12

A las siete de la tarde del mismo día en que había hablado con Aka, ya estaba de vuelta en su apartamento en Tokio. Deshizo la maleta, metió en la lavadora la ropa sucia y se dio una ducha, pues estaba empapado en sudor. A continuación llamó a Sara al móvil. Como saltó el buzón de voz, dejó un mensaje diciendo que acababa de volver de Nagoya y que lo llamase cuando le viniera bien.

Esperó despierto hasta pasadas las once, pero no recibió ninguna llamada. Al mediodía del día siguiente, martes, cuando ella lo telefoneó, él estaba almorzando en el comedor de la empresa.

—¿Qué? ¿Cómo fue todo en Nagoya? —le preguntó Sara.

Tsukuru se levantó del asiento y se dirigió a un rincón tranquilo, en el pasillo. Le contó que se había presentado sin avisar en el concesionario de Lexus y en el despacho de Aka, y que había podido hablar con ellos.

—Ha sido una buena idea ir a verles. Me he enterado de muchas cosas —concluyó.

—Me alegro —dijo Sara—. Al final no has hecho el viaje en vano.

—Si te apetece, podemos quedar y hablar con calma.

—Espera un segundo. Voy a mirar en la agenda.

Repasó sus compromisos en apenas quince segundos. Entretanto, Tsukuru contempló desde la ventana las calles de Shinjuku. Gruesas nubes cubrían el cielo. Parecía que iba a ponerse a llover de un momento a otro.

—Pasado mañana tengo la noche libre. ¿Y tú? —dijo Sara.

—Me va bien, sí. Podemos cenar juntos —le dijo Tsukuru. No le había hecho falta abrir la agenda. Por lo general, tenía todas las noches libres.

Decidieron dónde se encontrarían y pusieron fin a la conversación. Tras pulsar la tecla de colgar, notó una ligera molestia en el pecho. Como si no hubiera digerido bien algo de la comida. Una sensación que no tenía antes de hablar con Sara. De eso no cabía duda. Pero no consiguió dilucidar qué significaba, si es que significaba algo.

Intentó reproducir mentalmente, con la mayor exactitud posible, la conversación que acababa de mantener con Sara. Lo que ella le había dicho, el tono de su voz, las pausas… Le dio la impresión de que algo había cambiado. Se guardó el móvil en el bolsillo, volvió a su mesa e intentó comerse lo que quedaba en el plato, pero para entonces había perdido el apetito.

* * *

Esa tarde, y durante todo el día siguiente, Tsukuru tuvo que echar una mano a los empleados que acababan de entrar en su empresa; también se desplazó a varias estaciones con el fin de realizar las inspecciones previas a la instalación de nuevos ascensores. Con la ayuda de un asistente, uno de esos jóvenes nuevos en la compañía, tomó medidas para verificar que todo coincidía con los planos que guardaban en la empresa. Para su sorpresa, detectó algunos errores y desajustes. Las causas podían ser muy diversas, pero en aquel momento lo más importante era preparar unos planos fidedignos y detallados antes de emprender las obras. De otro modo, las consecuencias serían fatales. Como si una unidad de combate desembarcase en una isla desconocida con un mapa plagado de errores.

Una vez terminada la tarea, habló con el jefe de estación y ambos examinaron los diferentes problemas que planteaba la reforma. Con la instalación de los nuevos ascensores, la estación cambiaría, y eso afectaría al desplazamiento de los usuarios. Había que organizar esos cambios. La seguridad de los pasajeros era prioritaria, sin duda, pero también era necesario establecer otras vías para que los empleados de la estación desempeñasen correctamente su labor. Tsukuru era el encargado de proyectar la reforma aunando todos esos elementos y de plasmarla en nuevos planos. Una tarea laboriosa, pero crucial, pues la seguridad de los usuarios estaba en juego. Tsukuru puso manos a la obra. Se le daba bien identificar ese tipo de problemas, enumerarlos e ir resolviéndolos cuidadosamente, uno por uno.

