11

Al día siguiente, lunes, a las diez y media de la mañana, Tsukuru se dirigió al despacho de Aka. Estaba apenas a cinco kilómetros del concesionario de Lexus. Ocupaba la mitad de la octava planta de un edificio de oficinas acristalado y muy moderno. En la otra mitad tenía su sede una famosa empresa farmacéutica alemana. Tsukuru se había puesto el mismo traje oscuro de la víspera y la corbata azul que Sara le había regalado.

El elegante logo de la empresa, con su nombre, Beyond, adornaba la entrada. El vestíbulo era luminoso y espacioso. De las paredes colgaban cuadros abstractos de gran tamaño en los que predominaban los colores primarios; a saber qué querían expresar, porque seguro que querían expresar algo. Por lo demás, no había ningún otro ornamento. Ni flores, ni floreros. Estaba diseñado para que, con sólo ver la entrada, uno no pudiera hacerse una idea del tipo de empresa que era.

Una chica de veintipocos años, con el pelo ondulado y con preciosos bucles, lo atendió en el mostrador de recepción. Llevaba un vestido azul claro de manga corta y un collar de perlas. Parecía que había crecido sana y mimada en un hogar acaudalado y optimista. Cuando Tsukuru le dijo su nombre, ella esbozó una sonrisa que iluminó su cara y pulsó el botón de la línea interna con suavidad, como si acariciase el blando hocico de un perro grande.

Al cabo de unos segundos, una mujer robusta asomó por la puerta del fondo. Tsukuru calculó que tendría unos cuarenta y cinco años. Vestía un traje ancho de hombros y tonos oscuros, y calzaba zapatos negros de tacón grueso. Sorprendentemente, sus rasgos no parecían tener ningún defecto. Llevaba el pelo corto, tenía un mentón pronunciado y parecía una profesional muy competente. En el mundo hay mujeres de mediana edad que dan la impresión de ser competentes en todo lo que hacen, y esa mujer era una de ellas. Si hubiera sido actriz, le habría ido que ni pintado el papel de una veterana enfermera jefe o el de madame de un prostíbulo de lujo.

Leyó la tarjeta de presentación que Tsukuru le dio e hizo un gesto de extrañeza. ¿Qué diablos querría alguien del departamento de construcción de la división de ingeniería de una compañía ferroviaria de Tokio del director general del creative business seminar? Y, para colmo, sin cita previa. No obstante, no le preguntó el motivo de su visita.

—¿Podría hacer el favor de esperar aquí? —le dijo la que parecía ser la secretaria de Aka con una sonrisa forzada. A continuación le señaló una butaca y desapareció por la misma puerta por la que había salido. La butaca era sencilla, de diseño escandinavo, de cuero blanco y con cromados. Bonita, limpia, serena y fría. Como el sol de medianoche bajo una incesante lluvia fina. Tsukuru esperó sentado. Entretanto, la chica de recepción trabajaba en el ordenador instalado sobre el mostrador. De vez en cuando, dirigía una mirada a Tsukuru y sonreía como para darle ánimos.

Al igual que la de la recepción de Lexus, era una de esas chicas que abundan en Nagoya. Guapas de cara y bien arregladas. Simpáticas. De cabello siempre bonito y ondulado. Estudian filología francesa en una universidad privada femenina algo cara, al licenciarse encuentran empleo en una empresa local y trabajan en recepción o de secretarias. Desempeñan sus funciones durante un tiempo, y una vez al año se van de compras a París con sus amigas. Luego encuentran a un oficinista prometedor o se casan después de que la familia les presente a una posible pareja y, felices, abandonan la empresa. Más tarde se desviven para que sus hijos puedan ir a alguna famosa universidad privada. Mientras esperaba, Tsukuru se imaginó su vida.

La secretaria de mediana edad regresó al cabo de cinco minutos y lo condujo hasta el despacho de Aka. La sonrisa era un punto más amigable que la de antes. Traslucía respeto y simpatía hacia alguien que iba a verse con su jefe sin cita previa. No debía de ocurrir con frecuencia.

Caminó delante de él a grandes pasos. Sus tacones golpeaban el suelo con dureza y precisión, como el ruido que hace un herrero por la mañana temprano. A ambos lados de un pasillo había varias puertas de cristal grueso y opaco a través de las cuales no salía ninguna voz, ningún sonido. Era un ambiente muy distinto al de la oficina de Tsukuru, donde sonaban sin parar los teléfonos, se abrían y cerraban puertas a menudo y siempre había alguien dando voces.

El despacho de Aka era, contra todo pronóstico, y teniendo en cuenta las dimensiones de la empresa, bastante pequeño. Había un escritorio de diseño —cómo no, escandinavo—, un juego de sofás no excesivamente grandes y un archivador de madera. Sobre el escritorio, un flexo de acero inoxidable que parecía también de diseño y un portátil Mac. Encima del archivador había un equipo de música Bang & Olufsen y, en la pared, de nuevo, un cuadro abstracto de gran tamaño en el que predominaban los colores primarios. Parecía del mismo artista que los que colgaban en el vestíbulo. La ventana era amplia y daba a una avenida, pero no se oía el menor ruido. El sol que anunciaba el fin de la primavera caía sobre una alfombra lisa. Era una luz suave y nítida.

