5

—Mi padre, cuando era joven, lo dejó todo y durante un año se lanzó a la aventura —empezó a contar Haida—. Fue a finales de la década de los sesenta, cuando las protestas estudiantiles ocupaban la vida estudiantil; era la época en que la contracultura estaba en pleno apogeo. Nunca le pedí detalles sobre eso, pero al parecer, durante esa época, él estudiaba en Tokio, participó activamente en los movimientos de protesta y presenció determinados hechos que lo llevaron a desencantarse de la lucha política y a retirarse de la militancia. Entonces decidió abandonar los estudios durante un año y recorrer el país a pie él solo. Trabajaba en lo que se terciara para ganarse el sustento y, cuando tenía tiempo libre, leía, se relacionaba con toda clase de personas y acumulaba experiencias. Mi padre solía decir que aquélla fue la época más feliz de su vida. Y que, al vivir de esa manera, aprendió lecciones valiosísimas. Cuando yo era pequeño, me contó cientos de anécdotas y de aventuras que le habían ocurrido ese año. Eran como las historias sobre antiguas batallas en tierras lejanas que relatan los soldados. Después de deambular durante un año, mi padre regresó a la universidad, acabó la carrera y posteriormente se dedicó a la plácida vida académica. Jamás volvió a viajar. Que yo sepa, sólo iba de casa al trabajo y del trabajo a casa. Es curioso, ¿no? Incluso la persona más tranquila y coherente puede pasar por un gran momento de ruptura. Un periodo para la locura, por así decirlo. Seguramente todos necesitamos esos puntos de inflexión.

Ese año, en invierno, el padre de Haida llevaba un tiempo trabajando de mozo en un pequeño balneario situado en las montañas de Kyūshū, en la prefectura de Ōita. Aquel paraje le había gustado tanto que, al poco de llegar, decidió quedarse un tiempo más. Tras cumplir con sus quehaceres diarios, que requerían bastante fuerza física, y despachadas las tareas que le ordenaban, disponía de algún tiempo libre. Aunque no le pagaban gran cosa, tenía cama y tres comidas diarias aseguradas, y además podía utilizar cuanto quisiera los baños termales. Dormía en un cuartucho y, cuando estaba libre, se dedicaba a leer. Todos trataban con amabilidad a aquel excéntrico y callado estudiante venido de Tokio; las comidas, elaboradas con productos de la zona, eran sencillas pero sabrosas. Y, sobre todo, aquél era un lugar agreste, alejado del mundo. Hasta el punto de que no podían ver la televisión, debido a que no llegaba la señal, y recibían la prensa con un día de retraso. La parada de autobús más cercana se encontraba a tres kilómetros, al pie de la montaña, y el único vehículo con el que podía ir y volver por aquella carretera en pésimo estado era un jeep destartalado que pertenecía a la pensión del balneario. El tendido eléctrico era muy reciente.

Delante de la pensión discurría un bello arroyo donde se pescaban abundantes peces de brillantes colores y carne prieta. Bandadas de pájaros de canto agudo sobrevolaban a todas horas el arroyo rozando la superficie del agua, y no era raro ver en las cercanías jabalíes y monos. La montaña era muy rica en plantas silvestres comestibles. Así, en aquel rincón perdido y aislado, el joven Haida se entregó a la lectura y la meditación. Lo que ocurriera en el mundo, por variopinto y llamativo que fuera, le traía sin cuidado.

Dos meses después de instalarse allí, llegó al balneario un nuevo huésped. Era un hombre que aparentaba unos cuarenta y cinco años, esbelto y de extremidades largas, con el pelo corto y entradas. Llevaba unas gafas de montura metálica y la forma de su cabeza era suave como un huevo recién puesto. Había venido por el sendero de la montaña, con una bolsa de viaje colgada del hombro, y se alojó en la pensión. Cuando salía, se ponía una chaqueta de cuero, vaqueros y botas recias. En los días muy fríos se abrigaba con un gorro de lana y una bufanda azul marino. Se apellidaba Midorikawa. Al menos con ese apellido figuraba en el libro de registro de clientes, junto con su dirección en la ciudad de Koganei, en el área de Tokio. Parecía una persona cumplidora: todas las mañanas pagaba al contado la suma correspondiente al día anterior.

