7

La noche en que Haida le contó la misteriosa historia sobre Midorikawa, el pianista de jazz con el que su padre se había encontrado de joven en un balneario de las montañas de Kyūshū, sucedieron cosas extrañas.

Tsukuru Tazaki se despertó de pronto en medio de la oscuridad. Se incorporó y oyó un ruidito seco. Como el de un guijarro al impactar en el cristal de una ventana. Quizá todo eran imaginaciones suyas. No lo sabía a ciencia cierta. Intentó mirar la hora en el reloj digital que tenía junto a la cama, pero no pudo volver la cabeza. No sólo era incapaz de mover el cuello: su cuerpo entero estaba paralizado. No era entumecimiento. Simplemente no podía ejercer fuerza. Había perdido la coordinación entre la mente y los músculos, y éstos no obedecían.

La habitación estaba envuelta en sombras. Como le costaba dormir en ambientes claros, siempre corría las gruesas cortinas para que el dormitorio permaneciese a oscuras. No entraba ni una pizca de luz. Aun así, supo que había alguien más en la habitación. Alguien que lo observaba agazapado en la negrura. Y ese alguien, amparado por las sombras, contenía la respiración, sofocaba su propio olor y cambiaba de color como un animal capaz de mimetizarse con su entorno. Pese a todo, Tsukuru supo que era Haida.

Mister Grey.

El gris se obtiene disolviendo el color blanco con el negro. Al modificar su proporción, se consiguen fácilmente distintos grados de sombra.

Haida estaba de pie en un rincón del dormitorio, amparado por la oscuridad, y lo único que hacía era mirar fijamente a Tsukuru, tumbado boca arriba en la cama. Haida no movió un músculo durante largo rato, igual que un mimo que fingiera ser una estatua. Sólo sus párpados de largas pestañas se cerraban y abrían de vez en cuando. Era un contraste peculiar: mientras Haida permanecía casi inmóvil por voluntad propia, Tsukuru, contra su voluntad, se veía privado de movimiento. «Tengo que decir algo», pensó Tsukuru. «Necesito decir algo para romper este extraño equilibrio.» Pero no le salía la voz. No podía mover los labios ni la lengua. De su garganta sólo escapaban mudos resuellos.

¿Qué hacía Haida en la habitación? ¿Por qué estaba ahí quieto, con la mirada clavada en él?

«No es un sueño», razonó Tsukuru. «Todo es demasiado real, tiene demasiados detalles para ser un sueño.» No sabía si aquél era el verdadero Haida. Dado que el verdadero Haida, o su cuerpo, dormía a pierna suelta en el sofá de la habitación contigua, quizá quien estaba ahí era una especie de trasunto que se había escindido de él.

Sin embargo, Tsukuru no percibió su presencia como algo amenazador o perverso. Comoquiera que fuese, confiaba en que Haida no haría nada indeseable contra él. Lo supo desde que lo había conocido. Se lo decía su instinto.

También Aka, de su grupo de amigos, era un chico listo, pero su inteligencia era más bien pragmática y, cuando se terciaba, mostraba un lado calculador. En cambio, la inteligencia de Haida era más pura y sólida. Incluso parecía tener vida propia. Muchas veces, cuando estaban juntos, Tsukuru no podía adivinar en qué estaba pensando su amigo. Parecía que algo bullía dentro de su cabeza, pero Tsukuru no tenía ni idea de qué podía tratarse. Cuando eso ocurría, se quedaba desconcertado y sentía que su amigo lo dejaba de lado, pero nunca lo invadía la congoja, y mucho menos la ira. Tsukuru se decía que la velocidad a la que trabajaba la mente de Haida era mucho más rápida que la suya, que la actividad que desplegaba su cerebro era para él inalcanzable, y pronto dejó de intentar seguirle el ritmo.