El despacho era, en conjunto, sencillo y sin estridencias. Nada sobraba. Aunque todos los muebles y útiles parecían de valor, no se pretendía lucir esa suntuosidad, como en el concesionario de Lexus, sino que todo estaba dispuesto de manera discreta, para que no llamase la atención. Anonimato costoso: ése parecía ser el concepto básico que había primado al decorar aquella oficina.

Aka se levantó del escritorio para recibirlo. Había cambiado bastante de aspecto. Con su metro sesenta de estatura, ahora destacaba su ligera calvicie. Aunque nunca había podido presumir de una cabellera abundante, ahora tenía grandes entradas y se distinguía claramente la forma de la cabeza. En cambio, como para compensar la pérdida de cabello, lucía barba desde las patillas hasta el mentón. La barba, más negra, contrastaba con su fino cabello. Las gafas de montura metálica y rectangular le sentaban bien a su larga cara ovalada. Seguía siendo delgado, sin un solo gramo de carne de más. Vestía una corbata de punto marrón y una camisa blanca con raya diplomática, que se había arremangado casi hasta los hombros. Llevaba unos chinos color crema y mocasines de piel blanda marrón, sin calcetines. Todas sus prendas sugerían un estilo de vida libre e informal.

—Siento presentarme así, de golpe, a estas horas de la mañana —se disculpó Tsukuru—. Pensé que, si no lo hacía así, no querrías verme.

—¿No me digas que…? —dijo Aka. Después, alargó el brazo y dio a Tsukuru un apretón de manos. Sus manos eran pequeñas y blandas, al contrario que las de Ao. También apretaba con más suavidad. Aka era así, no lo había hecho por cortesía—. Jamás me habría negado a verte, aunque me hubieras avisado. Para mí es un placer.

—¿No estás muy ocupado?

—Sí, sí lo estoy. Pero ésta es mi empresa y no tengo a nadie por encima de mí. Mi horario es tan flexible como yo desee. Soy libre para prolongar o reducir el tiempo que dedico a cada cosa. Aunque, por supuesto, al final tienen que salir las cuentas. Obviamente, como no soy ningún dios, no puedo decidir cuántas horas debo trabajar. Pero sí puedo distribuirlas a mi antojo.

—Si tienes unos minutos, me gustaría hablar contigo de algo personal —dijo Tsukuru—. Si ahora estás ocupado, dime a qué hora te iría bien.

—No te preocupes por el tiempo, que para eso te has tomado la molestia de venir. Podemos hablar con calma aquí mismo.

Tsukuru se sentó en un sofá de cuero negro de dos plazas y Aka lo hizo en una butaca situada enfrente. Entre los dos había una pequeña mesa ovalada, con un pesado cenicero de cristal encima. Aka alzó la tarjeta de presentación de Tsukuru y la miró fijamente, con los ojos entornados, como escudriñándola.

—¡Ajá! ¿Así que construyes estaciones ferroviarias, como siempre habías querido?

—Eso es lo que me gustaría decir, pero por desgracia tengo pocas oportunidades de construir estaciones —dijo Tsukuru—. Porque en el área metropolitana no se trazan nuevas líneas. Básicamente me dedico a reconstruir y reformar estaciones ya existentes: eliminación de barreras, mejora de la accesibilidad a los servicios, instalación de vallas de seguridad, construcción de nuevas tiendas dentro de las estaciones, adaptaciones para el uso compartido de vías entre distintas compañías… Las funciones sociales de las estaciones están cambiando, y hay bastante trabajo.

—Pero trabajas en algo relacionado con las estaciones.

—Eso es.

—¿Te has casado?

—Sigo soltero.

Aka cruzó las piernas y quitó con los dedos un hilo que sobresalía del dobladillo del pantalón.

—Yo me casé una vez. Cuando tenía veintisiete años. Pero al año y medio me divorcié. Desde entonces estoy soltero. Resulta mucho más cómodo así. No desperdicias el tiempo. ¿No opinas lo mismo?

—La verdad es que no. No me importaría casarme. Me sobra tiempo. Lo que pasa es que no he encontrado a nadie con quien me apeteciera hacerlo.

Se acordó de Sara. Con ella sí, con ella seguramente le apetecería. Pero todavía no la conocía bien. Y ella tampoco debía de conocerlo demasiado bien a él. Necesitaban pasar algo más de tiempo juntos.

—Parece que te van bien los negocios, ¿eh? —dijo Tsukuru, y recorrió con la mirada el acogedor despacho.

Durante la adolescencia, Ao, Aka y Tsukuru se trataban con mucha familiaridad. Muchos años atrás Tsukuru hubiera dicho: «¿Eh, tío?» o cualquier cosa parecida. Pero sintió que, tras tanto tiempo sin verse, estaría fuera de lugar. Y ahora le habría costado llamarlo así. Habría sido poco espontáneo.

—Sí, por ahora el trabajo me va bien —dijo Aka, y carraspeó—. ¿Sabes a qué nos dedicamos en esta empresa?

—En líneas generales, sí. Si lo que pone en Internet es cierto, claro.

Aka se rió.

—No es mentira. Es tal como se explica ahí. Aunque, naturalmente, la parte más importante no aparece escrita. Está aquí dentro. —Y se dio unos golpecitos en la sien—. Igual que un chef. Lo esencial no está en la receta.

—Principalmente os dirigís a empresas y formáis al personal, si no lo he entendido mal.

—Exacto. Formamos a los futuros empleados y reciclamos al personal ya contratado. Es un servicio que ofrecemos a empresas. Elaboramos programas a la medida del cliente y operamos con eficacia y profesionalidad. Así las empresas se ahorran tiempo y esfuerzo.