(«¿Midorikawa?», se preguntó Tsukuru. «Una vez más, una persona con un color.»[6] Pero permaneció callado y siguió prestando atención a la historia.)

Aquel hombre llamado Midorikawa, siguió contando Haida, se dedicaba a bañarse en las aguas termales al aire libre, a pasear por los bosques cercanos, a devorar al calor del brasero los libros de bolsillo que se había traído (en su mayoría inocuas novelas policiacas) y, por la noche, se bebía exactamente dos cacillos de sake caliente. Nada más, y nada menos. Era mucho más callado que el padre de Haida, ya que no abría la boca salvo que fuera estrictamente necesario, pero a los de las termas no les importaba. Estaban acostumbrados a esa clase de clientes. Los que se tomaban la molestia de ir a aquel balneario perdido en medio de las montañas eran, en menor o mayor medida, excéntricos, sobre todo los que se alojaban durante largas temporadas.

Un buen día, antes del amanecer, mientras el joven padre de Haida se bañaba en la piscina termal situada al aire libre, cerca del río, Midorikawa apareció de repente y entabló conversación con él. Por algún motivo, desde el primer momento en que lo vio, Midorikawa pareció mostrar interés en aquel muchacho que trabajaba allí. Quizá, entre otros motivos, porque lo había visto sentado en la galería exterior de la fonda leyendo una antología de Georges Bataille durante un descanso.

Midorikawa se presentó a sí mismo como un pianista de jazz llegado de Tokio.

—Decidí venir debido a ciertos asuntos personales que ahora no vienen al caso, y también por el cansancio acumulado por el trabajo diario. Quería pasar un tiempo en algún lugar tranquilo. En realidad, salí de viaje sin rumbo fijo y llegué aquí por casualidad. Este sitio me gusta; no hay nada más que lo imprescindible. Me han dicho que tú también vienes de Tokio.

En medio de la penumbra, sin salir del agua caliente, Haida se presentó de forma escueta. Había decidido aparcar los estudios universitarios durante un año para viajar por el país. Al fin y al cabo, la universidad había sido bloqueada con barricadas por los estudiantes y quedarse en Tokio no tenía sentido.

—¿Acaso no te interesa todo lo que está ocurriendo en Tokio? —le preguntó Midorikawa—. ¿No te parece que merece la pena vivirlo? Cada día estallan altercados aquí y allá. Da la impresión de que el mundo se ha puesto patas arriba. Es un momento único.

—El mundo no se pone patas arriba tan fácilmente —le contestó Haida—. Las que están patas arriba son las personas. No lamento perdérmelo.

El tono seco y desabrido del joven pareció gustarle al huésped, que entonces le preguntó si conocía algún sitio cercano donde pudiera tocar el piano.

—Al otro lado de la montaña hay un colegio de secundaria. Tal vez, al acabar las clases, le dejen tocar el piano del aula de música —contestó Haida.

Midorikawa se alegró.

—¿No te importaría llevarme hasta allí más tarde?

Haida lo consultó con el dueño de la pensión y éste le dijo que, por supuesto, acompañara hasta allí al cliente. El dueño de la pensión también llamó al colegio para asegurarse de que su huésped podría utilizar el piano.

Así pues, acabado el almuerzo, los dos caminaron por la montaña en dirección al colegio. Había llovido y los senderos estaban resbaladizos, pero Midorikawa avanzaba a buen paso, con su bolsa en bandolera a la espalda. Aunque tenía pinta de urbanita, parecía estar en buena forma.

Las teclas del viejo piano vertical del aula de música estaban un poco desniveladas y la afinación no era perfecta, pero no sonaba mal del todo. El pianista se sentó en el taburete, que rechinó; extendió los dedos y, tras probar las ochenta y ocho teclas, comprobó cómo sonaban algunos acordes. De quinta, de séptima, de novena, de undécima. No pareció demasiado convencido, pero daba la impresión de que ya el hecho de pulsar las teclas le producía cierto placer físico. Por la agilidad de sus dedos, Haida supuso que sería un pianista de renombre.