Quizá, se decía, en el cerebro de Haida había una especie de circuito de alta velocidad adaptado a la celeridad de su pensamiento, y de vez en cuando debía correr a la velocidad y con la marcha larga que le correspondía. Si no lo hacía así, si corría continuamente con una marcha corta para acomodarse a la penosa velocidad de Tsukuru, el circuito se recalentaría y empezaría a dar muestras de deterioro. Esa impresión daba. Al cabo de un rato, Haida se desconectaba del circuito, esbozaba una sonrisa calma, como si nada hubiera sucedido, y regresaba a donde Tsukuru se encontraba. Entonces, reducida la velocidad, volvía a pensar al mismo ritmo que su amigo.

¿Durante cuánto tiempo habría estado fijando en él aquella mirada reconcentrada? Tsukuru era incapaz de decirlo. Haida permanecía inmóvil en medio de las tinieblas, observándolo en silencio. Parecía que quería decirle algo. Era el portador de un mensaje que debía transmitirle a toda costa. Pero algo le impedía expresarlo con palabras. Y eso ponía a su sagaz amigo de peor humor que de costumbre.

Echado en la cama, Tsukuru recordó la historia de Midorikawa que su amigo le había contado hacía un rato. ¿Qué contendría la bolsita de tela que Midorikawa, en la antesala de la muerte —o al menos eso afirmaba el pianista—, dejó sobre el piano poco antes de tocar en el aula de música del colegio? Cuando Haida terminó de contar la historia, el misterio seguía sin aclararse. Tsukuru no podía dejar de pensar en la bolsita y en su contenido. Alguien tenía que revelarle qué significaba. ¿Por qué Midorikawa la había depositado con cuidado sobre el piano? A todas luces, era un elemento clave en la historia.

Pero no obtuvo respuesta. Tras un larguísimo silencio, Haida —o el trasunto de Haida— desapareció calladamente. Al final, aunque no hubiera podido jurarlo, creyó oír un leve suspiro. Su presencia se fue desvaneciendo, igual que humo de incienso absorbido por el aire, y sin apenas darse cuenta Tsukuru volvió a encontrarse solo en la oscuridad de la habitación. Seguía sin poder mover un solo músculo. Lo que unía su mente y sus músculos se había desconectado, como si hubieran cortado un cable.

«¿Hasta qué punto es real todo esto?», se dijo Tsukuru. «No estoy soñando. Lo que está ocurriendo no es una ilusión. Es real, no cabe duda. Pero carece del peso que tiene la realidad.»

Mister Grey.

A continuación, Tsukuru tuvo la sensación de que volvía a dormirse. Poco después despertó en medio de un sueño. Para ser precisos, no era exactamente un sueño. Era una realidad con todas las características de un sueño. Transcurría en un plano diferente de la realidad, y lo que sucedía sólo podría haberlo concebido una imaginación desbordada.

Estaban en la cama desnudas, cada una pegada a uno de sus costados. Eran Shiro y Kuro. Tenían dieciséis y diecisiete años, respectivamente. Por algún motivo, todavía tenían esa edad. Sus pechos y sus muslos se adherían al cuerpo de Tsukuru. Podía sentir vivamente el calor y la suavidad de la piel de ellas. Lo toqueteaban con los dedos y lo lamían con la lengua como si se dispusieran a devorarlo. Él también estaba desnudo.

Aquello no estaba ocurriendo porque él lo deseara, no era una escena que él quisiera imaginar. Tampoco habría podido imaginarla fácilmente. Pero la escena se le imponía, quebrantando su voluntad, y, por ese mismo motivo, se volvía más nítida, vívida y definida.

Los dedos de las chicas eran suaves, delicados. Cuatro manos y veinte dedos. Como criaturas sedosas y ciegas nacidas de la oscuridad, recorrían estimulando cada rincón de su cuerpo. Su corazón se estremeció violentamente, con una sensación que nunca había experimentado. Era como descubrir que en la casa en la que uno lleva viviendo durante largo tiempo existe un pequeño cuarto secreto. Su corazón palpitaba con pequeños latidos que resonaban como un tambor. Sus extremidades seguían paralizadas. No podía siquiera levantar un dedo.