—O sea, servicios externos de formación empresarial —dijo Tsukuru.

—Efectivamente. El negocio nació a partir de una idea mía. Fue como cuando, en los cómics, alguien tiene una bombilla encendida encima de la cabeza. El capital para fundarla lo aportó el director de una financiera, un conocido mío que confió en mí. Tuve la suerte de contar con su apoyo.

—¿Y cómo se te ocurrió esa idea?

Aka volvió a reírse.

—Bah, no es nada del otro mundo. Al acabar la carrera empecé a trabajar en un banco, pero me aburría. Todos mis superiores eran unos incompetentes. Sólo les preocupaba lo que tenían delante de las narices, no pensaban más que en su propio interés y carecían de una visión de futuro. Pensé que si el banco más importante de Japón era así, ¿qué iba a ser de este país? Aguanté y seguí durante tres años, pero las circunstancias no mejoraban. Al contrario, empeoraban más y más. Entonces me pasé a una financiera. Le caí bien al director y me ofreció un puesto. Tenía más libertad que en el banco y el trabajo era interesante. Sin embargo, discrepaba a menudo con mis jefes y, al cabo de dos años y pico, me disculpé ante el director y me marché. —Aka sacó una cajetilla de Marlboro del bolsillo—. ¿Te importa que fume?

—Claro que no.

Aka se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió con un pequeño mechero metálico. Con los ojos entrecerrados, aspiró y expulsó lentamente una bocanada de humo.

—Quiero dejarlo. Pero es imposible. Si no fumo, soy incapaz de trabajar. ¿Alguna vez has intentado dejarlo?

Tsukuru le contestó que no había fumado un cigarrillo en toda su vida.

Aka siguió hablando.

—No estoy hecho para que los demás me den órdenes. Es algo que no se nota a simple vista, y yo mismo no me di cuenta hasta que me licencié y me puse a trabajar. Pero así es. Cuando algún personajillo me da una orden estúpida, de inmediato en mi mente se oye un clic y monto en cólera. Alguien así no puede trabajar para otros. Por eso decidí montar algo por mi cuenta. —Aka hizo una pausa y, como persiguiendo un recuerdo lejano, observó el humo azul que ascendía de su cigarrillo—. Otra de las cosas que aprendí trabajando para otros fue que la mayoría de la gente no es reacia a acatar órdenes. Es más, se sienten felices de que se les den órdenes. Se quejan, de acuerdo, pero no en serio. Se limitan a refunfuñar, es un simple hábito. Cuando tienen que pensar por sí mismos o asumir responsabilidades y tomar decisiones, se sienten desbordados. Entonces se me ocurrió que podría hacer de ello un negocio. Fue muy sencillo. ¿Te das cuenta?

Tsukuru no contestó. Tampoco Aka le estaba pidiendo su opinión.

—Primero hice una lista con todas las cosas que no me gustan, todo lo que no quiero hacer ni quiero que me hagan. Luego, basándome en esa lista, ideé un programa para formar de manera eficaz a personal que siga sistemáticamente las órdenes de los superiores. Aunque diga que lo ideé, en realidad si lo analizas pormenorizadamente verás que lo que he hecho ha sido tomar ideas de aquí y de allá. La experiencia que acumulé cuando empecé a trabajar me sirvió de mucho. Y todo eso lo aderecé con métodos propios de sectas religiosas y de cursos de desarrollo personal. He estudiado los negocios similares que han cosechado un gran éxito en Estados Unidos. He leído un montón de libros de psicología. A veces también me han sido muy útiles los manuales de adiestramiento de reclutas de los marines y de las SS nazis. Después de dejar la financiera, durante seis meses me volqué, literalmente, en el desarrollo del programa. Siempre se me ha dado bien concentrarme en una sola cosa.

—Aparte de que eres inteligente.

Aka dibujó una sonrisa sarcástica.

—Gracias. Aunque no creo que sea para tanto. —Dio otra calada al cigarro y echó la ceniza en el cenicero. Luego alzó la cara y miró a Tsukuru—. Por lo general, el objetivo de las sectas y de los cursos de desarrollo personal es recaudar dinero. Para ello se valen de técnicas muy agresivas de lavado de cerebro. Nosotros no. Si hiciésemos cosas tan sórdidas, ninguna empresa confiaría en nosotros. El tratamiento de choque tampoco vale. Puede que obtenga resultados inmediatos, pero a largo plazo no funciona. Aunque es importante inculcar disciplina, nuestro programa tiene que ser científico, práctico y refinado. No debe salirse de los límites del sentido común. Por otra parte, los efectos cosechados han de ser, en cierta medida, duraderos. No pretendemos crear zombis, sino instruir a los empleados para que sigan los dictados de la empresa y al mismo tiempo se digan: «Pienso por mí mismo».

—Me parece una visión del mundo bastante cínica —dijo Tsukuru.

—Es un modo de verlo.

—Pero imagino que no todos los que reciben ese cursillo se someten tan fácilmente a la disciplina.