Una vez examinado el estado del instrumento, Midorikawa sacó una bolsita de tela y la colocó con cuidado sobre la caja del piano. La bolsa, alrededor de cuya boca había atado un cordel, estaba hecha de un excelente tejido. Al joven Haida se le ocurrió que quizá se trataba de las cenizas de alguien. Tener la bolsita encima del piano mientras tocaba debía de ser una costumbre. O eso indicaban sus gestos.

A continuación, Midorikawa empezó a tocar Round Midnight. Al principio lo hacía titubeante, con precaución, como quien mete un pie en un arroyo para comprobar la velocidad de la corriente y la estabilidad del fondo. Terminado el tema principal, siguió una larga improvisación. Al poco rato, sus dedos se deslizaban con gran presteza y soltura, igual que los peces en el agua. La mano izquierda alentaba a la derecha, la mano derecha espoleaba a la izquierda. El joven Haida no sabía nada de jazz, pero casualmente conocía la pieza de Thelonious Monk y se admiró de la formidable interpretación de Midorikawa. Poco importaba que el piano estuviese desafinado; esa música tenía alma.

En el aula de música de aquel colegio perdido en las montañas, mientras escuchaba aquel concierto al que asistía como único espectador, el joven padre de Haida sintió como si esa música lo purificara por dentro. Al brotar, aquella belleza dialogaba con el frío aire cargado de ozono y con el agua serena y cristalina de los manantiales. Midorikawa tocaba con entrega; parecía que todos los menesteres del mundo hubieran desaparecido de su alrededor. El padre de Haida nunca había visto a alguien tan ensimismado. Él no apartaba la vista ni un segundo de los diez dedos de Midorikawa, que se movían como criaturas independientes.

Cuando, al cabo de unos quince minutos, terminó de tocar, Midorikawa sacó una gruesa toalla de la bolsa y se limpió el sudor de la cara. Entonces permaneció un instante con los ojos cerrados, meditando. Poco después dijo: «Ya está, es suficiente. Volvamos». Alargó la mano para recoger la bolsita encima del piano y volvió a meterla cuidadosamente en su bolsa de viaje.

—¿Qué es esa bolsita? —se atrevió a preguntarle el padre de Haida a Midorikawa.

—Es un talismán —contestó llanamente Midorikawa.

—¿Como un espíritu protector del piano?

—No. Algo así como mi álter ego —contestó Midorikawa con una sonrisa fatigada—. Para que lo entendieras tendría que explicarte una historia un poco extraña, pero me llevaría mucho tiempo y ahora estoy demasiado cansado.

En ese punto, Haida enmudeció y dirigió la vista al reloj de pared. Luego miró a Tsukuru. Por supuesto, Tsukuru tenía delante a Haida, el hijo. Pero la edad era casi la misma y, dentro de su mente, ambas figuras, la del padre y la del hijo, se mezclaban con suma naturalidad. Era una sensación extraña, como si dos dimensiones temporales distintas se hubieran fundido en una sola. Tal vez el que había vivido esa historia no era el progenitor, sino el propio hijo. Quizá se valía de la figura del padre para narrar su propia experiencia. Esa fantasía lo invadió de súbito.

—Se ha hecho muy tarde. Si quieres dormir, podemos dejar la historia para otro momento.

—No te preocupes, que aún no tengo sueño —dijo Tsukuru. Lo cierto era que estaba completamente desvelado. Se moría de curiosidad por saber cómo terminaba la historia.

—De acuerdo. Entonces seguiré. Tampoco yo tengo sueño todavía —dijo Haida.

* * *

Aquélla fue la primera y última vez que Midorikawa tocó el piano delante de Haida. Tras interpretar durante quince minutos Round Midnight en la sala de música del colegio, fue como si hubiera perdido todo interés por el piano. El joven Haida solía preguntarle: «¿No toca más el piano?», pero él callaba y negaba con la cabeza. Haida se dio por vencido: Midorikawa ya no tenía intención de tocar más. Sin embargo, le habría gustado volver a escucharle.

Midorikawa tenía verdadero talento, no cabía duda. Su música, poderosa, conmovía al oyente física, corporalmente. Si uno lo escuchaba concentrado, experimentaba la inconfundible sensación de trasladarse a otro lugar. Y no todo el mundo podía provocar ese estado en el oyente.