Por otro lado, debía enseñar in situ a un joven empleado, falto de experiencia, las peculiaridades de ese trabajo. El joven, apellidado Sakamoto, acababa de licenciarse en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Waseda. Tenía el rostro alargado, era tremendamente callado y nunca sonreía, pero escuchaba con atención y cazaba al vuelo todas las indicaciones que le daban. También tenía maña para tomar medidas. «Este chico vale mucho», pensó Tsukuru.

Con el jefe de la estación que visitaba ese día, una estación de trenes expreso, Tsukuru y Sakamoto estuvieron examinando los detalles de la reforma durante una hora. Como ya era mediodía, les llevaron comida preparada y almorzaron en la oficina del jefe de estación. Luego charlaron relajadamente mientras tomaban una taza de té. El jefe de estación, que era un hombre de mediana edad, entrado en carnes, y muy cordial, contaba con mucha chispa anécdotas relacionadas con las estaciones. A Tsukuru le gustaba trabajar sobre el terreno y escuchar ese tipo de historias. El hombre empezó a relatarles entonces anécdotas sobre objetos perdidos. La gente se dejaba olvidadas muchísimas cosas en los vagones y en las estaciones, en ocasiones objetos realmente curiosos. Recordaba, por ejemplo, haber encontrado pelucas, una pierna ortopédica, el manuscrito de una novela (empezó a leerla, pero era un tostón), una camisa manchada de sangre bien empaquetada y metida en una caja, una víbora viva, un fajo de unas cuarenta fotografías en color de sexos femeninos, e incluso instrumentos musicales como, una vez, un inmenso pez de madera…

—A veces no sabes qué hacer con ellos —comentó el jefe de estación—. Un conocido mío encontró una bolsa de viaje que contenía un feto. Por suerte, mis empleados todavía no han encontrado algo así. Pero en cierta ocasión, en la anterior estación de la que fui jefe, me trajeron dos dedos en formol.

—Debe de dar bastante angustia —dijo Tsukuru.

—Sí, sí da angustia. Eran dos dedos pequeños. Flotaban dentro de una especie de tarro de mayonesa envuelto en una bonita bolsa de tela. Parecían dedos de niño cortados de cuajo. Avisé a la policía, como es natural. Podía tener relación con algún crimen. Enseguida vino un agente y se lo llevó. —El jefe de estación bebió un sorbo de té—. Una semana después, apareció el mismo agente que se había llevado los dedos e interrogó otra vez al empleado que se los había encontrado en los servicios de la estación. Yo estuve presente. Según el agente, aquellos dedos no pertenecían a un niño. Los análisis en el laboratorio habían revelado que eran dedos de adulto. Si eran pequeños se debía a que eran sextos dedos. El agente nos contó que a veces nacen personas con seis dedos. Los padres suelen encontrar repugnante esa malformación y deciden amputárselos a sus hijos cuando aún son bebés. Pero también hay personas que los conservan incluso de adultos. Aquellos dos dedos que habían encontrado pertenecían a algún adulto a quien se los habían cortado en una operación quirúrgica y que los había conservado en formol. Dedujeron que se trataría de un varón de entre unos veinticinco y treinta y cinco años de edad, pero desconocían el tiempo transcurrido desde que se los habían cortado. No me imagino cómo pudo llegar a perderlos o abandonarlos en los servicios de la estación. El caso es que no parecían guardar relación con un delito. Al final, los dedos se los quedó la policía. Nadie vino a reclamarlos. Quizá sigan guardados en los almacenes de la policía.

—¡Vaya historia más rara! —dijo Tsukuru—. Si los conservó hasta la edad adulta, ¿por qué decidió cortárselos?