—Por supuesto. Hay personas que no toleran nuestro programa. Los dividiría en dos grupos. Primero, los antisociales, los outcasts. No toleran las posturas constructivas; se niegan rotundamente a asumir las pautas del grupo. Ocuparse de ellos es una pérdida de tiempo, y no queda más remedio que pedirles que se marchen. El segundo grupo lo forman aquellos que de verdad piensan por sí mismos. A ésos hay que dejarlos como están; tocarlos es meter la pata. Todo sistema necesita esa clase de «elegidos» y, si todo sale bien, acaban ocupando la posición de líderes. Pero en medio de esos dos grupos hay un estrato que recibe órdenes y las ejecuta a rajatabla, y ahí es donde se sitúa la mayor parte de la población. Calculo que representa el ochenta y cinco por ciento del conjunto. En otras palabras, mi negocio se centra en ese ochenta y cinco por ciento.

—Y funciona tal y como lo has diseñado.

Aka asintió.

—Sí. Por ahora está rindiendo como había previsto. Al principio éramos una pequeña empresa con un par de empleados y ahora, como puedes ver, tenemos esta oficina. Además, se ha ganado una buena reputación.

—Así que hiciste una lista de lo que no te gusta hacer y lo que no te gusta que te hagan, la analizaste y ése fue el punto de partida del negocio.

Aka asintió.

—Exacto. No es difícil visualizar lo que no quieres hacer y lo que no quieres que te hagan. Y tampoco lo es visualizar lo que quieres hacer. Si haces lo primero, eres una persona negativa, y si haces lo segundo, positiva. No es más que una cuestión de enfoque.

«No me gusta nada el negocio que ha montado.» A Tsukuru le vinieron a la mente las palabras de Ao.

—En cierto sentido, lo tuyo podría considerarse una venganza personal hacia la sociedad. Como miembro de una élite con tendencias antisociales —dijo Tsukuru.

—Quizá tengas razón —dijo Aka. Luego le brindó una agradable sonrisa y chasqueó los dedos—. Un saque agresivo. Ventaja para Tsukuru Tazaki.

—Me imagino que tú mismo serás el maestro de ceremonias de los cursos, ¿no? ¿Hablas delante de todos?

—Sí, al principio lo hacía yo todo. No encontraba a nadie a quien pudiera confiarle esta tarea. Tsukuru, ¿me imaginabas haciendo algo así?

—La verdad es que no —respondió Tsukuru con sinceridad.

Aka se rió.

—Pues te diré que se me daba muy bien, modestia aparte. Era puro teatro, naturalmente, pero sonaba bastante convincente. De todos modos, ya no lo hago. No me va el papel de gurú. Soy un mero gestor. Tengo demasiadas cosas que hacer. Ahora formo a los instructores y dejo los cursos en sus manos. Últimamente sólo imparto algunas charlas. Me invitan a encuentros empresariales y a seminarios dirigidos a universitarios que buscan empleo. De vez en cuando también escribo libros que me encargan las editoriales. —Aka se interrumpió y aplastó el cigarrillo contra el cenicero—. Una vez establecidas las líneas del negocio, no es tan complicado. Sólo hay que imprimir folletos lujosos, saber venderse bien y tener una sede elegante en una zona exclusiva. Amueblarla con gusto y contratar a personal capacitado y con buena presencia, aunque salga caro. La imagen lo es todo. No se puede escatimar en ella. Luego el boca en boca hace lo demás. Una vez que se gana fama, sólo hay que dejarse llevar. Pero de momento hemos decidido no expandirnos más. Limitamos nuestro radio de acción a las empresas en torno a Nagoya. Porque si creciese más allá de mi alcance, no podría responder de la calidad de nuestro trabajo. —Miró a Tsukuru como sondeándolo—. ¿Qué? No parece que te interese demasiado mi trabajo, ¿o sí?

—Solamente estoy sorprendido. Cuando éramos unos chavales nunca me imaginé que acabarías montando un negocio como éste.

—¡Tampoco yo me lo imaginaba! —dijo Aka, y se echó a reír—. Siempre pensé que sería profesor de universidad. Pero cuando me matriculé, vi que lo mío no era el mundo académico: está anquilosado, es demasiado aburrido para mí. No quería pasarme allí toda la vida. Así que, cuando acabé los estudios, entré en el banco, pero me di cuenta de que tampoco estaba hecho para ser un simple empleado. Ha sido una sucesión de pruebas y errores. Pero he perseverado hasta encontrar mi lugar. ¿Y tú qué? ¿Estás satisfecho con tu trabajo?

—Yo no diría satisfecho, pero tampoco insatisfecho —contestó Tsukuru.

—¿Porque trabajas en algo relacionado con las estaciones?

—Sí. Según tus propias palabras, se puede decir que soy positivo.

—¿Alguna vez te has sentido angustiado por el trabajo?

—Me limito a trabajar cada día con cosas palpables, reales. No tengo tiempo para angustiarme.

Aka sonrió.

—Es estupendo. No me esperaba menos de ti.

Cayó un denso silencio. Aka dio vueltas lentamente al mechero en su mano, pero no encendió un nuevo cigarrillo. Seguramente contaba los cigarrillos que fumaba al día y no quería sobrepasar el número que se había fijado.

—Has venido para hablarme de algo, ¿verdad? —preguntó Aka.

—De algo que pasó hace mucho tiempo, sí —contestó Tsukuru.

—Muy bien. Entonces, háblame de ello.

—Es sobre Shiro.

Aka entornó los ojos tras las gafas y se llevó la mano a la perilla.

—Me lo esperaba. Desde el instante en que la secretaria me ha dicho que estabas aquí.

Tsukuru permaneció callado.