El joven padre de Haida ignoraba qué significaba para el propio Midorikawa poseer aquel extraordinario don. ¿Sería una dicha o un lastre? ¿Una gracia o una maldición? ¿O quizá todo eso a la vez? En cualquier caso, Midorikawa no daba la impresión de ser demasiado feliz. La expresión de su rostro oscilaba entre la melancolía y la apatía. Sólo de vez en cuando asomaba una sonrisa contenida y cargada de una ironía inteligente.

Cierto día, mientras el padre de Haida estaba en el jardín trasero, cortando leña y cargándola, Midorikawa lo llamó.

—¿Tú bebes? —le preguntó.

—Sí, pero poco —contestó el padre de Haida.

—Con eso basta. ¿Me acompañas entonces esta noche? Estoy aburrido de beber solo —le dijo Midorikawa.

—Hasta las siete tengo trabajo.

—No hay problema. Ven a mi cuarto sobre las siete y media.

A las siete y media se presentó en la habitación de Midorikawa. La cena y el sake caliente para los dos ya estaban preparados. Bebieron y comieron sentados frente a frente. Midorikawa, que dejó su plato a medias, se dedicó a beber sake, del que iba sirviéndose. Apenas hablaba sobre sí mismo; no hacía más que preguntarle a Haida por su tierra natal, Akita, y por su vida de estudiante en Tokio. Cuando se enteró de que estudiaba filosofía, le hizo algunas preguntas sobre esta materia. Sobre la cosmovisión hegeliana. Sobre las obras de Platón. Por sus comentarios, el padre de Haida se dio cuenta de que Midorikawa había leído a conciencia las obras de esos pensadores. Por lo visto, no sólo leía novelas policiacas.

—¿Así que crees en la lógica? —le dijo Midorikawa.

—Sí. En general, creo y confío en ella. A fin de cuentas, la disciplina que estudio se funda en la lógica —respondió el joven Haida.

—Y lo que no tiene lógica, ¿eso no te atrae?

—Me atraiga o no, no suelo rechazarlo de buenas a primeras. Pero no creo ciegamente en la lógica. En mi opinión, es fundamental buscar los puntos de contacto entre lo que es lógico y lo que no lo es.

—¿Tú, por ejemplo, crees en el demonio?

—¿El demonio? ¿Se refiere al demonio con cuernos y rabo?

—Sí. Aunque no sé si, en realidad, tiene cuernos y rabo.

—Como metáfora del mal, sí puedo creer en él.

—¿Y en el demonio como encarnación de esa metáfora del mal?

—Hasta que no lo vea con mis propios ojos, no puedo decir nada —dijo Haida.

—Es posible que, si lo ves, entonces ya sea demasiado tarde.

—Eso ya es una hipótesis. Si vamos a seguir hablando en términos hipotéticos, necesitamos centrarnos en ejemplos, casos concretos y claros. Igual que los puentes necesitan vigas. Cuando se avanza en un razonamiento, las hipótesis se vuelven cada vez más frágiles y, por lo tanto, las conclusiones a las que se llega son poco fiables.

—¿Casos concretos, dices? —prosiguió Midorikawa. Tomó un trago de sake y frunció el ceño—. A veces, los casos concretos, tan pronto como te surgen, te obligan a retornar a un punto en el que tienes que preguntarte si los aceptas o no, si crees en ellos o no. No hay término medio. Tienes que dar entonces, por así decirlo, un salto mental. Y ahí no hay lógica que valga.

—Efectivamente, tal vez haya casos que parezcan más allá de toda lógica. La lógica no es como un manual que uno pueda utilizar en su provecho, pero probablemente sí sea posible aplicar la lógica a posteriori.

—A veces ese a posteriori es demasiado tarde.

—Que sea demasiado tarde o no, eso ya es otra historia.

Midorikawa sonrió.

—Tienes razón. Es otra historia. No tengo nada que objetar.

—¿Acaso usted, alguna vez en su vida, ha tenido que aceptar algo, o creer en algo, que le haya obligado a dar un salto más allá de la lógica?

—No —respondió Midorikawa—. Creer, no creo en nada. No creo en lo lógico ni en lo ilógico. No creo en dioses ni en demonios. En ese sentido, no abuso ni prolongo hipótesis, y tampoco doy saltos. Sólo acepto en silencio las cosas como vienen dadas. Ése es mi principal problema: que no consigo alzar un muro que separe lo objetivo de lo subjetivo.