—Sí, es un misterio. A raíz de ello, me interesé por el tema y estuve recabando información. Es un trastorno que se llama polidactilia, y muchas celebridades la han padecido. No sé si será verdad, pero hay testimonios de que Hideyoshi Toyotomi tenía dos pulgares en una mano.[10] Existen muchos otros casos. Pianistas, escritores, pintores, jugadores de béisbol… Entre los personajes de ficción, el doctor Hannibal Lecter de El silencio de los corderos tenía seis dedos. No se trata en absoluto de algo excepcional, y de hecho el gen que lo provoca es un gen dominante. Al parecer, aproximadamente una de cada quinientas personas nace con seis dedos, aunque el porcentaje varía según las razas. Sólo que a la mayoría, tal como he dicho antes, se lo amputan sus padres antes del primer año de vida, cuando los dedos empiezan a desempeñar su función. Por eso apenas tenemos ocasión de verlos. Yo, hasta que me trajeron aquel objeto perdido, ni siquiera sabía que existían personas con seis dedos.

—Pues sí que es extraño. Si se trata de un rasgo dominante, ¿cómo es que no hay mucha más gente con seis dedos?

El jefe de estación ladeó la cabeza, dubitativo.

—Tanto no sé.

En ese instante, Sakamoto, que hasta el momento había permanecido callado, tomó la palabra. Abrió la boca con miedo, como si apartase la pesada roca que taponaba la entrada de una caverna.

—Perdonen que me meta donde no me llaman, pero ¿me permiten hacer un pequeño comentario?

—Adelante —dijo Tsukuru sorprendido. Sakamoto no solía expresar su opinión alegremente.

—Mucha gente lo malinterpreta porque no puede evitar una asociación de ideas con la palabra «dominante», pero, en realidad, que sea un rasgo dominante no quiere decir que vaya a extenderse sin control por todo el mundo —dijo Sakamoto—. Dentro de las llamadas enfermedades raras, no pocas son de herencia dominante, pero no por eso se propagan de forma generalizada. Por fortuna, en la mayoría de los casos, sólo afectan a un número reducido de personas. La herencia dominante es únicamente un elemento de distribución tendencial. Hay otros elementos, como, por ejemplo, la supervivencia del más apto y la selección natural. No es más que una suposición, pero imagino que seis dedos son demasiados para el ser humano. A fin de cuentas, cinco son más que suficientes para realizar cualquier operación, o por lo menos resultan lo bastante eficaces. Por eso, aunque se trate de un gen dominante, las personas con seis dedos son muy escasas. En fin, supongo que las leyes de la selección natural están por encima de los genes dominantes.

Tras soltar todo eso de una sentada, Sakamoto volvió a guardar silencio.

—Ya veo —dijo Tsukuru—. Da la sensación de que se parece al proceso por el cual las unidades de cómputo han ido uniformizándose en todo el mundo, pasando del sistema duodecimal al sistema decimal.

—Pues, ahora que lo dice —terció Sakamoto—, esos dos sistemas podrían corresponderse con las manos de seis y de cinco dedos.

—¿Y cómo es que sabes tanto sobre eso? —le preguntó Tsukuru.

—En la universidad asistí a clases de genética. Me interesa el tema —respondió Sakamoto ruborizado.

El jefe de estación se rió alegremente.

—¿Quién lo iba a decir, eh?, las clases de genética son útiles aun trabajando en una empresa ferroviaria. Está claro que hay que estudiar.

—Para un pianista, seis dedos deben de ser una bendición —comentó entonces Tsukuru.

—Pues parece que es al revés —replicó el jefe de estación—. Según varios pianistas, tener dedos de sobra es un estorbo. Sakamoto tiene razón: usar seis dedos quizá sea una carga para el ser humano. Con cinco basta.

—¿Cuáles serán las ventajas de tener seis dedos? —dijo Tsukuru.

El jefe de estación dijo:

—Al buscar información descubrí que, en la Edad Media, en Europa quemaban en la hoguera a las personas con seis dedos, acusadas de brujería. También leí que, durante la época de las Cruzadas, en ciertos países los exterminaron. No sé si será verdad o no, pero, por lo visto, en Borneo a los niños que nacían con seis dedos los consideraban hechiceros. No sé si a eso se le puede llamar una ventaja, pero…

—¿Hechiceros? —dijo Tsukuru.