—Lo de Shiro fue una lástima —dijo Aka en tono sosegado—. Nunca consiguió ser demasiado feliz. A pesar de que era guapa y de que tenía un gran talento para la música, murió de un modo espantoso.

A Tsukuru le causó cierto desagrado aquel resumen, en dos o tres frases, de la vida de Shiro. Pero se dijo que probablemente se debía a un desfase temporal: él acababa de enterarse de la muerte de Shiro, y Aka había vivido con ello durante seis años.

—Puede que ya no sirva de nada, pero me gustaría deshacer el malentendido —dijo Tsukuru—. No sé qué os contó Shiro, pero yo no la violé. Ni siquiera tuve intención de acostarme con ella.

Aka dijo:

—A mi juicio, la verdad es como una ciudad semienterrada en la arena. Con el paso del tiempo, unas veces la arena va acumulándose hasta ocultarla; otras, el viento la limpia hasta que emerge por completo. En este caso ha ocurrido a todas luces lo segundo. Independientemente de que el malentendido se deshaga o no, tú nunca harías algo así. Lo sé de sobra.

—¿Lo sabes de sobra? —repitió Tsukuru.

—Quiero decir que ahora lo sé de sobra.

—¿Porque el viento ha despejado la arena?

Aka asintió.

—Por eso mismo.

—Parece que estemos hablando de algo histórico.

—Es que, en cierto sentido, lo es.

Tsukuru escrutó el rostro del que había sido su amigo, sentado frente a él, pero no captó la menor emoción.

—Aunque podamos ocultar los recuerdos, no podemos borrar la Historia. —Tsukuru recordó las palabras de Sara y las repitió tal cual.

Aka asintió varias veces con la cabeza.

—Exacto. Por más que ocultemos los recuerdos, jamás podremos borrar la Historia. Eso es precisamente lo que quería decir.

—Sin embargo, en aquel entonces vosotros cortasteis conmigo. De golpe, sin la menor compasión —dijo Tsukuru.

—Sí. Ése es un hecho histórico. Espero que no suene a disculpa, pero lo cierto es que no tuvimos más remedio. La historia de Shiro era muy creíble. No hacía teatro. Se sentía realmente herida. Allí había dolor de verdad, había corrido sangre de verdad. No estábamos en situación de poner nada en duda. Pero después de dejarte tirado, a medida que fue pasando el tiempo, entendimos cada vez menos qué había ocurrido.

—¿Por qué?

Aka enlazó ambas manos sobre las rodillas y reflexionó unos segundos. Luego dijo:

—Al principio fueron cosas insignificantes. Pequeños disparates. Nos extrañamos, pero no le dimos mayor importancia. Pero cada vez era más frecuente. Entonces nos dimos cuenta de que había algo que no funcionaba.

Tsukuru esperó la continuación en silencio.

—Shiro seguramente padecía un desequilibrio —dijo Aka, midiendo sus palabras mientras toqueteaba el mechero metálico que había vuelto a coger de encima de la mesa—. No sé si fue algo transitorio o si era propensa a ello. El caso es que por lo menos en aquella época se puso «mal». Sin duda tenía talento para la música. Tocaba muy bien, de una manera bella. A nosotros nos impresionaba. Pero, por desgracia, ella se exigía más a sí misma. Aunque pudiera ir tirando en su pequeño mundo, no podía medirse en un mundo más amplio. Por mucho que practicase, no alcanzaba el nivel que deseaba. Como recordarás, era seria e introvertida. Desde que entró en el conservatorio, la presión aumentó. Y entonces, poco a poco, empezaron a aflorar detalles raros.

Tsukuru hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero no dijo nada.

—Suele pasar —dijo Aka—. Es una pena, pero a los temperamentos artísticos les ocurre a menudo. El talento es como un recipiente. La capacidad del recipiente no cambia por mucho que uno se esfuerce. Y cuando el agua llega al borde, rebosa.

—En efecto, suele ocurrir —dijo Tsukuru—. Pero ¿de dónde sacaría la historia de que la drogué y la violé en Tokio? Por muy desquiciada que estuviera, ¿no te parece demasiado repentino?

Aka asintió.

—Desde luego. Lo fue. Y por eso al principio la creímos. Pensamos que Shiro nunca se inventaría algo semejante.

Tsukuru imaginó una antigua ciudad semienterrada por la arena. Se vio a sí mismo sentado sobre una duna elevada desde la que contemplaba las áridas ruinas de la ciudad.

—Pero ¿por qué precisamente yo? ¿Por qué tuve que ser yo?

—No lo sé —dijo Aka—. Tal vez le gustases, aunque nunca lo confesara. A lo mejor cuando te marchaste a Tokio se sintió frustrada y se enfadara. O puede que estuviera celosa de ti. Quizá ella también quería marcharse de Nagoya. Sea como sea, ahora ya no hay manera de conocer el motivo. Si es que realmente lo había… —Aka seguía haciendo girar el mechero metálico. Prosiguió—: Pero fíjate en una cosa. Tú te fuiste a Tokio y nosotros cuatro nos quedamos en Nagoya. No pretendo juzgarte. Tú empezaste una nueva vida en un nuevo lugar. En cambio, nosotros necesitábamos seguir viviendo unidos en Nagoya. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Resultaba más fácil cortar conmigo que con ella. ¿Es eso?

En vez de responder, Aka soltó un largo suspiro.

