19
La estación de Shinjuku es inmensa. Alrededor de tres millones y medio de personas la utilizan todos los días. El libro Guinness de los récords la reconoce oficialmente como la estación con mayor número de usuarios del mundo. En ella se cruzan varias líneas. Las principales son las líneas Chūō, Sōbu, Yamanote, Saikyō, Shōnan-Shinjuku y Narita Express. Sus vías forman un complejísimo entramado, con un total de dieciséis andenes. A todo eso hay que añadir dos líneas privadas, Odakyū y Keiō, y tres líneas de metro, que entroncan a ambos costados de la red, como unidas por unos enchufes. Es un laberinto. En las horas punta, un mar de gente entra en ese laberinto. Ese mar espumea, se vuelve bravío, brama, fluye veloz hacia las entradas y las salidas. La corriente humana que se desplaza para realizar transbordos se enmaraña aquí y allá, dando origen a peligrosos remolinos. Ningún profeta, por poderoso que sea, podría dividir en dos ese mar revuelto y encabritado.
Resulta difícil creer que en esas horas punta, cinco días a la semana, una vez por la mañana y otra por la tarde, el escaso número de empleados de la estación pueda controlar a esa abrumadora cantidad de personas de manera eficiente y sin cometer errores graves. Son momentos particularmente problemáticos. Todos los usuarios se dirigen presurosos a su destino. Tienen que fichar antes de determinada hora. Es imposible que estén de buen humor. Todavía van un poco amodorrados. Y los vagones, prácticamente abarrotados, maltratan sus cuerpos y ponen a prueba sus nervios. Sólo los más afortunados logran sentarse. Tsukuru siempre se admiraba de que no se produjeran más disturbios ni ocurrieran accidentes cruentos. Si esa estación y esos vagones desmesuradamente atestados fuesen blanco del ataque de un grupo de terroristas fanáticos, no hay duda de que sucedería una catástrofe. Causaría estragos. Sería una pesadilla inimaginable, tanto para los trabajadores de la estación y de las compañías como para la policía y, por supuesto, para los pasajeros. A pesar de ello, en la actualidad apenas hay recursos para prevenir una calamidad como ésa. Y, sin embargo, esa sobrecogedora pesadilla se hizo realidad, en Tokio, en la primavera de 1995.
Los empleados de la estación gritan, ruegan a todas horas por los altavoces; los timbres que avisan de la salida de los convoyes pitan sin descanso; los torniquetes leen en silencio la información de tarjetas, billetes y bonos. Los largos trenes que parten y entran en la estación con precisión de segundos regurgitan sistemáticamente gente, como ganado paciente y bien adiestrado; luego engullen otra tanta e, impacientes por cerrar las puertas, arrancan y se dirigen a la siguiente estación. Si al subir y bajar las escaleras, en medio de la muchedumbre, alguien pisa a un usuario y éste pierde un zapato, le será imposible recuperarlo. El zapato desaparecerá tragado por las impetuosas arenas movedizas de la hora punta. Al usuario, sea hombre o mujer, no le quedará más remedio que pasar esa larga jornada con un solo zapato.
A principios de la década de los noventa, cuando la economía japonesa todavía experimentaba cierto crecimiento económico, un influyente rotativo estadounidense publicó una fotografía a gran tamaño que captaba el instante en que algunos usuarios bajaban, una mañana de invierno, por las escaleras de la estación de Shinjuku en la hora punta (quizá era esa estación de Tokio, pero podría haber sido cualquier otra). Todos los individuos que salen en la foto miran hacia abajo como por mutuo acuerdo, con expresión sombría, apagada; parecen peces enlatados. El pie de foto rezaba: «Es posible que Japón se haya convertido en un país próspero, pero la mayoría de estos japoneses cabizbajos no parecen demasiado felices». La fotografía dio la vuelta al mundo.
Tsukuru ignoraba si la mayoría de los japoneses eran de veras infelices o no. El motivo por el que todos los pasajeros que bajan las escaleras de la atestada estación de Shinjuku por las mañanas miran hacia abajo no es porque sean infelices, sino más bien porque están atentos a sus pasos. En las grandes estaciones, en las horas punta, eso es vital para no tropezar, para no perder un zapato. En el pie de foto no se mencionaba ese motivo, que es el verdadero. Además, es posible que nadie que camine mirando al suelo con un chubasquero de tonos oscuros parezca feliz. Aunque, por supuesto, quizá esté justificado llamar sociedad infeliz a aquella en la que uno no puede ir al trabajo todas las mañanas sin preocuparse de perder un zapato.