—Pero tiene usted talento para la música.

—¿Tú crees?

—Es evidente que su música tiene el poder de conmover a la gente. Me he dado cuenta, aunque apenas sé nada sobre jazz.

Midorikawa meneó la cabeza, turbado.

—Sí, en ocasiones el talento es divertido. Es vistoso, llama la atención. Y si tienes suerte, incluso ganas dinero con él. También atrae a las mujeres. En fin, supongo que es mejor tenerlo que carecer de él. Pero el talento, querido Haida, sólo puede desplegarse cuando uno está concentrado. Y si algo no funciona bien en tu mente o en tu cuerpo, si, pongamos por caso, se te afloja algún tornillo o se te estropea alguna conexión —dijo con una sonrisa—, entonces la concentración, y por lo tanto el talento, se esfuma como el rocío en la madrugada. Por ejemplo, si te duele una muela o tienes molestias en la espalda, no puedes tocar bien el piano. En serio. Sé de lo que hablo, a mí me ha ocurrido más de una vez. Sólo por culpa de una muela cariada o de un dolor de espalda, toda la sonoridad y grandiosidad de una obra pueden quedar reducidas a nada. Así de frágil es el cuerpo. Es algo tremendamente complejo que a menudo se estropea por una nimiedad. Y una vez que se estropea, es difícil arreglarlo. Una muela cariada o un dolor de espalda quizá se curen, pero otras muchas cosas no tienen remedio. Así pues, ¿qué sentido tiene poseer un talento que depende de factores impredecibles y, por tanto, poco fiables?

—Es verdad, y a veces incluso se pierde. Pocas personas logran conservar su talento hasta el final de su vida. No obstante, los frutos de ese talento provocan a veces grandes cambios de mentalidad, fenómenos extraordinarios que trascienden al individuo para volverse universales.

Midorikawa reflexionó y luego tomó la palabra:

—Mozart y Schubert murieron jóvenes, pero su música vivirá eternamente. ¿Te refieres a eso?

—Sí, por ejemplo.

—Esa clase de talento es excepcional, muy raro. En la mayoría de los casos, quien lo posee debe pagar por él un precio muy alto, que consiste en sacrificar su vida y abrazar una muerte prematura. Es como un pacto en el que uno entrega la propia vida. Lo que desconozco es si la otra parte de ese pacto es un dios o un demonio. —Tras suspirar, Midorikawa guardó silencio, para después añadir—: Por cierto, aunque no tenga nada que ver con eso, te confesaré que se acerca mi hora. Apenas me queda un mes de vida.

Esta vez, quien reflexionó fue el joven Haida. No sabía qué decir.

—No padezco ninguna enfermedad —dijo Midorikawa—. Estoy perfectamente sano. Tampoco tengo intención de suicidarme. Si estás pensando en eso, pierde cuidado.

—Entonces, ¿cómo sabe que le queda un mes de vida?

—Porque me lo dijo alguien. «Te quedan dos meses de vida.» Eso fue hace un mes.

—¿Quién se lo dijo? ¿Alguien especial?

—No era un médico ni un adivino, sino una persona normal y corriente. Pero en ese momento él también estaba a punto de morir.

Haida meditó sobre esas palabras, pero no les encontró lógica alguna.

—¿Y ha venido hasta aquí en busca de un lugar donde morir?

—Más o menos.

—No lo entiendo. ¿No existe ninguna forma de evitar esa muerte?

—Tan sólo una —dijo Midorikawa—. Cediéndole a otra persona esa facultad; por así decirlo, pasarle un «testigo» de la muerte. En resumen, tendría que encontrar a alguien que quisiera morir en mi lugar. Entonces sólo tendría que pasarle el relevo y, ¡hala!, marcharme. Así me libraría de la muerte. Pero no pienso recurrir a eso. Ya hace tiempo que anhelaba morir. Quizá sea la oportunidad perfecta.

—Así que quiere morirse ya…

—Sí. Con franqueza, te diré que vivir es un fastidio. No me importa lo más mínimo morir. Me faltan energías para ponerme a buscar el modo de quitarme la vida, pero si la muerte me llega calladamente, entonces no me importa.

—Y, en concreto, ¿qué hay que hacer para pasarle el «testigo» a otra persona?