Los cuerpos de las dos chicas se entrelazaron, flexibles, con el cuerpo de Tsukuru. Los pechos de Kuro eran blandos y exuberantes; los de Shiro, pequeños, pero sus pezones eran duros y redondos como dos guijarros. Los pubis de ambas estaban húmedos como un bosque lluvioso. Sus jadeos se habían acompasado con los de Tsukuru hasta convertirse en uno solo. Del mismo modo que las lejanas corrientes marinas se unen secretamente en las oscuras profundidades del mar.

Después de prolongadas y tenaces caricias, Tsukuru penetró a una de las dos: Shiro. Ella se situó encima de él, tomó su sexo erecto con la mano y lo guió con pericia hasta su interior. Entró en ella sin encontrar ninguna resistencia, como si se lo tragara el vacío. Durante unos instantes, Shiro se detuvo y tomó aliento. Después empezó a contonearse lentamente y a mover las caderas, trazando complejas figuras en el aire. Su cabello moreno, largo y liso, se sacudía sobre el rostro de él como si fuese un látigo. Aquellos movimientos eran de un atrevimiento impensable en la Shiro que él conocía.

Sin embargo, la situación no parecía desconcertar a Shiro, y tampoco a Kuro. Ni siquiera se detenían a reflexionar unos segundos. No se mostraban en absoluto indecisas. Las dos lo acariciaban, pero la única que se ofrecía a ser penetrada era Shiro. «¿Por qué Shiro?», caviló Tsukuru, presa de la confusión. «¿Por qué tiene que ser Shiro, cuando se supone que deberían ser iguales, que las dos deberían constituir un solo ser?»

No pudo seguir pensando. Los movimientos de Shiro eran cada vez más rápidos y más amplios. De pronto, eyaculó con fuerza dentro de ella. El tiempo que había transcurrido desde que la penetró hasta que se corrió se le antojó muy breve. Extrañamente breve. Aunque quizá había perdido la noción del tiempo. En cualquier caso, le había sido imposible contenerse. Había ocurrido sin previo aviso, como si una gran ola se abatiese sobre él desde lo alto.

Sin embargo, quien recibió el semen de Tsukuru no fue Shiro, sino Haida. Para su sorpresa, vio que las dos chicas habían desaparecido y que el que allí estaba era su amigo. Segundos antes de que Tsukuru eyaculara, Haida se había agachado rápidamente, se había introducido el pene de Tsukuru en la boca y había deglutido el abundante esperma de forma que las sábanas no se manchasen. Haida recogió pacientemente cada efusión y, al terminar, lamió los restos. Daba la impresión de que, para él, era algo habitual. Al menos, así se lo pareció a Tsukuru. Después, Haida salió de la cama sin hacer ruido y se dirigió al lavabo. Durante un rato se oyó correr el agua del grifo. Seguramente estaba enjuagándose la boca.

Aun después de haber eyaculado, el miembro de Tsukuru seguía erecto. Todavía guardaba el recuerdo del interior del sexo húmedo y cálido de Shiro. Igual que le ocurría después del coito en su vida real. Aún no discernía con claridad las fronteras entre el sueño o la fantasía y la realidad.

En la oscuridad, Tsukuru pensó qué palabras podía decir. Palabras no para dirigirlas a alguien. Una palabra, al menos una, que llenase aquel extraño resquicio silencioso e innombrable. Antes de que Haida volviera del baño. Pero no la encontró. Entretanto, una sencilla melodía se repetía una y otra vez dentro de su mente. Sólo más tarde cayó en la cuenta de que eran las notas iniciales de Le mal du pays, de Liszt. Los Años de peregrinación, Première année: Suisse.

La melancolía que la contemplación de un paisaje bucólico despierta en el alma.

Después cayó violentamente en un profundo sueño.

Se despertó antes de las ocho de la mañana.