«¿Cuánto tiempo consumirá la gente todos los días en acudir a sus puestos de trabajo?», se preguntaba Tsukuru. Entre una hora y una hora y media, y eso sólo a la ida. Si un oficinista normal y corriente, casado, con uno o dos hijos, y que trabaje en el centro de la ciudad, decidiese comprar una casa, tendría que ser necesariamente en las «afueras»; por lo tanto, para ir al trabajo necesitaría esa hora, hora y media para llegar. Eso quiere decir que, de las veinticuatro horas del día, pierde dos o tres tan sólo en ir y volver del trabajo. Si tiene suerte, quizá pueda leer el periódico o un libro de bolsillo dentro del tren abarrotado. O, por ejemplo, en el iPod, escuchar sinfonías de Haydn u oír hablar español para aprender el idioma. Otras personas cierran los ojos y se sumen en profundas meditaciones. Sin embargo, pocos afirmarían que esas dos o tres horas sean las mejores y más provechosas de la vida. ¿De cuánto tiempo nos despojan? ¿Cuánto tiempo de nuestras vidas se esfuma en esos probablemente absurdos desplazamientos? ¿En qué medida eso nos desgasta y extenúa?
Sin embargo, ése no era un problema que inquietara a Tsukuru Tazaki, cuyo trabajo consistía principalmente en diseñar y remodelar estaciones para una compañía ferroviaria. Cada uno hacía lo que quería con su vida. Además, eran sus vidas, no la vida de Tsukuru. A cada uno le tocaba juzgar hasta qué punto la sociedad en que vivía era infeliz o no. Él sólo tenía que pensar en guiar por las estaciones a ese ingente flujo de personas de manera adecuada y segura. Para hacerlo no necesitaba entregarse a profundas meditaciones. Tan sólo necesitaba ser eficaz. Tsukuru no era un pensador, tampoco un sociólogo, sino un simple ingeniero.
A Tsukuru Tazaki le gustaba contemplar la sección de la Japan Railways de la estación de Shinjuku.
Tras entrar en la estación, compraba un billete en la máquina expendedora y casi siempre se dirigía al andén de las líneas 9 y 10. De allí salía el expreso de la línea Chūō, un tren de larga distancia con destino a Matsumoto, en Nagano, o a Kōfu, en la prefectura de Yamanashi. El número de pasajeros, así como la frecuencia de los trenes, eran mucho menores que en otros andenes, atestados de personas que iban a su trabajo. Sentado en un banco, podía contemplar con calma las escenas que se desarrollaban en la estación.
Visitaba estaciones del mismo modo que otra gente acudía a conciertos, veía películas, iba a bailar a las discotecas, asistía a competiciones deportivas o paseaba mirando escaparates. Cuando le sobraba tiempo y no se le ocurría qué hacer, solía ir a esa estación. Si se sentía intranquilo o tenía algo en que pensar, sus piernas se dirigían mecánicamente hacia la estación. Entonces se sentaba en un banco del andén y permanecía allí, mientras bebía el café que compraba en algún puesto y comprobaba el horario de los trenes en un pequeño folleto (siempre lo llevaba en su cartera). Podía pasarse horas. Cuando era universitario, se fijaba en la estructura del edificio, en el flujo de pasajeros y en los movimientos de los empleados, y anotaba en un cuaderno todo lo que descubría, pero ahora ya no.
El expreso arribaba al andén reduciendo la velocidad. Las puertas se abrían y los pasajeros se apeaban uno tras otro. Con sólo contemplar esa escena, le inundaba el sosiego. Sentía orgullo al ver que el tren llegaba a su hora sin incidentes, pese a que el tren no era de la compañía para la que trabajaba. Un orgullo sobrio y silencioso. El equipo de limpieza entraba a toda prisa, recogía la basura y dejaba los asientos impolutos. El personal del tren, vestido con uniforme y gorro, pasaba el relevo a sus compañeros y lo dejaba todo preparado para el siguiente viaje. Los paneles en los vagones que indicaban el destino cambiaban y al convoy se le asignaba un nuevo número. Todo sucedía en cuestión de segundos, de manera ordenada, sin retrasos ni movimientos inútiles. Así era el mundo al que Tsukuru Tazaki pertenecía.
En la estación central de Helsinki había hecho lo mismo: había cogido el sencillo folleto con el horario, se había sentado en un banco del andén y, mientras bebía café caliente en un vaso de papel, observó el trasiego de los trenes de larga distancia, verificando de dónde procedía cada uno. Observó cómo unos pasajeros se apeaban sucesivamente de los trenes y otros apretaban el paso camino de sus respectivos andenes. Siguió con la mirada los movimientos de los empleados uniformados de la estación y de los trenes. Y le inundó el mismo sosiego. El tiempo transcurría de manera suave y uniforme. Era igual que en la estación de Shinjuku, sólo que sin anuncios por megafonía. Los procedimientos por los que se rigen las estaciones de todo el mundo apenas varían. Profesionalidad, precisión, eficacia. Ver que así era despertó en él una natural simpatía. Tuvo la firme impresión de que se hallaba en el lugar adecuado.
