31. Final de fiesta con muertos
«¿Te acuerdas de aquella noche? La música de Chopin resonaba en el piano y tu boca clamaba frente a mi boca: Más, más», escribió José. «Pero mientras la chica en cueros estaba en el sofá, se abrió la puerta y entró el Señor de la Frontera. Y como un Terminator del fin del mundo le clavó los dedos acerados en el cuello. Allí acabó la chica, con la banda de Señorita Coralillo sobre el pecho».
—¿Cómo pasaste la noche? —le preguntó a Lluvia cuando salía del reservado.
—Aparte de una pesadilla, no mal.
—Yo también tuve una, pero sin dormir.
—Conocí a Lucas…
—Lo sé.
—Aquí y allá me lo encontraba —ella se señaló con la mano partes del cuerpo—. Era amoroso, pero peligroso. Aprendió a matar al servicio del Señor, pero su jefe lo mandó cuidar a su buchona, a acompañarla a fiestas para que no se la comieran los lobos y para que no se le perdiera entre las bandas de música grupera y las mesas con mota y perico. Lucas se enamoró de ella y no la perdía de vista un momento, no para custodiarla, sino para buscar la oportunidad de estar a solas con ella. Acabó metiéndose con la fruta prohibida, no por los ojos sino por el trasero. El vigilante era vigilado, y como al jefe nadie le ve cara y tiene mil ojos y orejas que ven y oyen por él, un día que dijo que tenía negocios en El Paso regresó de repente, y los encontró en la cama. ¡Se encabronó un chingo! Más cuando supo por labios de ella que un hijo de Lucas venía en camino y que el sábado se casarían en la iglesia del Sagrado Corazón. Así que cuando el cura iba a casarlos, un comando entró a la iglesia para matarlos a tiros. Aunque él escapó en una camioneta, yo fui arrastrada de los cabellos por el piso. Él se refugió en el D. F. hasta que le cayeron unos policías y lo trajeron de vuelta a Juárez en la camioneta en que se había fugado. Días después los cadáveres del cura y los testigos aparecieron desnudos con las manos amarradas a la espalda, la cara cubierta con cinta adhesiva y señales de tortura. A Lucas lo madrearon sus amigos hasta que apenas dio muestras de vida. Entonces unos agentes judiciales lo llevaron a la cárcel, donde un convicto lo asesinó. Yo no he dicho nada, yo sólo obedezco al jefe.
—Lucas desde joven fue un golfo.
—Conservo su saco, lo guardo en mi depa, a mí no me sirve, pienso tirarlo a la basura, se lo regalo.
—Me traerá malos recuerdos, dáselo a un huérfano.
—Aquí hasta los huérfanos son quisquillosos, quieren chaquetas nuevas, no les gusta la ropa agujerada.
—Lo siento.
—¿En qué hotel se está quedando?
—En el Edén.
—Escapémonos juntos. El jefe me va a matar, no perdona lo de Lucas.
—No tengo con qué mantenerte. Ni capacidad para hacerte el amor. De hecho sufro de la próstata y tengo problemas para orinar.
—Tomemos el vuelo de las seis de la mañana. Luego me iré por mi lado.
—¿El hombre de la laringe artificial partió con Lolita La Chata?
—Durmió con Martha Lilia. Bueno, nos vemos en el aeropuerto.
—De nuevo, ¿cómo te llamas?
—Lluvia.
Cuando ella desapareció, apareció el sicario con cola de caballo:
—Mister, el Señor quiere verlo, tiene un asunto pendiente con usted.
José fue llevado por un pasillo estrecho que parecía el intestino grueso de la mansión. Fue introducido a un reservado con un techo bajo como un cielo encapotado. Allí aguardaban en paños menores Zselo Zsaizsar, Lesbia Martínez, la mulata de la favela de Rosinha y El Figurín. Atravesaron una capilla con una cúpula tan alta que el círculo negro de su bóveda parecía abarcar toda oscuridad.
—Espere aquí a que lo llamen —el sicario le indicó un sillón de cuero. El cuarto estaba decorado con animales disecados: dos leones, un oso negro, tres cérvidos. Casi con temor, José observó la puerta de vidrio que daba a un jardín patrullado por rottweilers, una vitrina con armas de fuego, algunas en sus fundas, y un itztli, el cuchillo del sacrificio humano.
—El taxidermista disecó los animales que cacé. Es un artista de la muerte, parecen vivos —entró diciendo un hombre con máscara de luchador, traje negro de lino y zapatos blancos. Transmitía una dureza extrema con si anduviera envuelto en una impenetrable negrura.
—Me dijeron que tenía algo que decirme —José vio entre la repulsión y la reverencia a esa criatura que parecía estar hueca, ser una sombra parada, unos ojos enrojecidos, una fascinación morbosa.
—Lucas me traicionó —dijo el hombre con calma—. De los dos traidores, tu hermano fue el peor.
—Discúlpeme, señor, encontramos a este chico robando huevos de avestruz en el zoológico —el sicario con cola de caballo aventó al piso a un mozalbete con shorts floreados y playera blanca. Como una lagartija que va a ser aplastada por un gigante, Sin Nombre lo miró espantado.
—Que se los trague —ordenó el hombre con máscara de luchador.
—Son huevos con coca.
—¿Cuántos?
—Cincuenta.
—Que se los trague.
—Morirá.
—A estos cabrones hay que matarlos en el nido —profirió el hombre.
—¿Oíste? —el sicario sacudió al huérfano del cementerio. Sus ojos preveían martirio y ejecución.
—Estaba con El Mariachi, ese cabrón que andaba con una guitarra llena de coca. A los doce años se dedicaba a torturar y degollar.
—¿Hablas en pasado?
—Ya lo despachamos.
—Ese chico es mudo —dijo José.
—Mejor, así no gritará.
—Señor, recuerde, en el principio era el verbo. Si él, estresado por un terror extremo, llega a retener la palabra, el verbo explotará en sus entrañas.
—¿Quieres asistir a su operación de garganta?
—¿Por qué no lo mira?
—Yo miro donde se me antoja; yo no juego, mato.
—El mundo interior de ese niño está lleno de miedo.
—¿Quién no vive en ese infierno?
—¿Puedo ver su rostro?
—¿El mío? Míralo —el capo se quitó la máscara. Debajo tenía otra.
—Veo el rostro del terror.
—So?
—¿Puedo retirarme? —José caminó hacia la puerta.
—Aún no, de rodillas —el sicario con cola de caballo lo obligó a hincarse.
En ese momento entró Carlos Xólotl como personificando a El Fantasma de una Pulga de Blake. Corpulento, con ojos como brasas, manos como garras, la lengua de fuera, caminó en círculos por el salón. Lo seguía la muchacha rubicunda tocando un caracol.
—Toma, cabrón —de repente Xólotl aventó a Sin Nombre contra la pared, lo colgó de unos garfios y le asestó un cuchillazo en el cuello.
—¡Bestia! —José vio su sangre caer sobre sus zapatos.
—Llévate las pantaletas de Miss Mazatlán —el sicario con cola de caballo alcanzó a José en el corredor y le entregó una bolsa de plástico con ropa íntima ensangrentada—. Está un poco sucia, el Señor se sacó a la Miss en una rifa sin haber comprado billete.
Al fondo de la sala el cuerpo desnudo de la mujer apareció sentado en una silla de cuero. Finos hilos de sangre salían de su costado izquierdo. Su mirada se clavaba en el vacío.