Lo primero que hizo fue incorporarse y comprobar que no había manchado el pijama. Cuando tenía sueños eróticos, por la mañana encontraba restos de semen. Pero esta vez no había sido así. Se quedó perplejo. Tenía la certeza de que en el sueño, o al menos en unas circunstancias que no eran reales, se había corrido. Y había sido una vivencia intensa. Su cuerpo todavía recordaba la sensación. Había expulsado abundante semen real. Pero no quedaba ni la menor huella.

Luego se acordó de que Haida había recogido el semen en su boca.

Tsukuru cerró los ojos y frunció ligeramente el ceño. «¿De verdad ha ocurrido? No, no puede ser. Todo ha tenido lugar en el lado oscuro de mi consciencia. Tiene que ser así. Entonces, ¿adónde ha ido a parar todo el semen? ¿Acaso ha desaparecido también en el interior de mi mente?»

Turbado, salió de la cama y fue en pijama hasta la cocina. Haida ya se había vestido y leía un grueso volumen tumbado en el sofá. Estaba tan concentrado en el libro que parecía hallarse en otro planeta. Pero cuando Tsukuru se asomó a la sala, cerró rápidamente el libro, sonrió y se dirigió a la cocina a preparar café, tortillas y tostadas. Pronto el apartamento olía a café recién hecho. El aroma que separa la noche del día. Los dos se sentaron a la mesa y desayunaron mientras escuchaban música a bajo volumen. Haida, como siempre, se tomó unas crujientes tostadas untadas con una fina capa de miel.

Durante el desayuno, Haida sólo habló del aroma y la calidad del tueste de unos nuevos granos de café que había descubierto. Después se mantuvo pensativo. Seguramente reflexionaba sobre el contenido del libro que había estado leyendo. O eso parecía indicar su mirada concentrada y perdida en un punto imaginario. Aunque bellamente transparentes, en el fondo de sus ojos se divisaba algo. Era la mirada que ponía cuando meditaba sobre alguna idea abstracta. A Tsukuru le recordó los manantiales que se vislumbran entre los huecos que dejan los árboles en las montañas.

La actitud de Haida no traslucía nada extraño o desacostumbrado. Era una mañana de domingo como tantas otras. El cielo estaba nublado, la luz era suave. Al hablar, miraba a Tsukuru a los ojos. Una mirada sin dobleces. Quizá, en realidad, no hubiera ocurrido nada. «Seguramente, todo ha sido una fantasía producto de mi mente», pensó Tsukuru. Sin embargo, se sentía avergonzado y, al mismo tiempo, muy desconcertado. No era la primera vez que tenía un sueño erótico en el que aparecían Shiro y Kuro. Soñaba con ellas con bastante regularidad, aunque él no lo quisiera, y siempre acababa eyaculando. Pero ninguno había sido tan vívido y realista. Y lo que más azorado lo había dejado era la participación de Haida.

Pero decidió no darle más vueltas. Por más que pensara, no parecía que fuese a obtener respuesta alguna. Decidió meter aquella duda, con la etiqueta «sin resolver» pegada, en un cajón, y regresar a ella otro día. En su interior había ya varios cajones como ése, todos con numerosas dudas aplazadas.

Más tarde, Tsukuru y Haida fueron a la piscina universitaria y nadaron juntos durante media hora. Los domingos por la mañana la piscina estaba casi vacía y podían nadar al ritmo que quisieran y durante todo el tiempo que les apeteciera. Tsukuru se concentraba en mover con precisión los músculos adecuados: los dorsales, los psoas-ilíacos y los abdominales. No hacía falta preocuparse por la brazada ni por la patada. Una vez establecido el ritmo, lo demás venía por sí solo, sin necesidad de pensar. Como siempre, Haida nadaba delante de Tsukuru y éste le iba a la zaga, observando abstraído cómo las patadas suaves y cadenciosas de su amigo producían una espumilla blanca. Esa visión lo sumía en un ligero estupor mental.