Midorikawa se encogió de hombros.

—Es fácil: basta con que la otra persona lo comprenda, lo acepte después de saber las condiciones y dé su consentimiento. Y ahí el traspaso terminaría felizmente. No importa que sea sólo de palabra. Basta con un apretón de manos. No hace falta firmar un contrato ni sellar documentos. No es un trámite burocrático.

El joven Haida no salía de su asombro.

—Pero imagino que no será sencillo encontrar a alguien que acepte de buen grado morir de manera inminente, ¿no?

—Una pregunta muy lógica —dijo Midorikawa—. Todo esto es, en el fondo, una locura, y no puedo proponérsela al primero que pase, en plan: «Disculpa, ¿te importaría morir en mi lugar?». Evidentemente, el otro tiene que tomar una decisión muy seria. Y entonces es cuando el asunto se complica. —Midorikawa miró lentamente a su alrededor y carraspeó—. No sé si lo sabrás, pero cada persona tiene un color.

—Pues no, no lo sabía.

—Te lo explicaré. Cada ser humano tiene su propio color, que siempre lo acompaña en forma de un halo alrededor de su cuerpo. Como un aura. O, si prefieres, como cuando ves a una persona a contraluz. Yo puedo ver con claridad esos colores.

Midorikawa se sirvió sake en su copita y bebió de ella a pequeños sorbos.

—¿Esa facultad de ver los colores es innata? —preguntó, incrédulo, el joven Haida.

—No, no lo es —contestó Midorikawa negando con la cabeza—. Sólo la adquieres por un tiempo, como una compensación por la muerte inminente. Y puedes cederla a otras personas. Ahora me la han confiado a mí.

Haida permaneció callado, sin saber qué decir. Midorikawa siguió:

—En este mundo existen colores buenos, deseables, y colores que transmiten malas vibraciones. Colores alegres y colores tristes. Hay personas con un halo intenso y otras con un halo difuso. La verdad es que cansa tener que verlos continuamente, lo quieras o no. Me agobiaba cuando me encontraba en lugares concurridos. Por eso vine a esta montaña.

Haida por fin empezó a comprender.

—Es decir, que usted también puede ver el color que yo emito, ¿no?

—Por supuesto. Pero no voy a decirte cuál es —dijo Midorikawa—. La cuestión es que se supone que debería encontrar a alguien que posea un determinado color que brille de determinada manera. Sólo puedo pasarle el testigo de la muerte a una persona así. No puedo entregárselo a cualquiera.

—¿Y hay mucha gente en el mundo con ese color y ese brillo?

—No, no mucha. Al parecer, sólo una persona de cada mil o dos mil. No son fáciles de encontrar, pero tampoco es imposible. Lo difícil es encontrar la situación adecuada para poder hablar a solas y con la seriedad que el asunto requiere. Como ves, es más complicado de lo que parece.

—Pero ¿qué clase de persona aceptaría? ¿Quién va a querer morir en lugar de otro?

Midorikawa sonrió.

—¿Qué clase de persona? Eso no lo sé. Sólo sé que sus cuerpos desprenden una luz de cierto tono y cierta intensidad. Es un rasgo más, sin ninguna trascendencia. Pero si quieres saber mi opinión, yo diría que son gente que no teme saltar. Y si me preguntaras por qué no lo temen, te diría que cada cual tendrá sus razones.

—No temen saltar, de acuerdo, pero ¿por qué habrían de hacerlo?

Midorikawa enmudeció durante un rato. El murmullo del arroyo quebraba el denso silencio. Entonces el pianista sonrió con una mueca.

—Ahora toca aplicar estrategias de venta.

—Le escucho —dijo el joven Haida.

—Una vez que aceptas morir, adquieres una habilidad excepcional. Un don, por decirlo así. Percibir los colores que la gente emite es sólo una de las muchas facultades que se te confieren. En el fondo, lo que ocurre es que tu visión de todo es más vasta. Abres lo que Aldous Huxley llamó «las puertas de la percepción». Y esas percepciones son purísimas. Todo se torna claro, como si la niebla se disipase. Entonces divisas cosas imposibles de ver de otro modo.

—¿Su interpretación al piano el otro día es resultado de esa habilidad?

Midorikawa hizo un breve gesto negativo con la cabeza.

