yo me casé hace seis años y tengo un crío, un niño de tres años. Hay otro en camino, y a mi mujer ya se le nota el embarazo. Lo esperamos para septiembre. Nos han dicho que es una niña.

—Todo te va viento en popa.

—Viento en popa no sé, pero al menos vamos saliendo adelante. Digamos que estoy en un punto en que ya no hay vuelta atrás —dijo Ao, y se rió—. ¿Y tú qué?

—Las cosas no me van mal. —Tsukuru sacó una tarjeta de visita de la cartera y se la alargó.

Ao la cogió y la leyó en voz alta.

—Compañía ferroviaria ***, S.A. División de ingeniería. Departamento de construcción.

—Nos dedicamos sobre todo a la construcción y mantenimiento de estaciones de tren —explicó.

—¡A ti siempre te gustaron las estaciones! —dijo Ao admirado. Y tomó un sorbo de su capuchino—. Al final has podido trabajar en lo que te gusta.

—Bueno, como soy un simple empleado, no siempre me dejan hacer lo que quiero. Hay muchas tareas aburridas.

—Pasa lo mismo en todas partes. Si trabajas para otros, siempre hay tareas aburridas —dijo Ao. Y meneó la cabeza hacia los lados varias veces, como recordando algunas tareas aburridas.

—¿Qué tal se venden los Lexus?

—Bastante bien. Piensa que Nagoya es la cuna de los Toyota. Aquí los Toyota se venden por sí solos. Sin embargo, no aspiramos a captar a los clientes de Nissan o de Honda. Nuestro objetivo es conseguir que los que conducen coches extranjeros de gama alta como Mercedes o BMW se pasen al Lexus. Para eso ha lanzado Toyota esta marca insignia. Quizá lleve algún tiempo, pero estoy seguro de que nos irá muy bien.

—Perder no es una opción.

Ao frunció el entrecejo durante un instante, pero enseguida sonrió.

—¡Ah! ¡Vaya, lo que decía en los partidos de rugby! ¡Madre mía, de qué cosas te acuerdas!

—Se te daba bien levantar la moral del equipo.

—Sí, aunque casi siempre perdíamos. Pero, francamente, el negocio crece a buen ritmo. Ya sé que la economía mundial atraviesa un mal momento y que el panorama es desalentador, pero los que tenían dinero siguen teniéndolo. Es curioso, ¿no te parece?

Tsukuru asintió en silencio. Ao prosiguió:

—Yo mismo conduzco un Lexus. Es un coche excelente. Silencioso, nunca se avería… Cuando lo conduje en la pista de pruebas, lo puse a doscientos por hora y el volante ni tembló. También tiene un buen frenado. Es fantástico. Está bien poder recomendar algo que a uno le gusta. Por mucha labia que gaste, me sería imposible venderle a alguien algo que no acaba de convencerme.

Tsukuru se mostró de acuerdo.

Ao miró a Tsukuru a los ojos.

—Dime, ¿te parece que hablo como un vendedor de coches?

—No, a mí no me lo parece —respondió Tsukuru. Ao seguía expresando abiertamente lo que pensaba. Pero estaba claro que en la época del instituto no hablaba como lo hacía ahora.

—¿Tú conduces? —le preguntó entonces Ao.

—Sí, pero no tengo coche. Para moverte por Tokio, es mejor utilizar los trenes, autobuses y taxis. A veces uso la bicicleta. Si lo necesitara, siempre podría alquilar un coche por horas. En ese aspecto, es una ciudad distinta de Nagoya.

—Tienes razón, moverse así es mucho más cómodo, y encima sale más barato —dijo Ao. Tras suspirar, añadió—: No sé para qué ibas a necesitar un coche. ¿Y qué? ¿Te gusta la vida allí?

—Trabajo en Tokio, y ya llevo bastante tiempo viviendo allí, así que me he adaptado. Además, no se me ocurre en qué otro sitio podría vivir. Es así de simple. Pero no me entusiasma.