Después de ducharse y cambiarse en los vestuarios, los ojos de Haida perdieron el brillo límpido de antes y recobraron la serenidad. A fuerza de nadar, Tsukuru había conseguido calmar la confusión que lo invadía.

Salieron del gimnasio y caminaron juntos hasta la biblioteca. Apenas cruzaron unas palabras, pero eso no era raro. Haida le dijo que quería hacer alguna pesquisa en la biblioteca. Eso tampoco era raro: a Haida le encantaba «hacer pesquisas» en la biblioteca. Por lo general, significaba que quería estar un rato solo. «Yo me iré a casa a hacer la colada», le comentó Tsukuru.

Al llegar delante de la biblioteca, se despidieron con un simple gesto de la mano.

Haida no volvió a ponerse en contacto con él durante un tiempo. Tsukuru no se lo encontraba en la piscina ni por el campus. Tsukuru volvió a la vida que llevaba antes de haberlo conocido: comía a solas y en silencio, iba a la piscina y nadaba solo, asistía a clase y tomaba apuntes, y memorizaba el vocabulario y la gramática de los idiomas que estudiaba. Una vida tranquila y solitaria. El tiempo pasaba por su lado sin apenas dejar rastro. De vez en cuando ponía los álbumes de los Años de peregrinación en el tocadiscos y los escuchaba.

Cuando había transcurrido más o menos una semana sin que tuviera noticias de él, Tsukuru pensó que quizá Haida no quería volver a verlo. No era descabellado. Y tal vez se había marchado a alguna parte sin avisar y sin decir el motivo. Como una vez le había ocurrido con sus cuatro amigos en su ciudad natal.

«Quizá se deba a ese sueño erótico tan real que tuve la otra noche», caviló Tsukuru. «Puede que, de algún modo, por alguna misteriosa vía, presenciara lo que ocurrió dentro de mi mente y le desagradara profundamente. Tanto que se enfadó.»

Pero no, eso era imposible. Aquello no podía haber salido de su mente. Carecía de lógica que Haida supiera lo que Tsukuru había soñado. Aun así, era como si la mirada lúcida de su amigo hubiera captado ese lado oscuro y retorcido que había en el fondo de su consciencia. Al pensarlo, no pudo evitar sentir vergüenza.

Pese a todo, tras la ausencia de Haida, Tsukuru comprendió lo mucho que su amigo significaba para él. Se dio cuenta de cuánto color había traído a su vida cotidiana. Recordó con nostalgia las conversaciones con él, y su peculiar sonrisa. La música que le gustaba; su libros, de los que a veces le leía párrafos en voz alta; sus comentarios sobre lo que sucedía en el mundo; su sentido del humor, tan especial; la exactitud de las citas que sacaba a colación cuando hablaban; los exquisitos platos que cocinaba, el café que preparaba. Y fue descubriendo el vacío que Haida había dejado en muchos aspectos de su vida.

«Haida me ha dado muchas cosas, pero ¿qué le he dado yo a él?» Tsukuru se lo preguntaba sin cesar. «¿Qué impronta he dejado yo en mi amigo?»

Tsukuru no podía quitarse esos pensamientos de la cabeza. «Tal vez mi destino sea estar solo. La gente se acerca a mí y al poco tiempo se marcha.» Parecía que buscaran algo dentro de él e, incapaces de encontrarlo, o desencantados con lo que veían, se dieran por vencidos, y desilusionados, incluso enfadados, fueran alejándose. Hasta que, un buen día, se esfumaban. Sin dar explicaciones, sin despedirse. Como si con un hacha afilada cortasen de cuajo los vínculos que todavía hacían palpitar calladamente aquellas venas de sangre caliente.

Dentro de sí había algo que decepcionaba a los demás. «Tsukuru Tazaki, el chico sin color», se dijo en voz alta. «Supongo que, simplemente, no tengo nada que ofrecer a nadie. Bien pensado, ni siquiera tengo nada que ofrecerme a mí mismo.»