El martes, cuando terminó de trabajar, ya eran más de las ocho. A esa hora era el único que quedaba en las oficinas. La tarea que le habían encomendado no era tan urgente como para hacer horas extras, pero el miércoles por la noche había quedado con Sara, así que había preferido adelantar parte del trabajo.
Tras apagar el ordenador, guardó bajo llave los discos y documentos importantes en un cajón y apagó la luz de la oficina. Después se despidió del vigilante y salió de la empresa por la puerta de atrás.
—Buenas noches. Que descanse —le dijo el vigilante.
Pensó en cenar en algún sitio, pero todavía no tenía apetito. Sin embargo, tampoco le apetecía regresar de inmediato a casa. De modo que se dirigió a la sección de la Japan Railways de Shinjuku. Como de costumbre, compró café en un quiosco de la estación. Era una de esas típicas noches de verano, bochornosas en Tokio, y tenía la espalda empapada en sudor, pero con todo, antes que tomarse algo refrescante, prefería beber un café solo bien humeante. Era una cuestión de hábitos.
En la línea 9, como siempre, el último tren a la ciudad de Matsumoto se preparaba para partir. Los operarios del tren recorrían los vagones inspeccionándolo todo, ágilmente pero a fondo, para asegurarse de que no hubiera ningún fallo. El tren, de la serie E257, le era familiar. No era tan bello como el tren bala, pero sus formas sobrias le agradaban. El convoy seguía la línea principal Chūō hasta Shiojiri, en la prefectura de Nagano, y luego tomaba la línea Shinonoi hasta Matsumoto. Llegaba a Matsumoto cinco minutos antes de medianoche. No podía tomar demasiada velocidad, al principio porque hasta la ciudad de Hachiōji atravesaba una zona urbana y no podía hacer mucho ruido, y después, porque cuando se internaba en las montañas el trazado tenía muchas curvas. Para la distancia que recorría, lo cierto era que tardaba bastante.
Todavía faltaba un poco para que el tren estuviera listo y las personas que viajarían en él se afanaban a comprar en el quiosco comida preparada, latas de cerveza, cosas para picar y revistas. También había quien se ponía los auriculares blancos del iPod en los oídos para sumergirse en su propio mundillo ambulante. Algunos tecleaban mañosamente en sus teléfonos inteligentes y otros hablaban a voces por los móviles, compitiendo con la megafonía. Había también una pareja joven que, al parecer, se disponía a emprender un viaje. Estaban sentados en un banco, hombro con hombro, charlando en voz baja con aire de felicidad. Dos niños gemelos de cinco o seis años con ojos somnolientos pasaron rápidamente delante de Tsukuru con sus padres, que tiraban de ellos. Cada uno llevaba su videoconsola portátil. Había dos jóvenes extranjeros cargados con una pesada mochila a la espalda. Una chica que portaba un violonchelo enfundado tenía un bonito perfil. Todos subirían al expreso nocturno para dirigirse a algún lugar lejano. Tsukuru sintió cierta envidia. Por lo pronto, tenían un lugar al que dirigirse.
Tsukuru Tazaki no tenía ningún lugar concreto ni especial al que ir.
Se dijo que, por ejemplo, nunca había ido a Matsumoto, Kōfu o Shiojiri. De hecho, ni siquiera había ido a Hachiōji, que estaba prácticamente al lado. A pesar de haber visto partir de ese mismo andén un sinfín de trenes con destino a Matsumoto, jamás se le había pasado por la mente la posibilidad de subirse él también a uno. Nunca se le había ocurrido. ¿Cómo era posible?
Tsukuru se imaginó que, en ese preciso momento, sin más, subía al tren e iba a Matsumoto. No era tan descabellado. Y tampoco una mala idea. A Finlandia se había marchado sin pensárselo mucho. Si quería, ¿por qué no?, podía irse a Matsumoto. ¿Qué clase de ciudad sería? ¿Cómo vivirían sus habitantes? Pero Tsukuru meneó la cabeza hacia los lados y abandonó la idea. Al día siguiente no llegaría a tiempo a su trabajo, en Tokio. Estaba seguro. No necesitaba consultar los horarios. Y al día siguiente por la noche había quedado con Sara. Era un día importante para él. No, no podía irse sin más a Matsumoto.
Se bebió el café tibio que le quedaba y tiró el vaso en una papelera que había cerca.