Guardaron silencio durante un rato. Por delante de ellos pasó una mujer de mediana edad que paseaba dos border collie. Y también algunos corredores que hacían footing en dirección al castillo.

—Has dicho que querías hablar conmigo —le recordó Ao, como dirigiéndose a alguien en la lejanía.

Tsukuru fue directo al grano.

—Cuando estaba en segundo curso de carrera, durante unas vacaciones, regresé a Nagoya y hablé contigo por teléfono. Ese día me dijiste que no queríais volver a verme, que no volviera a llamar. Y que ése era el parecer de los cuatro. ¿Te acuerdas?

—Claro que me acuerdo.

—Quiero saber la razón —dijo Tsukuru.

—¿Ahora? ¿Así, tan de repente? —se sorprendió Ao.

—Ahora, sí. Cuando ocurrió, apenas pude preguntártelo. La conmoción que me causó fue tremenda, y después me dio miedo saber por qué me habíais rechazado. Tenía la impresión de que, si la supiera, quizá jamás me sobrepondría. Por eso decidí seguir ignorándolo, y traté de olvidarlo. Pensé que el tiempo curaría la herida.

Ao pellizcó un trozo de scone y se lo llevó a la boca. Lo masticó despacio y lo tragó acompañándolo con un sorbo de su capuchino.

—Han pasado dieciséis años —prosiguió Tsukuru—. Pero la herida sigue abierta, y parece que todavía sangra. Hace poco me ocurrió algo que me obligó a pensar en todo esto. Algo muy importante para mí. Por eso he venido a verte. Siento haberme presentado de improviso.

Ao observó durante un momento las ramas del sauce, que colgaban inmóviles.

—¿No te imaginas cuál podía ser la razón? —preguntó.

—Le he dado vueltas durante dieciséis años, pero no, no tengo ni la más remota idea.

Ao entornó los ojos, desconcertado, y se frotó la punta de la nariz. Era un tic; lo hacía siempre que se concentraba.

—Cuando te lo dije, te conformaste. Apenas te quejaste. Y después no insististe. Como es natural, deduje que sabías algo.

—Quizá ocurriera así. Cuando me siento herido de verdad, no me salen las palabras —dijo Tsukuru.

Ao no hizo ningún comentario. Cogió un pedazo de scone y lo lanzó a las palomas. Éstas se apelotonaron en un abrir y cerrar de ojos. Daba la sensación de que solía hacerlo. Tal vez, durante la pausa del mediodía, iba allí solo y daba de comer a las palomas.

—Dime, ¿cuál fue la razón? —le preguntó Tsukuru.

—¿En serio no sabes nada?

—No, de verdad que no.

En ese instante sonó el alegre tono de un móvil. Ao sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta y, tras comprobar rápidamente en la pantallita quién lo llamaba, pulsó una tecla, inexpresivo, y volvió a guardárselo en el bolsillo. A Tsukuru le sonaba aquel tono. Era una vieja canción pop, quizá un éxito de antes de que él naciera. Lo había oído varias veces, pero no recordaba el título.

—No te preocupes. Si tienes algo que hacer, adelante. Esperaré —le dijo Tsukuru.

Ao negó con la cabeza.

—No, está bien. No es urgente. Ya lo solucionaré más tarde.

Tsukuru bebió un trago de agua mineral. Tenía la garganta seca.

—¿Por qué tuvisteis que expulsarme del grupo?

Ao se quedó pensativo. Un rato después contestó:

—Dices que no tienes ni idea. Entonces, ¿no mantuviste relaciones sexuales con Shiro?

Los labios de Tsukuru se torcieron en una mueca indescifrable.

—¿Relaciones sexuales? ¿De qué hablas?

—Shiro nos dijo que la violaste —confesó Ao con cierto apuro—. Que la forzaste a tener relaciones sexuales.