—Sólo en Borneo.

La pausa del mediodía había acabado, así que pusieron fin a la charla. Tsukuru dio las gracias al jefe de estación por el almuerzo, se levantó de su asiento y volvió al trabajo con Sakamoto.

Mientras hacía las anotaciones pertinentes en el mapa, de pronto le acudió algo a la mente. Era la historia que, muchos años atrás, Haida le había contado sobre su padre. El pianista de jazz que se alojaba en la pensión del balneario en medio de las montañas de Kyūshū había dejado una bolsa de tela sobre el piano antes de empezar a tocar… ¿Y si contenía los sextos dedos de ambas manos conservados en formol? Podría habérselos amputado de adulto y, por algún motivo, los llevaba siempre consigo, metidos en un tarro. Y antes de cada concierto lo colocaba sobre el piano. Como una especie de amuleto.

Por supuesto, no eran más que imaginaciones suyas. Infundadas. Además, de eso hacía ya más de cuarenta años, si es que de verdad había ocurrido. Pero cuanto más lo pensaba, más le parecía que aquélla era la pieza que le faltaba a la historia contada por Haida, el enigma que el relato no descifraba. Al anochecer, Tsukuru se sentó frente a la mesa de dibujo con un lápiz en la mano y estuvo dándole vueltas al asunto.

Al día siguiente, Tsukuru se reunió con Sara en el barrio de Hiroo. Entraron en un pequeño bistró escondido en una zona residencial (Sara conocía un montón de pequeñas casas de comidas en lugares recónditos de Tokio) y, mientras cenaban, Tsukuru le puso al corriente del reencuentro con sus dos viejos amigos y de las conversaciones que había mantenido con ellos. Aunque intentó no explayarse, acabó extendiéndose bastante; aun así, Sara le prestó atención en todo momento. De vez en cuando lo interrumpía con alguna pregunta.

—Entonces, ¿Shiro les contó a los demás que, cuando se quedó a dormir en tu apartamento, la drogaste y la violaste?

—Eso me dijeron.

—Y lo describió con todo lujo de detalles, a pesar de ser tan tímida y de evitar siempre cualquier tema relacionado con el sexo.

—Eso me contó Ao.

—Además, les dijo que tú tenías dos caras.

—Dijo, más o menos: «Tiene una terrible cara oculta que nadie sospecharía que se esconde detrás de su cara más amable».

Sara meditó un instante con gesto serio.

—Oye, ¿no recuerdas nada al respecto? No sé, quizá hubo algún momento especialmente íntimo entre los dos…

Tsukuru lo negó.

—Jamás. Yo siempre estaba pendiente de que no ocurriera nada así.

—¿Que siempre estabas pendiente?

—Me esforzaba por no verla como alguien del otro sexo. Por eso intentaba no quedarme nunca a solas con ella.

Sara ladeó la cabeza y entornó los ojos.

—¿El resto de la pandilla también se esforzaba? Me refiero a si los chicos intentaban no ver a las chicas como miembros del otro sexo, y viceversa.

—Yo no sé qué pensarían ellos. Pero, como te dije una vez, manteníamos el acuerdo tácito de no formar parejas dentro de la pandilla. Eso estaba claro.

—Pero ¿no te parece antinatural? Yo creo que a esas edades lo normal es que surjan relaciones íntimas entre los chicos y las chicas, que al estar juntos se sientan atraídos sexualmente los unos por los otros.

—A mí sí me apetecía tener novia, salir con una chica. Por supuesto, el sexo también me interesaba. Como a todo el mundo. Podía haberme buscado una novia fuera de la pandilla. Pero por aquel entonces el grupo que formábamos era para mí lo más importante. Ni se me pasaba por la cabeza distanciarme de ellos para hacer algo por mi cuenta.

—¿Era por lo bien que os llevabais?

Tsukuru asintió.