—No, yo ya tocaba así antes. Las percepciones concluyen en sí mismas; no producen resultados concretos ni se manifiestan externamente. Tampoco son como un favor divino. Es imposible explicarlo con palabras. La única forma de entenderlo es vivirlo uno mismo. Sólo puedo afirmar que, una vez que uno ha visto esas escenas reales, el mundo en que ha vivido hasta ese momento se vuelve tremendamente plano, le falta profundidad. Esas escenas no son lógicas ni ilógicas, ni buenas ni malas. Todas se funden en una sola. Y tú mismo formas parte de esa fusión. Te separas del molde de tu cuerpo y te conviertes en un ser metafísico, por llamarlo de alguna manera. Te conviertes en intuición pura. Es una sensación maravillosa y, al mismo tiempo, en cierto modo desesperante. Porque precisamente cuando has llegado al final de tu vida, te das cuenta de lo superficial e insustancial que ha sido tu existencia. Y te preguntas aterrado cómo has podido soportar semejante vida.

—¿Usted cree que merece la pena poseer esa facultad, siquiera por un tiempo, aunque haya que morir?

El otro asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Te aseguro que merece la pena.

Haida calló durante unos minutos.

—¿Qué ocurre? —dijo Midorikawa con una sonrisa—. ¿No estará empezando a picarte la curiosidad a ti también?

—Me gustaría hacerle una pregunta.

—Dime.

—¿No seré yo una de esas personas con «un color determinado que brille de determinada manera»? Una entre mil o dos mil.

—Exacto. Lo supe desde el primer momento en que te vi.

—¿Eso quiere decir que también yo estoy deseoso de dar un salto?

—Quién sabe… Eso yo no te lo puedo decir. Imagino que sólo tú puedes contestar a esa pregunta.

—De todos modos, usted ha dicho que no tiene intención de pasarle el testigo a nadie.

—Así es. Lo siento —dijo el pianista—. Voy a morir. No quiero cederle ese derecho a nadie. Podría decirse que soy un vendedor que no pretende vender nada.

—¿Y qué ocurrirá con el testigo cuando usted muera?

—Pues no lo sé. Quizá desaparezca conmigo. O quizá se preserve bajo alguna otra forma y siga pasando de mano en mano. Como el anillo del nibelungo de Wagner. Eso no lo sé y, sinceramente, tampoco me importa. No soy responsable de lo que ocurra después de mi muerte.

El joven Haida intentó recapitular todo lo que Midorikawa acababa de contarle, y concluyó que aquello no tenía ni pies ni cabeza.

—Esta historia no tiene ninguna lógica, ¿verdad? ¿O quizá sí la tiene? —apuntó Midorikawa.

—Es muy interesante, pero difícil de creer —se sinceró Haida.

—¿Lo dices porque parece inverosímil?

—Exacto.

—Tampoco hay manera de demostrar que sea verdad.

—La única manera de comprobar que es verdad es probando a hacer el trato, ¿no es cierto?

Midorikawa asintió.

—Eso es. Es imposible demostrarlo sin intentar dar el salto. Y una vez que lo has dado, ya no necesitas demostrarlo. No hay término medio. Una de dos: o saltas o no saltas.

—¿A usted no le da miedo morir?

—Al acto de morir en sí, no, no le tengo miedo. No bromeo. En mi vida he visto morir a mucha chusma. Si ellos pudieron, yo no voy a ser menos.

—¿Y qué pasa con lo que hay después de la muerte?

—El otro mundo, la vida de ultratumba… ¿Te refieres a eso?

Haida asintió.

—He decidido no darle vueltas a esas cosas —dijo Midorikawa mientras se pasaba la palma de la mano por la barba—. No merece la pena pensar en algo que, por mucho que uno se esfuerce, nunca conseguirá saber. Y si uno llega a saberlo, no tendrá modo de comprobarlo. Pensar en eso, en definitiva, no es más que prolongar peligrosamente una hipótesis, como tú comentabas antes.

El joven Haida respiró hondo.

—¿Por qué me cuenta todo esto?

—Nunca lo he hablado con nadie, ni tenía intención de hacerlo —dijo Midorikawa y apuró su sake de un trago—. Pretendía desaparecer solo, en silencio. Pero cuando te vi, pensé que merecía la pena contártelo.