Tsukuru intentó decir algo, pero no le salieron las palabras. A pesar de que acababa de beber agua, tenía la garganta tan seca que le dolía. Ao siguió:

—Yo no podía creerme que hubieras hecho algo así. Kuro y Aka tampoco daban crédito. Tú no eres de los que obligan a los demás a hacer lo que no quieren. Y mucho menos por la fuerza. Estábamos prácticamente seguros. Pero Shiro se lo tomó muy a pecho. Estaba obsesionada. Dijo que tenías una cara oculta, una terrible cara oculta que nadie sospecharía que se esconde detrás de tu cara más amable. Ante esas palabras, nosotros no pudimos decir nada.

Tsukuru se mordió el labio.

—¿Os explicó Shiro cómo la violé?

—Sí, con bastante detalle. Preferiría no haberlo oído. Escucharla fue muy duro para mí. Duro y triste. Para serte franco, me dejó destrozado. El caso es que ella se hallaba en un estado terrible. Le temblaba todo el cuerpo, la rabia le había desfigurado el semblante. Contó que había ido sola a Tokio para asistir al concierto de un famoso pianista extranjero y se quedó a dormir en tu apartamento en Jiyūgaoka. Les dijo a sus padres que se alojaría en un hotel, pero se ahorró el dinero. Nos comentó que se había atrevido a pasar la noche con un chico porque contigo se sentía segura, pero que de madrugada la forzaste. Intentó resistirse, pero su cuerpo estaba como paralizado y no respondía. Antes de acostarse había tomado algo con alcohol, y pensaba que quizá en ese momento le echaste en la bebida alguna droga. Eso fue lo que nos contó.

Tsukuru negó rotundamente con la cabeza.

—Ni se quedó a dormir, ni jamás me visitó en Tokio.

Ao se encogió de hombros. Puso una cara como si tuviera algo amargo en la boca y desvió la mirada hacia un lado.

—No me quedó más remedio que creerla. Nos dijo que era virgen. Que cuando la obligaste sintió un intenso dolor y sangró. No se me ocurrió ningún motivo por el que una chica tan tímida como ella fuera a inventarse una historia tan real.

Tsukuru miró el perfil de Ao.

—Aun así, ¿por qué no os asegurasteis preguntándomelo directamente? Pudisteis darme la oportunidad de deshacer el malentendido, ¿no? Y no actuar como si me condenarais in absentia.

Ao suspiró.

—Tienes razón. Ahora que ha pasado el tiempo pienso que debimos actuar con más calma y, antes de tomar ninguna decisión, escuchar lo que tuvieras que decirnos. Pero en ese momento no pudimos. La tensión del ambiente no ayudaba. Shiro estaba muy alterada, parecía casi desquiciada. No sabíamos qué podía pasar. Así que pensamos que primero teníamos que consolarla y lograr que se serenara. Eso no quiere decir que creyésemos del todo lo que nos había contado. Sinceramente, nos parecía todo un poco raro. Pero tampoco creíamos que se lo hubiese inventado de cabo a rabo. Si había sido tan clara, algo de verdad habría en sus palabras. Eso pensamos.

—Así pues, os deshicisteis de mí.

—Mira, Tsukuru, nosotros también estábamos perplejos. Fue como un mazazo. Nos dolió mucho todo lo que ocurría. No sabíamos a quién creer. Kuro fue la primera en ponerse del lado de Shiro. Nos instó a romper contigo, como pedía Shiro. No intento excusarme, pero Aka y yo nos vimos arrastrados. Es decir, obligados a seguirlas.

Tsukuru soltó un suspiro y habló:

—No sé si me creerás, pero te aseguro que no violé a Shiro y que no tuve relaciones sexuales con ella. Ni siquiera recuerdo haber hecho nada que se le pareciera.

Ao se limitó a asentir con la cabeza en silencio.

Creyese o no a Tsukuru, había pasado demasiado tiempo. Eso se dijo Tsukuru. Para los tres que quedaban, y también para sí mismo.

El móvil de Ao volvió a sonar. Ao comprobó de nuevo el nombre de quien llamaba y se dirigió a Tsukuru.

—Perdona, ¿te importa que lo atienda? Será un minuto.

—Claro que no —contestó Tsukuru.