Tsukuru Tazaki no tiene ningún lugar concreto o especial al que ir. Ése había sido una especie de leitmotiv en su vida. No tenía un lugar adonde ir o al que regresar. Nunca lo había tenido, y ahora tampoco. Su lugar era aquel en el que se encontraba en cada momento.
«Pero no, te equivocas», pensó.
Bien pensado, una vez sí tuvo, sin ningún género de duda, un lugar al que ir. Cuando iba al instituto, Tsukuru deseaba entrar en la Universidad Tecnológica de Tokio para especializarse en el diseño de estaciones de tren. Ése era el lugar al que debía ir. Y para conseguirlo se quemó las cejas estudiando. «Con tus notas, tienes un ochenta por ciento de probabilidades de suspender el examen de acceso», le había anunciado fríamente su tutor. Pero él se esforzó y consiguió saltar esa primera barrera. Y fue también la primera vez que estudió con tanto empeño. Lo suyo no era competir con los demás para sacar las mejores notas o alcanzar alguna posición, pero si tenía claro su objetivo, se entregaba en cuerpo y alma y desplegaba sus capacidades. Para él fue todo un descubrimiento.
Tsukuru logró salir de Nagoya y vivir solo en Tokio. En los primeros tiempos se moría de ganas de volver a su ciudad natal y ver a sus amigos. Tenía un lugar al que regresar. Durante más de un año estuvo yendo y viniendo de una ciudad a la otra. Hasta que un buen día, de pronto, aquello se rompió.
A partir de entonces ya no tuvo un sitio al que ir ni al que regresar. En Nagoya tenía su casa familiar, donde vivían su madre y su hermana mayor, y donde su habitación seguía intacta. La hermana mediana vivía entonces en el centro de Nagoya. Una o dos veces al año, Tsukuru regresaba por delicadeza a su lado y siempre lo acogían calurosamente, pero no tenía nada especial que contarles a su madre y sus hermanas y nunca las echaba de menos. Ellas querían al antiguo Tsukuru, el que había sido abandonado como un trasto innecesario. Para resucitarlo y ofrecérselo de nuevo a ellas, tenía que actuar de un modo poco natural. Al mismo tiempo, para él Nagoya era un lugar distante y poco atractivo. Lo que a él le gustaba de Nagoya, lo que él echaba de menos, eso ya nunca volvió a encontrarlo.
Por otro lado, Tokio era el lugar donde, por casualidad, había ido a parar. El lugar en que, en otro tiempo, había estudiado ingeniería y ahora trabajaba. Pertenecía a aquella ciudad por motivos profesionales. No había ningún otro vínculo, o si lo había, no era trascendental. En Tokio, Tsukuru llevaba una vida tranquila y ordenada. Como un expatriado que, en su nuevo país, extrema la cautela, tratando de no causar muchos problemas a su alrededor y de no meterse en líos para que no le quiten el permiso de residencia. Tokio era la urbe ideal para los que desean pasar inadvertidos.
No tenía a nadie a quien pudiera llamar amigo íntimo. Había tenido algunas novias. Había salido con ellas durante un tiempo, nunca demasiado largo, y habían roto amistosamente. Ninguna le había llegado al corazón. En algunos casos, era porque él no buscaba prolongar esas relaciones, y en otros, porque quizá eran ellas las que no lo deseaban tanto como lo parecía. Mitad y mitad.
«Es como si mi vida se hubiera detenido a los veinte años», pensaba Tsukuru sentado en un banco de la estación de Shinjuku. «A partir de ese momento, el tiempo se volvió leve. Los años habían ido pasando en silencio, como una brisa suave. No le habían dejado heridas ni penas, intensas emociones ni alegrías, y tampoco recuerdos memorables. Y ahora estaba a punto de entrar en la madurez. Todavía le faltaba un poco, pero ya no podía decirse que fuera joven.
»Bien pensado, quizá la vida de Eri sea la de una expatriada. Una herida en el corazón la llevó a abandonar su tierra natal y dejar atrás muchas cosas. Sin embargo, su nuevo horizonte, Finlandia, lo eligió ella, por propia voluntad. Y ahora tiene un marido y dos hijas. También tiene un oficio al que se entrega con pasión. Y una casa de veraneo a orillas de un lago, y un perro lleno de vida. Ha aprendido el finlandés. Ha dado forma a su propio universo. Yo no.»
Tsukuru dirigió la mirada hacia el Tag Heuer que llevaba en la muñeca izquierda. Eran las ocho y cincuenta minutos de la noche. El expreso ya había abierto sus puertas. Los viajeros cogían su equipaje e iban subiendo a su vagón para ocupar los asientos que les correspondían. En los vagones, todos con aire acondicionado, colocaban los bultos sobre el portaequipajes, suspiraban de alivio y le daban un trago a alguna bebida fresca. Podía divisarlos por las ventanillas.