—Cuando estaba con ellos me sentía como una parte imprescindible de algo. Era una sensación especial, que no podía obtener en ningún otro lado.

—Y por esa razón teníais que dejar a un lado el deseo sexual. Para mantener esa unión armónica y sin perturbaciones, recuerdo que lo comentaste. Para que ese círculo perfecto no se rompiese —dijo Sara.

—Considerándolo retrospectivamente, quizá fuese un tanto antinatural. Pero entonces a nosotros nos parecía lo más normal del mundo. Todavía éramos unos adolescentes y todo nos parecía nuevo. Nos habría sido imposible analizar nuestra situación de forma objetiva.

—Es decir, que en cierto sentido estabais encerrados dentro de ese círculo perfecto, ¿no crees?

Tsukuru meditó sobre ello.

—Quizá sí, en cierto sentido. Pero, si era así, lo hacíamos de buena gana. Y aún hoy no me arrepiento de haberlo hecho.

—Interesante… —comentó Sara.

El relato del encuentro de Aka con Shiro, medio año antes de que la asesinaran, atrajo la atención de Sara.

—Aunque sea un poco distinto, me recuerda el caso de una compañera del instituto. Era una chica guapa, tenía estilo, pertenecía a una familia rica que había vivido en el extranjero. Hablaba inglés y francés, y era una de las alumnas que sacaban mejores notas de la clase. Cualquier cosa que hiciera llamaba la atención. Todas le hacían la pelota, y las estudiantes de los cursos inferiores la idolatraban. Teniendo en cuenta que estábamos en un instituto femenino privado, eso era algo bastante excepcional.

Tsukuru asintió.

—Entró en la prestigiosa Universidad del Sagrado Corazón de Tokio y, después, participó en un programa de intercambio de dos años con una universidad francesa. Cuando regresó de Francia, me la encontré un día por casualidad. Hacía mucho tiempo que no la veía y me quedé petrificada. Era como si su cuerpo hubiera perdido todo el colorido tras haber sido expuesta durante largo tiempo a la luz del sol. Su aspecto físico apenas había cambiado, seguía siendo guapa y teniendo estilo…, pero estaba más apagada. Tanto que daban ganas de coger el mando de la televisión para subirle el brillo. Fue muy extraño. Parece mentira que alguien pueda apagarse hasta tal punto en tan pocos años. —Sara estaba esperando a que le trajeran la carta de los postres—. No éramos amigas íntimas, en absoluto, pero teníamos varios amigos en común y volvimos a cruzarnos en alguna otra ocasión. Cada vez que la veía, estaba más y más descolorida. Y a partir de cierto momento, todos dejamos de encontrarla especialmente guapa; perdió todo su encanto. Incluso parecía que ya no era tan inteligente. Se volvió aburrido hablar con ella, sus opiniones eran de lo más trivial. A los veintisiete años se casó con un alto cargo de la Administración Pública, un hombre a primera vista superficial y anodino. Pero ella no se daba cuenta de que ya no resultaba guapa ni atractiva; no comprendía que ya no llamaba la atención, y seguía comportándose como si fuera la reina de la fiesta. La situación era bastante deprimente. —Le entregaron la carta de los postres y Sara la examinó detenidamente. Poco después cerró la carta y la posó sobre la mesa—. Poco a poco, sus mejores amigas fueron abandonándola. Lo cierto es que daba lástima verla. Más que lástima, se podría decir que provocaba una especie de temor. Algo que todas las mujeres sentimos en mayor o menor medida. El temor a que, cuando nuestro apogeo ya haya pasado, no nos demos cuenta o no logremos asumirlo, y sigamos comportándonos como siempre y todos se rían a nuestra costa o nos den la espalda. En su caso, ese apogeo le llegó mucho antes que a las demás. Eso es todo. Todas sus cualidades florecieron con vigor durante la adolescencia, como un jardín en primavera, y después se puso mustia a marchas forzadas.