Ao se levantó del banco y se alejó. Por sus movimientos y su expresión, Tsukuru dedujo que hablaba de negocios con un cliente.

De repente, Tsukuru recordó cuál era la canción del tono. Era Viva Las Vegas, de Elvis Presley. Se mirase por donde se mirase, aquella canción no pegaba nada con un crack de las ventas como él. De pronto, todas las cosas tenían un punto de irrealidad.

Al poco rato, Ao regresó y volvió a sentarse a su lado.

—Lo siento —dijo—. Ya lo he arreglado.

Tsukuru miró el reloj de pulsera. Los treinta minutos que Ao le había concedido se acercaban a su fin.

—¿Por qué se inventaría Shiro semejante disparate? ¿Y por qué yo?

—A saber… La verdad, no tengo ni idea —dijo Ao. Luego movió cansinamente la cabeza—. Lo siento por ti, pero entonces no entendí nada y sigo sin entenderlo. —No sabía qué era verdad y qué no. No sabía qué ni a quién debía creer. La incertidumbre lo desconcertaba. Y no se hallaba cómodo con esa situación. Ao flaqueaba cuando lo sacaban de la seguridad que le proporcionaban su terreno, sus reglas, su gente—. Imagino que Kuro conocerá más detalles —dijo Ao—. Esa impresión me dio entonces. Debía de haber algo más, algo que nosotros desconocíamos. Ya sabes que entre chicas se suele hablar de esas cosas con mayor confianza.

—Kuro vive en Finlandia —le dijo Tsukuru.

—Lo sé. De vez en cuando me envía una postal —dijo Ao.

A continuación los dos se callaron. Tres estudiantes de instituto vestidas de uniforme atravesaron el parque. Iban riéndose en voz alta y los vuelos de sus cortas faldas se agitaron al pasar por delante del banco en el que ellos estaban sentados. Parecían todavía unas niñas. Calcetines blancos y mocasines negros. Tenían gestos infantiles. Resultaba difícil creer que, tiempo atrás, ellos hubieran tenido la misma edad.

—¿Sabes, Tsukuru?, físicamente has cambiado un montón —dijo Ao.

—Es que hace dieciséis años que no nos vemos. Es natural.

—No, no es sólo el paso del tiempo. Al principio ni te reconocí. Quizá si te hubiese mirado más detenidamente… No sé…, estás más viril y más delgado. Tienes las mejillas hundidas, la mirada más profunda y penetrante. Antes tenías un aspecto más rollizo y plácido.

Tsukuru no pudo decirle que se debía a que durante medio año había pensado de forma obsesiva en la muerte y el suicidio, ni que aquellos días habían transformado por completo su cuerpo y su mente. Aunque se lo hubiera confesado, Ao no habría podido hacerse una idea de lo que Tsukuru había vivido ni sufrido. Era mejor no decir nada. Aguardó en silencio a que Ao prosiguiera.

—En la pandilla tú siempre desempeñaste el papel de chico guapo y simpático. Pulcro, ordenado, cortés. Eras educado hasta cuando saludabas, nunca decías tonterías. No fumabas, apenas bebías y nunca llegabas tarde. No sé si lo sabrás, pero nuestras madres te adoraban.

—¿Vuestras madres? —dijo Tsukuru sorprendido. Prácticamente no recordaba nada de sus madres—. Y, por cierto, nunca fui guapo, y tampoco lo soy ahora. Tengo pinta de persona sosa y sin personalidad.

Ao volvió a encogerse de hombros.

—Pues al menos entre nosotros eras el más guapo. Mi cara sí que tiene personalidad, pero porque parezco un gorila, y Aka era el típico empollón con gafas. Lo que quiero decir es que cada uno asumió su papel en la pandilla. Mientras duró, claro está.

—¿Te refieres a que cada uno decidió desempeñar un papel?

—No, no creo que fuese de manera consciente. Pero supongo que todos percibíamos vagamente qué posición ocupaban los demás dentro del grupo —dijo Ao—. Yo era el deportista atolondrado; Aka, el cerebrito perspicaz; Shiro, la muchacha guapa y cándida; Kuro, la humorista ocurrente. Y tú eras el guapo y educado.