Aquel reloj de pulsera era una de las pocas cosas tangibles que había heredado de su padre. Una preciosa antigualla fabricada a principios de los años sesenta. Si no se lo ponía tres días seguidos, las manecillas acababan parándose. Pero, al contrario de lo que pudiera parecer, a él eso le gustaba. Su maquinaria era de una sencillez asombrosa. Mejor dicho, una obra de artesanía. No tenía ni un pedazo de cuarzo o un microchip. Todo marchaba a la perfección gracias a un preciso mecanismo de resortes y engranajes. Y aun después de haber funcionado sin cesar durante alrededor de medio siglo, seguía marcando la hora con precisión pasmosa.
Tsukuru nunca se había comprado un reloj. Le habían regalado relojes baratos y los había usado sin prestarles mayor atención. Sólo necesitaba saber la hora exacta. Así lo veía él. Para su vida diaria, le bastaba el más sencillo de los relojes digitales Casio. De ahí que, cuando su padre falleció y a él le quedó como recuerdo aquel caro reloj, no mostró particular entusiasmo. Sin embargo, empezó a ponérselo cada día como quien asume una responsabilidad, para que no se parara ni estropeara. Después ya no pudo quitárselo: le gustaba notarlo en su muñeca, así como su ligereza y el ruidito mecánico que hacía. Ahora comprobaba la hora con mucha más frecuencia que antes. Y, cada vez que lo hacía, la sombra de su padre cruzaba fugazmente sus pensamientos.
A decir verdad, apenas se acordaba de su padre, ni le despertaba un especial sentimiento de nostalgia. No recordaba que, siendo él pequeño, hubieran ido juntos a ninguna parte o mantenido una conversación seria; tampoco después, cuando Tsukuru creció. Su padre siempre había sido un hombre de pocas palabras —al menos, en casa apenas abría la boca—, cuyo trabajo le tenía muy ocupado y que pasaba poco tiempo en casa. Ahora que lo pensaba, quizá había tenido alguna amante.
Para Tsukuru, más que un padre, más que alguien de su misma sangre, era como un pariente influyente que fuera a visitarlos a menudo. De hecho, a Tsukuru lo habían criado su madre y sus dos hermanas. Apenas sabía qué clase de vida llevaba su padre, cómo pensaba y qué valores tenía o qué hacía en concreto a diario. Lo único que sabía era que había nacido en la prefectura de Gifu, que se había quedado huérfano a corta edad y que lo había recogido un tío paterno que era monje budista; también que, al acabar el bachillerato, había montado su propia empresa, había cosechado un éxito admirable y había creado el patrimonio del que ahora disfrutaban. Era extraño que alguien que había luchado tanto no hablara de su pasado. Quizá no deseaba recordar. En cualquier caso, poseía un olfato excepcional para los negocios. Tenía el don de conseguir al instante todo lo que necesitaba y de deshacerse de lo que le resultaba inútil. Su hermana mayor había heredado en parte ese talento para los negocios. La mediana había heredado, también en parte, el carácter sociable y abierto de la madre. Tsukuru no había heredado ninguna cualidad de ninguno de los dos.
Su padre fumaba más de cincuenta cigarrillos al día hasta que murió de cáncer de pulmón. Cuando su hijo lo visitó en el Hospital Universitario de Nagoya, su padre trató de hablarle, pero no pudo. Daba la impresión de que quería transmitirle algo importante, inútilmente. Un mes después, exhaló su último aliento en la cama del hospital. A Tsukuru le dejó el apartamento en Tokio, una cuenta bancaria a su nombre con una buena suma de dinero y el Tag Heuer.
Y otra cosa: el nombre de Tsukuru.
Cuando le contó a su padre que quería matricularse en la Universidad Tecnológica de Tokio, éste acusó su decepción porque su único hijo varón no mostrara interés en tomar las riendas del negocio inmobiliario que había levantado. No obstante, aprobó su decisión de convertirse en ingeniero. «Si eso es lo que quieres, me parece bien que estudies en Tokio; y si necesitas dinero, no tienes más que pedírmelo», le dijo. «Sea como sea, me parece muy bien que adquieras conocimientos técnicos y seas capaz de construir cosas concretas. Ser útil al mundo. Adelante, hinca los codos, licénciate y construye las estaciones de tren que tanto te gustan.» Su padre parecía contento de que el nombre que había elegido para su hijo, Tsukuru, no hubiera caído en saco roto. Ésa fue probablemente la primera vez y la última que dio una alegría a su padre, o, más exactamente, que su padre dio muestras de alegría.