Se acercó un camarero de pelo cano y Sara le pidió un sorbete de limón. A Tsukuru no dejaba de sorprenderle que conservara un cuerpo tan estilizado a pesar de que nunca se saltaba el postre.

—Seguramente Kuro podría darte muchos más detalles de lo que le ocurría a Shiro —dijo Sara—. Aunque los cinco formaseis un grupo perfecto y armonioso, hay ciertas cosas que sólo se hablan entre chicas, como te dijo Aka. Y ese tipo de cosas nunca salen de nosotras. Quizá seamos unas charlatanas, pero sabemos guardar ciertos secretos. Sobre todo, cuando tienen que ver con hombres.

Durante un rato intentó llamar la atención del camarero, que estaba en la otra punta del restaurante. Tal vez se arrepentía de haber pedido el sorbete de limón. Debía de pensar que todavía estaba a tiempo de cambiarlo por otra cosa. Pero se lo pensó mejor y volvió a mirar a Tsukuru.

—¿Entre vosotros tres no os hacíais confesiones?

—No, que yo recuerde —dijo Tsukuru.

—¿Entonces de qué hablabais? —le preguntó Sara.

¿De qué hablaban en aquella época? Lo meditó un rato, pero no consiguió recordarlo. Y eso que siempre hablaban abiertamente, largo y tendido y con entusiasmo…

—No me acuerdo —contestó.

—¡Qué raro! —dijo Sara. Y sonrió.

—El mes que viene habré terminado el proyecto en el que estoy trabajando —dijo Tsukuru—. Si no se tuercen las cosas, me gustaría irme de viaje a Finlandia. Ya se lo he comentado a mi jefe, y en principio parece que no hay problema en que me tome unas vacaciones.

—Si me dices las fechas, puedo ayudarte a preparar el viaje. El billete de avión, la reserva del hotel…, esas cosas.

—Gracias —dijo Tsukuru.

Sara bebió un sorbo de agua. Luego pasó un dedo por el borde del vaso.

—¿Cómo te fue a ti en el instituto? —le preguntó Tsukuru.

—Yo era una chica bastante discreta. Jugaba en el equipo de balonmano. No era guapa y las notas que sacaba no eran precisamente para tirar cohetes.

—¿No estarás siendo demasiado modesta?

Ella se rió y meneó la cabeza.

—La modestia probablemente sea una magnífica virtud, pero no va conmigo. Para serte sincera, no llamaba en absoluto la atención. Creo que no encajaba demasiado en los esquemas del colegio. Ni los profesores me tenían cariño, ni las alumnas de los cursos inferiores me admiraban. No tuve ni un solo novio, ni nada que se le pareciera, y estaba obsesionada por la espinillas. Tenía todos los cedés de Wham! Me ponía la sosa ropa interior de algodón blanco que mi madre me compraba. Pero yo también tenía buenas amigas. Eran dos. No estábamos tan compenetradas como tu grupo, pero con ellas podía hablar con confianza. Quizá fue eso lo que de alguna manera me ayudó a superar esa adolescencia tan insulsa.

—¿Sigues viéndote con ellas?

—Sí, todavía las conservo. No las veo muy a menudo, porque las dos se han casado y tienen hijos, pero de vez en cuando salimos a comer juntas y nos pasamos horas hablando sin parar. Charlamos de todo, y sin pelos en la lengua.

El camarero les llevó el sorbete de limón y un café espresso. Ella comió con ansia. Parecía haber acertado con el postre. Tsukuru miraba alternativamente a Sara y a su taza de café humeante.

—Y ahora, dime, ¿tienes algún amigo? —le preguntó Sara.

—En estos momentos no hay nadie a quien pueda llamar amigo.

Sus cuatro compañeros de instituto habían sido los únicos a los que había podido llamar amigos de verdad. Haida había estado cerca de serlo, aunque por poco tiempo. Después no había habido nadie más.

—Así, sin amigos, ¿no te sientes solo?

—No sé qué decirte… —dijo Tsukuru—. Aunque los tuviese, no creo que pudiera hablar con ellos sin pelos en la lengua.