Tsukuru pensó en ello.

—Siempre me he considerado un tipo vacío, sin gracia ni personalidad. Puede que eso, estar vacío, fuese mi papel dentro del grupo.

Ao se mostró extrañado.

—No lo entiendo. ¿Qué clase de papel puede ser estar vacío?

—Ser un recipiente vacío. Un paisaje sin color. No tener ningún defecto, pero tampoco destacar en nada. Tal vez el grupo necesitase a alguien así.

—No, no. Tú no estás vacío. Nadie te veía así. Tú, ¿cómo decirlo?, sosegabas a los demás.

—¿Que sosegaba a los demás? —se sorprendió Tsukuru—. ¿Como la música que suena en los ascensores?

—No, no es eso. Es difícil explicarlo, pero gracias a ti, sólo porque estabas ahí, podíamos ser nosotros mismos. Aunque no hablabas demasiado, eras sensato y realista, y eso proporcionaba al grupo una especie de estabilidad serena. Como el ancla de un barco. Me di cuenta cuando ya no estabas con nosotros: desde luego, te necesitábamos. No sé si tuvo algo que ver, pero sin ti, el grupo se deshizo.

Tsukuru permaneció callado, sin encontrar las palabras adecuadas.

—¿Sabes qué? En cierto sentido, formábamos una combinación perfecta. Como los cinco dedos de una mano. —Ao levantó la mano derecha y abrió sus gruesos dedos—. Aún hoy pienso así. Cada uno compensaba de forma natural lo que a los demás les faltaba. Ofrecimos lo mejor de nosotros a los demás y lo compartimos sin reservas. Seguramente, nunca nos volverá a ocurrir algo parecido; eso sólo pasa una vez en la vida. Mira. Ahora yo tengo una familia, y la quiero con locura. No puede ser de otro modo. Pero, para serte sincero, lo que siento hacia mi familia no son los sentimientos puros y espontáneos que en aquel entonces experimentaba.

Tsukuru seguía en silencio. Ao aplastó la bolsa de papel vacía con sus manazas, hizo una bola con ella y durante un rato estuvo rodándola sobre la palma de la mano.

—¿Sabes, Tsukuru? Te creo —dijo Ao—. Sé que no le hiciste nada a Shiro. Bien pensado, es lógico. Tú nunca harías algo así.

Mientras Tsukuru pensaba qué responder, volvió a sonar el móvil en el bolsillo de Ao. Viva Las Vegas. Ao comprobó quién lo llamaba y guardó el móvil en el bolsillo.

—Lo siento, pero debo volver al trabajo: tengo coches que vender. ¿Me acompañas hasta el concesionario?

Los dos echaron a andar, el uno al lado del otro, callados durante un rato.

Tsukuru fue el primero en romper el silencio:

—Dime, ¿por qué elegiste Viva Las Vegas para el tono del móvil?

Ao se rió.

—¿Has visto la película?

—Sí, hace mucho tiempo, en la televisión, ya de madrugada. Pero no la vi entera.

—¿No te pareció un bodrio?

Tsukuru esbozó una sonrisa que no lo comprometía. Ao siguió hablando:

—Hace tres años, por mis excelentes resultados como vendedor, me invitaron a una convención de comerciales de Lexus que se celebró en Las Vegas. En realidad era como si me premiasen con un viaje. Terminadas las reuniones matinales, nos dedicábamos a beber y a jugar en los casinos. Allí, Viva Las Vegas sonaba con tanta frecuencia que parecía el himno de la ciudad. Una vez gané en la ruleta y en ese momento la canción empezó a sonar de fondo. Desde entonces es como un amuleto de la suerte.

—Ah, vaya.