A las nueve en punto, como indicaba el horario, el expreso para Matsumoto partió. Tsukuru, todavía sentado en el banco del andén, contempló cómo sus luces traseras se alejaban por la vía y el tren, acelerando, desaparecía hacia la noche estival. Cuando perdió de vista al convoy, de pronto se dio cuenta de que todo a su alrededor estaba vacío. El propio resplandor de la ciudad parecía haberse debilitado. Era como un escenario cuando se acaba la función y bajan la intensidad de los focos. Se levantó del banco y descendió despacio las escaleras.
Al salir de la estación, entró en un pequeño restaurante cercano, se sentó ante el mostrador y pidió pastel de carne y ensalada de patatas. Lo dejó todo a medias. No es que estuviera malo. El local era célebre por su pastel de carne. Simplemente, no tenía hambre. La cerveza, como siempre, también la dejó mediada.
Luego tomó un tren, volvió a casa y se duchó. Se enjabonó y se frotó a conciencia para eliminar el sudor. Se envolvió en un albornoz de color verde oliva (una antigua novia se lo había regalado por su trigésimo cumpleaños), salió al balcón, se sentó en una silla y, acariciado por la brisa de la noche, prestó atención a los ruidos amortiguados de la ciudad. Eran casi las once, pero no tenía sueño.
Recordó aquellos meses, cuando iba a la universidad, en que todos los días pensaba en morir. Habían transcurrido dieciséis años. En aquella época, cuando miraba en su interior, creía que el corazón se le pararía de un momento a otro. Tenía la impresión de que si concentraba su mente y todos sus sentidos en un punto, sin duda acabaría infligiendo una herida fatal a su corazón, como cuando, con una lente, se concentra la luz del sol en un papel para que éste arda. Era lo que él deseaba, y con toda su alma. Pero pasaron los meses y, al contrario de lo que esperaba, el corazón no se le paró. Porque un corazón no se detiene tan fácilmente.
Oyó a lo lejos el ruido de un helicóptero. El zumbido fue en aumento, como si el aparato se acercara a aquella zona. Tsukuru miró al cielo, buscándolo. Le dio por pensar que tal vez se tratase de un mensajero que le llevaba alguna misiva importante. Pero el ruido de la hélice disminuyó sin que él consiguiera ver el helicóptero, y al poco rato su sonido se alejó hacia el oeste. Sólo quedaron los ruidos nocturnos de la ciudad.
Por aquel entonces, quizá lo que quería Shiro era que la pandilla se disolviese. Sentado en el balcón, Tsukuru dio vueltas a esa hipótesis.
Una armonía sin apenas fisuras unía a los cinco. Se aceptaban tal como eran, se comprendían mutuamente. Una honda felicidad los embargaba a todos. Pero aquella dicha no duraría para siempre. El paraíso se pierde cuando uno menos se lo espera. Las personas se hacen mayores a su ritmo y toman rumbos distintos. Con el paso del tiempo, surgen pequeñas diferencias, grietas apenas perceptibles. Y esas grietas y diferencias dejan de ser pequeñas para volverse insalvables.
Probablemente, Shiro no había soportado la presión de lo que estaba por venir. Quizá presintió que, si no deshacía de inmediato esa armonía que unía al grupo, la destrucción de éste la afectaría y le causaría un daño irreparable. Sería como un náufrago engullido y arrastrado hasta el fondo del mar por el remolino que produce un barco al hundirse.
En cierta medida, Tsukuru podía entender lo que Shiro había sentido. Es decir, ahora podía entenderla. Seguramente la tensión causada por la abstinencia sexual desempeñó un papel relevante. O eso suponía él. El hecho de que empezase a tener sueños eróticos muy vívidos podía deberse a esa tensión. Sin duda, la tensión también había afectado —desconocía de qué manera— a los otros cuatro.
Shiro quería escapar a esa situación, siguió razonando Tsukuru. Tal vez se veía incapaz de mantener aquella relación humana tan estrecha, que requería un constante control de las emociones. De los cinco, ella era sin lugar a dudas la más sensible. Y quizá fue la primera en captar lo que chirriaba en todo aquello. Pero era incapaz de salir del grupo por sí misma. Carecía de la fuerza necesaria. Por eso hizo de Tsukuru un chivo expiatorio. En ese momento, Tsukuru era el primer miembro que se alejaba del grupo y, por tanto, era el eslabón más débil. En otras palabras, cumplía los requisitos para ser castigado. Y cuando la violaron (quién, y en qué circunstancias, la habían violado dejándola embarazada a todas luces sería un misterio que jamás se descifraría), en la histeria provocada por la conmoción, Shiro cercenó ese eslabón débil como quien acciona el freno de emergencia de un tren.