—De los cinco, tú eras el más fuerte psicológicamente. Aunque fueras tranquilo y no dieras esa impresión. El resto ni siquiera teníamos valor para irnos de aquí. Nos daba miedo alejarnos del lugar donde habíamos crecido y de nuestros mejores amigos, a los que estábamos tan unidos. Éramos incapaces de dejar atrás ese ambiente cálido y acogedor. Como cuando, en una mañana fría de invierno, estás tan a gusto metido en el futón que no quieres salir de él. En aquel entonces buscamos pretextos que sonaran serios, pero ahora veo la verdad.

—¿Y no te arrepientes de haberte quedado?

—No, creo que no. Quedarse aquí tenía muchas ventajas, y las he aprovechado al máximo. Ésta es una ciudad en la que funcionan los vínculos sociales. Por ejemplo, el empresario que patrocinó mi proyecto había leído en la prensa el artículo en el que se hablaba de nuestro trabajo como voluntarios en la época del instituto y, gracias a ello, conseguí que confiase plenamente en mí. Yo no tenía intención de utilizarlo en mi propio beneficio. Pero sucedió así. Más tarde, dio la casualidad de que muchos de nuestros clientes habían sido alumnos de mi padre. El círculo empresarial de Nagoya posee una sólida red de contactos. Porque aquí los profesores de universidades famosas constituyen una especie de marca de prestigio. En cambio, en Tokio no funciona así. Allí es el sálvese quien pueda. ¿O no?

Tsukuru permaneció callado.

—Creo que esos motivos prácticos también influyeron en nuestra decisión de quedarnos. Elegimos el camino más fácil, por decirlo de alguna manera. Pero, mira, los únicos que quedamos en la ciudad somos Ao y yo. Shiro ha muerto y Kuro se casó y se fue a vivir a Finlandia. Y Ao y yo, pese a que estamos a unos cientos de metros, ya nunca nos vemos. ¿Por qué? Pues porque no tenemos nada que contarnos.

—Podrías comprarle un Lexus. Tendríais tema de conversación.

Aka le guiñó un ojo.

—Ahora conduzco un Porsche Carrera 4 Targa. Caja de cambios manual con seis marchas que entran como la seda. Es alucinante, sobre todo cuando pasas de una marcha larga a una corta. ¿Has conducido alguno?

Tsukuru meneó la cabeza.

—A mí me encanta. No pienso cambiármelo —dijo Aka.

—Podrías comprar uno para la empresa. Imagino que podrías meterlo en los gastos generales, ¿no?

—Entre nuestros clientes contamos con empresas relacionadas con Nissan y Mitsubishi. No podemos usar un Lexus como vehículo de la empresa.

Hubo un breve silencio.

—¿Fuiste al funeral de Shiro? —preguntó Tsukuru.

—Sí, sí que fui. En mi vida he acudido a un funeral tan triste. De verdad. Sólo de recordarlo ya se me encoge el corazón. También estaba Ao. Kuro no pudo ir. En esa época ya vivía en Finlandia y estaba embarazada.

—¿Por qué no me avisaste de que Shiro había muerto?

Aka, perplejo, se quedó mirándolo un instante, sin decir nada. Parecía incapaz de enfocar la mirada.

—No lo sé —dijo—. Pensé que alguien te lo diría. Quizá Ao…

—Pues no, nadie me dijo nada. Hasta hace una semana no he sabido que había muerto.

Aka negó con la cabeza. Luego la volvió hacia la ventana.

—Supongo que cometí un error. Aunque suene a excusa, estábamos consternados. No entendíamos nada. Di por sentado que te enterarías de su muerte por algún medio. Y pensé que si no habías venido al funeral era porque te resultaba demasiado duro.

Tras un silencio, Tsukuru dijo:

—Cuando murió, vivía en Hamamatsu, ¿no?

—Sí, creo que llevaba dos años allí. Vivía sola y se dedicaba a dar clases de piano a niños. Creo que trabajaba para una escuela de música de Yamaha. No sé por qué se fue a vivir precisamente a Hamamatsu. Podría haber encontrado trabajo en Nagoya sin problemas.

—¿Qué tipo de vida llevaba Shiro allí?

Aka sacó otro cigarrillo de la cajetilla, se lo llevó a los labios y al cabo de unos segundos lo encendió con el mechero.

—Medio año antes de que la asesinaran, tuve que ir a Hamamatsu por motivos de trabajo. La llamé por teléfono y le propuse comer juntos. Por entonces los cuatro ya nos habíamos distanciado y apenas nos veíamos. Sólo nos llamábamos de vez en cuando. El caso era que despaché antes de lo previsto el asunto que me había llevado a Hamamatsu y, como tenía un hueco, me entraron ganas de verla. La encontré más estable de lo que había imaginado. Parecía que estaba disfrutando de su nueva etapa, lejos de Nagoya. Charlamos sobre los viejos tiempos y almorzamos juntos. Fuimos a un restaurante famoso especializado en anguila, pedimos una cerveza, comimos y pasamos un rato agradable. Me sorprendió un poco que bebiera. Y la situación era un poco…, ¿cómo decirlo?, un poco tensa. Es decir, evitábamos cierto tema…

—¿Te refieres a mí?

Aka asintió con gesto serio.

—Sí. Me dio la impresión de que todavía no lo había superado. Lo tenía enquistado. Por lo demás, no detecté nada raro en ella. Se reía a menudo y creo que se lo pasó bien charlando conmigo. Hablamos de cosas triviales. Pese a lo que yo esperaba, parecía que el cambio había tenido un efecto positivo en ella. Lo único, y sé que no está bien que lo diga, es que ya no era aquella chica tan guapa de antes.