—Y la verdad es que, para mi sorpresa, también funciona en los negocios. Cuando suena en medio de una charla, los clientes de más edad suelen sorprenderse. «¿Cómo es que te gusta esa canción, con lo joven que eres?» Y entonces la conversación se anima. Viva Las Vegas no es una de las canciones más míticas de Elvis, por supuesto. Tiene otras mucho más famosas. Pero en esta canción hay algo imprevisible, algo que, como por arte de magia, provoca simpatía en quien la oye. Algo que, sin querer, nos hace sonreír. No sé qué será, pero está ahí. ¿Has estado en Las Vegas?

—No —dijo Tsukuru—. Nunca he viajado al extranjero. Pero estoy pensando en ir a Finlandia un día de éstos.

Ao pareció sorprendido. Sin dejar de andar se volvió hacia Tsukuru.

—Sí, me parece muy buena idea. Yo también iría, si pudiera. Desde que fui a su boda, no he vuelto a ver a Kuro, y tampoco he hablado con ella. Y ahora que ha pasado el tiempo, puedo confesártelo: a mí me gustaba —dijo Ao. Y de pronto apretó el paso—. Pero ahora tengo un hijo y medio, y mucho trabajo. Y una hipoteca que pagar. Y tengo que sacar a pasear al perro todos los días. Me resulta imposible ir a Finlandia. Si la ves, dale recuerdos de mi parte.

—Lo haré, descuida —dijo Tsukuru—. Pero antes iré a ver a Aka.

—¡Ah! —dijo Ao. Y en su rostro afloró una expresión ambigua. Sus músculos faciales se movieron de una forma extraña—. Hace tiempo que no quedo con él.

—¿Por qué?

—¿Sabes a qué se dedica?

—Más o menos.

—Pues será mejor que no hablemos de eso ahora. No quiero llenarte de prejuicios antes de que lo veas. Sólo te diré que no me gusta nada el negocio que ha montado. Ése es uno de los motivos por los que hemos dejado de vernos. Es una pena, pero así son las cosas.

Tsukuru caminaba en silencio, tratando de seguir las zancadas de Ao.

—No tengo nada contra él. Sólo tengo dudas acerca de a lo que se dedica, que es muy diferente —dijo Ao como si tratara de convencerse a sí mismo—. Bueno, tampoco es que dude. Simplemente no me convencen sus ideas. En cualquier caso, se ha vuelto bastante famoso en Nagoya. Sale en la televisión, en los periódicos y en las revistas como modelo de emprendedor. Según cierta revista femenina, es uno de los solteros de oro de Nagoya.

—¿Uno de los solteros de oro de Nagoya? —repitió Tsukuru.

—¡Desde luego, está irreconocible! —exclamó Ao—. ¿Quién iba a imaginar que algún día acabaría saliendo en una revista femenina?

Tsukuru cambió de tema.

—Y Shiro, dime, ¿cómo falleció?

Ao se detuvo de golpe. Se quedó plantado como una estatua. Un transeúnte que caminaba detrás estuvo a punto de chocar contra él. Ao miró a Tsukuru.

—Espera. ¿Quieres decir que tampoco sabes cómo murió Shiro?

—¿Cómo voy a saberlo? Hasta hace unos días ni siquiera sabía que había muerto. Nadie me informó.

—¿Acaso no lees los periódicos?

—Les echo un vistazo, sí. Y no sé qué ocurrió, pero no creo que saliera en los periódicos de Tokio.

—¿Tu familia tampoco sabía nada?

Tsukuru dijo que no. Ao reanudó la marcha, turbado, y volvió a caminar a zancadas. Tsukuru trató de seguirle el ritmo. Poco después, Ao volvió a hablar.

—Después de graduarse en el conservatorio, durante un tiempo Shiro trabajó de profesora de piano en casa de sus padres, pero luego se independizó y se fue a vivir sola a Hamamatsu. Dos años más tarde apareció estrangulada en su piso. Fue su madre, preocupada porque no conseguía contactar con ella, quien la encontró. Todavía no se ha recuperado del golpe. Aún no se sabe quién la asesinó.

Tsukuru se quedó sin aliento. ¿La habían estrangulado?