Según ese razonamiento, muchas cosas parecían encajar. Ella había obedecido a su intuición y había intentado franquear esa barrera que acabaría estancándola utilizando a Tsukuru como trampolín. Contaba con que Tsukuru Tazaki saldría del paso y superaría la situación. Era la misma conclusión a la que, muy juiciosamente, había llegado Eri.
Tsukuru Tazaki, siempre sereno, viviendo impertérrito a su ritmo.
Se levantó de la silla y entró en el apartamento. Cogió la botella de Cutty Sark de la estantería, se sirvió una copa y volvió a salir al balcón. Sentado, se presionó la sien un rato con la yema de los dedos de la mano derecha.
«No es así. Ni soy una persona serena, ni siempre vivo impertérrito y a mi ritmo. Sólo es cuestión de mantener el equilibrio. De acostumbrarse a repartir debidamente el peso a ambos lados del fulcro. Puede que los demás me tengan por una persona fría. Pero mantener ese equilibrio es más arduo de lo que parece: el peso que las balanzas soportan no se aligera ni una pizca.»
A pesar de todo, podía perdonar a Shiro…, a Yuzu. Estaba herida y sólo intentaba protegerse desesperadamente a sí misma. Era débil. Su caparazón no era lo suficientemente sólido. Ante la inminencia de la catástrofe, lo único que tenía en mente era encontrar un lugar seguro; no reparó en los medios, no podía permitírselo. ¿Quién podía echarle nada en cara? Sin embargo, al final, por muy lejos que intentase escapar, no logró zafarse. Una oscura sombra preñada de violencia le siguió insistentemente el rastro. Eri la llamó «un mal espíritu». Y una noche de mayo, en medio de un frío y silencioso aguacero, eso llamó a la puerta de su piso y estranguló su hermoso y fino cuello con un cordón. Probablemente todo, la hora y el lugar, estaba fijado.
Tsukuru volvió a entrar en el apartamento, cogió el teléfono y, sin pensar demasiado, marcó el número y llamó a Sara. Pero al tercer tono lo pensó mejor y colgó. Era bastante tarde. Y al día siguiente la vería. No tenía sentido hablar a medias tintas antes. Lo sabía perfectamente. Pero no podía esperar, quería escuchar su voz. Ese deseo brotaba de sus entrañas. Le costaba reprimir el impulso.
Fue a buscar el elepé con la interpretación de Lázar Berman de los Años de peregrinación, lo colocó en el tocadiscos y bajó la aguja. Se concentró en la música. Le vino a la mente la orilla del lago en Hämeenlinna. El viento acariciaba las cortinas blancas, el bote golpeteaba mecido por las olas. En el bosque, los pájaros enseñaban pacientemente a sus crías a trinar. El cabello de Eri olía a champú de aromas cítricos. En su pecho, blando y fecundo, anidaba el peso compacto de la supervivencia. El hosco anciano que le había mostrado el camino escupía una flema espesa en la hierba estival. El perro meneaba la cola, feliz, y saltaba a la parte trasera de la furgoneta Renault. Mientras seguía el hilo de esos recuerdos, el dolor volvió a su pecho.
Tsukuru alzó la copa y saboreó el whisky escocés, que le caldeó el estómago. Durante los meses en los que sólo pensaba en morir, desde el verano del segundo curso de carrera hasta el invierno siguiente, todas las noches se tomaba unos dedos de whisky. Si no, no conseguía conciliar el sueño.
De pronto sonó el teléfono. Tsukuru se levantó del sofá, levantó la aguja del disco con la palanca y se plantó delante del teléfono. Lo más seguro es que se tratara de Sara. Era la única que podía llamarlo a esas horas. Habría visto que Tsukuru la había telefoneado y querría devolverle la llamada. Sonó unas doce veces mientras Tsukuru dudaba si levantar o no el auricular. Miraba fijamente el teléfono con los labios apretados, aguantando la respiración. Como quien examina a cierta distancia una complicada y larga fórmula matemática escrita en la pizarra para lograr arrancarle alguna pista. Pero no, no conseguía descifrar nada. El teléfono dejó de sonar al cabo de un rato y después volvió a hacerse el silencio. Un silencio profundo y sugerente.
Para quebrar ese silencio, bajó una vez más la aguja sobre el disco, volvió al sofá y siguió escuchando la música. Esta vez trató de no pensar en nada. Cerró los ojos, puso su mente en blanco y se concentró en la música. Al poco rato, como invocadas por la melodía, distintas imágenes se proyectaron, una tras otra, en el reverso de sus párpados; se proyectaban y desaparecían. Una serie de formas carentes de significado y de forma. Surgían difusas, procedentes de un oscuro extremo de su mente, atravesaban sin ruido su campo visual y se desvanecían por el otro extremo. Como microorganismos de silueta misteriosa atravesando la mira redonda de un microscopio.