Sara se rió.

—Es que las mujeres lo necesitamos, en cierta medida. Aunque, por supuesto, hablar sin pelos en la lengua no es lo único para lo que sirven los amigos.

—Claro.

—Por cierto, ¿te apetece un poco de sorbete? Está muy rico.

—No, gracias. Puedes comértelo todo.

Sara se terminó con deleite el resto del sorbete, dejó la cuchara sobre la mesa, se limpió la comisura de los labios con la servilleta y luego se quedó pensativa. Al poco rato alzó la cabeza y miró fijamente a Tsukuru.

—Tsukuru, ¿te importa que vayamos a tu casa?

—Claro que no —respondió él. Levantó la mano y le pidió la cuenta al camarero—. Así que balonmano, ¿eh? —dijo Tsukuru.

—De eso prefiero no hablar —dijo Sara.

Una vez en el apartamento de Tsukuru, hicieron el amor. Él estaba feliz de que volvieran a acostarse juntos, de que Sara le hubiera dado esa oportunidad. Se acariciaron en el sofá y luego fueron a la cama. Debajo del vestido color menta, ella llevaba un conjunto de encaje negro.

—¿Esto también te lo ha comprado tu mamá? —se burló Tsukuru.

—¡Tonto! —dijo Sara, y se echó a reír—. Me lo he comprado yo, por supuesto.

—Y ya no tienes espinillas.

—Lógico.

Ella alargó el brazo y tomó con suavidad el pene erecto de Tsukuru.

Pero poco después, cuando Tsukuru intentó penetrarla, su miembro volvía a estar fláccido. Era la primera vez en su vida que a Tsukuru le ocurría algo así. Lo dejó confuso, desconcertado. Todo se volvió extrañamente silencioso. En el fondo de sus oídos resonaban, como a lo lejos, los sordos latidos de su sangre.

—No te preocupes —dijo Sara mientras le acariciaba la espalda—. Abrázame. Con eso basta. No le des más vueltas.

—No sé qué me pasa —dijo Tsukuru—. Y eso que durante todo este tiempo no he dejado de pensar en hacer el amor contigo…

—Quizá tenías demasiadas ganas. Pero me hace feliz que pienses tanto en mí.

Se abrazaron y siguieron acariciándose con toda la calma del mundo, pero Tsukuru no logró excitarse lo suficiente. Poco después, ella tenía que marcharse.

Los dos se vistieron en silencio y Tsukuru la acompañó hasta la estación. Mientras caminaban, se disculpó de que las cosas no hubieran salido bien.

—No tiene ninguna importancia, en serio. Así que no te preocupes —le dijo amablemente Sara. Entonces su mano pequeña y cálida tomó la mano de Tsukuru.

Tuvo la sensación de que debía decir algo, pero no le salían las palabras. Se limitó a sentir el tacto de la mano de Sara.

—Tal vez estés un poco desorientado —dijo Sara—. Quizá el viaje a Nagoya, el reencuentro con tus viejos amigos después de tanto tiempo, la conversación que mantuviste con ellos, el descubrimiento de tantas cosas te han dejado un poco confuso. Quizá más de lo que crees.

Era cierto que estaba confuso. Una puerta largo tiempo cerrada acababa de abrirse y, de pronto, todos los hechos a los que había cerrado los ojos se agolpaban en su interior. Hechos completamente imprevistos que aún no había podido ordenar.

—Dentro de ti hay algo que no termina de convencerte —añadió Sara—, algo que te parece que sigue estancado, o como atascado. Ésa es la sensación que tengo.

Tsukuru caviló sobre las palabras de Sara.

—¿Quieres decir que las dudas que tenía no se han aclarado del todo tras mi estancia en Nagoya?

—Sí. Aunque ya te he dicho que no es más que una sensación —dijo Sara. Y después de un silencio, añadió—: A lo mejor, gracias a que ya has conseguido aclarar algunas cosas, lo que aún no sabes ha cobrado más importancia.