—Era menos guapa —dijo Tsukuru. Su propia voz le sonó muy distante.

—No, no es exactamente que ya no fuese tan guapa —dijo Aka y caviló un momento—. ¿Cómo podría explicártelo? Sus facciones no habían cambiado y, según los cánones habituales, sin duda seguía siendo guapa. Alguien que no hubiera conocido a Shiro de adolescente habría tenido la impresión de que era guapa. Pero yo conocía bien a la antigua Shiro. Recuerdo perfectamente lo atractiva que era. Y la Shiro que tenía delante ya no era así. —Aka frunció ligeramente el ceño, como si rememorase aquel encuentro—. Francamente, para mí fue una experiencia bastante dura encontrarme con esa Shiro. No percibir la calidez que la caracterizaba. Que ese algo tan propio de ella hubiera desaparecido sin más. Que ya no me hiciera vibrar. —El cigarrillo humeaba sobre el cenicero. Aka siguió hablando—: Shiro acababa de cumplir los treinta. No era en absoluto una vieja. Cuando quedé con ella, vestía muy sobria. Llevaba el pelo recogido y apenas se había maquillado. Pero eso no tiene ninguna importancia. No son más que detalles. Lo grave era que su vitalidad natural ya había empezado a perder brillo. A pesar de lo tímida que era, en su interior había algo que bullía, al margen de su voluntad. Una luz y un calor que brotaban de ella caprichosamente aprovechando ciertos intersticios… No sé si me explico. Sin embargo, la última vez que la vi, todo eso se había apagado. Como si alguien se hubiera acercado a ella por la espalda y la hubiera desenchufado. Asistir a la pérdida de esa peculiaridad de su aspecto, la viveza que una vez la había hecho refulgir, fue un duro golpe para mí. No se trataba de la edad. No es que se hubiera vuelto así porque hubiese envejecido. Cuando me enteré de que alguien la había estrangulado, me quedé hecho polvo; sentí una pena muy honda. Bajo ningún concepto hubiera deseado que muriese de esa forma. Pero al mismo tiempo no pude dejar de sentir que, en cierto modo, ya le habían arrebatado la vida antes de que la mataran. —Cogió el cigarrillo del cenicero, dio una calada y cerró los ojos—. Shiro abrió un agujero muy profundo en mi corazón, y ese agujero sigue abierto —dijo Aka.

Se hizo el silencio. Un silencio tenso.

—¿Recuerdas aquella pieza que Shiro tocaba a menudo? —preguntó Tsukuru—. Es una pieza breve titulada Le mal du pays, de Liszt.

Aka meneó la cabeza después de meditar unos instantes.

—No, no la recuerdo. La que sí recuerdo es una de Schumann. Una pieza muy conocida que forma parte de las Escenas de niños. Creo que era Träumerei, si no me equivoco. Recuerdo que la tocaba de vez en cuando. Pero la de Liszt no la conozco. ¿Qué pasa con esa pieza?

—No, nada especial. De pronto me ha venido a la mente —dijo Tsukuru. Y dirigió la vista al reloj de pulsera—. Te he robado un montón de tiempo. Es hora de que me vaya. Me alegro de haber charlado contigo.

Aka lo miraba desde su asiento, inmóvil, con ojos inexpresivos. Como quien contempla una piedra lisa sobre la que todavía no se ha grabado nada.

—¿Tienes prisa? —le preguntó.

—No, qué va.

—¿No quieres que charlemos un poco más?

—De acuerdo. A mí me sobra el tiempo.

Aka sopesó sus palabras antes de proseguir. Finalmente dijo:

—Ya no te caigo bien, ¿verdad?

Tsukuru se quedó helado. No se esperaba en absoluto esa pregunta y, además, le pareció que decidir si la persona que tenía delante le caía bien o mal no era una disyuntiva apropiada.

Tsukuru pensó antes de responder:

—No sé qué decirte. Es probable que lo que sentía cuando éramos unos chavales haya cambiado. Pero es que…

Aka lo frenó levantando las manos.

—No te preocupes tanto por la manera de decirlo. No tienes por qué esforzarte para que te caiga bien. Ahora mismo no le caigo simpático a nadie. Es natural, ni siquiera me caigo bien a mí mismo. Hubo una época en la que tuve unos amigos estupendos. Tú eras uno de ellos. Sin embargo, en algún momento de mi vida los perdí. Del mismo modo que Shiro perdió su luminosidad… Pero ya no hay vuelta atrás. No se pueden devolver los productos una vez que has roto el precinto. No queda más remedio que seguir adelante.

Aka bajó las manos, las colocó sobre las rodillas y luego se dio unos golpecitos a un ritmo irregular. Como si estuviera enviando un mensaje en Morse a alguna parte.

—Mi padre dio clases en la universidad durante mucho tiempo y, por deformación profesional, cogió una manía típica de los profesores. Siempre hablaba, incluso en casa, en un tono moralizante, como mirándolo todo desde lo alto. A mí, ya de pequeño, aquello me repateaba. Pero un buen día, sin que me diera cuenta, empecé a hablar igual que él. —Aka seguía tamborileando sobre las rodillas—. Verás, durante mucho tiempo pensé que te habíamos hecho algo horrible. Te lo digo en serio. Yo…, nosotros no teníamos ningún derecho a hacerte algo así. Por eso creía que en algún momento tendríamos que pedirte disculpas. Y sin embargo, no sé por qué, no fui capaz de encontrar esa ocasión.