—¿Al margen de que le crea o no?

El pianista, con mirada somnolienta, bostezó brevemente y contestó:

—A mí no me importa que me creas o no, porque tarde o temprano creerás en lo que te he contado. Un día también tú morirás. Y cuando se acerque ese momento, que ignoro cuándo será, en qué circunstancias te encontrarás, entonces recordarás esta historia. Aceptarás todo lo que acabo de decirte y comprenderás la lógica que esconde. Una verdadera lógica. Yo sólo he esparcido la simiente.

En el exterior parecía que llovía de nuevo. Debía de caer una lluvia fina y silenciosa, que el rumor del arroyo impedía oír. Se sabía que llovía por los casi imperceptibles cambios en el aire que rozaba la piel de ambos.

Al cabo de un rato, Haida empezó a encontrar sumamente extraño, imposible, como si fuera contra las leyes de la naturaleza, el hecho de hallarse en aquel angosto cuarto frente a Midorikawa. Sintió una especie de mareo. Tuvo la impresión de que en aquel aire estancado flotaba un tenue olor a muerte. El olor que desprende la carne cuando va pudriéndose lentamente. Pero debía de ser una ilusión. Nadie había muerto todavía.

Entonces Midorikawa se dirigió a él en tono sosegado:

—Supongo que pronto regresarás a tu vida de universitario en Tokio. Te reintegrarás a la vida real. Aprovéchala al máximo. Por muy superficial y monótona que sea la vida que te espera, merece la pena vivirla. Te lo aseguro. Olvídate de mis ironías y paradojas. Simplemente, a mí, eso que merece tanto la pena me resultó una carga. No fui capaz de soportarla. Quizá no nací para ello. Por eso espero en silencio a que llegue la hora, refugiado en un lugar tranquilo y oscuro, igual que un gato moribundo. Con todo, no me quejo. Pero tú, no. Tú debes sobrellevarla. Utiliza el hilo de la lógica para coser a tu cuerpo, lo mejor que puedas, aquello que merece la pena vivir.

—Ahí se termina la historia —anunció Haida hijo—. Dos días después de esa conversación, por la mañana, Midorikawa dejó la fonda mientras mi padre estaba haciendo unos recados. Al parecer, descendió a pie los tres kilómetros que había hasta la parada de autobús, con la bolsa cargada al hombro, igual que había llegado. Nadie supo adónde se dirigía. El día anterior había pagado lo que debía, y se marchó sin decir nada. Dejó la pila de novelas policiacas que había leído aquellos días, pero ningún mensaje para mi padre. Éste regresó poco después a Tokio. Volvió a asistir a clase y se concentró en sus estudios. No sé si el encuentro con ese personaje, Midorikawa, puso el punto final al largo periodo errante de mi padre, pero por el modo en que lo contaba, daba la impresión de que influyó decisivamente en él. —Haida cambió de postura sobre el sofá y se masajeó los tobillos con sus largos dedos—. Una vez en Tokio, por más que buscó, no encontró a ningún pianista de jazz llamado Midorikawa. Quizá utilizaba un nombre artístico. Así que al final no supo si realmente falleció al cabo de un mes.

—Pero tu padre está sano y salvo, ¿no? —preguntó Tsukuru.

Haida asintió con la cabeza.

—Sí, y todavía tiene mucha cuerda.

—¿Se creyó tu padre la extraña historia que le contó Midorikawa? ¿O pensó que le habían tomando el pelo con un cuento bien hilvanado?

—La verdad es que no lo sé. La considerara o no una historia inventada, mi padre se la tragó sin más. Igual que las serpientes engullen enteras, sin masticar, a las presas que atrapan para luego digerirlas durante horas. —Haida suspiró, como dando por finalizada la historia—. Ahora sí que me ha entrado sueño. Es hora de dormir.

Era casi la una de la madrugada. Tsukuru se retiró a su habitación y Haida preparó el sofá para dormir y apagó la luz. Mientras se ponía el pijama y se metía en la cama, a Tsukuru le pareció oír el murmullo de un arroyo. Pero se dijo que debían de ser imaginaciones suyas. Estaba en Tokio.

Al rato cayó en un profundo sopor.

Esa noche ocurrieron cosas extrañas.