Quince minutos después, el teléfono volvió a sonar, pero Tsukuru decidió no responder. Esta vez permaneció sentado, sin parar la música, y se limitó a fijar la mirada en el teléfono negro. Ni siquiera contó los timbrazos. Enseguida enmudeció y sólo se oyó la música.
«Sara», dijo para sus adentros. «Quiero oír tu voz. Más que nada en el mundo. Pero ahora no podemos hablar.»
«Mañana puede que Sara elija al otro hombre y no a mí.» Tumbado en el sofá, pensó con los ojos cerrados. Era probable que ocurriera; de hecho, puede que ésa fuese, según ella, la decisión correcta.
No tenía forma de averiguar cómo era aquel hombre, qué clase de relación los unía, cuánto tiempo llevaban juntos. Tampoco le apetecía saberlo. Lo único que podía afirmar era que, en ese instante, era muy poco lo que Tsukuru podía ofrecerle a Sara. Una cantidad limitada de cierta clase limitada de cosas. Y a juzgar por todo, cosas triviales. ¿Quién en su sano juicio iba a querer algo así?
«Sara me dijo que le gustaba. Probablemente sea cierto. Pero en el mundo hay muchas cosas que no se arreglan sólo con afecto. La vida es larga y a veces cruel. En algunos casos, hacen falta víctimas. Alguien tiene que asumir ese papel. Y los cuerpos, frágiles y vulnerables, están hechos para sangrar al cortarse.
»En cualquier caso, si mañana Sara no me elige, moriré de verdad», pensó Tsukuru. «La diferencia entre la muerte real y una muerte metafórica es mínima. Esta vez, sin embargo, quizá sí respire por última vez. Tsukuru Tazaki, el que no tiene color, palidecerá por completo y se retirará en silencio de este mundo. Posiblemente todo se convierta en nada y sólo quede un terrón de tierra duro y helado.
»Tampoco sería tan grave», se dijo. Ya había estado a punto de ocurrir, y no habría sido extraño que sucediera de verdad. No era más que un mero fenómeno físico. La cinta del muelle del reloj iba desenroscándose poco a poco y el impulso inicial se aproximaba casi a cero; poco después los engranajes dejaban de moverse y las agujas se quedaban quietas. No se oía el tictac. Caía el silencio. Así de simple.
Antes de que el día cambiase de fecha, se acostó y apagó la luz de la mesilla de noche. «Ojalá sueñe con Sara», deseó. «Un sueño erótico o de la clase que sea. A ser posible, no demasiado triste. Si en el sueño pudiese tocar su cuerpo, mucho mejor. Al fin y al cabo, sólo será un sueño.»
Su corazón deseaba a Sara. Poder desear a alguien de esa manera era maravilloso. Tsukuru lo sintió en sus carnes. Después de mucho tiempo. O quizá por primera vez. No todo era maravilloso, por supuesto. También sentía un dolor en el pecho y una especie de ahogo. Lo embargaba el miedo y lo acechaban pensamientos sombríos que lo estremecían. Pero ese dolor se había convertido en una parte importante del afecto que sentía por Sara. No quería perder esos sentimientos que guardaba en su interior. Si los perdiese, quizá jamás volvería a encontrar su calor. Antes que perderlos, prefería perderse a sí mismo.
«No debes dejarla escapar, Tsukuru. Ve a por ella, ocurra lo que ocurra. Si empiezas a poner distancia entre los dos, quizá jamás vuelvas a conseguir a nadie», había dicho Eri.
Tenía razón. Pasara lo que pasase, debía luchar por ella. Lo sabía. Sin embargo, eso no sólo dependía de él; dependía de los dos. «Hay cosas que se dan y otras que se reciben. En cualquier caso, mañana es el día. Si Sara me elige, si me acepta, le propondré que nos casemos, y cuanto antes, mejor. Y le ofreceré todo lo que está a mi alcance, sea lo que sea. Para que no nos perdamos en lo más profundo del bosque y los enanos malvados no nos atrapen.»
«No todo desaparece con el paso del tiempo.» Ésas eran las palabras que tenía que haber pronunciado cuando se despidió de Eri, a orillas del lago en Finlandia, pero que en su momento no había encontrado. «En aquella época creíamos ciegamente en algo, éramos capaces de creer ciegamente en algo. Esa emoción no puede haberse desvanecido del todo.»
Tsukuru fue tranquilizándose, cerró los ojos y poco a poco fue quedándose dormido. A medida que se sumía en el sueño, su lucidez daba los últimos coletazos, cada vez más fuertes, cada vez más veloces, como el último expreso del día, hasta desaparecer engullida por la noche. Sólo quedó el rumor del viento entre los abedules.