—Eso ya da igual —dijo Tsukuru—. Ahora no se puede dar marcha atrás.

Aka reflexionó antes de preguntar:

—Tsukuru, ¿puedo pedirte un favor?

—Dime.

—Me gustaría contarte algo. Es una confidencia, no se lo he confesado a nadie. Quizá no te interese, pero necesito enseñar la herida que llevo dentro. Quiero que te hagas una idea del peso que debo cargar. Con eso no pretendo resarcirte del daño que te causamos. Esto concierne solamente a mis sentimientos. ¿Me vas a escuchar, por nuestra vieja amistad?

Tsukuru asintió pese a que no tenía ni idea de qué podía tratarse.

—Hace un rato —explicó Aka— te he dicho que, hasta que entré en la universidad, no supe que no estaba hecho para el mundo académico. Y hasta que empecé a trabajar en el banco no supe que tampoco estaba hecho para ser un empleado. Me da vergüenza contarlo. Supongo que descuidé la tarea de tomarme en serio mis propios sentimientos. Porque eso no es todo. Resulta que, hasta que me casé, no supe que no estaba hecho para el matrimonio. Es decir, que no estoy hecho para mantener una relación física con una mujer. Ya te imaginarás a qué me refiero.

Tsukuru guardó silencio. Aka prosiguió:

—Yendo al grano, no me atraen las mujeres. No es que no me inspiren deseo, pero me gustan más los hombres.

En el despacho, ya de por sí muy silencioso, reinaba una profunda quietud. No se oía ni un solo ruido.

—No me parece tan raro —dijo Tsukuru para romper el silencio.

—Sí, tal vez no sea raro. Tienes razón. Pero que esa realidad te golpee en cierto momento de la vida puede resultar bastante duro. Muy duro. No es para tomárselo a la ligera. Mira, es como si de pronto, en alta mar, te arrojasen por la borda en plena noche.

Tsukuru recordó a Haida. El sueño —porque seguramente había sido un sueño— en que eyaculaba en la boca de Haida. Aquel día Tsukuru se había sentido muy confuso. Ciertamente, la expresión de ser arrojado al mar de noche era acertada.

—En cualquier caso, no hay más remedio que ser lo más honesto posible con uno mismo —dijo Tsukuru midiendo sus palabras—. Ser honesto y, al menos, vivir con cierta libertad. No sé si te será de gran ayuda, pero es lo único que te puedo decir.

—Como ya sabes, Nagoya es una de las principales ciudades del país, pero al mismo tiempo es muy pequeña. Hay mucha gente, una industria fuerte, riqueza, pero es un mundo muy cerrado, con pocas posibilidades. Para las personas como yo, no es sencillo vivir aquí con libertad y sin traicionarse uno mismo… Oye, ¿no te parece una gran paradoja? A lo largo de nuestra vida vamos descubriendo poco a poco nuestro verdadero yo; y, a medida que lo descubrimos, perdemos parte de nosotros mismos.

—Ojalá todo te vaya bien. De verdad —dijo Tsukuru. Lo decía de corazón.

—¿Ya no estás enfadado conmigo?

Tsukuru meneó brevemente la cabeza.

—Tío, yo nunca he estado enfadado contigo. De hecho, no estoy enfadado con nadie.

Tsukuru se dio cuenta de que le había llamado «tío». Al final había salido de su boca espontáneamente.

Aka lo acompañó hasta el ascensor.

—Puede que no vuelva a verte. Así que me gustaría decirte una última cosa. Enseguida acabo —dijo Aka mientras caminaban por el pasillo.

Tsukuru asintió.

—Es lo que siempre les digo a mis nuevos empleados en periodo de prácticas. Primero echo un vistazo a la sala, elijo a alguien al azar y le pido que se levante. Entonces le digo: «Verás, tengo dos noticias para ti: una buena y otra mala. La mala noticia: voy a arrancarte las uñas de las manos o de los pies con unos alicates. Lo siento mucho, pero está decidido. Ya no se puede cambiar». Saco de la cartera unos alicates enormes, tremendos, y se los enseño a todo el mundo. Lo hago despacio, para que los vean bien. Luego le digo: «Y ahora la buena noticia: te doy la libertad de elegir si te arranco las de las manos o las de los pies. ¿Qué? ¿Cuáles van a ser? Tienes diez segundos. Si no te decides, te las arrancaré todas, las de las manos y las de los pies». Entonces cuento diez segundos con los alicates en la mano. «Las de los pies», contesta más o menos a los diez segundos. «Muy bien. Las de los pies entonces. Ahora mismo te voy a arrancar las uñas de los pies con esto. Pero antes quiero que me digas una cosa: ¿por qué las de los pies y no las de las manos?». Y él me contesta: «No sé. Me imagino que las dos dolerán por igual. Pero como tengo que elegir, he elegido sin más las de los pies». Yo le doy un cálido aplauso y le digo: «¡Bienvenido a la vida real!». Welcome to real life!

Tsukuru se quedó mirando un rato el rostro afilado de su viejo amigo sin pronunciar palabra.

—Todos tenemos la libertad en nuestras manos —dijo Aka. Y sonrió guiñándole un ojo—. Ésa es la moraleja.

La puerta plateada del ascensor se abrió silenciosamente y los dos se despidieron.