Tsukuru suspiró.

—No sé si habré destapado lo que no debía.

—Puede que sólo sea algo temporal —dijo ella—. Quizá lo que has averiguado te ha impactado. Pero por lo menos has dado un paso adelante, estás más cerca de la solución. Eso es lo más importante. Si sigues avanzando, seguro que encontrarás la pieza que explique lo que no sabes, lo que no entiendes.

—Pero quizá me lleve mucho tiempo.

Sara le apretó la mano. Tenía más fuerza de lo que parecía.

—Mira, no hay ninguna prisa. Tómate tu tiempo. Sólo necesito saber si quieres seguir adelante con lo nuestro.

—Claro que sí. Quiero estar contigo.

—¿De verdad?

—No te miento —le aseguró Tsukuru.

—Entonces no importa. Hay tiempo, y yo te esperaré. Yo también tengo que arreglar ciertas cosas.

—¿Arreglar ciertas cosas?

Sara esbozó una sonrisa misteriosa por toda respuesta, y le dijo:

—Ve a Finlandia lo antes que puedas y habla con Kuro. Ábrele tu corazón, sé franco con ella. Seguro que averiguarás algo importante. Muy importante. Lo presiento.

Durante el camino de regreso al apartamento, a Tsukuru se le ocurrió una idea disparatada. ¿Y si, a partir de cierto momento, el tiempo se hubiera bifurcado, desdoblándose? Pensó en Shiro, pensó en Haida, pensó en Sara. El pasado y el presente, así como los recuerdos y las emociones que llevaban aparejados, fluían paralelos.

«Quizá en mi interior haya algo torcido, fallido», pensó Tsukuru. «Como dijo Shiro, es posible que tenga una cara insospechada para quien conoce mi otra cara. Como la cara oculta de la luna, siempre entre tinieblas. Quizá sin haberme dado cuenta, en otro lugar, en un tiempo que no es el lineal, violé de verdad a Shiro, hice trizas su corazón. La forcé, de manera deleznable. Quizá mi reverso oscuro acabó sobreponiéndose al claro y lo engulló.»

Cuando se hallaba en mitad de un paso de peatones con el semáforo en rojo, un taxista frenó de golpe y lo insultó.

Volvió a su apartamento, se puso el pijama y, cuando se metió en la cama, el reloj marcaba casi las doce. En ese preciso instante, Tsukuru se dio cuenta de que la erección había vuelto, como si de pronto hubiera reaccionado. Era una erección perfecta; tenía el miembro duro como una piedra. Tanto que le costaba creerlo. ¡Qué ironía! En medio de la oscuridad, exhaló un largo y hondo suspiro. Luego, salió de la cama, encendió la luz del cuarto, fue a buscar una botella de Cutty Sark de la alacena y se sirvió una copita. Después abrió un libro y se puso a leer. De repente, pasada la una, empezó a llover. De vez en cuando el viento arreciaba, como en una tempestad, y gruesas gotas de lluvia golpeaban oblicuamente los cristales de la ventana.

«En esta cama, en esta habitación, violé a Shiro», pensó de pronto. «Le había echado droga en la bebida, su cuerpo se paralizó, después la desnudé y la forcé. Ella era virgen. Sufrió un dolor intenso, sangró. Y a partir de entonces muchas cosas cambiaron. Ocurrió hace dieciséis años.»

Mientras cavilaba sobre eso y oía el tamborileo de la lluvia en la ventana, la habitación pareció transformarse. No era el dormitorio de siempre, y parecía dotado de vida propia. En esa habitación, poco a poco, Tsukuru dejó de distinguir lo que era real de lo que no lo era. En una realidad, no le había tocado ni un pelo a Shiro. Pero en otra realidad la había violado de manera infame. Y, por más vueltas que le daba, Tsukuru no sabía en qué realidad se hallaba en ese momento.

Cuando logró conciliar el sueño, eran las dos y media de la madrugada.