Pero una mañana, diez días después de que se despidieran delante de la biblioteca, Haida apareció por la piscina de la universidad. Cuando Tsukuru se disponía a girar para nadar su enésimo largo, alguien le tocó el dorso de la mano derecha en el momento en que ésta alcanzaba la pared de la piscina. Al alzar el rostro, vio a Haida, en bañador, acuclillado en el borde de la piscina. Se había subido sus gafas negras de natación hasta la frente y en sus labios afloraba la encantadora sonrisa de siempre. A pesar del tiempo que había pasado sin que se vieran, sólo hicieron un gesto afirmativo con la cabeza, sin intercambiar palabra alguna, y, como de costumbre, nadaron juntos por la misma calle. Su única forma de comunicación dentro del agua eran los suaves movimientos musculares y el ritmo sosegado y regular de sus patadas. Las palabras sobraban.

—Regresé por unos días a Akita —dijo Haida mientras se secaba el pelo con la toalla después de ducharse—. Ya sé que fue muy repentino, pero tuve que irme por motivos familiares.

Tsukuru asintió con un ademán ambiguo. Le extrañaba que Haida se hubiese ausentado durante diez días en pleno curso. Nunca faltaba a clase, igual que Tsukuru, y si lo hacía era por algún motivo importante. Sin duda, algo grave le había obligado a marcharse. Sin embargo, no le contó por qué había regresado a Akita, y Tsukuru tampoco se atrevió a preguntárselo. Sea como fuere, su amigo estaba de vuelta, y Tsukuru pudo expulsar al fin aquella especie de masa de aire pesada que tenía a la altura del pecho. Sintió que volvía a respirar con fluidez. Al final, resultaba que Haida no se había desentendido de él y se había esfumado.

En los días que siguieron, Tsukuru constató que la actitud de Haida hacia él no había cambiado. Volvieron a conversar como antes y comían juntos. Se sentaban en el sofá a escuchar los cedés de música clásica que Haida tomaba prestados de la biblioteca mientras comentaban la música que sonaba o los libros que habían leído. Otras veces, simplemente permanecían callados y compartían esos íntimos momentos de silencio. El sábado, Haida iba al apartamento de Tsukuru, conversaban hasta tarde y después él se quedaba a dormir en el sofá. Nunca más volvió —él o su trasunto— a aparecer en el dormitorio de Tsukuru y a observarlo desde la oscuridad…, si es que realmente había sucedido eso alguna vez. Tsukuru siguió teniendo sueños eróticos con Shiro y Kuro, pero Haida nunca volvió a aparecer en ellos.

Pese a todo, de vez en cuando Tsukuru pensaba que, aquella noche, Haida había captado con su mirada diáfana lo que latía en su subconsciente. Tsukuru percibía dentro de sí mismo el rastro que había dejado aquella mirada. Era un escozor similar al que dejaba una pequeña quemadura. Aquella noche, Haida había sido testigo de sus deseos y fantasías más secretos; los examinó y diseccionó uno por uno. Y, sin embargo, había seguido siendo su amigo. Sólo había necesitado distanciarse durante unos días para asumir esa faceta inquietante de su amigo, poner en orden sus sentimientos y tranquilizarse. Por eso no había sabido de él durante diez días.

Que Haida supiera de su sueño no era más que una suposición, desde luego. Una conjetura sin fundamento y sin apenas lógica. Incluso podía considerarla otra ilusión. Pero a Tsukuru aquella posibilidad no le daba tregua. Lo desasosegaba. Sólo con pensar que Haida pudiera haber leído en lo más profundo de su consciencia se sentía rebajado al nivel de uno de esos miserables bichos que pululan bajo las piedras húmedas.

No obstante, Tsukuru Tazaki necesitaba a Haida, aquel amigo que era más joven que él. Probablemente, lo necesitaba más que a ninguna otra cosa en el mundo.