—La encontraron muerta un 12 de mayo, hace seis años. Por aquella época apenas teníamos trato con ella, así que tampoco sé qué clase de vida llevaba en Hamamatsu. Ni siquiera sé por qué se mudó a esa ciudad. Cuando la encontraron, ya llevaba tres días muerta. Había pasado tres días tirada en el suelo de la cocina, sin que nadie se diera cuenta o la echara de menos. —Ao prosiguió sin dejar de caminar—: En el funeral, que se celebró aquí, en Nagoya, no paré de llorar. Me sentía como si hubiera muerto una parte de mi propio cuerpo, como si se hubiera convertido en piedra. Pero como te he dicho, en esa época el grupo ya se había deshecho. En cierta manera, era inevitable. Nos habíamos convertido en adultos y cada uno tenía su propia vida. Ya no éramos aquellos ingenuos estudiantes de instituto. Con todo, fue triste comprobar cómo lo que una vez significó tanto para nosotros había ido destiñéndose paulatinamente hasta desaparecer. Pese a haber crecido juntos y haber compartido esa época tan llena de vida…

Tsukuru trató de respirar hondo, pero los pulmones le ardían; le parecía que se los quemaran. No le salían las palabras. Tenía la sensación de que la lengua se le había hinchado y enredado, taponándole la boca.

Volvió a sonar en el móvil Viva Las Vegas, pero esta vez Ao lo ignoró y siguió caminando. Aquella melodía tan fuera de lugar siguió sonando alegremente dentro de su bolsillo durante un rato, hasta que finalmente enmudeció.

Al llegar a la entrada del concesionario, Ao le tendió su manaza y apretó con fuerza la mano de Tsukuru.

—Me alegro de haberte visto —dijo mientras clavaba la mirada en los ojos de Tsukuru. Sí: hablaba mirando a los ojos y apretaba la mano con fuerza. Nada había cambiado.

—Siento haberte molestado en pleno trabajo —logró decir Tsukuru.

—No te preocupes. Me gustaría charlar contigo con calma en otra ocasión, cuando tenga algo de tiempo libre. Siento que tenemos muchas cosas de las que hablar. Cuando vuelvas a Nagoya, avísame con tiempo.

—Lo haré. Volveremos a vernos dentro de poco —dijo Tsukuru—. Por cierto, ¿recuerdas la pieza de piano que Shiro solía tocar? Era Le mal du pays, de Franz Liszt. Era una pieza corta, de apenas cinco minutos.

Después de pensárselo un momento, Ao contestó:

—Así, por el título, no recuerdo cuál es. Quizá si la escuchara… No soy precisamente un experto en música clásica. ¿Por qué?

—No, por nada. Simplemente la he recordado —dijo Tsukuru—. Ya para terminar, una última pregunta: ¿qué narices significa Lexus?

Ao se rió.

—Mucha gente me lo pregunta, pero no significa nada. Es una palabra inventada. La acuñó una agencia publicitaria de Nueva York por encargo de Toyota. Querían una palabra sugerente y que evocara lujo. ¡Qué mundo tan curioso!, ¿no te parece? Unas personas se dedican con afán a construir estaciones ferroviarias y otras, por una gran suma de dinero, inventan palabras que resulten atractivas.

—Es lo que suele llamarse «sofisticación industrial». Es lo que dictan los tiempos —dijo Tsukuru.

Una gran sonrisa se pintó en el rostro de Ao.

—Pues esforcémonos por no quedarnos atrás.

Poco después se despidieron. Nada más entrar en el concesionario, Ao sacó el móvil del bolsillo.

Mientras esperaba a que el semáforo cambiara, Tsukuru pensó que quizá ya nunca volvería a encontrarse con él. Ciertamente, treinta minutos había sido muy poco tiempo para dos viejos amigos que no se veían desde hacía dieciséis años. Sin duda tenían un sinfín de cosas que contarse. Pero, al mismo tiempo, Tsukuru sentía que no les quedaba nada importante que decirse.

Tsukuru paró un taxi, fue hasta una biblioteca y solicitó los anuarios de la prensa de hacía seis años.